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«A joderse. Reviéntala.»
Rosenthal El Zurdo no tenía intención de abandonar ni de darse por vencido. Montó el estado mayor en su casa y emprendió una doble campaña: en primer lugar, seguir ejerciendo la máxima influencia en los casinos, y en segundo lugar, iniciar una serie de batallas legales con las autoridades estatales en el campo del juego para desafiar el poder del estado a que equilibrara las licencias de juego. Tales pleitos, acompañados de una gran publicidad, que cada vez se hicieron más duros, duraron años. Cada uno de ellos parecía perpetuarse toda una vida. Empezando por los tribunales de la ciudad y de allí a los estatales, a las salas de apelación, a los tribunales de distrito, a los de apelación a nivel federal hasta llegar al Tribunal Supremo de los Estados Unidos, El Zurdo organizó un verdadero despliegue de maniobras legales. En alguna ocasión ganó, en otras perdió. Cuando ganaba, se trasladaba de nuevo a su despacho del Stardust. Cuando perdía, se retiraba de él. Tal como afirma Murray Ehrenberg, su gerente del Stardust:
A El Zurdo le encantaba aquello. Pronosticaba sus pleitos de la misma forma que pronosticaba los partidos de fútbol. Empezó a leer. Empezó a investigar. Empezó a volver locos a sus abogados. Estaba en su ambiente.
Simplemente empezó. En enero de 1976, cuando se ordenó a El Zurdo que abandonara el Stardust, siguió dirigiendo el casino. Murray Ehrenberg y Bobby Stella continuaban en sus puestos. Conectó el teléfono rojo entre su habitación y la zona de las mesas del Stardust. Antes de su despido se habían invertido miles de dólares del capital de Argent en la conexión entre su residencia y el sistema electrónico del casino, y en ello se incluían las cámaras de vigilancia del Ojo; veía todas las mesas de juego del Stardust a través de los aparatos de televisión instalados en su casa. Como cuenta Shirley Daley, camarera retirada del Stardust:
Nosotros sabíamos que él nos observaba porque de pronto Murray o Bobby empezaban a criticarte por detalles insignificantes que sólo podía haber detectado El Zurdo, por ejemplo, una camarera que tardara demasiado en servir las bebidas o un croupier que no llamara al jefe de mesas antes de cambiar un billete de cien dólares.
Según Ehrenberg:
Tenía que estar fuera de allí pero seguía dando órdenes. Recuerdo que una noche El Zurdo nos convocó a todos a su casa. Por lo menos había quince coches aparcados fuera. Gene Cimorelli, Art Garelli, Joe Cusumano, Bobby Stella padre. Todos los jefes de casino se reunieron allí.
Lo que había sucedido era que yo había pescado a uno de los croupiers de blackjack despistando unos mil seiscientos dólares y quería echarlo a la calle. Bobby Stella, sin embargo, pretendía que lo dejáramos pasar. Yo no tenía intención de perjudicar al tipo, sólo quería decirle que se había terminado. Pero Bobby quería discutirlo. Estábamos de pie en el salón y El Zurdo nos escuchaba a los dos. Habían acudido también algunos jefes de mesa y de turnos pues habían presenciado el incidente. Tras escuchar a todo el mundo, El Zurdo me dio la razón. Bobby tuvo un gran disgusto. No quería que echaran a aquel individuo, pero El Zurdo se lo quitó de encima sin vacilar.
– ¿Qué quieres, la palmatoria? -le dijo El Zurdo.
Bobby sabía a lo que se refería éste. Bobby se había dedicado al negocio de los dados por cuenta de Momo Giancana. Cerró la boca al instante.
Tanto inquietaron a Allen Glick las reuniones de El Zurdo con el personal del casino que decidió encararse con ello:
Todos las negaron o afirmaron que se trataba de unas visitas estrictamente sociales. Por fin contraté los servicios de una agencia de detectives privados para que los siguieran. Quería comprobar con qué periodicidad se organizaban aquellas «reuniones sociales».
En cuanto tuve el informe de los investigadores, recibí una llamada de Frank Balistrieri. Estaba muy alterado. Dijo que quería verme. Fue algo que me sorprendió, pues evidentemente durante todo aquel período mis contactos con él habían sido muy limitados. Dijo que se trataba de algo tan importante que iba a personarse en Las Vegas, que me llamaría en cuanto llegara a la ciudad.
Nos encontramos en una suite del hotel MGM. Balistrieri me esperaba allí junto con un hombre a quien yo no conocía. Al entrar noté que estaba nervioso. Dijo que se trataba de algo muy difícil para él. Algo que no le apetecía hacer, si bien le habían obligado a ello, ya que me conocía mucho.
Dijo que había cometido una incorrección que no sólo desaprobaban él y sus socios sino que, en su opinión, era lo peor que podía haber hecho.
– De no ser por mí -dijo-, ya no estarías aquí. Te habrían matado.
Añadió también que si volvía a hacer algo por el estilo, no podía garantizar mi seguridad.
Seguía sin saber de qué me estaba hablando hasta que puso sobre la mesa el informe de la agencia de detectives privados. Resultó que los detectives que yo había contratado para controlar las reuniones en casa de El Zurdo trabajaban también para Tony Spilotro, y le habían entregado copias de todos los informes que yo tenía en la mano.
Al cabo de unas semanas, el Departamento de Control captó las reuniones nocturnas de El Zurdo y las maniobras del juego del escondite del Ojo, determinando que caducaría la licencia de juego de Argent caso de que El Zurdo siguiera haciendo tales ostentaciones de desacato a las normas del Departamento. A partir de ello, El Zurdo concentró básicamente sus energías en la batalla legal por su rehabilitación en el puesto.
En febrero de 1976, él y su abogado, Oscar Goodman, presentaron una querella contra el Comité de Juego de Nevada, acusándolo de ser un ente anticonstitucional y de que su resolución había sido arbitraria e incongruente. Presentó luego otra querella contra el Departamento de Control del Tribunal del Distrito de Las Vegas, cuestionando la autoridad de dicho Departamento para negarle el derecho a ganarse la vida. El Zurdo precisó que no tenía antecedentes en Nevada y que mucho tiempo atrás había pagado las deudas que hubiera tenido pendientes con la sociedad. Su plan consistía en desafiar por la vía legal al Comité del Juego y obligarlo o bien a entregarle la licencia o bien a aplicar menos rigurosamente la resolución, de la misma forma que había obligado a ceder a Hannifin y a los miembros del Comité de Control, en 1971, cuando Shannon Bybee le había intentado arrebatar su permiso de trabajo.
Pete Echeverría, presidente de la Comisión del Juego, se indignó al comprobar que El Zurdo desafiaba a las autoridades del juego ante el Tribunal. Dijo que El Zurdo, por lo que a él se refería, jamás debería conseguir la licencia, añadiendo: «En tres años y medio que llevo en la Comisión Estatal del Juego no he encontrado un solicitante con un pasado tan repulsivo». Echeverría dijo también que se negaba la licencia a El Zurdo por su «célebre pasado y relaciones, y que el hecho de haber pagado una deuda con la sociedad no habilita a una persona para conseguir una licencia de juego en Nevada».
Oscar Goodman se defendió alegando que Echeverría y el Departamento de Control «violaban de raíz hasta la última cláusula expuesta del proceso legal».
Según Goodman: «Frank Rosenthal es un Horatio Alger actual. No existe otro igual en este campo». Dijo que a Rosenthal se le habían presentado los cargos que existían contra él tan sólo seis días antes de convocar la vista.
«No se ha proporcionado al señor Rosenthal una oportunidad de enfrentarse a un testigo -dijo Goodman-. Ha tenido que enfrentarse a unos informes de quince años atrás. Ha llegado el momento de que en Nevada se actúe con imparcialidad con alguien de la categoría del señor Rosenthal.»
Al pasar El Zurdo cada vez más tiempo fuera de casa, aumentó la tensión de su vida doméstica. El Zurdo y Geri se chinchaban constantemente; su relación, ya frágil de por sí, fluctuaba entre las riñas con guerras de platos incluidas y los gélidos tiempos muertos durante los cuales apenas se dirigían la palabra. La afición por la bebida de Geri -que ella siempre negó que constituyera un problema- empeoró la situación. En palabras de Barbara Stokich, le hermana de Geri:
Frank siempre había sido muy generoso. Luego empezó a quejarse de todo lo que hacía ella. No le preparaba bien las chuletas de cordero; le gustaba que ella se las preparara de una forma especial. Geri no atendía bien a los niños. Ella no era una santa, pero Frank tenía también sus puntos.
Según El Zurdo:
Geri empezó a montar el número y a mí no me gustaba nada. Cuando llegaba la fiesta de cumpleaños de uno de los niños, por ejemplo, ya no la organizaba en casa como antes. Lo hacía en el Jubilation o en el club, derrochando de forma escandalosa. Yo disfrutaba del tiempo que podía pasar con la familia, pues era la mía, pero no me gustaba nada aquella forma de malgastar tan estúpida.
La» batallas más arduas acababan normalmente con un portazo y el abandono de la casa de El Zurdo o Geri.
Como cuenta Murray Ehrenberg, su gerente del casino:
Cuando El Zurdo se iba de fiesta, todo el mundo en la ciudad estaba al corriente de ello. La noticia se difundía enseguida. El Zurdo salía con ésta o con aquélla y llegaba a oídos de Geri que una corista había recibido el regalo de un brazalete de diez mil dólares o incluso de un coche, y entonces la que le esperaba era de campeonato.
Creo que lo que más enfurecía a Geri era la generosidad de El Zurdo con sus novias y no el hecho de que las tuviera. Pensaba que los regalitos tenían que ir dirigidos a ella y no a una cualquiera, como una corista o una bailarina. Se enteraba de todo ello en casa de la manicura, en la peluquería. A veces alguna amiga se lo contaba. La verdad es que no era ningún secreto.
Creo que en parte él actuaba tan abiertamente para hacerle perder el seso. Luego, sin embargo, se reconciliaban, le regalaba otro collar o anillo de diamantes y las cosas se sosegaban una temporada.
Cuando Geri salía de la casa hecha una furia a pasar la noche fuera o unos cuantos días, El Zurdo nunca sabía a dónde iba. Siempre sospechó que se iba a Beverly Hills a ver al hombre que él consideraba el hechicero de Geri, Lenny Marmor. Sospechaba asimismo que tenía citas con quien en otro tiempo había despertado su pasión, Johnny Hicks, el duro de Las Vegas con quien El Zurdo se había enzarzado en una pelea en 1969 en el salón de baile del Flamingo.
Barbara Stokich considera que Geri seguía casada con él por miedo a perder la custodia de Steven. Y, evidentemente, por sus joyas. Barbara había dicho que para Geri las joyas tenían el mismo valor que los hijos. Cuando se sentía deprimida, se iba a la agencia del Valley Bank del Strip a ver sus tres cajas de seguridad.
En la intimidad de la pequeña sala dispuesta para ello, Geri iba contemplando una por una las joyas. Las contaba. Las acariciaba. Se las probaba. Geri tenía más de un millón de dólares en joyas en las cajas de seguridad del banco. Entre sus preferidas se contaban un impecable diamante redondo valorado en 250.000 dólares; un inmenso rubí estrella valorado en 100.000 dólares; un anillo ovalado de 5,98 quilates con un perfecto diamante valorado en 250.000 dólares; unos servilleteros con diamantes valorados en 75.000 dólares; un par de relojes Piaget con diamantes y ópalo valorados en 20.000 dólares cada uno; y unos pendientes con diamantes montados por Fred y valorados en 25.000 dólares.
Había otro sitio al que acudía Geri en busca de desahogo durante esta época: la casa de Spilotro. Allí, ella y Nancy se servían unos vodkas y desgranaban sus infortunios domésticos. Geri se quejaba de El Zurdo. Nancy se quejaba de Tony.
Geri también trasladaba sus quejas al único hombre que creía que podía ejercer alguna influencia sobre su marido: Tony Spilotro. Se veían en el Villa d'Este, un restaurante propiedad de Joseph Pignatelli, Joe Pig.
Según Frank Cullotta:
Se sentaban en la barra o en un compartimiento. Ella siempre tomaba vodka con hielo. Yo observaba cómo él asentía e intentaba hacerla entrar en razón. Me situaba en el extremo opuesto y constataba que a veces se quedaban una hora hablando y que luego ella se levantaba y se iba. Sé lo que se alargaba la conversación porque yo tenía asuntos pendientes con él y sólo podía abordarlo cuando Geri había abandonado el local.
En febrero de 1976, poco después de que despidieran a El Zurdo, los auditores afirmaron haber llamado a Frank Mooney, el tesorero del Stardust, para decirle que las balanzas de contar las monedas de las máquinas tragaperras estaban descompensadas en un tercio. Posteriormente, Mooney declaró ante el Comité de Seguridad e Intercambio no recordar dicha llamada, si bien aquello constituyó la primera señal de alarma que detectó problemas en la sala de contabilidad del Stardust.
Por aquella época toda la atención de Glick se centraba en conseguir cuarenta y cinco millones de dólares adicionales de la caja de pensiones del Sindicato para sus planificadas restauraciones y la contratación de un sustituto de El Zurdo (tarea esta última mucho más fácil puesto que ya se le había indicado a quien debía contratar). Allen Dorfman, el principal asesor financiero de la caja de pensiones había convocado a Glick a Chicago. Frank Balistrieri ya había comentado a Glick que Dorfman tenía en mente al sustituto de Rosenthal.
Dorfman, un atlético ex profesor de gimnasia de cincuenta y tres años, estaba a cargo del fondo de pensiones desde 1967, cuando enviaron a la cárcel a su amigo íntimo James R. Hoffa, presidente del Sindicato de Camioneros. Dorfman había intimado con Hoffa gracias a su padre, Paul Dorfman, El Rojo, agente empresarial del Sindicato, con amigos en el mundo del hampa, quien ayudó a Hoffa a tomar el control de éste.
El joven Dorfman no podía accederá ningún cargo oficial en el sindicato al haber sido condenado en 1972 por haber aceptado una suma de dinero por la concesión de un préstamo de la caja de pensiones. No obstante, en 1976, cuando Glick acudió a verlo, seguía controlando los miles de millones del fondo. Dorfman dirigía secretamente, a través de los socios del hampa que tenía en todo el país, la mayor parte de síndicos de la Caja y utilizaba como tapadera su compañía de Seguros Confederados. Dicha compañía ocupaba incluso el segundo piso de la caja de pensiones en la avenida Bryn Mawr, edificio próximo al aeropuerto O'Hare de Chicago, donde trabajaban unas doscientas personas y se sacaban más de diez millones de dólares anuales tan sólo procesando las demandas de incapacidad del Sindicato. Dorfman también llevaba los seguros de las empresas que solicitaban préstamos del fondo de pensiones.
Según Glick, tras celebrar una reunión con los abogados de la caja de pensiones del piso superior, se fue al despacho de Dorfman del segundo piso, donde éste le informó de que el sustituto de El Zurdo sería Carl Wesley Thomas, un ejecutivo de casinos de cuarenta y cuatro años con mucha experiencia y buenas relaciones. Una sugerencia que constituyó una agradable sorpresa.
Carl Wesley Thomas era uno de los ejecutivos más prestigiosos de Nevada. Con sus conservadores trajes y sus gafas con montura de acero, Carl Thomas parecía más un banquero de Carson City que un jefe de casino de Las Vegas. Se había trasladado a esta ciudad en 1953 y en diez años había pasado de croupier de blackjack en el Stardust a socio minoritario del casino Circus Circus, propiedad a la sazón de Jay Sarno, uno de los empresarios de casinos más importante. Sarno había construido, además del Circus Circus, el primer casino de la ciudad que permitía la entrada a los niños, el Caesar's Palace, el casino más boyante de la historia de Las Vegas. Sarno tenía gran amistad con Allen Dorfman y había utilizado los créditos del fondo para la construcción de ambos casinos.
Las autoridades del juego en todo el estado se sintieron aliviadas cuando se enteraron de que Carl Thomas iba a sustituir a Frank Rosenthal en Argent. Ni uno solo dudó de que Allen Glick había optado por una alternativa brillante y saneadora en su problemática empresa.
Lo que no sabía Glick acerca de Carl Thomas -y por otra parte tampoco sabía nadie en todo el estado- era que, además de su gran fama como el primero en la nueva raza de ejecutivos de casino de Nevada, el hombre era el mayor experto en desviar fondos de los casinos de todo América.
Él y su reducido equipo de ejecutivos de casinos, que había captado en el medio, habían ideado unos métodos tan hábiles para despistar millones de dólares de los casinos que en ningún momento nadie sospechó que se había extraviado dinero. Thomas a veces lo desviaba para los propietarios; otras, para los propietarios camuflados; y en alguna ocasión, él y su equipo desviaban el dinero hacia sus bolsillos.
Carl Thomas había aprendido este oficio en el Circus Circus, donde despistar dinero formaba parte de su trabajo. Dicha práctica ya se llevaba a cabo bajo el mando de Sarno, incluso antes de que Thomas llegara allí y tuviera que hacer efectivos los pagos de los préstamos de la caja de pensiones del Sindicato. A principios de los sesenta, el desvío de fondos en los casinos era una práctica relativamente común, y Thomas demostró ser tan capaz y discreto en ella que no tardó en convertirse en gerente de casinos. Durante esta época, Sarno le presentó a Allen Dorfman, que visitaba Las Vegas como mínimo una vez al mes, al acecho de empresarios que precisaran préstamos del Sindicato para construir nuevos casinos.
Thomas y Dorfman entablaron una gran amistad, y en 1963, Dorfman invitó a Thomas a Chicago, a la fiesta que organizó cuando cumplió cuarenta años. Allí se reunieron unos trescientos invitados, la mayoría procedentes de Las Vegas, pero en el transcurso de ésta, Allen Dorfman se fijó como objetivo presentar a Thomas a Nick Civella. Tal como descubrió Thomas, Civella era uno de los beneficiarios del desvío del dinero, y al cabo de poco, Thomas ya se reunía en secreto con el jefe de la mafia cada vez que Civella acudía a la ciudad.
Frank Rosenthal puntualiza:
Vamos a aclarar eso del desvío de dinero. No hay ningún casino, al menos en este país, capaz de protegerse contra esta práctica. No existe ninguna garantía de seguridad. No puede evitarse el desvío de dinero del casino si el tipo que lo lleva a cabo conoce el paño. Por otro lado, existen dos tipos de desvío. A uno lo llamamos sangrar. Digamos que es el chocolate del loro. Tienes a un tipo encargado de la veintiuna. Se dedica a apartar unos trescientos, cuatrocientos dólares por noche. A eso se le llama sangrar a un casino. Para ello tan sólo se precisan dos personas: el encargado y el recadero, el chaval que lleva y trae las fichas de la caja a las mesas. Ahora bien, por lo que se refiere al desvío organizado, ya estamos hablando de algo sofisticadísimo. En mi época no se podía pensar en ello a menos que la corrupción se hubiera adueñado del casino. No es una cuestión de normas, reglas y criterios establecidos por el Departamento de Control y la Comisión, porque éstos no tenían ni idea de la historia. Un desvío organizado exige como mínimo tres personas. Al más alto nivel. Sin ello resulta imposible. No hay forma. Y si la hay, que alguien me la cuente, porque podrá patentarla.
Dennis Gomes, el jefe de la auditoría del Departamento de Control, un muchacho de veinticinco años, tuvo noticia, a partir de unos confidentes que trabajaban en el Stardust, de que en la contabilidad de las tragaperras sucedía algo. A Gomes siempre le había llamado la atención que Argent hubiera contratado a un personaje tan famoso como Jay Vandermark para llevar las operaciones de las tragaperras. Lo normal era que los casinos contrataran a timadores, técnicos electrónicos y estafadores de dados. ¿Quién mejor que un timador para pescar a otros de su pelaje bregados en el tema? Lo poco corriente, tal vez incluso temerario, era colocara un timador de primera como Jay Vandermark en un puesto de confianza y responsabilidad.
Gomes estaba seguro de que había desvío en las monedas en Argent. Pero precisaba ayuda. Como jefe de auditoría del Departamento tenía bajo su mando a una serie de contables que efectuaban el seguimiento rutinario de los pagos de impuestos y honorarios de los casinos. En su departamento, nadie buscaba siquiera segundos o terceros libros de contabilidad. Dennis Gomes no disponía de un auditor de investigación capaz de utilizarla propia contabilidad del casino para desenmascarar un fraude o algo peor. El Departamento de Control nunca se había planteado tal necesidad.
Gomes decidió cambiar aquello de raíz, y puso un anuncio en el California Law Journal. Tal como afirma él:
Lo hice y punto. Todavía hoy no sé por qué lo hice.
Dick Law, un gris contable jurado de veintiocho años, con el título de abogado, respondió al anuncio. Law, que en la universidad se había especializado en filosofía, pensó que aquel trabajo podía constituir un reto para él. Y lo consiguió.
Law y Gomes empezaron a rebuscar en los libros de contabilidad de las máquinas tragaperras y a recopilar y contrastar los datos y las listas de personas y puestos de trabajo de los nombres pertenecientes a destacadas figuras de la delincuencia organizada. Como precisa Gomes:
Todo lo que íbamos encontrando nos conducía a algo más.
Gomes y Law organizaron auditorías sin previo aviso en los casinos Argent. Descubrieron una serie de fraudes a pequeña escala: acuerdos entre dos, por medio de los cuales un empleado de las máquinas con acceso a la llave las trucaba para que otra persona, externa a la empresa, consiguiera los premios entrando tranquilamente al casino.
Luego, Gomes se dedicó al control de los bancos auxiliares de la planta del casino Stardust, comparando el número de juegos que indicaban las máquinas con los totales que registraban los auditores de Argent. Empezaron a surgir amplias diferencias. Quedaba claro que dichos bancos tenía como único objetivo evitar que el efectivo de la máquina tragaperras pasara a la sala de contabilidad y a la caja, donde podía ser controlada por personas ajenas al desvío. Las sospechas de Gomes y Law fueron en aumento cuando descubrieron que otros casinos de Argent, el Fremont y el Hacienda, mandaban sus ingresos procedentes de las máquinas al Stardust para su recuento, a pesar de que tenían sus propias salas de contabilidad.
El 18 de mayo de 1976, Gomes, Law y dos agentes del Departamento de Control del Juego se presentaron a la caja del Stardust y solicitaron los libros de contabilidad. Los empleados de la caja quedaron estupefactos. En palabras de Gomes:
Esperamos hasta las cinco, pues sabíamos que el departamento de control estaba fuera de la ciudad. Teníamos a unos chivatos dentro que nos habían contado que allí habían establecido un fondo especial y que despistaban dinero de las máquinas fuera del casino.
Cuando entramos preguntamos por el fondo especial. El jefe de turno palideció y dijo que no sabía nada sobre un «fondo especial». Llamó al responsable de las máquinas, que estaba en su casa. El responsable de las máquinas dijo también no saber nada sobre un fondo especial. Le cogí el auricular y dije:
– Oye, gilipollas, me importa un bledo como lo llaméis, lo que yo quiero comprobar es a dónde va el dinero que no pasa por la sala de contabilidad.
Nos fuimos luego hacia las dos taquillas de acero situadas al fondo de la cabina de cambio. Pedimos la llave, al cabo de un rato encontraron una, pero únicamente abría una de las taquillas. Estaba atestada de monedas. Parecía que nadie encontraba la otra llave. Por fin le dije al encargado de las máquinas que o me daba la llave o tendríamos que reventarla.
– A joderse -dijo él-. Reviéntala.
La reventamos, pues, y en su interior encontramos montones y montones de billetes de cien dólares. En la comprobación descubrimos que en los libros mayores no había ningún registro de monedas. Era todo líquido para el desvío y se mantenía allí hasta que las chicas del cambio lo convertían en papel en los bancos auxiliares.
Uno de los empleados del Fremont contó a Gomes que el técnico de balanzas de la empresa Toledo, que había abandonado dicha empresa para entrar a trabajar para Vandermark, poco después de la intervención había recibido una llamada de éste en el Stardust en la que le decía: «Límpialo todo. Han ido al Stardust».
Como consecuencia de ello fue desmantelado el banco auxiliar del Fremont y se almacenó su contenido en el sótano del hotel antes de que los cuatro hombres capitaneados por Gomes acabaran su trabajo en el Stardust y se dirigieran hacia el Fremont. Como afirma Gomes:
Mientras se desarrollaba la operación intentamos localizar a Jay Vandermark, quien estaba en el casino a nuestra llegada, pero al notar el primer indicio se escabulló a través de la cocina y fue a refugiarse a casa de Bobby Stella.
Vandermark pasó la noche en casa de Bobby Stella y a la mañana siguiente cogió un avión hacia Mazatlán, México, con un nombre falso. A quien preguntaba por él en el Stardust se le respondía que se había tomado unas semanas de vacaciones.
El registro del Stardust descubrió el principal desvío de monedas en la historia de Las Vegas y sumió el hotel en un profundo caos. Al principio, Glick calificó los cargos de desvío de dinero como sandeces y más tarde afirmó que había sido víctima de un «desfalco por parte de ex empleados». El Departamento de Control del Juego estuvo de acuerdo en ello: «No estamos hablando de desvío de dinero- afirmó uno de los miembros del Departamento-, ya que para ello tendríamos que haber demostrado la participación del personal de gestión. Estamos investigando la posibilidad de un desfalco.»
La palabra «desfalco» -en vez de «desvío»- costaba millones de dólares a Allen Glick: de haber decidido el Departamento de Control que quien gestionaba Argent había participado en el desvío se habría cancelado la licencia del casino.
El Departamento de Control emitió una citación para Vandermark, a pesar de que no existía la más remota posibilidad de que se presentara aquel hombre, que había salido con nombre falso y se ocultaba en algún lugar de México. En palabras de Dick Law:
Tras el registro, quedó claro que todo el mundo estaba al corriente de lo que se cocía en Argent, aunque nadie estaba dispuesto a hacer nada al respecto. Las investigaciones siguieron su curso. Intenté relacionar a Argent y a Glick con la mafia. Sabía que estaba allí. Había acumulado hasta el último cheque formalizado por la Saratoga Development Corporation a nombre de Glick. Tenía una pila de documentos que llegaba hasta el techo. Me parecía obvio que Glick estaba al corriente del desvío.
Pero, ¿qué hizo Glick? Mantuvo la pretensión de que no sabía nada del despiste del dinero, e incluso insistió en solicitar el dinero del seguro que cubría las pérdidas del desfalco. Creo que por fin hasta consiguió algo.
Entre tanto, el Departamento de Control iba exigiéndome el informe y yo le pasaba información en cuentagotas mientras intentaba establecer el vínculo entre la mafia y Argent. Sabía que existía. Sólo me faltaba demostrarlo.
Carl Thomas empezó a trabajar en el Stardust un par de meses antes de que Gomes y Law registraran el casino. Él mismo precisó más tarde:
Era un caos total.
Thomas descubrió, con gran asombro, que además de las cuentas de las máquinas de Vandermark, había un montón de desvíos distintos en marcha, de los que informó cumplidamente a Civella.
Me asombró lo que sucedía. Yo quería controlarlo todo estrictamente. Comenté a Nick que aquello era como sostener un cubo lleno de agua con veinte agujeros. Habían pagado por adelantado un contrato de publicidad de trescientos mil dólares: se paga por el anuncio antes de difundirlo. La comida y la bebida eran una tomadura de pelo. La correduría de apuestas de caballos y deportes, un terrible embrollo. Tuve la impresión de que tan sólo en apuestas hípicas y deportivas podían despistarse entre cuatrocientos mil y quinientos mil dólares al mes. Algunos recepcionistas aceptaban reservas y cuando la persona pagaba su cuenta en efectivo se metían el dinero en el bolsillo y destruían toda prueba que demostrara que aquella persona había estado allí.
Thomas habló también a Civella de las operaciones fraudulentas en la sala de espectáculos del casino, donde se robaba el efectivo correspondiente a unas seiscientas entradas cada noche, pues las localidades no constaban ni siquiera en el proyecto y plan de construcción del teatro. Thomas sugirió que se detuvieran todos los escapes de dinero, y Civella le dio la razón en todo, excepto en el tema de las localidades de los espectáculos. «Vamos a dejar la sala de fiestas en paz», le dijo Thomas. Pero éste sigue con la explicación:
Por lo que se refiere al desvío de dinero, yo pretendía sacar el efectivo de las cabinas, sólo el líquido, nada de comprobantes, nada de comida y bebida, nada de espectáculos; un solo movimiento: sacar el dinero de las cajas. Nick opinó que era una gran idea. Dijo que todo requiere su tiempo.
Luego pedí que viniera Allen Dorfman. Le dije que existía un gran problema y que dentro de poco se llevaría a cabo otra investigación de envergadura como la que se estaba desarrollando en cuanto a las tragaperras, que a veces no podía trabajar al tener a los agentes del FBI por todo el local, ya que venían a diario. La primera pregunta que formulé a Dorfman fue: «¿Cómo me había metido en aquel embrollo y cómo podía acabarlo yo?» Me respondió lo mismo, que el tiempo se ocuparía de ello.
Dorfman también me dio la razón en cuanto al método de desvío que yo proponía. Tal vez estuviera pasada de moda la utilización de cajas con efectivo, pero con ello no queda registrado nada. No hay que estampar ninguna firma. Tan sólo llevarse el líquido. Salir con él. No tiene nada que ver con firmar un contrato y sacar la astilla; yo nunca había hecho nada parecido. Además, con el dinero en la caja éste se puede controlar perfectamente. Se implica a dos personas y punto. Cada mesa tiene una caja. Se coloca en un contenedor de acero. Al final del turno, el guardia de seguridad introduce una llave en el contenedor de acero, saca la caja y la lleva a la sala de contabilidad. Las cajas permanecen allí hasta que al día siguiente aparece el equipo que cuenta el dinero. Si dispones de la llave, puedes sacar la caja, abrirla, coger el dinero y volver a cerrarla. No queda constancia de ello. Ningún comprobante.
Durante los seis meses en que Thomas dirigió los casinos Argent, consiguió colocar a sus hombres y establecer el desvío del dinero en el Fremont y el Hacienda pero jamás llegó a controlar el Stardust. Intentó despedir a algunos de los que había contratado El Zurdo pero éste se resistió a ello. Según El Zurdo:
Tony Spilotro fue el primero que me habló de que me iba a sustituir Carl Thomas. Intentaba ganar puntos con Allen Dorfman y precisaba mi voto. Yo no conocía mucho a Carl, y cuando pregunté a Tony el porqué me dijo:
– Es un favor que me haces.
No creo que Thomas estuviera lo suficientemente capacitado. Me daba la impresión de mucha tontería y pocos conocimientos. Pero Tony seguía presionando.
– Soy yo, Frank, Tony. ¿No lo entiendes? Para mí es importante. Soy tu colega, te pido un favor.
Así que utilicé los medios que tenía a mi alcance y Carl me sustituyó.
De todas formas, una de las condiciones que impuse antes de que tomara el relevo fue que al llegar allí no empezara a despedir a mi gente. Aquello me afectaba. Quería proteger el puesto de trabajo de las personas que a mí me parecían bien, las que yo consideraba trabajadores leales, honrados y fieles a la empresa. Y en esa condición estuvieron de acuerdo tanto Spilotro como Dorfman. Incluso hablé de ello con Dorfman. Conocía a Dorfman bastante bien. Al final, me sentí tranquilo con Carl en el puesto.
Ahora bien, un día, a las diez en punto de la noche, cuando había abandonado el edificio, recibo una llamada de Bobby Stella. Me llama a casa y me dice:
– Oye, el menda tiene a punto doce rescisiones de contrato.
– ¿Y qué? -respondí.
No capté el asunto y la verdad es que Bobby no habla muy claro.
– Vamos, Bobby, suéltalo -dije.
– Bueno… -empieza- El caso es que quiere deshacerse de fulano, mengano, zutano…
– ¿Cómo? -dije.
Y siguió con una lista en la que estaba la mejor gente, mis hombres clave.
Evidentemente el nombre de Bobby no estaba en la lista. Era intocable. Pero me fue recitando los otros nombres.
– ¡Copón bendito, Bobby! ¿Estás seguro de lo que dices? -exclamé.
Respondió que estaba seguro de ello.
– De acuerdo -dije.
Y me puse en contacto con el que te dije, con Tony. Y lo puse a caldo. No digo más. Nos encontramos en un aparcamiento con cabinas telefónicas cerca de una tienda de comidas preparadas. Recuerdo que eran las diez y media cuando apareció.
– ¿Qué cojones pasa, Tony? -le dije-. Me diste tu palabra. El tipo despide a Art Garelli, a Gene Cimorelli, a éste y al otro. No sabe por dónde anda. ¿Abandono un día y ya tienen que armármela?
Tony se había sonrojado, se sentía violento.
– Oye, Tony, llama a Carl Thomas -le dije.
Coge el teléfono allí mismo. Yo, a la escucha. Ya eran casi las once de la noche, pues los de la tienda estaban cerrando.
– Tengo que verte -dijo Tony a Carl-. Ahora mismo.
– De acuerdo -respondió Carl, y Tony le dio las señas de donde estábamos.
Al cabo de diez minutos, Carl aparca y se mete en nuestro coche. Aquel Tony era un diplomático redomado. Yo no abrí la boca.
– Escúchame bien, mamón -le dijo Tony. Era así de diplomático-. ¿Es que te has vuelto loco, mamón?
– ¿Qué ocurre, Tony? ¿Algún problema? -va diciendo Carl.
– Tú no despides a nadie, hijoputa -dice Tony-. ¿Me has oído?
– Un momento, Tony -responde Carl-. Estás echando la bronca a quien no corresponde.
– ¿Pero qué dices? -exclama Tony.
– Pues que aquí hay un malentendido -dice Carl-. Me ordenaron que me mostrara respetuoso al máximo con Frank, independientemente de lo que me pidiera, siempre que me encontrara con él. Cualquier cosa en cualquier momento. También se me dijo que hiciera lo que quisiera, que llevara mi propia gente.
– ¿Quién dice eso? -pregunta Tony.
– Lo dice Dorfman -responde Carl.
Me di cuenta de que Tony se había sobresaltado.
– Me importa un cojón lo que te haya dicho Dorfman -le dijo Tony-. Ya lo arreglaré con él. Pero tú no toques a nadie, ¡leche! Y ahora, lárgate de una puta vez.
Conseguimos un aplazamiento de resolución y mi gente siguió en su puesto de trabajo.
Como cuenta Thomas:
Durante los meses que estuve allí, Glick estuvo casi siempre ausente, unos cuantos viajes a Europa. Disponía de un jet y solía marcharse el domingo por la noche y… el martes por la mañana estaba de vuelta. No recuerdo un período de tiempo en el que pasara dos semanas seguidas allí.
Cuando yo estaba, discutía con Glick a cuenta de Rosenthal. Era uno de sus temas preferidos cuando cenábamos juntos. Él y Rosenthal no congeniaban. No hablábamos del desvío de dinero. En cuanto a este tema, no ejercía ningún tipo de control. Jamás lo mencionaba y de haberlo hecho él, yo habría cortado.
Al cabo de un tiempo, intenté hablarle de contratos y despidos, porque yo no podía resolver nada, no podía tocar a nadie. Sus reacciones fueron primero el desconcierto y luego la indiferencia. Se limitó a no hacer nada al respecto. Entonces empecé a comprender que Rosenthal llevaba las riendas.
Después de mes o mes y medio de portazos, una noche recibí una llamada de Frank Rosenthal. Nos citamos y le dije que tenía intención de limpiar el Stardust, de poner a trabajar a mi gente.
Me respondió que volviera a ver a quien había hablado conmigo y que aclaráramos las cosas. Dijo que sin duda alguna yo no tenía todos los datos. Se mostró ofensivo, por no decir otra cosa. Le afectaba muchísimo que yo intentara despedir a la gente que él había tenido allí y que quisiera dirigir algo. Estaba muy enojado y parecía que estaba hablando de su casa… La entrevista duró cuarenta minutos y yo tuve pocas respuestas. Estaba bastante disgustado. Más tarde, cuando Dorfman vino a Las Vegas a pasar tres o cuatro días, le pregunté qué sucedía y me respondió:
– No te preocupes. Todo funcionará. Se preparan cosas. Tú sigue el camino que has trazado y si sacas dinero se lo entregas a Rosenthal.
Le expresé mis reservas en cuanto a pasar dinero a Rosenthal pero Dorfman nunca se tomaba nada demasiado en serio.
– No te preocupes por ello -dijo-. A su debido tiempo funcionará.
El Zurdo siempre negó haber tenido nada que ver con el desvío de dinero, y nunca se le acusó de desviar dinero en un casino.
El debido tiempo no llegó jamás. El 2 de diciembre de 1976 todo cambió de nuevo: se produjo una de las remotas posibilidades de Rosenthal. El juez del tribunal del distrito de Las Vegas, Joseph Pavlikowski ordenó a Argent contratar de nuevo a Rosenthal.
Tras tres días de vistas, Pavlikowski decidió que había que rehabilitar a El Zurdo porque en las vistas de la Comisión del Juego no se le habían reconocido todos sus derechos. El Zurdo, el ex pronosticador, no mencionó a la prensa que el juez Pavlikowski era el hombre que les había casado a él y a Geri en el Caesar's Palace en 1969 ni que cuando se casó la hija de Pavlikowski en una de las salas principales del Stardust unos años antes, la boda le había salido a mitad de precio. Según el Las Vegas Sun, Pavlikowski rechazó cualquier implicación de conducta delictiva.
La sentencia de Pavlikowski constituyó un golpe para la legislación estatal en el tema de las licencias y cogió por sorpresa a las autoridades estatales en el campo del juego y a sus aliados políticos. Peter Echeverría, presidente de la Comisión del Juego, prometió recurrir contra la sentencia; afirmó que aceptarla significaría que el estado cedía en su empeño de mantener la delincuencia fuera de los casinos.
A la mañana siguiente del fallo del tribunal, Rosenthal El Zurdo volvió al hotel Stardust y dijo a Thomas que sacara sus pertenencias del gran despacho inmediatamente; de lo contrario al día siguiente las encontraría en la calle.
El desvío de dinero en Argent por parte de Carl Thomas acabó el día en que volvió Rosenthal. Harry McBride, uno del equipo de Thomas que trabajó como jefe de seguridad de Argent, declaró más tarde:
Hablé con Rosenthal. Nos sentamos en el comedor y me dijo:
– La verdad es que aquí se puede hacer mucho dinero, pero… no creo que seas tú quien se aproveche de ello.
Después de aquello, el señor Rosenthal y yo tuvimos muy pocas conversaciones.
«Permítame que le haga una pregunta. ¿Hablamos de Minnesota o de Fats?»
Rosenthal era peor que una lapa. El 4 de febrero de 1977, tan sólo dos meses después de que Rosenthal volviera y reclamara su despacho a Carl Thomas, el Tribunal Supremo revocó la sentencia de Pavlikowski, pero El Zurdo no se movió. El Tribunal determinó que no existían «derechos constitucionalmente protegidos» en casos que tuvieran que ver con licencias de juego y que «el juego no conlleva los mismos derechos que otras ocupaciones». También decía que si Rosenthal quería permanecer en tal puesto de trabajo, tendría que solicitar la licencia como empleado clave. Rosenthal estaba preparado para ello: dimitió como jefe del casino e inmediatamente Glick le nombró director de restauración y cafetería de Argent. Dicho puesto implicaba un salario de 35.000 dólares al año, 5.000 menos del que la Comisión de Juego consideraba el mínimo para los empleados clave, es decir, 40.000 dólares.
Rosenthal abordó entonces de lleno la campaña para conseguir la licencia. Lo que había empezado un año antes como un simple litigio en cuanto al derecho a conseguir un permiso de juego, pasó a convertirse en una batalla a gran escala entre El Zurdo y los jerarcas con poder político para otorgar licencias del estado. Si Rosenthal triunfaba desafiando las leyes del juego de Nevada, podía poner en cuestión el derecho del estado a conceder licencias en el campo del juego a cualquier persona. Él y Oscar Goodman acudieron a un tribunal federal alegando que se le había negado el derecho constitucional a un proceso justo; juró llegar hasta el Tribunal Supremo si era necesario. Se fue a Florida a intentar solucionar sus problemas legales en este estado y en Carolina del Norte pues en ambos casos se pedía su presencia. Contrató a Erwin Griswold, ex decano de la Facultad de derecho de Harvard y procurador general del estado, para que lo representara en el tribunal federal de distrito.
Al cabo del tiempo, Rosenthal y Oscar Goodman acumularon más de trescientas páginas de resoluciones, así como gráficos, esquemas y dos folletos: «Campañas de los organismos de control del juego para negar el derecho de Frank Rosenthal a ejercer su oficio» y el biográfico, «Toda una vida apostando, pronosticando y calculando probabilidades».
Se pidió a uno de los jueces que leyera los seis volúmenes de resoluciones antes de emitir un fallo y se negó rotundamente a hacerlo. «Ni puedo leer todo esto como tampoco puedo leer los tres catálogos de Sears ni el Antiguo y el Nuevo Testamento», dijo el juez Carl Christensen.
Rosenthal ya no era únicamente una persona irritante y amante de pleitos. Se había convertido en peligroso. Estaba en todas partes. Al igual que muchos de los que llegan a la vida pública armando ruido -como Donald Trump y George Steinbremer, para poner dos ejemplos-, empezó a ansiar estar en el candelero. Consideraba que su cambio de cargo podía ayudarle a sortear sus problemas con la licencia. El director de espectáculos del Tropicana, Joe Agosto, tenía unas responsabilidades completamente alejadas del mundo del espectáculo: era el encargado del desvío del dinero del casino. Agosto, conocido socio de Nick Civella, había estado en la cárcel, pero el título de director de espectáculos le servía de escudo para no tener que sacarse la licencia de hombre clave.
Pero en caso de que se acusara a Rosenthal de que su puesto constituyera una tapadera de lo que realmente tenía entre manos -dirigir el casino, como siempre-, El Zurdo se volcó en su nueva ocupación. Anunció que presentaría un programa de variedades para promocionar el Stardust y, evidentemente, sus restaurantes y cafeterías. Empezó a escribir asimismo una columna en Las Vegas Sun.
De una columna de Frank Rosenthal:
La liberación de la mujer… Se me ha ocurrido ir a dar una vuelta al Country Club de Las Vegas y comer allí con el vicepresidente ejecutivo de Argent, Bob Stella. Buscando un cambio de aires y, por qué no, alguna historia. Me llaman inmediatamente la atención las damas de Las Vegas… Phyliss La Forte (muy pendiente del estilo, originaria de Nueva York, ojos biónicos para detectar líneas esbeltas y curvas de aúpa… una joven muy elegante tanto con su equipo de tenis como sin él)… Sandy Tueller (la esposa del doctor), una mujer inmensamente bella, tenis subido, muy auténtica, también chic… Barbara Greenspun (el summum de la moda). La mujer del editor es un genuino «bombón» (sabor a perfección). Conjunto pantalón, vestidos caros, blusas, y lo que cuelga, un plato de la moda de Nueva York. Enorme ropero. Barbara Greenspun podría ser perfectamente una de las mujeres mejor vestidas de costa a costa. Mi ojo profesional (mi esposa Geri está de acuerdo en ello) y no se hable más. Al resto de damas del club, mis disculpas. Mi ojo profesional (Geri) advierte que no se os ve, y a mí se me acaba el espacio.
Del show de Frank Rosenthal:
Pam Peyton: Señor Rosenthal, esta semana tengo también unas cartas para el consultorio.
Frank Rosenthal: Muy bien, estoy a punto… a punto para lo que se le ofrezca.
Pam Peyton: No hace falta. No hace ninguna falta.
Frank Rosenthal: Estoy a punto, Pam.
Pam Peyton: Perfecto. La semana pasada resolvió usted muy bien las consultas, todo hay que decirlo.
Frank Rosenthal: Estoy a punto para lo que usted mande.
Pam Peyton: Pues adelante, aquí tenemos una que da en el clavo.
Frank Rosenthal: Vamos para allá.
Pam Peyton: Dice así. «Apreciado señor Rosenthal: Tengo la sensación de que usted y los jugadores han enterrado el hacha y se les ve una actitud mucho más pasiva y satisfecha. ¿He captado bien la situación?» J. M., Las Vegas, Nevada.
Frank Rosenthal: Los jugadores no entierran el hacha. Enterrar el hacha implicaría disponerse a una emboscada. Lo que hay que hacer es levantarse y ser consciente de su situación. Son hombres entregados al plan de expulsarme y mandarme a Chicago. Y dudo mucho que lo consigan.
Pam Peyton: ¿Y Timbuktu?
Frank Rosenthal: Vamos a quedarnos aquí con ellos, y cuando entierren el hacha, yo haré lo mismo. Aunque no veo que sea algo inminente.
Pam Peyton: Realmente se lo han puesto muy difícil.
Frank Rosenthal: Sí, son duros. Pero, ¿qué más da? Nosotros estamos aquí. Aquí estamos.
Pam Peyton: La vida sigue, ¿verdad?
Frank Rosenthal: Nosotros estamos aquí.
Pam Peyton: Aquí tengo una pregunta clave. La verdad es que ésta me encanta… «Apreciado señor Rosenthal: Tal vez le parecerá a usted una pregunta absurda». Debo añadir que no es una pregunta concisa. «Me pregunto si un muchacho que no lleva en Las Vegas ni tres meses es capaz de encontrar a una mujer guapa y atractiva frecuentando el Jubilation. Parece que usted se encuentra como pez en el agua en este ambiente, sobre todo en el Jubilation. He conocido a gente que afirma que usted conoce a todas las chicas guapas de la ciudad. ¿Podría usted ofrecer a un solitario recién llegado a la ciudad algún consejo, ya sea respondiendo a mi carta o durante el programa? Se lo agradecería muchísimo. Y también se lo agradecerían otros solteros amigos míos que están en el mismo barco. No puede decirse que yo sea un remilgado, tengo buen aspecto y deseo establecerme en Las Vegas. Pero, Frank, las mujeres de esta ciudad, por mi corta experiencia, afirmaría que son difíciles de abordar.» Él es R. L. de Las Vegas, Nevada.
Frank Rosenthal: Esto casi parecería una autobiografía… Pues, ahora en serio…
Pam Peyton: ¿Quiere que se la repita?
Frank Rosenthal: No… Conozco a la mayor parte de encantadoras coristas de Las Vegas. He tenido la suerte de ser director de espectáculos en el hotel Stardust. Y evidentemente uno allí tiene el placer de conocer a muchas señoras atractivas como usted misma. Claro que, Pam, yo estoy casado, y el muchacho que escribe la carta… la verdad, ¿qué voy a decirle? Puede pasar por el Jubilation y echar un vistazo, esta noche están todas allí.
Pam Peyton: Pero si hay un montón de chicas atractivas aquí. Este chico está loco. Tal vez no se haya molestado en dirigir la palabra a ninguna de ellas…
Frank Rosenthal: Puede que sea un solitario, pero no se sentirá así en el Jubilation. Seguro.
Pam Peyton: Es cierto. Y vamos a por otra carta. «Apreciado señor Rosenthal: ¿La salida de Claire Haycock y de Walter Cox de la Comisión del Juego tendrá algún efecto sobre su situación en cuanto a la licencia o su estrategia legal?» La pregunta es de J. B., Las Vegas, Nevada.
Frank Rosenthal: No, no creo, Pam. Tengo la impresión de que la Comisión del Juego está a tope… digamos que está colapsada.
Pam Peyton: Es algo como que el mundo da muchas vueltas.
Frank Rosenthal: Exactamente. Y antes de pasar a la siguiente, vamos a hacer una pausa para los anuncios. Volveremos con el excelente dúo, Sharon Tagano y David Wright.
El show de Frank Rosenthal empezó en abril de 1977 y a partir de entonces se emitió de forma irregular durante dos años los sábados a las once de la noche. En una ocasión, el crítico de televisión Jim Seagrave del Valley Times escribió a propósito de tal imprevisible irregularidad refiriéndose al programa como ¿Dónde está Frank?, pero Seagrave fue pescado enseguida: «Algo tendrá Frank Rosenthal que mueve a sus invitados a decir la verdad», escribió tras el debut del programa. «Tal vez sean esos ojos fríos, pequeñitos, hipnóticos y penetrantes. O quizá sea su forma de hablar pausada, cuidadosa y comedida, como la del juez que dicta sentencia. Por encima de todo está su porte global, que irradia la austeridad del maestro de escuela, la intolerancia ante la frivolidad.»
Los primeros invitados de Rosenthal fueron Allen Glick y los hermanos Doumani, accionistas de cuatro hoteles de Las Vegas. Fred Doumani afirmó a Rosenthal que Nevada se estaba convirtiendo en un estado policial, opinión que recogieron disciplinadamente los periódicos del lunes. Por regla general, durante el programa se hacían una serie de desconexiones para los múltiples hoteles y clubs nocturnos de Argent, así como los espectáculos del Lido Show; entrevistas con los pronosticadores Joey Boston y Marty Kane sobre los partidos de la semana siguiente, invitados promesa como Jill St. John y O.J. Simpson; y la ocasional aparición de alguna consagrada superestrella como Frank Sinatra. Rosenthal introducía a cada uno de sus invitados con el peculiar estilo popularizado por el igualmente sin par presentador Ed Sullivan: las mujeres eran «encantadoras», los grupos, «buenísimos», las bailarinas no solamente «buenísimas» sino «de alta escuela» y «muy ágiles, muy guapas y de largas piernas», los que actuaban en el Stardust tenían «un inmenso talento». Era un espectáculo de aficionados y del estilo hágaselo usted mismo, pero tenía algo que enganchaba al público, por lo que no tardó en convertirse en el show punta, cuando se emitía.
Frank Rosenthal: Permítame que le haga una pregunta.
Minnesota Fats: Adelante.
Frank Rosenthal: ¿Hablamos de Minnesota o de Fats?
Minnesota Fats: Yo nací y pasé mi infancia en Nueva York, y vivo en Illinois, pero al director de El buscavidas le gustó Minnesota Fats. Dijo que era un nombre más distinguido. Y eso le parecía más taquillero. Y escribieron un gran artículo en Illinois, donde vivo. Me casé con una Miss América de Illinois. Llevo cuarenta y tantos años por allí. Por ello el estado de Illinois escribió un gran artículo sobre este nombre tan ilustre. La cosa va por ahí.
Frank Rosenthal: Si tuviera que empezar de nuevo, ¿cómo lo haría?
Minnesota Fats: Si tuviera que empezar de nuevo, no se me ocurriría otra forma. Me paseo por las salas de billar y los bares desde que tenía dos años. Que yo recuerde, en mi vida no ha habido ni un día malo.
Risas. Aplausos.
Minnesota Fats: He estado con los seres más maravillosos que hay en el mundo. Viajé en limusina cuando los millonarios se tiraban por las ventanas. En 1930, podías pescar a los millonarios con una red. Con una red, en Broadway.
Frank Rosenthal: Lo que más me gusta es que su estrellato en los billares le reportó fantásticos idilios.
Minnesota Fats: ¿Idilios? He vivido los mejores del mundo. Jane Russell fue una de mis novias.
Frank Rosenthal: ¿De verdad?
Minnesota Fats: Mucho antes de que conociera a Howard Hughes.
Frank Rosenthal: ¡No me diga!
Minnesota Fats: Mae West sigue mandándome tarjetas de felicitación en Navidad. Y Hope Hampton se cuenta entre mis amistades. Femeninas, por supuesto. En 1890 ejecutaba la danza del vientre. Y Fatima. Fatima bailó para mí en el palacio del sultán de Estambul y más tarde en El Cairo, Egipto, en el hotel Shepheard's. La verdad es que he tenido una vida bastante agradable. He estado en todas partes. El año pasado estuve un par de veces en el Polo Norte. Para Sports Illustrated. En un espectáculo para un grupo de científicos de elite. Veintisiete grados bajo cero. Y yo con mi traje de verano. Los mamones aquellos llevaban pieles de oso encima… Un tipo tuvo que llevarme a cincuenta kilómetros en un trineo arrastrado por perros. Fui incapaz de levantar el abrigo que llevaba él. Y yo con un traje de seda. Jamás había pasado frío en mi vida.
Frank Rosenthal: ¿Y a dónde nos lleva todo esto? ¡Válgame Dios!
Aplausos.
El Zurdo se había convertido en una estrella. Y Geri se sentía cada vez más desatendida. En palabras de Mike Simon, ex agente del FBI:
Se colocaba, se marchaba unos días y El Zurdo se inquietaba por su paradero. Volvía a casa y él la acusaba de haber estado con Lenny Marmor. Ella lo negaba. Aquello constituía la base de su relación: la acusación y la negación.
Según El Zurdo, Lenny sólo tenía que chasquear los dedos y ella acudía corriendo.
Llegó un momento en que El Zurdo se irritó tanto con lo de Geri y Lenny que se ligó con una joven que era amiga de Marmor. Aunque cueste creerlo, la chica se llamaba Meñique.
Tal como confesó El Zurdo:
La muchacha tenía veinte o veintiún años y yo la perseguí para intentar humillar a Lenny Marmor. Era la preferida de Marmor. Le dije a Geri: «Voy a demostrarte como traigo a la bruja aquí». Y eso hice. La hice venir a Las Vegas. Luego la vi en California.
Quería iniciar una historia de amor. Supongo que era una tontería en aquella época. La chica era maravillosa. Pero cuando la llamé desde el hotel en Los Ángeles, lo primero que me dijo fue: «Tienes que mandarme uno de mil». Pues claro. Eso hice. Y luego, naturalmente, después de un par de citas, pretendía doses y treses.
Le hablé de Lenny. Al principio, pensaba que la tenía en el bolsillo, pero no. Me tomaba el pelo. Grababa o memorizaba cada una de mis palabras y se las repetía a Marmor. Parece increíble, pero el tipo sabía cómo manejar determinado tipo de chicas. De verdad. La tenía en el bote.
Rosenthal llegó a un punto en que se sintió tan frustrado con que su mujer siguiera atada a Marmor que le dijo que éste había sido asesinado. Él mismo cuenta:
Geri se puso como loca. Le entró el pánico. Echó a correr hacia el teléfono y llamó a Robin.
– ¿Dónde está tu padre? -chilló a través del auricular-. ¡Tienes que buscar a tu padre! ¡Tienes que encontrarlo! Luego se sentó y esperó casi una hora a que llamara Robin. Yo no dije esta boca es mía.
Cuando llamó Robin, le dijo que él estaba bien. Geri se volvió hacia mí:
– Eres un hijo de puta -me dijo-. ¿Por qué lo has hecho?
– Nunca se sabe -respondí.
Pero lo había hecho para poder comprobar con mis propios ojos que seguía pendiente de él y no de mí. Seguía en su corazón.
A finales de 1976, Geri volvió a establecer contacto con su antiguo amante Johnny Hicks. Hicks trabajaba como jefe de sala en el casino Horseshoe y vivía de manera holgada en una urbanización situada al otro lado de la calle donde Rosenthal tenía la residencia. «Geri siempre lo perseguía», decía Beecher Avants, jefe de homicidios del Departamento de Policía de Las Vegas.
Una tarde, al abandonar Hicks su piso, recibió cinco disparos en la cabeza. Steven Rosenthal, el hijo de ocho años de Geri y El Zurdo, se encontró inesperadamente con los hechos cuando iba hacia su casa y dijo a su madre y a su padre que fuera había pasado algo. Geri y Steven salieron a ver qué hacían los coches de policía en aquella calle normalmente tan tranquila y se encontraron con que habían disparado contra Hicks. Según Beecher Avants:
Intentamos hablar con Geri pero nos respondió: «Que os den por culo. Yo no hablo con vosotros.
El Zurdo dijo:
Volvió a casa hecha una furia. En el fondo, pensó que yo tenía algo que ver con aquello. Era una locura. Pero ella siempre tuvo el presentimiento de que yo lo había matado.
Rosenthal El Zurdo no tenía la cabeza en sus problemas domésticos. Tenía cuatro casinos que dirigir y encima fingir que ni siquiera los tocaba. Un programa de televisión, que cuando llevaba tan sólo unos meses en antena ya había alcanzado tanto éxito que Rosenthal decidió trasladarlo del estudio de televisión que había estado utilizado al propio hotel Stardust. «Por primera vez en la historia de Las Vegas -afirmó un crítico de televisión de la prensa-, un programa de televisión de emisión regular se emitirá en directo desde un casino.» El programa, a decir verdad, no tenía una emisión regular, pues durante los primeros cinco meses se había emitido tan sólo cinco veces, pero el anuncio prometía muchísimo: Frank Sinatra iba a ser entrevistado en el primero de estos directos. Aparecerían asimismo Jill St. John y Robert Conrad. Se construyó un estudio especial en el Stardust y el 27 de agosto de 1977 mil personas acudieron a presenciar el programa que se iba a grabar a las siete y media de la tarde. Se entusiasmaron cuando Sinatra expuso su opinión sobre un tema que tenía un interés fuera de lo corriente: cargarse a la NCAA por someter a dos años de prueba al equipo de baloncesto de la Universidad de Las Vegas.
A las once de la noche, la audiencia conectó el televisor al canal de la KSHO para ver el programa y lo que surgió en sus pantallas fue un personaje de dibujos animados que sostenía un cartel en el que podía leerse un momento por favor. El momento se convirtió en minuto y luego en más de una hora. El equipo de grabación de la emisora se había averiado. Unas horas más tarde, la emisora prosiguió su programación con La caída del Imperio Romano «No sabemos exactamente lo que ha sucedido -afirmó Red Gilson, director general del Canal 13-. Es algo que ocurre una vez entre un millón. Resulta prácticamente imposible que se averíen dos equipos de grabación al mismo tiempo.»
De nuevo, Frank Rosenthal figuraba en las primeras páginas de los periódicos de Las Vegas; y al día siguiente volvió a aparecer con su demanda a la emisora por unos daños calculados en 10.000 dólares, afirmando que la avería había perjudicado terriblemente la fama del Show de Frank Rosenthal. Él mismo y su equipo estuvieron unos días armando jaleo y amenazando con pasar el programa a otra emisora; uno de los críticos de televisión llegó a hablar incluso de sabotaje. Ahora bien, como no picó otra cadena, el programa lo reemprendió el Canal 13, convirtiéndose en una curiosidad local rara y sorprendente, la cual pareció afianzar a Rosenthal de forma permanente.
Mientras tanto, seguían librándose las aparentemente eternas batallas legales entre El Zurdo y la Comisión del Juego. El Tribunal de los EE. UU. decidió no revisar su caso y las autoridades pertinentes exigieron de nuevo a Glick que le despidiera de su cargo como director de restauración y cafetería y le negara la utilización del Stardust para su programa de televisión. El Zurdo y Oscar Goodman buscaron inmediatamente una orden de amparo en el tribunal federal, y el 3 de enero de 1978 El Zurdo recibió un regalo navideño con demora. Carl Christensen, juez del distrito federal, afirmó que si bien la Comisión del Juego podía impedir que El Zurdo consiguiera su licencia, no podía impedirle que trabajara en el Stardust en un cargo no vinculado al juego.
A partir de ahí, Glick contrató rápidamente a El Zurdo como director de espectáculos del Stardust, un cargo considerado de siempre lo suficientemente alejado del funcionamiento del casino que a menudo se había utilizado como refugio para los que tenían problemas con la licencia, como era el caso de Joe Agosto en el Tropicana.
Murray Ehrenberg, que siguió siendo el gerente de Rosenthal en el casino, afirma:
En todo el estado, nadie se tragó aquello, y por ello a partir de entonces el casino se llenó de agentes que vigilaban a Frank, a mí y a todos cada noche intentando pescarlo ejerciendo de jefe. Pero a Frank no le hacía falta hacer las cosas de cara a la galería. Hablábamos más tarde sobre esto o aquello. Mientras nos tomábamos un bocadillo, podíamos solucionar la cuestión del crédito a un cliente, por ejemplo. Mientras veíamos su programa, nos podía decir a quién teníamos que contratar o despedir. A él, ¿qué más le daba? Era el jefe.
La fama de Rosenthal irritaba tanto a sus amistades en el mundo del hampa como a sus enemigos, que pretendían aplicar la ley. Joe Agosto, el director de espectáculos del Tropicana, quien en realidad supervisaba el desvío del dinero de dicho casino, acudió a su jefe, Nick Civella, para quejarse de Rosenthal El Zurdo; le preocupaba que la pasión por la publicidad de éste pudiera afectarle a él de rebote y que acabaran los dos fuera de los casinos. En una ocasión, Agosto llamó por teléfono a Carl DeLuna, el capo que estaba por debajo de la dinastía de los Civella; el FBI estaba a la escucha.
Agosto: Esto ya nadie puede controlarlo. El tipo (Rosenthal) es un asesino, tiene instintos asesinos y va a arrastrarnos a todos por el fango. A mí me preocupa. No quiero que la mierda se desborde, que acabe resultando imposible vivir en esta ciudad. Ha empezado con mal pie y alguien… tendrá que decirle a ese mamón dónde está el límite. Me refiero a que si él mismo se ha suicidado, tendría que aceptar el jodido trato, eso es, y no poner en peligro el puesto de media docena de tíos que dan el callo.
DeLuna: Ajá.
Agosto: ¿Me explico o qué?
DeLuna: Ajá.
Agosto: O sea, las cosas se están desmadrando. Es que si yo fuera un forastero, si no conociera a los amigos del fulano, si lo único que me preocupara fuera el ande yo caliente… no sé si me explico…
DeLuna: Ajá.
Agosto: Me tomaría la justicia por mi mano, sin pedir permiso a nadie, ¿me explico? Eso si no supiera de qué va el rollo…
DeLuna: ¿De qué tienes miedo, Joe?
Agosto: Me mosquea que el cabrón ése no pueda pagar las consecuencias de sus actos. Ya está amenazando… Me refiero a que me tiene frito… Y sé que hay señales de stop, determinadas limitaciones para cuando el fango puede salpicar a todo el mundo… Me da pánico que las salpicaduras nos dejen a todos calados. Qué duda cabe de que esto es lo que va a suceder. Lo mejor que podemos esperar es que no lo procesen, pero es indiscutible que lo van a echar de ahí cagando leches, y si él mismo no se da cuenta, será que el mamón está más ciego que un topo.
«Fíjate en el mamón ése. Ni siquiera saluda.»
A Tony Spilotro cada día le costaba más digerir la fama de El Zurdo. Tenía que verlo por televisión. Le tocaba verle entrar en el Jubilation con su séquito de coristas, abogados y corredores de apuestas, todos lamiéndole el culo. Según el propio Rosenthal:
La gente se mataba por conseguirme una mesa, y creo que Tony estaba resentido porque yo me movía con más libertad que él.
En palabras de Frank Cullotta:
Tony le tenía inquina a El Zurdo porque él se consideraba el auténtico jefe de Las Vegas, y ahí estaba El Zurdo paseándose tranquilamente mientras todos se inclinaban a su paso como si fuera el mandamás de la ciudad. Una noche estaba yo con Tony en el Jubilation cuando apareció El Zurdo. Cuando íbamos los dos al club, el jefe siempre nos buscaba una mesa. Jamás colocaba a nadie ahí cerca pues nosotros no queríamos a nadie a la escucha. Incluso cuando el local estaba abarrotado, a nuestro alrededor no había más que los manteles blancos.
Y aquella noche hace su aparición El Zurdo con todos sus acólitos del programa de televisión. Entre ellos hay un par de bailarinas a las que ha echado el ojo, están también Oscar y Joey Boston y el resto de sus lameculos.
Tony se fija en que El Zurdo entra por la puerta y todo el mundo se levanta para estrecharle la mano. Además, que a El Zurdo le encanta. Tony se limita a observar. Se va mosqueando, sobre todo al ver que El Zurdo ni siquiera le hace un gesto con la cabeza en señal de respeto. Es como si le estuviera diciendo: «Aquí mando yo y te jodes».
Yo no sé si eso es lo que piensa El Zurdo. Lo que digo es cómo se lo está tomando Tony. Una noche me dice:
– Fíjate en el mamón ése. Ni siquiera saluda.
– ¿Cómo coño te va a saludar? -le respondo-. Si se supone que ni siquiera está en el mismo local que tú.
Tony me dice que ya lo sabe, pero que hay formas y formas de saludar y de no saludar.
Tony empezaba a intuir que El Zurdo se estaba descontrolando. Que el programa de televisión y lo demás le había subido a la cabeza. Que su ego adquiría unas dimensiones extraordinarias y que todo se desmandaba. Dijo que El Zurdo estaba tan ido que la otra noche, cuando él se estaba tomando unas copas, Joey Cusumano, el amigo de Tony, estaba en la mesa de El Zurdo y éste había comentado: «Soy el judío más importante de América», refiriéndose al judío más importante de la mafia.
Joey le respondió: «Ah, claro, Frank, no sabía que Lansky había muerto». A Tony le encantaba la historia. Se la contó a todo el mundo. Joey le había dado donde más le dolía.
Rosenthal se quejaba de que:
Cada vez que se mencionaba a Tony en los periódicos, mi nombre salía en el párrafo siguiente. Les había repetido mil veces que a pesar de que me unía una larga relación de amistad con Spilotro, no tenía ningún negocio con él, pero los periodistas siempre nos relacionaban. No había nada que hacer. Estoy seguro de que de no haberme vinculado tanto ellos a Tony no habría tenido tantos problemas con la licencia.
La verdad es que -y estoy seguro de ello- en el mundo del hampa Tony tenía un peso ínfimo. Lo que la gente pensaba no se ajustaba a la realidad. Todo Nevada -Moe Dalitz, hasta mi propia esposa, ¡por el amor de Dios!- creía que Tony era el jefe de Las Vegas. Pero en realidad no era así. Empezó a creer que él era su propio relaciones públicas.
Pero no todo el mundo coincidía con él. Muchos aparecían con todo tipo de propuestas diciendo que venían de Tony. La mayoría ni siquiera conocía a Tony. Muchas veces las propuestas eran un mal negocio y eran desechadas.
En gran número de ocasiones se habían negado cosas a los miembros de su familia por el simple hecho de la fama de éste, y aquello había minado su moral. Una vez, su propio hermano solicitó un puesto de trabajo en un casino. Era una persona capaz para ello, todo hay que decirlo. Sensata. Pero en cuarenta y ocho horas lo echaron a la calle, por culpa de su apellido. El propietario del casino no quiso enfrentarse a la vigilancia que sabía que iba a establecer el Departamento de Control. A Tony le cogió un ataque. Se dispuso a montarle un gran cirio al propietario del casino. Le dije que se tomara un Valium y se fuera a casa.
Según Cullotta:
Eran malos tiempos para Tony. Cogía tales rabietas que se liaba a puñetazos con todo el mundo. En una ocasión, un periodista contó unas historias sobre él en el periódico y se le atragantaron:
– Voy a matar al menda ése -me dice.
Le respondí que aquello sería el fin para todo el mundo; desencadenaría la intervención de todo el ejército.
– Te equivocas -me iba repitiendo-. Vamos a reunir a unos cuantos. Ya lo solucionaremos.
Una noche quedé con él en una de las carreteras que conducían al desierto. Tenía un plan. Quería apoderarse del Oeste Medio. Me empieza a hablar de todos los tipos con los que él cuenta. Luego va enumerando a los que hay que matar.
Yo no paro de preguntarme: «¿Con quién tengo que vérmelas?». Tiene la intención de apoderarse del mundo entero. Conozco a todos los jugadores y él me va soltando la lista de los que hay que apalear.
Le paré los pies.
– Oye, Tony, pensemos por un momento que tienes éxito, y no creo que las probabilidades estén niveladas. ¿Qué crees que puede suceder en Kansas City, Milwaukee, Detroit y Nueva York?
Salta rápidamente diciendo que le estoy hablando de lugares que quedan al este del Mississippi. A nosotros no nos corresponden. Vamos a centrarnos en el Oeste Medio. Discute de geografía. La verdad es que las bandas del este del Mississippi no tienen nada que ver con las del Oeste Medio y con las del Oeste, pero si asesinan a algunos capos de determinadas familias la cosa puede dar un giro.
No, no, Tony sólo quiere discutir a nivel de bandas del Oeste Medio.
Yo le digo que vale, pero que probablemente los demás grupos se percatarán de que en Chicago hay una banda fuera de control que ha tomado las riendas sin permiso. Que van a considerarlo como la banda más peligrosa del mundo. Además, si deja fuera de combate a los máximos dirigentes de Chicago, ¿qué le hace pensar que sus subalternos van a alinearse con él?
Pero él soñaba. Él iba a convertirse en el Papa de la mafia y El Zurdo pasaría a ser Lansky. Decía todas aquellas barbaridades allí de pie, en el desierto. Yo tenía que seguirle la corriente, de lo contrario no habría vuelto a casa.
¿Alguien se imagina que de haberle llevado la contraria me habría permitido andar por ahí consciente de sus planes? Me habría eliminado sin darme tiempo a meterme en el coche.
Creo que pretendía que El Zurdo apoyara sus proyectos, pero también tengo la sensación de que éste lo dejó en la estacada o algo porque posteriormente cada vez que salía su nombre se ponía hecho una furia. Decía que cada vez que se le ocurría una idea y necesitaba la ayuda de El Zurdo, éste no le hacía ningún caso. Me di cuenta de que empezaba a odiarle. Consideraba que se pitorreaba de él. El Zurdo lo había dejado demasiadas veces colgado.
El FBI de Las Vegas llevaba años tras Spilotro y había elaborado un considerable dossier sobre él y su banda. Habían reunido la información para demostrar que Spilotro era lo que repetían sin cesar los periódicos: la mano derecha del hampa en Las Vegas y quien mandaba en realidad tras los bastidores del hotel Stardust. Pero prácticamente nada de lo que había captado el FBI a base de pinchazos podía confirmar la fama de Spilotro.
Spilotro y su banda de corredores de apuestas, profesionales de la extorsión, usureros y atracadores no eran más que eso: corredores de apuestas, profesionales de la extorsión, usureros y atracadores. Al parecer no trabajaban en nada relacionado con grandes negocios de los casinos. A decir verdad, podían considerarse afortunados si cumplían los encargos menores que les asignaba la dirección de Chicago. «Teníamos a Spilotro más para llevar la responsabilidad de los recados que la de los casinos», admitió Bud Hall, agente retirado.
La actividad normal captada por medio de las escuchas telefónicas y micrófonos instalados entre el 13 de abril y 13 de mayo de 1978 se centraba en detalles triviales y aburridos sobre adjudicación de puestos de trabajo y regalos. El FBI oyó una llamada efectuada por Michael, hermano de Spilotro, a otro de sus hermanos, John, para discutir la introducción de un amigo suyo en el Hacienda.
Oyeron también como Stephen Bluestein, dirigente del Sindicato de Restauración, llamaba a Spilotro para conseguir trabajo para la hija de algún conocido en el Stardust. Oyeron la llamada de Spilotro a Marty Kane, el gerente de la correduría de apuestas del Stardust en la que le decía que despidiera a una mujer que acababan de contratar y pusieran en su lugar a una joven amiga de Spilotro. Grabaron la llamada de Herbie Blitzstein, machaca de Spilotro, a Joe Cusumano, en el Stardust pidiéndole a éste que le consiguiera unos sobres de nómina del Stardust para poder utilizarlos él mismo. Incluso captaron a la policía local llamando a Spilotro para advertirle de que un agente del fisco había conseguido permiso para revisar sus antecedentes policiales.
La serie de llamadas telefónicas que tal vez tipificarían con más perfección el trabajo de segundón que encargaba la dirección de Chicago a Spilotro se produjeron el 1 de mayo de 1978. Empezó con una de Joseph Lombardo, Joey El Payaso, uno de los personajes de la cúpula del hampa y capo de Spilotro. Herbie Blitzstein, que se encontraba en el Gold Rush con su novia, Dena Harte, respondió al teléfono. Lombardo quería saber por qué Barbara Russel, la secretaria de Gregory Peck, no había conseguido lo que se había pedido para ella: habitación, comida y bebida gratis en el Stardust. Spilotro se puso inmediatamente al habla con su capo en Chicago y le prometió que se ocuparía enseguida del problema.
– Lo siento muchísimo -dijo Spilotro-. No sé qué puede haber sucedido.
– Desde el momento en que se te da una orden -respondió Lombardo-, se supone que tienes que cumplirla.
Spilotro dijo haber dejado incluso un mensaje en el hotel precisando que se trataba de una petición de Lombardo.
– Es decir -concluyó Lombardo-, que no has movido ni un dedo.
Spilotro le aseguró a Lombardo que iba a solucionar el error de inmediato y durante las horas que siguieron el FBI escuchó como Spilotro intentaba desembrollar la chapuza. En cuanto Blitzstein le confirmó que la petición había sido cursada, llamó a Leonard Garmisa, conocido de Lombardo y del director del fondo de pensiones del Sindicato, Allen Dorfman. Garmisa había sido el primero en pedir el favor a Lombardo.
Día 1 de mayo de 1978, a las tres horas y doce minutos de la tarde en el Gold Rush. Llamada grabada por el FBI entre Spilotro, Leonard Garmisa y Dena Harte, novia de Blitzstein:
Spilotro: (apartando el auricular) …el pájaro es amigo de Dormían.
¿Qué quieres que te diga?
Garmisa: Oye…
Spilotro: Dime, Irv.
Garmisa: ¿Cómo?
Spilotro: Irv.
Garmisa: ¿Cómo, Irv?
Spilotro: ¿No hablo con Irv Garmisa? Pues eso.
Garmisa: ¿Con quién hablo?
Spilotro: Con Tony Spilotro.
Garmisa: Soy Lenny Garmisa, Tony.
Spilotro: ¡Ah, Lenny! ¿Qué tal van las cosas, Lenny?
Garmisa: Bien.
Spilotro: Ya decía yo…
Garmisa: ¿Eh?
Spilotro: Estaba en sintonía, ¿no?
Garmisa: Sí, en sintonía, pero yo no te había conocido. ¿Qué tal, Tony?
Spilotro: Muy bien, aparte de la llamada, es algo molesto, la verdad.
Garmisa: Yo ya le dije que no te llamara. Pero quería que lo supiera.
Spilotro: Vamos a ver si me cuentas qué pasó, Irv.
Garmisa: Lenny.
Spilotro: Dime lo que pasó, Lenny.
Entonces Garmisa le cuenta a Tony que al no haber podido hablar directamente con él, había pasado el encargo al que se había puesto al teléfono en el Gold Rush.
Spilotro: Vale, perfecto, recibió el mensaje y…
Garmisa: Así que yo le dije, oye, llama a esta señora, a Barbara Russel, tiene habitación en el Stardust, ya está ahí. Haz por ella lo que esté en tu mano. Si quieres cargarlo a mi cuenta, yo encantado, pero hay que tratarla como a una reina. Le dije que eso era todo. Y hasta hoy. Resulta que hoy me llama Gregory Peck para invitarme a la fiesta de cumpleaños de su hija, y he tenido que hablar con su secretaria. Le he dicho: «Oye, Barbara, ¿qué tal lo pasaste?» Me responde que de cine. «¿Te llamó alguien?» Me pregunta a qué me refiero. Le digo que eso, que ya le había dicho que alguien se pondría en contacto con ella, y me responde que no, que no la llamó nadie.
Spilotro: Vale. De acuerdo. Y ahora una pregunta.
Garmisa: Dime.
Spilotro: ¿Le pasaron la cuenta?
Garmisa: Creo que ella… pues no lo sé.
Spilotro: ¿No lo sabes? Vamos a hacer una cosa, Lenny. Ahora mismo coges el puto teléfono y lo investigas, ¿vale? Y yo mando que le reembolsen el dinero, ¿qué te parece?
Garmisa: Por favor…
Spilotro: Pero si ella… un momento, escúchame. Si se le pasó la cuenta, coges el teléfono y vuelves a llamar a Joey. La chica tenía que constar en rojo. ¿Sabes lo que significa en rojo, Lenny?
Garmisa: Sí.
Spilotro: Que se trata de una cortesía.
Garmisa: Sí, ya lo sé.
Spilotro: O sea que no sabes si le ofrecieron trato preferente.
Garmisa: Ni idea, pero no creo.
Spilotro: ¿No crees?
Garmisa: No creo, pero voy a llamarla, si quieres, lo hago por el otro teléfono mientras esperas.
Garmisa llamó al despacho de Peck y al contactar de nuevo por el otro teléfono su tono traducía, según los del FBI que estaban a la escucha, que estaba arrepentido de haberse visto envuelto en aquel embrollo.
Garmisa: Dice que se registró con el nombre de señora Barbara Russel, pero que no sabe por qué le apuntaron el nombre de su marido. Tal vez los que tú tenías avisados intentaron localizarla buscando el nombre de Barbara Russel cuando en el registro constaba como Dale Russel.
Spilotro: ¿Dale Russel?
Garmisa: Y total fueron tres putas noches, ¿cómo voy a reembolsarle algo? Te lo juro, Tony, ya sabes lo que te aprecio, has sido muy amable al llamar pero no te preocupes. Le hice el comentario a JP (Joey Lombardo, El Payaso), pero…
Spilotro: Sí, pero no es eso, Lenny. Cuando Joey dice que quiere que se haga algo, eso está hecho.
Garmisa: Ya lo sé.
Spilotro: Claro que si se registra con el nombre de Dale Russel, ¿cómo podemos localizarla?
Garmisa: Tampoco lo sabía yo. Si me acabo de enterar hace unos segundos. O sea que no le des más vueltas, ¿vale?
Spilotro: Es que tienes que llamar a Joey y decirle…
Garmisa: Voy a llamar a Joey.
Spilotro: Ahora mismo está en casa.
Garmisa: Se lo explicaré inmediatamente.
Spilotro: Mientras tanto, voy a hacer otra comprobación. Pero casi estoy seguro de lo que pasó.
Garmisa: Déjalo, ya lo sabemos…
Spilotro: De acuerdo, Lenny.
Garmisa:…por la otra línea. Tengo que dejarte. Tengo que dejarte, Tony.
Spilotro: Tranquilo.
Garmisa: Vale.
Spilotro: Adiós.
Durante setenta y nueve días de la primavera de 1978, el FBI grabó más de ocho mil conversaciones en 278 cintas magnetofónicas, y la mayor parte de éstas con temas tan banales como el de la secretaria de Gregory Peck. Con todo, en junio, el Bureau emprendió un registro masivo durante el que más de cincuenta agentes ejecutaron órdenes de busca y captura desde Spilotro a Allen Glick. Dichas órdenes, que se ejecutaron en Chicago y Las Vegas, habilitaban a los agentes para embargar dinero en efectivo, archivos, armas, grabaciones y expedientes económicos, detalles que fueron pormenorizados en las portadas de los periódicos de Las Vegas, acompañados por los comentarios habituales que vinculaban a Spilotro con Rosenthal y el Stardust. No obstante, al cabo de unos meses, prácticamente todo el material embargado se devolvió a sus propietarios; el registro acogido con tanta publicidad había sido un fracaso. Spilotro seguía libre para continuar con su trabajo.
«Lo cierto es que Allen R. Glick nunca ha estado ni estará vinculado a algo que no sea perfectamente legal.»
A veces lo llamaban el Genio y otras el Calvo; lo llamaran como lo llamaran, Allen Glick había representado un error y la mafia quería deshacerse de él. Al principio, Glick había dado la impresión de ser el blanco perfecto, pero resultaba que en vez de resolver los problemas los creaba. De entrada, era el objetivo ideal: a la prensa le encantaba azuzarlo, divertirse a costa de su falta de experiencia, burlarse de su seriedad y dar por supuesto que tanta gestión resultaba sospechosa. Por otro lado, era mucho más listo de lo que habían esperado los del fondo de pensiones del Sindicato.
En 1976, el American Stock Exchange, como parte de una investigación rutinaria en la solicitud de Glick de conseguir capital adicional para compensar a los propietarios de las obligaciones, descubrió que Glick había prestado diez millones de dólares del capital de Argent a algunos de sus socios subsidiarios, sin haber planificado la devolución de dicho dinero. Más tarde, en 1977, la Comisión de Garantías y Cambio descubrió que al cabo de una semana de recibir el préstamo del Sindicato en 1974, Glick había utilizado 317.500 dólares de éste para restaurar su casa y pagar deudas personales. La Comisión acusó a Glick de utilizar Argent «como fuente particular de financiación, desatendiendo de forma flagrante su deber de garante ante los propietarios de obligaciones de Argent». Según el Wall Street Journal, Glick había cobrado más de un millón de dólares por sus servicios de gestión y había cargado dicha suma a la deuda que tenía con Argent, reduciendo así de forma unilateral su montante. La Comisión acusó asimismo a Glick de malversar fondos de Argent en una serie de negocios improductivos, entre los que se contaba un proyecto de urbanización para el gobierno en Austin, Texas.
«Allen Glick, el propietario prodigio de casinos de Las Vegas» se había convertido en «el acosado propietario de casinos de Las Vegas». La Comisión de Garantías y Cambio había presentado una demanda contra Argent; el desvío de dinero de las máquinas tragaperras seguía bajo control; no se había resuelto el asesinato de Tamara Rand. Se había pagado por adelantado 300.000 dólares a una agencia de publicidad por unos anuncios en un periódico de Las Vegas, Valley Times, algunos de los cuales jamás se habían publicado. Se habían entregado aportaciones a determinados candidatos políticos, y éstos las habían devuelto haciéndolo público.
Los problemas de Glick se agravaron al hundirse el imperio del Sindicato de Camioneros; él no era más que una nota a pie de página en dicho hundimiento, pero una nota con mucho jugo. La desmedida soberbia de Glick pedía a gritos un castigo justo. «Lo cierto es que Allen R. Glick nunca ha estado ni estará vinculado a algo que no sea perfectamente legal», anunció Allen R. Glick al Wall Street Journal.
Uno de los que leyeron el artículo del Wall Street Journal sobre los préstamos que Glick se otorgaba a sí mismo fue Nick Civella, el jefe el hampa de Kansas City, a quien había acudido aquél a visitar cuatro años antes en la habitación de la bombilla solitaria. Civella montó en cólera al enterarse de que Glick metía mano en la caja. Bastante duro resultaba ya sablear a un casino como para encima tener que soportar que se te adelante el dueño. Civella habría llamado directamente a Glick para decírselo de no ser por un pequeño inconveniente: estaba en la cárcel cumpliendo una corta condena por haber efectuado apuestas ilegales a través de una llamada telefónica interestatal (tenía el teléfono controlado). Pero durante una comunicación con su hermano, Carl Civella, El Corcho, ordenó que se hiciera algo con Glick. Así pues, Carl Civella y su principal lugarteniente, Carl DeLuna, El Curtido, emprendieron una serie de viajes a Chicago para reunirse con otros mafiosos, socios de Argent del grupo de Kansas City. El plan consistía en echar a Glick o bien obligarlo a entregar a la mafia millones de dólares en efectivo.
El hombre clave de la operación fue DeLuna, atracador a mano armada y asesino a sueldo, a pesar de que tenía alma de contable: tomó unas meticulosas notas de sus viajes y pormenorizó todos los gastos en pequeñas fichas y blocs de notas. Escribía los nombres de las personas en código pero podían descifrarse con facilidad. A Allen Glick lo llamaba el Genio, a Rosenthal el Zurdo o el Loco, que ortografiaba como «Loko». Joe Agosto del Tropicana era Caesar, ortografiado «Ceasar».
A finales de 1977, DeLuna y Carl Civella tomaron el avión para Chicago para reunirse con el jefe, Joe Aiuppa, y el subjefe, Turk Torello. «Corrían rumores de que el Genio se estaba adueñando de todo», escribió DeLuna en una de sus tarjetas, documentando así el primer intento de la mafia de desprenderse de Glick después de entregarles el dinero. Quien formuló la propuesta a Glick fue Rosenthal El Zurdo, tal como aquél declaró años más tarde.
P: Permítame una pregunta, señor Glick, ¿usted y Frank Rosenthal tuvieron alguna discusión a propósito de Frank Rosenthal y la empresa Argent?
R: Sí.
P: ¿Cuándo tuvieron lugar aproximadamente estas discusiones, si es que lo recuerda?
R: Creo que fue hacia 1977.
P: ¿Y cuál fue la naturaleza de estas discusiones?
R: El señor Rosenthal se presentó una tarde en mi despacho y me informó de que tenía el consentimiento de los socios para proponerme la compra de todas las participaciones, una compra por parte de los socios. Y precisó lo que a él le parecía que podía resultar aceptable para los socios.
P: ¿Y cuáles eran las condiciones?
R: Dijo que consideraba que había que ofrecer unos 10 millones de dólares en efectivo a los socios a fin de recuperar su 50% de la propiedad.
P:…¿Quién, si es que se identificó a alguien, actuaba como representante de los supuestos socios?
R: El señor DeLuna, Carl DeLuna. Tal como declaramos el señor Rosenthal, el señor Thomas… yo diría que el señor Dorfman…
P: ¿Se planteó seriamente la propuesta, señor Glick, de adquirir la empresa Argent a sus socios, los supuestos socios por 10 millones de dólares?
R:…Mis intenciones eran serias en cuanto al señor Rosenthal. En cuanto a la idea de lo que me propuso, no lo consideré en serio.
P: ¿Se tomó en serio Frank Rosenthal tales sugerencias?
R: Me permito remitirme a lo que acabo de decir. Lo tomé en serio porque procedía del señor Rosenthal. No lo tomé en serio como algo factible o plausible. Pero sí, él se lo tomó muy en serio.
P: ¿Cómo se dio cuenta de que Frank Rosenthal se tomaba en serio las discusiones con usted?
R: Un tiempo después de esta discusión en concreto, acudió de nuevo a mí y dijo que por parte de las personas que él representaba -utilizó la palabra «socios»- era una propuesta aceptable.
P: ¿Y qué le respondió usted al señor Rosenthal?
R: Le dije que no veía forma de negociar algo así. No me interesaba ni quería involucrarme en una operación de este tipo, pues me estaba hablando de 10 millones de dólares en efectivo sin declarar. Dije que no quería complicarme con ello. Él replicó que representaba a los socios con los que yo había estado de acuerdo, cuya representación yo había sancionado para un acuerdo de ratificación respecto a esta compra del total de las acciones según lo calificaba él. No sabía qué pensar de ello, pues por la relación que yo tenía con él consideraba al señor Rosenthal como un mentiroso patológico y un psicópata, y trataba con él a diario teniendo siempre en cuenta el tipo de persona que tenía delante.
P: ¿Cómo reaccionó el señor Rosenthal a su rechazo a la transacción de los 10 millones de dólares?
R: Se disgustó muchísimo y dijo que sus socios verían con muy malos ojos mi respuesta negativa. De nuevo, las amenazas se hicieron patentes en todas sus frases al detallar la réplica que podían decidir los socios. Amenazas que yo me tomé en serio a pesar de considerarle un mentiroso patológico en otras condiciones…
P: En la idea primigenia, en la discusión que llevaron usted y el señor Rosenthal, ¿qué papel imaginaba para sí mismo el señor Rosenthal si es que preveía alguno?
R:…el de jefe ejecutivo, dirigir la empresa como presidente de hecho.
P: ¿Y tendría algún título de propiedad?
R: Sí. Dispondría de un interés de propiedad del 50%…
Allen Glick siguió comportándose como si creyera tener algún poder en su propia empresa. Rosenthal intentó obligarle a vender el Lido Show a Joe Agosto, del Tropicana, pero Glick se negó a ello. Como consecuencia, Carl Civella y Carl DeLuna siguieron con sus viajes a Chicago para organizar el complot contra Glick, y DeLuna continuó anotando todo lo que sucedía, creando inconscientemente un extraordinario rastro de papel para los agentes del orden, que finalmente lo descubrieron.
En enero de 1978, se reunieron con Frank Balistrieri, Joe Aiuppa, Jackie Cerone y Turk Torello, que recibía tratamiento por un cáncer de estómago. Según las notas de DeLuna: «No se hablaba más que de sustituir al Genio. El Loko (Frank Rosenthal) debía estar ahí pero no pudo acudir». El 10 de abril se reunió de nuevo con Aiuppa, Cerone, Torello y Tony Spilotro, quien al parecer andaba por la zona y se dejó caer allí. Según las notas: «Se habló de quien iba a ver al Genio. Se decidió que fuera yo». El 19 de abril, De Luna volvió a Chicago con Carl Civella para reunirse con Aiuppa, Cerone y Frank Rosenthal: «Se habló otra vez de que yo tenía que ir a ver al Genio. (De ello habíamos hablado hacía diez días. Nota: ficha del 4-10.) El Loko me dio su teléfono personal. Él y yo quedamos de acuerdo en que la primera reunión sería donde el avocatto (despacho del abogado Oscar Goodman) y establecimos una cita provisional para la semana siguiente. 22 (Joe Aiuppa sugirió esperar a que ON (Nick Civella) estuviera aquí (hubiera salido de la cárcel) pero MM (Carl Civella) dijo que prefería solucionarlo antes (del retorno de Civella). Por ello, el Loko y yo con el Genio la semana que viene». DeLuna anotó meticulosamente sus gastos para el viaje: salida, 180 dólares, vuelta, 180 dólares, aparcamiento, 7 dólares, con un total de 387 dólares, quedando un remanente de 8.702 dólares.
A finales de abril, Carl DeLuna voló hacia Las Vegas y tuvo una reunión que constituyó el capítulo final en la formación de Allen Glick, como el propio Glick declaró posteriormente.
P: Señor Glick, le ruego que centre la atención en la fecha del 25 de abril de 1978 o alrededor de ella pues he de preguntarle si tuvo ocasión de reunirse con Carl DeLuna.
R: Sí, la tuve.
P: ¿Dónde se reunió con Carl DeLuna?
R: Me reuní con el señor DeLuna en el bufete del señor Goodman.
P: ¿Y quién es Oscar Goodman?
R: Oscar Goodman es un abogado de Las Vegas.
P: ¿Conocía usted al señor Goodman con anterioridad?
R: Sí. En una época representó a la empresa Argent.
P: ¿Y quién más había allí?
R: Estábamos yo, el señor DeLuna y el señor Rosenthal…
P: ¿Estuvo presente aquel día el señor Goodman?
R: No, no estuvo.
P: Cuando entró en el despacho, ¿qué observó?
R: Entré en el despacho, donde había una recepción en la que estaba la secretaria del señor Goodman, pasé por delante de ella y fui hacia el despacho particular del señor Goodman.
P: Y cuando entró en el despacho particular, ¿qué observó?
R: Entré en el despacho del señor Goodman y tras el escritorio del señor Goodman estaba el señor De Luna con los pies apoyados en la mesa.
P: Explique a las señoras y caballeros del jurado qué ocurrió en aquel despacho el 25 de abril de 1978.
R: Entré en el despacho del señor Goodman. El señor DeLuna, con voz bronca, utilizando un lenguaje gráfico, me dijo que me sentara. Luego sacó un papel del bolsillo -creo que llevaba un traje con chaleco-, del bolsillo del chaleco… Y se quedó unos segundos mirando el papel. Luego levantó la vista hacia mí y me informó de que le habían enviado sus socios para comunicarme un último mensaje. Empezó a leer el papel. Quiere que yo…
P: Describa como mejor recuerde lo que se dijo e hizo allí prescindiendo de las blasfemias.
R: Dijo que él y sus socios estaban hartos de verme por allí y que ya no iban a tolerarlo más. Me precisó que todo lo que iba a decir sería la última vez que lo oiría yo de boca de alguien, pues no tendría otra oportunidad de escucharlo a menos que me atuviera a lo que él iba a decirme. Me informó de que quería que yo vendiera Argent inmediatamente y dijo que tenía que hacer pública la venta en cuanto abandonara el despacho del señor Goodman tras la entrevista con el señor DeLuna. Dijo ser consciente de que tal vez no había tomado las amenazas recibidas con la seriedad con que se habían proferido. Dijo también que, visto que quizás yo no me consideraba una persona imprescindible, estaba seguro de que la vida de mis hijos sí que sería para mí algo imprescindible. Luego dijo que si no se enteraba en un corto período de tiempo de que yo anunciaba la venta, vería como asesinaban a mis hijos uno por uno. Y siguió con su proceder habitual, vulgar y bárbaro. La entrevista acabó cuando yo admití estar dispuesto a vender, disposición anterior a mi entrada al despacho, y que iba a hacerlo.
P: ¿Hizo algún comentario el señor DeLuna acerca de si él se consideraba imprescindible?
R: Pues sí.
P: ¿Qué dijo?
R: Dijo que si tenía alguna duda sobre si hablaba en serio o por alguna razón pensaba que él podía desaparecer, siempre habría alguien que se responsabilizaría de los socios en tal circunstancia.
Al cabo de unos días de la entrevista con Carl DeLuna, Allen Glick acudió a la Comisión del Juego de Nevada y les comunicó que iba a vender sus participaciones en los casinos. Sin embargo, no lo anunció públicamente; quería esperar a cerrar el trato. Inició una serie de negociaciones desafortunadas: al principio intentó vender estableciendo un acuerdo mediante el cual él mismo pudiera alquilar los casinos; luego negoció con una serie de grupos de futuros compradores, muchos de los cuales, según él mismo, estaban coordinados por Rosenthal. Entre ellos se incluían Allen Dorfman, Bobby Stella y Gene Cimorelli, ejecutivos de Argent fieles a Rosenthal, así como los hermanos Doumani.
Entre tanto, en mayo, se produjo en Kansas City un asesinato que no tenía ningún tipo de relación con los negocios de los casinos. La familia Civella llevaba unos años en guerra con otra familia del hampa local a raíz del control de los bares de top-less en una nueva organización de Kansas City. En noviembre de 1973, se encontró muerto, metido en el portaequipajes de su propio coche, a Nick Spero, integrante del clan familiar rival; en mayo de 1978, sus hermanos Carl, Mike y Joe recibieron unos disparos de bala en un bar, como consecuencia de los cuales Mike resultó muerto. Como consecuencia de ello, el FBI de Kansas City intensificó el control telefónico sobre la familia Civella e instaló escuchas en la parte trasera del Villa Capri, una pizzería de la ciudad.
Según afirma Bill Ouseley, agente retirado del FBI:
Colocamos las escuchas en aquel punto pues buscábamos información sobre el asesinato. En lugar de ello, la noche del 2 de junio de 1978 a eso de las diez y media de la noche, Carl DeLuna y El Corcho, el hermano de Nick Civella se sentaron en una de las mesas del fondo de la pizzería y se pusieron a hablar sobre compras y ventas de casinos en Las Vegas, sobre la orden que había recibido Allen Glick de vender los suyos. Citaron los distintos grupos dispuestos a la compra de los casinos de Glick y precisaron que sus preferencias iban dirigidas al grupo apoyado por su hombre -Joe Agosto, del Tropicana- y no por el grupo que recibía el apoyo de la mafia de Chicago en el que se encontraban Rosenthal El Zurdo, Bobby Stella y Gene Cimorelli.
La conversación -que duró unos quince minutos- precisó por primera vez en voz de la propia mafia la influencia y el poder que ejercía la delincuencia organizada en Las Vegas. Bill Ouseley estaba estupefacto; llevaba años confeccionando gráficos y archivos sobre el hampa, y en la conversación de DeLuna y Civella no se perdió ni en una de las frases pronunciadas a medias ni en uno de los nombres en clave. Además, su madre era italiana, por lo que incluso comprendió las frases en siciliano. Él mismo afirma:
Aquello fue la piedra de Rosetta que aclaró todas nuestras sospechas. Hasta entonces nadie había registrado una conversación entre mafiosos sobre compras y ventas de casinos, sobre a quién puede permitirse o no hacerse con ellos. De todas formas, nos costaba creer que DeLuna El Curtido, con su guardapolvo y su delantal de pizzero, estuvieran negociando la venta multimillonaria de unos casinos en Las Vegas. No tuvimos la certeza de ello hasta ocho días después, el 10 de junio, cuando Allen Glick convocó una rueda de prensa en Las Vegas, en la que anunció que tenía intención de retirarse de la empresa Argent.
El FBI de Kansas City acudió a los tribunales para solicitar permiso para ampliar la autorización de las escuchas en la banda de Civella; asignaron un helicóptero de vigilancia sobre DeLuna a fin de presentar al tribunal cada uno de los pasos que realizaba en un día normal y corriente para evitar el seguimiento. Según Ouseley:
Todas las operaciones de evasión, el hecho de que DeLuna y Civella anduvieran de un lado para otro para hacer las llamadas telefónicas, que DeLuna incluso transportara un maletín lleno de monedas de veinticinco centavos, que efectuara maniobras para escabullirse entre el tráfico, como cambios de sentido en la autopista o colarse en caminos particulares, demostraron al tribunal que de estos elementos no podía esperarse nada bueno. El seguimiento sobre DeLuna nos llevó al hotel Breckinridge. DeLuna acudía casi a diario allí, donde había muchos teléfonos públicos. Para conseguir una orden de escucha en un teléfono público teníamos que demostrar a un juez de un tribunal federal -a nivel privado, evidentemente- que DeLuna utilizaba dichos teléfonos con intenciones delictivas y que los propios teléfonos se usaban como parte de la conspiración. Llevamos a todos los de las oficinas al hotel. Teníamos secretarias y contables apostados junto a los teléfonos a fin de que cuando llegara DeLuna e iniciara sus conversaciones pudieran oír lo que pudiera considerarse sospechoso y proporcionarnos una causa para colocar legalmente las escuchas en los teléfonos del hotel.
Los agentes del FBI oyeron a DeLuna hablar de Caesar (Joe Agosto) y del Tenor (el nombre en clave que daban a Carl Carusso, el hombre que más tarde se descubrió que trasladaba el dinero desviado del Tropicana de Las Vegas a Kansas City). Hablaban de C. T. (Carl Thomas) y de investigaciones. Por fin el Bureau consiguió permiso para pinchar prácticamente todos los teléfonos utilizados con regularidad por la banda de Civella, incluyendo el del bufete de abogados de éste.
Según declaró Mike DeFeo, Mike El Hierro, subdirector en 1978 de las Fuerzas de Intervención contra la Delincuencia Organizada del Departamento de Justicia:
Hasta finales de los setenta, se vivió un compás de espera en lo referente a la aplicación de la ley en Las Vegas. Existía corrupción. Algunos jueces dificultaban la tarea. Paul Laxalt, como senador y gobernador, se quejó de que en el estado había demasiados agentes del FBI y del fisco. En nuestras escuchas había fugas. Uno de los jueces desprecintaba actas del gran jurado que nosotros habíamos exigido que se sellaran. En una época, uno de los polis corruptos que trabajaba para Tony Spilotro colocó a su cuñada como responsable administrativa en los juzgados. Todo ello conllevó años y años de frustración en cuanto a la aplicación de la ley. Nos dábamos de cabeza contra la pared.
Por fin llegó el respiro, pero no procedente de Las Vegas sino de la sala del fondo de una pizzería de Kansas City. Fue algo casual, cuestión de suerte. Pero básicamente se debió a que Gary Hart, supervisor de Kansas City, y su equipo estaban al corriente de que había que seguir un hilo y lo hicieron hasta el final. Para quien está a la escucha de uno de los hilos telefónicos, incluso hoy en día, no resulta tan obvio. Los pájaros aquellos tampoco precisaban tanto las cosas. Escuchaban a DeLuna decir a Carl Civella que conseguiría sacar al Genio del Stardust. Nada resultaba tan claro o tan directo. Buena parte de la conversación suele ser indescifrable. Un agente distraído podía perder el hilo con facilidad.
De las grabaciones de la pizzería Villa Capri. Habla Carl DeLuna:
Pues ya ves, el tipo quiere anunciarlo públicamente. El Genio, el Genio quiere anunciarlo públicamente. Es lo último que me ha dicho Caesar, suponiendo que pueda contar con Jay Brown (el socio del bufete de Oscar Goodman)… Sí, sí, Carl, ya te hablé de lo de anunciarlo públicamente. Recuerda lo que te dije, que el Genio estaba allí la noche que Joe hizo efectivo el cheque, y Jay Brown estaba en el Stardust. El Genio miraba a Jay Brown… igual que Joe. Dijo que el Genio iba a por el trato. Quiere llevarlo adelante. Quiere hacerlo público. Y yo le dije estas palabras: «Tú cumple con tu deber. Haz público que abandonas por la puñetera razón que se te ocurra y lárgate». Le metí eso en la cabeza. Rueda de prensa.
Según Mike DeFeo:
La clave radicaba en interpretar correctamente la conversación, pero en definitiva quien nos facilitó las cosas fue Carl DeLuna. Era un redactor de notas enrevesado y compulsivo. Tomaba notas de todo. Contabilizaba cada fajo de veinte dólares. Todos los desplazamientos. Cada vez que llenaba el depósito. Lo hacía así para que no se le cuestionaran nunca los gastos, para poder demostrar dónde gastaba el dinero. Las notas de DeLuna junto con las escuchas telefónicas en el Gold Rush de Spilotro y posteriormente en la compañía de seguros de Allen Dorfman en Chicago confirmaban lo que sabíamos hacía tiempo -que existía un sólido vínculo entre la mafia, el fondo de pensiones del Sindicato y Las Vegas-, la única diferencia era que nos hallábamos en una situación en la que tal vez podríamos intervenir.
Abrimos brecha en una serie de campos. Iniciamos la investigación en el campo de las escuchas y la instalación de micrófonos ocultos a mayor escala y más complicada de la historia para poner al descubierto la influencia de la mafia en Las Vegas. Se amplió, por ejemplo, la pauta en a cuanto la vigilancia electrónica de quince a treinta días, y conseguimos cobertura para todas las cabinas del Breckinridge a pesar de disponer tan sólo de causa probable en aproximadamente un cuatro por ciento de ellas.
Conseguimos permiso para forzar la puerta del coche de DeLuna para evitar la posibilidad de que descubrieran el micrófono. Conseguimos permiso para entrar a robar en casa de Josephine Mario, familiar de Civella, para coger el mando que tenía en el coche y usarlo para abrir la puerta del garaje e instalar el micrófono que iba a convertirse en el más importante del caso.
Tuvimos que echar mano también de los aspectos de la ley tradicionalmente reservados la intimidad y el respeto. La norma había establecido siempre que no podían instalarse micrófonos en dormitorios o cuartos de baño, pero durante nuestra investigación descubrimos que Allen Dorfman siempre se iba a hablar al dormitorio o al cuarto de baño. Tuvimos que solicitar permiso para superar aquel inconveniente. Y evidentemente nos metimos en el bufete de Quinn & Peebles.
En Quinn & Peebles el FBI grabó a Nick Civella, que había salido de la prisión federal el 14 de junio de 1978 y había montado su cuartel general en el bufete de sus abogados. Allí lo conocían por señor Nichols. Qué duda cabe que Civella y sus socios se enfrentaban a una crisis: el hotel Tropicana, que había proporcionado miles de dólares en desvío de dinero al grupo de Civella, tenía problemas económicos; durante los trámites para la licencia de un nuevo propietario, la Comisión del Juego había descubierto que el desviador de dinero del Tropicana, Joe Agosto, era en realidad Vincenzo Pianetti, y que el Departamento de Inmigración de los EE. UU. llevaba diez años intentando deportarlo. El propio Agosto complicó las cosas: convocó inmediatamente una rueda de prensa y perdió los estribos, empezando a chillar y gritar en dialecto siciliano. Lo que temía Agosto -que a la larga los problemas de Rosenthal El Zurdo le iban a salpicar- tenía un buen fundamento: en julio, cuando el Departamento de Control del Juego ordenó a Rosenthal solicitar una licencia como directivo clave a pesar de poseer el cargo de director de espectáculos, exigió la misma solicitud a Joe Agosto.
Si bien Civella tenía fama por su cautela, utilizó con la máxima tranquilidad los teléfonos del bufete de abogados para resolver todos estos problemas. Estaba convencido de que ni el FBI podía plantearse grabar las exclusivas conversaciones de un abogado con un cliente.
«Caballeros, éstos son los riesgos del negocio. a veces incluso esta gente te roba a ti.»
El 28 de noviembre de 1978, Carl Thomas y Joe Agosto llegaron a Kansas City para reunirse con Nick Civella. Poco antes habían encargado a Thomas el desvío de dinero en el hotel Tropicana y en aquellos momentos se planteaba un problema: Civella consideraba que lo estafaba precisamente el personal al que Carl Thomas había encargado dicho desvío. Don Shepard, el gerente del casino -conocido por el sobrenombre de Bee Bee y uno de los más fieles manipuladores de la sala de contabilidad que tenía Thomas- había perdido 40.000 dólares en efectivo en una partida de cartas; en cuanto Civella se enteró de ello, inmediatamente dedujo que Shepard no podía haber acumulado tal cantidad de dinero a menos que lo robara; la idea consistía en desenmascarar el goteo: si las ganancias de la casa no aumentaban en la cantidad que normalmente se desviaba, Civella y Agosto tenía que concluir que los desviadores desviaban el desvío. Pero después de seis semanas, la moratoria se había demostrado no concluyente, y Civella había decidido anularla. El problema que se planteaba era cómo controlar el desvío cuando se iniciara de nuevo. ¿Habían investigado todos los posibles métodos de desvío? ¿Existía algún sistema para evitar que personas como Shepard robaran?
Ese era, evidentemente, un problema tan trillado como el propio desvío. Como cuenta Murray Ehrenberg, ex gerente de El Zurdo en el Stardust:
Al principio contaban el dinero los propietarios de los casinos.
Pero el estado no tardó en darse cuenta de que no presentaban cuentas exactas en el pago de impuestos y aprobaron una ley que prohibía a los propietarios entrar en sus salas de contabilidad. Aún hoy en día el propietario tiene prohibido su acceso a la sala de contabilidad.
Dicha legislación significó que los propietarios eligieran a unos hombres de paja que llevaran a cabo dicha tarea por ellos, y al cabo de poco, los hombres de paja se preguntaron: «¿Por qué contar para que se aproveche otro?». Poco después, las cuentas reales no salieron de la sala.
Existieron hombres de paja como Charlie Rich, El Cubo, íntimo amigo de Cary Grant, quien poseía una caja fuerte tan atestada de pilas de diez mil dólares formadas por fajos de billetes de 100 dólares que en una ocasión en que yo estaba presente en su apertura, la tapa saltó disparada. Aquella caja fuerte contenía a buen seguro tres o cuatro millones de dólares.
En la primera época, cuando no había crédito, durante los cincuenta, los sesenta e incluso principios de los setenta, la gente acudía a Las Vegas con dinero en efectivo. Todo el mundo jugaba con dinero contante y sonante. Resultaba casi imposible meter la espátula en la ranura de la mesa de los dados por tantos billetes de cien dólares que se habían acumulado en las cajas de recogida.
Precisamente por esta razón los hombres de paja, que mandaban en la ciudad, consiguieron que se aprobara una ley para expulsar de ésta a los listos, que por otra parte eran los propietarios reales por aquella época. Los hombres de paja se pusieron de acuerdo con los políticos y la poli para que los propietarios de hecho, el hampa, no pudieran pisar la ciudad.
Ciertos hombres de paja como Jake, hermano de Meyer Lansky, fueron los primeros en llevar las cuentas para los de Nueva York. Moe Dalitz fue el primero que las llevó para los del Oeste Medio y Cleveland. Y los jefes, que permanecían en su ciudad, los que constaban en la lista negra de Nevada, no podían moverse y tenían que confiar en sus hombres de paja en las cuentas del dinero.
Ése era el juego. El primer recuento estableció veinte para el Gran Tony y treinta para el sur, directo al bolsillo. Al cabo de poco: «¿Por qué decirle al Gran Tony que son veinte?»
La gente del hampa podía ser dura en su medio, pero fuera de él se les podía manejar fácilmente. Podemos remontarnos hasta Bugsy Siegel. Del Webb cobró a Bugsy cincuenta dólares por un tirador de puerta de cinco dólares y le vendió hasta seis y siete veces las mismas palmeras. Tenía asimismo un grupo de croupiers de blackjack griegos procedentes de Cuba, con un montón de familiares, que en un solo año sacaron suficiente dinero del Flamingo para abrir casinos en todas las islas. Los superjefes de fuera jamás se enteraron.
Aun cuando uno está al corriente de lo que puede suceder, resulta casi imposible controlar el goteo de efectivo de un casino. En el Stardust, por ejemplo, tenemos a un croupier que saca cincuenta dólares al día. El que controla el Ojo, cien dólares al día. Y por la sala circulan millones de dólares. La gente, ¿no acude al trabajo con todo ello en la cabeza? El hampa tiene miles de espías y, a pesar de todo, deja cabos sueltos.
En el Fremont, la sala de contar el dinero estaba en el primer piso, y los guardias de seguridad recogían las cajas de debajo de las mesas, las cargaban en unas carretillas y las llevaban arriba para contar su contenido. Pero, de camino, en el montacargas, con la puerta cerrada, como quiera que disponían de una copia de la llave que abría las cajas, agarraban un puñado de billetes. Nunca cogían una cantidad excesiva de ninguna de las cajas y solían alisar el montón.
Era gente lista. Siempre que podían, daban una vuelta por la sala para comprobar qué mesas estaban más calientes y luego recogían el dinero de las elegidas.
Nadie les habría pescado de no haber sido por la ocasión en que agarraron sin querer un recibo (el justificante de las fichas solicitado por las mesas al cajero), y entonces los auditores, al descubrir que faltaba un justificante de una de las cajas, se dieron cuenta de que alguien metía mano en ellas y se acabó la historia. En el Stardust teníamos técnicos que se hacían de oro. Circulaban por todo el casino sin levantar la menor sospecha. ¿Quién iba a cuestionarles algo? Comprobaban las tuberías, los circuitos eléctricos, el aire acondicionado. ¿Estaban ocupados? ¡Quién sabe! ¿A quién le importa?
Pues bien, uno de los puntos que tenían que controlar continuamente los técnicos era el Ojo; subían hasta allí y si no encontraban a nadie -los jefes eran tan indolentes que no estaban allí las veinticuatro horas controlando- bajaban con una tarjeta azul en el bolsillo. Si encontraban algún control allí, bajaban con una tarjeta roja. La tarjeta azul era la señal para robar. El técnico se quedaba con una parte de lo que robaba el croupier que seguía la señal.
Hoy en día, la estafa en un casino es un delito mayor, por el que se llegan a cumplir entre cinco y veinte años. Pero en aquella época, cuando pescaban a alguien, le pegaban una paliza y lo echaban.
Agosto y Thomas se reunieron para discutir el desvío de dinero del Tropicana con Civella, su hermano Carl y Carl DeLuna en casa de Josephine Mario, cuñada de Carl Civella. La casa de Mario estaba a unos pasos de la de Civella en un barrio italiano, y poseía una gran ventaja: se podía entrar por el garaje, cerrar la puerta de éste y meterse en la casa a partir de ahí, evitando así las miradas de vecinos u otros que pudieran merodear por la zona. Ahora bien, como quiera que el FBI sabía que Civella utilizaba la casa de Mario para las reuniones, había conseguido autorización para instalar en ella unos micrófonos en el comedor del sótano.
Nadie estaba al corriente de ello. La reunión empezó a las diez de la mañana y acabó a las seis de la tarde, y cuando se levantó la sesión se habían grabado siete cintas que constituyeron un hito para las fuerzas del orden: los hermanos Civella, DeLuna, Agosto y Thomas comieron espaguetis, bebieron vino y elaboraron las pautas para el desvío de dinero en un casino. Las grabaciones de casa de Mario constituyeron un extraordinario documento, esclarecedor, divertido, impresionantemente ingenuo; representó la puntilla que puso fin a la influencia de la mafia en Las Vegas. En él, Carl Thomas explicaba cómo funcionaba el desvío en el Tropicana y cómo había funcionado en Argent. Fue explicando a los de Kansas City las ventajas e inconvenientes de los distintos métodos de desvío, empezando por su favorito, simplemente robar el efectivo y acabando con el que menos le convencía, rellenar por triplicado los justificantes y luego retirar el dinero. Habló sobre las formas de alterar el peso de las monedas y los bancos auxiliares. Describió el método que utilizaba en Slots O'Fun, el pequeño casino que funcionaba bajo su control en el Strip, y explicó por qué no podía funcionar en un casino mayor. Filosofaba hablando de que los hombres en los que has depositado la confianza para que roben para ti se ven obligados a robar algo para ellos mismos. Él mismo afirmó en un momento dado de la reunión:
Caballeros, éstos son los riesgos del negocio. A veces incluso esta gente te roba a ti… Tengo dos tipos (en el Slots O'Fun) que diariamente me cuentan el dinero. Y sólo sacamos cien dólares al día. Pero cien dólares son cien dólares, treinta mil dólares al año; para nosotros, es mucho dinero. Un garito de nada. Soy consciente de que los tipos se llevan cien al día. Tal vez ciento treinta. Pero te volverías loco intentando averiguar a cuánto asciende el pico. Uno tiene que darse cuenta de que: ¿y si los pescan, Nick? ¿Sabes a lo que se exponen? A no volver a trabajar en su vida… Les estamos pidiendo que pongan en peligro su modus vivendi. Ahora bien, Nick, sabes lo que te aprecio, sabes que somos íntimos, pero tú eres más consciente que nadie de que cada vez que vengo a verte estoy arriesgando todo lo que tengo… Y a los muchachos les pasa igual. Se quedan con el dinero porque son nuestros muchachos. Tenemos que darles cierto margen de libertad.
Carl Thomas siguió hablando y hablando. Tal como afirmó años más tarde, tras ser condenado a quince años de cárcel a raíz de aquella tarde:
Se me habían cruzado los cables, seguro.
Apenas tres meses después de la reunión en casa de Mario, Shea Airey, agente del FBI y Gary Jenkins, del Departamento de Inteligencia de la policía de Kansas City, llamaron a la puerta de Carl DeLuna con una orden de registro que les permitía inspeccionar archivos y papeles. Durante meses, el Bureau había estado controlando cómo DeLuna utilizaba las cabinas telefónicas del hotel Breckinridge; le habían oído hablar de la entrega de «bultos» y «bocadillos»; le habían visto arrancar notas de los envoltorios de los cartuchos de monedas.
Había llegado el momento de registrar su casa. Encontraron en ella paquetes de dinero en efectivo: cuatro mil dólares en el cajón de la ropa interior de Sandra DeLuna; ocho mil dólares escondidos bajo la ropa interior de DeLuna, quince mil dólares en un ropero. Encontraron asimismo cuatro pistolas, un manual sobre envenenamientos, una radio para captar la frecuencia de la policía, una peluca negra, un aparato para fabricar llaves, ciento treinta llaves para copias y un libro para fabricar silenciadores. Encontraron todo tipo de cosas pero ningún archivo o papel. Luego bajaron al sótano. Y tal como precisa un agente de policía de Kansas City:
A veces uno va a casa de un pariente y se da cuenta de que allí hace muchos años que nadie tira nada. Aquel sótano era algo así. El propietario tenía que ser de los que comentan: «Nunca se sabe cuando te hará falta».
En una habitación cerrada con llave del sótano, los agentes encontraron blocs de notas, cuadernos taquigrafiados, tacos de facturas de hoteles, ficheros, todo ello lleno de notas manuscritas con una caligrafía clara en tinta roja o negra, fechadas, en las que se pormenorizaban a la perfección los gastos de DeLuna. Las notas estaban en clave, pero ésta pudo descifrarse con facilidad al confrontarla con las conversaciones que se habían grabado. Las notas demostraban el fin y la distribución del desvío de dinero: al 22, o Joe Aiuppa de Chicago; al Cazador de Ciervos, o Maishe Rockman de Cleveland; a Berman, o Frank Balistrieri de Milwaukee; a ON, o Nick Civella de Kansas City.
Según William Ouseley, agente del FBI:
Por lo que se refiere al registro, DeLuna se comportó como un perfecto caballero. Su mujer preparó café y trajo galletas.
Mientras Airey y Jenkins examinaban las notas, los agentes del FBI detenían a Carl Carusso -El Tenor- al aterrizar en el aeropuerto de Kansas City procedente de Las Vegas. El negocio legal de Carusso consistía en suministrar productos lácteos a Las Vegas; al mismo tiempo, llevaba el dinero desviado de Joe Agosto, del Tropicana, a la banda de Civella. Aquella noche llevaba 80.000 dólares en los bolsillos de la americana, dinero que le había entregado Joe Agosto, a quien a su vez se lo había entregado Don Shepard.
Se presentaron también órdenes de registro a Joe Agosto de Las Vegas, a Deil Gustavson, accionista del Tropicana, a Don Shepard, y en Kansas City, a Nick y Carl Civella. Uno de los agentes comentó:
Nick Civella era consciente de la orden de registro y se libró del golpe. Creo que nunca le habían registrado la casa. No encontramos en ella nada relevante. Lo único que encontramos fueron diamantes. Bolsas llenas de diamantes tallados. Tal vez en eso había invertido el dinero. Encontramos también un recorte de una publicación desconocida que nunca olvidaré. Al parecer, Civella lo había recortado -no llevaba fecha ni firma- y lo había guardado por su significado. Cuando lo leímos nos quedamos paralizados. Comprendimos hasta qué punto se tomaba en serio los principios de su tierra natal y sus negocios. Decía: «Este monstruo -el monstruo que han engendrado en mí- volverá para atormentar a su creador, se levantará de la tumba, del infierno, del infierno predestinado. Y me arrojará con violencia a la existencia futura. El descenso al abismo no va a cambiarme. Volveré arrastrándome para seguir su rastro eternamente. No conseguirán que fracase mi venganza. Jamás, jamás».
Dos días después del registro, DeLuna se entrevistó con tres de su banda en el Wimpy's, un restaurante de Kansas City. Los micrófonos del FBI instalados en el restaurante captaron toda la conversación, en la que DeLuna incluso admitía que contaba con que lo condenarían a unos años de cárcel. Éstas eran sus palabras:
Pero creo que con el tiempo, pude pasar un año, un año y medio, todos acabaremos con tres o cuatro. Es lo que tengo previsto. Ya he empezado a hacerle un lavado de cerebro a Sandy.
Incluso animaba a los demás para que prepararan a sus esposas.
DeLuna fue condenado finalmente a treinta años de cárcel. Su detención y la recuperación de sus notas proporcionaron al FBI el plan de la conspiración respecto al desvío del dinero; en realidad no exageraríamos si dijéramos que a raíz de la reunión en casa de Mario y de las notas de DeLuna se eliminó la mafia de los casinos de Chicago.
«Reconozco la voz. La conozco de toda la vida. Es la de Tony.»
Según El Zurdo:
Geri bebía y tomaba pastillas. No parecía darse cuenta de la tensión a que yo estaba sometido. Una noche, la úlcera me martirizaba y me había metido en la cama, arriba. La llamé por el interfono y le dije que me preparara la cena. El dolor se agudizaba.
Al cabo de un rato, insistí de nuevo por el interfono:
– ¿Ya está lista, Geri?
– Enseguida, cariño -dijo.
Pero lo que no precisó es que estaba borracha como una cuba y ni siquiera había entrado en la cocina. Luego, presa de pánico, preparó de cualquier forma unos huevos pasados por agua, chamuscó una tostada y me subió la bazofia.
Miro aquello y el dolor va en aumento. Le pego una bronca. Me incorporo en la cama. Geri está frente a mí y pega un bote hacia la vitrina.
Me echo boca abajo. Intento, como puedo, casi rodando, saltar a su lado, pero ella coge antes que yo el tirador de la vitrina. Probablemente por cuestión de una fracción de segundos se me adelanta y coge la pistola.
Nos pegamos un coscorrón: yo empiezo a sangrar por la frente y ella, por la nariz. Le había dado justo en el caballete.
Aparecieron los dos críos que estaban en las habitaciones del fondo. Vieron que nos estábamos peleando.
– ¡Geri! ¡Geri! ¡Los niños! ¡Basta!
Por fin apartó la pistola, pero no había forma de detener la pelea porque llevaba una curda de miedo.
Llamé a Bobby Stella diciéndole que viniera enseguida a ayudarme con los niños, con la sangre, con todo. Le dije también que llamara al médico, quien apareció enseguida. Nos llevó a su consulta, donde a mí me curó con cierta facilidad pero a ella tuvo que ponerle un par de puntos de sutura.
Ella iba mascullando que le había roto la nariz.
– Oye Geri, ¿qué pensabas hacer con la pistola? -le pregunté.
– Nada -respondió-. Había bebido. No tenía que hacerlo. No tengo que beber.
Cuando llegamos a casa, ya reinaba la calma.
A la mañana siguiente, me voy a trabajar y me acompaña hasta el coche; la perfecta ama de casa de un barrio residencial.
– Cuídate mucho -me dice, y me da un beso.
Cuando llevo una hora en el trabajo, llamo a casa. Le pregunto cómo se encuentra y me dice:
– Estupendamente. ¿Y tú como estás, amor mío?
Por la voz detecté que había bebido.
Cogí el coche y volví para casa. Aparqué en la esquina y entré a hurtadillas. Quería comprobar qué sucedía. Geri estaba al teléfono. Creo que hablaba con Robin, su hija. Oí que decía:
– Tienes que ayudarme a matar a este cabrón. Por favor, ayúdame.
– No podrá ayudarte, Geri -dije, entrando en la sala-. Aquí estoy.
Por poco se muere.
– No hace ni dos horas me has dicho que me querías y ahora quieres matarme.
Colgó el teléfono.
– Fíjate lo que me hiciste en la nariz -me dice, acercándose a mí. Siempre tenía la última palabra. Llevábamos ya unos años así.
Luego, cada vez que volvía a casa, lo hacía con extrema cautela. No sólo por la pistola de ella, sino porque pensaba que podía contratar a alguien.
Como recuerda Barbara Stokich, hermana de Geri:
Geri y Frank tenían muy mal carácter. Allí se organizaban batallas campales. En el techo había catsup y mostaza. Geri era una niña consentida. Ya de niña, cuando cogía una rabieta, se ponía a chillar, se echaba al suelo y pegaba puñetazos y patadas como una posesa.
Era muy terca. Para ella, la vida era una calle con un solo sentido. Ella tenía que dictar las normas. Y Frank era exactamente igual.
Un día, en mi casa, después de una de las peleas, admitió que no siempre era culpa de Frank. Aceptó que no siempre jugaba limpio con él. Pero dijo también que Frank quería que dejara la bebida pero ella prefería morir antes que hacerlo.
Creo que el plan que tenía Geri al principio era el de divorciarse de Frank cuando las cosas no funcionaran, pero a los nueve meses de la boda tuvo a Steven y el niño lo era todo para ella. Lo adoraba. No había comprendido que podían cambiar las cosas cuando tuviera un hijo. Luego vio que sería incapaz de abandonar a Steven.
Se sentía sola. A veces me llamaba a las tres de la madrugada. ¿Por qué no estaba su marido en casa con ella y los niños? El Zurdo se pegaba la gran vida. Le habían contado que salía con coristas. Ella estaba al corriente de ello. Había encontrado facturas de joyas en sus bolsillos al llevar los trajes a la tintorería.
Venía a casa, se desahogaba y decía que si él podía echar una cana al aire, ella también lo haría. Y lo hizo.
Según El Zurdo:
Geri se llevó los niños de vacaciones a la costa. Cuando se marchó, las cosas no iban muy bien entre nosotros. Cuando llevaba dos días fuera, estaba tan borracha que no pudo ponerse al teléfono. Estuve dos días más sin llamar.
Luego, poco antes de la fecha en que tenían que regresar, seguía sin noticias de ella. Llamé al hotel y me dijeron que se habían ido hacía dos días. Empecé a asustarme de verdad. No conseguí localizarlos en ninguna lista de embarque de líneas aéreas.
Llamé al novio de Robin. Era un buen chaval. Le dije que estaba buscando a mi esposa y a mis hijos. Al principio respondió que no sabía nada de ellos. Luego confesó que Geri y los niños estaban con Leni Marmor y Robin. Me dio su número de teléfono.
Lenny Marmor contesta al teléfono. Lo noto cortante. Astuto. Habla tranquilamente. Finge un ligero acento del sur.
– Oye, Lenny, soy Frank Rosenthal -le digo-. Quiero hablar con Geri.
Me dice que no está.
– Lenny -repito-, quiero hablar con Geri. Es muy importante. Quiero ver a los niños. Que me los mande por avión enseguida.
– Oye, Frank, de verdad que no sé dónde está -responde, con toda sinceridad-. ¿Puedo llamarte dentro de unos minutos?
– De acuerdo -respondo, y cuelgo.
Y se acabó. Se largaron todos. Geri, Robin, mis hijos y Marmor.
Aquella noche Geri llama a Spilotro. Él me localiza inmediatamente y me dice que Geri teme que yo los haga seguir y los mate.
Él le dijo:
– No puedo ayudarte. Manda a los niños inmediatamente. Frank está desesperado.
Geri llama:
– Hola.
– Hola.
Le digo que no pienso preguntarle dónde está; que se limite a mandarme a Steven y Stephanie por avión lo más rápido posible. Que me llame luego para concretar la hora de la llegada. Y que, a partir de aquí, haga ella lo que quiera.
– Si decidiera volver, ¿me perdonarías? -me pregunta luego.
Le digo que no lo sé. Que puedo intentarlo. Soy consciente de que aún me importa, pero digo:
– Ahora mismo lo que tienes que hacer es mandarme a los niños.
Colgó y habló con Lenny y Robin. ¿Y qué le dijo Lenny? Le dijo que sacara el dinero de una caja de seguridad que tenía yo en un banco en Los Ángeles, se tiñera el pelo y se fuera con él llevándose los niños a Europa. Geri le dijo que no porque me conocía y sabía que iniciaría la busca y captura hasta encontrarlos. Me llamó de nuevo diciendo que me mandaba a los niños. Hizo una segunda llamada para darme el número de vuelo. Me fui al aeropuerto con el ama de llaves y recogimos a los dos niños.
Poco después, llama Geri. Me tantea. Le digo:
– ¿Verdad que no has ido a por la caja fuerte?
No responde. Añado:
– ¿Qué ha sucedido con el dinero, Geri?
Dice que ha cometido un error.
– ¿Un error serio?
– Serio -responde.
Hay más de dos millones en efectivo en la caja.
– ¿Cuánto falta? -pregunto.
– Veinticinco -dice.
– ¿Veinticinco mil?
– Sí -dice ella.
Le ha comprado ropa, un reloj nuevo. Chorradas. Rollos de macarra.
– No te preocupes. No es nada -respondo-. En un par de horas te mando un Lear para que te recoja. Tú guarda la llave. Que Lenny no se acerque a ella. Si te la coge, abrirá la caja.
»Has perdido veinticinco mil dólares con el macarra -añado-. Puede soportarse pero se acabó.
Según Geri, cuando dijo a Robin que volvía conmigo, ella respondió que tenía la sensación de no tener madre. Robin se había sentido más inclinada hacia Lenny Marmor, su padre.
Len nunca se había casado con Geri. Se había casado tres veces, pero nunca con Geri, la madre de su hija. Sin embargo, ella le era más fiel que a nadie. Era algo inconcebible.
Unas horas después recibo una llamada del piloto, precisándome la hora exacta del aterrizaje, me voy al aeropuerto y ella baja tambaleándose del avión. Luce una amplia sonrisa. Como si nada hubiera sucedido.
De camino a casa, hablamos de la caja. Dice que no ha conseguido sacarle la llave a Robin. Pero que no hay peligro porque los bancos están cerrados.
Empezamos a discutir de nuevo. Llegamos a casa y suena el teléfono. Es Spilotro.
– ¿Qué tal están las cosas? -quiere saber.
Le digo que bien. Interviene Geri:
– ¿Es Tony? ¿Puedo hablar con él?
Respondo que no.
– Pásamela -dice Tony.
Repito que no.
– Quiero hablar con ella. ¿Me oyes? -dice Tony. Lo noto algo duro.
Le repito que no y le doy las gracias por su ayuda, pero me interrumpe:
– Te he dicho que quiero hablar con ella -dice.
Le cuelgo el teléfono.
– ¿Era Tony? -pregunta Geri-. Quería hablar con él.
Le digo que yo lo que quiero es hablar del dinero de la caja. A la mañana siguiente esperamos una llamada de Robin. Yo no me puse al teléfono porque no quería meterle miedo.
Robin dice que Lenny ha intentado que ella le dé la llave de la caja.
– Te lo pido por lo que más quieras. No lo hagas -dice Geri-. No hagas caso a tu padre.
Geri llora por teléfono mientras suplica a Robin. Un espectáculo terrible. Robin cede… Promete que no asaltará la caja.
En palabras de Barbara Stokich, la hermana de Geri:
Cuando el matrimonio se hacía pedazos, Frank la apaleaba y ella venía a casa. Llevaba un ojo amoratado. La cara llena de moratones y cardenales. Las costillas igual. Una noche, el espectáculo era tan lamentable que incluso hicimos fotos. En mi casa.
Luego Geri y Robin se enojaron muchísimo conmigo porque no quería entregarles las fotos. Pretendían llevarlo a los tribunales. No se las entregué porque las fotos no demostraban que era Frank la que la había pegado. Demostraban sólo que la habían pegado. Recuerdo que me deshice de ellas. Ella creía que podría utilizar las fotos para demostrar que la pegaba cuando llevara el caso a los tribunales. Robin me tenía al corriente de todo lo que sucedía. Hasta que se volvió contra mí cuando no quise entregarles las fotos.
Según testimonio de un agente del FBI retirado, que conocía bien el caso:
El Zurdo le hacía la vida imposible. La engañaba constantemente y le daba igual que ella lo descubriera. Empezó a controlarla como si fuera una esposa Stepford versión Las Vegas.
Por la mañana le hacía una planificación del día, que pegaba al frigorífico, y quería saber lo que hacía a cada minuto. También la obligaba a establecer contacto con él varias veces al día.
Incluso le compró un busca para localizarla cuando le apeteciera, pero ella siempre lo «perdía», lo que acababa de envenenar a Frank. En una ocasión, llegó media hora tarde a casa con los niños. Dijo que había estado en un atasco a causa de un tren de carga que circulaba a última hora de la tarde. La obligó a permanecer de pie a su lado al lado del teléfono mientras él llamaba a la compañía ferroviaria para confirmar a qué hora circulaba dicho tren.
Pero le hiciera lo que le hiciera, ella nunca lo abandonaba, pues siempre había regalos. Era una puta de la vieja escuela. Él la compró cuando se casaron y así siguió.
En palabras de El Zurdo:
Visto con perspectiva, me doy cuenta de que en nuestro matrimonio apenas hubo tres o cuatro meses de paz. Y se acabó. Fui un estúpido. Un ingenuo. Deseaba realmente tener una familia. Nunca me di cuenta de que era incapaz de controlarla.
Una noche, estaba en el Jubilation presentando mi espectáculo televisivo y Geri se encontraba entre el público. Me doy cuenta de que Tony también está. Veo que ella se va al lavabo. Me fijo en que Tony intenta detenerla pero ella se lo sacude. No sé por qué, pero aquello no me cuadraba. No dije nada.
En palabras de Frank Cullotta, colega de Tony Spilotro:
Geri era un desastre. Bebía como una cosaca. Esnifaba coca por un tubo, tomaba estimulantes, tranquilizantes, de todo.
Consiguió avergonzar muchísimo El Zurdo en el momento en que tenía sus propios problemas con la Comisión del Juego.
El Zurdo no caía bien a nadie. Era egoísta, entraba en un local público sin saludar a nadie. Era arrogante. El Zurdo pagó sus cuotas a Chicago pero siempre se comportó como si él ya no tuviera que tener en cuenta a Tony.
Según testimonio de Murray Ehrenberg, gerente del casino Stardust:
Eran hacia las dos de la madrugada y aparece Tony en el Stardust con otro tipo; los dos van servidos. Tony no debería estar allí, pero todos simulan no conocerlo.
Se dirige a una mesa de blackjack de cien dólares y empieza jugando a cinco negras (500 dólares) la mano. Está jugando solo y pierde. En veinte minutos veo que saca del bolsillo diez mil dólares.
Empieza a maltratar al croupier. Le da una carta, no le gusta, se la tira por la cara y pide otra. El jefe de la zona de las mesas indica con la cabeza al croupier que siga. No le gusta la segunda, la arroja de nuevo y le dice al croupier que se la meta en el culo. Casi rezamos para que le salga alguna de su gusto, pero las va rechazando una tras otra, y cada vez se va exaltando más. Nosotros lo único que intentamos es acabar la noche con vida.
Luego Tony pide al jefe de mesas que le preste cincuenta mil dólares. Es consciente de que él no está autorizado para tal suma y al cabo de poco ya me veo implicado en ello.
– Llama al que te dije y consígueme el dinero -dice Tony.
Llamé a El Zurdo a través de la línea especial que habíamos instalado. Le dije que teníamos allí al Enano y pedía prestados cincuenta mil. Añadí que el pájaro ya había perdido los diez mil que llevaba encima.
El Zurdo se puso furioso. Todo el mundo sabía que Tony no tenía que poner los pies en el Stardust y no digamos ya jugar o pedir dinero prestado. El Zurdo me dijo que Tony se pusiera al teléfono y le puntualizó que iba a ofrecerle un trato equitativo. Le devolvería el dinero que había perdido. Eso sí, le ordenó que saliera del casino inmediatamente, antes de que alguna de las ratas que teníamos por allí camufladas avisara al Departamento de Control y nos metieran en un buen lío.
Tony no estaba tan borracho como era de esperar. No iba en plan guerrero. A causa del desvío de dinero, la licencia de El Zurdo y todo lo demás, el Departamento de Control se estaba poniendo duro con el Stardust.
Di el visto bueno a los diez mil que, por cierto, nunca reembolsó, pero al Zurdo le dio igual. Lo único que le interesaba era que no constara el nombre de Tony en ningún impreso de solicitud de crédito o bien otros papeles del casino.
Tony salió del local realmente enojado, pero tuvo que aguantarse. En el fondo, seguro que sabía que El Zurdo tenía razón, aunque no le gustara.
Como lo cuenta El Zurdo:
Era un viernes o un sábado por la noche. Había terminado el programa de televisión y yo estaba en el Jubilation. A mi lado estaba Joe Cusumano. Nadie respondió. Son las dos de la madrugada y no responden al teléfono.
Dije a Cusumano que me iba a casa. Total eran cinco minutos en coche.
Al llegar allí comprobé que Geri y Steven no estaban. Habían atado a mi hija por el tobillo a la cama con una cuerda de tender la ropa.
Me parece increíble. Desato a la niña y suena el teléfono.
– ¿Qué tal? -Es Tony.
– Mal. ¿Qué pasa?
– Tranquilo. Tranquilo. No ocurre nada. Ella está bien. Os habéis peleado. Ella quería hablar de los problemas que tenéis.
Dijo que Geri había dejado a Steven con unos vecinos. Dijo que tenía que tranquilizarme e ir al Village Pub.
Conduje hasta allí hecho una furia. El local estaba a tope. Tony me esperaba tras la puerta de entrada. Intentó calmarme.
– No hagas una escena -dice. Se queda de píe entre la puerta y yo, pero lo conozco demasiado. No voy a pasar rozándolo para que se ofenda. Le digo que estoy perfectamente y entro pasándole por detrás.
Ya dentro, veo que ella está en un compartimiento de espaldas a la puerta. Tengo que ir hasta donde está ella y dar la vuelta a la mesa para colocarme delante. Me siento.
Le canté las cuarenta. Ella actuaba con tiento. Llevaba un buen globo. No dejaba de repetir que la dejara tranquila. Al cabo de poco, me la llevé. Al salir, Tony me dijo que no me pasara con ella.
– Está intentando salvar vuestro matrimonio -dijo.
Como recuerda Suzanne Kloud, amiga de Geri y maquilladora del programa televisivo de El Zurdo:
Geri era una persona encantadora, pero él la empujó a la bebida. Él hubiera empujado a quien sea a la bebida. Llegaba a su casa a las tres o las cuatro de la madrugada, después del programa, la sacaba de la cama a empujones y se ponía a hablar por teléfono durante un par de horas con alguna de sus novias.
Nunca tuvo en cuenta los sentimientos de Geri. Siempre andaba follando con alguna de las bailarinas y haciendo alardes de ello. Geri me contó que una vez El Zurdo se fue a Los Ángeles y se gastó catorce mil dólares en Gucci para regalos para unas bailarinas y a otra le compró un collar de diecisiete mil dólares.
Ella contaba que encontraba las facturas en los bolsillos de los trajes cuando los llevaba a la tintorería. La verdad es que no puede decirse que El Zurdo fuera exactamente del estilo de los que sólo ansían una velada tranquila en casa.
Siempre la maltrataba, casi como si la odiara. Una noche, después del programa, ella esperaba ir a cenar con él. Lo encontró rodeado de todos sus pelotas y fue a interrumpirlos.
Lo agarró por el brazo. Quería que le dijera, delante de toda aquella gente, cuándo iban a marcharse. Fue una estupidez. El se deshizo de ella como pudo.
– ¡A mí no me toques, leche! -dijo a su propia esposa delante de todos.
Yo la cogí y nos fuimos las dos a cenar. Le pregunté por qué hacía aquello, si sólo servía para montar una escena. Pero al parecer Geri siempre le montaba escenas. Sabía exactamente lo que podía sacarlo de sus casillas y sin embargo no se reprimía. Me confesó que no sabía por qué lo hacía. Se veía impulsada a ello.
Ahora bien, por muy despreciable que fuera El Zurdo, siempre le llevaba regalos. Le compró las joyas más fantásticas del mundo. Por ejemplo, un collar de coral rosa y diamantes, y otro con un solitario rodeado de diamantes. Los collares valían doscientos y trescientos mil dólares. Aquello la hacía vivir. Éste es el dios que persigue una buscavidas.
En palabras de El Zurdo:
Recuerdo que estaba viendo un partido de fútbol y ella sabía que yo estaba preocupado.
– Me voy a casa de mi hermana -dijo. Añadió que dejaría a Steven con unos vecinos y se iría a casa de Barbara con Stephanie.
Me preguntó si de vuelta quería que me trajera unas hamburguesas de McDonald's. Dije que tal vez. Sabía que me gustaban. Me dejó el número de Barbara. Yo no tenía el número de su hermana. Me importaba un bledo su hermana. Dejó el papel junto al teléfono y se fue.
Al cabo de un buen rato decidí llamar a su hermana. Iba a decirle que me trajera algo de McDonald's.
Llamé y Barbara me dijo que estaba en McDonald's comprando algo para Stephanie.
Respondí que vale, que me llamara cuando volviera.
Volví a centrarme en el partido, pero pasó media hora y seguía sin noticias de Geri, y el ordenador mental iba marcando el tiempo.
Llamé de nuevo a Barbara y le pregunté si Geri había vuelto.
– No -responde.
Me empiezo a mosquear. Tenía que haber ido a buscar algo a McDonald's para Stephanie y no lo había hecho. ¿La dejaría sin comer?
– Que me llame en cuanto vuelva -le digo a Barbara.
Pasan quince minutos. De Geri, nada.
Vuelvo a llamar.
– Oye, Barbara -digo-, coge el coche y tráeme a mi hija a casa. Luego me voy a buscar a Steven, Barbara me trae a Stephanie y, con los críos ya en casa, intento localizar a Geri.
Aquel día Geri se había llevado mi coche. Era mayor que el suyo. Llevaba teléfono móvil. Llamo al móvil por si acaso. Lo cogen, pero es la voz de un hombre. Disimulada. Tapando el auricular. Pero la reconozco. La conozco de toda la vida. Es la voz de Tony. La reconocería como fuera.
Cuelgo enseguida. ¡Vaya! ¿Con qué ésas tenemos? Para andar sobre seguro, marco de nuevo el número, pero ahora me responde la operadora diciendo que ese número de teléfono móvil no opera en este momento.
Soy incapaz de mirar el partido de fútbol. Se me presenta un grave problema. Serán ya las siete o las ocho de la noche. Ni rastro de Geri. Por fin me llama su manicura.
– Frank -me dice-, Geri está histérica. Se ha quedado sin gasolina y han tenido que remolcarla. Tiene la impresión de que te lo vas a tomar a mal.
Yo mantenía la calma.
– Ningún problema -dije-. Que se ponga al aparato.
Está llorando.
– Te quiero. Lo siento.
Daba la impresión de que estaba mal; creo que no estaba al corriente de que era yo quien había tenido contacto con Tony por el teléfono móvil, pero en aquel momento no quería sacar el tema.
Al día siguiente, yo tenía que estar unas horas en Los Ángeles. Le dije si quería acompañarme. Hacer unas compras. Dijo que no le apetecía. Quería hacerse la manicura. De modo que me fui y ella se quedó en casa.
Cuando volví aquella tarde, seguía en casa y me fijé en sus manos.
– ¡Vaya! -exclamé-. ¿Y la manicura?
– No -dijo-. No me apetecía. Llovía.
– ¿Qué has hecho?
– Pues nada. Comer con mi hermana.
– ¡Qué bien! -dije, pero estaba prácticamente seguro de que me la jugaba-. ¿Dónde?
Yo lo decía como quien no quiere la cosa pero notaba que ella captaba el tema.
– En el club.
– ¿Qué has comido?
Me habló de una ensalada o algo.
– ¿Qué ha comido Barbara?
Me lo contó.
– Vale -dije-, llama a tu hermana. Quiero preguntarle qué ha comido.
Geri coge un papel, escribe el número de su hermana y va hacia la escalera para mandar al ama de llaves que llame a Barbara.
Le agarro el papel.
– ¿A que no has comido con Barbara?
– Sí -dice ella.
– De acuerdo -digo-, pues voy a llamarla.
Cojo el teléfono.
– Vale, vale -dice, algo molesta-. No he comido con Barbara.
– ¿Qué has hecho pues?
– Ir por ahí con unas colegas. Como no te gustan, no quería decírtelo. Nada más.
– Oye, Geri -le digo-, creo que será mejor que me cuentes las cosas como son. Tengo la impresión de que has estado con alguien. Es más, lo sé. Los dos lo sabemos. Lo único que espero es que no hayas estado con uno de los dos.
– ¿Qué dos? -me pregunta, mirándome a los ojos. Casi con una sonrisa.
– Tony o Joey -digo. Se limita a mirarme con una media sonrisa-. Oye, Geri -añado-, esto no es un puto juego. A partir de ahora se acabó la comedia. O pasas por el tubo ya o sales pitando de aquí.
Le digo que si me la vuelve a jugar, puede despedirse del matrimonio.
Se había tomado Tuinal a punta de pala. Me dijo que se trataba de Tony. Lo soltó directamente. Sin darle importancia. Dijo que habían empezado medio colocados. La iba escuchando y me entraban náuseas.
– Ah, por cierto, va a llamar a las seis -dijo luego.
Me entran ganas de suicidarme. Tendré que hablar con él como si no estuviera al corriente de lo que ella me acababa de decir. Le intenté contar que todos estábamos en peligro. Le dije que no comentara a Tony que me había hablado de ello. De sospechar Tony que yo lo sabía, podía deducir que había montado un cirio en casa y Geri y yo podíamos perder la vida. Conocía bien a Tony. Los dos desapareceríamos. Geri dijo comprender la situación. Había sido una locura.
Conseguiría que saliéramos del embrollo. Necesitaba, sin embargo, tiempo para apartar a Tony. No podía dejar de verlo de la noche a la mañana. Sospecharía que yo lo había descubierto. El plan consistía en dejar que aquello se extinguiera lentamente.
A las seis, sonó el teléfono. Jamás me había parecido tan estridente su zumbido. Geri dijo a Tony que yo acababa de volver a casa, que no me sentía bien y que se pondría en contacto con él por la mañana.
Me contó cómo había ido la cosa. Dijo que llevaban viéndose entre seis meses y un año. Recordé la primera época en que salía con Geri. Una vez que la llevé conmigo a Chicago. Una de las primeras visitas a donde la llevé fue a casa de Tony, Nancy y sus hermanos. Entré en casa de él con Geri. Ella llevaba una elegante minifalda. Recuerdo que él exclamó: «¡La leche! ¿De dónde la has sacado?».
También la llevé a visitar a otros amigos. Fuimos a ver a Fiore en el campo. Me di cuenta de que ella le caía bien, de que aprobaba mi elección.
Pero ahora se había terminado y me quedaba una alternativa. Podía ir a Chicago y ponerme contra Tony, pero intentaba evitar que se desencadenara la guerra. Presentía que no habría vencedores. Se lo comenté a ella. Dijo que lo comprendía, que se había terminado, que se desharía de él.
Le pregunté qué ocurriría en caso de que él no estuviera de acuerdo en dejarla y respondió que no habría problema. Que lo apartaría de su vida. Si la escuchabas, dirías que era muy convincente.
Y en cambio más tarde descubrí que seguían viéndose: en moteles, en el piso que él tenía en Towers, frente al club, donde fuera.
Además, no paraba de hacerme preguntas del estilo de: «¿Ocurre algo? ¿Algún problema?». Él estaba pinchando. Lo conozco bien. Una noche, estoy en el Stardust y uno de los muchachos me dice:
– Va a llamar el colega.
Sabía que llamaría a una de las seis cabinas del fondo del casino. Esperé la llamada.
– ¿Qué tal? -me pregunta.
– Muy bien -respondo.
– Quería preguntarte algo -dice, y me empieza a hablar de no sé qué chorrada que no le interesa para nada. Luego va al grano.
– ¿Qué tal te va con Geri? -pregunta.
– ¿Por qué lo dices?
– Es que quería saber algo.
– ¿Qué?
– ¿Todavía la quieres? -me pregunta.
– Sí -respondo-. Pues claro. ¿Por qué no habría de quererla?
– No, no -dice él-, no era más que una pregunta.
Evidentemente, ella le había contado que habíamos ido a ver a Oscar. Le había dicho a Geri que pensaba en una separación formal. En el divorcio. Le había dicho que incluso de no haber ocurrido lo de Tony, de lo que nadie estaba al corriente, lo nuestro no funcionaba.
Como afirma Emmett Michaels, agente retirado del FBI:
A finales de 1979 y principios de 1980, no dejamos ni a sol ni a sombra a Spilotro. Era algo rutinario. Él creía que nos despistaba, pero siempre estábamos tras su rastro. En esta ocasión, el helicóptero lo siguió hasta la caravana que tenía en la avenida Tropicana.
Hacía mucho calor, y cuando llegamos allí tuvimos que esperarnos un par de horas. Era el sitio adonde llevaba a las novias. Yo ya sabía que su vida doméstica no funcionaba porque en una ocasión en que tuve que hacerle unas preguntas, pidió a Nancy dinero para comprar tabaco y ella le respondió: «Jódete, arréglatelas tú mismo para buscar tabaco».
Aquel día, Tony no tenía la menor idea de que el helicóptero le hubiera seguido la pista hasta la caravana y que le estaríamos esperando. Ni siquiera había micrófonos instalados allí. Nos quedamos a la espera en una furgoneta, a unas manzanas, utilizando prismáticos. No se me olvidará nunca. Se abrió la puerta de la caravana, sale Tony e inmediatamente después Geri Rosenthal. Habían pasado allí más de una hora.
Geri era la mejor amiga de Nancy Spilotro. No nos lo acabábamos de creer. Nos íbamos pasando los prismáticos para confirmarlo. Claro que era ella. Era un par de palmos más alta que él. No había error posible. Sabíamos que no podía pasar mucho tiempo sin que se difundiera la noticia de que Tony tenía un asunto con la mujer de El Zurdo. Porque, ¿quién podía guardar un secreto como aquél?
En palabras de Mike Simon, agente del FBI retirado:
Aun cuando Spilotro intentaba ser discreto, ella lo desbarataba todo. Era el secreto peor guardado de la ciudad. Enseguida lo supo todo el mundo. Geri empezó a alardear en la peluquería y el gimnasio de los regalos que decía procedía de su nuevo patrocinador, palabra del lenguaje de la prostitución que equivale a querido o protector.
Se dedicó también a contar a sus amigas que su nuevo patrocinador era Tony Spilotro. Geri no tenía ninguna pretensión.
Kent Clifford, jefe del servicio de inteligencia de la policía de Las Vegas afirmó:
Spilotro hacía gala de su relación con Geri como demostración de poder. Podía conseguir miles de mujeres más jóvenes y guapas que Geri Rosenthal, pero el poder es afrodisíaco.
Ahora bien, el ego de Spilotro entorpeció su camino. Estoy convencido de que Spilotro se decía a sí mismo: «Soy capaz de ello y nadie podrá detenerme. Geri es mi novia, mi ja». Fue una de sus estupideces.
Como cuenta Cullotta:
Me voy a Chicago y allí han oído campanas.
– ¿Qué coño sucede allí? -pregunta Joey Lombardo-. ¿A qué se dedica ése? ¿A follarse a la mujer del otro?
Mentí. Dije que no. Me hice el loco. Aseguré que no sabía nada al respecto. ¿Qué podía decirles, que Tony se cepillaba a la mujer de El Zurdo y que el FBI y la policía local estaban pisándoles los talones a todos?
– Esperemos que no sea así -dijeron, pero me di cuenta de que estaban inquietos.
Luego me encuentro con Joe Nick, es decir con Joe Ferriola.
– ¿Qué pasa con el puñetero judío? -dice-. Está pirado. Porque… ¿No se estará follando a la mujer el Enano? Porque, si es así, va a haber problemas.
Mentí de nuevo. Dije que no. Que todo estaba tranquilo. Que el tipo estaba como una regadera. Podían haber llamado a Tony y haberlo eliminado por enmarañarlo todo, pero se habían convencido de que El Zurdo era un psicópata. Sólo los capos, como Joey Aiuppa, apoyaban El Zurdo, y eso porque lo conocían de hacía tantos años.
Aquella noche, ya tarde, estaba en el restaurante Rocky's, en la North Avenue con Melrose Park, el garito de Jackie Cerone; estaba en la barra con Larry Neumann y Wayne Matecki, dos asesinos a sueldo de aspecto espeluznante, y se me acerca Cerone.
– ¿Hay algún problema con el judío y su parienta? -me pregunta.
«¡Arrea!», digo para mis adentros, lo sabe toda la ciudad. Alguien les ha ido con la historieta y el único que se me ocurre que puede haberlo hecho es El Zurdo.
Le dije a Cerone que El Zurdo y su parienta se peleaban constantemente pero que la cosa no iba más allá. Él me miró a los ojos y me preguntó:
– ¿Se la tira el Enano?
Dije que no. ¿Qué podía decir? Jackie Cerone era un jefazo y odiaba tanto a Tony como a El Zurdo.
– Vale -dice Cerone-, pero no nos gustaría que nuestros amigos estuvieran en peligro.
Cuando volví a Las Vegas, se lo conté a Tony y se puso hecho una furia. Paseábamos arriba y abajo por West Sahara, delante del Gold Rush, y él se tapaba la boca porque la pasma utilizaba prismáticos y expertos en leer los labios.
– El mamón del judío -dijo-. Le faltó tiempo para ir a gimotear allí. El puto judío hará estallar la guerra. Tendré que meditarlo.
Como comentaba El Zurdo:
Di por sentado que Geri había roto con Tony, pero cuando empecé a sospechar que seguía viendo a Lenny Marmor, mandé pinchar el teléfono de casa. Coloqué las escuchas porque cuando llegaba y ella estaba hablando por teléfono, colgaba inmediatamente o bien decía: «Ya te llamaré luego». Y lo que yo no quería era que intentara secuestrarme de nuevo a los niños.
Las cintas tenían una hora de duración. Tenía la grabadora montada en el garaje. Durante los primeros días, encontré muchas conversaciones con Nancy Spilotro. Se grabaron frases como: «¿A que no sabes lo que me ha dicho el Sabelotodo?».
Un día llamó a su padre y le dijo:
– Ojalá pudieras matar a ese hijoputa.
Por la grabación oía el ruido de fondo del tintineo del vaso. Su padre le preguntó si estaba bebiendo.
– Papá -dijo ella-, hace meses que no pruebo el alcohol.
Escuchando aquellas cintas tuve que tragar muchos sapos. Era terrible. Nunca estaba del todo seguro de lo que ella podía estar diciendo a mis espaldas.
Luego, al cabo de unos días, oí la grabación de una conversación con Tony. Geri hablaba muy de prisa. Le decía a qué hora llegaba yo a casa. Eso después de decirme que lo habían dejado. Después de avisarla yo del peligro y de todo. Y mira por dónde escucho con mis propios oídos cómo traman un nuevo encuentro.
– Nos veremos en el campo de béisbol. Vincent juega mañana por la tarde. Nos encontramos en el partido. Él estará trabajando. Frank no aparecerá.
Historias de ésas.
Era incapaz de mirarla; estaba enojadísimo con todo lo que había oído. Geri conseguiría que nos mataran a los dos.
Los niños tenían una competición de natación al día siguiente, se acostaron pronto y aquella noche le dije:
– Oye, Geri, vamos a hablar claro. Si no lo has hecho antes, hazlo ahora, dime la verdad. ¿Sigues viendo a nuestro amigo común?
Y añadí:
– Corres el mismo riesgo que yo. A ti te matarán antes que a mí o a él.
– No te preocupes -responde-. Se acabó.
Pero yo sé por las grabaciones que sigue con sus citas.
– ¿No tienes ningún tipo de contacto con él? -le pregunto.
– No, querido -dice.
– ¿Seguro? -repito.
– Con todo lo que hemos pasado, no entiendo cómo puedes preguntármelo -dice ella.
– De acuerdo, Geri -digo-. Júralo.
– Lo juro -dice Geri-. Ni se me ocurriría. ¿No serás capaz de quitártelo de la cabeza?
– Júramelo -repito-. Júralo por tu hijo y me lo quitaré de la cabeza.
Me mira de hito en hito. Está enojada.
– Lo juro por la vida de nuestro hijo -dice-. ¿Satisfecho?
– ¡Puta! -exclamo-. Te he grabado.
Cogí la grabadora con la cinta, apreté el botón y oyó su propia conversación con Tony.
– ¡Apaga eso! -chillaba-. ¡No quiero oír nada más!
– Eres una zorra -le digo. Estoy perdiendo los estribos-. Te voy a arrojar por la ventana.
– ¡Steven! ¡Socorro, Steven! -empieza a gritar.
Aparece el pobre chaval medio dormido. Es un niño de nueve años. Geri consigue que me retire.
– Si no me dejas en paz -dice-, llamo a la policía.
Cedí y me fui al casino. Cené, volví a casa y me dormí. Decidí que lo más importante era el concurso de natación de Steven y Stephanie.
El Zurdo ya había empezado a abordar la separación de bienes cuando Geri volvió de su viaje a Beverly Hills con Lenny Marmor. Había presentado un acuerdo ante los tribunales sobre dicha separación como paso previo a la disolución del matrimonio. De acuerdo con los términos en que estaba redactado el acuerdo, El Zurdo se quedaba prácticamente con todo: la casa, situada en el 972 del Valley Drive de Las Vegas; los solares 144 y 145 del Club Las Vegas en Augusta Drive; y los cuatro caballos Thoroughbred de la pareja: Isla Luna, Último motivo, Mi Amigo Est y Míster Commonwealth.
No obstante, las cajas de seguridad guardadas en la sucursal del Strip del First National Bank de Nevada siguieron a nombre de los dos. Él mismo manifestó que alguien tenía que tener acceso al dinero en efectivo si lo detenían o no podía sacarlo por alguna otra razón.
Hizo firmar asimismo a Geri un acuerdo por el que perdía sus derechos sobre «la atención, custodia y control de sus hijos menores si abusaba del alcohol o los barbitúricos».
Carta de Geri a Robin:
4-5-79
3,12 de la madrugada
Queridísima Robin:
Cariño, no quisiera preocuparte pero no sé si podré resistirlo. Te escribo esta noche con una costilla rota, los ojos amoratados, el cuerpo lleno de cardenales, y creo que no es necesario que te diga quién me ha propinado los golpes. Todo en estas dos últimas semanas. Anoche llegó a casa borracho y me intentó estrangular; perdí totalmente la conciencia. Todo eso no se lo puedo contar a nadie más que a ti, pues a nadie le importa. Lo creas o no, soy capaz de capear el temporal y además alguna noche incluso podría coger la pistola y matarlo de una puñetera vez. Anoche él estuvo a punto de matarme a mí. Cuando recuperé el conocimiento, lo vi de pie a mi lado, borracho perdido y a punto de pegarme una patada. Cuando bebe, no sabe lo que hace ni le importa. Esta noche, cuando ha vuelto, ha empezado de nuevo y yo me he puesto a chillar que se fuera de casa, que me dejara, pero él ha cogido otro de sus ataques y no me ha quedado más remedio que permanecer quieta, oír como vociferaba y deliraba mientras yo iba rezando para que no me apaleara de nuevo. Me tiene terriblemente asustada…
Escríbeme, por favor. Te quiero. No hables conmigo por teléfono, él escucha.
Mamá
Frank Cullotta dice:
Estábamos en el Jubilation y a Tony se le ocurrió la idea de pegar una paliza a El Zurdo. No se refirió a él llamándole El Zurdo, dijo el judío. Dijo:
– El judío, aún no estoy seguro. Pero si no me equivoco, te necesitaré para que me proporciones a un tipo. ¿Se te ocurre alguien?
– Sí, el grandullón -respondo.
– Lo que no quiero es que lo zumbes por la calle -dijo.
– ¿A quién? -pregunto.
– Al judío -dice.
– Yo lo preparo y cuando se levante, tú lo recoges. Ya te enterarás donde está el agujero -dice.
– No tendremos más que apartar la plancha de madera contrachapada, dejarla caer en el agujero y tapar de nuevo.
Y luego Tony añade:
– Pero no hagas nada hasta que te avise.
– De acuerdo -respondo.
– Ya te diré algo, hoy por hoy todavía no estoy seguro -dice.
En palabras de Murray Ehrenberg:
Geri empezó a pasar las noches fuera. ¡Quién sabe lo que hacía! La mayor parte del tiempo estaba borracha o colocada. Pero Frank no se portaba mejor. Se cocía cada noche y andaba por ahí con sus bailarinas. Derrochaba dinero. Les compraba esto. Les compraba aquello. Perdió un montón de dinero jugando al blackjack. No sé si era el peor jugador de blackjack del mundo o que se estaba castigando a sí mismo por algo.
Según Frank Cullotta:
Yo era propietario de la pizzería Upper Crust. Servíamos comida, pero el local también era una guarida. Una mañana, a primera hora, cuando estábamos preparando la comida -serían las siete, las ocho, las ocho y media-, aparece Geri. Sale del coche y deja la puerta abierta. Se la ve ojerosa. Era de aquellas mujeres a las que no se puede desafiar en público porque montan unas escenas terribles. Era de las que se debaten, chillan y agitan los brazos. Era alta e imponente, intentar controlarla era una pesadilla.
Entra en el restaurante lanzando improperios.
– ¿Dónde coño está? -grita.
– Por favor, Geri -digo-, cálmate. No provoques un alboroto.
– Quiero verlo ahora mismo -dice-. ¿Dónde está? Voy a matar a ese hijoputa. Pero ya.
Le digo a la parienta que no la pierda de vista pues está histérica. La colocamos en un compartimiento y cierro la puerta del restaurante. Ella quiere hablar con Tony inmediatamente.
Llamo a Tony mientras ella, al fondo, va chillando que matará al judío. Por otro lado, sé que si Nancy se entera de lo que hay con Geri, se va a armar una de pronóstico.
Tony nunca conducía en Las Vegas. Siempre se sentaba en el asiento del acompañante. Aquella mañana llega a los dos minutos. Lo acompaña Sammy Siegel. Éste suele aparecer por su casa a primera hora de la mañana y se pasa el día jugando al gin rummy con Tony y lo lleva donde le apetece. Es su trabajo.
Tony entra y me dice que lleve el coche de ella atrás para que nadie lo vea. Se lo mando hacer a Ernie.
Me aparto de allí pero veo que habla con ella, va moviendo las manos como si machacara algo, su estilo de siempre; las lágrimas corren por las mejillas de ella, asiente ligeramente, y por fin Tony le dice que se vaya.
El coche de Geri estaba atrás y cuando se marchó nosotros estábamos fuera. Tony se volvió para mirarme:
– La hemos jodido -dice.
«Me acabo de tirar a Tony Spilotro.»
Como cuenta Murray Ehrenberg:
Frank estaba muerto de miedo. Era una persona bastante reservada. Nunca quería mostrar sus sentimientos. Jamás lo hizo. Se encerraba siempre en sí mismo, a excepción de la noche en que me llamó para pedirme que fuera a verle. Fue la primera vez que noté el pánico en su voz. «Ven -dijo- y trae un arma». Dijo que necesitaba protección, que, por lo que fuera, no quería estar solo. Quería a alguien con él. Le dije que tal vez precisara un testigo o algo.
– No te preocupes, voy enseguida. Voy a coger el rifle de caza de mi hijo.
Cuando lo vi, comprobé que estaba realmente conmocionado. Nunca lo había visto en aquel estado y había trabajado con él durante años.
En cuanto llegué, se tranquilizó y permanecimos allí sentados medio amodorrados mucho rato hasta que oímos un ruido. Nos levantamos de un salto, salimos y nos encontramos con que llegaba Geri. Llevaba una buena curda. Tenía la mirada extraviada. Estaba fuera de sí. Completamente desmadrada. Chocó frontalmente con la puerta del garaje. Abolló el coche. Yo estaba allí delante y por poco me aplasta el pie. Ni esperó a que subiera la puerta. Le dio de frente.
– Ha estado fuera toda la noche.
Según El Zurdo:
La oí a través de las ventanas cerradas. Decía: «¿Dónde están mis hijos, cabrón?».
Geri no solía hablar así. Otra razón por la que pensé que le sucedía algo. ¿Copas? ¿Pastillas? ¿Drogas? No podía precisarlo.
Le dije que bajara un poco el cristal, y lo hizo en un par de centímetros; me acerqué tanto como pude a ella y le pedí que se calmara.
– ¿No podríamos discutirlo? ¡Cuidado!
– ¡A tomar por culo! -chilla de nuevo, pone el coche en marcha y le da de lleno a la puerta del garaje.
Los vecinos se han despertado, se han reunido en la calle y aparecen un par de coches de la poli. Veo a dos polis. Los conozco.
Geri dice que quiere entrar en casa. A freír espárragos, pienso yo. Pero soy consciente de que tengo pocas alternativas. Me tiene atado. La encantadora esposa de un famoso hombre de casinos, de un jugador relacionado con el hampa. El no va más. Van a hacerme picadillo en el tribunal.
Con todo, respondiendo a su pregunta, le formuló otra:
– ¿Dónde está el gilipollas de tu novio?
– ¿Qué novio? -dice, impasible.
– Sabes bien quién -preciso.
Geri se dirige a los polis y les pide que consigan que yo la deje entrar en casa. La mitad de la casa es mía, dice.
Los dos polis son anti Frank Rosenthal. Queda clarísimo. Yo soy el de la mala fama.
– ¡Eh, Frank! -dice uno de ellos-. ¿Por qué no la dejas entrar? Abre y así nos podremos marchar.
Les digo que voy a dejarle la llave si me promete que no se quedará más de cinco minutos. ¿Por qué no? El dinero, las joyas y los niños ya no están. Ya no tiene nada que vender.
Al cabo de tres minutos, ya está fuera. Yo estoy en la senda con Murray Ehrenberg y la pasma. Sale con las manos a la espalda.
Se acerca a mí, a unos tres metros, se da una rápida vuelta y me encuentro con que me apunta a la cabeza con una pistola. La poli desaparece. Nunca había visto a nadie correr de aquella forma. Fueron a esconderse detrás de sus coches.
– Quiero mi dinero y mis joyas o te mato -me dice Geri mirándome fijamente.
Está agitando la pistola.
Y aparece la que faltaba: Nancy Spilotro.
Se ponen a hablar las dos y Nancy toma partido por Geri.
– Oye, Nancy, esto no es problema tuyo -le digo-. Ya tienes suficientes en casa.
Por el rabillo del ojo veo que Tony Spilotro viene en coche a toda pastilla. Lleva una gorra y una barba.
La pasma le dice a Geri que deje el arma. Nancy le dice a Geri que deje el arma.
– Geri, no dispares -le digo-. Supongo que no querrás acabar en la silla eléctrica.
Aquello es tan disparatado que casi hace reír.
De pronto, Nancy agarra el brazo de Geri y los polis salen de detrás de los coches y la esposan. A mí aquello me turba la cabeza. Veo a Geri esposada y gritando:
– ¡Cariño, me hacen daño! ¡No permitas que me hagan daño! ¡No les dejes!
Digo a los polis que la dejen tranquila. Insisto en que no presentaré cargos contra ella y que disponemos de permiso de armas.
Estoy agotado. Creo que lo que intentaba era salvar algo allí. No lo sé. Visto con frialdad, no tenía ninguna lógica. Nada de aquello tenía lógica.
En fin, cuando se fue la poli, entramos todos en casa: Geri, yo y Murray Ehrenberg.
INFORME DE LOS AGENTES DEL DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE LA CIUDAD DE LAS VEGAS
REGISTRO DE DISTRITO 80-72481
09-08-80 0900 HORAS
LOCALIZACIÓN DEL INCIDENTE… 972 Vegas Valley Drive, Las Vegas, Nevada. Urbanización Country Club.
INCIDENCIAS:
El 09-08-80, a las 9 horas aproximadamente, el abajo firmante, agente Archer, junto con el agente Brady Frank, fuimos enviados a la Urbanización Country Club, al 972 de Vegas Valley Drive, Las Vegas, Nevada, en relación a un altercado doméstico que estaba tomando unas proporciones alarmantes según el servicio de seguridad del Country Club.
Al llegar a la puerta de seguridad este, acudió a nosotros la señora de Frank Rosenthal, terriblemente alterada, quien expresó su deseo de acceder a su domicilio, en el 972 de Vegas Valley Drive, y recuperar sus pertenencias personales.
Estaba a su vez comentando que los agentes de seguridad no la acompañaban hasta casa y que quería contactar con el FBI.
Mientras intentábamos obtener información de la señora de Frank Rosenthal, llegó una tal Nancy Spilotro en un Oldsmobile de color azul, matrícula Ut (Utah) NLE697. La señora Rosenthal conducía un Mercedes cupé color tostado, matrícula CWN014, NV.
La señora Spilotro advirtió a estos agentes que había acudido allí para recoger a la señora de Frank Rosenthal, que se encontraba terriblemente alterada e histérica, pero que la señora Rosenthal se negó a subir al vehículo con ella y salió con su Mercedes a toda velocidad.
La señora Spilotro advirtió a estos agentes que se había iniciado una gran pelea y que pretendía intervenir en un intento de interrumpir el altercado entre marido y mujer.
Nos dirigimos todos al 972 de Vegas Valley Drive, y allí encontramos al señor Frank Rosenthal en la senda junto con su esposa; ésta chocó con su coche, un Mercedes, contra la parte trasera del Cadillac de él en el interior del garaje, causándole daños menores.
Conseguimos parar el vehículo y la señora de Frank Rosenthal empezó a discutir con su marido, si bien no aceptó la ayuda de los agentes y manifestó que no era más que un altercado doméstico y que iba a resolver la situación.
Nancy Spilotro ayudó también a Frank Rosenthal cuando intentaba calmar a su esposa y evitar molestar a los vecinos. En este momento, preguntaron a estos agentes si todo estaba en regla y dijeron que podían marcharse.
Dichos agentes se disponían a abandonar el lugar cuando la señora de Frank Rosenthal entró corriendo a la casa situada en el 972 de Vegas Valley y dejó a su marido, Frank, fuera.
Luego, la mujer salió por una puerta lateral de la residencia con las manos en el estómago. Gritaba algo sobre joyas, que Frank se había quedado las suyas y que las exigía. También reclamaba dinero.
Estos agentes no se dieron cuenta de que llevaba un arma hasta que se situó frente al 972 de Vegas Valley Drive, momento en que estos agentes observaron que sacaba una 38 especial cromada del interior de la blusa.
La mujer hacía oscilar el arma y estos agentes pidieron ayuda. Seguidamente, Nancy Spilotro se acercó a la señora de Frank Rosenthal intentando tranquilizarla y cuando aquélla estaba de espaldas contra el edificio, la señora Spilotro agarró a la señora Rosenthal por los brazos, peleando por tumbarla en el suelo, momento en que estos agentes se acercaron y ayudaron a Nancy Spilotro a arrebatar el arma a la señora de Frank Rosenthal.
El arma en cuestión era una Smith & Wesson cromada, de cañón corto calibre 38 «Especial Damas», serie #37J508. Llevaba grabado en la empuñadura de nácar el nombre de Geri Rosenthal. Llevaba un cargador de cinco balas del calibre 38. La primera había sido disparada, si bien estos agentes no pueden precisar si se disparó en el interior de la casa o en otro lugar. Se hizo cargo de la custodia del arma el agente A. Archer.
Durante todo el altercado familiar, la señora de Frank Rosenthal estuvo repitiendo a su marido que iba a acudir al FBI. Él respondía: «Adelante, soplona». Añadía que, de hacerlo, ella también tendría problemas. El señor Frank Rosenthal se encargó de su esposa en cuanto el agente, junto con Nancy Spilotro, recuperó el arma; los dos volvieron hacia la zona del garaje de su domicilio. Posteriormente cerraron las puertas del garaje y estos agentes quedaron en el exterior del edificio.
Según Ehrenberg:
Estábamos en la cocina. Nancy se había ido a casa. Geri empezó a fregar los platos. Como si nada hubiera sucedido. Permanecía allí de pie. Había vuelto a la normalidad. Geri se vuelve, como si buscara el paquete de tabaco, y él le dice:
– ¿Qué?
Y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, ella responde:
– Me acabo de tirar a Tony Spilotro.
– ¿Cómo dices? -preguntó Frank.
– Que me acabo de tirar a Tony Spilotro -dijo ella.
– Cierra la boca -respondió él; no se exaltó de la forma que podía haberlo hecho el marido típico. No dijo nada de: «Te voy a pegar una patada en el culo, puta más que puta». Se limitó a lo de:
– Tú, a cerrar la boca.
La verdad es que aquello podía haber representado un duro golpe para él. Con su ego y todo lo demás. Geri podía haber dejado planchado a cualquiera menos a él. Luego ella dijo que tenía que hacer una llamada pero que no quería utilizar ningún teléfono de la casa. Cogió el coche y aceleró tan a fondo que oímos los botes que pegaban las ruedas en las bandas de frenado.
Una vez se hubo marchado, permanecimos un rato allí sentados y de pronto él tuvo un sobresalto: se dio cuenta de que ella se iba al banco.
Me dijo que me metiera en el coche y yo, como un imbécil me metí en el coche. Se puso al volante. Iba lanzado pues el banco estaba en el Strip.
DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE LAS VEGAS
80-72481 9-08-80
Continuación del informe redactado por el agente A. Archer PN489 el 9-08-80 sobre un altercado familiar ocurrido en el domicilio de los Rosenthal, situado en el 972 de Vegas Valley Drive.
INCIDENCIAS:
A las 10,30 minutos aproximadamente, yo mismo, el agente B. Frank, junto con el agente A. Archer, fuimos enviados por razón de un altercado familiar a la Urbanización Las Vegas Country Club. La persona que nos requirió, la señora Rosenthal, especificó que los agentes debían reunirse con ella en el puesto de vigilancia de la urbanización, sito en la avenida Karen.
Yo formaba parte de la primera patrulla que llegó al lugar de los hechos, la 2-J-2, y establecí contacto con la señora Rosenthal, que se hallaba al teléfono en dicho puesto de control.
Al cabo de un minuto poco más o menos, aún con el auricular en la mano, la señora Rosenthal se dirigió a mí para pedirme que hablara con el individuo con quien ella estaba conversando, un tal señor Bob Ballou, de quien dijo era director de la sucursal que tiene el First National Bank en el Strip.
Hablé pues con el individuo, señor Ballou, quien afirmó que se habían puesto en contacto con él el señor Rosenthal y también la señora Rosenthal por separado en el curso de la noche anterior y primeras horas de la madrugada por razón de unos valores propiedad de los Rosenthal depositados en cajas de seguridad en sus oficinas.
Afirmó asimismo que había advertido a cada uno de ellos que los valores depositados en las cajas de seguridad estaban a nombre indistinto y que si uno de ellos deseaba retirarlos, podía hacerlo a la hora de apertura del banco, es decir, a las diez horas de la mañana del lunes día 9-08-80.
Al parecer, habían formulado solicitudes para retirar distintos valores ingresados en las cajas de seguridad ambos integrantes del matrimonio Rosenthal antes de la apertura de las diez de la mañana. El señor Ballou me comunicó que la señora Rosenthal había afirmado que se dirigiría a la sucursal mencionada anteriormente y que probablemente sería pertinente que a su llegada se encontrara allí un agente, a causa del altercado familiar que se había producido antes. Respondí que si la señora Rosenthal lo solicitaba, yo mismo podía acompañarla al banco para salvaguardar el orden en la oficina bancaria. Seguidamente colgué y la señora Rosenthal me pidió que la acompañara, siguiendo su vehículo hasta el banco, pues iba a retirar unos valores de las cajas de seguridad del FNB, sito en el 2780 de Las Vegas Boulevard South.
Acto seguido comuniqué a control que iba a seguir a la señora Rosenthal, que conducía un Mercedes cupé de color tostado, con matrícula de Nevada CWN014 desde la entrada de la urbanización hasta el FNB del Strip. Me advirtió que iba a recoger sus pertenencias de unas cajas de seguridad. Le advertí que yo iba para salvaguardar el orden y que lo que ella hiciera en el banco era asunto suyo personal.
En el interior de la sucursal, la señora Rosenthal discutió con el señor Ballou, quien al parecer es subdirector de dicho establecimiento. La señora Rosenthal presentó creo que fueron dos o tres llaves de cajas de seguridad, las cuales fueron trasladadas por la propia señora Rosenthal y unos empleados del banco a un mostrador, donde ella extrajo lo que yo calificaría una gran cantidad de dinero en efectivo. Manifestó asimismo que iba a retirar joyas de dichas cajas y al parecer extrajo también algunos documentos. La señora Rosenthal había comunicado a este agente, cuando se hallaba en la entrada del puesto de control de la urbanización y de nuevo al llegar al banco, que este agente podía quedarse con el dinero en efectivo de las cajas de seguridad, pero este agente le advirtió que no iba a aceptar efectivo alguno bajo ninguna circunstancia. Luego, la señora Rosenthal salió del banco y se dirigió a su coche.
Mientras la señora Rosenthal y este agente abandonaban la sucursal, apareció el sargento Greenwood en el aparcamiento situado frente al banco. Estos agentes estuvieron hablando con la señora Rosenthal mientras ella colocaba los valores mencionados anteriormente, es decir, dinero en efectivo, joyas y documentos, en el maletero de su Mercedes, y aproximadamente un par de minutos después, la señora Rosenthal, mirando hacia Las Vegas Boulevard, dijo: «Ahí está Frank».
Se metió en el coche de un salto y se alejó a considerable velocidad en dirección Sur por Las Vegas Boulevard. Entonces llegó el señor Rosenthal y otro hombre (de raza blanca), que había estado también presente en el altercado doméstico que había tenido lugar aquella misma mañana; dicho señor Rosenthal conducía un Cadillac amarillo que había estado aparcado junto a la casa durante el altercado.
El sargento Greenwood habló unos minutos con el señor Rosenthal mientras este agente permanecía a unos metros de ellos. El señor Rosenthal y el individuo de raza blanca que le acompañaba entraron en el banco y salieron unos minutos después. Se metieron en el Cadillac amarillo y abandonaron también la zona, momento en el que el sargento Greenwood y un servidor reemprendimos la patrulla.
Según testimonio de Murray Ehrenberg:
Paramos junto a la acera y vimos policía por la zona. No dejaban salir a Frank del coche. Decían: «Intentamos evitar problemas».
Frank se sulfuró muchísimo. Intentó pasar a la fuerza pero lo detuvieron. Se apoyaron contra las puertas del coche y no pudimos salir. Él quería conseguirlo a empujones.
– Tranquilo, Frank -le dije.
Pero él, mirando fijamente a los polis, exclamó:
– ¡Apartad esas cochinas manos del coche! -Se lo decía a los polis.
– ¡Me está robando el dinero! -gritaba. Pero los polis no lo dejaban salir. Lo retuvieron hasta que Geri arrancó y luego le dijeron: -Vale, ya puedes salir.
Todo aquello lo habían tramado la pasma y ella.
Según el Zurdo:
Aquella noche Geri llamó desde Beverly Hills. Eran más de las doce de la noche.
– Geri, eso no está bien -le dije-. Puedes quedarte con tus joyas, pero yo quiero mi dinero y las mías.
Un clic como respuesta. Colgó.
Luego recibo una llamada de Tony.
– Me he enterado de lo que ha sucedido -dice-. ¿Puedo ayudarte en algo?
Tengo la impresión de que no sabe si estoy al corriente de los suyo con Geri, y por lo tanto me callo. Me hago el loco.
Le digo que no, que llevamos una mala racha.
Entonces Tony me dice que quiere verme. Las célebres palabras de despedida. No me interesa quedar con él. Sé lo que puede suceder.
Le digo que le montaré una cita pero que no quiero que nadie nos vea, por lo que le doy el nombre de otro abogado -no el de Oscar- y quedamos allí.
– ¿Puedo hacer algo? -pregunto otra vez.
Respondo que si por casualidad puede hablar con Geri le diga que me devuelva lo que es mío.
Tony se da cuenta de que las cosas han tomado un mal cariz. A buen seguro está pensando: «¡Madre mía, vaya error!».
Sonrío. Mi colega de toda la vida. No lo entendía. Yo que no había deseado nunca nada de él. No me entraba en la cabeza que deseara a mi mujer. No lo podía digerir.
En el despacho del abogado me mostré tranquilo. Sabía que no corría peligro alguno. Él sabía que si se enteraban mis amigos de Chicago de lo que había hecho estaba perdido. Si las cosas van a mayores, puede despedirse. Él lo sabe perfectamente. Precisamente por esto tenía que andar con tanto tiento.
– Gracias por acudir -le digo.
– Espero que funcione -responde.
Entonces Geri llama a Tony.
– Oye, será mejor que escuches a Frank -le dice Tony-, de lo contrario van a liquidarnos a los dos.
Eso lo sé porque Geri me lo dijo más tarde.
– ¿Y qué quieres que haga, enano de mierda? -dice Geri.
– Le devuelves la mitad del dinero, doscientos cincuenta mil dólares, y sus joyas -dice Tony-. Te lo ordeno yo.
La verdad es que aquello es lo más parecido a la orden de un capo; cuando Geri me lo repitió más tarde, estaba hecha un basilisco.
Según Geri, ella le respondió:
– ¡A tomar por culo!
Luego Geri me llamó.
– Me ha llamado el puto enano de tu amigo dándome órdenes -dice.
– Geri, estás con el agua al cuello -respondo.
– ¿Tienes a alguien para que recoja el dinero y las joyas? -pregunta-. Si te lo devuelvo, ¿prometes dejarnos tranquilos?
Respondo que sí y mando a un amigo a Los Ángeles a recogerlo. Pero ella le entrega sólo doscientos mil dólares y las joyas. Más tarde me contó que Tony le había robado cincuenta mil dólares del coche cuando fue a su casa a descansar tras marcharse de la sucursal.
Rosenthal presentó la demanda de divorcio el 11 de setiembre de 1980, tres días después de que Geri acudiera al banco. Al cabo de tres días, él recibió una llamada del Departamento de Psiquiatría del Harbor General Hospital de Torrance, California. Le dijeron que su esposa, Geraldine McGee Rosenthal, había sido detenida por el Departamento de Policía de Los Ángeles cuando intentaba desnudarse en Sunset Boulevard. Estaba bajo los efectos del alcohol y las drogas.
El Zurdo se fue en avión a Torrance.
Llegué al hospital, entré en su habitación, llevaba camisa de fuerza. Me pidió que se la quitara pero le dije que no podía hacerlo. Empezó a chillar contra mí. Estaba histérica.
El psiquiatra sugirió que Geri permaneciera quince días en Torrance. Teniendo en cuenta lo que vi, estuve de acuerdo con él. Tomé un avión para Las Vegas aquella misma noche, y un par de días después descubrí que le habían dado el alta en el hospital y que su padre y su hija hacían gestiones para conseguirle atención psiquiátrica.
Presenté la demanda de divorcio. No hubo oposición.
El Zurdo consiguió lo que deseaba: la custodia de sus hijos. Como compensación, accedió a pasarle una pensión alimenticia de 5.000 dólares mensuales y a concederle el derecho a visitarlos. Geri se quedó con el millón de dólares en joyas y el Mercedes con el que se marchó.
En palabras de Murray Ehrenberg:
Prácticamente todo el mundo lo habría dejado correr. En realidad, la mujer está enferma y se ha marchado. Él consigue el divorcio. Obtiene la custodia. Ya ha recuperado la mitad del dinero y todas sus joyas. Geri se quedó tan sólo con unos cien mil dólares y sus propias joyas. Cualquiera se hubiera considerado afortunado quitándosela de encima, pero Frank no.
Con todo lo que ha llegado a tocar los cojones, decide presentar una demanda contra el Departamento de Policía de Las Vegas por detención arbitraria y seguidamente presenta otra contra los policías que nos impidieron salir del coche en el banco, por valor de seis millones de dólares. No son más que polis. No tienen una perra gorda. Una locura. Y, evidentemente, no ganó. Todo lo que consiguió fue que los periódicos repitieran hasta la saciedad los detalles del maldito culebrón.
«Hoy o bien ganamos un montón de dinero o bien nos hacemos muy famosos».
En los periódicos, aparecían artículos sobre El Zurdo y Geri, Tony y Geri, y El Zurdo y Tony, y relatos de agentes anónimos encargados de la aplicación de la ley que «temían una guerra mafiosa Rosenthal-Spilotro». El FBI explotó la publicidad deliberadamente. William K. Lambie Jr., director del Departamento de Investigación Criminal de Chicago, recibió copias de recortes de prensa sobre Spilotro y Rosenthal procedentes de un oficial de policía de Las Vegas, quien le pedía que difundiera la historia por Chicago con el «objetivo concreto de desconcertar a Joe Aiuppa».
Un informe de Lambie en el expediente presentado ante la Comisión indicaba que su fuente de Las Vegas había «suministrado copias de recortes de prensa en relación con el asunto Spilotro-Rosenthal… Me pidió que me pusiera en contacto con un miembro de la prensa local de modo que la historia se pudiera publicar junto con una nota que indicara que las autoridades federales hacía mucho tiempo que estaban al corriente del asunto Spilotro-Rosenthal debido al seguimiento que se hacía de Spilotro. Esta información tiene la intención de desconcertar aún más a Aiuppa».
Aparecían artículos sobre Rosenthal y Spilotro en los periódicos de Chicago, la columna de Art Petacque y la dominical de Hugh Hough en el Chicago Sun Times, por ejemplo. En aquella época, Joe Aiuppa tenía más motivos para estar preocupado por el tema de Tony Spilotro que para andar mariposeando.
Según comentaba Cullotta:
Nadie sabía que hacíamos los robos hasta que nos hicimos demasiado famosos. Pero en cuanto abrí el puto antro de las pizzas, Tony empezó a rondar demasiado por allí. Era mejor cuando quedábamos de tapadillo y nos encontrábamos en distintos parques. Tony había sido un tipo de restaurante toda la vida, y mi garito para él era un placer. Le encantaba el negocio y quería formar parte de cualquier negocio de restauración, sobre todo con su colega.
Y no había nada que él no pudiera hacer. Te decía: «Oye, si necesitas dinero, me lo dices. Pondré lo que sea en este garito».
Es mi garito, pero le encantaba trajinar con las recetas, y rondaba por allí siempre. Le chiflaba. Y entre tanto, me estaba jodiendo el negocio. El tema es que por allí solían venir todas las estrellas de cine. Y los polis las paraban en la calle.
Como Wayne Newton. Viene al local a comer, se acerca y se encuentra con toda una comitiva a su alrededor. Los polis saltan de los coches y le dicen a Wayne:
– ¿Sabe adónde va?
– Sí -responde-. Voy al Upper Crust.
– Los propietarios del local son tipos del hampa -dicen ellos.
– Vengo a comer, no a hablar con ellos -dice él.
Y por eso los polis observaron que Tony estaba siempre allí. Fue entonces cuando todo empezó a ir cuesta abajo. Normalmente yo podía circular. Ellos pensaban que yo no era nadie. Un don nadie por allí. Hasta que me controlaron en el antro con él. Me controlaron allí con él. «Eh, ¿quién es ese tipo?». Y entonces me investigaron y vieron que volvíamos a lo de cuando éramos unos chiquillos.
Ahí se acabó todo. Era demasiado tarde. Y dije: «Joder!». Hasta entonces me había movido discretamente. Vivía a tope, pero seguía una línea discreta. Me investigaban por varias cosas, pero no por estar asociado con Tony ni con la organización. Hasta que estuvimos juntos demasiado a menudo.
Yo era un tipo testarudo. No creo que tenga que registrarme cuando vengo a la ciudad por el hecho de tener antecedentes o haber cumplido condena. De modo que nunca me presenté en la oficina del sheriff. Y nadie me molestó hasta que me vieron tan a menudo con Tony.
Para mí eso era una gilipollez. A la mierda. A la mierda esa ciudad de elite. Solía mandarlos a tomar por culo. No les decía dónde vivía.
Entonces me detuvieron; me cayó un buen marrón. Y luché contra ellos. Todo me importaba un huevo. El juez rechazó los cargos, pero la poli me detenía continuamente. Y yo seguía luchando contra ellos. Nunca les decía dónde vivía. Ellos ya sabían dónde vivía. Pero yo me negaba a decírselo.
Les tocaba las pelotas sin cesar.
Y ahora Tony está siempre en mi garito y me envía a su chaval y al equipo de béisbol, y están todos allí todo el día. Y si tengo que ser sincero, a mí no me importa. Me gusta. Y a los demás también, incluida la policía.
Solían estacionar el coche en el aparcamiento y observar. Y desde allí tomaban las fotos. ¿Todas aquellas fotos de Tony saliendo de un restaurante? En todas salía de mi restaurante.
Allí nos fue bien hasta que una noche la poli mató a Frankie Blue. Tony y yo estábamos sentados fuera delante del restaurante. Frankie Blue pasó por allí. Trabajaba de maître en el Hacienda. Su padre, Stevie Blue, Stevie Bluenstein, era agente de negocios en el sindicato de restauración.
Era un buen chaval.
– Frankie, quita de una puta vez esa matrícula de Illinois del coche -le dije.
– No es muy buena idea llevar esa matrícula, Frankie -le dijo Tony.
– La cambiaré -respondió el chico-. Me andan siguiendo un par de individuos.
– Seguramente es la pasma -dijimos.
Le comentamos lo de la matrícula de Illinois. Para los polis de Las Vegas eso sólo significa Chicago.
– No sé -dijo-. Me han seguido demasiado. Hasta la esquina me ha seguido un Bonneville.
Nos dio un beso a mí y a Tony, y se fue. Era un muchacho muy respetuoso.
Ahora creo que él pensaba que intentaban robarle. Resulta que había algunos individuos que se dedicaban a robar a mano armada a los maîtres porque llevaban los bolsillos llenos de billetes de veinte dólares. Él no sabía que esos tipos eran policías porque si no jamás hubiera hecho lo que hizo. No era estúpido. Toda su vida había andado con matones. Y la bofia lo mató. Iban en un coche sin identificación.
Media hora después, recibimos una llamada de Herbie Blitzstein. Herbie vivía allí mismo donde sucedió todo.
– Han matado a Frankie -dijo.
– Pero si acaba de irse -dije.
– Los muy jodidos le han vaciado dos cargadores al lado de mi casa.
– Tenemos que coger a esos cabronazos -dije.
– Han declarado la guerra -respondió.
– En cuanto estén a punto -dije.
Le dije que sabía que tenía que haber sido Gene Smith. Porque sabía que Gene Smith iba por él. Smith era un jodido poli patriotero.
Lo que ocurrió fue que Frankie se fue y lo siguieron. Llevaba un arma en el coche. No nos lo había dicho. Decía no saber quién le estaba siguiendo. Ellos afirmaron que cuando intentaban retenerlo, él sacó el arma. Ellos saltaron del coche y dispararon con una nueve milímetros y un treinta y ocho hacia la puerta del coche. Sí, lo mataron. En el acto. Después dijeron que habían encontrado el arma en el coche. «En su mano.» Eso es lo que dijeron.
Tal vez había efectuado un movimiento imprudente al acercarse a las puertas de seguridad. Estaba en un barrio con vigilancia, en el cual hay puertas que se abren y entras con el coche. Y lo asesinaron justo fuera, enfrente.
Tony y ellos se dirigen al lugar. Me dice que me quede allí. «Por si llaman por teléfono -dice-. Vuelvo enseguida.» Se metieron en los coches y se fueron para allá. Fue horrible. Los polis se asustaron. La situación se estaba poniendo muy tensa. Y la policía ahí fuera es muy rápida en sacar la pistola. Tienen miedo. Siempre tiemblan. Siempre están como un flan.
Después volvieron todos. Tony. Herbie. El padre, Stevie Blue, Ronnie Blue, el hermano. Volvieron todos allí; todos lloraban y hablábamos. Intentábamos hablar esquivando la vigilancia. No vimos ni a un puto policía por allí. Se limitaron a apartar a toda la gente de la calle porque sabían que algo iba a pasar, ya que Tony estaba fumando.
Sí, estaba fumando. Estaba tramando algo. Tenía alguna idea para desencadenar un disturbio racial. Se le ocurrió utilizar a los negros para arrancar y entonces podemos cargarnos algunos; no se refería a los negros.
Utilizarlos como excusa. Fingir que unos polis asesinaban a unos cuantos negros y empezar el jaleo, porque en esta ciudad los polis se meten realmente con los negros. Los tenían encerrados en unas zonas determinadas y nosotros íbamos a liberarlos del encierro.
Eso es lo que realmente quería hacer Tony, pero no ocurrió nunca. Empezaron a suceder otras muchas cosas. Primero, ellos intentaron acusarnos de pasar en coche por allí y disparar contra la casa de un policía. No lo hicimos. Alguien lo hizo y nos cayó a nosotros.
En ese momento, Tony dijo: «Estos cabronazos tratan de incriminarme por disparar contra la casa de ese soplapollas. Quieren dar la vuelta a la situación». Lo hicieron a propósito para quitarles a la bofia de encima por el asesinato de Bluestein.
Los polis mataron al muchacho. Nunca había visto a Tony tan desquiciado. Daba patadas a las sillas. A las paredes. A todo. Quería mucho a aquel chaval. En el funeral, apareció todo el mundo. Tony ordenó que se mostrara respeto por el chico. Incluso El Zurdo fue al velatorio, pero no se situó cerca de Tony.
Los interrogantes surgidos del asesinato intensificaron la tensión en la relación de Spilotro con la policía local. La policía haría cualquier cosa para coger a Tony, y él haría cualquier cosa para dificultarles la acción. En noviembre, cuando un guardián de seguridad del casino Sahara sopló al departamento de inteligencia que Spilotro estaba almorzando en la cafetería con Oscar Goodman, Kent Clifford, el jefe del departamento en cuestión, tuvo una gran satisfacción. El agente Rich Murray, que estaba patrullando por la zona, se dirigió rápidamente al lugar. Spilotro estaba en la lista negra estatal y tenía prohibido oficialmente entrar en todos los casinos de Nevada. La infracción supondría que al él le detendrían y al casino se le impondría una multa de 100.000 dólares.
Los guardias de seguridad del Sahara habían vigilado la mesa de Spilotro, puesto que habían recibido la información de Mark Kaspar, un agente especial del FBL. Antes de llamar a la policía, los de seguridad incluso habían llamado al FBI para asegurarse de que existía el agente Kaspar.
Cuando el agente Rich Murray entró en la cafetería, los de seguridad lo saludaron y le señalaron la mesa de Spilotro. Dijeron que el abogado de Spilotro, Oscar Goodman, se acababa de levantar para ir al servicio.
Murray se acercó a Spilotro y le pidió la documentación; Spilotro dijo que no la llevaba. Cuando Murray dijo que sospechaba que era Anthony Spilotro, el tipo negó que fuera Anthony Spilotro. En el momento en que Murray estaba a punto de detener a Spilotro y llevárselo para ficharlo, volvió Oscar Goodman e insistió en que ese hombre no era Tony Spilotro. Murray lo detuvo de todos modos.
Diez minutos después, mientras Murray estaba rellenando la ficha de Spilotro, llegó el detective Gene Smith y vio que Murray había detenido al hermano dentista de Tony, Pasquale Spilotro. Evidentemente, soltaron a Pasquale Spilotro enseguida, si bien antes comunicaron el fracaso a la prensa.
El jefe del departamento de inteligencia, Kent Clifford, siempre creyó que habían elegido como objetivo el departamento. Por una razón: Mark Kaspar negó, en una declaración jurada, haber realizado una llamada al Sahara por el tema Spilotro. Y, por otra parte, parece ser que Goodman no le había dicho a Murray que el hombre en cuestión era el hermano de Spilotro.
La ira entre Clifford y los agentes locales y Spilotro y su banda iba en aumento, y llegaron al punto de acusarse mutuamente de disparar contra sus casas y coches. Empeoró de tal forma que un día, cuando se informó a Clifford de que dos de sus agentes estaban en la lista de acciones, se ciñó el arma, cogió a un colega armado, y se fueron los dos a Chicago.
Se dirigió directamente a los domicilios de Joe Aiuppa y Joey Lombardo -los dos jefes inmediatos de Spilotro- con el objetivo de hacerles un careo. Pero cuando Clifford y su colega llegaron a casa de Aiuppa, la única persona que había era la esposa del jefe, que tenía setenta y dos años. Después fueron a casa de Joey Lombardo, pero, igualmente, su esposa era la única que estaba en casa.
En su posterior relato del viaje a Chicago en Los Angeles Times, Clifford comentó que después «localizó» al abogado de Lombardo y fue a visitarlo, advirtiéndole: «Si alguno de mis hombres sale herido, volveré a las casas que acabo de visitar y dispararé contra todo lo que se mueva, camine o se arrastre».
Clifford explicó que entonces fue a un hotel y esperó hasta las dos y media de la madrugada, momento en que recibió una llamada que le deseaba un «viaje seguro». Eso, dijo, era la contraseña preestablecida con el abogado de Lombardo de que se había anulado la supuesta acción contra los dos agentes. Clifford, que ahora trabaja como agente inmobiliario en Nevada, se negó repetidas veces a conceder entrevistas.
Según Cullotta:
Las cosas se iban poniendo peor. Teníamos al chalado de Kent Clifford llamando a la puerta de Lomby y Aiuppa. No quiero imaginarme lo que le dijo la mujer a Aiuppa cuando llegó a casa esa noche. Unos cuantos polis locales se armaron una noche, dispararon unos tiros contra la casa de John Spilotro y por poco le dan a su chaval. A buen seguro asesinaron a Frankie Blue y todo el mundo lo sabía, independientemente de lo que ellos dijeran. Y encima, Tony estaba sometido a fuertes presiones por el tema del dinero y nos presionaba a nosotros para conseguirlo.
Acababan de acusar a Joey Lombardo junto con Allen Dorfman y Roy Williams de intento de soborno al senador de Nevada en relación con el tema de los fondos del Sindicato de Camioneros, y Lomby necesitaba efectivo. Tony me tenía volviendo locos a los chicos. Cada dos semanas desvalijábamos joyerías. Se nos acababan los sitios en Las Vegas. Volamos a San Jose, San Francisco, Los Ángeles y Phoenix. Normalmente, yo le llevaba todo el botín a su hermano Michael, a Chicago, pero incluso a Michael le habían caído dieciocho meses por un caso de apuestas, de modo que liquidábamos el material como podíamos.
Primero me enteré de que había más de un millón en efectivo y joyas de Joey DiFranzo en la cámara acorazada de la joyería Berma de la West Sahara Avenue, desde hacía más o menos un año. Sabíamos que se trataba de un negocio familiar y que había una caja fuerte con al menos quinientos mil dólares en efectivo. Cada día se podían ver las joyas con sólo mirar los escaparates.
El local estaba totalmente equipado con alarmas, pero entré fingiendo que deseaba comprar algo para reconocer el terreno. Mientras hablaba con la mujer que me atendía, la manipulé de forma que pude ver el interior de la cámara acorazada. Observé que allí dentro no había alarma.
Le comenté a Tony el golpe y me dijo que «metiera» a Joe Blasko. Blasko había sido poli, pero le echaron cuando descubrieron que trabajaba más para Tony que para el sheriff, así que Tony siempre se aseguraba de que ganara.
Tony dijo que tal vez Blasko pudiera conseguir rápidamente cincuenta mil dólares del golpe en Bertha, de modo que pudiera sacarse de encima al tipo por el momento.
Por desgracia, uno de los tipos que estaba en el asunto trabajaba para el FBI. Era el gilipollas de Sal Romano. En ese momento no lo sabíamos, pero los federales lo habían pillado en un caso de drogas e intentaba esquivarlos entregando a Tony y a nosotros.
Siempre supe que no era trigo limpio, pero todos consideraban que era un buen tipo y Ernie Davino dijo que dominaba la ganzúa y que era un experto en cerraduras.
Teníamos a Ernie Davino, Leo Guardino y Wayne Matecki, que eran los que entrarían por el tejado.
Sal Romano, Larry Neumann y yo estaríamos en el coche, arriba y abajo de la calle, con los ojos bien abiertos; además todos teníamos antenas detectoras y walki-talkis de la policía, tanto los chicos de dentro como los de los coches.
Al otro lado de la calle teníamos a Blasko, el poli, dentro de un camión que utilizaba para esconder el cemento, con un gran supermán pintado en él. Blasko estaba sentado allí también con una antena y un walki-talki de la policía.
Escogimos el fin de semana del Cuatro de Julio porque contábamos que no habría nadie rondando por allí, y si teníamos que provocar alguna explosión, la gente pensaría que se trataba de fuegos artificiales. Además, como el lunes era fiesta, seguramente no entraría nadie hasta el martes, dándonos aún más tiempo para deshacernos de la mercancía.
Empezamos a media tarde. Recuerdo que cuando llegamos aún había luz de día.
Entramos en Bertha por el tejado para evitar las alarmas. Yo había reconocido el terreno en busca de detectores de movimiento. Son esas cajitas con luces rojas colocadas en la pared o en la puerta. Parecen alarmas contra incendios domésticas.
En Bertha no había detectores de movimiento, pero sí otras alarmas corrientes. Vi la cinta. Había cinta en todas las puertas.
Normalmente, se aparca el camión a un lado del edificio y se practica un agujero. En Bertha, sin embargo, pensamos que si la cámara acorazada era de acero, no sólo de cemento, necesitaríamos sopletes y se tarda unos cuarenta y cinco minutos. Por eso decidimos entrar por el tejado.
Pero justo cuando empezamos, recibo un aviso de Sal Romano. Dice que tiene el coche clavado en el aparcamiento detrás del centro comercial, a una manzana de Bertha. Dice que no puede empezar la maldita acción.
Me dirijo hacia allí en el coche y le recojo, y no lo entiendo porque yo mismo había comprobado el coche antes del robo. Mal asunto. Me cabreo. Utilizo mi Riviera para apartar su coche. Para dejarlo lejos. No queremos que quede por los alrededores del lugar de la acción.
Además, llamé por radio a Larry Neumann y le dije que recogiera a Sal en Sahara Avenue, al otro lado de la calle de donde se hallaba Bertha, para que pudieran recorrer la calle arriba y abajo vigilando juntos. Ya se sabe, cuatro ojos ven mejor que dos.
Entre tanto, oí que los chicos ya habían perforado el tejado y que se disponían a entrar.
Entonces, recibí una llamada de Larry que decía que estaba recorriendo Sahara Avenue y que no encontraba a Sal. Éste tenía que estar en la acera esperando que lo recogiera Larry.
Larry estaba maldiciendo a Sal y proclamando que tendrían que haberlo matado hace mucho.
«Ajá», pensé. Después vi que bajaban por la calle coches patrulla, y por el walki-talki comuniqué que saliera todo el mundo fuera.
Habíamos acordado citas de seguridad para los chicos de dentro y les dije que salieran todos fuera, que teníamos a la poli encima. Oí que desde dentro decían que era demasiado tarde; los polis ya estaban en el tejado.
A mí me pararon en seguida, pero a Larry no lo cogieron hasta Paradise Road.
Finalmente, nos detuvieron a todos, pero no había ni rastro de Sal Romano. Entonces vi que realmente se trataba de un chota. Los federales nos habían pillado. Conocían nuestro plan desde el principio.
Después de aquello, Sal se paseó por las calles de Chicago durante una semana. Me ofendió que Tony no matara al individuo por mí. Le dije a Tony que Sal era el delator, pero él no hizo nada al respecto.
De todos modos, el FBI nos había estado esperando en un edificio justo al otro lado de la calle. Nos habían estado vigilando con prismáticos desde las ventanas. No teníamos ninguna opción. Iban a utilizar el caso de Bertha para hundirnos a todos, y lo hicieron.
La detención en Bertha fue el principio del final de la banda de Tony en el Gold Rush. Nos retuvieron todo el día, y eso dejaba a Tony al descubierto.
La mañana del golpe, recuerdo que vi pasar al FBI. Conocía la mayoría de sus coches y de sus rostros.
– El FBI no trabaja los fines de semana -le dije a Tony-. ¿Por qué están ahí?
– Puede que no estén ahí por ti, seguramente me siguen a mí -dijo. Nos vigilaban constantemente.
Al irme, le dije: «Hoy o bien ganamos un montón de dinero o bien nos hacemos muy famosos».
Las detenciones de Spilotro, Cullotta, el ex poli Blasko y la Banda del agujero en la pared fueron la culminación de tres años de investigación de la actuación de Spilotro en Las Vegas, según el fiscal Charles Wehner, de las Fuerzas de intervención contra la delincuencia organizada. Y aunque el Departamento de Justicia no obtuvo exactamente los tipos de pruebas que reafirmaran su primera premisa -que Spilotro llevaba el funcionamiento de casinos para la mafia-, había miles de conversaciones grabadas mediante micrófonos ocultos y metros de cintas magnetofónicas y de vídeo de seguimiento que demostraban que Spilotro, como capo de la mafia en la ciudad, había ordenado asesinatos, robos a mano armada, robos con allanamiento de morada y conspiraciones para la exacción de dinero.
Oscar Goodman, que acompañó en su comparecencia a Spilotro, de la cual salió en libertad bajo una fianza de 600.000 dólares -reducida después a 180.000-, comentó que las detenciones no eran más que una vendetta por parte de la policía contra su cliente. Dijo que a ninguno de sus clientes lo habían agobiado tanto como a Spilotro. Y también según comentó Goodman:
Estas últimas escuchas telefónicas son consecuencia de un seguimiento continuo por parte del gobierno en un intento de encontrar alguna excusa vaga y distorsionada para continuar con la acción de llegar a algo con que incriminar a Anthony Spilotro.
Pero según el agente del FBI jubilado Joe Gersky, que trabajó durante años en el caso Spilotro:
Eso era diferente. Esta vez teníamos un testigo directo, alguien que había formado parte de la Banda del agujero en la pared, alguien que estaba en el plan de Bertha: teníamos a Sal Romano.
Antes nunca habíamos contado con un testigo real contra Spilotro. Romano nos habló del robo, en el cual tenía que haber participado, y sobre cuándo y dónde se tenía que llevar a cabo, y todo había coincidido a la perfección. Además lo teníamos bajo custodia, protegido y vivo.
«En realidad, ya no lo considero amigo mío.»
Ésa fue la época más peligrosa. Años de vigilancia y escuchas telefónicas se habían empezado a traducir en procesos. Además de los procesos contra la Banda del agujero en la pared, se encausó a Allen Dorfman, Roy Williams y Joey Lombardo por intento de soborno al senador de Nevada Howard Cannon.
Se inculpó a Nick Civella, Carl Civella, Joe Agosto, Carl DeLuna, Carl Thomas y otros por participar en el desvío de dinero del Tropicana, y se esperaba que Joe Aiuppa, Jack Cerone y Frank Balistrieri y sus hijos, entre otros, fueran acusados del desvío de dinero del Stardust. A Allen Glick, diversos jurados de acusación le habían concedido la inmunidad en compensación a su declaración, pero hasta entonces sus abogados habían mantenido a raya a los fiscales.
Era un momento en que los acusados y sus abogados pasaban meses estudiando detenidamente horas de escuchas telefónicas y volúmenes encuadernados de transcripciones mecanografiadas. Los abogados buscaban alguna escapatoria. Los acusados buscaban posibles testigos para asesinarlos.
Era una época en que el mero hecho de ser sospechoso de cooperar con el gobierno era motivo suficiente para que te asesinaran. Y aunque no hubieras cooperado y hubieras pasado una buena temporada en la cárcel, seguías en peligro, porque entonces se te consideraba mucho más susceptible de aceptar las apetecibles proposiciones del gobierno.
Según Cullotta:
Les oí circulando por una habitación. «Joe, ¿qué piensas de Mike?» «Mike es fabuloso. Los tiene bien puestos.» «Larry, ¿qué piensas de Mike?» «¿Mike? Un jodido marine. Hasta el final.» «Frankie, ¿qué piensas de Mike?» «¿Mike? ¿Bromeas? Mike pondría la mano en el fuego por ti.» «Charlie, ¿qué piensas de Mike?» «¿Por qué arriesgarse?» Y ése fue el final de Mike. Así ocurrió.
Son momentos peligrosos porque los capos de la mafia saben que, además de las escuchas telefónicas -que los abogados podían discutir-, los fiscales necesitaban testigos o elementos que hubieran participado en la conspiración que puedan explicar lo que sucedió realmente, que puedan señalar con el dedo, que puedan traducir la indescifrable verborrea taquigrafiada de la mayor parte de escuchas.
Sigue Frank Cullotta:
Charlie Parsons, el tipo del FBI, vino a verme. Fue unos ocho meses después de que nos detuvieran a todos en Bertha.
– Tenemos información -dice- de que a tu amigo Tony Spilotro le han encargado que te mate.
Era un viernes. Me limité a asentir al tipo. Estoy pensando en lo que ocurrió hace unas semanas. Yo estaba durmiendo. ¡Pum! ¡Cataplum! ¡Pum! ¡Pum! «¿Qué coño pasa?- dije. -¿Qué demonios son esos tiros?» Me levanté de un salto. Miro por la ventana. Pasan unos individuos dentro de una camioneta. Disparan al tipo del piso de al lado.
El tipo iba a su casa. La puerta de al lado. Es un tipo honrado. ¿Qué coño es todo esto? Y me volví a dormir. En ese momento tenía que haberlo creído a pie juntillas, pero empecé a pensar en ello.
Después, Parsons me pone una cinta. Se oía con gran dificultad. Pero pude oírla. Pude oír a Tony pidiendo la aprobación.
La verdad es que, cuando piden la confirmación, no dicen: «Eh, ¿me cargo a Frank Cullotta esta noche?». Sino que más bien es algo así: «Tengo que ocuparme de la ropa Sucia. El tipo no la ha lavado de la manera correcta, lo cual ocasiona el problema que te he comentado…».
Soy yo. Yo soy el problema porque era el único que podía vincular a Tony con todo. Sal Romano, el puto chivato, no habló nunca con Tony. Sal habló conmigo, y yo hablé con Tony. Así es como lo establecimos desde el principio. Mis chicos nunca hablaban con Tony de ningún tema. Ellos ni siquiera sabían que tuve que dejarle participar en una cuarta parte de los beneficios; lo sospecharon porque operábamos sin interferencias.
Pero tengo que pensar que Tony sabe que me enfrento a un largo período. Está claro que soy un delincuente. Me van a caer treinta años. Tony debe pensar por qué no le delataría yo a cambio de un trato. El tipo no es estúpido. Yo hubiera pensado lo mismo.
Y el colega de Tony con el que habla acerca de la ropa sucia sabe perfectamente de qué habla Tony.
Oigo que el tipo dice: «Muy bien, ocúpate de ello. Lava la ropa. No hay ningún problema».
Pero los chicos con que contaba Tony para el trabajo fallaron. Si me hubiera tenido a mí en el caso, todo hubiera salido bien, pero ¿quién sabe a dónde se dirigió para el trabajo, ahora que toda mi banda está enterrada?
Encargó hacer el trabajo fuera, y mataron al hombre equivocado. Dispararon contra el tipo de la puerta de al lado.
Pensé: «Eh, ese individuo intentaba dispararme en la cabeza». Si ahora voy con el cuento al FBI, lo máximo que podrá hacer es conseguir una sentencia de diez años: cumplir seis y a la calle.
No le hará ningún daño. Es un chaval joven; saldrá. ¿Cómo podría perjudicarle? No le aplicarán los cargos federales de crimen organizado que conllevan largas condenas en la cárcel. Nunca podrían aplicárselos y dejarlo vivo. Tony era demasiado inteligente para eso.
Tres días después, el lunes por la mañana a las ocho y cuarto, el agente del FBI Parsons recibió una llamada telefónica.
– ¿Reconoce mi voz? -preguntó Cullotta.
– Sí -respondió.
Al cabo de veinte minutos, Cullotta se hallaba en una casa segura protegida por media docena de agentes. Empezaron a redactar el informe de la operación y le llevaron a Chicago para que se presentara a una vista.
No sé cómo acabé con aquella inmunidad de negociación, pero así fue. Es la mejor clase de inmunidad que se puede conseguir. En otras palabras, cuando tienes inmunidad de negociación, no se te puede procesar por nada de lo que dices. Independientemente de lo que se trate. Ahora bien, el juez de Chicago me ofreció este tipo de inmunidad y yo ni sabía qué coño estaba haciendo al proporcionármela. ¿Qué sé yo sobre la inmunidad? Salgo de la sala de justicia y el del FBI dice: «Creo que el juez se ha equivocado».
Se escandalizaron.
Después de que obligaran a Rosenthal a dejar el Stardust, podías ajustar el reloj siguiendo su horario. Y, asimismo, una bomba lapa en el coche.
Se levantaba temprano por la mañana para llevar a los niños al colegio. Después pasaba la mayor parte del día en casa trabajando en los pronósticos para el fin de semana y sacando algunas acciones en las que se había interesado. Dos o tres días a la semana iba al Roma's, el restaurante de Tony en East Sahara Avenue, y a las seis de la tarde se encontraba con sus viejos colegas de apuestas Marty Kane, Ruby Goldstein y Stanley Green. Solían quedarse en la barra y tomar un par de copas mientras discutían las opciones deportivas de la semana y, poco después de las ocho, El Zurdo encargaba unas chuletas para llevar. El grupo solía separarse hacia las ocho y media o bien cuando el pedido del Zurdo estaba a punto. Entonces Rosenthal salía del restaurante, se metía en el coche y llegaba a casa antes de que los niños se fueran a la cama.
El 4 de octubre de 1982, El Zurdo siguió su rutina habitual. Pero cuando entró en el coche con la comida, explotó. Recuerda que vio unas llamas diminutas que salían de las rejillas de ventilación del coche, y también recuerda que el interior del coche quedó invadido por las llamas mientras luchaba por abrir la puerta.
Agarró el tirador de la puerta y se arrojó a la acera, rodando por el suelo durante unos momentos porque sus ropas estaban ardiendo. Después se puso de pie y vio que el coche ardía por completo. De pronto, dos hombres se precipitaron hacia él y le obligaron a tirarse al suelo, diciéndole que conservara la calma y se cubriera la cabeza.
En cuanto los tres se tiraron al suelo, las llamas alcanzaron el depósito de gasolina y el Cadillac El dorado de mil ochocientos kilos se elevó a más de un metro del suelo. Una bola de fuego de piezas destrozadas de metal y de plástico salió disparada a unos ciento cincuenta metros de altura, empezó a caer una lluvia de fragmentos ennegrecidos y el concurrido aparcamiento de cientos de metros cuadrados quedó cubierto de hollín. (Los dos hombres que obligaron a El Zurdo a tirarse al suelo resultaron ser dos agentes del servicio secreto que acababan de cenar.)
La explosión fue tan intensa y ruidosa, según Barbara Lawry, que vivía enfrente, que «parecía que un tren hubiera atravesado el tejado». Lori Wardle, la cajera del restaurante Marie Callender, enfrente del Roma's de Tony, dijo: «Corrí afuera y el aparcamiento estaba atestado de coches. El coche de Rosenthal voló por los aires y las llamas llegaron a una altura de dos pisos. Fue una explosión enorme. Se rompieron los cristales de la parte trasera del restaurante».
Un equipo de reporteros de la televisión local estaba tomando café allí cerca cuando se produjo la explosión, y tomaron fotos de Rosenthal, minutos después de ésta, vagando por el aparcamiento con un aire atolondrado y sosteniendo un pañuelo con el que se secaba la sangre de la cabeza. También le sangraban las heridas del brazo y la pierna izquierdos. Observó que Marty Kane y los demás colegas llamaban a su médico, se aseguraban de que los niños supieran que él estaba bien y de que los llevaran al hospital.
El agente encargado de las licencias de venta de alcohol y tabaco John Rice, que investigaba el caso junto con la policía local, dijo que El Zurdo había tenido «mucha suerte» de haber sobrevivido a la explosión. Según él mismo:
Tenía un noventa y nueve por ciento de probabilidades de morir con una bomba como ésa. Ahora bien, el Cadillac modelo Eldorado lleva instalado de fábrica una plancha de acero en el suelo, delante del asiento del conductor para proporcionar una mayor estabilidad. Lo que salvó la vida de El Zurdo fue esa plancha de acero.
La plancha de acero desvió la bomba arriba y hacia la parte trasera del coche en vez de hacia arriba y adelante. Debería haberse cambiado el apodo de El Zurdo por el del Afortunado.
La prensa y la policía llegaron a la sala de urgencias mientras a El Zurdo le curaban las heridas y las quemaduras. Cuando tuvo la cabeza despejada, miró hacia arriba desde aquella cama de hospital y vio un grupo de rostros con aire preocupado mirando hacia abajo. Tal como comentó Rosenthal:
Todos eran los número uno del FBI y la poli local. Y no estaban allí por amistad.
Todavía me realizaban curas cuando entraron los dos primeros del FBI. Eran atentos. Dijeron: «Dios mío, lo sentimos mucho. ¿Podemos ayudar en algo?».
Yo les dije: «No. ¿Harían el favor de dejarme solo?». Y ellos siguieron: «¿Está seguro?». Yo respondí que sí. Se fueron.
Después vinieron los de la policía local. En esa época, John McCarthy era el sheriff. De todos modos, entraron. Me dijeron: «¿Está listo para hablar ahora?». Yo les respondí: «Lárguense de una puta vez». Son palabras textuales. «Lárguense de una puta vez.»
Tras el tratamiento en el hospital, le dije a mi médico que necesitaba algo más de ayuda. Necesitaba más analgésicos. Realmente sufría unos terribles dolores. De modo que me administró una segunda dosis, y después me ayudó a salir por una puerta trasera que él conocía para poder esquivar a los de la prensa que se agolpaban en el vestíbulo y la entrada del edificio. Al llegar a casa, el ama de llaves estaba allí y me alegré de que los niños ya estuvieran durmiendo.
Al cabo de una media hora de estar en casa, sonó el teléfono. Era Joey Cusumano.
– ¿Te encuentras bien? -pregunta él.
– Sí, ¿y tú? -respondo enseguida.
– Gracias a Dios. Gracias a Dios -dice-. ¿Necesitas algo, Frank?
– No, nada, Joe -digo-, pero si necesito algo serás el primero en saberlo.
Yo le sigo la corriente, porque sé que Tony Spilotro está allí con él. Cusumano está al aparato, pero es Tony quien formula las preguntas. Pero en aquellos momentos, me encontraba calmado. Trataba de repasar las cosas. Entonces, el dolor ya no era tan fuerte. La morfina seguía actuando. Intentaba reconstruir lo que había sucedido y trataba de descubrir quién lo había hecho.
La explosión fue una importante noticia. Los periódicos y los noticiarios de la televisión tuvieron pasto durante días. Surgió de inmediato la especulación sobre si Spilotro tenía algo que ver con la bomba y sobre si el odio entre los dos viejos amigos a raíz de la historia de Spilotro con la mujer de la que se había separado El Zurdo podía haber constituido el detonante de la bomba.
El agente del FBI Charlie Parsons comentó a la prensa que Spilotro y la mafia de Chicago probablemente estaban detrás del intento de asesinato. Apuntó que la persistente amargura y el resentimiento entre Spilotro y Rosenthal a causa de Geri fueran probablemente la causa.
Parsons dijo que incluso le había hecho a Rosenthal la oferta de ser testigo del gobierno: «Zurdo, la mafia no se arriesga a que tú no hables. Tienen que matarte. ¿Vas a arriesgarte tú por lo que ellos no van a hacer? Ven con nosotros. Te ofrecemos protección para ti y tus hijos».
Joseph Yablonsky, el jefe del FBI de Las Vegas, dijo que Rosenthal se libró por «milagro» y que «el asesino seguramente no era de la ciudad; si bien en Las Vegas hay personas capaces de fabricar un artefacto de esas características».
Al día siguiente de la explosión, El Zurdo recuerda que los polis locales y los agentes federales seguían llamando a su puerta con preguntas. El Zurdo estaba preocupado por qué iba a hacer la policía para protegerlo a él y a su familia, pero los polis sólo querían saber cuál era su relación con Spilotro y si los dos tipos tenían alguna pelea entre manos. El Zurdo comentó que Parsons hasta le había ofrecido carta blanca en el programa federal de testigos.
«Después de la típica acción mafiosa que han intentado contra ti -insistió Parsons-, no les debes ningún tipo de lealtad.»
El jefe del servicio de inteligencia Kent Clifford lo planteó sin ningún tipo de rodeos: «Zurdo, eres un muerto andante y no recibirás protección policial a menos que nos proporciones información».
Rosenthal respondió a Clifford con una llamada al sheriff y a los periódicos para quejarse del trato de Clifford, indicando que, como contribuyentes sin ninguna acusación, él y su familia tenían derecho a protección policial independientemente de lo que el jefe del servicio de inteligencia pensara de él a título personal.
Al día siguiente, en los editoriales de Las Vegas se criticó el trato de Clifford hacia El Zurdo, y el sheriff John McCarthy se disculpó públicamente por las observaciones de Clifford. Dijo que Rosenthal tenía derecho a protección policial sin tener en cuenta su personalidad o su falta de cooperación a la hora de ayudar a los agentes de la ley. Los editoriales, tanto en los diarios como en la televisión, se aliaron en la batalla de El Zurdo, señalando que sus hijos pequeños y el ama de llaves podían haber estado perfectamente en el coche en ese momento y que todos los ciudadanos tienen derecho a protección según la ley.
Kent Clifford llevó a cabo una proeza que Rosenthal, El Zurdo, fue incapaz de conseguir en años: lograr que la prensa le fuera favorable.
La atención de los medios de comunicación y de la policía fue tan intensa que El Zurdo decidió realizar una rueda de prensa en su propia casa y dejar así a un lado algunas de las insinuaciones e historias más provocadoras y peligrosas que estaban apareciendo en los periódicos. Recibió a una media docena de periodistas en pijama de seda. Todavía se le veían algunas vendas en la frente y el brazo izquierdo.
Durante los cuarenta y cinco minutos que duró la sesión de entrevista, El Zurdo dijo que los federales y los polis locales habían «sugerido insistentemente» que Spilotro había ideado la bomba lapa del coche. Si bien sabía que la bomba «no procedía de los Boy Scouts de América», El Zurdo se negó a acusar a algún conocido de tal acción.
Dijo que se sentiría «muy desgraciado y se indignaría muchísimo» si resultara que su viejo amigo Tony Spilotro fuera el responsable. El Zurdo comentó que no lo creía posible y que «se trataría de una situación muy perjudicial para todos nosotros». No quiero ni siquiera considerar esa idea. Tal como continuó El Zurdo:
En realidad, ya no lo considero amigo mío, pero tampoco estoy preparado en este momento para creer que Spilotro fue el responsable. No estoy dispuesto a creer que él podría haber hecho algo así. No tenía ningún motivo para pensar que yo o cualquier miembro de mi familia nos hallábamos en peligro, y llevaba una vida como todo el mundo. Obviamente, estaba equivocado. No voy a ponerme en contra de Spilotro. No tengo ninguna necesidad. No es mi estilo de hacer las cosas.
El Zurdo dijo que quería descubrir «quién lo había hecho y asegurarme de que no volviera a suceder… pero no tengo ningún ánimo de venganza. Si dijera que quiero venganza, me estaría situando en un nivel tan bajo como ellos». No consideraba que la bomba fuera un mensaje o una advertencia. «No conozco el motivo de este primer intento. Haré todo lo que pueda para frenarlos. Haré lo necesario para protegerme a mí y a mi familia.»
Existen dos teorías sólidas sobre quién intentó asesinar a Frank Rosenthal. La primera -defendida por el FBI- sostiene que fue Frank Balistrieri. A éste se le conoce como el Bombardero Loco, debido a su costumbre de hacer volar a sus adversarios. Y mediante una escucha telefónica en el despacho de Balistrieri unas semanas antes del atentado quedó grabado que Balistrieri decía a sus hijos que creía que Frank Rosenthal había ocasionado sus problemas. Les prometió que «obtendría una entera satisfacción».
La segunda teoría, generalizada entre la policía local, afirma que lo hizo Spilotro.
Según El Zurdo:
Geri vino a la ciudad después de la bomba. Dijo que quería cuidarme. Protegerme. Pero mi pasión se había apagado. Me dijo: «Sabes que puedo cambiar».
Intentó darme su número de teléfono ese día, pero yo le dije que no lo necesitaba. Ella siempre podía encontrarme.
«No se descarta la posibilidad de asesinato.»
Geri Rosenthal se trasladó a un piso de Beverly Hills. Tal como comentaba El Zurdo:
Circulaba con pájaros de mal agüero. Chorizos, macarras, drogadictos, tíos de bandas de motoristas. Tenía un novio músico que le pegaba unas buenas zurras.
Llevaba una vida bastante dura. Vino a Las Vegas en vacaciones. Aparecía cuando los niños tenían competiciones de natación, cuando celebraban fiestas, las típicas cosas de los hijos. Yo nunca contaba con ella para estos acontecimientos porque jamás sabías qué haría. En una ocasión, la acompañé al aeropuerto para que tomara su avión de vuelta y por el camino se puso a chillar que quería más dinero. Me di cuenta de que iba completamente servida. Tenía que cumplir con los encargos que le habían hecho sus venados colegas. «Sácale más pasta al canalla éste.» Pues claro. Sabía perfectamente para qué la querían. La amenacé con arrojar su equipaje en plena Paradise Road si no se callaba. Me dirigió una mirada asesina y no volvió a abrir la boca.
Otro día, cuando llegó, mi hijo estaba mirando por la ventana y comentó que estaba delgadísima. Cuando entró me di cuenta de ello. Estaba como un fideo. Había perdido muchísimos kilos. No era más que un saco de nervios y pastillas.
Desnutrición. No ingería más que pastillas.
– Fíjate cómo estás quedando -le dije.
Me pasó por delante, subió las escaleras y se metió en la bañera como si siguiera viviendo en la casa. Se comportaba como si continuara siendo Geri Rosenthal.
En cuanto nos hubimos divorciado le ofrecí cien mil dólares para que se cambiara el nombre, y me dijo:
– ¿Quieres quedarte conmigo o qué?
Utilizaba el nombre para sacar lo que fuera. «¿No sabe con quién está hablando? ¿Quién es mi marido?» Salidas de este tipo. Se protegía con la fantasía.
Me llamaban de algún bar a la una de la madrugada y ella decía por ejemplo: «Dile a ese mamón que me deje tranquila».
Cierta noche recibo una llamada histérica desde un teléfono público.
– ¿No te jode, la paliza que me ha pegado el menda?-dice.
Por aquella época Geri salía con un chaval joven. Cuando coincidía conmigo por teléfono me llamaba «señor Rosenthal».
Yo le había advertido que se comportara.
– Tienes que comprender que sales con la madre de mis hijos -le dije.
– Pues claro, señor Rosenthal -dijo aquel día.
Y de repente Geri me llama desde una cabina. Dice que está sangrando y que el chaval la ha vapuleado. Le pregunto qué puedo hacer por ella y me dice que le llame a él. Que consiga que deje de pegarla. Estará en este número al cabo de una hora aproximadamente.
Anoto el número y me levanto. Me quedo una hora mirando el reloj. Una hora cuesta mucho que pase; luego marco el número y, ¿quién responde? Geri.
– Hola.
– ¿Qué coño pasa? ¿Estás majara o qué? -le pregunté-. ¿No quedamos en que el chaval te apaleaba? ¿Qué haces aquí? ¿Por qué has vuelto?
– ¡Bah! -dice-. Ya estoy bien.
– Déjame hablar con el gamberro ese -le digo.
– No pasa nada -responde-. Está controlado.
Luego me enteré de que ella tenía un piso, vivían allí, él la había amenazado con dejarla y ella, histérica, había decidido, en plena borrachera, que yo amenazara al muchacho para que no la dejara.
El 6 de noviembre de 1982, a las 4,35 de la madrugada -al cabo de un mes de la bomba en el coche de El Zurdo-, Geri Rosenthal empezó a chillar en la acera de delante del motel Beverly Sunset, situado en el 8775 de Sunset Boulevard, entró tambaleándose al vestíbulo y allí se desplomó.
Uno de los recepcionistas llamó a la policía, pero cuando llegaron con una ambulancia Geri estaba en coma. No se recuperó. Murió tres días después en el Cedar Sinai Hospital. Tenía cuarenta y seis años. El hospital manifestó que los médicos habían encontrado indicios de tranquilizantes, alcohol y otras drogas en su organismo. Tenía un gran cardenal en el muslo y pequeñas magulladuras en las piernas.
Se cebaron en la historia los periódicos de Los Ángeles y Las Vegas, que informaron de que había muerto al parecer de una sobredosis y aprovecharon para remachar el clavo explicando los últimos capítulos de su tempestuoso matrimonio, el lío que tuvo con Spilotro, su apropiación de tres cajas de seguridad que contenían más de un millón de dólares, así como la bomba que se colocó en el coche de El Zurdo. Fue una historia tramada para la prensa sensacionalista y la poli. El capitán Ronald Maus, de la oficina del fiscal del distrito, declaró a Los Angeles Times: «Estamos interesados en ello por las antiguas conexiones de la difunta y la posibilidad de intervención por parte de la delincuencia organizada. El doctor Lawrence Maldonado, quien certificó su defunción, dijo: "No se descarta la posibilidad de asesinato"».
El Zurdo comentó:
Yo me enteré a través de una llamada de Charlotte, la esposa de Bob Martin. Me dijo:
– Frank, tengo malas noticias. Acaba de llamarme mi peletero y me ha dicho que Robin estaba en su establecimiento recogiendo los abrigos de Geri. Robin ha dicho que Geri había fallecido.
Llamé inmediatamente al peletero. Le dije que me llamaba Frank Rosenthal. Sabía con quien estaba hablando y me agradeció el negocio que le había proporcionado durante todos aquellos años.
– Oiga, ¿está aquí Robin Marmor? -le corté.
– Sí, ha venido a recoger los abrigos de Geri. Dice que su madre ha muerto.
El peletero se llamaba Fred no sé cuántos.
– Oye, Fred, no le des ni una puñetera prenda. ¿Me has entendido? -le dije.
– De acuerdo -respondió. Y colgó el teléfono.
Llame al depósito. El cadáver estaba allí. Había muerto.
Hablé con el médico.
Finalmente, dos días después, recibí una llamada de Robin:
– Mamá ha muerto -dice; tal cual-. Mamá ha muerto.
Simulo no estar al corriente. La sonsaco. Está organizando el funeral. Le digo que podemos vernos. Cuando lo hacemos, discutimos sobre dónde hay que enterrar a Geri. Yo quería que fuera en Las Vegas, junto a su madre, que también había muerto. Robin y Len Marmor querían enterrarla en Los Ángeles. Finalmente, Robin organizó el sepelio y el responso.
Hablé con los niños y les conté lo que había sucedido. Ya tenían edad para comprenderlo. Les pregunté si querían asistir al funeral y Steve dijo:
– Yo no, por favor.
– No vamos -dijo Stephanie.
Había división en los rumores: un cincuenta por ciento afirmaba que yo la había matado y el otro cincuenta por ciento que la había matado la mafia. Todos se equivocaban. Yo me gasté unos quince mil dólares en una investigación. Conseguí todos los detalles.
Estoy convencido de que fue una sobredosis.
La mataron ellos. Lo hicieron ellos… los que la rodeaban. Sabían que era una mujer rica. Yo le pasaba una pensión mensual de cinco mil dólares. Tenía todas sus joyas. Pero cuando la policía registró su piso, todo había volado.
Frank Cullotta declaró:
Al principio creyeron que tal vez Geri había sido asesinada porque sabía demasiado sobre la mafia. Pero esto son estupideces.
Lo que sucedió probablemente es que algunos de los colgados con los que se relacionaba imaginaron que Geri podía heredar una fortuna del seguro si de pronto se convertía en viuda. De modo que primero intentaron que El Zurdo saltara por los aires, y al fallar, vieron que podían tener problemas, sobre todo si Geri ataba cabos.
He aquí por qué la mataron. Y sólo a las cuatro semanas de la explosión en el coche de El Zurdo. ¡Vaya coincidencia! ¿Y qué hacía ella pululando por un barrio tan miserable de Hollywood a las cuatro y media de la mañana? No fue así. Estaba en un coche con sus asesinos, sus colegas, los pájaros que habían intentando deshacerse de El Zurdo, los que ahora la atiborraban de pastillas y copas.
No tenían más que parar el coche, arrojarla a la calle y arrancar de nuevo.
Como cuenta Barbara Stokich:
Asesinaron a mi hermana. Alguien le puso una inyección de algo.
Geri se llevó un millón en joyas cuando dejó a Frank. Él tuvo que ponerse en contacto con ella para recuperar su dinero, pero Geri se quedó con las joyas, y todas desaparecieron.
Después de instalarse en Los Ángeles quiso volver con Frank. Echaba de menos el lujo, la protección, la seguridad. Le gustaba llamarle «señor R».
Después de la muerte de Geri, mi padre fue a los lugares donde ella solía comprar. Una de las amigas de Geri le dijo que había estado en manos de un psicólogo durante dos meses y que ya casi estaba bien.
Geri consiguió de El Zurdo cinco mil dólares al mes, además de las tarjetas de crédito y el Mercedes. Pero no le gustaba estar sola. Iba de bares y bebía toda la noche. Cuando Geri volvió, Lenny se había casado, y un negro que conoció le pegó unas palizas atroces. Para sacarle dinero y joyas.
Nos enteramos de que había muerto porque mi esposo, Mel, y yo estábamos de visita en casa de papá y llamó el propietario. Unos amigos suyos habían visto una esquela a nombre de Geraldine McGee Rosenthal y se preguntaron si se trataba de mi hermana. Llamamos a Robin y ella no paró de repetirnos que no había tenido tiempo de hablar con nosotros. Por fin dijo que el funeral se celebraría al cabo de dos días. Mi hermana había estado una semana entre el hospital y el depósito, y nadie nos había dicho nada.
Geri fue enterrada en el Mount Sinai Memorial Park, en el 5950 de Forest Lawn, en una ceremonia privada. El Zurdo y sus dos hijos no asistieron a ella.
«No quise que mis hijos pasaran el mal trago», declaró él.
En enero de 1983, el forense del condado de Los Ángeles afirmó que la muerte había sido accidental, una clara combinación letal de cocaína, Valium y whisky Jack Daniel's.
Unos documentos del archivo del tribunal de testamentarías de Los Ángeles puntualizaban:
La finada murió sin dejar un patrimonio efectivo; sus pertenencias se reducían a numerosas monedas depositadas en la caja de seguridad 107 de la sucursal Maryland Square del First Interstate Bank sita en el 3681 de South Maryland Parkway, Las Vegas. Las monedas fueron valoradas por el tribunal en 15.468 dólares.
Entre las 125 monedas se incluían, entre otras, 4.000 dólares de plata; 1.200 dólares en dólares de plata de 1887; 133 dólares en fichas del casino Stardust; 6.000 dólares en dólares de plata de 1887; 100 dólares en monedas 22 centavos Indian Head, de 25 centavos Liberty, de cinco centavos Shield, y un gran centavo de 1797.
La mitad de las monedas de la caja pasaron a El Zurdo, siguiendo los acuerdos del divorcio, la otra mitad se dividió en tres partes iguales para sus hijos: Robin, Steven y Stephanie. Según documentación judicial, cada uno de los herederos de Geri recibió 2.581 dólares.
Se acercaba el fin para todo el mundo. A la explosión de El Zurdo y a la muerte de Geri le siguieron procesos, condenas y más muertes.
Los innumerables pinchazos telefónicos del Departamento de Justicia dieron como resultado el proceso -y la posterior condena- de los principales jefes del hampa implicados en el desvío de dinero en los hoteles Stardust y Tropicana.
Se cortaron delicados lazos. El 20 de enero de 1983, dispararon contra Allen Dorfman, de sesenta años, causándole la muerte, cuando salía de un restaurante situado en un barrio de las afueras de Chicago. Poco antes habían condenado a Dorfman, junto con Joey Lombardo, Joe Aiuppa, Jackie Cerone, Maishe Rockman y Roy Williams, presidente del Sindicato de Camioneros, por la utilización del fondo de pensiones de dicho sindicato en un intento de soborno al senador Howard Cannon de Nevada con el fin de conseguir una legislación que les fuera favorable. Era aquélla la segunda condena que pesaba sobre Dorfman por delito grave en relación con el fondo de pensiones, y el juez le había garantizado una larga permanencia en la cárcel.
Dorfman acababa de salir del restaurante con Irwin Weiner, un corredor de seguros de sesenta y cinco años, ex fiador, persona que había contratado primeramente a Tony Spilotro años antes como fiador en Chicago. Dorfman había entrado en un videoclub y había escogido la cinta de Absence of Malice para verla aquella noche en su casa. La película cuenta la historia de un hombre a quien la prensa acusa sin fundamento de estar relacionado con la mafia.
Weiner declaró a la policía que oyó que se les acercaban dos hombres por detrás y decían: «¡Esto es un atraco!» y que cuando se agachó oyó unos disparos y no pudo ver bien lo que había sucedido. Los hombres armados se dieron a la fuga. El asesinato nunca se esclareció.
El 13 de marzo de 1983, Nick Civella murió de cáncer de pulmón. Había salido del Centro Médico Penitenciario Federal Springfield, en Missouri, quince días antes para poder «tener una muerte digna».
Joe Agosto fue condenado por un negocio turbio de peloteo de cheques que le había permitido extraer fondos en las mermadas arcas del Tropicana para aumentar el desvío. El 12 de abril de 1983, Agosto decidió convertirse en testigo del gobierno. A raíz de sus testimonios -junto con los cuadernos de notas de DeLuna- se condenó, en algunos casos con duras sentencias, a Carl Civella y Carl DeLuna, a cada uno de los cuales le cayeron treinta años; Carl Thomas, le cayeron quince años, y por su parte, a Frank Balistrieri, trece.
Joe Agosto murió de un ataque al corazón unos meses después. Para la segunda fase del caso Argent -en la que se acusaba a algunos de los mismos inculpados del desvió de cerca de dos millones de Argent- se requirió un testigo de excepción. El gobierno otorgó inmunidad a Allen Glick, quien subió al estrado.
En dicho caso, estuvieron presentes en la sala los capos de Chicago Joe Aiuppa, de setenta y siete años, y Jackie Cerone, de setenta y uno; el jefe subalterno de Cleveland, Milton Maishe Rockman, de setenta y tres años; y el jefe de Milwaukee, Frank Balistrieri, de sesenta y siete años, así como sus hijos abogados, John y Joseph. La condena de éstos habría significado con toda certeza que los capos más ancianos morirían en la cárcel.
Glick subió al estrado y declaró durante cuatro días, precisando con toda suerte de detalles sus entrevistas con Frank Balistrieri y el proceso que siguió su préstamo. Explicó también que se vio obligado a firmar la cesión de más de un 50% de las acciones de la empresa a los hijos de Balistrieri a cambio de 25.000 dólares. Declaró que se vio obligado a promocionar a Frank Rosenthal y haber recibido amenazas de Nick Civella en una oscura habitación de hotel de Kansas City y de Carl DeLuna en el bufete de Oscar Goodman situado en el centro de Las Vegas.
Glick fue un testigo contundente. Se mostró preciso e imperturbable. Irradió una gran honradez. Carl Thomas se había convertido asimismo en testigo del gobierno, con la esperanza de conseguir benevolencia en el cumplimiento de su condena de trece años por el caso Tropicana. Declaró sobre el desvío de dinero y la influencia de la mafia en el Sindicato de Camioneros. Los federales apresaron también a Joe Lonardo, ex segundo de Cleveland, de setenta y siete años, quien declaró haber ejercido la función de mensajero con Rockman y explicó cómo se llevó a cabo la concesión del crédito a Glick y quién sacó provecho de aquél.
Incluso Roy Williams, tras ser sentenciado a cincuenta y cinco años por el caso de soborno a Cannon, decidió cooperar en el proceso de Argent. Lo llevaron en silla de ruedas a la sala, conectado a una botella de oxígeno, y declaró que Nick Civella le había pasado durante siete años mil quinientos dólares en efectivo al mes como compensación por haber votado la concesión del préstamo del fondo de pensiones a Glick.
Durante el juicio, Carl DeLuna se rindió. Se declaró culpable incluso antes de que se dictara sentencia. Ya tenía que enfrentarse a treinta años por el caso Tropicana. ¿Qué más podían hacerle? ¿Condenarle a treinta años más? No veía por qué tenía que permanecer en la sala observando cómo los fiscales mostraban ampliaciones de sus fichas de notas al jurado mientras una serie de dandis de vía estrecha contemplaban con incredulidad la riqueza de detalles que DeLuna había conseguido encajar en las minúsculas fichas.
Frank Balistrieri ya había tenido que enfrentarse a una condena de trece años por un caso diferente. Él también se declaró culpable.
El caso de Tony Spilotro, quien había sido procesado en el caso Argent junto con todos los demás, principalmente a raíz de las llamadas telefónicas a los directivos del Stardust exigiendo puestos de trabajo y obsequios, fue tratado aparte a causa de su afección cardíaca. Médicos autorizados determinaron que Spilotro no utilizaba su salud como estratagema, y se le concedió el tiempo necesario para una operación quirúrgica. Su vista se celebraría más tarde.
Al dictarse los veredictos de culpabilidad no hubo sorpresas, como tampoco las causaron las duras sentencias: Joe Aiuppa, el capo de Chicago de setenta y siete años, y su ayudante Jackie Cerone, de setenta y uno, fueron condenados a veintiocho años de cárcel cada uno. Maishe Rockman, de setenta y tres años, fue condenado a veinticuatro años. Carl DeLuna y Carl Civella fueron condenados a dieciséis años. John y Joseph Balistrieri fueron absueltos de todos los cargos.
Mil novecientos ochenta y tres marcó el cambio decisivo en la historia de Las Vegas. Los casos Tropicana y Argent se fueron encarrilando a través de vistas previas a los juicios, procesos y finalmente la aplicación de condenas. Se liquidó el último crédito concedido por el fondo de pensiones del Sindicato de camioneros. La hipoteca del Golden Nugget fue adquirida por Steve Wynn y liquidada con bonos basura. El implacable poder de la mafia -por lo que se refería al control económico de los casinos- había terminado.
En 1983, las máquinas tragaperras pasaron a ser la principal fuente de ingresos de los casinos, superando todas las demás formas de juego. Las Vegas, que había empezado su andadura como ciudad de destacados jugadores, se convirtió en una meca para los americanos en busca de apuestas de poca monta y bufetes libres por 2,95 dólares.
En 1983, la Comisión del Juego de Nevada canceló la licencia del Stardust por razón de otra investigación sobre el desvío del dinero y colocó a uno de sus propios supervisores en el antiguo despacho de El Zurdo para dirigir el Stardust. Los funcionarios estatales tuvieron poder para despedir o jubilar anticipadamente a muchos de los empleados que habían participado en los distintos desvíos de dinero que se habían llevado a cabo durante años.
Y en 1983 Rosenthal El Zurdo se trasladó con su familia a California.
El propio Zurdo declara:
Por un lado jugaba a la Bolsa y por el otro seguía con los pronósticos, estrictamente como jugador. Pero los niños… Stephanie, en concreto, se había convertido en una nadadora de primera clase. Ya había destacado en Las Vegas y posteriormente participó y venció en gran número de competiciones.
A fin de echarte una mano en sus objetivos -estaba ya preparada para las pruebas de calificación olímpica-, me trasladé a Laguna Niguel para que pudiera entrenar y competir con los de Mission Viejo Nadadores, uno de los equipos de elite del país.
La mansión de los Rosenthal estaba situada en Laguna Woods, en Laguna Niguel, una zona residencial a medio camino entre Los Ángeles y San Diego. Formaba parte de un conjunto de diecinueve casas encajadas en las exuberantes colinas costeras, con vistas panorámicas sobre el mar, el Crown Valley y El Niguel Country Club. El sistema de seguridad de la mansión de los Rosenthal disponía de una serie de monitores de televisión de circuito cerrado controlada por un panel que ocupaba toda una pared del garaje.
Durante casi todo el año 1983, la vida de El Zurdo giró alrededor de las extraordinarias proezas de sus hijos en el campo de la natación.
Rosenthal comentaba:
No puede existir orgullo mayor que el de ver un titular sobre un hijo tuyo que dice: rosenthal se hace con otras dos medallas de oro. Sigue guardando los recortes.
Stephanie era una fuera de serie. Una maravillosa atleta. Y su nivel de tolerancia en cuanto al dolor… Soy incapaz de describirlo… No podría decir hasta que punto sufría. Yo la observaba mientras entrenaba. Yo mismo la acompañaba a sus sesiones de mañana y tarde. Y eran a las cuatro y media de la madrugada y a las tres y media de la tarde. Realmente me encantaba aquello. Me pasaba el rato mirando entrenar a mi hija. Veía como se le hinchaban las venas, como se le enrojecían los ojos, y ella entrenaba con agua nieve, lluvia y frío. Yo sentía una especie de temor reverencial ante el sacrificio a que estaba dispuesta para alcanzar su meta. La verdad es que sentía un profundo respeto por ella.
Porque independientemente del talento que uno tenga, hace falta resistencia, fuerza, aguante. Para eso, para ganar. Y Stephanie deseaba el jodido triunfo. A esa chica no la vence nadie. Ella jamás lo permitiría.
Y no es orgullo de papá. Quien habla es el pronosticador. Era la mejor. Adondequiera que fuera, arrasaba. Claro que sí.
Y estoy hablando de bandas, medallas, trofeos. Y a Steven, por desgracia, le tocó formar parte de aquello. Yo mismo no comprendía hasta que punto pudo arraigarse el resentimiento. No eran más que niños. Él tenía sólo trece años y ella diez. El niño se sintió muy dolido porque yo abrazaba a Stephanie, le ponía la mano en la cabeza, le daba un beso, un apretón de manos. Tenía que animarla.
Y su hermano estaba en la misma competición y acababa en la calle. ¿Y qué iba a hacer yo? Pues bien, a veces le decía: «¡Eh, Steve, muy bien! Tienes que entrenar más a fondo». Pero Steven estaba resentido con nosotros. Y con ello me refiero a mí y a Stephanie.
Steve era un experto nadador. A nivel técnico, más que Stephanie. Es la pura verdad. Los entrenadores de todo el país, su propio entrenador, decía a menudo: «Frank, si consigues que el chaval se lance, nadie será capaz de alcanzarlo. El muchacho es mejor que Stephanie».
Pero le faltaba voluntad para saltar a la palestra y sufrir. Entrenarse. Nadar mil quinientos metros al día. Correr. Hacer ejercicios en pista. Levantar pesas. No estaba dispuesto a pagar aquel precio. Por consiguiente, cuando llegaba a una competición, no estaba preparado. Y lo apartaban de un codazo.
Claro que no todo el mundo sirve para lo mismo. Yo no lo respetaba menos por ello. Creo que tenía que haberlo dejado. Haberse convertido en un nadador que practica por afición.
Stephanie, sin embargo, iba a por el oro. Aquellos fueron los mejores años de mi vida. Le dije a ella y a unos cuantos amigos íntimos que si se clasificaba para los Juegos Olímpicos del 84 y conseguía una medalla consideraría que mi jodida vida había sido completa.
Y me importaba un rábano que me la pegaran un minuto después. No desearía la vuelta atrás. Lo decía con toda sinceridad. En otras palabras, pongámoslo de esta forma: «Stephanie, es todo lo que deseo. Quiero verlo con mis ojos».
Le dije:
– Fue un milagro que pudiera salir del coche el día de la bomba. Consigue que yo vea que ganas la medalla de oro, Stef, y después estoy dispuesto a despedirme de todo.
Ella me entendió. Pero era joven. Era sólo eso, una niña. Había estado entrenando desde los seis años. Pues bien, nos fuimos a Austin, Texas, donde empezaban las pruebas olímpicas. Se clasificó en tres pruebas, pero durante el período de entrenamiento que precedió a lo de Austin, yo la estuve observando. Ya se sabe, soy un pronosticados Estoy acostumbrado a observar.
Y me imagino que tenía dos opciones, poco o nada, y lo poco estaba fuera de la ciudad. Los entrenadores me dijeron:
– No la desanimes, Frank. Vas a echarlo todo a perder. Ve con cuidado, Frank.
Pero yo, mientras la acompañaba a casa después de un entreno le decía:
– Tienes que entrenar más duro, Stef.
Y ella respondía:
– No sabes lo que dices, papá.
En fin, lo supe antes de ir a Austin. La prueba principal. Los cien metros braza de espalda. Mi sobrino Mark Mendelson quería venir desde Chicago pero yo le dije que no subiera al avión hasta que llegara a la final. Estuvo en O'Hare esperando comprobar si Stef se clasificaba por la mañana para la final de la tarde. Tenía que acabar entre las ocho primeras. En aquella prueba iban a participar ciento y pico de personas. Las ocho primeras pasaban a la final; las dos primeras, a los Juegos Olímpicos.
De forma que él esperó en el aeropuerto y me hizo llegar un mensaje preguntando si tomaba el vuelo o no. En el fondo, yo sabía que no tenía la menor posibilidad. Vino a mi encuentro tres cuartos de hora antes de la prueba. Dijo que el entrenador le había comentado que estaba en plena forma. Yo respondí para mis adentros: «Que le den por culo a tu entrenador, por bocazas».
Estaba jugando con ella. Estaba echando un farol. Tal vez ella conseguiría un milagro. La verdad es que en deporte no hay milagros. Es uno contra uno.
Recuerdo el tiempo que hizo. Dos segundos y medio menos de la marca que había conseguido seis meses antes, cuando se clasificó. Bajó la cabeza. Bajé la cabeza. Luego corrí hacia el teléfono y dejé un mensaje para mi sobrino, que esperaba en el aeropuerto.
– Mark Mendelson, vuelve a casa -dije.
El Zurdo también volvió a casa. La casa de Laguna Niguel, que le había costado 365.000 dólares tenía una fuente de aguas termales en la entrada, un mirador y una consola de madera exótica en el dormitorio. Pero cuando Rosenthal decidió empapelar, descubrió que era imposible pues las paredes no eran rectas, defecto que hizo también imposible la instalación de puertas con apertura electrónica, ventanas y contraventanas nuevas. Él mismo comentó por aquellos días:
La casa se tambalea, se derrumba y se hunde. Hay una inmensa grieta en el muro del fondo, incluso el encargado de los cristales ha tenido problemas porque el edificio no es sólido. Me he puesto en contacto con el contratista para comprobar si reúne los requisitos legales.
El Zurdo los llevó ante el tribunal.
Dijo que no le quedaba más remedio, pues los constructores «ya ni siquiera respondían a mis llamadas telefónicas».
De no haber estado Mike Kinz en el elevado asiento de su tractor, jamás habría reparado en el pedazo de tierra yermo. Kinz había arrendado un campo de maíz de un par de hectáreas en Enos, Indiana, a unos setenta y cinco kilómetros al sureste de Chicago; el maíz tenía una altura de unos diez centímetros y en unos quince días habría crecido lo suficiente como para cubrir el campo y disimular las huellas sobre el suelo que daban la impresión de que se había arrastrado algo desde la carretera hasta aquel espacio yermo, es decir, en un recorrido de unos treinta metros.
Kinz sospechó que algún cazador furtivo habría enterrado los restos del cadáver de un ciervo en el campo tras descuartizarlo y llevarse sus partes comestibles. Otras veces había sucedido. Así pues, llamó a Dave Hudson, biólogo y conservador de la fauna y guarda de caza.
Hudson estuvo media hora escarbando en la mullida y arenosa tierra hasta topar con material firme. Observó el agujero de metro y medio y en él vio un pedazo de piel blanca.
«Aparté un poco la arena -explicó Hudson-, y vi que había ropa interior.»
En una fosa de un par de metros habían arrojado dos cadáveres, uno encima del otro. No llevaban más que calzoncillos. Tenían el rostro tan desfigurado que el laboratorio del FBI no pudo examinar las huellas dactilares, cuatro días más tarde, pudieron identificarse los cadáveres como el de Anthony Spilotro, de cuarenta y ocho años, y el de su hermano Michael, de cuarenta y uno.
Anne, la esposa de Michael había denunciado la desaparición de éstos nueve días antes, y corrían rumores de que los Spilotro, quienes tenían que presentarse a juicio en unas semanas, habían desaparecido por decisión propia. Spilotro había conseguido permiso del tribunal para pasar ocho días en Chicago en visita familiar y para que su hermano dentista le arreglara la boca.
A Spilotro le esperaban unos días de gran actividad. Iban a juzgarle por el desvío de dinero del Stardust. Tendría que presentarse de nuevo a la sala por el caso del agujero en la pared; la primera vista había acabado en juicio nulo por desacuerdo del jurado a causa de un intento de soborno a uno de los miembros. Le preparaban asimismo otro juicio por violación de los derechos civiles de un testigo del gobierno al que se sospechaba que había asesinado. Su hermano Michael estaba a la espera de un juicio en Chicago pues una investigación encubierta sobre extorsiones demostró los vínculos entre el hampa y los clubs de alterne de los barrios situados al oeste de Chicago.
La consideración de Tony Spilotro en el seno de la mafia de Chicago había disminuido mucho en los últimos años. Como afirma Frank Cullotta: «Tony había llenado un montón de negativos». Y las escuchas a Spilotro acusando a algunos de sus socios, en concreto a Joe Ferriola -que se reproducían en la sala-, servían de poca ayuda. La noche del 14 de junio, cuando Michael y Tony salieron de la casa de aquél, en uno de los barrios periféricos de Chicago, Michael dijo a su esposa Anne: «Si no hemos vuelto a las nueve, es que las cosas se han complicado mucho».
La fosa se encontraba a unos seis kilómetros de una casa de campo propiedad de Joseph J. Aiuppa, ex capo de la mafia de Chicago, quien se encontraba a la sazón en la cárcel cumpliendo condena por desvío de dinero en los casinos de Las Vegas.
Edward D. Hegarty, agente del FBI de Chicago encargado del caso, afirmó:
No estaba previsto que se encontraran los cadáveres, pero quien los asesinó no tuvo en cuenta que el granjero podía esparcir herbicida por el campo.
Los hermanos murieron a causa de «unas contundentes heridas que se les infligieron en el cuello y la cabeza», según el doctor John Pless, jefe de medicina forense de la Universidad de Indiana, quien llevó a cabo las autopsias. Los dos habían sido golpeados duramente, pero no se observaron fracturas ni huesos rotos. Se supuso que los golpes se los habían propinado a pocos metros de la fosa. Cerca de allí se encontraron sus ropas. La fosa había sido excavada a una profundidad que impidiera el afloramiento de los cadáveres al arar los campos durante la siguiente primavera.
Tal como afirmó el ex agente del FBI Bill Roemer antiguo perseguidor de Spilotro:
Los asesinos tenían que actuar movidos por un terrible rencor. Normalmente, se encuentran un agujero, dos o máximo tres limpios en la nuca, procedentes por lo general de un veintidós. Es algo rápido y el individuo no sufre. A ésos los apalearon hasta matarlos. Los torturaron.
Hoy en día, los del sombrero de fieltro que levantaron la ciudad se han esfumado. Los jugadores sin alias ni maletas repletas de dinero en efectivo se resisten a aparecer por el nuevo Las Vegas por temor a que un universitario de veinticinco años del ramo de hostelería que trabaja en la sección de crédito de los casinos los entregue al fisco.
Las Vegas se ha convertido en un parque temático para adultos, como un lugar al que los padres pueden ir acompañados de sus hijos y pasárselo bien también ellos. Mientras los críos juegan a piratas de cartón piedra en el casino de la Isla del Tesoro o bien a torneos con los caballeros en el Excalibur, mamá y papá van metiendo el dinero de la hipoteca y de la futura matrícula universitaria de la prole en las ranuras de las máquinas.
El aire acogedor de la habitación 147 del hotel Flamingo, que utilizó Bugsy Siegel e incluso la primera de El Zurdo, la 900 del Stardust, han sido sustituidas por la 5.008 del MGM Grand o las series del 3 000 al 4.000 de los hoteles que dan al Strip, en forma de pirámides, castillos y naves espaciales. Un volcán hace su erupción cada treinta minutos en el Mirage. Justo al lado, en el Strip, aparece un barco pirata en un lago artificial seis veces al día y derrota a la Armaba británica.
Hace tan sólo veinte años, los croupiers sabían tu nombre. La copa que tomabas, a lo que jugabas, cómo jugabas. Te ibas directo a las mesas y te registraban automáticamente. Un botones conocido te llevaba el equipaje arriba, deshacía las maletas y dejaba en tu habitación las botellas de tu marca preferida y unos recipientes con fruta fresca y cubitos de hielo. La habitación te esperaba en lugar de ser tú quien tuviera que esperarla.
Hoy en día, registrarte en un hotel de Las Vegas es casi como recoger la tarjeta de embarque de un avión. Incluso se aplica la lista de espera a las suites reservadas a los jugadores destacados mientras los ordenadores comprueban el crédito de sus American Express para confirmar que la persona sea realidad la que dice ser.
El fondo de pensiones del Sindicato de Camioneros ha sido sustituido por los bonos basura como fuente básica de financiación del casino; ahora bien, por altos que sean los intereses de los bonos basura, nunca llegarán a las cantidades marcadas por la mafia. Los ejecutivos de casino que solicitan un préstamo ya no tienen que citarse con sus agentes financieros en oscuras habitaciones de hotel en Kansas City a las tres de la madrugada y que alguien les diga que les va a arrancar los ojos.
Tony y Geri están muertos y El Zurdo se marchó. Éste actualmente vive en una casa junto a un campo de golf en una zona residencial cercada en Boca Raton. Juega un poco, vigila sus inversiones y ayuda a su sobrino en la gestión de una sala de fiestas. A veces se sienta en un pequeño recinto elevado de dicha sala y apunta su bolígrafo linterna hacia el camarero que él considera que no recoge las mesas con suficiente rapidez. Durante años albergó la esperanza de volver a Las Vegas, pero en 1987 pasó a la lista negra y se le prohibió volverá ponerlos pies en un casino; unos años de lucha contra tal decisión no sirvieron para nada.
Ya lo dijo Frank Cullotta:
Todo tenía que ir como una seda. Cada cosa estaba en su lugar. Teníamos el Paraíso en la Tierra pero lo mandamos todo al infierno.
Sería la última vez que se entregaría algo tan valioso a los hijos de la calle.