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«Mis colegas creyeron que yo era el mesías.»
Rosenthal El Zurdo no creía en la suerte. Creía en las probabilidades. En los números. En las posibilidades. En las matemáticas. En las fracciones de datos que había acumulado copiando estadísticas de equipos en ficheros. Consideraba que los partidos estaban decididos de antemano y que se podía comprar a los árbitros. Conocía a algunos jugadores de baloncesto que practicaban durante muchas horas al día el arte del lanzamiento al aro y a otros jugadores que apostaban por el intermedio entre las probabilidades existentes y conseguían un beneficio del diez por ciento del dinero apostado. Estaba seguro de que determinados atletas hacían el vago y otros el lesionado. Creía en las rachas de victoria o derrota; creía en la gama de puntos, en las apuestas sin límite y en los que dominaban hasta tal punto la mecánica de las cartas que podían repartir sin cortar el celofán de la baraja. En otras palabras, en lo referente al juego, El Zurdo creía en todo menos en la suerte. La suerte era el enemigo en potencia. La suerte era la tentadora, la que susurraba con aire seductor y le alejaba a uno de los datos. No tardó El Zurdo en aprender que si quería dominar la técnica y convertirse en un profesional, tenía que eliminar del proceso incluso la más remota posibilidad de casualidad.
Frank Rosenthal, El Zurdo, nació el 12 de junio de 1929, unos meses antes del crash de la Bolsa. Creció en el West Side de Chicago, un barrio pintoresco, mafioso, donde los locales de los corredores de apuestas, los polis y cargos municipales corruptos y la boca cerrada constituían un sistema de vida. En palabras de Rosenthal:
Mi padre era un mayorista de verduras. De la rama administrativa. Se le daban bien los números. Listo. Próspero. Mi madre era ama de casa. Crecí leyendo las hojas de información sobre las carreras de caballos. Casi siempre las rompía. Sabía todo lo que se tenía que saber al respecto. Las leía en clase. Era un muchacho alto, delgaducho, tímido. Yo medía un metro ochenta cuando era más joven y era un muchacho reservado. Era bastante solitario y las carreras de caballos constituían un reto para mí.
Mi padre poseía unos cuantos caballos, por eso yo estaba todo el tiempo en las pistas con él. Vivía en las pistas. Era mozo de cuadra, el que pasea el caballo. Limpiaba la cuadra. Estaba allí a las cuatro y media de la mañana. Me convertí en una parte de la cuadra. Empecé a frecuentar el ambiente cuando tenía trece o catorce años y era hijo de un propietario. Nadie me molestaba.
En mi casa pusieron mala cara cuando empecé a meterme en las apuestas deportivas. Mi madre ya sabía que jugaba y no le gustaba, pero yo era muy duro de mollera. No escuchaba a nadie. Me gustaba consultar los marcadores, las clasificaciones anteriores, los jockeys, las posiciones en meta. Solía copiar todo el material en mis propias fichas en mi habitación, por la noche.
Un día falté a la escuela para ir a las pistas. Me llevé a dos compañeros. Chicos listos. Nos quedamos ocho carreras y yo acerté siete ganadores. Mis compañeros creyeron que yo era el mesías. Mi padre apartó la vista cuando me descubrió allí. No quería dirigirme la palabra. Le cabreaba que hubiera faltado a la escuela. No le dije nada cuando volví a casa. No hubo ninguna discusión. Tampoco dije nada sobre las ganancias. Al día siguiente falté a la escuela otra vez, volví a las pistas y lo perdí todo.
Pero donde realmente aprendí a apostar fue en las gradas de Wrigley Field y Comiskey Park. Allí había unos doscientos tipos en cada partido y apostaban por todo. Cada lanzamiento, cada swing. Todo tenía un precio. Había tíos gritándote números. Era colosal. Era un casino al aire libre. Acción constante.
Si tenías talento, algo de ego y conocías el juego, te sentías inducido a aceptar la apuesta. Habías metido dinero en el bolsillo y sentías que podías conquistar el mundo. Había un tipo llamado Stacy; tendría más de cincuenta años y llevaba el bolsillo lleno de billetes. Aceptaba apuestas de todo el mundo.
– Eh, chaval, ¿van a marcar en esta entrada o no?
En vez de dejado pasar, ponías tu amor propio en ello, aceptabas la apuesta y pagabas el montante. Stacy siempre hacía que tú fijaras el montante.
Pongamos por caso que Chicago gana por seis a dos en la octava y tú quieres apostar que marcarán de nuevo o que perderán en la novena. O bien que alcanzarán un doble juego al final de la entrada. Si quieres, con un hit de cuatro bases ganarán el partido. Un doble, un triple o un fly. Lo que sea. Stacy quería acción y ofrecía posibilidades. Había dado la vuelta a una de veinticinco a una. ¡Pum! Así, sin más. Un fly, veinte a uno. Un «eliminado», ocho a cinco. Si buscabas acción, tú hacías la apuesta y él establecía sus probabilidades.
Yo no lo supe al principio, pero cada una de las apuestas que aceptaba Stacy se basaba en unas probabilidades determinadas. Una eliminación por strikes al final del partido, por ejemplo… no recuerdo las probabilidades reales ahora, pero podía ser de ciento sesenta y seis a una, y no treinta a una… lo que Stacy estaba apostando.
Un hit de cuatro bases en el primer golpe de un partido podía ser tres mil a una, no setenta y cinco a una. Y así sucesivamente; si estabas apostando con Stacy, tenías que saber estas probabilidades o te quedabas a dos velas.
En cuanto lo entendí, sólo me sentaba y escuchaba cómo establecía sus probabilidades, las apuntaba y confeccionaba una lista. Al cabo de poco, ya hacía proposiciones de apuestas por mi cuenta. Con los años, Stacy hizo una pequeña fortuna en las gradas. Sacó una buena tajada. Era fabuloso ver cómo tenía a todo el mundo a su alrededor esperando apostar. Era un gran showman.
Por aquel entonces no tenías canales deportivos, revistas, periódicos y programas de radio especializados en apuestas deportivas. Si te encontrabas en el Medio Oeste no te era fácil averiguar lo que estaba pasando con los equipos de la Costa Este y Oeste entre bastidores. Te enterabas del resultado final y esto era todo.
Pero para apostar en serio necesitabas mucha más información. Así yo empecé leyéndolo todo. Mi padre me consiguió una radio de onda corta y recuerdo que pasaba horas escuchando las incidencias de los equipos de fuera en los que estaba pensando apostar. Me subscribí a diferentes periódicos de todo el país. Iba a un quiosco que tenía todos los periódicos de los equipos de fuera. Fue allí donde conocí a Hymie El As. Era un profesional célebre. Yo no digo que la gente sea célebre a no ser que lo sea. Hymie El As lo era. Lo encontraba allí en el mismo quiosco comprando montones de periódicos, igual que yo. Se metía en el coche y se ponía a leer. Yo también estaba allí, aunque no tenía coche. Tenía una bicicleta. Tiempo después nos conocimos. Él sabía lo que yo hacía.
Hymie era unos diez o doce años mayor que yo. Cogí la costumbre de saludarlo siempre a él y a los demás profesionales, y me consideraba afortunado cuando ellos me dirigían la palabra. Continuaba siendo un niño, pero ellos veían que yo era serio y que tenía talento, por eso estaban dispuestos a ayudarme. Eran muy amables. Me admitieron en su círculo. Me pareció estupendo.
Pero también iba afirmándome. Iba avanzando. Me sentía bien. Había en cartel un partido de baloncesto Northwestern-Michigan. Tenía gente en las dos universidades que me proporcionaba información y me sentía realmente fuerte. Me gustaba el Northwestern.
Bien, no quiero decir que me «gustara» el Northwestern. En realidad era un hincha. Tenía su banderín en la habitación. Me refiero a que me gustaba como apuesta. Esto es lo que eran todos los equipos para mí. Apuestas. Había estado esperando este partido. Lo había seguido. Por ello aposté que el Northwestern ganaría al Michigan State. Había un llenazo. Entré y allí me encontré a Hymie El As. Hymie sabía más de baloncesto que nadie. Nos saludamos. Quedaban diez minutos para el saque de salida.
Le dije que jugaba al Northwestern y le pregunté qué pensaba hacer él. Yo estaba tan seguro de mi información que había jugado lo que yo denominaba un triple juego: había apostado dos mil dólares. Era a lo máximo que llegaban mis fondos. En aquella época, para mí, un simple juego eran doscientos dólares, un doble juego eran quinientos y un triple eran dos mil. Era sólo un crío. Aquél era el límite. Me refiero a la época en que mi capital se reducía a ocho mil.
– ¿Cómo? -dijo Hymie, sorprendido- ¿Por qué juegas al Northwestern? ¿No te has enterado de lo de Johnny Green?
– ¿Quién? -le pregunté.
– Johnny Green. ¿Qué pasa contigo?
Johnny Green era un jugador negro al que no se había considerado apto durante toda la temporada. De repente, unos días antes del partido, se decidió que jugara. Me había pasado por alto.
– Green va a coger todos los rebotes en el partido -dijo El As, y se me paró el corazón.
Corrí a los teléfonos, pero había sólo dos cabinas y veinticinco personas esperando en cada una. Trataba de deshacerme de alguna de mis apuestas. Librarme de ellas. Equilibrar algo el movimiento. Estaba en la fila esperando para llamar por teléfono cuando oí al locutor y creí que me moría. No podía librarme de ellas.
Volví y me senté. Vi a Green. Tal como dijo El As, controló los dos tableros. En la media parte ya había visto suficiente. El Michigan aniquiló al Northwestern. El As había hecho sus deberes y yo no.
El As sabía, que iba a jugar Green y además sabía qué tipo de jugador era, que era único en el rebote, que era el elemento capaz de vencer al Northwestern. Green fue mejorando hasta convertirse en un profesional de elite.
Había aprendido una lección de campeonato. Descubrí que no era tan listo como pensaba. Había dependido demasiado de la gente. Les había otorgado el poder de que decidieran por mí. Me di cuenta de que si quería dedicar mi vida al juego, compitiendo con los mejores corredores de apuestas, no tenía que escuchar a la gente. Si iba a ganarme la vida haciendo esto, iba a tener que contar sólo conmigo y hacérmelo yo todo por mí mismo.
Así que empecé con el baloncesto y el fútbol universitario. Para estos deportes, me suscribí a todos los periódicos universitarios y me lanzaba a las páginas deportivas cada día. Llamé a los cronistas de las diferentes universidades y me monté todo tipo de historias para conseguir informaciones que no venían en los periódicos.
Al principio, no les decía por qué quería la información, pero muy pronto lo pescaron; entonces encontré algunos chicos listos a los que pagaba regularmente. Cuando ganaba, les pasaba algunos dólares y al cabo de un tiempo tenía una gran red de gente que me mantenía informado sobre los deportes universitarios.
Al hacerme mayor, ya iba a los partidos con un casete. Tenía ojeadores que trabajaban para mí. Mandaba a algunos tipos a observar detalles específicos. Les tenía vigilando únicamente a dos o tres jugadores. Todo lo demás me daba igual; ellos tenían que observar a quien yo les había encargado. Cogía sus notas. Después me iba volando a la siguiente ciudad donde jugaba el equipo y volvía a observarlos. Cotejaba los datos. El resultado final nunca es lo más importante cuando uno quiere recoger dinero en vez de perderlo. Yo sabía si un jugador tenía el tobillo lesionado y jugaba más lento. Sabía cuándo un quarterback estaba enfermo. Sabía si su novia había quedado embarazada o lo había dejado por algún otro. Sabía si fumaba canutos o esnifaba coca. Sabía las lesiones que no figuraban en los periódicos. Las lesiones que los jugadores ocultaban a sus entrenadores.
O sea que, con este tipo de información, no era difícil para mí saber cuándo los corredores de apuestas habían cometido un error en sus pronósticos. Era lógico. Se ocupaban de gran cantidad de deportes y de montones de partidos. Yo me concentraba en unos pocos. Sabía todo lo que se tenía que saber sobre un número limitado de partidos y aprendí una cosa muy importante: aprendí que no se tiene que apostar en cada partido. A veces sólo puedes apostar en uno o dos partidos de catorce o quince. Aprendí que a veces durante todo un fin de semana no había una sola apuesta que valiera la pena. Cuando sucedía aquello, no quería apostar o adoptar una postura seria.
Solía dejarme caer por una tienda de tabaco en Kinzie. George y Sam llevaban el negocio. De cara al público, vendían puros y material de este tipo. Pero en la trastienda había un telégrafo de la Western Union, teléfonos y un tablón de apuestas. En aquella época ellos tenían la información más actualizada. Durante la temporada de béisbol, la relación más definitiva de los lanzadores iniciales llegaba por el telégrafo algo antes del inicio del partido.
George y Sam eran efectivamente grandes corredores de apuestas. Habían venido a Chicago desde Tanytown, Nueva York. Y habían conseguido el visto bueno de los poderes que operaban en el mercado. Estaban completamente a resguardo. Incluso tenían el visto bueno del capitán de la policía local para organizar partidas de póker, algo muy ilegal.
Tenían un bar y servían bebidas y comida gratis. El telégrafo estaba siempre sonando. Era como un teletipo de la bolsa. Era difícil que un apostador pudiera tener máquinas de la Western Union. Estaban pensadas para los periódicos, pero si llenabas una solicitud dirigida a la compañía y conocías el manejo, podías conseguir una. En aquella época era tan estúpido que traté de lograr una para mi casa y fracasé.
George y Sam eran operadores independientes, pero tenían que pagar protección, de todas formas. Todas las casas de juegos de cartas y de corredores de apuestas pagaban en aquella época. Los corredores se cuidaban de los polis y éstos se cuidaban de la organización. Y a veces la organización se cuidaba de los polis. En definitiva, todos acababan cuidándose de todos, y todo el mundo sacaba dinero.
Cuando tenía diecinueve años, conseguí un trabajo como contable en la sección de deportes de Bill Kaplan, Angel-Kaplan. Estaba bien. Estábamos en los teléfonos todo el día comunicando por nuestra línea con los corredores de apuestas y los jugadores. Todos los del país estaban conectados entre sí. Teníamos líneas especiales que nos habían instalado trabajadores jubilados de la compañía de teléfonos. Todos conocíamos cada voz y los nombres codificados, pero después de un tiempo llegabas a conocer el nombre real de todos.
No soy más que un crío y continúo en Chicago, aunque estoy conectado con la mayor oficina de los Estados Unidos de la época, Gil Beckley, en Newport, Kentucky. Gil controlaba toda la ciudad de Newport. Los polis. Los políticos. Toda la maldita ciudad.
Gil era la empresa más importante de Newport. Tenía a treinta contables trabajando para él. Controlaba la mayor oficina de compensación del país. Allí era donde llamaban todos los despachos de corredores de apuestas del país cuando el movimiento en una parte se había hecho demasiado intenso.
Por ejemplo, si tú eras un corredor de apuestas de Dallas, naturalmente ibas a coger más apuestas en Dallas de las que querías, porque no podías tener suficiente gente apostando en otro lugar para cubrir todas las ganancias. Por lo tanto, el corredor de apuestas de Dallas podía reclamar una operación de compensación y los contables de Beckley podían coger lo suficiente de Dallas como para equilibrar su registro. Teniendo en cuenta que Beckley es nacional, puede cubrir las apuestas de Dallas contra sus adversarios aquella semana y todo vuelve a nivelarse de nuevo.
Fuera adonde fuera, Gil era el jefe. En invierno estaba en Miami. Invitaba a veinte o treinta tipos a cenar. «¡Vamos a Joe's Stone Crab! ¡Vamos aquí! ¡Vamos allí!» Siempre iba un séquito con él, y él siempre sacaba la cartera.
Naturalmente, yo sólo trataba con Gil Beckley por teléfono. Estuvimos hablando unos cuantos años y él reconoció que yo era un muchacho prometedor, un chaval al que se le podía pedir lo que fuera. Un buen pronosticador y un jugador. Iba edificando mi pequeña reputación. Y cuanto más hablaba con Beckley, más cuenta me daba de lo que era totalmente sorprendente: si preguntabas a Gil Beckley cuántos hombres formaban un equipo de béisbol, él tenía que consultarlo a otro. Tal como suena.
No podía responderte. Aquello no era cuestión suya. Soy sincero, ¿Mickey Mantle? ¿Quién? Sencillamente, Beckley no lo conocía. No tenía ni puñetera idea. Aunque, después de todo, no tenía que conocerle. Era un corredor de apuestas y un hombre del juego. Él no apostaba. Sólo llevaba el despacho con la cuenta mayor del país. A mí me tenía asombrado.
Pero pronto me di cuenta de que aquello no tenía importancia. Lo único que tiene que hacer el que se dedica a compensar apuestas es asegurar que mantiene las apuestas cubiertas y que recoge su diez por ciento. No tiene que ser un experto en los equipos ni siquiera estar al corriente de los partidos. Yo estaba asombrado, pero resultaba que así sucedía con la mayoría de compensadores y corredores de apuestas. Muchos de los tipos más importantes no apostaban. En Chicago teníamos a Benny El Centella. Benny era el corredor de apuestas más importante de la ciudad. Como tal, reunía millones y millones, y como Gil Beckley, Benny no podía decir a qué jugaba Joe DiMaggio. En serio.
Yo apostaba y conseguía buena información en la época en que mi amigo Sidney, que era un importante contable de Benny, me pidió, como un favor, que llamara a su oficina cuando me enterara de algo sobre un partido, algo que pudiera afectar al resultado, como que había un arreglo o que uno de los jugadores estaba lesionado.
Así pues, un día me enteré de una lesión de la que no se había informado y llamé a mi amigo Sidney, pero no estaba. De todos modos, hablé con Benny, el jefe en persona. Le dije a Benny lo del jugador. Me acuerdo del jugador, Bobby Avila, segundo base del Cleveland Indians. Dije: «Avila, fuera».
Quería alertarlo para que hiciera modificaciones en su línea y no lo atropellaran todos los profesionales, los cuales, puedo asegurarlo, tenían ya la misma información que yo.
Benny escucha la información como si supiera de lo que le estoy hablando, pero cuando acabo me pregunta: «¿Pero no tienen otro segundo base?» Pensé: «¿Otro Bobby Avila? ¿En serio?». No podía creérmelo.
Aquella noche encontré a Sidney y le pregunté si estaba trabajando para un loco. Me dijo que Benny no seguía los partidos, sólo la cuantía. Benny era el corredor de apuestas más importante de Chicago, no porque estuviera al corriente de los jugadores y deportes, sino porque pagaba el lunes. No importaba la cantidad que te debiera pasado el fin de semana, Benny pagaba el lunes. Su contable estaría allí con un sobre y billetes nuevos y flamantes. Y si el dinero se lo debías tú, siempre te daba más tiempo. Así pues, tanto si sabía quién era Bobby Avila como si no, tenía una enorme clientela y se hacía de oro.
«Un día de éstos voy a ser el jefe de toda la organización.»
Tony Spilotro El Renacuajo se crió en un chalé de madera de dos plantas en un barrio italiano a unas cuantas manzanas de la casa de El Zurdo. Tony y sus cinco hermanos -Vincent, Victor, Patrick, Johnny y Michael- dormían en una habitación en tres literas.
El padre de Tony, Patsy, era el dueño del restaurante Patsy's en la esquina de las avenidas Grand y Ogden. Era un establecimiento pequeño, famoso por sus albóndigas caseras que atraían a clientes de toda la ciudad, incluso tipos del mundo del hampa como Tonny Accardo, Paul Ricca El Camarero, Sam Giancana, Gussie Alex y Jackie Cerone. El aparcamiento de Patsy se utilizaba a menudo para reuniones de la banda. Según cuenta el propio Frank Cullotta, que pasó a formar parta de la organización de Spilotro:
Tony y yo nos conocimos cuando éramos críos. Nos caíamos fatal. Los dos andábamos con nuestras cajas de limpiabotas; yo me dedicaba a limpiar zapatos en un lado de la Grand Avenue y Tony limpiaba zapatos al otro lado de la calle. Tuvimos una gran pelea. Me dijo que tenía que mantenerme en mi lado de la calle. Yo le dije que él tenía que quedarse en el suyo. Empezarnos a empujones. No sacamos nada en claro y él se fue a su lado y yo al mío.
Como Tony Spilotro, Frank Cullotta había nacido en el South Side de Chicago. Cullotta era un ladrón. Que él recordara, era lo único a que se había dedicado. Empezó mangando en los grandes almacenes y entrando en los pisos cuando tenía doce años, el año en que mataron a su padre mientras conducía un coche cuando huía de un atraco a mano armada; las circunstancias de la muerte de su padre constituían un mérito en el barrio.
Tony y yo éramos bajitos, él algo más bajito que yo, por eso no me asustaba nada. Pero Tony siempre tenía un montón de chavales alrededor. Normalmente le seguían unos quince muchachos. A mí me seguían seis.
Un día estaba hablando a su hermano sobre mí y su padre oyó mi apellido. Dijo a Tony que se enterara de si yo era hijo de Joe Cullotta.
Su padre era un delincuente que funcionaba por su cuenta; mucho tiempo atrás unos espagueti mafiosos lo habían estado extorsionando. Acudió a mi padre y éste le solucionó la papeleta. De modo que cuando salió que yo era hijo de Joe Cullotta, el padre de Tony decidió que se habían acabado las rencillas.
Al día siguiente, Tony se me acercó y dijo:
– Quiero hablar contigo.
Le respondí que yo no estaba huyendo y él añadió:
– Mi padre y el tuyo eran amigos, y nosotros vamos a ser amigos de ahora en adelante.
Mi padre era chófer de una banda de maleantes. Era considerado el mejor conductor de la ciudad; no había nadie que pudiera ganarlo. Por las historias que he oído, podía ir marcha atrás tan de prisa como la mayoría de la gente puede ir hacia delante. De todos modos, mi padre murió al volante en una persecución. No le dispararon ni nada. La policía le perseguía en coche y él murió de repente.
Por el momento nos convertimos en amigos. Tony y yo corríamos por las calles. Yo pasaba tanto tiempo en su casa como en la mía. Aunque su madre, Antoinette, era una bruja, yo iba a su casa de todos modos. Ella me lanzaba miradas aviesas. Llegaba a su casa y me gruñía: «¡Siéntate allí!» y no me ofrecía ni agua para beber. Tony era el chico más violento que he conocido. Era tan resistente que su hermano Victor solía ofrecer cinco dólares a tipos para ver si podían pegarle. Normalmente, Victor cogía a un tomador de apuestas y el tipo intentaba pegar una patada en el culo de Tony pero si se veía que Tony iba a perder, todos nosotros saltábamos sobre el chaval y le rompíamos la cabeza.
Tony y yo robábamos juntos. Circulábamos con coches robados. No tragábamos la escuela. Acabamos en una academia de comercio atestada de chavales negros.
Cerca había un barrio judío con montones de almacenes, y cada día Tony, yo y un grupo de muchachos íbamos a robar en ellos y después subíamos a un tranvía o teníamos un coche robado aparcado cerca. Nos llevábamos el material al barrio y lo vendíamos.
Nos peleábamos casi a diario con los chavales negros, y una vez, cuando yo no estaba allí, le asaltaron. Pero Tony tenía un cuchillo e hirió a uno de los chicos negros. Todo el mundo supo que había sido Tony, pero el chico no presentó cargos.
Una semana después yo me metí en una pelea y me cayeron seis meses en una escuela reformatorio. Mi madre me visitaba siempre que podía. Constantemente.
Cuando salí, Tony andaba con un rubio que se llamaba Joe Hansen y yo empecé a salir con Paulie Schiro y Bob El Loco, haciendo atracos. Un día Tony vio cómo nos perseguía un coche de policía tras haber disparado contra tres tipos en un bar. Vino a verme. No habíamos matado a nadie, sólo los herimos, pero Tony decía que teníamos que desmontar las pistolas y arrojarlas al río Des Plaines.
– Tíos, eso no podéis hacerlo; os van a liquidar. Mejor atracar bancos.
Y empieza a contarnos cómo él atraca mensajeros de bancos. Tenía a un tipo fuera del banco y a otro dentro. El de dentro se metía en la cola y controlaba a los que sacaban fajos de billetes y volvían a sus negocios para pagar a los clientes o lo que fuera. En una bolsa, normalmente había entre trescientos y mil doscientos.
El que permanecía fuera del banco debía vigilar a todos los que salían y recordar qué dirección habían tomado. Entonces los seguíamos y nos aprendíamos la ruta, pues sabíamos que iban a repetirla muchas veces. La siguiente, los estábamos esperando. Somos diecisiete chavales de dieciocho años que sacábamos dos mil quinientos dólares al mes por cabeza. El negocio funcionaba a la perfección; tanto que decidimos comprarnos coches nuevos. Recuerdo el día que aparqué el flamante Cadillac delante del bar Mark Seven, donde todos pasábamos muchas horas.
Tony sale del local. Observa el coche y dice:
– Apuesto lo que quieras a que sé de quién es el carro.
Nadie abre la boca. Me pregunta si es mío.
– Pues claro -respondo.
– Oye -me dice-, ese coche no es para ti. Se van a mosquear con nosotros.
Sabía que se refería a los de la organización. Le mostré los billetes que llevaba encima:
– Fíjate, Tony -dije-. ¿O sea que andamos robando y no podemos disfrutarlo comprando lo que nos dé la puta gana?
– Sí, pero ellos no lo entienden -respondió-. Quieren que sigamos conduciendo Fords y Chevrolets.
Para mí aquello no tenía lógica. Yo opinaba que si te dedicas a robar y corres un riesgo, al menos disfrútalo, pero el objetivo de Tony no era seguir robando como todos nosotros. Quería dedicarse al timo.
Pasan un par de años y Tony empieza a juntarse con un tal Vinnie Inserro, el Santo, un elemento más bajito que él mismo. Mediría un metro sesenta, pero fue quien presentó a Tony tipos como Turk (Jimmy Torello), Chuckie (Charles Nicoletti), Phil el de Milwaukee (Philip Alderisio), El Patatas (William Daddano), Sammy Pigs, Joe El payaso (Joseph Lombardo) y Joe El Palomas (Joseph Aiuppa), quien más tarde pasó a ser el capo máximo de la organización.
Aquella gente fue subiendo en el escalafón y Tony no se separaba de ellos. Hacía lo que le decían.
– Brahma -me dijo un día; me llamaba así por mi aspecto de res brava-, Brahma, un día de éstos seré el jefe de toda la organización.
A mí aquello nunca me quitó el sueño. Lo que más me interesaba era el dinero. Divertirme. En cambio Tony esperaba ir a por todas y la ocasión llegó enseguida. Conocíamos a dos atracadores de cuidado llamados Billy McCarthy y Jimmy Miraglia. Yo había colaborado en algún trabajillo con ellos. Frecuentaban un local de la organización de Mannheim Road, donde se ponían a gusto y montaban broncas con Philly y Ronnie Scalvo.
Pues bien, una noche aparece por allí Billy McCarthy a tomarse unas copas y le da por montársela a los Scalvo, y una semana después va Jimmy Miraglia y organiza un escándalo mucho mayor con los Scalvo, delante de la mujer.
La siguiente vez que me encuentro con McCarthy y Miraglia me dicen que van a matar a los Scalvo. Les digo que están chalados. En cuanto la banda se entere de que se han cargado a los Scalvo sin su consentimiento, son hombres muertos.
Al día siguiente, cuando iba para casa, a las siete y media de la mañana, oigo por la radio un boletín informativo en el que dicen que en Elmwood Park han sido abatidos a tiros dos hombres y una mujer, obra al parecer de una banda, a primera hora de la mañana. Y dan sus nombres.
Vi que aquello sería un desastre. En primer lugar, McCarthy y Miraglia no tenían el visto bueno para la acción. En segundo lugar, jamás hay que matar a nadie en Elmwood Park. De momento, dos a dos. Me empecé a inquietar, pues todo el mundo sabía que yo había trabajado con los dos elementos.
Aquel mismo día me llama Spilotro y me dice que quiere verme. Nos citamos en la bolera. Él iba a su rollo. Comprendí que le habían asignado una misión. Era la prueba que tenía que pasar, y a mí no me interesaba que me metiera en ello.
Cogí un par de armas por si acaso. Dos revólveres del treinta y ocho con cañones cortos. Tenía miedo y sabía que aquello se podía complicar. Apareció Tony y me dijo que la cosa no iba conmigo pero que tenía que llamar a casa de McCarthy y montarle una cita para aquella noche. Lo que le diría luego era que tenía una buena perspectiva.
No me apetecía hacer aquella llamada porque sabía que McCarthy estaba en un aprieto, pero Tony me aseguró que no había problemas. Quería informarse sobre el tema de los Scalvo. Nada más. Tan sólo quería hablar con McCarthy media hora.
No le dije lo que McCarthy y Miraglia estaban dispuestos a hacer, y al comprobar que no tenía intención de hablar con Miraglia pensé que tal vez los de la banda todavía no tenían claro quién lo había hecho.
Llamé y se puso al teléfono la mujer de Billy. Me dijo: «¿Qué hay, Frankie?», y me pasó a Billy. Le monté una cita en el Chicken House, en Melrose Park, un barrio también de la organización. Le dije que le quería enseñar algo interesante.
Dijo que de acuerdo y durante todo el tiempo que estuve hablando por teléfono Tony estuvo a mi lado. Se me ocurrió que tal vez lo hacía para comprobar si le daba alguna pista a McCarthy.
Tony no me dejó ni a sol ni a sombra. Hacia las ocho y media cogimos mi coche para ir al Chicken House, pero de camino paramos en otro restaurante. No entramos; Tony me hizo aparcar detrás y allí vi a un tío que nos esperaba dentro de un Ford azul marino.
El que nos esperaba en el coche era Vinnie Inserro. El Santo en persona. Nos acercamos al coche y Tony salió. Hablaron un minuto, Tony volvió a mi coche y me dijo que esperara en el coche de El Santo.
Luego Tony se metió en mi coche y se largó. Me quedé a la espera con El Santo unos cuarenta minutos. Durante todo el tiempo tuve el arma a punto. Evidentemente se trataba de un coche de trabajo, y El Santo y yo no nos dirigimos la palabra en todo el rato.
Cuarenta minutos después llegó Tony. Se acercó a nosotros y le dijo a Inserro que le llevara al Chicken House a recoger el coche de Billy McCarthy. Le dijo también que todo había salido bien. En cuanto se marcharon, cogí mi coche y me fui para casa.
Al día siguiente sonó el teléfono de casa. Era la mujer de Billy. Me preguntó si había visto a Billy la noche anterior. Le dije que no y le pregunté por qué. Dijo que era raro que Billy pasara la noche fuera de casa sin llamarla, pero que aquella noche había utilizado el coche del padre de ella y que nunca complicaría a su padre en nada.
Le dije que haría unas investigaciones para localizarlo. Aquello me preocupó de verdad. Tuve claro que yo sería el próximo. No volví a salir desarmado. Tres noches después de que desapareciera Billy, me encontré con Jimmy Miraglia en el restaurante Colony House. Iba con su mujer.
Lo cogí aparte para hablar con él. Le pregunté si en los tres últimos días había visto a Billy. Me contestó que no y le dije que yo en su lugar abandonaría la ciudad a todo correr. Se rió y dijo: «¿Por qué? ¿Si no tengo nada que esconder ni nada de qué huir?»
Dos días después, Jimmy Miraglia desapareció. Al cabo de once días aparecieron los dos cadáveres en el portaequipajes del coche de Jimmy.
Pasó una semana y me llamó Tony. Estaba alarmado. Quería hablar.
Me contó que había agarrado a Billy McCarthy en el Chicken House la noche que yo estaba esperando en el coche con El Santo. Había aparcado mi coche delante del restaurante para que cuando apareciera Billy creyera que yo estaba dentro. Y se encontró con Tony.
Billy le preguntó dónde estaba yo, y Tony le dijo que él también me estaba esperando, que había visto mi coche aparcado fuera. De modo que estuvieron dándole al pico un rato y cuando se cansaron de esperarme, salieron.
En cuanto cruzaron el umbral de la puerta, Billy vio a Chuckie Nicoletti y al Phil Alderisio, el de Milwaukee. Tony agarró a Billy y entre todos lo metieron en el coche. En aquel preciso instante él se enteró de qué iba la movida. Chuckie y Phil eran muy conocidos. Tenían quince o veinte años más que Tony. Cuando esta gente te agarra, estás perdido.
Sabían que Billy llevaba pistola y se la quitaron en el acto. Luego lo tumbaron en el suelo del coche y se largaron.
Fue cuando Tony volvió con el coche y yo lo recuperé. Él se metió en el de El Santo y salieron a toda pastilla y yo hice lo mismo con el mío.
Tony dijo que El Santo lo dejó en un taller donde habían metido a Billy por la fuerza. Seguidamente Vinnie Inserro se deshizo del coche de Billy.
Tony me explicó que no quisieron matar a Billy enseguida porque no sabían quién estaba con él cuando mataron a los Scalvo. Por lo visto, tuvieron que torturarlo bastante tiempo para sacarle con quién estaba. Lo tuvieron que apalear. Pegarle patadas. Incluso le pincharon los cojones con un punzón para hielo, pero Billy no cantó. Tony dijo que en su vida se había encontrado con un tipo tan duro como Billy McCarthy.
Finalmente, se ve que arrastró a Billy a un torno de banco, le fijó la cabeza al tornillo y fue atornillándolo.
Dijo que mientras Phil y Chuckie lo observaban, él atornilló hasta que la cabeza de Billy se fue aplastando y se le salieron los ojos. Tony dijo que fue entonces cuando Billy pronunció el nombre de Jimmy Miraglia.
Tony parecía estar muy orgulloso de la proeza de aquella noche. Se diría que era la primera vez que mataba a alguien. Como pasar la prueba de fuego. Al menos eso me pareció a mí entonces. Como si se le reconociera por primera vez la participación en una acción de la banda. Recuerdo que Chuckie Nicoletti le impresionó vivamente.
– Tío, ese sí que no tiene entrañas -dijo Tony hablando de Chuckie-. Cuando a Billy le saltaron los ojos, él estaba comiendo pasta.
«Casi un requerimiento papal.»
El Zurdo no tuvo nada que ver con el violento final de la historia de la organización. Creció relacionándose prácticamente con los mismos jefes que Spilotro; sólo que les proporcionaba un tipo de servicio distinto. Les daba la oportunidad de ganar en las apuestas.
Según los federales, Fiore Buccieri, Fifi, el jefe del hampa del West Side, fue uno de los que sacaron más provecho del prematuro talento de El Zurdo en las previsiones. Fifi era un personaje de aire intelectual, corpulento, con gafas y una prótesis dental en el paladar. Empezó su carrera criminal como delincuente juvenil, y a los diecinueve años ya era un elemento importante en el círculo de Al Capone. Sus primeras detenciones se remontaban a 1925, con acusaciones de extorsión, soborno, robo y asesinato. Únicamente fue declarado culpable del cargo de robo con allanamiento de morada, que le redujeron a robo menor.
El Zurdo había conocido durante toda su vida al capo de la calle, que tenía aspecto de persona seria. Las fuerzas del orden sospechaban que la familia de El Zurdo se relacionaba con Buccieri desde que el jefe mafioso y el padre de El Zurdo habían estado en el mismo negocio de venta de verduras al por mayor. Hacia 1950, cuando El Zurdo contaba veinte años, ya se le había visto circular por la ciudad con Buccieri. Tras pasar todo un día en las pistas, Buccieri a menudo le invitaba a dar una vuelta. Según los federales, afirma Bill Roemer, agente retirado del FBI:
El Zurdo sabía perfectamente quien era Buccieri, y una invitación de aquel tipo era casi un requerimiento papal.
En general, los corredores de apuestas y pronosticadores jóvenes se mantenían alejados de las personas que controlaban el hampa, si bien, según el FBI, la policía de Chicago y el Comité contra la Delincuencia de Chicago, Rosenthal ocupaba una plaza especial entre los jefes del hampa. Como recuerda Roemer;
Podía verse a El Zurdo circulando por la ciudad con algunos personajes clave de la organización. Iba a tomar café con ellos. Entraba en locales donde la organización no solía admitir a extraños. Teníamos información de que acudía a muchas de sus residencias en la ciudad y el campo, en Winsconsin y en Lake Geneva. Conocía a todo el mundo, pero tenía una relación más estrecha con dos elementos que más tarde pasaron a la dirección: Turk Torello y Joey Aiuppa. Y probablemente Fifi Buccieri habría asumido la dirección suprema de no haber muerto de un cáncer.
A causa de su relación de amistad con los principales dirigentes del hampa, Rosenthal siempre tuvo un acceso poco corriente a la cúpula. Al ser judío y no poder por ello entrar en la organización, no tuvo que atenerse a las múltiples normas tradicionales de protocolo, que restringían el acceso a aspirantes como su compañero Tony Spilotro o incluso a hombres hechos y derechos. El Zurdo no tenía que pedir permiso para hablar con Buccieri, con Turk o cualquier otro de la cúpula de la organización. Según los federales, El Zurdo alcanzó su situación única al conseguir que estos personajes ganaran dinero. En primer lugar, era un buen pronosticador y en segundo lugar, podía proporcionarles el tipo de información interna que se negaba incluso a los jefes. En palabras de Roemer:
El Zurdo estaba en la posición ideal para enterarse de los caballos dopados, los combates amañados, los árbitros comprados, y hasta el último apaño en el juego que uno pueda imaginarse, aparte de que conocía siempre a la gente adecuada con quien compartir tal información. Más tarde, los jefes lo utilizaron cada vez que se percataron de que sus propios negocios de apuestas u otras operaciones no les reportaban tantos beneficios como antes. Disponíamos de información fidedigna según la cual los jefes supremos llamaban a El Zurdo en cuanto se les planteaba cualquier problema en sus operaciones de juego. Era algo así como el detector de problemas de la organización. Él interrogaba a la gente, incluso a los importantes.
Dirigir una franquicia de juego ilegal no es tan fácil como uno pueda imaginar. Los que trabajan para los jefes intentan constantemente timarlos. Se trata de gente muy ambiciosa y muy corrupta. Los propios integrantes de una banda intentan constantemente robarse entre sí. Incluso a sabiendas de que alguien va a acabar en el portaequipajes de un coche si lo pillan, siguen intentando mangar unos dólares aquí o allá.
El Zurdo creció andando de aquí para allá con tipos de la organización. En realidad casi no conocía nada más. Para él aquello era normalísimo.
Tal vez El Zurdo no formara nunca parte del engranaje violento del hampa, pero nunca estuvo muy lejos de él. Si hacemos caso a Roemer:
Si bien Rosenthal pretende que no hizo más que apuestas y tal vez algo de correduría, es imposible mantenerse tan cerca del hampa sin mancharse las manos de sangre.
Una noche, según Roemer, El Zurdo se hallaba en el restaurante Blackmoor. El propietario del local era un hombre de negocios normal, a pesar de que por allí solían circular corredores de apuestas y jugadores relacionados con la mafia, como El Zurdo. El propio Roemer afirma:
Aquella noche el local estaba abarrotado cuando aparece por allí un personaje importante de la organización. Iba solo. El hombre conocía bastante a El Zurdo y se saludaron. Nuestros agentes de paisano tomaron buena nota de la situación.
Transcurre una media hora. Serían casi las doce de la noche y de pronto aparecen otros cuatro de la banda. Tipos violentos. Saludan con la cabeza a El Zurdo y uno de ellos se dirige al propietario diciéndole:
– ¡Ya puedes cerrar, todo el mundo fuera!
El dueño normalmente cerraba entre las tres y las cuatro de la madrugada, pero cuando los tipos le dijeron, «¡Apaga las luces!», todo el mundo, incluso El Zurdo y el mismo propietario, salió a la calle.
Cuando el mafioso que había llegado solo se dispuso a salir, los gorilas lo detuvieron.
– ¡Tú te quedas, mamón! -le dijeron-. No te muevas del taburete.
En cuanto nuestros agentes estuvieron en la calle con el resto de clientes, los gorilas propinaron una paliza de muerte al pobre tipo. Uno de nuestros hombres fue al teléfono y llamó a la policía. El Zurdo se quedó fuera oyendo el sangriento incidente como todos los demás. Cuando salieron los gorilas, ya lo habían dejado por muerto.
En realidad, uno de ellos dijo a El Zurdo y a otros que permanecían por allí:
– Vale, podéis socorrerle si es que sigue vivo.
El tipo estuvo dos o tres meses en el hospital. Se salvó por los pelos. Le inutilizaron los riñones. Tuvo que ir en silla de ruedas el resto de su vida. Creo que sigue vivo, porque en una ocasión preguntamos por él.
Más tarde descubrimos que el tipo recibió la paliza porque se complicó la vida discutiendo estúpidamente con la mujer de otro gerifalte y no se le ocurrió más que decir: «Que te jodan, que le jodan a tu marido y a todos vuestros putos amigos». La mujer se lo contó al marido y éste acudió al jefe superior a decir que él y su mujer querían una reparación. Éste es el mundo en el que creció El Zurdo. Aquí se demuestra con qué facilidad puede acabar una persona, aunque pertenezca a las altas esferas del hampa, en una silla de ruedas para siempre. Precisamente por ello la gente como El Zurdo aprendió a andar con muchísimo cuidado. Saben que por más dinero que consigan para sus jefes no pueden cometer el más mínimo error.
No obstante, según Frank Culotta, El Zurdo en una ocasión tuvo la valentía de hablar con Buccieri y probablemente aquello contribuyó a salvar la vida de Spilotro.
Era la época en que Buccieri tenía a todo Chicago aterrorizado. Oí contar la historia en aquellos momentos, pero más tarde Tony me explicó lo sucedido. Aunque pueda parecer una locura, un maníaco entró en casa de Fiore Buccieri con un revólver y asaltó a la mujer de Fiore. Cuando Buccieri volvió a casa se puso hecho una furia. Quiso saber todos los detalles. Su mujer le dijo que se trataba de un tipo bastante elegante, con acento de Nueva York. Que apareció en la puerta, la apuntó con el revólver y le hizo abrir la caja fuerte. El ladrón se llevó unos 400.000 dólares en efectivo y prácticamente todas las joyas de ella. Como quiera que no se había molestado en cubrirse la cara, cabía esperar que no fuera de la ciudad, pero Fiore pidió a la poli una docena de álbumes con fotos de los sospechosos y obligó a su mujer a pasar las miles de páginas en busca del rostro del ladrón.
Dos semanas más tarde, Buccieri sigue sin saber quién ha ido a robar a su casa y está cada vez más exasperado. Todo el mundo está aterrorizado. Con tan sólo sospechar que sabías lo que había ocurrido, eras hombre muerto, pero la verdad es que nadie tenía la menor información. Luego, un individuo que pretendía poner los puntos sobre las íes a Buccieri le comenta que el único que está lo suficientemente majara como para conocer a quien puede haber hecho algo así es Tony Spilotro.
Años después, cuando Tony descubrió quién había sido el rastrero mamón quiso matarlo, pero el tipo ya había muerto.
De todas formas, por aquellos días, Buccieri dice que quiere que Tony se presente en su casa. Tony sabe que El Zurdo es amigo íntimo de Buccieri y al parecer le pregunta si sabe lo que quiere el otro. El Zurdo le dice que no lo sabe y se van los dos juntos a ver a Buccieri. El Zurdo siempre estaba en casa de Buccieri.
Cuando llegaron allí, según comentó Tony, Buccieri tenía dos individuos del tamaño de dos frigoríficos junto a la puerta. Entraron y la mujer de Fiore se quedó mirándole como si viera al diablo. Dijo que ni siquiera lo reconoció. Al parecer no las tenía todas consigo. Hacen pasar a Tony y a El Zurdo al sótano y allí Buccieri le dice a Tony que se siente en una silla. Según Tony, Buccieri no hacía el menor caso a El Zurdo, que permanecía de pie en segundo término. Entonces Buccieri mira a Tony y le dice:
– ¿Tú sabes lo que me ha sucedido?
– Sí -responde Tony-, y lo siento.
– Yo no te preguntaba eso -dice Buccieri-. Limítate a responder a mi pregunta.
– Sí -dice Tony-, he oído hablar de ello.
– ¿Tienes idea de a quién puede corresponder este palo? -dice Buccieri.
– No -responde Tony, con un aire algo molesto ante tanto rollo. Como si estuviera respondiendo a un poli.
– ¿Seguro? -pregunta Fiore.
Tony se cabrea y dice, quizás con cierto sarcasmo:
– Ya he contestado a esta pregunta.
Tal como lo contaba Tony, no había cerrado aún la boca y ya tenía en el cuello las manos de Buccieri, que empezaban a estrangularlo. Tony pensó que iba a morir. Según él, ya no podía respirar. Sintió náuseas y debilidad.
Entonces se dio cuenta de que El Zurdo estaba allí de pie, a su lado, implorando a Buccieri que se detuviera. Oyó como decía que de saber Tony quien lo había hecho, habría delatado al tipo. El Zurdo dijo que Tony tenía la lengua muy larga pero que no tenía intención de faltarle al respeto. Él mismo oía que El Zurdo seguía hablando al oído a Buccieri hasta que por fin éste lo soltó. Dio un paso hacia atrás. Tony estaba mareado, tosía. Estaba a punto de desvanecerse.
Buccieri lo miró y le dijo:
– No quiero volver a verte por el Cicero, y, si descubro que estabas al corriente de lo que pasó en mi casa y no me lo dijiste, te limpio el forro a ti y a toda tu familia.
Tony comentó que, a pesar de que El Zurdo le salvó la vida, los dos salieron de aquella casa antes de que su dueño cambiara de opinión.
«Daría la mitad de lo que tengo por ser honrado como tú. Sigue así.»
El Zurdo era probablemente el empleado más joven que había tenido en su vida Donald Angelini, el Mago de las Probabilidades. Angelini y Bill Kaplan llevaban el despacho de apuestas más popular y mejor conectado de Chicago. Tenían como socios a los jefes del hampa y como protectores a la policía de la ciudad. Sus clientes o bien eran los propietarios de la ciudad o bien los que la dirigían. Quien trabajaba para Angel-Kaplan tenía que ser un veterano aguerrido de la batalla de las apuestas. El despacho estaba atestado de viejos que mascaban puros del día anterior, deshechos de Guys and Dolls, jugadores que se habían pasado la vida compitiendo con timadores de todo pelaje. El Zurdo se encontraba allí en el paraíso. Él mismo afirma:
Llevaba un par de años trabajando en Angel-Kaplan cuando Gil Beckley alquiló dos grandes suites en el hotel Drake y me invitó allí. En la ciudad se preparaba un combate importante. No recuerdo exactamente quién participaba en él, pero me sentía el dueño del mundo. Me acababa de invitar a una fiesta el corredor de apuestas y el compensador más importante de los Estados Unidos de América.
Era consciente de que estaba ganando fama en los últimos tiempos y tuve la sensación de que aquélla era la forma que tenía Gil de hacerme participar en el club.
En la fiesta no había ningún cliente. Ningún jugador importante. Nada de eso. Todo eran profesionales. La crema del negocio. Corredores de apuestas, pronosticadores, compensadores. Y un par de jugadores profesionales que vivían de apostar en los deportes. Ningún gilipollas, ningún político.
Jamás había visto a Gil Beckley. Llevaba un par de años hablando con él por teléfono. Hablábamos seis o siete veces al día, en un plan muy amistoso.
Cuando lo conocí en persona, comprobé que era muy agradable. Le sorprendió que tuviera poco más de veinte años. En la fiesta había unas quince personas, y todas me llevaban veinte, treinta o cuarenta años.
Beckley me coge por su cuenta y me presenta a todo el mundo. Aquello es algo espectacular. Había comida y titis a manta. Él se ocupó de las titis.
Cuando ya llevaba un rato en la fiesta, va y me dice:
– Zurdo -porque me llamaba Zurdo, no me llamaba Frank-, tengo que decirte algo. Tú eres muy joven. Tienes un brillantísimo futuro. Te diré algo que tienes que tener muy en cuenta durante el resto de tu vida. Daría la mitad de lo que tengo -dijo; y era un hombre muy rico entonces- por ser honrado como tú. Sigue así. Eres inteligente. Tienes habilidad -siguió diciéndome-. ¡Sigue siendo honrado!
Nunca lo he olvidado, aunque en aquel momento no sabía exactamente a qué se refería. No respondí. Pero me decía que jugara con calma, que no me dejara pillar. Que vigilara mi reputación. Que no me pusieran etiquetas.
No le escuché. No sabía lo importantes que eran sus palabras. Era un jodido imberbe. Tenía demasiada energía. Había demasiado ego. El reto era demasiado importante. Quería convertirme en el mejor. ¿Qué importa que te detengan? ¿Por corredor de apuestas? Una multa de cincuenta dólares. Una condena condicional de diez días. A tomar por culo la poli.
Pero Gil Beckley lo sabía. Y además sabía todo lo que yo sabía. Sabía el precio que hay que pagar para ser conocido. Me estaba advirtiendo que jugara sobre seguro. Que me mantuviera en segundo plano. Que me apartara de los focos. No lo dijo exactamente, pero intuí que se refería a que no tuvieran que asociarme con el mundo del hampa.
Me limité a escuchar a Beckley y a asentir con la cabeza. Pero yo estaba lleno de energía. Dispuesto a desafiar al mundo. Sabía lo que hacía. Era capaz de controlarlo.
Al cabo de una semana de la fiesta vi a Hymie y a El As. Sabía que le habían invitado pero no apareció. Le dije que se había perdido una gran fiesta. Le conté que por fin había conocido a Gil Beckley y que era un tipo estupendo.
El As me miró como si estuviera apestado. No quería oír hablar de la fiesta. No le importaba quien se hubiera reunido allí. Ni Gil Beckley ni nadie. De todas formas, El As nunca quería que le contaras nada. No le interesaba el cotilleo ni el mundo del hampa ni nada que no fuera su baloncesto. El As nunca iba a ninguna fiesta. Nunca entraba en restaurantes y bares que frecuentaban las bandas. Como consecuencia, no lo pescaron en su vida.
El 26 de mayo de 1966, cuando Gil Beckley tenía cincuenta y tres años, fue detenido junto con diecisiete personas más, entre las que cabe citar a Gerald Kilgore, director del J.K. Sports Journal de Los Ángeles, y Sam Green, quien dirigía el Multiple Sports Service de Miami, tras una investigación de sus operaciones de compensación, para las que, según el FBI tenía sucursales en Nueva York, Maryland, Georgia, Tennessee, Carolina del Norte, Florida, Texas, California y Nueva Jersey. Fue juzgado, se le declaró culpable de transgresión de las leyes interestatales de regulación del juego y se le condenó a diez años. En 1970, antes de que se celebrara la vista de apelación a la sentencia, desapareció. El FBI considera que fue asesinado, pues los jefes de la organización temieron que pudiera hablar al enfrentarse a tan larga condena.
A principios de los sesenta, Tony Spilotro estaba completamente integrado en la vida del hampa. Ganaba mucho dinero y lo invertía en la calle. Por cada mil dólares que prestaba sacaba un beneficio de cien dólares a la semana. Tenía a su servicio unas bandas que se dedicaban al robo -al igual que Frank Cullotta- actuando por toda la ciudad, que le pasaban entre el diez y el veinte por ciento de sus beneficios. Tony trabajaba básicamente en el principal negocio de la organización mafiosa: asegurar impunidad. Evidentemente, Tony tenía que desviar un tanto por ciento del montante que conseguía hacia los capos y sus lugartenientes que estaban por encima de él, hacia individuos como Joe Lombardo, El Payaso, y Phil, el de Milwaukee.
Tony era asimismo un ladrón avezado. Conocía a los mejores maestros de la ganzúa, sorteadores de alarmas y peristas. Era capaz de poner un grupo a trabajar y dejar el objetivo limpio como una patena. Trabajaba básicamente con joyas. Conocía perfectamente las piedras. Podía haber sido joyero. De hecho, más tarde, abrió una joyería.
En verano de 1964, Tony y su esposa, Nancy -que había trabajado en una guardarropía-, hicieron un viaje de vacaciones a Europa con sus amigos John y Marianne Cook. John Cook tenía un negocio de esquí acuático en Miami, pero en los registros del FBI constaba como ladrón de joyas internacional. Los Spilotro y los Cook tomaron un vuelo hasta Amsterdam, alquilaron un Mercedes Benz y se fueron a Amberes, Bélgica, la capital europea de los diamantes. La Interpol y la policía del país siguieron sus pasos.
La policía belga puso vigilancia en el hotel donde se hospedaban. Observó como Spilotro y Cook hacían una ronda de inspección por las grandes joyerías y mayoristas del ramo. Comprobaron que examinaban los sistemas de alarma, escaparates y sistemas de seguridad. Visitaron asimismo la tienda de Salomon Goldenstein, joyero de la ciudad, de quien despertaron las sospechas cuando Cook utilizó un nombre falso y una dirección de hotel equivocada al intentar efectuar una compra con tarjeta de crédito. El joyero activó una alarma silenciosa y Spilotro y Cook fueron detenidos al salir del establecimiento. La policía descubrió que Cook llevaba un efectivo tirachinas y cojinetes, una pequeña palanca y llaves maestras para cerraduras Yale.
Al ser interrogado, explicó a la policía que llevaba las llaves maestras por temor a no poder abrir la puerta del coche y que el tirachinas y los cojinetes eran para su hijo.
Cuando la policía llevó a Spilotro y Cook de vuelta al hotel, encontró a las dos mujeres esperando con las maletas preparadas. Registraron el equipaje y encontraron más cojinetes.
Las autoridades belgas expulsaron a los Spilotro y los Cook del país.
Las dos parejas abandonaron Bélgica y siguieron sus vacaciones; viajaron en coche por los Alpes suizos, entraron en Mónaco para pasar dos días en Montecarlo y fueron a París antes de volver a casa.
Spilotro y Cook no supieron que les habían estado siguiendo desde Bélgica. Al llegar a París, los gendarmes los detuvieron de nuevo. En esta ocasión, la policía francesa encontró montones de ganzúas.
Cuando los Spilotro volvieron a Chicago tuvieron que pasar un registro de aduana en el que los agentes encontraron una fortuna en diamantes, dos de los cuales estaban cosidos a la cartera de Spilotro. En la aduana se les confiscó el botín, en el que además había ganzúas y herramientas para el robo. Según Frank Cullotta, que por aquel entonces se había convertido en la mano derecha de Spilotro:
Fui a recoger a Tony al aeropuerto. La poli revolvió todo su equipaje. Tony quedó totalmente sorprendido, pero Nancy estaba que mordía. No creo que él supiera que venía señalado desde París. No creo que supiera que estaba quemado y que la cosa iba a más.
Cuando llegamos a casa, recuerdo que dieron de comer a Vincent, su hijo, y luego Tony sacó una toalla blanca y la extendió en la mesa de la cocina. Seguidamente Nancy inclinó la cabeza sobre la mesa y se fue sacando uno a uno los diamantes que llevaba en el pelo. Iban saltando uno tras otro. Él se los había hecho esconder allí. Los de aduanas les habían confiscado algunos diamantes, pero las piedras más valiosas pasaron ocultas en el moño de Nancy.
Dos meses después, la policía francesa descubrió que Spilotro y Cook habían asaltado un apartamento en el Hotel de Paris de Montecarlo la noche del 7 de agosto, del que habían sacado 525.220 dólares en joyas y 4.000 dólares en cheques de viaje. Había alquilado dicho apartamento una acaudalada americana casada que había permanecido allí con un joven y por tanto estaba poco dispuesta a prestarse a una investigación. Cuando decidió hacerlo, Spilotro y Cook ya habían vuelto a los Estados Unidos.
Spilotro y Cook fueron declarados culpables en ausencia por la Audiencia de Monaco y sentenciados a tres años de cárcel si decidían volver a dicho país.
Según Cullotta:
Llevaba cinco años en la banda de Tony y jamás había visto a Rosenthal El Zurdo. Yo trabajaba con sus desvalijadores y gorilas. El Zurdo actuaba en su rollo de apuestas. Sam El Loco se ocupaba del tinglado del prestamismo y romper la crisma al personal. A Tony le gustaba mantener cada cosa en su sitio.
Cuando quería que le llevaras a algún sitio, por ejemplo, nunca te decía a quién encontrarías allí ni nada de nada. Tenías que limitarte a hacerlo y luego, tal vez, te contaba el próximo paso. Además, al llegar al sitio, te dabas cuenta de que el que estaba allí no tenía la menor idea de que se iba a encontrar contigo.
Y así, aquella tarde recibo una llamada de Tony y me dice que pase por su piso. Yo sabía que me necesitaba para hacer algo; no dice el qué ni nada de nada. Tampoco espero que lo haga. Y me voy para allá.
Tony y Nancy tenían un bonito piso de dos habitaciones en la cuarta planta de un edificio de Elmwood Park. Llego allí y me encuentro jugando al gin rummy con un individuo alto, delgado, de tez blanca. Era El Zurdo.
Nancy iba de acá para allá preparando café o llamando por teléfono. Me quedé detrás de Tony mientras jugaba unas cuantas manos, pero no abrí la boca. En algún momento me dirigí en voz baja a Nancy, pero me daba cuenta de que Tony le estaba pegando una paliza al otro.
Hay que tener en cuenta que Tony jugaba al gin rummy muy, pero que muy bien. Podía jugar doscientos puntos sin perder. El tipo podía ser perfectamente un jugador profesional de gin rummy. Una noche estaba en el bar de Jerry, en la barra, jugando al gin rummy con Jerry. Al otro le iban interrumpiendo todo el rato los clientes, y por fin Tony me dijo que atendiera yo a la barra.
Hice lo que me decía y estuvieron jugando hasta que Tony le sacó al pobre hombre quince mil dólares. Jerry se cayó del taburete y empezó a llorar.
– Me será imposible pagarlo -le dijo a Tony.
– Vale, me quedo con el bar -respondió el otro.
Jamás vi que Tony tuviera que pagar. Te obligaba a jugar hasta que le abandonaba la suerte. Normalmente, cuando ganaba a alguien, pongamos por caso quince mil dólares, me mandaba a acompañar al individuo al banco, yo tenía que esperarme allí mientras hacía efectivo un cheque y luego me entregaba el dinero para que yo se lo llevara a Tony.
De un montante de quince mil dólares, Tony reservaba tres mil para mí por el trabajo de asegurar que el otro no se escaqueara y por llevarle el dinero en efectivo. Tony era muy generoso. Cuando andaba por la ciudad, siempre pagaba todas las cuentas él. Le daba igual que fueran veinte o treinta personas, la cuenta siempre era para Tony. Y se cabreaba muchísimo con quien intentaba hacerse cargo de las propinas. Éstas también le tocaban a él. Jamás nadie pagó su comida.
Por fin, El Zurdo se levanta. Dice que ya le basta. «Se acabó», dice. Aquellos fulanos sabían latín. El Zurdo soltó tan sólo unos ocho mil y dijo que no llevaba más efectivo, que lo conseguiría y se lo pasaría más tarde a Tony.
Me di cuenta de que eran íntimos porque Tony no me dijo que fuera con El Zurdo a buscar el dinero. Me mandó tan sólo a acompañarlo a una parada de taxis situada entre las avenidas Grand y Harlem, en la frontera entre Elmwood Park y Chicago.
Aquélla era la única razón por la que Tony me mandó ir a su casa. No quería que El Zurdo llamara a un taxi desde allí. No le interesaba que se registrara ninguna recogida en taxi en su domicilio. Así, cuando dejé a El Zurdo en la parada nadie supo de donde venía. Y también por ello él no acudió a casa de Tony conduciendo su coche. No quería que nadie pudiera anotar su matrícula delante del domicilio de Tony. Por aquel entonces, Tony iba con mucho cuidado con este tipo de detalles. Era muy cauteloso.
Durante el trayecto, El Zurdo apenas abrió la boca. Permaneció allí sentado con aire abatido. Creo que no estaba acostumbrado a perder.
El Zurdo era misterioso. No podías leerle el pensamiento. A Tony le encantaba estar con él porque incluso entonces El Zurdo era uno de los mejores pronosticadores del país. Los viernes por la noche solíamos andar por ahí antes de apostar. Tony le preguntaba a veces a El Zurdo: «¿Qué me dices del Kansas?» y el otro se limitaba a responder: «No tengo formada ninguna opinión». Entonces Tony podía decirle: «¿Y el Rutgers-Holy Cross?» Y El Zurdo respondía: «Sin opinión».
Tony tiene la lista de los partidos universitarios impresa con las probabilidades; es larga como una nota de supermercado y va repasando partido por partido, mostrándoselo El Zurdo, y éste, allí de pie, apoyado contra la barra, tomando su agua Mountain Valley, mirando algún combate en diferido por la tele, va repitiendo su falta de opinión a Tony hasta asesinarlo.
Por fin, Tony explota. Mete la lista entre las manos de El Zurdo.
– Venga, escoge, escoge tú mismo.
Sin apenas apartar la vista del combate, El Zurdo coge la lista de Tony, señala rápidamente un par de puntos con un lápiz y se la devuelve a Tony.
Tony observa la lista, mientras El Zurdo sigue mirando la televisión.
– ¡Eh! -dice Tony-. ¿Qué es eso? Aquí tengo cien partidos. El próximo fin de semana juegan todos los equipos de baloncesto del país, ¿y tú me marcas dos?
En el bar todo el mundo permanece en silencio. Nadie quiere meterse con ellos dos. El Zurdo se vuelve hacia Tony como si éste fuera un crío y dice:
– Sólo hay dos buenas apuestas.
– Sí, sí -le responde Tony-. Eso ya lo sé pero ¿y el Oklahoma-Oklahoma State? ¿Y el Indiana-Washington State? Por Dios, fíjate en todos éstos.
– Mira, Tony, te he marcado las dos mejores apuestas de la lista. Olvida el resto.
Tony se exalta y empieza a refregar el papel por la cara de El Zurdo.
– ¿Dos apuestas entre cien? ¿Así es como juegas tú?
El Zurdo se lo mira como quien mira a una cucaracha.
– Creía que tenías la intención de ganar -dice.
– Pues claro que quiero ganar, pero también quiero divertirme. ¿Por qué no te relajas un poco? ¿Por el amor de Dios!
– ¿Cuánto piensas apostar? -pregunta El Zurdo.
– Un par de los grandes, lo que sea… ¿Tú cuánto apuestas?
– Yo juego mucho más que esto -responde El Zurdo. El Zurdo prácticamente nunca dijo que «apostaba»; siempre «jugaba», «tenía una opinión» o «tomaba partido».
– ¿Mucho más que qué? -salta Tony-. Si sólo juegas en dos puñeteros partidos. ¿Qué coño has apostado?
– No quieres saberlo -dice El Zurdo.
– Sí que quiero saberlo.
– ¿Sacarás algo si pierdo?
– Vamos, dímelo. Quiero saberlo. Yo te lo he dicho, ¿no?
El Zurdo se acerca a Tony y le habla casi en un susurro, pero yo estoy entre ellos fijándome en sus labios mientras articula estas palabras:
– Nosotros, si no es por cincuenta por barba, no nos movemos.
Llegaría un día en que Tony apostaría cincuenta o sesenta mil dólares en un partido de fútbol o de baloncesto, pero aquél no era el momento. Nosotros teníamos poco más de veinte años. El Zurdo tenía unos treinta. Apostaba por su cuenta y para gente bastante importante, gente de la organización, todos nosotros sabíamos para quién.
– ¡Ah, perdone usted! -dice Tony agarrando la lista y examinando de nuevo partido por partido-. Olvidé con quien estaba hablando. No tengo derecho a la vida. Estoy apostando calderilla.
Y en cuanto El Zurdo vuelve la vista hacia la tele, Tony le pregunta:
– ¿Y el West Virginia, qué? Tienen aquel africano de dos metros diez. ¿Cómo demonios van a perder?
– No tengo una opinión al respecto -responde El Zurdo sin siquiera volver la vista.
Entonces Tony pierde los estribos. Enrolla el papel de las apuestas y empieza a golpear la cabeza de El Zurdo con él.
– Si pierdo, gilipollas -grita-, nos pagas una cena a todos.
Todos soltamos una enorme carcajada, incluso El Zurdo, y Tony se vuelve hacia nosotros diciendo:
– El gilipollas éste me lo pone todo negro.
«Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.»
A finales de los cincuenta, antes de que el terror de la droga invadiera el país, los jugadores ilegales eran considerados el enemigo público número uno. El FBI había organizado redadas en todo el país para detener a los jugadores más conocidos. Se habían aprobado unas leyes federales que castigaban la transmisión de pronósticos deportivos o resultados de carreras por las líneas interestatales. Las vistas de la Comisión contra el Delito Kefauver -una de las primeras investigaciones oficiales televisada- se lo ponían también difícil a los sheriffs y jefes de policía que habían permitido que los corredores de apuestas, los compensadores y los casinos ilegales funcionaran en su demarcación mediante un pago determinado. Incluso en Chicago, la patria de Al Capone, una ciudad donde la policía había tenido problemas para cerrar uno solo de los miles de establecimientos de venta de bebidas alcohólicas ilegales, empezaba a presionar a los corredores de apuestas de la ciudad. En 1960, Rosenthal El Zurdo fue detenido por primera vez como corredor de apuestas. De pronto apareció su nombre en distintas listas de jugadores importantes que distribuyó a la prensa como churros el Comité contra la Delincuencia de Chicago.
En 1961, a los treinta años, Rosenthal El Zurdo se trasladó. Según él:
Decidí salir a trabajar por cuenta propia. Dejar de hacer dinero para los demás. Pensé que había llegado el momento de empezar a jugar sin contar con nadie. Me trasladé a Miami. Mi padre ya se había trasladado allí con alguno de sus caballos y me pareció que aquello era lo más adecuado.
Tenía la intención de jugar poco. Disponía de cinco mil dólares para invertir y dos tipos se asociaron conmigo poniendo cinco mil dólares cada uno. El capital inicial era pues de quince mil dólares. Propuse empezar con jugadas de doscientos dólares, seguidamente doblar a cuatrocientos y finalmente, a dos mil dólares.
A finales de la temporada de baloncesto universitario, cuando faltaban dos semanas para finalizar el campeonato, nuestro capital de quince mil dólares había ascendido a setecientos cincuenta mil dólares.
Tenía amigos en diferentes partes del país. Nos apoyábamos mutuamente. Yo les ayudaba y ellos me ayudaban a mí.
Un día recibí una llamada de un colega de Kansas City. Me dijo que no creía que Wilt Chamberlain, jugador a la sazón del Kansas City, jugara aquella noche.
Chamberlain era el equipo. Si él no jugaba, no había victoria posible. Le pregunté por qué. Respondió que no lo sabía bien, pero que alguien, tal vez una enfermera, había dicho que a Chamberlain se le habían hinchado tanto las pelotas que apenas podía andar.
Mi colega dijo estar seguro de tal información, pero yo hice mis comprobaciones y constaté que los médicos que atendían a Chamberlain corroboraban dicha dolencia.
Adopté la decisión enseguida. No tenía nada que perder pues siempre estaba a tiempo de modificar la apuesta al final de la semana. Me metí a fondo contra el Kansas antes de que anunciaran que Chamberlain no iba a jugar.
Ofrecí al colega que me había pasado el chivatazo una apuesta de cinco mil dólares para el partido. Chamberlain jugó todos los partidos excepto aquél.
Además, al hacer la apuesta, comenté a los corredores de apuestas lo que había oído. A eso se le llama cortesía profesional. Mantener informado al corredor. Es gente que conoces. Estás siempre hablando con ella. Evidentemente, primero haces la apuesta y luego lo dices. Es lo lógico en el oficio. A veces te escuchan y a veces no. En mi caso, escucharon. Aquello les dio la oportunidad de retirar determinada cantidad del Kansas.
En una apuesta como aquélla, nosotros -mis socios y yo- intentábamos bajar al máximo. Llamábamos a distintos corredores de apuestas de todo el país. Teníamos instalados en mi piso unos teléfonos especiales.
Unos cuantos empleados jubilados de la compañía telefónica nos habían instalado un sistema para acceder a la línea rápida antes de que existiera la línea rápida. Cuando nos lanzábamos sobre un partido y formulábamos las apuestas, en tres o cuatro minutos transmitíamos la información a todo el país. No exagero. No tardábamos más que eso.
Marcaba un número y hablaba con Washington, Nueva Orleans, Alabama, Kansas City, casi con todo el país excepto con lugares como Dakota del Norte, Dakota del Sur y Wyoming. Podía apostar donde quisiera. Los corredores de apuestas sabían mi nombre en código. Sabían que si perdía, pagaba.
Tienes un número de contratación con el corredor y ellos, su propio sistema de tasación de crédito. No les hace falta evaluar intuitivamente.
Si deciden, por ejemplo, que a mí me conceden veinticinco mil dólares ello significa que puedo llegar con ellos a veinticinco. Puede haber oscilaciones y cuando llegamos a los veinticinco mil dólares saldamos la cuenta. O me manda él un mensajero o se lo mando yo.
Mis socios y yo nos habíamos establecido como en un negocio. Teníamos unos hombres de paja que apostaban por nosotros para no despertar sospechas. Disponíamos de mensajeros. Recaderos. Cada cual tenía su cometido en el negocio. Le decías al mensajero: «¡Lleva eso a Tuscaloosa!». Los mensajeros en general querían formar parte de la organización. Era gente que siempre rondaba por allí. Conseguían un trozo del pastel. Era una especie de intercambio. Yo era el que estudiaba el caso. Era el pronosticador.
Apostaba entre veinte mil y treinta mil dólares por partido. Luego, en las dos últimas semanas de la temporada, con todo el engranaje trabajando a ritmo sostenido, perdimos ciento cincuenta mil dólares. Encajé un par de golpes serios. De todas formas, cerramos la temporada con cuatrocientos mil dólares de ganancias sobre la inversión de quince mil dólares y quedamos en paz de momento.
Pero en definitiva, las probabilidades están en contra de ti. Tienes que avanzar en equilibrio sobre una cuerda floja. De pequeño, en Chicago, siempre les oía comentar: «En verano, los corredores de apuestas van a Florida y los jugadores quedaban helados como pajaritos».
Con todo, la cosa funcionaba bien. Mi padre y yo compramos a medias unos cuantos potros. En realidad, empecé a pasar cada vez más tiempo en las pistas. Teníamos allí trece caballos. Había que estar atento. Alimentarlos ya nos costaba unos siete mil dólares al mes. Aquello era casi vivir en las pistas. Pero a mí me encantaba estar allí.
Por aquella época, tal como cuenta El Zurdo, recibió la visita de un hombre a quien llamaban Eli, El Zumos. Eli El Zumos poseía un almacén en Miami y enviaba naranjas y pomelos por todo el país. Era en realidad el intermediario de la zona, el individuo que recaudaba fondos para proporcionar inmunidad en todo Miami Beach. Sugirió a Rosenthal que le convenía pagarle quinientos dólares al mes.
Rosenthal afirma que le respondió que no hacía nada ilegal: pronosticaba y trabajaba en las carreras de caballos.
Le dije que si me dedicara a las apuestas con mucho gusto le complacería, pero que no era el caso. En aquellos momentos era estrictamente un jugador. Al cabo de una semana poco más o menos, volvió Eli El Zumos y me preguntó si había cambiado de parecer. En esta ocasión lo traté con menos cordialidad. De forma que una palabra se encadenó con la siguiente y le dije que se fuera a la mierda. Cometí el error de decirle que hiciera lo que le diera la gana. Eso hizo. El día de Año Nuevo la poli derribó la puerta de mi casa y me detuvo.
Martin Dardis, jefe del Departamento de North Bay Village, y el sargento Edward Clode de la División de Seguridad Pública del condado de Dade, llevaron a cabo la detención. El Zurdo se hallaba sentado en la cama, llevaba un pijama azul y miraba un partido por la tele aquella tarde cuando le interrumpió el asalto de los dos hombres. Lo que habría podido ser una detención rutinaria él lo convirtió en una catástrofe.
En cuanto oyó que la policía estaba en la puerta, El Zurdo se puso a gritar que iban a por él tan sólo porque se había negado a pagarle a Eli El Zumos.
– ¿Qué pasa? -dijo-. ¿No habéis conseguido la astilla? ¿Por eso estáis aquí?
La acusación vertida sobre el jefe Dardis fue una imperdonable violación del ritual kabuki que conllevaba la etiqueta poli-corrupción.
Después de esto -admitió luego El Zurdo- el partido fue imparcial.
El jefe Dardis declaró más tarde:
Cuando entré en la habitación, encontré al señor Rosenthal sentado en la cama. Tenía el teléfono en una mano y un pequeño libro-negro en la otra. El ayudante del sheriff le leyó la orden de registro, y yo, mientras tanto, le cogí el auricular y pregunté a la persona que estaba al otro lado de la línea quién era. Le dije que yo era El Zurdo. El otro respondió:
– Aquí Cincinnati. Dispones de diez y diez para Windy Fleet, y yo me quedo con cuatro y cuatro.
Más tarde supimos que Windy Fleet era un caballo que tenía que correr aquella tarde en el Tropical Park. Llegó a la meta en segundo lugar.
Quince días después de la detención, El Zurdo dijo que tuvo una pelea de tráfico con dos hombres que resultaron ser agentes federales. Según él, los agentes se hallaban en una calle secundaria, cerca del Biscayne Boulevard. El Zurdo se dirigía a un conocido restaurante de allí cerca. Supo que eran agentes porque la policía local le acababa de multar por no señalar un giro a la derecha. Los agentes habían permanecido detrás de la policía y empezaron a insultarle cuando le entregaron la multa. El Zurdo dijo que los polis que lo multaron sabían que eran agentes del FBI. Según Rosenthal:
Una noche me hallaba yo conduciendo por una calle muy mal iluminada de Miami y aparecieron detrás de mí un par de agentes. Es cierto que ocurrió eso. Lo juro. Una calle muy oscura y muy estrecha y el coche de atrás que se me va pegando. Me obligan a apartarme a un lado de la calle y a detener el vehículo. Los dos agentes se identifican y empiezan a darme la lata y yo les devuelvo la pelota. Uno de ellos era muy corpulento. Estábamos en una zona con árboles. Salió del coche y me sacó del mío; lo hizo a empujones, diciéndome:
– Por fin te tenemos. Te vamos a meter en el puñetero bosque y te haremos picadillo.
Por la forma como me miraba, tenía toda la intención de hacerlo. Y mientras me hablaba, veo que en dirección contraria circula, por pura casualidad, ni más ni menos que Tony Spilotro. ¡La Virgen! Ve mi coche. Aparca. Sale del suyo. Se enfrenta con los dos mamones que me habían parado. Les planta cara, y eso que él no pasa de metro sesenta y cinco. Les suelta:
– Vosotros, gallinas de mierda, no vais a hacerle nada.
¡Alabado sea Dios! Tony y yo nos habíamos criado juntos. Cuando hablaba de él, yo decía que le conocía desde el momento en que lo concibieron. Frecuentábamos los mismos lugares en Chicago. La relación, sin embargo, aumentó en North Miami. Tony aparecía por allí tres veces al año y a la primera persona que veía era a mí. La verdad es que el primer amor de Tony fue el juego. Por aquellos días él tenía la impresión de que no podía jugar sin mí. Que apostar en lo que fuera sería un desastre si no contaba con mi opinión. Siempre me estaba llamando. Me habría perseguido hasta la tumba por conseguir mi parecer. Era un adicto. Cuando hablamos de juego y de Tony estamos hablando de un alcohólico.
Una noche, nos encontramos cenando en un restaurante italiano del Biscayne Boulevard unas seis o siete personas. Todos tíos. Estaba Tony, todos sus muchachos y yo. Había también unos cuantos machos duros en la mesa. No sé por qué razón yo ponía a cien a uno de ellos. Por lo que fuera, no le gustaba Frank Rosenthal. Y me insultó en la mesa. Pasaron tres o cuatro minutos. Tony dice que se va al servicio. Se lleva al muchacho aquél. Y no han llegado a la puerta, ¡lo que le dijo al tipo! ¡Copón bendito! ¡Vaya lenguaje!:
– Eres un hijo de puta. Voy a cortarte el cuello si te atreves a mirarle otra vez de esta forma. Vuelve a la puta mesa y discúlpate, mamón.
El muchacho vuelve a la mesa y se disculpa.
– Resulta que no tendría que beber -dice- y bebo. No quería hacerlo. ¿Podrás perdonarme?
– Claro, no te preocupes -dije.
En 1961, el recién nombrado fiscal general, Robert F. Kennedy, empezó a investigar las conexiones entre la mafia, el juego ilegal y el sindicato de camioneros.
El FBI ya conocía a la mayor parte de jugadores. Estaba más al corriente de lo que se cocía en el seno del hampa que muchos de sus componentes. Las relaciones de Frank Rosenthal con la organización de Chicago eran de dominio público. Se le había visto por las calles de Chicago con capos de la altura de Turk Torello, Phil el de Milwaukee, Jackie Cerone y Fiore Buccieri. El Bureau estaba convencido de que además de apostar en Miami, hacía de corredor. La detención por parte de la policía local lo situó en un estadio lo suficientemente importante como para recibir la amistosa visita de los federales, quienes le plantearon que se hiciera chivato a cambio de la inmunidad; se negó a ello y subsiguientemente tuvo que hacer frente a una citación de la Subcomisión McClellan sobre el juego y la delincuencia organizada.
Al senador McClellan no le hizo ninguna gracia la picaresca de tipos y tipas de uñas pintadas que desfilaba ante él, acompañados de abogados caros que les proporcionaban unas tarjetas recién impresas en las que se leía la Quinta Enmienda.
La Comisión había seleccionado a unos cuantos testigos colaboradores para que declararan acerca del poder del hampa sobre el juego ilegal y su influencia en el mundo del deporte, en el que era de dominio público que se ofrecía dinero a atletas y entrenadores para reducir puntuaciones o influir en los resultados de los partidos.
El Zurdo contrató a un abogado, tomó el avión para Washington y allí se encontró con que lo acusaban de intentar sobornar a Michael Bruce, un mediocampista de veinticinco años de la Universidad de Oregón, quien declaró que cuando fue con su equipo a Ann Arbor a jugar un importante partido contra la Universidad de Michigan tuvo una cita con El Zurdo y con otra persona del mundo de las apuestas, David Budin, un ex jugador de baloncesto que, además de apostar, había sido estafador con los naipes y finalmente se había convertido en confidente, pagado por el gobierno.
Bruce declaró que la cita había tenido lugar en una habitación de hotel y que le habían ofrecido 5.000 dólares por asegurar la derrota de su equipo -uno de los peor clasificados- en ocho puntos en lugar de seis. Bruce dijo haber fingido estar de acuerdo con la proposición de El Zurdo, si bien había informado inmediatamente sobre ello a su entrenador.
El Zurdo negó haber intentado sobornar a nadie. Pero cuando subió al estrado ante la Comisión McClellan sus abogados le aconsejaron que si respondía a una sola de las preguntas, por insignificante que fuera, tendría que responder a todo cuanto se le preguntara o sería acusado de desacato y probablemente encarcelado. Su comparecencia ante la comisión fue un fracaso total.
Sr. Presidente: ¿Le llaman a usted El Zurdo?
Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.
Senador Mundt: ¿Es usted zurdo?
Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.
Sr. Presidente: Señor Rosenthal, según esta transcripción de su declaración del 6 de enero del año en curso, 1961 (en la detención de un corredor de apuestas), se le formuló la siguiente pregunta: «A usted también se le conoce como El Zurdo». Y su respuesta fue: «Sí, éste era mi apodo en béisbol». ¿Es esto correcto?
Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.
Sr. Presidente: ¿Juega usted a béisbol?
Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.
Sr. Adlerman: Señor Rosenthal, ¿trabajó usted para Angel-Kaplan como pronosticador?
Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.
Sr. Adlerman: ¿Es usted un jugador profesional y compensador de apuestas?
Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.
Sr. Adlerman: ¿Conoce usted a Fiore Buccieri, FiFi?
Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta basándome en que mi respuesta podría tender a incriminarme.
Sr. Adlerman: ¿Se relaciona usted con Sam Giancana, Mooney?
Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta basándome en que mi respuesta podría tender a incriminarme.
Sr. Adlerman: ¿Ha intentado alguna vez sobornar a algún jugador de fútbol?
Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta basándome en que mi respuesta podría tender a incriminarme.
Sr. Adlerman: ¿Alguna vez ha intentado específicamente sobornar a algún jugador de fútbol en los partidos Oregón-Michigan?
Sr. Rosenthal: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta basándome en que mi respuesta podría tender a incriminarme.
El Zurdo recurrió treinta y siete veces a la Quinta Enmienda.
El Zurdo volvió a Florida, pero la justicia lo seguía de cerca. Robert Kennedy había promovido un proyecto de ley en el Congreso por el que se prohibía la transmisión interestatal de toda información en cuanto al juego, con lo cual las llamadas telefónicas de El Zurdo sobre los temas de lesiones de deportistas, alineaciones, probabilidades e incluso situación meteorológica quedaban fuera de la ley y lo exponían a ser detenido.
En 1962, cuando se produjo la medida enérgica contra el juego tan esperada por el FBI y J. Edgar Hoover anunció personalmente las detenciones de centenares de jugadores e integrantes del hampa en todo el país, El Zurdo se contaba entre ellos. A lo largo del siguiente año, se le detuvo en distintas ocasiones acusándosele de corredor de apuestas, pronosticador, infracciones de tráfico, blasfemia, mala conducta, vagabundeo y juego.
El Bureau Federal instaló dos transmisores en su piso. Los micrófonos ocultos autorizados por el tribunal, que formaban parte de las rigurosas medidas establecidas por el Departamento de Justicia para combatir el juego ilegal y la actividad de las bandas, permanecieron en el piso de El Zurdo durante un año y un día. (Él no descubrió que le habían colocado las escuchas hasta que fue procesado Gil Beckley por un caso relacionado con el crimen organizado a nivel federal y, durante la presentación de motivos previa al juicio, uno de los abogados de éste detectó las declaraciones juradas del FBI en las que reconocían las escuchas en casa de El Zurdo.)
Posteriormente, la Comisión sobre Competiciones del Estado de Florida anunció que se anulaba la licencia de Rosenthal en cuanto a propiedad de caballos de carreras e incluso la de entrar en sus pistas, o en cualquier frontón de cesta punta o canódromo de todo el Estado. A pesar de los consejos de sus amigos, Rosenthal insistió en solicitar una vista a la Comisión de Competiciones, lo que le reportó únicamente más publicidad negativa.
Finalmente, todas las acusaciones que pesaban sobre El Zurdo como corredor de apuestas fueron sobreseídas o desechadas. Efectivamente, cada uno de los cargos -aparte de una infracción de tráfico en Miami- fue sobreseído sin juicio, hasta 1962, año en que procesaron a Rosenthal en Carolina del Norte por intento de soborno en la persona de un jugador de baloncesto universitario de veinte años de la Universidad de Nueva York. De nuevo en esta ocasión tuvo como acusador a David Budin, el mismo confidente del gobierno que había manifestado ser testigo del supuesto intento de soborno en Ann Arbor, cargo por el que nunca había sido condenado Rosenthal. Efectivamente, los únicos cargos que se imputaron en el caso de soborno de Ann Arbor fueron contra Budin, por registrarse con nombre falso en el hotel de Dearborn.
En el caso de Carolina del Norte, no obstante, el abogado de Rosenthal, un letrado de la zona experto en cuestiones de juego y procesos en este campo, le dijo que el juez de Carolina del Norte que llevaba el caso había dejado claro que si Rosenthal insistía en llegar al juicio y en éste se le declaraba culpable, tenía asegurada una larga condena.
El Zurdo comunicó a sus abogados que no tenía intención de declararse culpable. Las negociaciones entre la acusación y los abogados de El Zurdo se alargaron más de un año. Finalmente, los abogados de éste dijeron que la acusación y el juez aceptarían de él que se negara a declarar. El Zurdo no admitiría el cargo; simplemente no replicaría a las acusaciones que se formularan contra él y aceptaría el veredicto de la sala.
«No podéis imaginaros el peso que me quité de encima pensando que me había librado de aquellos locos.»
En 1967 terminó el contencioso de Frank Rosenthal con el Estado de Florida, y lo ganó dicho estado. La Western Union interrumpió el suministro telefónico a Select Sports Service de El Zurdo -el golpe de gracia- y la compañía telefónica cortó la línea en su domicilio.
Rosenthal afirma:
Al volver a casa, lo primero que pensé fue que podía seguir apostando en Chicago. Pero me equivoqué. Llegué a dicha ciudad en el momento justo de iniciarse la temporada de fútbol americano y las cosas me iban bien, pero, a medida que iban transcurriendo las semanas, cada vez veía más claro que en lugar de Chicago donde tenía que estar jugando era en Las Vegas.
Tenía un ático en Lakeshore Drive de Chicago y las personas adecuadas en Las Vegas, que hacían las apuestas por mí, pero me sentía cada vez más frustrado.
Preguntaba al hombre que tenía en Las Vegas:
– ¿Qué han sacado de ellos en tal juego?
Es decir, ¿qué parte ha correspondido a los corredores de apuestas de Las Vegas?
El tipo que estaba a mis órdenes hacía la comprobación, me llamaba y me decía:
– Siete.
Yo respondía:
– Adelante.
Entonces se ponía de nuevo en contacto conmigo y decía:
– Ahora son seis y medio.
– ¡Santo cielo! -exclamaba yo-. Pues rápido, a por los seis y medio.
Dos minutos después, insistía:
– Ahora son seis.
– ¡Seis!
– ¿Qué quieres que te diga, Frank? Las posibilidades oscilan.
Y así sucesivamente, semana tras semana. Por fin, recuerdo un fin de semana que disfruté realmente con el juego. Conseguí ganar la apuesta, pero precisamente aquel día decidí que si pretendía ganarme la vida apostando en el deporte, no podía hacerlo a distancia. Tenía que ir a Las Vegas. Recoger los bártulos y trasladarme allí, donde pudiera permanecer sentado observando el número hasta estar dispuesto al ataque.
El día en que me iba, Tony tenía que recogerme delante del hotel Belmont, llevarme a casa de Fiore para despedirme de él y luego acompañarme al aeropuerto. Y, evidentemente, Tony llegaba tarde.
Buccieri, tenía una residencia de verano en el lago Geneva, Wisconsin. Quedaba aproximadamente a una hora en coche de Chicago. Era una propiedad inmensa, con caballos, jardines, un fusil y un campo de tiro, donde Fiore se distraía los fines de semana.
Finalmente apareció Tony, con más de una hora de retraso. Siempre llegaba tarde. Incluso llegó tarde a su propia boda. En serio. Pero retrasarse para ir a ver a Fiore era una estupidez, porque Fiore no soportaba tener que esperar.
En definitiva, Tony aparece con dos colegas. Uno de ellos ahora está en la cárcel. Era un tipo realmente peligroso. Un auténtico duro. Casi me atrevería a decir que era el peor hijoputa que había conocido en mi vida. En mi vida. En mi vida. Y estoy hablando de muchos conocimientos.
A mí me odiaba. Me odiaba de verdad. Con pasión. Odiaba a todo el mundo. Incluso odiaba a Tony, pero a él le tenía miedo. No creo que Tony supiera hasta qué punto le odiaba el tipo, pero yo sí lo sabía.
Tony le agobiaba, al tipo. «¡Haz esto! ¡Haz aquello!» Lo insultaba. Un día que Tony lo estaba atosigando, gritándole, pegándole codazos en el pecho, vi al tipo tan frustrado que empezó a pegar cabezazos contra la pared. Yo estaba allí. Lo vi. Tony se limitó a reír.
Cuando por fin llegamos a casa de Fiore, apenas quedaba tiempo para tomar un café. Creo que Fiore ya nos había dejado de lado. Había salido a montar a caballo. Tenía que volver y bajarse del caballo, de modo que dispondríamos tan sólo de unos minutos. Creo que más bien lo que quería era simplemente decir adiós. Nos abrazamos, yo me fui otra vez para el coche y nos dirigimos al aeropuerto.
Estaba cabreado con Tony por haber ido a buscarme tan tarde. Me jodió lo de Fiore e iba a perder mi puto avión para Las Vegas. ¡Vaya faena! En aquella época había muy pocos vuelos directos a Las Vegas desde Chicago.
El tipo no dice nada y se pone en marcha. Nos metemos en la autopista. Hay que puntualizar que Tony, como conductor, era extraordinario. Era uno de sus puntos. Circula a ciento cincuenta y algo la hora. Nos metemos en medio del tráfico. Sorteando automóviles. Yo, sentado a su lado, aterrorizado.
Lleva a los colegas atrás, aterrorizados. Y para colmo, aparecen las sirenas. La pasma.
En cuanto oí las sirenas, le dije: «¡Lo que faltaba! Ahora sí que pierdo el maldito avión».
Él, más tranquilo imposible. Me suelta inesperadamente: «¡Aquí no se pierde nada! ¡Cállate la boca!».
Las sirenas se oyen cada vez más cerca, pero él no reduce. Y ya tenemos a dos coches patrulla pisándonos los talones. Nosotros, a toda mecha. Conduce durante kilómetros por delante de los polis, esquivando coches, haciendo chirriar los neumáticos y repitiendo todo el rato: «No te preocupes. Llegas al avión. No te preocupes».
Por fin, siempre con los coches patrulla detrás nuestro, enfila la vía del aeropuerto y para el coche delante de mi terminal. Ordena a uno de los muchachos que vaya a facturar mi equipaje. Luego le dice al otro que suba y no permita que cierren la puerta de embarque.
El primero saltó del coche, se fue al principio de la cola con mi equipaje y cuando el empleado le dijo algo, él le respondió otra cosa y el otro se echó atrás. El otro colega de Tony se fue corriendo a la puerta de embarque y consiguió que no me la cerraran.
No podéis imaginaros el peso que me quité de encima al llegar al avión y despegar, pensando que me había librado de aquellos locos.
El Zurdo iba hacia Las Vegas y el mismo recorrido hacía su expediente policial. El Departamento de Investigación Criminal de Chicago iba a avisar a la policía de Las Vegas de que Frank Rosenthal, El Zurdo, de treinta y ocho años, un corredor de apuestas que tenía su camarilla, un ventajista, un individuo que había permanecido inactivo una temporada, estaba a punto de llegar. El Departamento de Investigación Criminal enviaría a Las Vegas, de forma rutinaria, los informes de los miembros del grupo y de sus socios, siguiendo un programa extraoficial de intercambio de información que llevaba años en funcionamiento. Se informó a la policía de Las Vegas de que Rosenthal, El Zurdo, había sido detenido por asuntos relacionados con el juego como mínimo una docena de veces, que no se le había declarado culpable en ninguna ocasión, que en 1961 se había negado a declarar en relación con el intento de soborno a un jugador de baloncesto de Carolina del Norte y se había acogido treinta y siete veces a la Quinta Enmienda ante un subcomité del Congreso que investigaba las posibles conexiones entre el juego y la mafia.
No llevo ni una semana en La Vegas y ya me aparecen en la puerta. Recuerdo que tenía la gripe. Era la pasma.
Les hice pasar.
– ¿Qué se les ofrece?.
– Está detenido.
– ¿Por qué?
– Robo -dicen.
– ¡Vaya estupidez! -respondo. Me sorprenden de verdad. Soy consciente de que no he hecho nada.
– No te pases de listo con nosotros -dicen, y me esposan. Me hacen salir por el vestíbulo del hotel, me llevan a la jefatura de policía y allí, directamente al despacho de Gene Clark.
Allí estaba Clark. El jefe de policía. Un témpano de hielo. Un individuo muy corpulento.
– La verdad es que no pareces tan duro como te pintan -me dijo.
– Estoy de acuerdo con usted, señor Clark -respondí.
– No me interesan lo más mínimo tus salidas sarcásticas -dice él.
– No tenía intención de practicar el sarcasmo -respondo.
Me doy cuenta de que hace un gesto a los agentes que me llevaron hasta allí y éstos salen del despacho. Me encuentro allí solo y esposado.
– Quiero que hayas abandonado la ciudad a medianoche y que no vuelvas a aparecer por aquí -dice-. No nos interesa que la gente de tu calaña circule por aquí. ¿Me entiendes?
– Creo que sí -respondo.
– Veamos, ¿cuándo te vas?
– No lo sé -digo.
Seguidamente, se levanta, da la vuelta a la mesa, se coloca detrás de mí y de pronto me agarra por el cuello y empieza a apretar. Aprieta tanto que casi pierdo el aliento. Me mareo. Notaba que me iba a desvanecer. Entonces me soltó.
– Ya me has oído, Zurdo -dice. Me llamaba Zurdo-. A medianoche, fuera de aquí, porque ahí fuera, en el desierto, tenemos un montón de agujeros y no querrás tapar alguno, ¿verdad?
Cuando me soltaron, llamé a Dean Shandell, un amigo mío, que estaba en el Caesar's. Un individuo importante. Sabía por dónde andaba. Un fulano de primera. Sabía que él y el sheriff eran uña y carne. Le conté la historia. Me citó en el Galleria. Eran las ocho o las nueve de la noche. Fui al bar y empezamos a hablar. Le pregunté: «¿Qué pasa aquí? ¿Por qué me detienen por robo en mi propia habitación?».
En aquel momento, levantamos la vista y vemos que aparece por allí precisamente Gene Clark, el jefe de policía, y los dos agentes que me habían detenido hacía poco.
– Tienes mala memoria, ¿verdad? -dice-. El último avión está a punto de salir.
– ¿Por qué no lo dejas tranquilo? -dijo Dean levantándose.
– Tú a lo tuyo -le dice Clark-. Es asunto del sheriff.
Dicho esto, me detiene de nuevo. Tras pasar una noche en chirona, me metieron en un avión hacia Chicago a la mañana siguiente.
Pasé unos días haciendo una serie de llamadas y arreglé la vuelta. El sheriff dijo a Dean que me habían dado la lata tan sólo por mi conflictivo expediente. El FBI y la poli de Chicago afirmaron que yo estaba relacionado con un montón de historias, pero la verdad es que trabajaba totalmente por mi cuenta. Así pues, volví para allá.
Me instalé en el hotel Tropicana. Pasaba todo el día en la habitación del hotel leyendo los periódicos. O bien iba con Elliott Price al garito de apuestas en deportes Rose Bowl. Quedaba en la misma calle del Caesar's y allí se apostaba. Hacía mis apuestas en el Rose Bowl. Luego, por la noche, me iba al Galleria, en el Caesar's, y pasaba el rato con individuos como Toledo Blacky, Bobby El Jorobado, Jimmy Caselli y Bobby Martin.
Los domingos me iba bien. Fue una buena temporada. El lunes siempre fue un día especial. El lunes por la noche era definitivo. Por aquella época estaba totalmente concentrado. Apostaba contra los principales corredores de apuestas del país y los superaba de lejos.
Durante aquella temporada gané en todos los partidos de fútbol americano jugados el lunes por la noche excepto en uno. Al cabo de un tiempo, lo curioso fue observar el cambio y ser consciente de que éste se producía por culpa mía.
Había visto que el juego se abría con seis. Sin ninguna oscilación. Ni un secreto. El juego no podía bajar de cinco ni pasar de siete. Un punto en cada sentido. Pero, por aquel entonces, cuando hacía un movimiento, era capaz de ampliar la gama hasta en tres puntos.
Me iba a casa a ver cada uno de los partidos. Desconectaba el teléfono. Si tenía una apuesta fuerte en un partido, jamás lo veía acompañado. Siempre lo miraba solo. Estaba demasiado comprometido. No quería que me distrajera nadie.
Mientras tanto, conocí a Geri. Bailaba en el Tropicana. Jamás había visto una muchacha tan bonita. Era alta. Escultural. Un porte extraordinario. Todos los que la conocían quedaban prendados de ella a los cinco minutos. La muchacha tenía un maravilloso encanto. Dónde quiera que fuera, la gente se volvía para mirarla. Era así de espectacular.
Cuando la conocí, también se buscaba la vida en las mesas de juego. Era una trabajadora. Salía con un par de tipos y sacaba unos cincuenta mil dólares al año.
Casi siempre la veía cuando salía de trabajar, pero cuanto más tiempo salí con ella, más cosas le encontraba. Me di cuenta de que cambiaba mi actitud con relación a la chica una noche que fui a verla bailar al Trop. Cuando salió a escena, vi que bailaba desnuda de cintura para arriba. De pronto, aquello me molestó. Me fui. Luego le dije que la había visto y que había tenido que salir del local antes de que se acabara el espectáculo.
Ella no le dio mucha importancia. Pensó que yo andaría atareado. No creo ni que se le ocurriera pensar que empezaba a sentir algo por ella.
Se dedicaba a bailar, luego liquidaba sus chanchullos de juego y finalmente venía a verme al Caesar's. Una noche me dijo que tenía una cita en el Dunes y que ya nos veríamos más tarde.
No sé por qué, pero me entró la curiosidad. Quería ver qué llevaba entre manos. Con quién estaba. De forma que hice lo que no había hecho nunca. Me fui al Dunes para verla en acción.
Cuando llegué allí, el ambiente estaba al rojo vivo. Ella controlaba una tirada tras otra en la mesa de dados y el individuo que estaba a su lado iba amontonando las ganancias. A juzgar por las pilas de fichas de cien dólares que tenía él delante, la muchacha tenía que haberle conseguido sesenta mil dólares. Geri levantó la vista y, cuando me vio, me dirigió una mirada siniestra. Yo ya sabía que a ella no le gustaba que apareciera por allí. Se centró de nuevo en los dados y falló.
Mientras tanto, había amasado una pequeña fortuna para el tipo. Evidentemente, a cada tirada de ella, yo me daba cuenta de que despistaba unas cuantas fichas negras de cien dólares de la pila y las dejaba caer en su bolso.
Cuando el tipo se disponía a cambiar las fichas por dinero, Geri lo miró y le preguntó:
– ¿Qué hay de mi astilla?
El tipo miró hacia el bolso de ella y dijo:
– La llevas aquí dentro.
Lo establecido, cuando una chica hace una operación de este tipo para ti, marca que le entregues cinco, seis o siete de los grandes. Geri no había llegado a esta cifra ni de lejos, aun tratándose de fichas de cien dólares.
– Quiero mi astilla -dijo ella en voz muy alta.
El individuo le coge el bolso. Va a vaciarlo delante de todo el mundo. Pero antes de que lo haga, Geri se inclina hacia delante, agarra los montones de fichas y las lanza hacia arriba con todas sus fuerzas.
De pronto por todo el casino llueven fichas negras de cien dólares y fichas verdes de veinticinco dólares. Caen y rebotan por las mesas, las cabezas, los hombros de la gente y van rodando por el suelo.
En unos segundos, todos los que se hallan en el casino se lanzan a por las fichas. Me refiero a los jugadores, los croupiers, los encargados, los guardias de seguridad: todo el mundo intenta pescar las fichas del tipo esparcidas por el suelo.
El tipo va gritando y recogiendo todas las que puede. Los de seguridad y los croupiers le entregan seis y se meten tres en el bolsillo. Es una escena de locos.
En este punto, yo soy incapaz de quitarle los ojos de encima. Geri se mantiene de pie como un miembro de la realeza. Ella y yo somos las dos únicas personas en todo el casino que no se han echado al suelo. Me mira y yo la miro.
– Te gusta, ¿verdad? -dice y sale por la puerta.
Entonces me di cuenta de que me había enamorado.
«¿Verdad que nunca has estado con alguien como yo?»
Cuando El Zurdo la conoció, Geri McGee llevaba unos ocho años saliendo con individuos de los casinos. Era propietaria de la casa donde vivía. Cuidaba de su hija de once años, Robin Marmor, cuyo padre era el novio que había tenido Geri en el instituto, Lenny Marmor. Ayudaba a su madre, Alice, que estaba enferma, y a su hermana, Barbara, a quien el marido había abandonado con dos hijos. De vez en cuando, Lenny Marmor acudía a casa de Geri para ver a su hija y casi siempre para pedirle dinero prestado para algún negocio que iba a salir redondo. En alguna ocasión, recibía la visita de su padre, Roy McGee, un mecánico de automóviles de California, que llevaba muchos años separado de su madre.
Geri ganaba entre 300.000 y 500.000 dólares anuales embaucando clientes del casino y acudiendo a fiestas con destacados jugadores. Sacaba unos 20.000 dólares al año con su trabajo de bailarina en el Tropicana, empleo que le proporcionaba el permiso de trabajo, expedido por la oficina del sheriff de Las Vegas, que demostraba que se dedicaba a una actividad remunerada. Al disponer de dicho permiso, en los casinos no podían molestarla los polis de la brigada antivicio ni los guardianes de seguridad de los hoteles de Las Vegas.
– Todo el mundo adoraba a Geri porque se dedicaba a mover mucho dinero -comentaba Ray Vargas, un ex aparcacoches del hotel Dunes-. Se solía juntar por aquel entonces con otra chica de bandera: Evelyn. Geri era rubia. Evelyn, pelirroja. Se lo montaban fenomenal.
Geri tenía claro que había que cuidar a la gente, y lo hacía. La verdad es que, en Las Vegas, cualquier persona inteligente se dedica a buscarse la vida en los casinos. Nadie vive de una nómina de aparcacoches o de croupier. En Las Vegas funciona así. El que sea algo listo y viva allí, está metido en el ajo. Precisamente por eso viven allí.
Y Geri se las apañaba bien, porque cada vez que sacaba tajada repartía unos cuantos billetes. Siempre sabía dónde conseguir estimulantes para mantener despierto a algún tío forrado del mundo del hampa. En general sacaba la pasta de los pavos, claro que a mí me daba igual. A mí siempre me conseguía dinero, y yo lo necesitaba. Por aquel entonces, la protección en el aparcamiento me costaba cincuenta mil dólares al año, cantidad con la que untaba al gerente del casino para poder acceder.
Las Vegas es la ciudad de los sobornos. Una ciudad del desierto a la que le ocurre lo mismo que al que anda entre miel: que algo se le pega. Un lugar en el que un billete de veinte dólares sirve para comprar un visto bueno, uno de cien, la adulación, y uno de mil, la canonización. Se cuentan historias de croupiers que han conseguido miles de dólares en propinas de destacados jugadores que han tenido buenas rachas, incluso se espera que alguno de los más fuertes apueste unos cientos o miles de dólares para corresponder a la cortesía de la casa. Las Vegas es una ciudad en la que todo el mundo se ocupa de los demás. Los maîtres de los establecimientos más lujosos no sólo pagan por conseguir el puesto de trabajo sino que a menudo pasan a quien les ha contratado un tanto por ciento de sus propinas semanales. Las chicas listas como Geri reparten propinas a diestro y siniestro. Ella sembraba dólares para que se le multiplicaran en la cosecha.
Como afirmaba Frank Rosenthal:
Geri estaba enamorada del dinero. Para ella salir una noche era perder el tiempo si no volvía a casa con los bolsillos llenos. Al principio, a mí me trataba como si yo fuera un pardillo. Uno de los primos que la rodeaban. Ya me había metido en su engranaje.
Tuve que regalarle un broche de diamantes de dos quilates en forma de corazón para conseguir salir con ella. Cuando íbamos a alguna parte, me pedía dinero para ir al lavabo. Yo solía darle un billete de cien dólares. Contaba con que me devolvería algo de cambio, pero jamás lo hizo. Nunca me devolvió un solo centavo.
En una ocasión se lo comenté y me respondió que lo había perdido jugando al blackjack camino de la mesa. Sabía que mentía. Me importaba poco el dinero. Lo que no quería era que me utilizara para jugar con otro de sus pardillos. Tenía un fichero con todos sus nombres. Conocía a elementos de todo el país. Clientes. Cuando iban a aparecer por la ciudad, la llamaban. Eran como amigos. Gente con la que iba de copas. Con algunos de ellos jugaba. Con otros salía y con algunos llegaba hasta el final. Todo dependía de lo que podía sacar. Si no tenía claro que quería volverte a ver o sacarte dinero, podías olvidarte de ella. Te había tachado.
Por aquella época, Geri trabajaba mucho. Llevaba el peso de toda la familia. Tenía que mantener en casa a su madre, a su hija, a la hermana y a dos sobrinos. Aparte del ex novio, el padre de la criatura. También lo mantenía, sobre todo después de que lo pillaran haciendo de macarra en Los Ángeles.
Más tarde retiraron a Marmor los cargos de proxenetismo.
Geri McGee y su hermana, Barbara, se criaron en Sherman Oaks y asistieron al instituto Van Nuys con Robert Redford y Don Drysdale. Su padre, Roy McGee, trabajó en estaciones de servicio y como calderero. Su madre, Alice, fue hospitalizada por enfermedad mental; una vez curada, se dedicó a planchar. Según Barbara McGee Stokich:
Probablemente nuestra familia era la más pobre del barrio. Hacíamos de canguros, rastrillábamos las hojas secas, dábamos de comer a las gallinas y los conejos de los demás. No era muy divertido. De pequeñas, toda la ropa la sacábamos de los vecinos. Era lo que menos podía soportar Geri.
Geri empezó a salir con Lenny Marmor en el instituto. Era el muchacho más avispado del centro. Llevaba gafas de sol en clase. Geri tan sólo tenía quince años. Ella y Lenny bailaban horas y horas. Baile de salón. Ella era una excelente bailarina. Veía a alguien realizar un paso de baile y ya era capaz de repetirlo.
Ganaron trofeos de plata y distintos premios bailando en concursos por todo el valle y en el Hollywood Palladium. Geri ganó concursos de modelo en bañador e hizo algunos trabajillos en este campo. En la familia, a nadie le gustaba Lenny, pero él siempre rondaba por allí, actuaba como si fuera su agente. Ella no quería que lo viéramos con las gafas de sol.
A nuestro padre no le gustaba nada Lenny. Intentó que lo dejaran. Fue a hablar con el director del instituto. Mi padre siempre había querido ser poli. Una vez se puso tan furioso con Lenny que fue a su casa y le pegó una paliza.
Pero Lenny era astuto y convenció a Geri de que su propio padre lo trataba con crueldad. Consiguió que Geri se compadeciera de él ya en la época del instituto. Por ello, empezaron a verse a escondidas.
En 1954, cuando se graduó Geri, nuestra tía Ingram, la hermana de mi padre, que heredó muchísimo dinero al morir su esposo, propuso mandar a Geri a la Woodbury Business School, al mismo centro donde me había mandado a mí dos años antes. Pero Geri no quería ir a Woodbury. Quería ir a la Universidad de California en Los Ángeles o a la Universidad del Estado. Nuestra tía se negó a ello. No quería hacer por Geri más de lo que había hecho por mí. Y entonces Geri dijo: «No, gracias. No me interesa Woodbury. No es lo que me conviene». En lugar de ello, consiguió un trabajo de dependienta en Thrifty Drugs. No le gustaba. Luego trabajó de cajera en el Bank of America. Tampoco le gustó. Más tarde se empleó en las oficinas de Lockheed Aero Jet. Al director de allí le gustó mucho mi hermana. Consiguió que me contratara a mí como taquígrafa de los técnicos.
Mi hermana cogió un piso y Lenny se trasladó allí; él la llevaba a fiestas en Hollywood para que conociera gente y ella seguía bailando y posando en concursos de modelos en bañador.
En 1958, nació su hija Robin y Lenny convenció a Geri para trasladarse a Las Vegas. Era capaz de convencerla de lo que fuera. Él decía que era un jugador de billar profesional. Decía que era vendedor de coches. Pero la verdad es que yo no recuerdo que hubiera trabajado en su vida. Él vivía en Los Ángeles pero decía que ella podía hacer mucho dinero en Las Vegas. Nuestra madre se fue a vivir allí para ayudarla con Robin.
Cuando Geri llegó a Las Vegas, hacia 1960, trabajó como camarera en un club y como corista. Mi padre la visitaba de vez en cuando, pero le afectó mucho descubrir lo que hacía Geri. Fue muy duro para papá. Se percataba de lo que sucedía, pero para no perder a una hija tuvo que aceptar su sistema de vida.
En 1968, ya salía con Frank, en la época en que tuve que instalarme con ella cuando se largó mi marido. Geri era muy generosa conmigo. En aquellos momentos, sin ella no habría podido salir adelante. Ella lo tenía todo. Tenía inversiones muy seguras. Había ahorrado dinero. Sabía, sin embargo, que no iba a durar. Decía que tenía más de treinta años. Me contaba que no podía durar.
Un día, ella y yo estábamos charlando con una amiga suya que se llamaba Linda Pellichio. Geri nos contaba que había una serie de hombres que querían casarse con ella. Hombres de todas partes querían casarse con ella. Tipos de Nueva York y de Italia. Pero ella tenía la impresión de que no se podía marchar. Tenía a Robin, a mamá, a Lenny y a nuestro padre. Se preguntaba si podía casarse con Lenny. Nos dijo que él pretendía casarse con ella, pero yo le dije que acababan de detenerle en Los Ángeles por macarra y que por ello le habían entrado de pronto las ganas de casarse. Le dije que Lenny quería casarse con ella porque tenía dinero y podía sacarlo de la cárcel y pagar a los abogados. Pero todo aquello ya lo sabía ella. Nos miró a mí y a Linda:
– ¿Qué hago? -dijo.
Linda Pellichio tenía la respuesta. Jamás lo olvidaré.
– Cásate con Frank Rosenthal -le dijo Linda-. Es muy rico. Cásate con él, sácale el dinero y luego te divorcias.
Geri respondió:
– No puedo casarme con él. Es triple géminis. Todo dualidades -Geri creía en el horóscopo-. Géminis es la serpiente. Hay que andar con tiento con una serpiente.
Por aquella época, Geri también salía con Johnny Hicks. Le encantaba Johnny Hicks, y él se habría casado con ella de no haber tenido unos padres tan ricos. Eran los propietarios del hotel Algiers y no querían que se casara con ella. Él lo habría perdido todo. La verdad es que Johnny tenía un fondo de fideicomiso de diez mil dólares al mes. Creo que si hubiera podido se habría casado con ella.
Cada día hablaba más de casarse. No quería seguir viviendo de la forma que lo había hecho hasta entonces. Me dijo que iba a encontrar marido.
Rosenthal, El Zurdo, había estado casado de joven durante poco tiempo. Le ponía nervioso pensar en casarse de nuevo. Geri no era exactamente la chica ideal para presentar a mamá. Nadie la habría tomado por una persona capaz de sentar la cabeza; cada cita era una aventura. Según él:
Antes de salir conmigo, había tenido relaciones con Johnny Hicks. El muchacho era diez años más joven que Geri. Procedía de una familia acaudalada. Habían sido propietarios del hotel Algiers y del casino Thunderbird. Le gustaba hacerse el duro. Se juntaba con una peña que se dedicaba a apalear putas. Él era de ese estilo.
Geri salió con él antes de llegar yo. Salían, y si alguien intentaba irse con ella o acercársele un poco, Hicks le pegaba una paliza. De las gordas.
Le gustaba pegar patadas a la gente cuando la tenía en el suelo. Un auténtico camorrista.
Una noche me encuentro con Geri en el Caesar's. Nos juntamos con Bert Brown, un amigo mío jugador, y con Bobby Kay, el enano que llevaba el Galleria del Caesar's. Sin venir a cuento, Geri dice: «Vámonos al Flamingo». Dice que tiene ganas de bailar. Sabe que yo no bailo, pero quiere ir de todas formas. Salir con Geri era eso. ¿Vale? Vale.
Nos vamos allí, nos sentamos en una mesa del pasillo y allí aparece ni más ni menos que Johnny Hicks con tres de sus colegas, uno de ellos, Bates, experto en armar follón en los clubs. Cuando Hicks pasa junto a mi mesa me doy cuenta de que me dirige una mirada asesina. Sabe que salgo en serio con Geri. Que ahora está conmigo. Se acabaron las tonterías. Por la mirada comprendo que allí se va a armar una gorda, pero no puedo hacer nada por evitarlo.
Ahora bien, Geri, en lugar de quedarse sentada y no provocar el lío, decide ir a bailar. Yo le digo: «Ya sabes que no bailo, Geri». Y ella va, se levanta y se pone a bailar con Bert Brown.
Todo va como una seda hasta que veo que Hicks se levanta y le da unas palmadas en el hombro. Bert Brown se retira un poco. Veo que Geri y Hicks están hablando pero no oigo lo que dicen.
Luego, Geri se pone a bailar con Hicks. De golpe, me fijo en que le pone las manos sobre los hombros como empujándola con muy poca delicadeza.
Perdí el control. Recuerdo que me abalancé hacia él. Recuerdo que me precipité contra él, chocamos y los dos fuimos a parar al suelo. Él era más fuerte que yo y consiguió ponerse encima de mí; con las manos y los dedos empezó a arañarme la cara y desgarrarme la piel. Unos cuantos de seguridad e incluso su colega, Bates, lo apartaron de mí y lo contuvieron. Mientras lo empujaban hacia atrás, él iba pegando patadas y no me dio en la cabeza por milímetros.
Yo estaba enloquecido. Volví al Trop, donde vivía, abrí la maleta y cogí una pistola. Iría a buscar al hijoputa aquél y lo mataría. Queda claro que estaba fuera de mí.
Salí en busca de Hicks. La cara me había sangrado mucho. Bobby Kay y Geri me salen con ruegos y súplicas, pero no les hago caso. Al cabo de poco, Elliott Price y Danny Stein, del Caesar's, me frenaron, me llevaron a mi habitación y me tranquilicé.
¿Qué esperaba yo? Empiezo a salir con una de las tipas más espectaculares de todo el puto Estado, por no decir de todo el puto país. ¡Válgame Dios!
Claro que lo era. ¡Ahí es nada!
Era tonto de remate. Ingenuo. ¿Me entendéis o qué? Y no paraba de repetirme: «¿Qué hago yo con esta mujer? ¿De dónde la habría sacado?».
La verdad es que durante esta época, en una ocasión, le dio por tirarse un farol. Fue interesantísimo. Nos disponíamos a meternos en la cama. Me miraba con una leve sonrisa.
– ¿Verdad que nunca has estado con alguien como yo? -me dice, con la sonrisa en los labios-. ¡A que no!
Ya sé que tenía razón, pero le pregunté a qué se refería.
– ¿Alguien como tú?
– Sabes perfectamente a qué me refiero -dice-. Nunca has estado con alguien como yo. Con alguien que tenga un aspecto como el mío. ¡A qué no!
– Pues te diré la verdad, Geri -dije-. No, nunca.
Pensé en ella en aquel preciso instante y comprobé que tenía razón. No acababa de creerme que aquello fuera todo mío. Nunca me había metido en la cama con alguien como ella.
Ella se limitó a mirarme y seguir sonriendo.
El juez de paz Joseph Pavlikowski casó a Frank y Geri el 1 de mayo de 1969. Según El Zurdo:
Nunca se cuestionó nada. Sabía que Geri no me amaba cuando nos casamos. Pero me atraía tanto cuando se lo propuse que pensé que sería capaz de crear una familia perfecta y una relación perfecta.
Antes de casarnos, hablamos sobre el hecho de que una persona podía crear o alimentar una forma de amor, de admiración, de respeto. ¿Qué es el amor? Hablé con ella sobre el tema. Pero no andaba confundido.
Se casó conmigo por lo que yo representaba. Seguridad. Fuerza. Un tipo bien relacionado. Un tipo que inspira respeto. Podía convertirme en un buen padre. Y ella ya no era una niña. No quería seguir de embaucadora en las mesas de juego. Tontear con sus jugadores. Quería ser respetable. Dejar el trabajo del Tropicana.
Cuando salía con ella, algunos amigos me avisaron. Me decían: «Oye, esta chica te va a desplumar. No sabes de dónde viene».
La verdad es que me consideraban un pardillo. Y lo era. Y aquella era gente que, creo, se preocupaba por mí. Intentaba decirme: «No lo hagas». Me veían siempre con ella. Estaba comprometido al máximo con ella.
Algunos la conocían desde hacía unos años. Yo la conocía de unos meses. Y tenía la impresión de que era más avispado que los demás. El ventajista era yo. Yo era eso, yo era aquello. Y me veía capaz de domar a Geri. Me importa un rábano que beba demasiado. ¿Qué pasa? Podía acabar con aquello en un día. No sabía nada sobre el alcoholismo. ¿Cómo iba a saberlo? Nunca había bebido. Mi vida se limitaba a hacer de ventajista, de ventajista y de ventajista. Eso era todo lo que sabía.
El día de la boda, se levantó y se fue a una cabina a llamar por teléfono. Salí a comprobar si le ocurría algo y oí que hablaba con Lenny Marmor. Le oí decir que se acababa de casar con Frank Rosenthal. Mientras hablaba me di cuenta de que estaba llorando. Oía que decía: «Lo siento, Lenny. Te quiero. Es lo mejor que puedo hacer». Estaba despidiéndose del amor de su vida. Colgó el teléfono y me vio. Me dijo que era algo que tenía que hacer. Le respondí que lo comprendía, pero que el pasado ahora era el pasado. Nos habíamos casado. La vida sería distinta. Cogí la copa que Geri llevaba en la mano y volvimos juntos al banquete.
De modo que nos casamos. Formidable. Fue una noche terrible. Tal vez reunimos a quinientas personas. Su familia. Mi familia. Amigos. Caviar. Langostas. Champán para quinientas personas. Erigieron una capilla en el Caesar's Palace. No tengo ni idea de a cuánto ascendió la factura. En mi boda, todo casó.
«No es como un hijo; es mi hijo.»
Rosenthal El Zurdo tenía cuarenta y un años. Se había cansado de trabajar por cuenta propia. Llevaba un despacho de apuestas de nombre Rose Bowl y en un periodo de tiempo de cuatro meses lo habían detenido seis veces. Estaba harto de las jornadas de dieciocho horas y del continuo hostigamiento a que le tenía sometido la poli. Tenía que dejarlo. Conseguir un trabajo estable. Sentar la cabeza. Claro que tal vez Las Vegas sea la única ciudad del mundo donde sentar la cabeza equivale a trabajar en un casino. En palabras de Rosenthal:
En 1971 la tensión llegó al punto en que Geri me pidió que dejara el juego y buscara un trabajo normal. Que la familia tuviera algo de respetable, ahora que teníamos un hijo. Quería una vida normal. Geri se sentía marginada. Decía que Steven se sentía marginado. Yo tenía la sensación de que le debía cuando menos intentar vivir una vida normal por una temporada. Me dijo: «Utiliza en un casino la energía que aplicas en las apuestas semanales». Respondí que de acuerdo y rellené unas cuantas solicitudes. Tenía unos amigos en el Stardust y conseguí un empleo de supervisor. La categoría inmediatamente superior a la de croupier. Me pagaban sesenta dólares al día. Hacía un turno de ocho o nueve horas. Tenía bajo mi control cuatro mesas de blackjack.
El hotel y casino Stardust fueron construidos en 1959. Fue el primero que se edificó en un rascacielos, y según los agentes federales había tenido distintos propietarios, todos ellos conectados con la mafia de Chicago. Era famoso sobre todo por su rótulo -tan sólo la A contenía 932 bombillas eléctricas- y porque en su interior se hallaba el Lido Show. Se consideraba un establecimiento exento de emoción, un lugar en el que los jugadores perdían de una forma lenta y progresiva y no espectacular; los jugadores punteros acudían al Caesar's y al Desert Inn.
El tipo que me asignaron la primera noche fue Frank Cursoli, encargado del blackjack. Bobby Stella, vicepresidente del Stardust, a quien yo conocía de Chicago, me llevó a ver a Cursoli para presentármelo. Éste me soltó una delirante retahíla de palabras sobre los casinos y en ningún momento supe de qué coño me estaba hablando.
Luego, en mi primera noche, resulta que me llamaban por los altavoces. Yo desde el lugar donde estaba no podía acudir, pero vi que la mirada de Cursoli decía: «¿Quién coño es éste?» y también que preguntaba a Bobby Stella: «¿Quién es ese tipo? ¿A qué viene tanto lío de localización?».
Y Bobby le respondió: «Tranquilo. Tranquilo. Tú no sabes quién es. No te preocupes». Es decir que Bobby intentaba hacerle comprender a Cursoli que yo no era un empleado normal y corriente.
Cuando le pedí un descanso a Cursoli -se me estaba despertando la úlcera-, él me miró bastante mal. «Veremos qué se puede hacer», me responde como si yo fuera imbécil. Volví a mi puesto realmente hecho un basilisco. No estaba acostumbrado a tenérselo que suplicar a nadie cuando necesitaba un vaso de leche.
Vi pasar por allí a Bobby Stella. Le hice señas. Vino hacia mí. Le dije: «Oye, Bobby, ¿está pirado el tío ése? ¿Qué problema tiene?». «Tranquilo, tranquilo», y se va hacia Cursoli y me concede un cuarto de hora libre.
Al final del primer turno, cuando mi esposa me recogió, apenas me sostenía de pie. Las piernas me dolían. Le dije: «Geri, se acabó».
Pero ella me convenció de volver. Y a medida que me fui metiendo en el ajo, fui reduciendo las apuestas en deportes. A finales del primer año, las apuestas se reducían a la liga nacional de fútbol americano. Incluso había abandonado el baloncesto.
Nunca me había pasado por la cabeza la idea de trabajar en un casino hasta que me lo sugirió mi esposa, pero en cuanto me vi allí, aquello me intrigó. En mi vida había visto un negocio en el que la gente estuviera tan dispuesta a entregarte su dinero. Les proporcionas una copa y un sueño y ellos te entregan la cartera.
Una noche cogí el coche y fui a Henderson a cenar tranquilamente con alguien. Era un lugar pequeño. Había una mesa de dados y dos de blackjack. Allí se detuvo una caravana y de ella salió un tipo con toda la familia. Estaban a casi cincuenta kilómetros de Las Vegas, pero era su primera parada.
Se habían detenido allí porque fuera vieron un letrero que decía: COMIDAS A 49 CENTAVOS DURANTE LAS 24 HORAS DEL DÍA. Aquel individuo se metió en el establecimiento para comer barato y se puso a jugar al blackjack. Tan sólo durante el tiempo que permanecí yo allí sentado, él dejó dos mil cuatrocientos dólares. Ni siquiera llegó a Las Vegas. Metió de nuevo a la familia en la caravana y se volvió para casa.
El Zurdo nunca olvidó aquel incidente. Le fue obsesionando la idea de aprender todo lo posible en aquel negocio. Decía:
Tenía miles de preguntas, pero ninguna respuesta. Los veteranos no querían contarme nada. Para ellos, todo era secreto. No tendría más remedio que aprender por mi cuenta.
Y lo que aprendí fue que no había secretos. Era casi imposible no hacer dinero en un casino. Algunos de éstos tenían que duplicar o triplicar el dinero, porque quienes los llevaban o eran demasiado holgazanes o no tenían un pelo de honradez.
Vi a muchos directores de casino que se tumbaban a la bartola. Se lo tomaban todo a la ligera. Mi trabajo consistía en circular por la zona de las mesas; ahora bien, en las noches más ajetreadas me paseaba por la parte exterior, por detrás de los croupiers, les observaba desde detrás y comprobaba si levantaban demasiado las cartas. Entonces me acercaba a ellos y decía: «Un flamante diez de picas veo por aquí».
Descubrí que una de las prácticas más corrientes en los casinos en los que no se iba a por todas, consistía en situar a un buscavidas detrás de un croupier poco contundente que mostraba las cartas y aquél se dedicaba a indicar el juego a su compadre, que estaba jugando en la mesa de dicho croupier. Se hacían señales con la cabeza, con los ojos y las manos, incluso utilizaban transmisores de impulsos. Algunos eran elementos de cuidado -estafadores de casino profesionales-, fichados y con foto incluida en la lista negra. Aparecían por allí con barbas, pelucas y narices postizas. Llevaban colegas que contaban las cartas, rociaban con un líquido la rueda de la ruleta, echaban algo sobre la mesa de los dados y utilizaban unos imanes especiales para sacar las monedas de las máquinas tragaperras. Se las arreglaban para montar el número que fuera para que uno de ellos pudiera hacer deslizar el mecanismo que sostenía las barajas sobre la mesa de blackjack -algo que normalmente sólo puede hacerse con la complicidad del croupier y el jefe de mesas- y acababan llevándose unos cuantos de los grandes, que nadie volvía a ver.
Intenté detectar las señales más insignificantes. Pistas. Aprendí que cuando quien tira los dados no abre las manos al soltarlos, puede que esconda alguno trucado. Pasa por allí gente tan rápida que resulta imposible ver cómo introducen dados trucados sobre la mesa. Es gente que trabaja en equipo, especialistas. A veces resulta que la persona que suelta uno de esos dados es una viejecita encantadora. No suele hacerlo el tirador. El que utiliza un dado trucado suele abandonar la mesa poco después. Uno no puede evitar que un experto introduzca dados trucados en la mesa, pero el jefe de mesas o el de turnos debería detectarlos antes de empezar el juego.
En poco tiempo uno aprende todos los trucos. Aprendes a estar ojo avizor ante cualquier movimiento de distracción. Con la gente que vierte una copa. Los que piden un cigarrillo al croupier. El que empieza a discutir con éste. Quien le detiene pidiéndole cambio. Aprendí a detectar un submarino, una especie de largo calcetín cosido con disimulo al pantalón del croupier, donde éste desliza las fichas que roba de las mesas. Tienes la pista del submarino cuando el croupier corrupto se toca constantemente la ropa. Me fijaba en si las botas del croupier se abrían algo por fuera del pantalón. Le quitas las botas a uno que las lleva de esta forma y en el noventa por ciento de los casos encuentras fichas dentro. Durante la primera semana que trabajé en el casino, pesqué a un croupier despistando fichas bajo su cronógrafo de pulsera.
Otra práctica habitual es la de «volver la cara», como dicen los que se dedican a estafar en las tragaperras. Recibe este nombre porque hacen volver la cara al encargado de sala con preguntas como: «Disculpe, ¿dónde está el servicio?», mientras sus compinches se colocan alrededor de las máquinas, obstaculizando la perspectiva, y uno de ellos la abre o bien le coloca dentro un imán que hace expulsar las monedas. Es cuestión de poco tiempo. Un experto puede vaciar una máquina en unos segundos.
Unos años más tarde, cuando yo llevaba el establecimiento, una noche recibí una llamada de Bobby Stella, padre, el director del casino, quien me dijo que un tipo vestido de vaquero nos estaba desplumando. El chaval jugaba en los seis puestos de una mesa de blackjack de cien dólares y tenía ochenta billetes de mil dólares ante él.
Fui para allá y pregunté a Bobby si conocía al muchacho. ¿Se alojaba en el hotel? ¿Sabía su nombre? Nadie tenía idea de él. La gestión de aquel casino era un desastre total. Cuando aparece un jugador de estas características, el jefe de mesas tiene que acudir en el acto para ofrecerle habitación gratis, copas gratis, todo gratis. El tipo tiene que sentirse mejor que en casa. En aquellos momentos es una personalidad y hay que darle jabón, en primer lugar, para que vuelva y pierda y, en segundo lugar, para que tú mismo tengas tiempo de averiguar quién es el hijoputa y hasta qué punto es legal.
Vamos a decir las cosas por su nombre: no vais a encontrar en todo el país un jefe de casino que, al ver a un elemento que gana ochenta mil dólares, no tenga claro, profundamente claro, que el cabrón le está robando. Yo sabía que estaba robando. Bobby sabía que estaba robando. Lo que no sabíamos es cómo lo hacía.
Sabíamos además que se pasaba de listo por la forma que tenía de apostar. Rechazaba lo que podían considerarse buenas manos y apostaba por un fracaso cantado. Arrojaba fichas de quinientos dólares en jugadas estúpidas y ganaba. No caía en los errores típicos, como para demostrar que seguía las normas.
Di las órdenes oportunas para que pudiera seguir a su aire. No quería que los de seguridad lo agobiaran ni que el algún jefe de mesas se pegara al hombro del croupier. Yo buscaba algo. De lo primero que me percaté fue de la forma en que cogía y tocaba las fichas. Antes de apostar aguantaba unas cuantas con los dedos y jugaba con aire nervioso con ellas, como un croupier profesional. O sea que con sólo este detalle comprobé que el hijoputa era un experto. Nos estaba dando el palo y hacía gala de ello ante el público.
Circulé por detrás de la mesa y me fijé en que nuestro croupier era de los poco rigurosos. No arqueaba las manos lo suficiente. Levantaba demasiado la carta cuando tenía que mantenerse firme. Y éste es precisamente el tipo de fallo que buscan los timadores redomados. Merodean de un lado para otro en busca de croupiers de manga ancha igual que el león al acecho del antílope. Bobby y yo subimos a observar el panorama a través del Ojo y allí nos fijamos en otro individuo inclinado sobre la mesa de detrás del croupier del vaquero, que veía la carta de abajo y hacía señas a su amigo. Bajé y me di cuenta de que el observador utilizaba algún aparato electrónico que llevaba en el bolsillo. Reclamé en seguida al señor Armstrong en BJ diecisiete; el mensaje en código que significaba que había que aplicar medidas de seguridad especiales a la mesa de blackjack número diecisiete. No quería que los tipos se largaran con aquel dinero.
Se había reunido mucha gente alrededor de la mesa, y como no queríamos problemas, dispusimos que uno de los de seguridad sin uniforme se situara cerca del ganador mientras otro, también perteneciente al personal de seguridad, distraía a los congregados un momento, aquél apretó una diminuta chapa electrónica -una especie de arma paralizante- contra el pecho del tipo y éste se desplomó.
Lo recogimos rápidamente gritando: «¡Un ataque cardíaco! ¡Un ataque cardíaco!» y le llevamos a uno de los almacenes del fondo. Los de seguridad hicieron como que se ocupaban de sus ganancias y en cuanto lo tuvimos en el suelo, el juego se reanudó como si ni él ni sus ganancias hubieran pasado por allí.
Le desgarramos el pantalón y descubrimos el dispositivo electrónico que utilizaba para recibir las señales. Para mí ya era una prueba suficiente. Le pregunté si era diestro o zurdo. Cuando respondió que era diestro, un par de guardianes le agarraron la mano derecha y se la colocaron contra el borde de la mesa mientras otro se la machacaba con todas sus fuerzas con un gran mazo de goma amarillo. «Pues bien, ahora serás zurdo», le dije. Seguidamente cogimos a su compinche y les dijimos que haríamos lo mismo con él a menos que los dos se largaran del Stardust y comunicaran a todos sus colegas que no intentaran entrar de nuevo en nuestro casino. Nos dieron las gracias, se disculparon y aseguraron que lo comentarían a todos sus conocidos. Les hicimos la foto de rigor, les pedimos el carné de identidad y los dejamos marchar. No volvieron más.
Los que jugaban fuerte procedían de cualquier campo. Entre ellos había dentistas, abogados, cirujanos que operaban a corazón abierto, corredores de bolsa, hombres de negocios, comerciantes, fabricantes, toda gente anónima. No solían acudir al Stardust jugadores de primerísima fila y genios del oficio como Adnan Khashoggi.
Claro que allí teníamos el Lido Show y a Khashoggi le gustaba. Entonces, el Lido era la principal atracción de Las Vegas. Nos llamaban del Caesar's y reservábamos la primera fila a Khashoggi. Acomodábamos y hacíamos los honores a las celebridades o artistas, tanto si se hospedaban con nosotros como si no. Khashoggi aparecía con veinte personas o con ocho y le agasajábamos con Dom helado y caviar, con lo que hiciera falta.
Al final de la velada, él ofrecía una de las apuestas a la casa, como cortesía por la hospitalidad. Podían ser unos cientos de dólares o incluso mil. Era un jugador y podía perder desde cinco mil dólares hasta dos millones. Khashoggi era único con los dados. Yo me quedaba allí delante admirado. Su crédito no tenía límite.
En una ocasión entró en la joyería. De la misma forma que nosotros vamos a comprar un yogur. Le compró a una chica una joya de cien mil dólares. La dependienta, al ver que iba a pagar con tarjeta de crédito, pensó adiós negocio, pero al comprobar la Visa resultó que el límite de crédito era de un millón de dólares.
Cuando Khashoggi aterrizaba en un casino, casi todas las beldades de Beverly Hills tomaban el avión. Era un jugador increíble, pero algunos asiáticos estaban a su altura. Superándole incluso. Elementos que aparecían por allí, ponían sobre la mesa dos, tres, cuatro millones y al cabo de unos meses volvían y repetían la operación.
Casi todo el personal del Stardust opinaba que la súbita aparición de Rosenthal El Zurdo como encargado en el casino no podía obedecer al deseo de cambiar de sistema de vida de un hombre maduro a petición de su esposa. Tal como afirma George Hartman, ex croupier de blackjack del Stardust, quien instruyó a El Zurdo en aquellos menesteres:
El Zurdo nunca se comportó como un principiante. Conocía a toda la dirección del establecimiento. Llegó como encargado de sala. Al cabo de una semana, todo el mundo lo trataba como a un jefe, a pesar de que el cargo no se ajustaba a ello. Y la noticia se fue propagando.
Todos sabíamos que Chicago dirigía el Stardust. Alan Sachs era de Chicago. Bobby Stella, el director del casino, y Gene Cimorelli, el jefe de turnos, venían de Chicago, así como la mayor parte de jefes de mesas, supervisores y croupiers. Con la constancia de que El Zurdo procedía de Chicago quedaba más claro que tenía sus conexiones, pero, ¿quién se atrevía a preguntar?
En la época, el problema que tenían casi todos los casinos era que nadie sabía quién era su propietario. Independientemente de lo que constara en la hipoteca, la propiedad de la mayoría de ellos era algo tan enmarañado y se remontaba a tantos años atrás, tantos socios y medio socios silenciosos, tantos titulares y tenedores que desde el exterior nadie era capaz de sacar nada en claro, y desde dentro la mayoría tampoco esclarecía nada.
La importancia y el poder de El Zurdo en el Stardust quedaron tan patentes que, al cabo de dos o tres meses, los agentes del Departamento de Control del Juego empezaron a plantearse si debían exigirle que presentara una solicitud de licencia para un empleo clave.
Rosenthal poseía permiso de trabajo, pero la diferencia entre una licencia de juego y un permiso de trabajo es la misma que se establece entre un jugador profesional y uno que se dedica a las máquinas tragaperras. Según Shannon Bybee, miembro del Departamento de Control del Juego en aquella época:
Tanto el permiso de trabajo como la licencia exigen un control de huellas dactilares por parte del FBI; ahora bien, para extender una licencia de juego para la propiedad o dirección de un casino, queremos saberlo todo, incluso todos los lugares donde ha trabajado y vivido la persona desde los dieciocho años. Hacemos una valoración global del individuo, comprobamos sus cuentas bancarias, acciones y créditos. Interrogamos a los directores de banco y corredores de bolsa. Enviamos investigadores a comprobar el activo, esté donde esté. Mandamos investigadores por todo el mundo a verificar las pertenencias del solicitante, y éste debe pagar de antemano la propia investigación.
Jeffrey Silver, asesor del Departamento de Control del Juego en Nevada, se hallaba en su despacho cuando apareció Downey Rice, un agente retirado del FBI de Miami. En palabras de aquél:
Downey buscaba una información clave para un caso en el que estaba trabajando en Florida. Empezamos a charlar, él me preguntó qué sucedía y yo le respondí que no gran cosa, que tenía entre manos un trabajo rutinario sobre un individuo llamado Frank Rosenthal que iba a solicitar la licencia. Downey permaneció allí sentado un momento y luego dijo:
– Ah, te refieres a El Zurdo.
Le pregunté si conocía a Frank Rosenthal y respondió:
– Fui uno de los agentes que trabajó en la investigación que se le hizo en Florida. Disponemos de mucho material sobre él.
Yo ya había recibido unos informes preliminares sobre Rosenthal de manos de nuestro jefe de investigación, si bien se limitaba exclusivamente a su historial en Nevada. En él no se mencionaba ninguno de sus problemas en Florida ni en otros lugares. Estábamos a punto de pasar a la vista pública la licencia cuando por casualidad me enteré del pasado de El Zurdo.
Luego, Downey empezó a hablarme de que se le había acusado de soborno a un jugador de baloncesto en Carolina del Norte y que él se había negado a declarar; me comentó también que se tenía constancia de otro intento de soborno a un jugador y de que tuvo que aparecer ante un comité del Congreso para aclarar estos puntos. Yo seguía en mi silla inmóvil. Me preguntó si disponía de copias del expediente. Respondí: «No». Él dijo que creía tener los expedientes en su garaje, a lo que respondí que me encantaría verlos. Al cabo de una semana, poco más o menos, me llegó un paquete que contenía los típicos libros verdes con las vistas ante el Senado, y en ellos encontré los interrogatorios a que fue sometido El Zurdo con preguntas muy concretas sobre sus actividades.
Lo llevé al jefe de investigación del Departamento y le dije que tendríamos que investigar algo más la vida de Rosenthal; y descubrimos que uno de los atletas a quienes El Zurdo presuntamente había intentado sobornar era abogado en San Diego. Conseguimos una declaración jurada de él y por primera vez reunimos toda la información sobre el caso de su licencia.
Como afirma Rosenthal:
No llevaba más de tres o cuatro meses en las mesas cuando aparecieron los del Departamento de Control del Juego. ¡Caramba! Frank Rosenthal controlando las mesas. Shannon Bybee me somete a un juicio ful e intenta que me echen del establecimiento. Insistían en que tenía que poseer una licencia de empleado de alto rango para poder trabajar en el casino, y mis empeños por conseguirla ante su tribunal de opereta fueron una pérdida de tiempo.
Mientras tanto, empiezo a escurrir el bulto y a escaquearme. Intento mantenerme en la empresa utilizando todos los recursos a mi alcance, con la esperanza de que se cansen y se enfríe el tema del control. Hice otros trabajos. Acepté un puesto en el hotel que no tenía nada que ver con las normativas sobre el juego; con ello no tenía que enfrentarme al Departamento de Control. Me convertí en ejecutivo de relaciones públicas del hotel. Tenía mis propias tarjetas de visita. Trabajaba como relaciones públicas, pero la verdad es que se me escapaba poco de lo que ocurría en las salas y en las mesas.
Se suponía que no tenía que circular por las salas de juego. No podía ofrecer crédito. Se esperaba de mí que no tuviera nada que ver con el juego. Pero, en realidad, era la mano derecha de Bobby Stella. Cuando la gente quería aclarar algo, acudía a mí y charlábamos. Para llevar un casino no hace falta estar en las salas. Y poco a poco me encuentro haciendo casi todo el trabajo de Bobby.
Bybee seguía intentando pescarme. No podía soportar que hubiera dado un corte de mangas al Departamento de Control. Un departamento de este tipo puede llegar a hacer la vida imposible a un casino, y al cabo de una temporada, Alan Sachs, el presidente del nuestro, ya había decidido despedirme. Contó que no le interesaba quemarse.
Sachs no vio por qué tenía que mantener a Rosenthal, El Zurdo, por allí. Rosenthal era inteligente. Era un trabajador eficiente. Pero de este tipo se encuentran a montones. Nadie arriesgaría por ellos un enfrentamiento con el Departamento de Control del Juego. Eddy Torres, propietario del Riviera, al otro lado de la calle, había intentado explicar a Sachs que a El Zurdo se le tenía en gran consideración en Chicago. Claro que, ¿a quién no? El propio Sachs era hijo de los primeros mensajeros que trasladaban el dinero desviado de los casinos en la primera época de Las Vegas. Sachs tenía simpatía por El Zurdo. No era una cuestión personal. Lo único que no quería eran problemas.
En medio del follón, aparece un amigo mío. Ha pensado venir a Las Vegas de visita. Yo soy un don nadie. Estoy intentando mantener el puesto de trabajo. Y él me pide que lo meta en el hotel más o menos de incógnito. Por aquel tiempo, la llegada a Las Vegas de un elemento de cuidado como aquél era como una visita papal.
Al Sachs lo conocía de oídas, pero nunca se habían encontrado. Yo me sentí obligado -como cortesía hacia Sachs, porque el nombre del individuo sonaba mucho- a decir como mínimo: «¿Qué te parece si el tipo se aloja en el Stardust?». Añadiendo que si no, él mismo había comentado que podía parar en otra parte. No había problema. Le dije a Al:
– Viene tan sólo con la intención de quedarse unos días. Y quiere verme en mis ratos libres.
Recuerdo que Sachs vaciló un poco y luego dijo:
– No hay ningún problema. Oye, Frank, ¿no crees que yo debería presentarle mis respetos y hablar con él personalmente?
Yo le respondí:
– Sí, Al, me imagino que sí. Pero es cosa tuya. Tú decides.
Al continuaba en su empeño de mantenerse sin tacha y lo seguía a rajatabla.
Cuando mi amigo llegó a Las Vegas se registró en el Stardust como lo habría hecho otra persona, salvo que él lo hizo con otro nombre. Luego me localizó, fui a su habitación, donde estuvimos hablando, poniéndonos mutuamente al corriente de nuestros asuntos.
Entonces le dije que Al Sachs, el director del hotel, quería saludarlo.
– ¿Por qué coño voy a hablar con él? No tengo por qué molestarle. ¿Qué necesidad tengo de meterle la pasma en los talones? -me respondió; el tipo era así-. Olvídalo, Frank -concluyó.
– No, creo que va a ofenderse -le dije-. Me imagino que cree que tiene que hacerlo por cortesía.
No hay que olvidar que durante aquella época el tipo tenía un gran peso en Chicago. Así pues, lo convencí de que lo mejor para ambos sería un apretón de manos. Sesenta segundos y listo. Voy al casino y le digo a Sachs:
– Está en su habitación.
Al se emocionó muchísimo y organizó aquel encuentro clandestino de una forma increíble.
He aquí cómo lo montó: se fue a la parte de atrás de la cocina del Aku Aku, que estaba cerrado a aquellas horas. Allí no había nadie. Punto. Yo tenía que acompañar a mi amigo desde el ascensor hacia el comedor del Aku Aku para que nadie lo viera. Pasamos las puertas batientes y nos metimos en la cocina vacía. Allí nos esperaba Sachs.
Yo me quedo junto a la puerta para comprobar que el tipo se sitúa; se acerca a Sachs y veo que éste, que estaba a unos cinco o seis metros de él, se precipita hacia el otro con los brazos extendidos y le da un gran abrazo a mi amigo. No hay que olvidar que Sachs es el director del hotel y el casino Stardust y en su vida ha visto al tipo.
Mientras me alejo, oigo sus voces, pues en la cocina reina un silencio total. Sachs dice:
– Vaya, es un placer. Me alegra muchísimo. Es algo que no olvidaré en la vida. -Y seguidamente añade-: La verdad es que estoy encantado con Frank aquí. Ya sé que para ti es como un hijo.
– Te equivocas -responde mi amigo con gran seriedad.
– ¿Cómo? -dice Sachs.
– No es como un hijo; es mi hijo -dice mi amigo.
Y aquello fue lo último que oí. Seguí andando. Al cabo de poco, todo se tranquilizó y recuperé el cargo.
«Tony sabía cómo chinchar a la gente.»
Tony Spilotro tenía diez años menos que su amigo Frank Rosenthal, pero en 1971 sus vidas seguían un curioso curso paralelo. Ambos eran personajes públicos, por razones negativas, evidentemente. Ambos habían sido detenidos muchas veces; en el caso de El Zurdo por una serie de infracciones sin importancia, en el de Tony, por una serie de infracciones a las que se había otorgado una importancia mucho menor de la cuenta. Los dos habían conseguido la libertad demandando a las autoridades. Al estar tan quemados, ambos habían decidido cambiar de vida trasladándose al oeste.
En 1971, Tony seguía en Chicago, donde en poco tiempo se había convertido en una persona capaz de triunfar en el mundo específico del hampa. Como cuenta Frank Cullotta:
Tras derrotar a Billy McCarthy y Jimmy Miraglia, Tony subió como la espuma. Primero trabajó como recaudador para Sam DeStefano, El Loco, un prestamista completamente chalado que en una ocasión esposó a su cuñado a un radiador, le pegó una paliza de campeonato, incitó a los compinches a que se le mearan encima y luego se lo llevó a una cena familiar.
Luego Tony quedó bajo las órdenes de Phil Alderisio, el de Milwaukee, aunque debería decir que fue Phil quien metió a Tony en la historia. Phil tenía una buena fuente de ingresos. Es el primer tipo al que se le ocurrió sangrar a los corredores de apuestas de deportes. Antes de que apareciera Phil el de Milwaukee, únicamente pagaban el impuesto callejero los corredores de apuestas de caballos. Phil cambió el panorama y empezó a reclutar elementos de la calle a diestro y siniestro.
Hacia 1962-1963, Tony se dedicó a avalar fianzas. Realmente. Recorría todas las salas de justicia del condado de Cook. Accedía a los despachos. Ojeaba los expedientes. Los muchachos de su equipo se lo facilitaban. Trabajaba con Irwin Weiner en South State Street. Weiner era el fiador de todo el mundo. Se ocupaba de las finanzas de los muchachos de Phil el de Milwaukee, y de las de Joey Lombardo y Turk Torello.
Tony tenía a seis o siete tipos que apostaban por él en distintos locales y se dedicaba al prestamismo. En una ocasión, Tony apareció por casa y me entregó seis mil dólares de una operación en la que habíamos trabajado juntos. Me dijo:
– Oye, Frank, esto es un montón de dinero. ¿Por qué no lo inviertes, como yo, en la historia del prestamismo? Ahora mismo yo tengo dinero en la calle. No te estoy pidiendo que lo inviertas todo, pero podrías poner, por ejemplo, cuatro de los grandes. Sacarías cuatrocientos dólares a la semana y dispondrías siempre de los cuatro mil, para cuando te hicieran falta.
La verdad es que no me apetecía lo más mínimo entregarle los cuatro mil dólares, así que le ofrecí invertir dos mil. Tony dijo que de acuerdo, pero comentó también que estábamos en 1961, que el dinero escaseaba y aquello implicaba que existía una gran demanda. Creyó que era una broma.
En fin, le di los dos mil y los puso a trabajar en la calle. Cada semana yo recibía doscientos dólares en efectivo. Además, teníamos las cuentas de los préstamos y conseguíamos un porcentaje de las ganancias, es decir que aquello funcionaba a todo tren. Yo también gastaba a todo tren. Siempre me han gustado los coches nuevos y flamantes. De modo que me desprendí del Ford del sesenta y uno de potente motor y me dirigí al representante del Hope Park Cadillac, al que le compré un cupé de Ville azul: el coche que había deseado siempre.
Una noche, Tony me llevó al Steak House de la North Avenue con Mannheim Road, que era propiedad de la organización. Allí Tony quería presentarme a unos cuantos peces gordos. Aquella noche decidí pasarme a otra banda.
Jackie Cerone estaba en la barra con Sam DeStefano, El Loco, y una rubia. Los tres estaban borrachos y no hay nada peor que Jackie Cerone cuando ha bebido demasiado. Cuando entramos, pregunté a Tony quién era el menda calvo que hablaba a gritos en la barra.
Supongo que hablé demasiado fuerte, pues Tony me dijo que bajara la voz y me contó quiénes eran los dos tipos. En aquel preciso instante, Jackie Cerone cogía del brazo a la camarera y le decía que le chupara la polla. La chica se negó y él le pegó un bofetón en la cara y la echó del local.
Entonces se nos acercó Sam DeStefano, El Loco, y se puso a hablar de lo gilipollas que era Jackie Cerone. Sam también iba servido aquella noche. De pronto aparece de nuevo Jackie Cerone y pregunta a Tony quién es su amigo, refiriéndose a mí. Tony me presenta a Sam y a Jackie. Así fue como conocí a Jackie Cerone.
Permanecimos allí una hora poco más o menos. Ellos montaron un gran jaleo y mucho ruido en el local. El tal Jackie Cerone era un tipo realmente ignorante. Metía mano a todas las chicas que entraban. Le daba igual que fueran acompañadas o no.
Era bastante incómodo estar cerca de él, porque siempre tenías que andar alerta. Vigilar lo que decías. Nos quedamos allí como pasmarotes. Riéndole las gracias a Jackie para que se sintiera importante. Por fin nos largamos. Nos metimos en el coche y nos fuimos a algún otro local simplemente para alejarnos de él.
Dejé que mi dinero circulara por la calle un par de meses más, pero me fue exaltando aquello de tener que lamerles el culo, andar con tanto cuidado y la bronca constante de que tenía que deshacerme del coche. Tony sí que quería llegar a ser alguien importante en el tinglado. Yo, no.
O sea que finalmente me dije: «¡A tomar por culo el barrio! ¡A tomar por culo los mendas ésos!». Y le solté a Tony:
– Yo me lío la manta a la cabeza y me voy al este.
– ¿Pero qué dices? -respondió él.
Y le comenté que quería seguir en contacto con los suyos, pero que no hacían gran cosa y yo necesitaba actividad. Seguimos siendo muy amigos, pero como yo necesitaba acción, me empecé a relacionar con una banda de atracadores del East Side.
Según William Roemer, agente del FBI retirado, que siguió la carrera ascendente de Spilotro durante los sesenta y escribió sobre ella en su libro The Enforcer:
Tony sabía cómo chinchar a la gente. Por aquella época era fiador, yo me percaté de que me seguía al salir del gimnasio. Iba en un Oldsmobile verde. Lo hacía bien. Se mantenía bastante alejado de mí, pero hizo un par de giros que me confirmaron que iba por mí. Le permití que me siguiera hasta Columbus Park, donde lo esperé en una zona desierta.
Sabía lo que quería. Intentaba descubrir a quién veía, qué informadores tenía, porque habíamos presentado cargos contra Sam Giancana y Phil, el de Milwaukee, y ellos sabían que teníamos informadores dentro. Eso es lo que hacía para la banda, paseándose todo el día por las salas de justicia.
Me perdió de vista un rato, pero siguió en su intento. Cuando estaba a unos diez metros de mí, le apunté con la pistola gritando:
– ¿Me estabas buscando, colega?
El sobresalto le duró un segundo. Se recuperó en el acto.
– Estaba dando un paseo. Es un parque público, ¿no?
Eché una ojeada al tipo. En aquel momento no sabía que se trataba de Spilotro. Llevaba un sombrero flexible. Del estilo de los que llevaba Sam Giancana. Vestía pantalón gris, jersey gris, corbata y mocasines negros. Era terriblemente bajo, si bien de lo más eléctrico. Musculoso. No se le veía enclenque. Al contrario.
Cuando me hube identificado y le pedí el carné, me dijo:
– ¡Y a ti qué coño te importa quién soy yo! Me da igual quién seas, cabrón; a mí no tienes por qué preguntarme nada a menos que tengas una orden de detención.
Le dije que evidentemente me importaba, lo agarré por el brazo izquierdo, se lo mantuve levantado hacia atrás y le cogí la cartera. Su permiso de conducir iba a nombre de Anthony John Spilotro. Tenía que haberlo imaginado. Lo había visto fuera de la casa de Sam DeStefano. Le pregunté por DeStefano y respondió que no tenía ni idea del tipo. Quise saber por qué me seguía y dijo:
– ¿Quién te está siguiendo? Yo me paseaba por el parque. -Y cuando añadí que no me lo creía, concluyó-: Me importa un carajo lo que tú creas.
Tony era así. En lugar de seguir la corriente, camelarme, intentar hacerse el simpático, me salía con patas de gallo. Yo incluso intenté ser amable con él. Le dije que aún era joven. Era un fiador. Podía librarse del embrollo en el que estaba metido.
– Vaya, como tú, capullo -me responde-. No sabré yo cómo vives. He visto tu casa. ¡Vaya potentado! Vives en una barriada de mala muerte allí en la siderúrgica. ¿Eso es lo que tendría que hacer yo?
Tal como decía antes, Tony sabía cómo chinchar a la gente. Le advertí que si alguna vez lo veía cerca de mi casa, me lo tomaría como algo personal. Pero él, a lo suyo:
– ¡Que te la pique un pollo! -respondió.
Yo, allí entre los árboles, apuntándole con una pistola. Yo que mido metro ochenta y peso cien kilos. Si me ha estado siguiendo, está al corriente de que todos los días voy a practicar boxeo en el Y. Él no llega a metro sesenta y cinco, pesa sesenta kilos y me está hinchando las pelotas en un lugar solitario del parque. Tony era así. Te desafiaba a que lo mataras.
Le pegué un empujón y lo arrastré hacia el aparcamiento.
– ¡Lárgate de aquí, puto renacuajo! -le dije; se fue hacia el coche y se marchó.
Tras el incidente, siempre que me referí a Spilotro, hablando con mis amigos de la prensa, lo hice llamándole «puto renacuajo». Sandy Smith del Tribune, Art Petacque del Sun Times y más tarde John O'Brien del Trib empezaron a utilizar «el renacuajo» cuando escribían sobre él. Creo que en aquella época la palabra «puto» no resultaba adecuada para la prensa.
En 1970, Spilotro aparecía todos los días en los periódicos. Hacía muecas y burla a las cámaras al entrar y salir de las vistas del Comité contra la Delincuencia. Incluso insistía en demandar a la policía y al fisco por los 12.000 dólares que le habían confiscado en un registro. La policía afirmó que el dinero procedía de una operación de juego y el fisco se quedó la suma como derecho de retención contra posibles irregularidades en el pago de impuestos.
Spilotro perdió el proceso; y para colmo de males, la ley permitió a los agentes federales acceder a su historial de Hacienda. En poco tiempo consiguieron acusar a Spilotro por una solicitud de crédito hipotecario para su vivienda cuando afirmaba trabajar para una empresa de cementos. Los agentes del fisco demostraron que había declarado que sus únicos ingresos durante el año, 9.000 dólares, eran fruto exclusivo de ganancias obtenidas con el juego. No constaba ingreso alguno procedente de una empresa de cementos.
– Tony no podía salir a la calle sin tener una sombra detrás -dijo Cullotta-. La poli estaba al acecho. Muchos de su banda, incluyéndome a mí, teníamos ya un pie en la cárcel, lo mismo que él, a menos que abandonara la ciudad. En mi fiesta de despedida -me habían condenado a seis años por una serie de atracos, robos y asaltos-, Tony dijo que él, Nancy y el crío se iban de vacaciones al oeste. Comentó que tal vez se instalaría en Las Vegas y que yo podía ir a verle en cuanto me soltaran. Me quedé con la idea y me fui a pasar los seis años a la sombra.
Durante la primavera de 1971, la época en que Frank Rosenthal se planteó trabajar en el Stardust, Tony Spilotro alquiló un piso en Las Vegas, y, el seis de mayo de 1971, un camión de mudanzas de Transworld Van Lines, con el correspondiente personal, aparcó frente a la casa de Spilotro en Oak Park y se dispuso a cargar el vehículo con todas sus pertenencias. Unos minutos después, dos coches con inspectores de Hacienda aparcaron en la calle y empezaron a tomar nota de todo lo que iba saliendo de la casa.
Spilotro sospechó en seguida que, en cuanto hubieran cargado el camión con las propiedades familiares, los inspectores iban a retener el camión como garantía de embargo. Así pues, ordenó a los de Transworld Van Lines descargar el camión y colocar de nuevo en la casa todo su contenido. Seguidamente llamó a su abogado y presentó una demanda contra Hacienda; las autoridades federales le habían acosado hasta hacerle abandonar la ciudad, según él, y ahora le negaban el «derecho constitucional de viajar e instalarse en cualquier estado de los EE.UU.».
Al cabo de una semana, la acusación cedió y la compañía Transworld Van Lines empaquetó de nuevo y cargó los tres mil quinientos kilos de material perteneciente a Spilotro, entre el que se incluían nueve barriles con platos, nueve cajas de cartón con ropa, cuarenta y cinco cajas con utensilios domésticos, una cuna, cuatro mesitas de noche, una mesa de comedor con seis sillas, tres aparatos de televisión, una máquina de coser, un reloj de pared, tres cómodas, un sofá, un canapé, seis espejos, seis sillas sueltas, cuatro mesas y el mobiliario de jardín. Según la nota del cargamento, el material estaba valorado en 9900 dólares, y la mayor parte de éste estaba rayado o astillado.
En la cabecera de la factura del transporte -donde ponía «Contacto de recepción, persona responsable del pago»-, los Spilotro escribieron: Frank o Jerry Rosenthal.
Según Frank Rosenthal:
Tony llegó a Las Vegas de visita con Nancy. Para unas vacaciones. Aquello fue justo antes de decidir trasladarse aquí.
– Vamos a dar una vuelta -dijo.
Salimos en coche de la ciudad, nos fuimos hacia el desierto y charlamos sobre lo que sucedía en Chicago.
Me dijo que el ambiente estaba muy caldeado por allí y si a mí me parecería bien que se instalara en Las Vegas. ¿Por qué me lo preguntaba? Creo que se quedaba conmigo. Quería tener las espaldas cubiertas, así cuando se viera acorralado, podría decir: «¡Rediez, si ya te lo había preguntado!».
Durante el paseo le advertí que aquí era muy distinto que en Chicago. Le comenté que la poli de Las Vegas tenía fama de muy dura. Le dije que los que detenían podían contar primero con verse enterrados en la arena del desierto antes de llegar a juicio.
Tony no respondió. Yo era consciente de que si Tony decidía instalarse en Las Vegas, tenía que portarse bien.
Según el FBI, cuando Spilotro llegó, no disponía de permiso de la organización para empezar a extorsionar a todo el mundo ni para iniciar ningún tipo de operación de prestamismo que pudiera comprometer los turbios negocios de la mafia en los casinos, que constituía su principal fuente de ingresos.
Bud Hall, agente retirado del FBI afirma:
– Tony era inteligente. Sabía hasta dónde podía llegar con los jefes de la organización en Chicago. Joe Aiuppa, por ejemplo, era de los de «no me alborotes el gallinero». Aiuppa pasaba olímpicamente de Spilotro, pero Tony sabía que, en cuanto saliera de allí, podría montárselo bastante a su aire.
Cuando llegamos a casa después del paseo en coche, notamos que Nancy y Geri habían estado bebiendo. Las dos estaban a gusto. Tony hizo el número de rigor. Empezó a gritar a Nancy:
– No me hagas eso. Me estás creando problemas. Si sigues así, Frank no querrá que nos quedemos.
Tenía la idea de camelarme, de hacerme ver que todo iría a las mil maravillas. Que los dos se comportarían.
Pues bien, unas semanas más tarde, llegaron para establecerse allí, y aquello fue el toque de alerta para el Departamento. Las cosas se pusieron calientes. Empezaron a controlarle a él y a mí. Y en cierta manera, era algo natural. Dieron por supuesto -a todo el mundo le ocurrió lo mismo- que Tony había llegado a la ciudad con instrucciones de Chicago. Que había llegado el capo y yo era la pieza clave de la organización en el interior de los casinos.
Nada más lejos de la realidad, pero Tony se aprovechó de aquel análisis que no correspondía a la verdad. Les siguió la corriente. Hizo todo lo posible para no desmentirlo. Decía a la gente: «Yo soy el asesor de Frank. Su protector».
Incluso Geri creyó que era mi jefe. Un día, entré en el club social con unos cuantos ejecutivos y uno de ellos dijo que en la esquina estaba mi jefe. Eché un vistazo esperando ver a uno de mis jefes del Stardust, y en su lugar vi a Tony jugando a las cartas. Al ver que aquello me irritaba, el tipo dijo que era una broma, que era una idea que circulaba por la ciudad desde el principio.
No llevaba tres días en la ciudad cuando se me presenta el sheriff Ralph Lamb.
– Dile a tu amigo que quiero verlo fuera de la ciudad dentro de una semana -dijo.
Intenté hablar en favor de Tony, diciéndole:
– Ralph, el tipo no está a mis órdenes, pero ya verás como se comporta. Déjalo un poco en paz.
Aquello no cambió nada. Quería que el otro se fuera de la ciudad.
Pasé el recado a Tony, pero creo que se acercaba su cumpleaños o algo así y nada, en vez de largarse aquel fin de semana, llegaron sus cinco hermanos. Toda gente legal. Uno de ellos era dentista. Lo que no impidió que el sheriff Lamb los ligara en cuanto llegaron a la ciudad y los metiera en el calabozo unas horas.
A Tony lo dejaron toda la noche en el depósito de los borrachos. Un agujero cargado de humedad donde te hacen baldeos constantes, pues todos los recluidos allí tienen piojos.
Cuando Spilotro salió por fin de allí, estaba fuera de sí. No hacía más que gritar: «Voy a matar a ese hijoputa». Pero se fue calmando. La verdad es que tenía todo el derecho a permanecer en la ciudad, y se estableció una tregua, aun cuando él y el sheriff Lamb no eran exactamente lo que podría calificarse de amigos.
Ni siquiera creo que Tony hubiera previsto lo que iba a suceder. Tengo la impresión de que no tenía un plan marcado. Yo diría que las cosas fueron tomando su curso a medida que iban pasando los días y, lo que es más importante, lo habían dejado solo para montárselo sin ningún tipo de interferencia.
Tony, Nancy y su hijo de cuatro años, Vincent, se instalaron en un piso, y Nancy se convirtió en la típica esposa de Las Vegas. El Zurdo y Geri los ayudaron en ello: El Zurdo llamó al Bank of Nevada para hablar de Tony y Geri presentó a Nancy sus peluqueros y manicuras del Caesar's Palace. Geri y Nancy se hicieron amigas íntimas. Iban de compras juntas, salían a cenar las noches en que sus maridos estaban ocupados (muy a menudo) y jugaban al tenis tres o cuatro veces por semana en el Las Vegas Country Club, donde El Zurdo consiguió inscribirlas como socios.
A diferencia de los elegantes Rosenthal, con sus coches caros y su casa en el campo de golf, Nancy y Tony vivían modestamente. Llevaban coches normales y corrientes y compraron una casa de tres habitaciones en Balfour Avenue, un barrio de clase media. Nancy matriculó a Vincent en la escuela católica Obispo Gorman, se apuntó a la asociación de padres del centro y acudió a la comisaría de policía cuando a su hijo le robaron la bici delante de casa. Tony asistía con regularidad a los partidos de la liga infantil, donde se instalaba en las gradas o detrás del entrenador con los demás padres que animaban a sus hijos.
Tony abrió una tienda de objetos de regalo en Circus Circus, llamada Anthony Stuart Ltd., y Nancy a veces trabajaba allí. Tony pasaba la mayor parte de su tiempo en la sala de póquer del Circus o en el Dunes prestando dinero a los que habían quedado sin blanca, cobrándoles unos intereses desorbitados. Al cabo de poco, prácticamente hasta el último croupier de los dos casinos le debía dinero.
Sus especulaciones con los préstamos, chantajes y sus juegos sucios iban atrayendo tanto la atención que pronto se desmoronó la comedia de la parejita feliz. Colocó un bloque de cemento junto a la pared trasera de su casa para poder observar por encima de la valla si le seguían aquel día. En general, era así. Los agentes lo pescaron a últimas horas de la noche con las muchachas más jóvenes e ingenuas de la ciudad. Mientras tanto, detuvieron a Nancy por conducir en estado de embriaguez; en aquella ocasión citó el nombre de Geri -no el de Tony- como persona a quien llamar en caso de urgencia.
Tony llevaba apenas quince días en la ciudad cuando los federales recibieron un telegrama a propósito de él. El FBI de Chicago avisaba a Las Vegas de su llegada. Lo siguieron en una de sus primeras reuniones, en pleno desierto, donde se le pidió que introdujera una empresa de productos cárnicos en los grandes hoteles. Más tarde, en un encuentro con los dirigentes del sindicato de hostelería.
Posteriormente, dichos dirigentes sindicales se reunieron con los principales jefes de compras de los hoteles-casino, y a principio de verano, todos los hoteles compraban la carne a esta empresa. Como declara el sargento William Keeton, de la policía metropolitana de Las Vegas:
Lo deteníamos cada tres o cuatro meses como norma general, presentando cargos contra él; Tony alegaba que aquella gente le estaba ayudando a salir de un apuro y entonces lo soltábamos.
Pero a Tony le gustaba la publicidad. Era un tipo inestable. Engreído. Tenía incluso cierto encanto. El Comité contra la Delincuencia de Chicago nos había mandado la foto de un individuo a quien supuestamente Tony había fijado la cabeza en un torno de banco. Yo, de vez en cuando, la miraba para recordarme a mí mismo lo peligroso que era. Había encajado la cabeza del individuo en un espacio de unos doce centímetros, entonces le había rociado la cara con un líquido inflamable y le había pegado fuego. Se le habían salido los globos de los ojos.
En septiembre de 1972, lo detuvimos por una orden de arresto por homicidio en Chicago del 1963. Quedó detenido sin que se estableciera fianza -lo normal en casos de homicidio- a la espera de la extradición a Chicago. Supongo que Tony no tenía ninguna intención de pasar la noche en la cárcel, porque en seguida se presentó Rosenthal en el juzgado ofreciendo una fianza para Spilotro. No era lo más inteligente que podía hacer El Zurdo, pero al parecer no tuvo otra alternativa.
Según Frank Rosenthal:
Cuando Tony llevaba aproximadamente un año en la ciudad, un día me llamó por teléfono. Estaba en la cárcel.
– Tendrás que responder por mí. No tienes más remedio -me dijo-. Necesito que atestigües sobre mi buena conducta.
Resultó que lo relacionaban con un homicidio en Chicago de 1963. Le dije:
– No me jodas, Tony, estoy trabajando en el casino. He solicitado la licencia.
Intento hacerle comprender que presentarme ante el tribunal en una vista por homicidio no es lo más adecuado para mí en aquel momento. Sería el toque de alerta para el Departamento de Control del Juego.
– Lo necesito muchísimo -dice-. Tienes que hacerlo.
De modo que me fui al Juzgado. Respondí por él y le fijaron una fianza de diez mil dólares. Tony me juró que no tenía nada que ver con el caso. Era muy convincente. Al día siguiente, leí todos los periódicos para comprobar si aparecía mi nombre en relación con el caso. Tuve suerte. No apareció.
El agente del FBI Bill Roemer declara:
Llevaron a Spilotro a Chicago para el juicio. Se declaró inocente y dijo que no tenía idea de dónde estaba el día del homicidio. Dijo que sabía que una semana después había sido asesinado el presidente Kennedy y que intentaría tomar la fecha como referencia para reconstruir los hechos y saber dónde estaba el día del asesinato.
Era muy astuto. Dijo que pediría a su familia que lo indagaran. Según él, podían descubrir algo que demostrara que no se hallaba en el lugar del crimen.
Poco más o menos un mes antes del juicio, uno de los otros dos acusados que debían presentarse junto a Tony ante el juez, Sam DeStefano, El Loco, muere en su garaje. Dos rápidos disparos de escopeta. La esposa de éste y su guardaespaldas habían salido media hora antes a visitar a unos familiares.
A Tony le tenía intranquilo Sam El Loco. Había intentado por todos los medios que no lo relacionaran con Sam en el caso. A Sam lo acababan de sentenciar a tres años por amenazar a un testigo gubernamental en un caso de drogas, y se había presentado al juicio en una silla de ruedas, en pijama y con un megáfono. A Tony le inquietaba que Sam pudiera predisponer al jurado contra él. Existían también unos informes que afirmaban que Sam tenía un cáncer y el miedo a morir en la cárcel lo llevaría a traicionar a los demás acusados, es decir, a su hermano Mario y a Tony. Nos enteramos de que Tony había recurrido con gran cautela al jefe de la organización, Anthony Accardo, para decirle que Sam El Loco iba a desprestigiarle.
Spilotro ganó el caso. Su cuñada Arlene, casada con su hermano John, subió al estrado. Declaró que el día del asesinato, ella, su esposo, Nancy y Tony habían estado juntos, comprando muebles y electrodomésticos y que durante la comida habían estado discutiendo sobre combinaciones de colores. El tribunal absolvió a Tony.
Yo estuve allí aquel día. Cuando se hizo público el veredicto, Tony levantó los brazos en señal de victoria. Luego nos dirigió una mirada a nosotros, los de las fuerzas del orden que estábamos allí sentados. Vi una gran sonrisa sarcástica en su rostro. Centró un momento la mirada en mí.
Cuando salía de la sala, ya como un hombre libre, me fui para el pasillo. «Sigues siendo un puto renacuajo -le dije-. Ya te pescaremos», añadí en voz baja.
Tony me miró con una sonrisa en los labios.
– Jódete! -dijo.