37566.fb2
Veo el limpiaparabrisas rasar con ritmo regular el parabrisas sobre el que las gotitas de llovizna estallan imperceptibles cayendo de la masa blancuzca que rodea el automóvil adensándose alrededor a medida que se distancia y dejando entrever apenas las fachadas húmedas que chorrean agua y se desvanecen por momentos para reaparecer después entre los desgarramientos de la niebla, y las dos hileras de fachadas separadas por la angosta calle reluciente por la que rueda el automóvil, desplazándose hacia atrás. Los vidrios laterales están empañados; si trato de mirar por ellos, no veo más que los manchones de niebla moviéndose lentamente, las miríadas destellantes de partículas húmedas y los manchones grises o amarillos de las fachadas. En la primera esquina, un gorila solitario, envuelto en un impermeable azul y con un sombrero hundido en el cráneo, de modo tal que apenas si se le ve la cara, se encoge para toser. Después paso a su lado y queda atrás.
Doblo por Mendoza, hacia donde debiera estar saliendo el sol, y el coche se desliza lento, pasando por delante de la estación de ómnibus. Hay algunos gorilas en los andenes. Se pasean o están inmóviles, junto a montones de bultos y valijas. Abiertos en el fondo, los andenes se ciegan de niebla detrás, y la sombra de la noche, que todavía no se ha esfumado del todo, contrasta con la niebla y está como deslumbrante. Una sombra lisa, densificada, pulida. Y los gorilas que mueven la cabeza o levantan una mano para pasársela por los ojos o llevarse el cigarrillo a los labios, insertan unas manchas pálidas, que desaparecen enseguida, en la penumbra negra. No hay un solo colectivo en ninguno de los andenes, y las ventanillas cerradas me impiden escuchar nada del exterior. No sé sí los altoparlantes que anuncian la llegada y la salida de los colectivos se encuentran funcionando, ni si los pasos o las voces de los gorilas resonando sobre el cemento sucio de lubricante y el techo combo de los andenes, suenan altos o bajos. No escucho más que el ruido monótono del motor que cambia a veces cuando cambio la marcha para doblar en las esquinas o acelerar de golpe y apenas por un momento, ya que por distracción he oprimido un poco más el pedal del acelerador.
Doblo hacia la izquierda y paso frente al Correo que ya está iluminado. Gorilas se pasean detrás de los ventanales de la planta baja, detrás incluso de los largos mostradores. Al rasgarse la niebla, puedo ver sus bustos desplazándose como si un carril los impulsara sobre la superficie de los mostradores. El empedrado de la avenida del puerto reluce y el coche avanza ahora con una marcha menos regular. Veo a través del parabrisas venir hacia mí las altas palmeras que relucen, envueltas en niebla, y las columnas del alumbrado que rematan en los globos blancos que emiten una claridad débil, comida ya por la mañana. Las grandes hojas de las palmeras están inmóviles y se extienden por encima de las columnas del alumbrado. Los troncos chorrean agua. La avenida del puerto está completamente desierta. Las palmeras y los globos del alumbrado vienen hacia mí y enseguida desaparecen detrás. También el empedrado húmedo avanza hacia las ruedas del automóvil y cuando paso por un hundimiento de la calle en el que se ha formado un charco de agua viene desde debajo de las ruedas un rumor líquido que se mezcla al zumbido monótono del motor; durante un momento, el parabrisas se llena de unas gruesas salpicaduras que el limpiaparabrisas comienza a arrasar diseminándolas primero sobre el cristal en el lugar que han golpeado, y arrastrándolas después hacia los bordes del parabrisas, dejándome el espacio suficiente como para ver el camino, adelante. El espacio limpio del vidrio va borroneándose hacia los costados, y las gotitas que caen incansablemente sobre él permanecen intactas durante un momento, emitiendo una delgadísima franja de brillo, y después desaparecen.
Llego por fin a la boca del puente colgante, que he visto avanzar hacia mí, con sus mástiles envueltos en una niebla que los deja entrever, oscurecidos y relumbrantes por la humedad, por sus desgarrones y de tanto en tanto. Un gorila envuelto en un capote negro, la cabeza cubierta por una gorra de vigilante, está parado a la puerta de una garita gris. Tiene los ojos fijos en la niebla, y está completamente inmóvil. Después desaparece. Queda atrás. El puente también queda atrás. Se extiende ahora delante de mí la costanera vieja, con su asfalto lleno de grietas y resquebrajaduras, manchado de lubricante. La baranda de concreto muestra su hilera interminable de balaustres manchados por la intemperie. De tanto en tanto, la ausencia de alguno rompe la uniformidad. Y a veces, también, el balaustre roto ha caído en pedazos sobre la ancha vereda de enormes lajas grises. Del otro lado de la costanera, veo los álamos altísimos, ya deshojados, avanzar hacia mí y después desaparecer. Delante está la niebla. Forma un murallón blanco, cerrado. El automóvil va entrando en ella como una cuña reluciente, detrás de la cual la niebla se vuelve a cerrar. Al entrar en la costanera nueva, más amplia, sin puntos inmediatos de referencia, por un momento no hay más que el automóvil y la niebla, en una especie de inmovilidad. No hay más que el gran globo blancuzco cuyas partículas giran en su lugar, como planetas diminutos, y el automóvil moviéndose y dando la ilusión de no avanzar, tan uniforme es la densidad de la niebla. Pero de pronto a un costado la copa carcomida de un árbol que chorrea agua avanza lentamente y después desaparece, quedando atrás, de modo que se revela por un momento que he estado avanzando aunque el volver a entrar en la niebla más completa vuelva a tener la ilusión de la inmovilidad.
Los gorilas estarán a esta hora saliendo de sus guaridas, dejando sus jergones malolientes, observando sus dentaduras carcomidas frente al espejo del baño, deponiendo sus excrementos, mirando por la ventana la niebla, revolviéndose modosamente en las camas donde han copulado con sus hembras de sexo rojizo, entre rugidos apagados y lamentos brutales, las hembras han de estar mirando a los machos desde la cama, oyéndolos moverse por las cocinas mal iluminadas mientras se preparan el desayuno antes de salir a trabajar. Después entornarán los ojos, se harán un ovillo entre las frazadas calientes y volverán a dormirse hasta media mañana. Después se levantarán y saldrán al mercado a comprar alimentos, mientras los machos escriben unos trazos ininteligibles sobre grandes libros de caja en oficinas de techo altísimo y piso de madera. Los veo abrir la puerta de calle, lanzando los primeros eructos pasmados, mirar la niebla, y encorvarse después mientras caminan en la llovizna hasta la primera esquina, para tomar el colectivo. En el colectivo se aplastarán unos contra otros, refregándose los culos carnosos y echándose el aliento sobre la cara todavía hinchada por el sueño. Emitirán unos sonidos roncos, sacudiendo la cabeza, abriendo desmesuradamente los ojos y moviendo las manos en ademanes ininteligibles.
Un refugio en la parada del colectivo, de paredes amarillas, me saca por un momento de la inmovilidad ilusoria en que permanezco, y después pasa y queda atrás. Las primeras casas sobre la costanera nueva, del lado opuesto al río, se divisan mustias y borrosas. Sus techos de tejas rojas, no obstante, brillan por el agua. Del otro lado, el río ha desaparecido. En el lugar en que la costanera hace una curva amplia, avanzando sobre el río, detengo el automóvil. El silencio del motor apagado se vuelve para mí más monótono que el zumbido monótono del motor en marcha, que ha dejado una especie de eco que resuena un momento más en mi mente y después se esfuma. Miro fijamente la niebla hacia donde supongo está la orilla del agua. Desgarrones muy leves me dejan imaginar, más que ver, la superficie. De pronto, una mancha negra, brillante, aparece y se borra. Vuelve a aparecer y se vuelve a borrar. Después reaparece permaneciendo un momento. Alcanzo a distinguir la grupa y la cola de un caballo. La cola se sacude, y después todo vuelve a borrarse. Queda otra vez la niebla vacía, a través del parabrisas. La inmovilidad del limpiaparabrisas hace que el vidrie se llene de gotitas diminutas que presentan una línea muy delgada de destello. Hago funcionar otra vez el limpiaparabrisas y veo nuevamente las gotitas aplastarse y desaparecer de modo que el cristal queda limpio otra vez. Espero par; ver reaparecer la mancha oscura del caballo, pero durante tres minutos no pasa nada, de modo que pongo otra vez e motor en marcha, bruscamente, y continúo avanzando.
Llego a Guadalupe, rodeo la rotonda, y comienzo a re correr otra vez la costanera en sentido contrario. A no se por el recuerdo de haber llegado hasta el final de la costanera y haber rodeado la rotonda, ahora parece no sólo no haber movimiento, sino tampoco dirección. Ninguna dirección, salvo que doy el frente hacia alguna parte -mi cara mira hacia alguna parte, de igual modo que la parte delantera del automóvil- pero, si no recordara que he dado la vuelta a la rotonda de Guadalupe, no sabría hacia dónde. Después un árbol vuelve a emerger, fragmentario y húmedo, en la altura, la copa comida por la niebla, y avanza lentamente y queda atrás.
Retomo la costanera vieja, y al llegar a la boca del puente colgante -el gorila con gorra de policía ha desaparead y queda únicamente la garita gris- doblo por el bulevar e vez de seguir en dirección a la avenida del puerto. Ruedo por el bulevar hacia el oeste, paso las vías, y después veo el gran edificio de la vieja estación de trenes. Sus paredes pardas están húmedas, las grandes puertas y ventanas ciegas, sin que ninguna luz las ilumine desde el interior. Dos gorilas hembras, con paraguas lilas, idénticos, salen por la gran puerta principal. Una hilera de taxis vacíos permanece inmóvil en la calle, frente a la gran fachada. Percibo, en algunos, las medías figuras borrosas de los gorilas conductores. Apenas si se los distingue. Los grandes árboles del bulevar están quietos y mojados. Ahora hay un poco más de tránsito en el bulevar, un tránsito lento, de ómnibus y automóviles. Cuando llego al primer semáforo, diez cuadras después de la avenida, la niebla está ya disipándose, y la luz roja me induce a detenerme instintivamente. El motor queda en marcha, y el limpiaparabrisas se desliza en semicírculo con su rumor regular, arrasando las gotas. La luz roja se apaga, y en el momento en que se enciende la verde estoy ya atravesando la bocacalle, y la aguja gótica de las Adoratrices aparece semiborrada, en la altura, por la niebla. Cinco cuadras más adelante, antes de llegar al segundo semáforo, aminoro para pasar las vías frente al Molino, y como la luz verde está encendida, doblo hacia el norte, tomando la calle Rivadavia: la vereda izquierda presenta una hilera de casas antiguas y modestas, de una planta, y a la derecha tengo los baldíos del ferrocarril y más allá el largo paredón del Molino, al que distingo borroso a través del vidrio lateral. El paredón ciego, larguísimo, de ladrillos sin revocar, se deforma por momentos hacia el baldío en unas estructuras cilíndricas que vistas a través del vidrio lateral toman las proporciones más locas y las formas más extrañas. Después doblo otra vez hacia la izquierda, recorro una cuadra de grueso empedrado, que hace vibrar y retumbar la carrocería, y doblo hacia el sur, por 25 de Mayo. Recorro una cuadra y atravieso el bulevar, siempre en dirección al sur, por 25 de Mayo. Las calles están llenándose de gorilas, mientras la niebla se disipa, pero la llovizna continúa. Al pasar delante del Banco Provincial veo que sus puertas están abiertas, y que gorilas entran y salen apresurados. Veo primero el reloj redondo, marcando las ocho y doce minutos en sus números romanos, y después el reflejo fugaz de los vidrios de la puerta giratoria, que escupe y traga a los gorilas. Después queda todo atrás. Vienen, sucesivamente, la esquina del hotel Palace, y al final de la misma vereda, en la otra esquina, el bar Montecarlo, A la izquierda están los fondos del Correo, más allá de la plazoleta, y en la vereda de enfrente los andenes de la estación de ómnibus. Cruzo la bocacalle, siempre por 25 de Mayo hacia el sur, y todo eso queda atrás. En la primera esquina doblo hacia la derecha, hago una cuadra, y doblo después a la izquierda, tomando San Martín en dirección al sur. Hay cada vez más gorilas en la calle. Algunos manejan automóviles, otros miran mansamente desde las ventanillas de los colectivos, otros se alzan el cuello del impermeable al asomarse a la puerta de sus casas, disponiéndose a salir. San Martín aparece lavada por la lluvia; lavada, y al mismo tiempo sucia, ya que la larga llovizna de días y días ha hecho que los zapatos embarrados de los miles de gorilas que recorren las veredas las conviertan en unos charcos oscuros, viscosos y aguachentos. Seis cuadras más y llego a la Plaza de Mayo. Debo esperar unos momentos ante el semáforo, ya que la luz roja me impide pasar. Después la luz roja se apaga y se enciende la luz verde, y doblo hacia la derecha avanzando por la calle que rodea la plaza hacia los Tribunales. A mi izquierda están las palmeras y los naranjos, y los grandes robles, entre cuyos troncos mojados se entrecruzan los senderos rojizos. Enfrente el edificio de los Tribunales avanza hacia mí. Cruzo la bocacalle y entro en el patio trasero de los Tribunales. Estaciono el automóvil en la estrecha franja embaldosada y detengo el motor y el limpiaparabrisas. Quedo un momento en el interior del silencio del automóvil, oyendo todavía el eco del sonido del motor y el del murmullo rítmico del limpiaparabrisas que ya comienza a desvanecerse. Es un solo eco. Después recojo el portafolios de sobre el asiento trasero, bajo del coche -la llovizna me golpea en la cara-, cierro con llave la portezuela y entro en el edificio.
Gorilas se pasean por los fríos corredores, y entran y salen de las oficinas. Saludo a algunos, con una inclinación de cabeza. Llego al amplio vestíbulo y comienzo a subir las escaleras de mármol blanco, anchas. Están todavía limpias. En el primer piso me detengo y me apoyo en la baranda, mirando hacia abajo: cruzan el hall unos gorilas apresurados, llevando portafolios y grandes legajos en las manos, mientras grupos distribuidos en el vasto espacio cuadrado de mosaicos blancos y negros conversan en voz alta. Parecen piezas de ajedrez sobre un tablero. Continúo subiendo, a través de la amplia escalera blanca de mármol, y al echar un último vistazo hacia el vestíbulo, desde el tercer piso, las figuras de los gorilas se han reducido tanto, achatadas contra el tablero blanco y negro, que el efecto de ser unas rígidas piezas de ajedrez se hace de pronto perfecto. Sólo que de vez en cuando cruzan en diagonal, o vertical-mente, el tablero, unas manchas apresuradas. Sigo por el frío corredor y entro en mi oficina. En la antesala, el secretario está sentado frente a su escritorio, estudiando un legajo. Alza la cabeza entrecana y me saluda. "¿Tan temprano, juez?", dice. Le respondo que son casi las ocho y media, y paso a mi despacho. Dejo el portafolios sobre el escritorio, me saco el impermeable colgándolo de una percha, y voy y pliego las persianas. Entra la luz gris en el despacho. Los árboles de la plaza, las altas palmeras de hojas brillantes y los naranjos más reducidos, en los que los frutos manchan de amarillo la fronda verde, se ven achatados contra los senderos rojizos. Después voy y me siento al escritorio y abro el portafolios. Saco el libro, el cuaderno, los lápices, y el grueso diccionario. Después dejo el portafolios en el suelo, al lado de la silla.
La página está señalada con una hoja de papel blanco, doblada varias veces. Al abrir el libro, la hoja de papel cae sobre el escritorio y el libro queda perfectamente abierto, con sus dos partes perfectamente alisadas y dóciles. La página de la izquierda, señalada al pie, en el centro, con el número ciento ocho, aparece llena de marcas de lápiz y birome de todos colores. Algunas palabras están encerradas en un círculo, con una llamada hacia el margen blanco consistente en una línea nerviosa que acaba en alguna palabra en castellano o algún otro signo. Otras palabras aparecen subrayadas con tinta roja o verde. Uno de los párrafos, hacia el final de la página, aparece destacado con una línea roja, vertical, que lo acompaña en el margen izquierdo. La otra página, la derecha, signada con el número ciento nueve, sólo está marcada hasta el primer párrafo. El primer párrafo finaliza con una frase que aparece subrayada. Dice: Here was un ever-present sign of the ruin men brought upan their souls. Las palabras ever-present sign aparecen subrayadas y encerradas en un círculo achatado, hecho con tinta verde.
Hacia abajo, el resto del texto no presenta ninguna marca. Abro el cuaderno y lo dejo abierto sobre el escritorio, al lado del libro. En el cuaderno, la página de la izquierda está llena hasta la mitad con mi letra pequeñísima, escrita en tinta negra. A veces, alguna frase está subrayada con lápiz, o con tinta roja o verde, y alguna palabra encerrada en un círculo achatado hecho con tinta de uno de estos dos colores. El resto de la página, hacia abajo, está en blanco, lo mismo que la página derecha, salvo los delgados renglones azules y la doble línea, vertical, del margen. Pero en la parte escrita, la escritura no respeta el margen ni los renglones, de tal modo que en el espacio en blanco entre renglón y renglón, aparecen dos líneas manuscritas y a veces las correcciones correspondientes entre ellas. Después pongo el grueso diccionario al alcance de mi mano.
Alzo el tubo del teléfono, pido al telefonista el interno de la Oficina de Prensa y espero que atienda el llamado. Esto sucede después del cuarto timbrazo. Digo quién soy. El encargado de la oficina me pregunta qué es lo que necesito. "Si viene el cronista de La Región dígale que pase por mi despacho, que quiero verlo", digo yo. "Perfecto, juez", dice el encargado de la Oficina de Prensa. Cuelgo.
Alzo una de las lapiceras a bolilla de sobre el escritorio, y me dispongo a trabajar. La última frase escrita en el cuaderno es la siguiente: "Ahí había un imborrable (perenne) (siempre presente) (eterno) signo de la ruina (perdición) que los hombres llevaron (atrajeron) sobre sus almas". Después me inclino sobre el libro y voy leyendo:
Three o'clock struck, and four, and the half hour rang its double chime, but Dorian Gray did not stir. He was trying to gather up the scarlet threads of life, and to weave them into a pattern; to find his way througb the sanguine labyrinth of passion through which he was wandering.
Con la lapicera a bolilla de color rojo marco en el libro la palabra chime. Dice "armonía", "clave" "juego de campanas" "repique", "sonar con armonía", "repicar", "concordar". Busco después la palabra stir. Dice "removerse", "agitar", "revolver", "incitar", "moverse", "bullir", "tumulto", "turbulencia". Después paso a la letra í y busco la palabra threads. Dice "hilo", "fibra", "enhebrar", "atravesar".
Dejo la lapicera a bolilla de color rojo y agarro la negra. Escribo: "Dieron las tres y después las cuatro, y después la media hora hizo sonar su doble repique (teo) (campanada), pero Dorian Gray no se movió. Estaba tratando de reunir (juntar) (amontonar) (hilvanar) (enhebrar) (atravesar) los hilos (pedazos) (fragmentos) escarlatas (rojos) (rojizos) de su vida, y darles una forma, para hallar su camino a través del sanguíneo (sangriento) laberinto de pasión por el cual (que) había estado vagando".
Con la lapicera de tinta roja subrayo las palabras campanada, pedazos, y sangriento. Después me levanto y me asomo a la ventana. La llovizna cae sobre las palmeras y los naranjos, y los senderos rojizos de polvo de ladrillo relumbran. Tres gorilas atraviesan los senderos. Vienen de distintas direcciones; uno cruzando en diagonal de sudoeste a nordeste, otro a la inversa, y el tercero, de noroeste a sudeste. En el centro de la plaza se cruzan los tres, en el amplio círculo ronzo. Caminan trabajosamente y se inclinan, borrosos, en la llovizna, enfundados en sus impermeables. Uno de ellos, el que va hacia el norte, lleva un paraguas negro que medio oculta su figura. El círculo negro del paraguas se desplaza, rígido, contrastando con el suelo rojizo. Después vuelvo al escritorio y continúo la traducción. Escribo, tacho, hago marcas -cruces, líneas verticales u horizontales, círculos, flechas- en el cuaderno y en el libro. Vuelvo la página ciento nueve y comienzo a leer el texto escrito en la del dorso, la página ciento diez. La página, con su pareja escritura de imprenta, va llenándose con mis nerviosos y rápidos signos: cruces, rayas verticales u horizontales, flechas, círculos. Escribo en el cuaderno: "Hace dos días le he dicho a Sibyl que se case conmigo. No voy a quebrar mi promesa (faltar a mi palabra = to break my word to her)". Subrayo "faltar a mi palabra". Después escribo: "Ella va a ser" y en ese momento entra Ángel en la oficina. Cierro el diccionario y señalo la página del libro con un lápiz rojo, cerrándolo. Ángel tiene el impermeable empapado en los hombros y el cabello oscuro todo revuelto. Está muy delgado,
"No he podido llamarte", dice Ángel. "Tengo unos líos tremendos con mi familia". Después se inclina hacia el escritorio y toca el libro. Sus dedos flacos recorren la superficie lisa de la tapa en la que alguien ha dibujado, con líneas blancas, sobre un rectángulo marrón que ocupa gran parte de la superficie, el rostro deformado por unas líneas enloquecidas. Ángel me pregunta sí he avanzado mucho en la traducción. "Importa poco", le digo. "Ya ha sido traducido tantas veces que no importa si avanzo o no. No hago más que recorrer un camino que ya han recorrido otros. No descubro nada. Fragmentos enteros salen exactamente igual que las versiones de los traductores profesionales." Ángel se queda un momento en silencio, y después me pregunta si he mandado muchos hombres a la cárcel. "Muchos", le digo. "¿Has estado en la cárcel alguna vez? ", me dice. "He ido de visita algunas veces", digo yo. Estaba pensando que yo mandaba con toda comodidad hombres a la cárcel simplemente porque yo nunca había estado preso. "No emitas ideas vulgares", le digo. "Es un consejo. Pensar ideas vulgares es antiestético. Nadie es mejor que otro porque esté libre, o en la cárcel. No se está mejor afuera que adentro. Las personas vivas no son más felices que las personas muertas. Es todo una masa informe, gelatinosa, en la que nada se diferencia de nada. Todo es exactamente lo mismo." "Me han dicho que me estabas buscando", dice Ángel. "Quería invitarte a comer a mi casa mañana a la noche", digo yo. "Acepto", dijo Ángel. "Además", digo yo, "quería saber cómo estabas". "Estoy lo más bien", dice Ángel. "No se diría, por tu aspecto", digo yo. "Estás cada día más flaco y tenés unas ojeras terribles." "No estoy todo el día sentado detrás de un escritorio juzgando a la gente" dice Ángel. "Vivo mi propia vida." Me levanto y le paso la mano por la cabeza. El pelo está húmedo. "No hagas mala literatura y todo va a ir bien", le digo. Enrojece. Le pregunto si quiere un café. Me pregunta si el café de los jueces es el mismo que el de los presos y del de la Oficina de Prensa. "Del de los presos no", le digo, "pero sí del de la Oficina de Prensa". "Me abstengo de tomar, entonces", dice Ángel. Se pone de pie de golpe y dice que se va. Lo acompaño hasta la puerta, llevándolo de los hombros. "Te estás volviendo muy cínico y rebelde", le digo, en voz baja. Después se va.
Levanto el portafolios dejándolo sobre la mesa, y comienzo a guardar en él las cosas: el diccionario, los lápices, el cuaderno y el libro, del que saco el lápiz rojo en el que marco la página con la hoja doblada de papel blanco. Después cierro el portafolios, me pongo el impermeable, y salgo de la oficina. El secretario, que está revisando un expediente, alza su cabeza entrecana hacia mí: "¿Ya se va, juez?" me dice. "Me voy, sí. Ya es casi mediodía." "Tengo unos despachos para firmar", dice el secretario. "Pasado mañana, en todo caso", digo yo. "Sí, pasado mañana", dice el secretario, "no hay ningún apuro", dice. Me despido y salgo. Recorro el oscuro pasillo y me detengo en la baranda de la escalera para mirar hacia la planta baja. El vestíbulo está lleno de gorilas que conversan agrupados, o recorren el cuadrado de baldosas blancas y negras en todas direcciones. Comienzo a bajar las escaleras de mármol blanco, lentamente, hasta que llego a la planta baja. A medida que voy acercándome al amplio vestíbulo las voces de los gorilas suenan más fuertes, pero no menos ininteligibles. Producen sonidos extraños, de distinto registro, que se mezclan y chocan con el techo altísimo del vestíbulo. Es una mezcla informe de sonidos, y cuando comienzo a atravesar la muchedumbre de gorilas en dirección a la parte trasera del edificio, los sonidos llegan hasta mí cargados de resonancias y de ecos: algunos son chillones, otros graves, otros guturales, y la mezcla de los gritos y las risas produce un chisporroteo sonoro que nunca termina. Las caras pálidas, de ojos saltones, la pelambre que les recubre el cráneo humedecida por la llovizna, los brazos moviéndose en gesticulaciones extrañas, los gorilas están divididos en grupos y algunos no pertenecen a ningún grupo y recorren apresurados el cuadrado de mosaicos blancos y negros. La escalera está llena de marcas de pisadas barrosas, y las huellas dejadas por los zapatos sobre los mosaicos han formado también unos manchones aguachentos. Salgo por fin del vestíbulo y me interno en un corredor vacío y frío. Las puertas de las oficinas se abren al corredor, mostrando de cuando en cuando, a través de la abertura, estantes llenos de expedientes que se apilan hasta el techo. Después dejo atrás el corredor y salgo al patio trasero; la llovizna me moja la cara. Entro en e! automóvil. Dejo el portafolios y al poner en marcha el motor y el limpiaparabrisas comienzo a escuchar otra vez los sonidos: el zumbido monótono del motor y el arrasar rítmico del limpiaparabrisas sobre el parabrisas que se ha empañado durante las horas en que el coche ha estado estacionado en el patio trasero. Doy marcha atrás, lentamente, y después enfilo hacia la salida por el estrecho pasadizo hasta que llego a la calle. Doblo hacia la derecha y después de cruzar la bocacalle comienzo a bordear la plaza dejando atrás el edificio de los Tribunales. En la esquina, el semáforo me detiene. Aguardo con el motor en marcha. Cuando se enciende la luz verde, doblo hacia la izquierda y avanzo por San Martín hacia el norte. Los gorilas, hembras y machos, se desplazan por las veredas, en ambas direcciones, y su número crece a medida que me aproximo al centro. En la esquina del Teatro Municipal debo frenar de golpe ya que un colectivo sale bruscamente de la bocacalle, a toda velocidad, en el momento en que estoy cruzando; después reanudo la marcha, contemplando la vieja fachada del teatro con su escalinata curva de mármol que el agua lava. Después dejo atrás el teatro y continúo desplazándome hacia el norte. Dos cuadras y media más adelante paso frente a los corredores de la galería, cruzo Mendoza, y sigo por San Martín. El número de gorilas ha crecido considerablemente, y se arraciman ante los portales de los negocios y debajo de tos aleros de las casa para protegerse del agua. Los paraguas de colores de los gorilas hembras se desplazan rígidos llenando de manchas circulares -rojas, azules, verdes, lilas, amarillas, blancas, negras- las veredas. Más adelante, al pasar frente a las puertas del diario La Región veo que Ángel está entrando apresuradamente al edificio, pero él no me ve. Apenas si tengo tiempo de verlo saltar rápidamente los dos escalones de acceso a la puerta de entrada y después desaparecer. Sigo lentamente cuadras y cuadras, hasta llegar al bulevar. Doblo a la derecha. Después paso frente al edificio de la Universidad, amarillo pálido, con las ventanas pintadas de verde. Hacia el oeste, en la gran porción de cielo libre que deja al descubierto el bulevar, distingo un horizonte borroso, de un gris que se adensa a medida que va haciéndose más lejano. El limpiaparabrisas arrasa al cristal del parabrisas con ritmo regular, mientras las gotas finas caen y estallan formando unas extrañas figuras fugaces. Recorro el bulevar hacia su extremo oeste, y después -alrededor de unas quince cuadras- doblo hacia la izquierda otra vez, avanzando de nuevo en dirección al sur por la Avenida del Oeste. Gorilas impacientes y callados esperan en los refugios de las paradas de los colectivos. Puedo verlos a través del cristal delantero, y más borrosamente, por los vidrios laterales empañados por la llovizna. Sigo por la avenida aproximadamente unas veinte cuadras; paso sucesivamente por delante del cine Avenida, después el frente del Mercado de Abasto, más tarde los jardines del Regimiento, y por último llego otra vez a la Avenida del Sur, y doblo por fin a la izquierda. Avanzo hacia el este, por la Avenida del Sur. Ocho cuadras, y estoy pasando otra vez por delante del patio trasero de los Tribunales. Doblo en la esquina, hacia la derecha, rodando lentamente hacia el sur, por delante del edificio del Tribunal, y después doblo otra vez en la esquina, hacia el este otra vez, rodando entre la fachada gris de la Casa de Gobierno y la vereda sur de la Plaza de Mayo, en la que las palmeras y los naranjos cargados de agua relumbran fugaces por encima de los senderos rojizos que atraviesan la plaza en diagonal y en círculo. Después llego a San Martín y doblo hacia la derecha, en dirección al sur. Tengo a la derecha la fachada lateral de la Casa de Gobierno, a la izquierda el Museo Histórico, y después de la primera bocacalle, la iglesia de San Francisco a la izquierda y la hilera de casas de una planta a la derecha. Avanzo en medio de la llovizna, y el zumbido monótono del motor se mezcla al ritmo regular del limpiaparabrisas arrasando los cristales en los que las gotas finas de la llovizna chocan y estallan produciendo unas extrañas imágenes fugaces. Después del convento, comienza la arboleda del parque Sur. Paso la segunda bocacalle, hago media cuadra y detengo el automóvil a la izquierda, a mitad de la calle. Quedo un momento en el interior del coche, sin oír nada, salvo el eco y las resonancias del zumbido monótono del motor y el ritmo regular del limpiaparabrisas, que ya se han detenido, pero que continúan resonando durante un momento antes de desvanecerse del todo. Recojo el portafolios del asiento trasero, salgo del coche, cierro con llave la portezuela y abro la puerta de calle, entrando y cerrándola después detrás mío y comenzando a subir las escaleras. Voy directamente a mi estudio, colgando de una percha el impermeable que he venido sacándome ya al comenzar a subir las escaleras, y dejando el portafolios sobre el sofá. Descorro las cortinas y la claridad gris del exterior penetra en el estudio. En la altura, lavado por el agua, es un gris que relumbra. Contemplo los árboles, y más allá el lago. El lago está también gris, y también relumbra. Los árboles aparecen rodeados por un nimbo de claridad, y las gotas forman en torno de las frondas mojadas miríadas evanescentes y en suspensión que duran un momento y después se precipitan. El fragmento de parque que alcanzo a ver desde la ventana está completamente desierto. Me vuelvo porque en ese momento entra Elvira a preguntarme si es que voy a comer ya o si prefiero esperar un rato todavía. Le digo que voy a esperar todavía un rato, y me siento en el sofá doble, de espaldas al ventanal. Un rato más tarde estoy dormido.
Despierto casi enseguida. Creo que ha sido enseguida, pero miro mi reloj pulsera y compruebo que son las dos y diez. Me paro. Toso. Salgo del estudio, acomodándome la ropa y voy hacia el comedor. Elvira está sentada en la cabecera de la mesa, servida con el mantel que ocupa la mitad de la mesa, dos platos, cubiertos, y una copa. Hay también una panera con dos o tres galletitas. "Entré y vi que dormía y no quise despertarlo", dice Elvira. "Me quedé dormido", digo yo. La cabeza canosa de Elvira concentra la claridad gris que no puedo adivinar por dónde se cuela. O tal vez es la cabeza misma la que la propaga. Me siento en la cabecera. Elvira desaparece, renqueando, hacia la cocina, y vuelve con una sopera que echa humo. Sirve en mi plato un cucharón de un líquido dorado que hierve. Después desaparece en dirección a la cocina. Tomo tres o cuatro cucharadas de sopa y dejo la cuchara sumergida en el plato. Poco a poco, el líquido dorado deja de humear. En su superficie van formándose unos coágulos dorados que empalidecen lentamente. Con el filo del cuchillo hago tintinear la copa de alto pie, tres o cuatro veces. Elvira reaparece con un botellón de agua que deja sobre la mesa. Se lleva el plato con la sopa fría y regresa con una fuente que tiene dos o tres papas y un pedazo de carne. Sirve en mi plato una papa y el pedazo de carne y deja la fuente sobre la mesa. Después se va. Pruebo dos o tres bocados de la carne, pero la papa queda intacta, Golpeo otra vez el vaso, esta vez con el borde mocho del cuchillo, para no engrasar el cristal, y cuando Elvira reaparece alzo la cabeza y le digo: "Mañana tengo gente a comer conmigo, doña Elvira. Quiero que haga algo especial". Elvira me contempla durante un momento. "¿Un pollo estaría bien?", dice. "Sí", le digo. "Y algo más también." "Ya veré qué hago", dice Elvira. Después mira mi plato. Observa los cubiertos cruzados sobre los restos de alimento. "¿Esto es todo lo que ha comido?", dice. "No tengo hambre", digo yo. Elvira lanza un suspiro y recoge los platos. Me levanto, voy al cuarto de baño, orino, y después me lavo los dientes y las manos. Mi rostro se refleja durante un momento en el espejo del baño, mientras me lavo los dientes, pero cuando me inclino para escupir desaparece. Me enjuago la boca, y después me lavo las manos. Cuando me yergo para secármelas con la toalla que cuelga del toallero a un costado de la pileta, mi cara reaparece en el espejo. Después apago la luz y salgo. Me dirijo hacia el estudio y me siento en el sofá doble. Cuando me despierto, ya ha anochecido. Mejor dicho, está por anochecer.
A través del ventanal veo la atmósfera azul. Llovizna. Los árboles del parque están envueltos en la penumbra azul, y más allá, por entre la fronda, el lago está inmóvil y azul, pero de un azul negruzco, turbio. Dos figuras indiscernibles -gorila hembra y gorila macho, seguramente- pasean lentamente entre los árboles, en dirección al lago. Estoy rascándome la cabeza cuando suena el teléfono. Levanto el tubo. Es la voz de siempre, afalsetada, como la de una mascarita, que comienza a emitir rápidamente su larga sarta de insultos. Me llama ladrón, puto, miserable. Me dice que ya las voy a pagar todas juntas. Escucho impasible hasta que termina y cuando siento que ha colgado el auricular, cuelgo a mi vez. Después me sirvo un vaso de whisky y me lo tomo, puro.
Me pongo el impermeable, el sombrero para la lluvia, y salgo. Bajo sin ruido las escaleras. En la puerta, me detengo un momento, miro hacia el parque, la calle desierta, y después subo al automóvil. Ha llovido todo el día sobre él, de modo que el parabrisas está empañado. Apenas si distingo en el exterior una penumbra azulada, deforme, en la que algunas luces rotas se incrustan a lo lejos, Espero un momento, en silencio, antes de arrancar. El motor vacila dos o tres veces antes de ponerse por fin en marcha. Enciendo también el limpiaparabrisas y espero que haya alguna visibilidad antes de comenzar a andar. Al arrasar el agua que cubre el parabrisas, el limpiaparabrisas me deja ver la curva de San Martín hacia el sur y los árboles del fondo, que parecen cortar la calle debido a que la curva del parque acompaña también la curva de la cinta de pavimento azul. Enciendo los faros, que atraviesan la penumbra azulada. Una pareja de gorilas jóvenes viene por la vereda hacia mí, tomados del brazo. Parpadean a la luz de los faros. Espero que pasen junto al automóvil, y después comienzo a avanzar, tan lentamente, que me lleva muchísimo tiempo llegar a la primera esquina y doblar a la derecha. El empedrado grueso hace retumbar la carrocería del coche. La calle está desierta. En la primera esquina, doblo otra vez hacia la derecha y comienzo a rodar por el liso asfalto de San Gerónimo, en dirección al norte. En la tercera esquina desemboco en la Plaza de Mayo. Avanzo con la plaza a mi derecha y el edificio de los Tribunales, del que no se ve una sola luz, a la izquierda. Cruzo la bocacalle en la Avenida del Sur y en la primera esquina doblo hacia la derecha, recorro una cuadra, doblo hacia la izquierda, y entro en San Martín avanzando hacia el norte. Distingo al frente los letreros luminosos de San Martín, haciéndose cada vez más abigarrados y más densos. Manchan la oscuridad -que ya es casi negra- con su luz verde, roja, lila, amarilla, azul. También, están encendidas las luces del alumbrado público, y las vidrieras de las casas de comercio aparecen completamente iluminadas, El Teatro Municipal tiene también el hall iluminado, pero no distingo a nadie en él. De pronto, la lluvia se hace más gruesa. Ahora toda la calle es un manchón luminoso que distingo a través del parabrisas, un manchón que adquiere una forma precisa pero inestable durante un momento, y después vuelve a convertirse en el manchón luminoso en el que los colores se mezclan locamente. Voy muy despacio, detrás de una larga hilera de coches. Por la mano opuesta avanza también lentamente una larga hilera de automóviles en dirección contraria. Después de pasar frente a los corredores iluminados de la galería compruebo que el chaparrón de lluvia gruesa se ha convertido otra vez en la imperceptible llovizna de días y días. Recorro dos cuadras más, lentamente, siguiendo la hilera de lentos automóviles que me antecede y después doblo hacía la derecha, saliendo de San Martín. Cruzo 25 de Mayo en la esquina del Banco Provincial y sigo hacia el este. Tomo la avenida del puerto, cuyo grueso empedrado hace retumbar la carrocería, la recorro en toda su extensión, hasta llegar a la boca del puente colgante. La garita gris arroja por la puerta una claridad débil hacia el exterior lluvioso. Doblo hacia el bulevar y comienzo a recorrerlo hacia el oeste. Cruzo las vías, después paso frente a la fachada de la estación de trenes -el hall está iluminado-, me detengo a esperar ante el primer semáforo, arranco otra vez cuando se enciende la luz verde, bordeando el colegio de las Adoratrices, contemplo fugazmente el edificio del Molino antes de cruzar las vías y el segundo semáforo, y después recorro dos cuadras más y doblo otra vez en San Martín, rodando hacia el sur. A medida que avanzo hacía el centro, debo seguir cada vez más lentamente una larga hilera de automóviles. Después paso frente al edificio del diario La Región, en el que la única luz que se distingue es la de las pizarras de información; más adelante, ante los pasillos iluminados de la galería, que ahora están a mi izquierda, y cuyo hall se ha llenado ahora de gorilas vestidos con ropa oscura y peinados con brillantina, y gorilas hembras llenas de joyas y vestidos de fiesta, y después llego por fin a la Plaza de Mayo, bordeándola por su lado este. Avanza hacia mí el edificio de la Casa de Gobierno, y por los vidrios laterales de la derecha puedo ver, entre la fronda de la plaza, la masa oscura de los Tribunales. La Casa de Gobierno queda atrás. Cruzo la primera bocacalle, luego la segunda, y por fin detengo el coche a mitad de cuadra, frente a mi casa. El parque está oscuro, y cuando salgo del coche y lo cierro con llave puedo sentir la lluvia cayendo sobre mi cara y sobre mi sombrero. Por encima del techo del automóvil veo brillar un momento, y después oscurecerse otra vez, las aguas del lago, entre los troncos de los árboles. Trato de no manchar la suela de mis zapatos, cruzando la vereda en puntas de pie, y entro en la casa. Cierro la puerta con llave y comienzo a subir las escaleras.
Elvira está en el comedor. "¿Va a comer ya?", dice. Le digo que me deje algo preparado, que por el momento no tengo hambre. Elvira desaparece en dirección a la cocina. '"Lléveme hielo al estudio", le digo. Cuelgo el impermeable y el sombrero en la percha del baño, orino, y me dirijo al estudio. Las cortinas están descorridas, de modo que las vuelvo a correr. No queda más que la luz del escritorio, un círculo de claridad, encendida. De sobre el sillón recojo el portafolios, saco el diccionario, el cuaderno, el libro y los lápices, y los dejo sobre el escritorio. Arrojo el portafolios vacío sobre el sillón. Me sirvo un gran vaso de whisky y me siento ante el escritorio, con el vaso en la mano. Tomo un corto trago. Después abro el cuaderno en la primera hoja, y estudio el manuscrito lleno de tachaduras y marcas, hechas con tinta de diferente color -verde, roja, azul- al de la caligrafía, negra. Elvira golpea la puerta y después entra con la hiciera. "Le he dejado unos sandwiches preparados en la cocina", dice. Le pregunto si ha hecho las compras para el día siguiente y me dice que sí. Después me da las buenas noches y desaparece. Echo hielo en el vaso de whisky y tomo ahora un lento trago, después de sacudir el vaso y hacerlo tintinear, Después dejo el vaso a mi derecha, al alcance de mi mano sobre el escritorio, y abro el libro en la primera página, llena de marcas hechas con tinta de tres o cuatro colores, Leo lo escrito en el cuaderno. Hay una primera palabra, escrita con letra de imprenta en el centro de la página. Dice "prefacio". Después hay debajo una línea escrita con letra común. Dice: "El artista es el creador de cosas bellas". La palabra El aparece entre paréntesis. Vacilo un momento y después agarro una lapicera de tinta roja y tacho la palabra El, superponiendo después una a mayúscula a la a minúscula de la palabra artista. Entonces me queda: "Artista es el creador de cosas bellas". En la segunda línea dice "Revelar el arte y ocultar al artista es el fin (propósito) (finalidad) del arte". Vacilo un momento y después tacho la palabra fin, para evitar cualquier clase de malentendido.
Línea tras línea voy tachando y corrigiendo con lapiceras de distintos colores: verde, azul, rojo, sobre la escritura negra. Las marcas, cruces, círculos, líneas y flechas se superponen a las marcas ya hechas durante la redacción de la primera versión. A las doce y diez me levanto del escritorio, tomo el último trago de whisky, y me voy para la cama. Me desnudo lentamente, y me pongo mi traje pijama. Las frazadas están tibias y la luz del velador arroja un cono alargado de claridad sobre la pared blanca. Me cubro con las frazadas hasta el mentón y me quedo mirando el cielo raso. Después estiro la mano, dejando inmóvil el resto del cuerpo, y apago la luz. No empieza enseguida. Primero están los pensamientos comunes, los recuerdos, los fragmentos de percepciones visuales o auditivas adheridas todavía a la retina o al tímpano, el rumor cada vez más confuso, lento, débil del gran sonido diurno apagándose. Después comienza el propio rumor. Se mezcla al primero durante un lapso incalculable. Los dos al unísono me llenan de confusión. Es la hora en que los gorilas comienzan a deslizarse hacia el lecho, desnudándose. Los gorilas hembras esperan con las piernas abiertas, como grandes flores carnívoras, los ojos entrecerrados y las manos abiertas, con las palmas hacia arriba, sobre la almohada, a los costados de la cabeza. Estoy en plena oscuridad, oyendo los dos rumores mezclados. El rumor propio comenzará a crecer, mientras el otro se apaga, hasta reinar por completo en la oscuridad de mi mente. Del rumor comenzarán a partir unas manchas fosforescentes, pálidas, fosforescentes otra vez, hasta que la corriente de rumor comience a formar unas figuras vagas, o de fugaz nitidez, en la cámara oscura. Fragmentos de caras de gorilas ya muertos, enterrados hace tiempo. Manos de gorilas, de vello erizado. Un meteorito verde, incandescente, creciendo a medida que cae hacia la tierra, atravesando la oscuridad. Pero todavía permanece, apagándose gradualmente, el rumor de afuera. Veo el limpiaparabrisas rasar regularmente la superficie del cristal en el que caen las gotas, y la miríada de luces brillantes descomponerse en locas figuras sobre el cristal, mientras por los vidrios laterales las fachadas borrosas de las casas -manchones pardos, amarillos, grises, blancos- se deslizan lentamente hacia atrás. Ventanas apagadas, rostros pálidos. Papeles tirados en la calle, pisoteados y llenos de barro. Un paquete vacío de cigarrillos, retorcido, con el reborde plateado del envoltorio interno asomando; hojas podridas, amontonadas en un colchón húmedo bajo los árboles. Monedas apiladas sobre la mesa de luz, y un vaso de agua con una cucharita dentro. Las pilas de expedientes en las oficinas del Tribunal; gruesos, de bordes amarillentos, llenos de polvo, con las tapas de un rosado desteñido, sobre los escritorios, o en anaqueles, amontonados hasta el techo. La garita gris, vacía, reluciendo en la niebla, a la entrada del puente colgante. Paraguas silenciosos, de todos colores, deslizándose rígidos, horizontalmente, en varias direcciones. El edificio de la estación de trenes, solitario, con el vestíbulo iluminado. Un gorila envuelto en un impermeable azul, tosiendo, y desapareciendo después detrás. La luz verde del semáforo, encendiéndose. Las vías extendidas, atravesando la calle. El trayecto completo, inmóvil, cambiando, inmóvil, los naranjos y las palmeras de la Plaza de Mayo recibiendo la incansable llovizna y refulgiendo por un momento en la oscuridad.
Cuando el otro rumor comienza a crecer, llega un momento en que el rumor exterior que se apaga y el interno, que crece, tienen la misma intensidad, la misma calidad, el mismo ritmo. Son el mismo. Permanecen estables en su intensidad, en su calidad y en su ritmo, en suspensión, hasta que después el rumor externo comienza a decrecer en un grado que otro no percibiría, y el interno a crecer, de golpe, mostrando de ese modo la distancia entre ambos, como ayudan a crecer la distancia dos automóviles que se cruzan superponiéndose por un momento y después alejándose en dirección contraria. Estoy echado bocarriba, con las frazadas hasta el mentón, en la oscuridad. Tengo los ojos abiertos, y cada vez más abiertos, a medida que crece el rumor. Veo las manchas fosforescentes, las manchas pálidas, las formas brillantes y fugaces acompañadas de un estridor inaudible, tratando de fijar alguna imagen que saque a esas manchas del fuego puro y a ese estridor del puro sonido insignificante. Pero por un momento no consigo nada, salvo esperar en completa inmovilidad el errabundeo que se enciende, titila, y desaparece, y el estridor inaudible parecido a un rumor de años en brusca retirada y acumulación mortal en un lugar inalcanzable, pero bien visible. Salto de la dársena al buque en movimiento, y el buque se aleja, dejando ver la dársena cada vez más completamente, más nítidamente, hasta que puede abarcarse en totalidad. Pero después comienzan las imágenes convocadas, para llenar la oscuridad y el tiempo que abarca, el espacio negro.
Veo generaciones y generaciones de gorilas, avanzando desde la oscuridad. Hordas hostiles babeando en los primeros crepúsculos con mezcla de terror y extrañamiento. Unas moscas de color esmeralda se posan sobre las llagas abiertas en sus cuerpos por las desgarraduras de dientes y garras, producto de las últimas batallas. Las hordas se pasean inquietas por un claro del bosque, mirándose entre sí con extrañamiento, esperando la noche. Los genitales de los machos cuelgan entre sus extremidades inferiores, sacudiéndose. Los de las hembras, son un tajo rojizo y húmedo. Rechinan los dientes y entrecierran los ojos, mirando el espacio abierto a su alrededor, la sempiterna igualdad de los árboles y de las rocas que permanecen extáticos de noche y de día, obstruyendo la mirada. Y cuando llega la noche, los veo agruparse excitados, refregarse unos contra otros, alrededor de la gran hoguera que han encendido con ramas secas y que llena de sombra los huecos y las salientes de sus rostros brutales. Cuando comienza el tam-tam, los gorilas forman ruedas, anillos concéntricos, hileras que se lazan incesantemente con un ritmo torpe, hasta que los débiles se desploman jadeantes en el pasto, la lengua rosada a un costado de los labios negruzcos, relamiéndose la comisura. En el centro de la rueda a un costado de la hoguera que brama y cruje, expandiendo un gran resplandor que se desvanece a medida que asciende hacia las alturas negras, el gorila hembra y el gorila macho se abrazan y ruedan por el suelo, levantando nubes de polvo. El círculo de gorilas erguidos que los contempla los acompaña con batir de palmas. Producen un ruido seco, múltiple, que remeda el tam-tam fragoroso. Hembra y macho se levantan y vuelven a caer, abrazados, acompañando sus movimientos brutales con jadeos, gritos ahogados, suspiros, lamentos, risas, golpes. Después la hembra queda en cuatro patas, expectante, y el gorila macho entra en ella. La hembra grita. Ha entrado todo, salvo los testículos, que quedan golpeando debajo del trasero de la hembra. Sin salir de ella, con las piernas medio dobladas, los pies desnudos bien afirmados en el suelo, el gorila macho se incorpora todo lo que puede, alza los brazos, como para mostrar que no hay truco de ninguna clase, y saluda al círculo de caras expectantes que lo contempla. El batir de palmas se hace todavía más fragoroso, y los gorilas del círculo lo acompañan dando furiosos golpes de satisfacción contra el piso de tierra levantando unas nubes de polvo. El ritmo del tam-tam crece. Ahora a la mezcla de palmadas, golpes sordos de los pies contra el suelo y la resonante explosión continua del tambor, se incorpora un griterío enloquecido que suena lleno de voces, de risas, y llanto. La pareja del centro se confunde con un montón de parejas que se han formado con los miembros del círculo que están ya abrazándose y revolcándose en el suelo, levantando una nube de polvo que se vuelve rojizo al resplandor de las llamas.
En medio de ese polvo sanguinolento una pareja abrazada rueda por el suelo hasta caer en medio de la hoguera, levantando un loco chisporroteo. Ni siquiera allí se separan, sino que vuelven a rodar, cubriéndose de polvo las quemaduras durante la rodada. Ahora todo el claro se ha convertido en un montón informe de cuerpos que gimotean y se arrastran, se enciman unos con otros, se golpean, se lamen, se muerden, se acarician, penetran unos en otros a través de los genitales. Después, el tumulto, en medio de las nubes de polvo rojizo, va atenuándose. El polvo se disipa, vuelve a asentarse. Los gorilas van inmovilizándose, en las posiciones más extrañas: unos están echados bocabajo, la cara aplastada contra el suelo, mientras otro yace sobre él, también bocabajo, con el vientre apoyado en su espalda, formando una cruz. Otros están de costado, un brazo estirado a lo largo del cuerpo y el otro sirviendo de apoyo a la cabeza. Otros están bocarriba, con las piernas abiertas. Uno se masturba, silenciosamente, jadeando. Las respiraciones van haciéndose cada vez más profundas y rítmicas, se oyen suspiros, ronquidos. De golpe, una risa súbita suena y se apaga. Más tarde, no se oye más que la respiración. El alba los sorprende dormidos, lagañosos, bufando y resoplando. Se mueven inquietos y se encogen para ahuyentar el frío del sereno. La claridad comienza a incomodarlos, de modo que se incorporan a medías, mirando a su alrededor con perplejidad y extrañeza; tosen y escupen. Tienen las comisuras pegoteadas de baba reseca. La hoguera no es ahora más que un montón de ceniza blanquecina, en la que no queda un solo rescoldo. Unas manchas sanguinolentas se mezclan al pasto y al polvo, resecándose, las manchas de las heridas que se han producido durante la noche. Apenas si se cruzan unas señas fatigadas o ademanes. De vez en cuando emiten algunos sonidos con la boca. Algunos, más perezosos, remolonean antes de levantarse; otros acarician por última vez, de un modo mecánico, los brazos lisos de las hembras. Del interior de las cuevas -cavadas por la erosión en las rocas- sacan pedazos de carne cruda y se los comen llenándose las barbas de manchones sanguinolentos. A la luz del sol, parpadean, dando enormes mordiscones a los trozos de carne. Están otra vez en el mismo claro, con el horizonte de árboles y rocas por los cuatro costados, en los que la mirada rebota. Están las mismas piedras y los mismos árboles, y encima de sus cabezas el mismo cielo azul, y el disco amarillo, incandescente, que atraviesa el cielo con una lentitud exasperante, sorda, sin estridores, la pulida superficie azul que va llenándose de destellos y que al mediodía es imposible mirar. Es el mismo espacio de todos los días que los rodea. En él se mueven, sin entender. El que cruza la línea de roca o de árboles, el horizonte inmóvil y estable, perpetuo, desaparece, y no vuelve nunca más. Pasa con él lo mismo que con el animal que atraviesa el horizonte en dirección contraria y entra en el claro: los dientes, y las piedras, y las picas y las flechas que vigilan el espacio del claro del que se han adueñado caen sobre él y lo destrozan. Quedan entonces agazapados, armados con sus picas, sus piedras y sus flechas, en espera de que algo vivo cruce la línea de peligro para arrojarse sobre él y destrozarlo. Cuando el animal emite sus últimas palpitaciones cálidas y queda tieso, muerto, ellos lo llevan hasta la cueva y allí lo reparten. Las partes más suculentas para el jefe, los despojos para la muchedumbre. Las moscas esmeralda tienen todavía tiempo de amontonarse y zumbar sobre los restos. Cuando han llenado sus estómagos, los gorilas se acuclillan pensativos, a la sombra, y contemplan el horizonte, un brazo doblado sobre el abdomen, el codo apoyado sobre la palma y la cabeza apoyada por la mandíbula en la otra palma. De vez en cuando suspiran y entrecierran los ojos, para atisbar mejor la distancia nítida que los separa de la línea del horizonte en la que los árboles y las rocas parecen testimonios mudos del otro lado, testigos que hacen precisamente evidencia testimonial de su silencio. Otros gorilas contemplan alelados sus propios cuerpos; las rocas de las rodillas, la vegetación de los vellos, las protuberancias de los dedos, las cuevas secretas de los esfínteres, ¡a vida torva y lenta de los genitales creciendo o abriéndose húmedos por su propia cuenta. En esa melancolía extrañada pasan las horas de ocio, hasta que otra vez el sol comienza a declinar, y el horizonte se pone rojo, y la oscuridad cae por fin otra vez sobre la hoguera encendida al crepúsculo alrededor de la cual comenzarán otra vez las ceremonias nocturnas.
Estoy echado en la cama, en plena oscuridad, con los ojos abiertos. Permanezco inmóvil. Es una oscuridad sin grietas, sin fisuras; la habitación no tiene ventanas, y la puerta que da a la antecámara está cerrada, de modo que no entra un solo resquicio de luz. De nuevo el rumor comienza a ascender, entre formas fosforescentes. Ahora entre la oscuridad interna y la externa no hay barrera de división, y las imágenes flotan en la dirección -si es que hay alguna dirección- en que mis ojos enfocan, y después desaparecen.
Ahora veo a los gorilas en una gran procesión: visten ropas chillonas, y unas chafalonías doradas y plateadas, con piedras que emiten reflejos a la luz solar, cuelgan de sus cuellos, de sus orejas, se ciñen a sus dedos y a sus muñecas. Han sustituido el tambor por unos instrumentos de bronce que producen unos sonidos estridentes cuando se los llevan a la boca. Los jefes marchan a la cabecera, con grandes túnicas púrpuras que unos esclavos con el torso desnudo llevan por los extremos para impedir que se arrastren sobre el suelo empedrado. Después van los segundos funcionarios, con vestidos negros; detrás los terceros, con túnicas verdes; forman hileras parejas, y no caminan sino que marchan en una especie de danza al compás de la música. Detrás vienen las mujeres, con vestidos de todos colores, que dejan ver sus senos blancos hasta los círculos violados de los pezones. Y más atrás, después de las mujeres, la muchedumbre de gorilas rotosos que tratan de espiar la ceremonia y de vez en cuando son empujados a latigazos por capangas de a caballo. Al caer los primeros, los que vienen detrás tropiezan con ellos y caen a su vez; cuando los que han caído comienzan a incorporarse, la gran comitiva a cuya cabeza marcha la banda de música se ha alejado un gran trecho, de modo que los capangas hacen galopar los caballos sobre el empedrado para aproximarse a la retaguardia de la comitiva y resguardarla. La muchedumbre apura el paso, alcanza a la comitiva, y otra vez los capangas la emprenden a latigazos, de modo que la distancia ganada es perdida otra vez. Y de nuevo, mientras la muchedumbre de gorilas rotosos pugna por incorporarse, los cascos de los caballos de los capangas resuenan sobre el duro empedrado, galopando hacia la comitiva. Los rostros gordinflones de los jefes, envueltos en las togas púrpuras, permanecen elevados en una expresión de dignidad. Los segundos funcionarios miran fijamente las nucas de los jefes vestidos de púrpura; y los terceros, vestidos de verde, miran la nuca de los funcionarios negros. Las mujeres acomodan sin cesar sus ropas chillonas y sus chafalonías brillantes. Algunas acomodan sus corpiños de modo tal que sus senos blancos resalten todavía más. Y los caballos de los capangas, cuando se han acercado suficientemente a la retaguardia de la comitiva, pegan giros bruscos produciendo golpes sonoros sobre el empedrado. Los capangas miran con gestos amenazantes a la muchedumbre, aunque el montón de gorilas rotosos no ha logrado todavía incorporarse más que a medias. Llegan ahora al gran lugar de la ceremonia. Veo de golpe, desde la baranda de hierro trabajado del tercer piso, el vestíbulo cuadrado del Tribunal: el piso ajedrezado, vacío. La escalera blanca que desciende en una curva, también vacía. La baranda de hierro oscuro rodea también, formando un cuadrado con un lado de menos, el gran vacío que cae a pique sobre el vestíbulo de mosaicos blancos y negros.
La ceremonia se realiza en un enorme recinto de paredes altísimas, con ventanas muy altas cuyo huecos rematan en ojivas y cuyos vidrios tienen pintados sobre las superficies motivos que representan a los gorilas jefes en hermosos colores. Hay una larguísima mesa tendida. Cuenta con tres alas, una central y dos laterales que parten verticales desde los extremos de la mesa central. En el medio, un gran espacio vacío. Dos hileras de esclavos, con los torsos desnudos, llevando antorchas en alto, flanquean en la entrada el paso de la comitiva. Los músicos dejan de hacer sonar sus instrumentos y se retiran a un costado de la entrada. Los jefes, de púrpura la cabeza todavía más alzada en una expresión todavía más digna, entran en el enorme recinto y van a ubicarse en la mesa central. A su derecha, los funcionarios de negro. A su izquierda, los de verde. Las mujeres se amontonan en el espacio vacío del centro y esperan nerviosamente. La muchedumbre se ha amontonado ante la gran puerta de entrada, pugnando por contemplar la escena. Los capangas han bajado de sus caballos y los golpean desde el interior del recinto, empujándolos hacia atrás. Pero la orden es dejarlos ver. De modo que los golpean más suavemente de lo que parecen amenazar con sus expresiones, para que sepan que están queriendo acceder a un privilegio que no les está permitido, pero al mismo tiempo para que ellos se queden y los jefes puedan ser contemplados.
Después comienza el banquete. Esclavos con el torso desnudo traen las grandes fuentes a la mesa central y van despresando los animales sacrificados bajo la mirada vigilante de los jefes, que ordenan el tamaño de las porciones y el destinatario de cada una. Ellos, apenas si prueban bocado. El jefe máximo ni siquiera contempla el trabajo de los esclavos. Está en el centro exacto de la mesa, y a su túnica púrpura agrega un gran medallón de obsidiana que cuelga de una cadena dorada de su cuello. Su larga mano huesuda juguetea con el medallón. La muchedumbre de gorilas rotosos lo contempla extasiada, con una mezcla de asombro, furia, admiración y terror, ya que una especie de nimbo luminoso parece rodear su gran cabeza entrecana y su rostro pálido que emerge de entre una barba negra cuidadosamente ensortijada. Cuando los funcionarios terminan de comer, bajo la mirada negligente de los jefes, los esclavos de torso desnudo recogen las sobras y vienen hasta la puerta tirándolas hacia la muchedumbre de gorilas. En la rebatiña, los gorilas se golpean, se empujan, se muerden, se insultan. Hay corridas, escupitajos, sangre, lamentos. Dentro, mientras los gorilas se sientan al sol crepuscular a mordisquear los huesos de los que cuelgan unos filamentos de carne exangüe, el desfile de las mujeres ha comenzado, al son de la música. Cada una de ellas, del montón nervioso y expectante apretujado en un rincón de la sala, avanza hacia el espacio ahora otra vez vacío y comienza a efectuar contorsiones, movimientos de vientre, saltos, que hacen tintinear sus chafalonías multicolores. Algunas se desnudan mientras bailan. Otras, ya llegan desnudas al espacio vacío ante las largas mesas. Los funcionarios verdes y negros permanecen inmóviles, tiesos, callados, contemplando las contorsiones de las mujeres sin hablar. Únicamente los jefes de púrpura hacen comentarios entre ellos ante cada mujer. Algunos ríen y señalan a las bailarinas con el dedo. Otros hacen ademanes obscenos. Únicamente el gran jefe permanece callado, jugueteando incansablemente con su medallón de obsidiana. Por fin ante una de ellas, el jefe alza la mano, sin hablar, y la señala con el dedo. Los esclavos desaparecen por los largos corredores laterales y regresan con un gran diván que cargan por encima de sus cabezas. Ponen el diván en el centro del espacio vacío. La elegida se echa, desnuda, en el diván, con las piernas abiertas. El gran jefe se levanta y avanza hasta el centro del enorme recinto. Dos esclavos desnudos lo siguen desde cerca. Cuando el gran jefe se detiene junto al diván hace un gesto y los dos esclavos lo desnudan. Uno de ellos unta su miembro con ungüentos. Otro besa su medallón. El gran jefe echa una última mirada a su alrededor, para verificar que es contemplado por todos. Hace una señal imperceptible a los capangas para que dejen aproximarse a la muchedumbre hasta el hueco de la puerta. Después se inclina, y entra en la mujer. De la muchedumbre, de las dos hileras de funcionarios, de los esclavos y del montón de mujeres agrupadas en el rincón parte una exclamación y un vítor en el momento en que el gran jefe penetra en la mujer. Después suena la música.
Resuena en mí, inaudible, y la gran multitud abigarrada se esfuma. Quedo otra vez en la más completa oscuridad, con los ojos abiertos. Ahora, ni las manchas informes, fosforescentes, que titilan, la cruzan. No llega de la calle ningún rumor, la pieza está en completo silencio. Me muevo, sin desplazarme, sin girar, sino sacudiendo levemente las piernas, y la cama cruje. Ahora veo otra vez el vestíbulo ajedrezado de los Tribunales, los mosaicos blancos y negros. No se ve a nadie en el vestíbulo. Veo la baranda de hierro y la escalera.
El limpiaparabrisas arrasa rítmicamente las gotas que estallan sobre el parabrisas, produciendo un sonido monótono, regular. Por los vidrios laterales, la ciudad borrosa va desplazándose hacia atrás.
Veo emerger un manchón oscuro que restalla, en medio de la niebla, en donde creo adivinar que está la orilla del río.
Un pedazo de carne pálida, rodeado de papas hervidas, en el plato, sobre la mesa, y el rumor de la pollera de Elvira alejándose en dirección a la cocina.
Avanzo por San Martín en dirección al centro, viendo la loca miríada de colores de los letreros luminosos que forman unas imágenes brillantes y fugaces a través del cristal del parabrisas donde choca la lluvia gruesa estallando y enturbiando mi visión antes de que el limpiaparabrisas regrese en su parábola y arrase el agua dejando limpio el cristal otra vez.
Por un momento, la garita gris entra y sale de la niebla, en la boca del puente colgante.
Enciendo la luz. La escalera blanca de mármol, que desciende desde el tercer piso, se ilumina.
Me incorporo y contemplo mi habitación. Las paredes blancas no refulgen porque la luz del velador no llega hasta ellas, salvo el cilindro de claridad pálida que ilumina suavemente la pared en que se apoya la cabecera. Saco la cucharita del vaso y tomo un trago de agua. Apago la luz nuevamente, y cierro los ojos.
Veo los árboles del parque, y el lago refulgiendo súbito y después desapareciendo, detrás de la fronda; después otra vez la escalera de mármol de los Tribunales, y el vestíbulo ajedrezado, con mosaicos blancos y negros, desde la baranda del tercer piso; los corredores iluminados de la galería y los ventanales ciegos de la estación de trenes, y después otra vez la escalera de mármol blanco de los Tribunales y el hall ajedrezado, con mosaicos blancos y negros, y los árboles de la Plaza de Mayo, palmeras y naranjos. Las naranjas amarillean entre las hojas verdes que la lluvia ha puesto como laqueadas.
Ángel entra rápidamente en el diario La Región, Saluda y desaparece.
Veo la mano del gran jefe jugueteando con el medallón de obsidiana.
En el gran espacio amurallado de árboles y rocas, los gorilas se pasean y se detienen, apoyando perplejos las palmas de las manos contra las nalgas, mirando el horizonte mudo.
La garita gris entra y sale de la niebla, errabundeando. Veo el perfil del gorila uniformado, cortado verticalmente por el filo de la puerta.
En los andenes de la estación de ómnibus, gorilas tosen y se encogen, fumando. Sus caras pálidas y sus manos se mueven en la penumbra del amanecer.
Desde el tercer piso, el vestíbulo de los Tribunales aparece vacío. Los mosaicos blancos y negros están limpios, pulidos. La escalera blanca desciende, efectuando una curva pronunciada, hacia el segundo piso.
Veo el limpiaparabrisas arrasar las gotas finas de lluvia que caen sobre el cristal deformando las luces brillantes de los letreros luminosos, mientras avanzo hacia el norte por San Martín.
Despierto. Durante un momento, no sé que he despertado. La habitación está en penumbra. Después enciendo la luz. Miro el reloj sobre la mesa de luz. Son las dos. Me levanto y salgo de la habitación, en dirección al cuarto de baño. Por la claraboya del baño veo la luz del día, gris. Me desnudo, defeco, y después me meto bajo la ducha caliente. Después voy a mi habitación, envuelto en una salida de baño, y me seco y me visto en ella. Frente al gran espejo del ropero veo mi rostro. Mi barba ha crecido, en dos días. Después de vestirme, regreso al cuarto de baño, y me afeito, lentamente. La afeitadora eléctrica produce un zumbido apagado, monótono. Voy pasándome suavemente el dorso de la mano por la cara, a contrapelo. Después desenchufo la máquina, la guardo y salgo del cuarto de baño. "Ha hablado su señora madre", dice Elvira, cuando me encuentra en el comedor. "La llamo enseguida." "Doctor", dice Elvira. "Son las tres de la tarde. ¿Va a comer?" Le digo que me sirva un plato de sopa y que me lo lleve al escritorio. Al correr las cortinas, entra en el escritorio una luz gris, tensa.
Disco el número de mi madre. Escucho su voz. "Hace dos días que no venís a verme", dice. "He estado muy ocupado, mamá", digo. "¿Estás bien?" dice. "Estoy perfectamente. Nunca he estado mejor", digo. "Sabrás la última de tu mujer", dice. "No sé nada, ni quiero saber", digo. "Ha venido otra vez a la ciudad, esta vez para quedarse. Me han dicho en el club, ayer de tarde, que está paseándose lo más oronda por el Country con su nuevo macho" dice mamá. "No me interesa, mamá", digo yo. "Y se ha emborrachado, Ernesto. Se ha emborrachado y ha andado diciendo porquerías sobre nuestra familia", dice mamá. "No ha de ser ella" digo. "¿Cómo que no ha de ser ella?", dice mamá. "Sobre que te ha abandonado, todavía te atreves a defenderla." "No la defiendo", digo yo. "Digo simplemente que puede no ser ella." "¿Acaso las chicas no van a saber si se trata de mi nuera o no, después de haber estado casada ocho años con mi hijo?", dice mamá. "No sé qué va a venir a hacer a esta ciudad", digo yo. "Nunca sabes nada", dice mamá. "¿Cómo está papá?", digo yo. "Corno siempre", dice mamá. "Bueno", dice, "ya es hora de que te acuerdes de que tenés madre y vengas a verme. Ya ni sé cómo es tu cara". "Es la misma de siempre", digo yo. "Es probable que pase el cobrador del Country una de estas tardes por tu casa", dice mamá. "Págale que estoy debiendo dos meses." "¿Necesitan algo?", digo yo. "Por ahora, nada", dice mamá. Nos despedirnos y colgamos.
Casi enseguida llega Elvira con un tazón de sopa. Es el mismo líquido espeso y dorado de siempre, que humea. Me siento en el sillón doble, de espaldas al ventanal, y tomo lentamente la sopa. Después dejo el plato vacío sobre el escritorio y me paro al lado del ventanal, mirando el parque. La luz gris nimba las copas de los árboles, sobre el terreno que se extiende, en ligero declive, hacia el lago. Los senderos del parque son oscuros y están cubiertos de una hojarasca pútrida. Algunos árboles sin hojas atraviesan con sus ramas la fronda verde. Una pareja de gorilas está sentada, de espaldas al ventanal, y mirando por lo tanto hacia el lago, en un banco de piedra sin respaldo. La hembra tiene reclinada la cabeza sobre el hombro del macho. Están inmóviles. De pronto se levantan y comienzan a caminar en dirección al lago; luego doblan a la derecha, siguiendo el trayecto del sendero, y después desaparecen.
Continúo corrigiendo la traducción hasta que comienza a anochecer. Después corro las cortinas y enciendo la luz del escritorio. Trabajo un momento a la luz de la lámpara, que arroja un círculo de claridad cálida sobre el escritorio y sus alrededores. El resto de la habitación está en una especie de semipenumbra. Después me levanto, me pongo un saco sport y me dirijo hacia la cocina. "¿Está todo listo para la noche, doña Elvira?", digo. "Estoy preparando", dice Elvira. "Doy una vuelta y vuelvo", digo yo. Bajo las escaleras y ya estoy en la calle. Me sumerjo en una atmósfera fría y azulada; un poco más y se hará de noche.
Subo al automóvil y tengo que hacer girar la llave de arranque varias veces, antes de lograr ponerlo en marcha. Cuando arranca, quedo unos momentos acelerándolo. Después lo pongo en primera, y comienzo a avanzar lentamente. Doblo en la esquina, hacia la derecha, y cuando comienza a rodar sobre el empedrado grueso, el coche comienza a retumbar y a vibrar. Pasada la tercera esquina tengo ya a mi derecha la Plaza de Mayo y a mi izquierda la larga fachada de los Tribunales. Doblo en la Avenida del Sur, hacia el oeste. La avenida está iluminada con lámparas a gas de mercurio, que arrojan una luz blanquecina, gélida, desde las dos veredas, hacia el centro de la calle. También la Avenida del Oeste está iluminada con las mismas luces, que cuelgan de altas columnas curvas que se inclinan en la altura hacia la calle. Más allá del cantero central, a mi izquierda, están los jardines del Regimiento después, también a la izquierda, la fachada amarilla del Mercado de Abasto, más adelante el cine Avenida, todo oscuro, y después siguen las dos hileras de casas de una y dos plantas hasta que llego al bulevar. En el bulevar doblo a la derecha y avanzo lentamente hacia el este. Cuando llego al primer semáforo, después de haber pasado frente a la fachada amarillo pálido de la Universidad, con sus ventanas verdes, ya ha anochecido. Debo esperar en el semáforo hasta que se apague la luz roja y se encienda la verde, y cuando sigo avanzando, al pasar el semáforo, las vías del ferrocarril hacen trepidar apagadamente la carrocería. A mi izquierda esta el Molino. El segundo semáforo me deja el paso libre -la luz verde se apaga y se enciende la amarilla en el momento en que estoy cruzando la bocacalle- y acelero ligeramente. El hall de la estación de trenes está iluminado, y en el primer piso también hay luz, ya que las altas ventanas arrojan manchas de claridad a la oscuridad del aire. Paso las vías y llego a la rotonda del puente colgante. La garita gris está iluminada por dentro, y la silueta de un gorila de uniforme intercepta el paso de la luz por la abertura de la puerta. Tomo la costanera vieja que está casi desierta -apenas si me cruzo con dos o tres automóviles que vienen en dirección al puente colgante-, y acelero cuando llego al asfalto liso de la costanera nueva, lleno de cunas amplias. Los chalets de la costanera muestran sus techos rojos de tejas, entre la fronda negra de los árboles. A veces, alguna luz semioculta ilumina las hojas lavadas. Cuando llego a Guadalupe doy la vuelta a la rotonda y comienzo a avanzar en sentido contrario. Ahora el río está a mi izquierda. No lo distingo. En la distancia, los altos mástiles del puente colgante se distinguen claramente por las cuatro lucecitas rojas que se encienden y se apagan. Ahora voy solo por la ancha avenida. La luz de los faros ilumina un sector del pavimento y cuando hago algún cambio de luces, la luz alta hace que el haz de claridad pegue una especie de salto y se expanda bruscamente hacia adelante y en los costados. Al bajar la luz, el haz de claridad se reduce iluminando apenas el asfalto delante del coche. La luz roja del tablero, en el interior del automóvil, toca débilmente mi rostro. De vez en cuando, puedo ver reflejado, de un modo fugaz, un fragmento de mi rostro en el retrovisor, que a veces se llena bruscamente de luz cuando algún automóvil que viene detrás se adelanta y me pasa velozmente. Veo sus luces traseras, dos puntos rojos, achicarse hasta desaparecer. Después llego otra vez a la costanera vieja, y aminoro la marcha, ya que el asfalto es menos liso, lleno de remiendos de alquitrán, grietas y protuberancias. Al llegar a la boca del puente colgante, una camioneta celeste que sobre la caja trasera lleva la inscripción "Molino Harinero S.A.", sale velozmente del puente y me obliga a efectuar una frenada brusca. También la camioneta frena bruscamente. En el interior de la cabina en penumbra distingo la silueta de un hombre al volante y una mujer sobre cuya falda se halla sentada una niña. La camioneta arranca otra vez y desaparece velozmente por el bulevar. Yo sigo en línea recta, bordeo la plazoleta de la costanera, y entro en la avenida del puerto, que cruza en diagonal hacia el centro. A pesar de los globos blancos del alumbrado, de menor estatura que las palmeras, cuyas hojas brillan por momentos, la avenida está oscura, y salvo la complicada estructura de la usina central, toda llena de luces, no se ven más que unos paredones ciegos semiocultos por la fronda de los árboles. Del otro lado, a mi izquierda, están los grandes tanques de combustible, plateados, de los depósitos portuarios, y las playas de maniobras del ferrocarril del puerto. Llego al centro, paso frente al Correo oscuro, el costado y los fondos de la estación de ómnibus, y después doblo a la derecha, recorro dos cuadras, y doblando otra vez a la izquierda, entro en San Martín, hacia el sur. La calle está iluminada, pero casi desierta. Después está el Teatro Municipal, a oscuras, y unas cuadras más adelante el semáforo de la Avenida del Sur. Ahí me detengo, esperando que se apague la luz roja y se encienda la verde. Al arrancar, después que la luz verde se ha encendido, veo avanzar hacia mí la esquina de la Gobernación, y deslizarse hacia atrás, por el vidrio lateral a mi derecha, el lado este de la Plaza de Mayo, y más allá, oscura y borrosa, entre los árboles, la fachada de los Tribunales. Cruzo la bocacalle -la plaza y la Gobernación quedan atrás- recorro dos cuadras y media, y cuando a mi derecha han terminado las arcadas blancas del convento de los Franciscanos y comienza la arboleda del parque del sur, estaciono el coche junto al cordón de la vereda, frente a mi casa, y apago el motor. Apago también las luces. Salgo del coche, cierro la portezuela con llave, y entro en mi casa. No he terminado de subir las escaleras cuando oigo que comienza a sonar el teléfono. Apuro el paso y entro al estudio, y alzo el tubo en el mismo momento en que enciendo la luz del escritorio.
Es la voz afalsetada de siempre, parecida a la de una mas-carita. "¿Estás ahí?", me dice. "¿Estás oyendo bien, miserable? Quiero que oigas bien todo, que prestes atención. Tu padre fue ladrón, y tu madre una puta. Tu mujer, la más puta de todas. Y debería haber una ley que mandara quemar vivos a todos los invertidos. ¡Familia podrida! Habría que hacerla desaparecer de la faz de la tierra. Vergüenza de esta ciudad. Ya vamos a darle su merecido. Deberían aparecer en el diario con sus nombres y apellidos, para que todo el mundo se dé cuenta." Hace una pausa: "¿Estás ahí todavía, cobarde? Cobardón. Gallina. Hijo de una putísima madre. ¿Estás ahí? Sabrás que la puta de tu mujer ha andado armando otro de sus escandaletes en el Country. La poca gente decente que queda en esta ciudad va a tomar alguna iniciativa uno de estos días. Vamos a darte una emplumada uno de estos días, como se hace con los amorales. ¡Y pensar que estás allá arriba en los Tribunales administrando justicia! ¿Me oís, mariquita? Estás ahí. Estoy seguro de que estás ahí, oyendo todo y riéndote de mí y de toda la gente sana que tiene que aguantar de todo en esta ciudad podrida. Vamos a darte tu merecido, gallina. No es la primera vez que te lo advierto. Ahora cuelgo, pero ya vas a saber de mí, vos y todos los de tu casta de amorales". Cuelga. Cuando oigo el sonido del interruptor, cuelgo a mi vez. Después apago la luz y me echo en el sofá doble. Quedo un momento en la penumbra del estudio con la mente vacía, sin pensar en nada, respirando apagadamente. Después me incorporo y quedo sentado. Comienza el extrañamiento.
Viene de golpe. Es un sacudón -pero no es un sacudón- brusco -pero no es brusco-, y viene de golpe. Por medio de él sé que estoy vivo, que esto -y ninguna otra cosa- es la realidad y yo estoy dentro de ella enteramente, con mi cuerpo, atravesándola como un meteoro. Sé que ahora estoy completamente vivo, y no puedo eludir eso. Pero no es nada de eso tampoco, porque eso ya ha sido dicho, muchas veces, y si ha sido dicho no es esto. Me ha venido muchas veces el extrañamiento, pero nunca este extrañamiento, y éste no podía venirme sino ahora. Porque cada milímetro del tiempo está desde el principio en su lugar, cada estría en su lugar, y todas las estrías alineadas una junto a la otra, estrías de luz que se encienden y apagan súbitamente en perfecto orden en algo semejante a una dirección y nunca más vuelven a encenderse, ni a apagarse.
Levanto ahora mi mano derecha en la penumbra del estudio -tengo una mano derecha y estoy en un lugar al que llamo mi estudien- y sigo con la mente el movimiento, la mano derecha que se alza desde el muslo, donde había estado apoyada, con la palma hacia abajo, los dedos ligeramente encogidos, hasta la altura del pecho. Seguir con la mente ese movimiento, todo, paso por paso, es el extrañamiento. Algo que va contra el recuerdo, que lo agrieta, y deja que la realidad se cuele y ascienda en una marea lenta por sus fisuras, hasta cuajar plena. Así, pues, estoy en un lugar, y tengo una mano derecha, y una mente para seguir su movimiento desde el muslo hasta la altura del pecho, porque también tengo un muslo y un pecho. Y ahí acaba todo.
Me levanto y camino hacia el escritorio y enciendo la luz. Después llamo a Elvira. Cuando llega, le pregunto si ha preparado todo para la cena y me dice que sí. "Tráigame hielo, entonces, doña Elvira, y prepare una mesa con bebidas aquí en el estudio." Después me siento ante el escritorio, abro el cuaderno con la traducción, y comienzo a trabajar. A las nueve y veinticinco en punto, suena el timbre de la puerta de calle. Bajo las escaleras y encuentro a Ángel en la puerta, "Se te esperaba", le digo. "Está lloviznando otra vez", dice Ángel. "Lluvia podrida que no quiere parar." Me sigue por la escalera y vamos al estudio. Ángel va directamente hacia el escritorio y se inclina a mirar la traducción. "Letra difícil", dice. "Chica y apretada", digo yo. "¿Vas adelantado?", dice Ángel. "Yes, Harry, I know what you are going to say. Something dread ful about marriage. Don't say it. Don’t ever say things of that kind to me again. Two days ago I asked Sibyl to marry me. I am now going to break my word to her. She is to be my wife", digo yo. "Exactamente, en la palabra wife". "Interesante", dice Ángel. "Conviene que te sirva otro whisky", digo yo. "Tu vaso está vacío." "Sí, exactamente", dice Ángel. "Ángel", le digo. "¿Sabías que yo soy separado?" "Algo había oído decir", dice Ángel. "Mi mujer me dejó", digo. "¿Sabías?" "No sabía quién dejó a quién", dice Ángel. "Me habían pasado el chimento de que estabas separado, pero nada más." "No. Ella me dejó. Me abandonó. No por otro hombre ni por nadie. Me abandonó. Vine una noche, y ya no estaba. Dejó una nota donde decía que se iba porque yo no tenía alma. Y es verdad, no tengo alma", dije yo. "¿Qué es eso de alma?", dice Ángel. "No sé", digo yo. Ángel se acerca a la ventana y se pone a mirar los árboles del parque a través de los vidrios. Tiene el vaso de whisky en la mano y me da la espalda. Es delgado, pero no demuestra la menor fragilidad. "Es agradable, tu casa", dice. "Sí, es muy agradable", digo. "Cuando leí la nota, pensé que de todos modos ella esperaba que yo tuviese alma. Por lo tanto, pensaba que hay un alma", digo yo. "Posiblemente", dice Ángel, "era una manera de decir". "Entiendo", digo yo. "Pero de todos modos, esperaba algo. Si tuvieras que exigirle a alguien que tenga alma, ¿qué pretenderías?", digo yo. "No sé, que me guste, que me haga sentir bien, no sé", dice Ángel. "Los hombres no tienen alma, Ángel", digo. "No tienen más que cuerpo. Un cuerpo que comienza en la punta de los dedos y termina dentro del cráneo, en una explosión. Los hombres son un rebaño de gorilas salido de la nada. Y eso es todo."Tal vez son algo más que gorilas", dice Ángel. "No, nada más", digo yo. "Gorilas que buscan alimento y se devoran unos a otros, de mil maneras. La única bendición que los hombres han recibido es la muerte", digo yo. "Yo, en tu lugar, ya estaría muerto", dice Ángel, riéndose.
Después pasamos al comedor. Nos quedamos parados un momento cerca de la mesa. "He elaborado una teoría interesante", dice Ángel. "No hay más que un solo género literario: la novela. Todo puede concebirse como una novela: lo que hacemos, lo que pensamos, lo que decimos. Y también todo lo que se escribe. Todo es novela: la ciencia, la poesía, el teatro, los discursos parlamentarios, y las cartas comerciales. Algunas buenas, algunas regulares, algunas malas, pero siempre mejores que las novelas de Manuel Gálvez. ¿No te parece interesante, como teoría?" "No soy un hombre de teorías", digo yo. Oigo que suena el teléfono en el estudio. Dejo mi vaso de whisky sobre la mesa y voy al estudio. Oigo una voz completamente desconocida, que pregunta por el doctor Ernesto López Caray. "Soy yo", digo. "Doctor" dice la voz, "habla el suboficial Loprete, de la guardia de Tribunales. Han llamado de jefatura por un homicidio preguntando si usted no le puede tomar declaración al inculpado mañana de mañana, porque en jefatura no tienen lugar donde alojarlo". "¿Un homicidio?", digo yo. "Un hombre mató a la mujer", dice el suboficial. "Le dio dos tiros en la cara, en barrio Roma." "¿Cuándo fue el hecho?", digo yo. "Hace un par de horas nomás, en el patio de un almacén", dice el suboficial. "¿Se presentó detenido?", digo yo. "No sabría decirle, doctor", dice el suboficial. "Dicen de jefatura que si usted pudiera tomarle declaración esta noche, en vez de mañana de mañana, sería mucho mejor." "Esta noche, de ninguna manera", digo yo. "Y mañana de mañana tengo audiencia. Y por otro lado, tengo que interrogar a los testigos primero, si es que hay testigos." "No sabría decirle, doctor", dice el suboficial. "Dígale al que lo llamó de jefatura que yo no tengo la culpa si ellos no tienen lugar", digo yo. "Y diga que en todo caso le den una habitación en el Palace, si les parece. ¿O creen que yo puedo estar a disposición de lo que le parece a cada vigilante?" "Tiene razón doctor. Estoy de su parte. Tiene toda la razón", dice el suboficial. "¿Cómo me dijo que era su nombre, suboficial?", digo yo. "Loprete, suboficial Loprete", dice el suboficial. "Bueno", digo yo. "Informe lo que le dije. Y diga que es probable que hasta pasado mañana no voy a poder tomar declaración al inculpado. De todos modos, voy a ver qué puedo hacer mañana por la tarde." "A sus órdenes, doctor", dice el suboficial. "Está bien", digo yo. Cortamos. Vuelvo al comedor. Ángel está tomando un trago de su copa en el momento en que entro en el comedor. Nos sentamos a la mesa. Ángel no habla una palabra durante largo rato. Después le cuento la charla que he tenido por teléfono y me pregunta si no puede presenciar la indagatoria. "No es fácil", digo yo. "No está permitido." "Deberían permitir", dice Ángel. "No te pongas a hacer críticas a la justicia", digo yo. "Que es la que me da de comer". "¿De modo que este pollo proviene de la justicia?", dice Ángel. "De ahí mismo", digo yo. "Es como si me estuviese comiendo a un preso", dice Ángel.
Pasamos al estudio otra vez, después de la comida. Pongo el Concierto para violín y orquesta de Schönberg en el tocadiscos, y nos sentamos a escuchar. Ángel asume una expresión grave, hundido en el sillón, con las piernas abiertas y estiradas en mi dirección -estoy sentado en el sofá doble, de espaldas a la ventana-, y de vez en cuando toma un trago de whisky. Parece completamente sumergido en la música. No dejo de mirarlo un solo momento, pero él evita mi mirada. Cuando el concierto termina, se para y va hacia el ventanal. Yo lo sigo. Me paro detrás de él, muy cerca. "Ahora después de la música", digo, "hay un gran silencio". Le saco el vaso de whisky de la mano -rozo sus dedos con los míos- y tomo un trago. Después se lo devuelvo, y voy y lleno mi propio vaso y me siento. Él queda parado en el centro de la habitación, entre mi sillón, el sofá doble, y el escritorio. Me pregunta si en los últimos tiempos he mandado muchos hombres a la cárcel. "Ninguno", digo yo. Después volvemos a quedar en silencio. Lo contemplo, enteramente. Después comienza a hablar de cosas que ha visto en el cielo, en la luna.
Miente. Cuando se va, una hora más tarde, me acuesto y apago la luz. No se oye ningún murmullo, no entra ningún resquicio de claridad en la habitación. Estoy en la oscuridad y en el silencio más completos. Mi mente queda vacía.
Veo entonces grandes campos de trigo ardiendo calladamente.
Sus crepitaciones son inaudibles. Las llamas son bajas, parejas, y el incendio se extiende hasta el horizonte. No se ve un árbol, una ondulación, nada. Únicamente la planicie lisa cubierta del amarillo del trigal sobre e! que se extienden las llamas parejas, cuyas crepitaciones son inaudibles.
Despierto temprano, antes del amanecer. Me visto y salgo a la calle.
Llovizna. Está amaneciendo. Cuando entro en el coche, noto que su interior está helado. Debo intentar dos o tres veces antes de lograr encender el motor. Por fin se pone en marcha. La atmósfera azul del amanecer está atravesada por las finas gotas de la llovizna, que se adensan y giran lentamente alrededor de los focos de luz. El parque está desierto, y contra la penumbra azul los árboles estampan sus complicados manchones negros, inmóviles. Enciendo los faros, que iluminan la calle vacía, y cuyos haces de luz chocan, lejos, contra la curva de la calle. Después comienzo a andar. Doblo en la esquina, ruedo sobre el empedrado grueso que hace vibrar y resonar la carrocería, doblo a la derecha y tomo San Gerónimo hacia el norte. Cuando paso entre la Plaza de Mayo y el Tribunal veo la primera luz del día -gris- concentrarse alrededor de las altas copas de las palmeras, cuyas grandes hojas metálicas relumbran fragmentariamente. Doblo por la Avenida del Sur hacia el este, recorro una cuadra y doblo, entrando en San Martín, ya que la luz verde del semáforo me da libre tránsito. Avanzo hacia el norte, por la calle desierta. El limpiaparabrisas arrasa el cristal con su ritmo regular. Las gotas muy pequeñas, chocan contra el cristal y se rompen, manchándolo fugazmente. La vara del limpiaparabrisas pasa, con su ritmo regular y deja limpio el cristal otra vez, de modo que puedo ver claramente la calle que se extiende delante de mí. Si vuelvo la cabeza, puedo ver por los vidrios laterales, empañados y llenos de gotas de agua, deslizarse hacia atrás las fachadas de los edificios, a mi izquierda y a mi derecha. Paso delante del Teatro Municipal, a mi derecha; después, más adelante, frente a los corredores de la galería, desiertos y oscuros; más adelante, frente a las vidrieras ciegas del diario La Región, cuyas pizarras, ilegibles, aparecen sumidas en la penumbra. Cuando llego al bulevar, doblo hacia la derecha y avanzo lentamente. En la parada de taxis del bulevar y 25 de Mayo, hay cuatro taxis estacionados, con la luz roja encendida. Los gorilas conductores se divisan apenas en la semipenumbra del coche. El globo gris de la llovizna envuelve toda la ciudad, con su transparencia brumosa, y el agua fina, suspendida, se concentra alrededor de las copas de los árboles, adensándose. La luz roja del primer semáforo me obliga a detenerme. Alrededor de la señal, las gotas se tiñen de una coloración roja que se vuelve súbitamente verde cuando la luz cambia. Cruzo las vías abandonadas y veo al pasar, a mi derecha, el edificio del molino harinero, detrás de los altos árboles del paseo central del bulevar. El segundo semáforo me obliga también a esperar. Cuando la luz verde se enciende, un ómnibus cruza transversalmente, a toda velocidad, el bulevar, lo que me obliga a detenerme bruscamente cuando acabo de reiniciar la marcha. Vuelvo a marchar. Sobre uno de los bancos del paseo central, junto al tronco de un eucaliptus que lo protege de la llovizna, un gorila viejo, vestido con un sobretodo rotoso, hurga en el interior de una bolsa. Paso muy cerca de él, avanzando por la mano derecha, junto al cordón del paseo. La corteza de los árboles, negruzca, chorrea agua y por momentos relumbra oscuramente. Después está la estación de trenes, con las altas ventanas iluminadas y el hall iluminado que arroja luz a la vereda a través de la enorme abertura de la puerta principal. Su alta fachada, sólida, se desliza lentamente hacia atrás, a mi derecha. Cruzo las vías, viendo avanzar hacia mí el puente colgante, cuyos mástiles que alcanzo a divisar primero en toda su altura, envían las cuatro señales rojas, que se encienden y se apagan, coloreando con un círculo de resplandor rojizo la llovizna. A medida que avanzo, el borde superior del parabrisas va cortando los mástiles del puente. Primero desaparecen las altas luces rojas, luego la primera barra que une los mástiles laterales. Cuando llego a la boca del mismo puente, ya no quedan más que las barandas, la base de los mástiles, la entrada de piedra gris, los gruesos cables tensos que parten en un haz hacia la altura, y la garita gris, a la izquierda de la entrada, en la vereda, vacía. Arroja un resplandor débil hacia la llovizna del exterior. Cuando doblo hacia la costanera y comienzo a rodar por el asfalto lleno de grietas, hendiduras y parches de brea, ya ha amanecido. La luz diurna viene del lado del río, de modo que más allá de la baranda de balaustres idénticos que se interrumpe de tanto en tanto, a distancias regulares, con la abertura de una escalinata, veo por momentos la refulgencia argéntea del río, en cuya superficie el resplandor gris pareciera alisar las asperezas que producen la brisa levísima y la llovizna. Los álamos del paseo central de la costanera, más allá del cual los chalets muestran, entre la fronda, sus techos rojos mojados por la lluvia, contra el fondo gris del cielo, recortan sus agujas nítidas, pardas, mojadas. Después entro en la costanera nueva, y a mi derecha se expande el río gris, fundiéndose, más ancho, con el cielo, en el horizonte. Cielo y río parecen la misma superficie, sin ninguna transición. Acelero ligeramente. El zumbido del motor, monótono, se intensifica, y después se estabiliza, a mayor altura. En el refugio amarillo de la parada de colectivos, en medio de la ancha avenida, un gorila de impermeable fuma, lentamente. Otro está apoyado contra la pared, con las piernas cruzadas a la altura de las pantorrillas. Alzan la cabeza y siguen con la mirada, girando lentamente la cabeza, el desplazamiento del automóvil. Después me cruzo con un colectivo que avanza en dirección contraria, hacia el centro. Va casi vacío, pero alcanzo a distinguir borrosamente las caras abstraídas de tres o cuatro gorilas, machos y hembras, que miran en dirección al río por las ventanillas empañadas. La rotonda de Guadalupe avanza hacía mí, con el edificio de la parrilla detrás, pintado de gris. Las persianas metálicas acanaladas están bajas. La puerta gris tiene puestos los postigos, y la fachada mojada presenta en algunas partes unas manchas de humedad más densa, estacionaria. Giro por la rotonda, dejando atrás la fachada de la parrilla, y comienzo a rodar otra vez por la costanera nueva, en dirección al centro. Paso por la parte trasera del refugio amarillo, que ahora está a mí izquierda, del mismo modo que el río y las barrancas en las que una hilera de pinos, de un verde profundo, relumbra, destellando con el cielo gris, y condensa unas masas blancuzcas de llovizna a su alrededor. Los troncos negros de los pinos se yerguen rectos, y las frondas forman triángulos perfectos, los extremos de cuya base se curvan ligeramente hacia arriba. Detrás, los troncos tienen el río, que se confunde con el cielo. Cuando llego a la costanera vieja disminuyo ligeramente la velocidad. El sonido del motor, más bajo, se estabiliza después de haber disminuido, y continúa monótono. El rasar del limpia parabrisas continúa regular, arrastrando las gotas pequeñas que caen contra el parabrisas y estallan. Veo, a lo lejos, el puente, en toda su extensión, con los altos mástiles. Sobre el puente, diminuto, un camión pintado de verde avanza lentamente hacia la ciudad. Después lo veo salir del puente, doblar y dirigirse hacia la avenida del puerto, ahora a mayor velocidad. Paso después frente a la boca del puente -en la puerta de la garita gris hay ahora un gorila con gorra de vigilante y una capa impermeabilizada, negra-, y sigo en dirección a la avenida del puerto, viendo a través de los vidrios laterales cómo la plaza de la costanera, con sus glorietas cubiertas de hiedra, se desplaza hacia atrás. Los senderos rojos de la plaza están llenos de hojas secas, aplastadas por la lluvia. Cuando entro en la avenida del puerto, el empedrado grueso hace resonar y vibrar la carrocería. El camión verde me lleva dos cuadras de ventaja. Acelero un poco y voy aproximándome a su parte trasera. Un gran charco de agua que cubre la calle me obliga a aminorar la velocidad, y al cruzar puedo oír el rumor del agua resonar bajo las ruedas y veo cómo los vidrios, en especial los laterales, se llenan de salpicaduras. El camión verde ha ganado otra vez distancia. Acelero nuevamente y enseguida me pongo detrás. No nos separan ni seis metros. Después hago una leve maniobra, consistente en desviar el coche hacia la derecha, ya que avanzamos por la mano izquierda, junto a los canteros centrales en que se alzan las altas palmeras, y acelerando de golpe me pongo a la par del camión y después lo dejo atrás. Durante dos cuadras no disminuyo, sintiendo el intenso resonar y vibrar de la carrocería al rodar el coche sobre el empedrado grueso. Después disminuyo otra vez la velocidad. Al llegar al centro paso frente al Correo iluminado y los fondos de la estación de ómnibus, en las que se ven ya muchos gorilas, llevando valijas, o esperando en los andenes o ante las ventanillas de despacho de encomiendas. En la primera esquina doblo hacia la derecha. A las dos cuadras cruzo San Martín y sigo de largo. Después viene la esquina del Mercado Central; más adelante, el alto edificio blanco de la Municipalidad, cuya estrecha plazoleta delantera aparece ensombrecida por los grandes árboles. A mi izquierda, la ancha escalinata de entrada va desplazándose hacia atrás, más allá de los árboles de la plazoleta y de la desierta playa de estacionamiento. Sigo avanzando en línea recta hacia el oeste cruzando bocacalle tras bocacalle. Hay cada vez más gorilas en las veredas, en las puertas de los negocios, en las esquinas, en los umbrales; dos gorilas jóvenes, estudiantes secundarios sin duda, esperan en una esquina llevando libros y cuadernos bajo el brazo. Un gorila niño, de guardapolvo, cruza la calle, de la mano de su madre, que mira temerosamente en mi dirección, temiendo que yo pueda doblar hacia ellos, y que se decide a cruzar al verme seguir de largo. Un gorila viejo, en salto de cama, levanta un tacho de basura vacío y se lo lleva al interior de la casa. Una gorila, también vieja, mira la llovizna desde una ventana. Cuando llego a la Avenida del Oeste, y doblo a la izquierda, comienzo a rodar con los jardines del Regimiento a mi derecha. Más allá de los árboles que se alzan en medio de canteros de césped perfectamente cortado, está el edificio gris de la intendencia. La verja verde se interrumpe de golpe en el portón de entrada, en el que dos soldados, la carabina al hombro, montan guardia, paseándose frente al portón. Dejo atrás el Regimiento. A mi lado, en el asiento, está el portafolios cerrado. En la Avenida del Sur doblo hacia el este. Paradójicamente, la claridad ha disminuido. Espero un momento a que el semáforo cambie la luz roja por la verde y después cruzo la bocacalle. Antes de llegar a la primera esquina doblo, subo a la vereda de la derecha, y entro en el patio trasero de los Tribunales, estrecho y embaldosado. Hay dos o tres automóviles estacionados, vacíos y cerrados. Detengo el motor. Dejo de oír su zumbido al mismo tiempo que el limpiaparabrisas se detiene. Después recojo el portafolios y bajo. El agua me da en la cara; son gotas finas y frías, que estallan contra mi piel. Llego al hall, completamente vacío, salvo dos gorilas sentados en el banco junto a la escalera de la derecha, y paso junto al ascensor cuyas puertas están abiertas. El ascensorista, sentado en su taburete, la mano apoyada en la palanca de control, me mira pasar, saludándome con indiferencia. Comienzo a subir las anchas escaleras de mármol, apoyando la mano derecha en el pasamanos de madera, en que termina la baranda de hierro trabajado. Cuando llego al tercer piso me detengo y miro hacia abajo: el vacío cuadrado de mosaicos blancos y negros, ajedrezado, y las dos figuras sentadas en el banco, junto a la boca de la escalera. Después sigo por el corredor hasta mi oficina y entro en ella.
Está desierta. Detrás del marco en cruz de la ventana, en mi despacho, relumbra la oscuridad del día gris. Enciendo la luz, dejo el portafolios sobre el escritorio y sacándome el impermeable, lo cuelgo de la percha. Camino sobre el piso de madera encerado hasta la ventana. En la plaza, la lluvia moja las palmeras y los naranjos cuyos frutos amarillos manchan las duras hojas verdes. Los senderos rojizos están desiertos. Me vuelvo hacia el escritorio y me siento en mi sillón. Del portafolios saco el cuaderno, el libro, el diccionario y las lapiceras de todos colores. La página ciento diez, señalada con la hoja doblada de papel blanco, está llena de marcas y de líneas en su mayor parte. Abro también el cuaderno, en el que la escritura hecha con una apretada letra negra, presenta también señales de todas clases: cruces, círculos, rayas verticales u horizontales. La página ciento once del libro no muestra más que la pareja letra de imprenta, sin una sola marca adicional. Leo, subrayándolo débilmente y con una línea entrecortada, el primer párrafo limpio de la página ciento diez: "Your wife! Donan!… Dind't you get my letter? I wrote to you this mormng, and sent the note down, by my own man". "Yourletter? Oh, yes, I remember. I bave not read it yet, Harry. I was afraid there might something iit that I wouldn't like. You cut life lo pieces with your epigrams" En la palabra epigrams termina la página ciento diez. Subrayo también, con una línea débil y entrecortada, hecha con una lapicera a bolilla azul, la primera frase de la página ciento once: You know nothing then? Después escribo en el cuaderno en tinta negra y con una caligrafía apretada: "¡Tu esposa! ¡Dorian! ¿No has recibido mi carta?".
Cuando entra el secretario, he llegado casi hasta el final de la página ciento once. Estoy traduciendo el antepenúltimo renglón. Toda la página ciento once se ha llenado de señales y marcas hechas con lapiceras y lápices de todos colores. El secretario se acerca al escritorio inclinando su cabeza entrecana hacia mí. "Doctor", me dice."Han pasado un informe de jefatura sobre un homicidio ocurrido anoche en la seccional sexta." "Sí", digo. "Me llamaron por teléfono anoche." "Dicen que no tienen espacio en la jefatura, y si usted no puede tomarle declaración", dice el secretario. "Teníamos una audiencia esta mañana", digo yo. "Puede suspenderse", dice el secretario. "¿Y los testigos?", digo yo. "Hay algunos", dice el secretario. "No puedo tomar declaración al imputado si no hablo antes con los testigos", digo yo. "Es la pura verdad", dice el secretario. "Diga que me manden los testigos a primera hora de la tarde", digo yo."Y si puede suspender la audiencia de la mañana, suspéndala. Si me buscan o me llaman por teléfono, diga que estoy en la audiencia". "¿A qué hora quiere los testigos?", dice el secretario. "A las cuatro" digo yo. El secretario sale. Me inclino hacia el antepenúltimo renglón de la página ciento once y subrayo débilmente, con una lapicera a bolilla color verde, en una línea entrecortada: They ultimately found her lyin dead on the floor ofher dressing-room. Cuando el secretario vuelve a entrar, yo estoy subrayando la delgada línea entrecortada hecha con la lapicera a bolilla de color verde la antepenúltima, la penúltima, y la última frase de la página ciento trece: "Harry", cried Donan Gray, coming over and sitttng down beside him, "why is it that I cannot feel this tragedy as much as I want to? I don´t think I am heartless. Do you?". Entra exactamente cuando yo subrayo las últimas dos palabras. "Está el cronista de La Región, juez", dice. "Quiere hablar con usted." "Dígale que estoy ocupado, en la indagatoria", digo yo. "Me preguntó cuándo va a tener lugar la indagatoria de la que usted le habló", dice el secretario. "¿Cree que mañana a mediodía vamos a terminar con todos los testigos"?, digo yo. "Creo que sí", dice el secretario. "Dígale entonces que mañana a las cuatro" digo yo. El secretario sale. Me levanto y me asomo a la ventana. Ahora la atmósfera se ha aclarado algo, pero la llovizna continúa. En la plaza, las palmeras relumbran. Algunos gorilas, encogidos en la llovizna, caminan por los senderos rojizos, en dirección a la Gobernación. Mi reloj pulsera me indica que son las diez y cincuenta y cinco. Después me vuelvo a sentar ante el escritorio y continúo traduciendo hasta las doce. Guardo todas las cosas en el portafolios, me pongo el impermeable, paso por la oficina del secretario, le digo que a las cuatro en punto voy a comenzar a interrogar a los testigos, y salgo al corredor. Camino hasta el borde de la escalera, me apoyo en la baranda, y miro hacia abajo: el cuadrado de mosaicos blancos y negros, ajedrezado, está lleno de figuras achatadas que hormiguean en pequeños grupos que se rompen y vuelven a nuclearse, en distintos puntos de! damero. Después comienzo a bajar, oyendo las voces cada vez más nítidamente, hasta que se convierten en un estruendo incomprensible cuando llego a la planta baja y atravieso el vestíbulo en dirección al patio trasero. Cruzo los corredores del fondo, más vacíos, y llego al patio. La llovizna me golpea la cara. Cierro los ojos durante un momento, deteniéndome, pero sigo enseguida hasta el automóvil. Subo al automóvil, pongo el motor en marcha, y salgo reculando, lentamente, hacia la calle.
En la calle pongo la culata hacia el este, y después comienzo a avanzar por la Avenida del Sur. Cuando llego a la Avenida del Oeste doblo a la derecha y sigo recto por la avenida -el Regimiento, el Mercado de Abasto, el cine- hasta llegar al bulevar. Allí doblo otra vez hacia la derecha y avanzo hacia el este. Llego hasta San Martín, después de pasar frente a la fachada amarilla, con las incrustaciones de las celosías verdes, de la Universidad, y doblo hacia el sur. En San Martín, los gorilas se amontonan bajo los aleros, en los umbrales, bajo los toldos, para protegerse de la llovizna. Paso frente a las vidrieras de La Región -a mi derecha-, los corredores de la galería, iluminados -a mi izquierda-, el Teatro Municipal -a mi izquierda-, rodando lentamente, detrás de una larga hilera de automóviles, la marcha entorpecida de tanto en tanto por gorilas jóvenes que saltan por encima de los charcos y cruzan corriendo las calles para no mojarse. Después espero ante el semáforo de la Avenida del Sur, y cuando la luz verde se enciende, cruzo la bocacalle y marcho con la Plaza de Mayo a mi derecha, y la esquina gris de la Gobernación que avanza hacia mí hasta que queda atrás. Después viene el convento, y por fin los árboles del parque más allá del cual se vislumbran las aguas del lago. Detengo el coche junto a la vereda, a la derecha, frente a mi casa. Recojo el portafolios y bajo.
Subo las escaleras y entro directamente en el estudio. Casi enseguida, mientras estoy sacándome el impermeable, entra Elvira. Me pregunta si voy a comer. "Sí, algo", digo yo. "Sírvame aquí, en el estudio." Después le digo que si viene el cobrador del Country a cobrar las cuotas de mamá, que se las pague. Pongo en el tocadiscos el Concierto para violín y me siento en el sofá doble, de espaldas al ventanal, a escucharlo. Al rato, entra Elvira con una bandeja y atraviesa la habitación en puntas de pie. Con la cabeza, le hago una seña para que deje la bandeja sobre el escritorio y antes de salir recoge el impermeable de sobre un sillón y sale. Me levanto y miro la bandeja. Hay unas galletas en un plato y un tazón de sopa dorada, espesa, que humea. Mientras suena la música, tomo lentamente la sopa, y como tres o cuatro galletitas. Después me sirvo un vaso de whisky y me lo tomo, puro, de dos o tres tragos. Después me reclino en el sofá, hasta que el concierto termina. Entonces se oyen los ruidos del automático, y después nada más.
La habitación queda en completo silencio. De la calle no llega ningún ruido. Entra únicamente la claridad gris, que ahora se ha opacado algo, a través del ventanal. Comienzo a oír la crepitación apagada, y después veo la vasta extensión llana, comida por el incendio. Las llamas se extienden parejas hasta el horizonte. No se ve humo. Únicamente algún súbito chisporroteo excede por un momento la altura de las llamas, pero después desaparece.
Me levanto y me asomo al ventanal. El parque está desierto. Entre los troncos que se alzan del terreno en declive, se ve, abajo y por momentos, el agua del lago. Después vuelvo y me siento al escritorio, abriendo el portafolios. Cuando tengo todo preparado sobre el escritorio -el cuaderno, el libro, el diccionario y los lápices- me levanto, voy al baño, y después vuelvo al estudio a trabajar. A las cuatro menos diez subrayo la tercera, la cuarta y la quinta línea de la página ciento quince: One should absorb the colour of life, but one should never remember its details. Detaits are always vulgar. Después me levanto, dejando todo sobre el escritorio. Recojo el impermeable del baño, me lo pongo y salgo a la calle. Llovizna. El aire se ha oscurecido algo. Miro el cielo. El gris se ha hecho más profundo, más oscuro, y los nubarrones presentan bordes acerados. Entro en el coche y después de poner el motor en marcha, doy la vuelta lentamente, sobre San Martín, y avanzo hacia el norte. En el semáforo de San Martín y la avenida doblo hacia la izquierda y recorro una cuadra, paso por la esquina del Tribunal, dejando atrás el lado norte de la plaza, y subiendo a la vereda entro en el patio trasero. Estaciono el coche y bajo. Atravieso los corredores y el vestíbulo ajedrezado desierto y subo hasta el tercer piso. En el corredor veo un grupo de gorilas, dos de ellos uniformados. Los dos uniformados se cuadran al verme llegar. Hay dos machos, dos hembras y una criatura hembra. Entro en la oficina del secretario sin mirar el grupo. El secretario está escribiendo a máquina y alza su cabeza entrecana al verme entrar. "Están los testigos, juez", dice. "Y aquí está el sumario." Me extiende el legajo y paso con él -una carpeta delgada de tapas rosadas- al despacho. Me siento a leerlo. Dice que el primero de mayo, alrededor de las veintiuna, en un almacén de Barrio Roma, Luis Fiore, de treinta y nueve años, descargó dos tiros de escopeta sobre su mujer, María Antonia Pazzí de Fiore (a) "la Gringa", de treinta y cuatro años, produciéndole la muerte en el acto; que el imputado, después de cometer el homicidio, fue a un bar de las cercanías, tomó un par de copas, y después se encerró en su domicilio. Que permaneció en él hasta que la policía llegó a buscarlo, y que se entregó sin resistencias. Que según las declaraciones de los testigos -Pedro Gorosito, de cincuenta y cuatro años; Amado Jozami, de treinta y seis; Zulema Giménez de treinta; y Luisa Luengas, de treinta y dos-, si bien notaron alguna irregularidad en la conducta de los protagonistas del hecho, no hay causa aparente que pueda haber precipitado el homicidio. Dejo el legajo y me asomo a la ventana. En la plaza, los senderos rojizos están desiertos y la llovizna cae sobre las palmeras y los naranjos. Me saco el impermeable y lo cuelgo de la percha. Después llamo al secretario. "Quiero terminar hoy mismo", le digo. "Mañana vamos a pasar por el lugar del hecho."¿Hago pasar al primero, juez?", dice el secretario. "Sí, tráigalo", digo. Cuando el secretario sale, me siento detrás del escritorio. Después vuelve el secretario con uno de los gorilas machos. Es rubio y tiene las manos rojas, cubiertas de vello rubio en el dorso, y un diente de oro. Le digo que se siente. El secretario se sienta a la máquina. Lo mira. Yo siento, en cambio, la mirada del gorila rubio clavada temerosa en mí. "Su nombre es Amado Jozami y tiene treinta y seis años de edad, ¿verdad?", dice el secretario, amablemente. "Sí, señor", dice el gorila rubio. "Es argentino y tiene un almacén y despacho de bebidas en la calle Islas esquina Los Laureles, ¿verdad?, dice el secretario, con su voz amable. "Sí, señor", dice el gorila rubio. "Muy bien", digo yo. "Cuente entonces lo que sepa, diciendo la verdad." El gorila rubio se sienta en el borde de la silla y mira al secretario, y después hacia mí. "Estábamos en el almacén", dice, y en ese momento el secretario comienza a escribir a máquina, "cuando llegan ellos en la camioneta. Oímos el ruido de la camioneta desde el almacén y pensamos que quién sería. Entonces los vemos entrar a ellos, con la escopeta y dos patos muertos. Dejan los patos y la escopeta sobre el mostrador, y piden una caña cada uno. Después se ponen a conversar en voz baja entre ellos. Él se queda mudo, aparte, mirándonos, y ella se pone a hablar a los gritos. Él le dice que se calle. Ella abre el bolso y saca una linterna y empieza a encandilarlo. Él le dice que la apague. Ella deja la linterna sobre el mostrador y empieza a quejarse de su vida. Él después le dice que tienen que irse. Ella protesta, y salen. Cosa de un minuto después, oímos las explosiones. Cuando salimos, ella está en el suelo y él está poniendo en marcha la camioneta. Sale como un refucilo, y desaparece, y ahí nos quedamos nosotros con ella, muerta". El gorila rubio hace silencio. Un momento después, deja de oírse el golpeteo de la máquina y el secretario queda en suspenso, con las manos elevadas y los dedos apuntando hacia las teclas. "¿Conocía a Fiore y a su mujer?", digo yo. "Sí", dice el gorila rubio. "Eran del barrio. Pero no compraban en mí almacén. Él sabia venir de cuando en cuando a tomar unas copas." "¿Cómo se comportaba?", digo yo. "Bien. A veces, únicamente, se quedaba una o dos horas, parado cerca del mostrador, sin decir una palabra", dice el gorila rubio. "Se quedaba parado dos horas, mirando a los presentes, pero no decía una palabra." "¿Se ponía ebrio o algo parecido?", digo yo. "Bueno", dice el gorila rubio, "como todo el mundo. De vez en cuando, pero mucho no se le notaba". "¿Protagonizó algún desorden, aparte del de anoche, en su almacén?", digo yo. "Que yo sepa, ninguno", dice el gorila rubio. La máquina de escribir del secretario acompaña ruidosamente sus palabras y acaba siempre un momento después que la voz enmudece. "¿Cree que el homicida y la víctima se encontraban en estado de ebriedad, anoche?", digo yo. El gorila rubio encoge su rostro ancho, cierra la boca apretando los labios y ocultando el diente de oro. "No sabría decir", dice después. "Ella hablaba mucho y decía algunas cosas, bueno, impropias en una mujer, según se mire, pero él no dijo una palabra. Y cuando lo encandiló con la linterna, él ni se movió. Cerró los ojos y le dijo que la apagara, pero ni se movió. No sé. Pueden haber estado borrachos." "¿Qué hicieron usted y los otros testigos cuando oyeron las explosiones?", digo yo. "Salimos disparando para la puerta", dice el gorila rubio. "Y cuando llegamos, él estaba poniendo en marcha la camioneta, y ella estaba tirada en el suelo; no se movía. Cuando él se fue, a toda velocidad y con la puerta del lado del volante abierta, vimos que en el suelo estaban los patos, el bolso de ella, y la linterna encendida. Yo fui el primero que la toqué y vi que estaba muerta. Después fui y llamé por teléfono a la seccional. Y enseguida vino la policía. Yo dije todo en la declaración". Después dice que su negocio es una casa decente y trata de mostrar el certificado de buena conducta. Le digo que no hace falta, y que vaya a esperar en el pasillo. Vacila y después se levanta, mirando alternativamente al secretario y a mí. Cuando sale, noto la mirada del secretario clavada en mi rostro. Lo miro, pero no digo una palabra. Enseguida, el agente reaparece en la puerta del despacho. "Traiga otro", digo yo. El vigilante desaparece. Por un momento, en el interior del despacho no se oye nada. Vuelvo la cabeza y veo, a través de la cruz negra del ventanal, las refulgencias grises del cielo. Ahora está un poco más claro y más brillante, pero sigue lloviznando. El secretario se mueve en su silla, haciéndola crujir. Muevo los pies, y mis zapatos resuenan en el piso de madera. Entonces el vigilante reaparece en la puerta del despacho. Con él, viene la criatura. Tiene el pelo oscuro y es tan delgada que tengo la impresión de que la mano del vigilante, que se apoya sobre su hombro, puede hacerla pedazos a la menor presión. La nena avanza, con expresión seria. Le digo que se siente. El vigilante queda parado detrás de su silla. El secretario se inclina dulcemente hacia la criatura y le pregunta cómo se llama. "Lucía Fiore", dice la criatura. El secretario le pregunta cuántos años tiene y la criatura responde que diez años. Después me inclino hacia ella y le pregunto qué hizo el día anterior. "Fui con mí mamá y mi papá a cazar patos", dice la nena. Le pregunto dónde. "A Colastiné, y cazamos dos patos", dice la nena. "¿En qué fueron hasta allá?", digo yo. "Fuimos en la camioneta del molino que le prestaron a mi papá porque era primero de mayo y no había colectivo", dice la nena. "¿Oíste alguna discusión entre tu papá y tu mamá, ayer?", digo yo. "No", dice la nena. "Ninguna." "¿A qué hora volvieron de Colastiné", digo yo. "De noche", dice la nena. "Y mí papá y mi mamá me dejaron en casa porque dijeron que iban a devolver la camioneta. Pero después fueron al boliche del turco Jozami y mi papá la mató." La máquina del secretario resuena un momento más después de que la voz de la nena ha enmudecido y por fin se apaga. Oigo su eco resonar un momento todavía en el interior de mi cabeza. Estoy mirando a la nena, cómo ella me contempla con sus grandes ojos tranquilos. "¿Discutían, a veces, tu papá y tu mamá?" digo yo. "A veces", dice la nena. "¿Te pegaban?", digo yo. "A veces" dice la nena. "¿Qué pensaste cuanto tu papá y tu mamá te dijeron que iban a devolver la camioneta?", digo yo. "Qué mi papá la iba a matar" dice la nena. La máquina de escribir del secretario enmudece de golpe y veo que el vigilante gira bruscamente la cabeza y clava en mí una mirada de asombro. Simulo no advertir ni una cosa ni la otra. Dejo que pase un momento de silencio antes de preguntar. "¿Como lo sabías?", digo. "Porque lo había soñado esa noche. Había soñado que volvíamos de Colastiné con mi mamá y mi papá y que ellos decían que iban a devolver la camioneta, pero iban al almacén del turco Jozami y mi papá le pegaba dos tiros en la cara a mi mamá. Yo había soñado todo tal como pasó. Por eso, cuando me dijeron que iban a devolver la camioneta, yo sabía que él iba a matarla." "¿Y por qué no dijiste nada, cuando viste que él iba a matarla?", digo yo. "Porque así tenía que pasar", dice la nena. "¿Querías a tu mamá?", digo yo. "Sí", dice la nena. "Y a tu papá?" digo yo. "También" dice la nena. La máquina del secretario suena un momento y después se detiene. "¿Soñaste todo, tal como ocurrió?", digo yo. "Todo", dice la nena. "¿Te han dicho que aquí debe decirse toda la verdad?" dice el secretario. La nena ni siquiera lo mira. Los tres, el vigilante, el secretario y yo, nos hallamos inclinados hacia ella. Ella permanece erguida, sentada en el borde de la silla, flaca como un palo. Ahora sus ojos tranquilos no miran a ninguna parte. De nuevo hay un silencio total en el despacho, "Llévela", digo yo. La nena se levanta, dócil, y sale con el vigilante. Cuando desaparecen, el secretario me mira. "¿Qué piensa, juez?", me dice. "Nada", digo yo. El tercer testigo es una gorda hembra que dice llamarse Zulema Giménez. Dice que no es por decirlo, pero que ella sabía que algo malo estaba por ocurrir. Que esa mujer hablaba mucho. "Yo tengo mucha psicología", dice, "y me di cuenta de que algo malo iba a ocurrir. Me lo esperaba de un momento a otro". Le pregunto cuál es su profesión y se detiene de golpe. "Mis quehaceres", dice. "¿Cuáles son sus quehaceres?", digo yo. "Soy una mujer de mi casa", dice ella. "Una mujer de su casa no va a tomar copas a un despacho de bebidas", digo yo. Ella hace silencio. "Cuente lo que pasó y no dé ninguna opinión si nadie se la pide", digo yo. Miro al vigilante que está parado detrás de ella. "¿Tiene antecedentes esta mujer?", digo. "Ley de profilaxis" dice el vigilante. Después ella dice que Fiore había estado guiñándole el ojo todo el tiempo, y que la mujer se dio cuenta, y por eso empezó a encandilarlo con la linterna. El secretario hace resonar la máquina durante largo tiempo. Después se detiene. "¿Alguien más notó eso?" digo yo. "Mi amiga, el turco Jozami, todos se dieron cuenta. Y por eso ella empezó a provocarlo diciendo que él andaba con una y con otra." "¿Dijo expresamente eso: que andaba con una y con otra?", digo yo. "No sé", dice ella. "Lo dio a entender, eso es seguro." "¿Por qué?" digo yo. "Porque él empezó a guiñarme el ojo y ella lo encandiló con la linterna. Entonces él le dijo que la apagara y ella la apagó. Y entonces ella dijo que él andaba con una y otra", dice ella. "¿Conocía de antes al imputado o a la víctima?", digo yo. "De vista", dice ella. "¿Dónde los había visto?", digo yo. "No sé. Les veía cara conocida", dice ella. "Eran del barrio." "¿Vio algo de lo que ocurrió en el patio?", digo yo. "Algo vi", dice ella. "La luz de la linterna, encendiéndose y apagándose, y después algo que se movía." "¿Qué cosa se movía?", digo yo. "No sé, algo, un cuerpo, una persona", dice ella. "Él, capaz; o ella. Después se sintieron los tiros y salimos corriendo para el patio." "¿La puerta que daba al patio estaba abierta?", digo yo. "Un poco", dice ella. "Apenas. Porque era primero de mayo y el almacén tenía que estar cerrado." "Usted, ¿qué hacía en el almacén?" "Había ido a comprar una lata de picadillo y un poco de queso", dice ella. "¿Y se quedó una hora?", digo yo. "Nos pusimos a conversar con don Gorosito y el turco, y se nos fue pasando el tiempo", dice ella. Alzo la cabeza y miro al vigilante. "Traiga al señor Jozami" digo yo. El vigilante sale. Un momento después vuelve con el gorila rubio que queda parado junto a la mujer. "La señorita afirma que el imputado estuvo guiñándole el ojo todo el tiempo, y que eso enfureció a la víctima", digo yo. El gorila rubio se encoge de hombros. "Yo no vi nada", dice. "Estuvo guiñándome el ojo; a mí y a Zita", dice ella. "¿Quién es Zita?", digo yo. "Mi amiga", dice ella. "Y por eso ella, la 'víctima', se enfureció. Empezó a decir que ella era más mujer que cualquiera. Y cuando él le dijo que se callara la boca, ella empezó a encandilarlo con la linterna. Le ponía la luz en los ojos y él echaba la cabeza así, para atrás, así, y después le dijo que la apagara. Y ella la apagó." "El señor dice que él no vio nada respecto de que el imputado le estuvo guiñando el ojo", digo yo. "No habrá visto", dice ella, y se vuelve hacia el gorila rubio. "Vos capaz que no te diste cuenta, turco. ¿Pero no viste cómo ella empezó a decir que era más mujer que cualquiera, y él no decía nada y se quedaba parado en la punta del mostrador?" "Yo vi que él estaba callado, y oí las cosas que decía ella, pero no vi que guiñara el ojo a nadie", dice el gorila rubio. "¿Dónde estaba parado usted?", digo yo, mirando al gorila rubio. "Atrás del mostrador", me dice. "¿Había luz en el local?", digo yo. "Sí, había buena luz", dice el gorila rubio. "¿Puede haberle guiñado el ojo a la señorita sin que usted se haya dado cuenta?", digo yo. "Puede", dice el gorila, encogiéndose de hombros. Después dice que su negocio es un negocio decente y que él tiene patente municipal para despachar bebidas en el mostrador. Le digo al vigilante que lo lleve. Cuando desaparecen del despacho, me dirijo a ella. "Usted oyó los tiros y salió afuera. ¿Qué vio?" "Vi primero que la camioneta estaba arrancando y después vi cómo Jozami se inclinaba al suelo porque ella estaba tirada. Y estaba la linterna encendida apuntando al cuerpo de ella. Después la camioneta pegó una frenada, patinó, y desapareció. Llevaba la puerta abierta. Ah, también estaban los patos en el suelo. Y Jozami agarró la linterna y le iluminó la cara a ella y después se paró y dijo que estaba muerta." "Entonces, ¿qué hizo usted?", digo yo. "Magínese", dice ella. "Fue un momento de mucho nerviosismo. El desgraciado la había matado." "¿Llevaban algo en la mano, el imputado y la víctima, cuando entraron en el almacén?", digo yo. La máquina del secretario acompaña ruidosamente mis palabras. "Hila llevaba un bolso grande, y él entró con la escopeta y los dos patos y dejó todo encima del mostrador", dice ella. En ese momento, el vigilante vuelve y queda parado en la puerta que da a la oficina del secretario, mirándonos. "Llévela", digo. "¿Traigo a la otra, juez?", dice el vigilante. "Sí. Tráigala", digo yo. Desaparecen y enseguida vuelve a aparecer el vigilante, con la otra hembra. Tiene los labios pintados de rojo y el colorete no alcanza a disimular las venas azules que revela su piel traslúcida. Dice que se llama Luisa Luengas y que es casada, de treinta y dos años. Dice que lo que pasó la dejó fría. Que nunca lo hubiese imaginado. Así, de un momento para otro, ese hombre la había matado. Y habían dejado sola en el mundo a esa pobre criaturita inocente, ¿vio?, y si pasa cada cosa hoy día que no dan ganas de vivir. "¿De qué se ocupa?", digo yo. "Mis quehaceres", dice ella. Miro por encima de su cabeza al vigilante, que se halla parado detrás de su silla. "¿Tiene algún antecedente la testigo?", digo. "Ley de profilaxis", dice el vigilante. "Muy bien", digo yo. La miro: "¿Qué estaba haciendo en el almacén de Jozami?". "Fui con mi amiga a comprar unas cosas para la comida"¿Tomaron algo?", digo yo. "Una copa, que nos invitó Jozami", dice ella. "¿Había gente en el almacén, cuando entraron?" "Estaban Jozami y don Gorosito", dice ella. "¿Los conocía?", digo yo. "Claro que los conocía", dice ella. "Si mi amiga y yo vivimos a media cuadra del almacén y don Gorosito está siempre ahí." "¿Usted vive con su amiga?", digo yo. "Sí", dice ella. "Soy separada." "¿Cuánto hace que vive en el barrio?", digo yo. "Cuatro meses", dice ella. "¿Conocía a la víctima y al imputado?", digo. "Me parece que sí, que de vista los conocía", dice ella. "Pero no estoy muy segura." "Cuente lo que vio en el almacén", digo yo. "Estábamos ahí tomando una copa, y nos íbamos a ir en ese momento, cuando oímos el motor de la camioneta y después las puertas que se abren y se cierran. Don Gorosito le pregunta a Jozami que quién será, y Jozami dice que no sabe. Entonces se abre la puerta y entran, ella primero, con el bolso, y él después, llevando la escopeta y dos patos. Va y deja los patos, que estaban muertos, y la escopeta, sobre el mostrador. Saludan a todos, y piden dos cañas. Él se para en la punta del mostrador y no dice nada, pero ella habla a los gritos. En un momento dado miré y me pareció que él se estaba riendo, pero no estoy segura, porque estaba un poco barbudo. Le vi la dentadura, blanca. Ella se pone a decir que se siente más mujer que ninguna. Yo pensé que nos estaba provocando a Zully y a mí, pero no le dije nada. Él le dijo que se callara la boca. 'Callate, Gringa', le decía, 'callate, Gringa'. Ella entonces sacó la linterna del bolso y empezó a encandilarlo. Él le dijo que la apagara. Se veía que le estaba haciendo mal a la vista. Él echaba la cabeza para atrás y cerraba los ojos, diciéndole que apagara la linterna. Después ella apago la linterna y empezó a decir que él le daba mala vida. 'Anda siempre corriendo atrás de las negras', decía. 'Ve una negra y se vuelve loco.' Entonces él le dijo que se fueran y salieron. No pasó ni un minuto que oímos los tiros. Salimos corriendo para el patio y vimos que ella estaba tirada en el suelo. La linterna encendida le encandilaba la cara. Y él estaba poniendo en marcha el motor de la camioneta, y después se fue a toda velocidad. Pegó una patinada y desapareció. Iba con la puerta abierta. Jozami dijo que estaba muerta y fue y llamó a la seccional. Después vino la policía y nos llevó a todos a prestar declaración." "Aparte del incidente de la linterna, ¿pasó alguna otra cosa en el almacén como para que el imputado decidiera disparar sobre la víctima?", digo yo. La maquina del secretario acompaña mis palabras. Después se detiene, mientras ella vacila. "No sé. Capaz que venían cargados de otra parte", dice. "¿Cómo cargados? ¿Qué significa esa palabra?", digo yo. "Capaz que habían estado tomando en otro lado, o se habían peleado en el camino. Aparte de saludar, él no dijo una palabra. Capaz que estaba enojado", dice ella. "¿El imputado la miró en algún momento, o le hizo alguna seña con la cara, o algún ademán significativo?", digo yo. "¿A quién?", dice ella. "A usted o algún otro", digo yo. "A mí no, pero la Zully dice que a ella le estuvo guiñando el ojo. Que ella lo vio lo más bien y se hizo la desentendida porque no quería líos con la mujer. Pero parece que la mujer se dio cuenta y entonces empezó a decir que ella era más hem… más mujer que nadie", dice ella. "¿Usó exactamente esa palabra: mujer?", digo yo. "No: usó la palabra hembra. Dijo que ella era más hembra que cualquiera. Entonces él le dijo que se callara la boca y ella sacó la linterna y lo encandiló. Él le dijo que la apagara y después salieron. Y entonces apenas salieron se sintieron los dos balazos y cuando salimos todos corriendo la encontramos tirada en el suelo y vimos que él se iba con la camioneta a toda velocidad. La puerta de la camioneta estaba abierta, y yo vi que seguía cuando la camioneta pasó bajo la luz de la esquina." "¿Tocó alguien la escopeta mientras estuvo sobre el mostrador?", digo yo. "Yo no vi nada", dice ella. Alzo la cabeza y miro hacia el ventanal. Está oscureciendo. Es una semipenumbra verdosa. Todavía llovizna. Después la vuelvo a mirar. "Por esta vez, vaya", digo. Noto la mirada del secretario sobre mi rostro, pero simulo no percibirlo. Entonces el vigilante desaparece con ella, y después vuelve con el otro gorila. Tiene puesto un traje negro, viejísimo, lustroso en los codos y en las rodillas, y un sombrero negro. Es muy delgado y pálido. Cuando habla huele a alcohol. Sonríe continuamente y cuando llega hasta el borde del escritorio, se inclina hacia mí, estirándome la mano. "Mucho gusto", dice. No se la estrecho, y le digo que se siente. "¿Su nombre?", pregunta el secretario. "Pedro Gorosito, para servirle cincuenta y cuatro años, ex deportista", dice. "¿Nacionalidad?", dice el secretario. "Argentino, y a mucha honra", dice. Le digo que cuente todo lo que vio en el almacén de Jozami.
Se saca el sombrero y lo deja sobre su rodilla. Tiene el pelo peinado a la gomina, tan liso y pegado al cráneo que parece un casquete negro recubierto de laca. La cara, llena de arrugas finísimas, se mueve constantemente, fijando una mirada débil, ora sobre el secretario, ora sobre mí. Dice que él ha visto muchas cosas en su vida, que es un hombre muy experimentado. Que él ha sido goleador en el Club Progreso, en los años cuarenta y que con sus propios ojos ha visto muchas cosas, que podría escribirse un libro con toda la experiencia que él tiene para contar. Que, según él, y sin querer ofender a nadie, hay muchas cosas que marchan mal en este país, que haría falta una mano dura capaz de "llevar el caballo hasta el disco, cosa que no se desboque". Que a él le gusta la gente humilde, y que siendo él mismo una persona humilde, que sin embargo ha conocido la gloria, "sin jatancia", se da su lugar y sabe ser de pueblo con los del pueblo, manso con los mansos y bravo con los bravos. Que nadie como él conoce esta ciudad, que él ha hecho todos los oficios y ha andado por todos los barrios, y que por eso conoce a toda la gente que significa algo para la gente.y para el deporte. Con don Pedro Candioti, por ejemplo, él ha sabido andar como si fueran hermanos, y hasta lo acompañó nadando diez kilómetros cuando don Pedro unió a nado los puertos de Baradero y Santa Fe, "sin que por eso yo no sepa guardarme mi lugar". Que ya quedan pocos hombres experimentados, de la guardia vieja, y que los pocos que quedan miran escandalizados cómo marchan los tiempos "actuales". Que él se pone a disposición del señor juez y del señor secretario, porque no tiene nada que ocultar, y que no es la primera vez que el destino lo lleva a servir a la justicia. Que en punto a lo que pasó en el boliche del turco, tiene mucho que decir, porque lo que pasó allí fue una cosa verdaderamente "tremenda", que muestra a lo que conduce cuando las personas no tienen "conduta" y no saben guardarse su lugar. Que él ya los vio venir y notó que iba a pasar algo raro, pero no quiso abrir la boca porque no estaba en su casa y él ha sido siempre respetuoso en casa ajena. Que se veía bien que ese hombre llevaba algún propósito "malino", porque fue a pararse en la punta del mostrador mirando desde ahí con una cara muy fea y oyendo la conversación de la clientela allí presente sin decir una sola palabra. También había estado mal esa mujer diciendo cosas indebidas para una mujer de su casa, "másime" teniendo en cuenta que había otras damas presentes y que podía ofender. Dice que, a su juicio, también en lo de la linterna ella estaba buscando camorra, porque encandilar de ese modo al marido para hacerle pasar un papelón delante de los presentes, era demostrar muy mala entraña. Pero que con todo, él no juzga a nadie, porque, a su modo de ver, si la mujer se quejaba de que el marido le daba mala vida, por algo era. "Así que cuando oí los tiros, ni un pelo se me movió, porque yo ya me la estaba viendo venir", dice. Le pregunto qué es lo que vio al salir al patio.
"¿Y qué iba a ver?", dice. "Lo que yo ya había cantado que iba a pasar desde que entraron. 'Másime' que él la dejaba hablar y decir todas esas cosas, y mientras tanto se reía. Yo veía que él se reía. Y también ella se reía. Hasta que pensé que todo era puro teatro y nos estaban tomando el pelo. Cuando salí al patio, vi que la camioneta pasaba bajo la luz de la esquina, a todo lo que da, y desaparecía. El turco Jozami le estaba alumbrando la cara a la mujer, y después se levantó diciendo que estaba muerta. Yo ya soy un hombre fogueado para estas tragedias. Ni un pelo se me movió. Cuando se mató Domingo Bucci, yo era su mecánico. Y yo le digo: Domingo, tengo un pálpito feo para la 'prosima' vuelta. No me gusta nada. Y él me dijo: De algo hay que morir, Pedrito, y siempre se muere rápido. Así es, señores. Yo, desde que los vi entrar con la escopeta y esos patos muertos, no di un centavo por la vida de esa mujer." Miro al vigilante. "Llévelo, nomás", digo. Él se para, y se inclina, dándole forma al ala de su sombrero negro. "No es por 'jatancia'", dice, "pero el diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo. Mucho gusto, Gorosito", y estira la mano hacia mí. "Vaya, está bien", digo. Sale. Después, el policía vuelve. "Tráigame mañana a las cuatro al inculpado", le digo. "A la mañana vamos a ir con el secretario al lugar del hecho." Cuando el vigilante sale, me levanto y camino hacia la ventana. Ha oscurecido completamente, sobre los árboles de la plaza. El secretario hace resonar la máquina de escribir a mis espaldas. Después me pongo el impermeable y salgo. El corredor está desierto. Llego hasta el borde de la escalera, y asomándome a la baranda, veo al grupo de testigos cruzar el cuadrado ajedrezado, de mosaicos blancos y negros, y después desaparecer en dirección a la salida. Bajo lentamente las escaleras. Cuando llego a la planta baja, el vestíbulo está desierto. Atravieso los corredores desiertos, oscuros, y salgo a la oscuridad del patio trasero. En la oscuridad, la lluvia me golpea la cara, levemente. El automóvil es una masa más densa de penumbra, pegada sobre la oscuridad lluviosa. Cuando toco el picaporte de la portezuela, lo percibo helado. Me siento frente al volante y enciendo el motor. La luz roja del tablero toca levemente mi rostro y alcanzo a percibir sus reflejos en el retrovisor. Después hago un medio giro, lentamente, y avanzo lentamente por el patio estrecho, saliendo a la Avenida del Sur. La llovizna se adensa en masas blancuzcas alrededor de las lámparas a gas de mercurio, que arrojan una luz blanca. Avanzo hacia el oeste y en el momento en que estoy llegando a la primera bocacalle la luz roja del semáforo se apaga y se enciende la verde, de modo que doblo a la izquierda y avanzo por la calle oscura, de empedrado grueso; a mi izquierda y a mi derecha comienzan a desfilar, incrustadas entre construcciones más modernas, pequeñas y antiguas casas coloniales, de paredes amarillas y ventanas enrejadas, agolpadas sobre el cordón de la vereda, o en esquinas sin ochavas. En la calle desierta veo cruzar un perro, lentamente, bajo la luz del foco de la esquina y detenerse en los escalones que acceden a la puerta de un almacén. La puerta del almacén, en la esquina, arroja una luz borrosa hacia la calle, y distingo, al pasar, las figuras vagas de dos o tres gorilas, machos y hembras, resaltando contra el fondo abigarrado de las estanterías Después veo como la masa arbolada del parque -siluetas negras de árboles pegadas sobre la oscuridad mas difumada de la noche- avanza hacia mi, desprendiéndose de! horizonte negro Al llegar al parque doblo hacia la izquierda, v avanzo, teniendo siempre el par que a mi derecha Sus senderos bajan escalonados entre los árboles, hacia el lago, y algunos globos del alumbrado expanden una luz débil que se incrusta entre la fronda de los árboles y a cuyo alrededor se condensa la llovizna. Bordeo suavemente la curva del parque y comienzo a rodar por San Martín hasta que a mi izquierda comienza la hilera de casas. Espero que pase un camión con acoplado que avanza por la mano opuesta en dirección contraria iluminando todo el interior del automóvil con sus faros, y después cruzo v estaciono a mitad de cuadra, la parte delantera del coche apuntando hacia el norte Apago el motor, salgo del auto, v comienzo a subir la escalera iluminada Después cuelgo el impermeable en la percha del baño y me dirijo al estudio Enciendo la luz del escritorio toda la zona del escritorio se sumerge en una esfera de claridad cálida, en tanto que el resto del recinto queda envuelto en una penumbra débil Me siento un momento en el sofá doble, de espaldas al ventanal cuyas cortinas están descorridas. Cierro los ojos, y apoyo la nuca en el borde del respaldo de terciopelo Quedo en esa posición durante un momento Entonces veo, otra vez, el incendio parejo de la vasta extensión plana, que se propaga, calladamente.
Veo el vestíbulo ajedrezado del Tribunal, desierto.
Las oficinas y los corredores desiertos.
Y, de nuevo, por segunda vez, las llamas de altura regular, ondeando suavemente, en una extensión lisa que abarca todo el horizonte visible, sin crepitaciones.
Abro los ojos, sacudiendo la cabeza y me incorporo. Me paro. Me sirvo dos dedos de whisky y me los tomo de un trago, puro. Después me siento ante el escritorio. Esta el cuaderno abierto con la última frase escrita en letra apretada, hecha con tinta negra. “Los detalles son siempre vulgares”. El tercero, cuarto y quinto renglón de la página ciento quince, aparecen subrayados con una línea débil, entrecortada, hecha con una birome de color verde. También el diccionario esta abierto, y los lápices aparecen desparramados sobre el escritorio, entre el diccionario y el cuaderno. Comienzo a trabajar. Hago marcas, cruces, líneas-verticales y horizontales-, círculos, con tinta de todos colores, mientras la caligrafía apretada va llenando, entre los pálidos renglones azules, el espacio blanco de la hoja. Cuando entra Elvira yo estoy escribiendo la frase: “El único encanto del pasado es que es el pasado” Alzo la vista después de escribir por segunda vez la palabra “pasado”. Elvira me dice que ha venido el cobrador del Country, que ha vuelto a llamar mi madre v me pregunta si voy a comer. Queda parada quietamente cerca del escritorio, las manos a los costados del grueso cuerpo, la cabeza canosa inclinada blandamente hacia un costado, en el límite exacto en el que la esfera de claridad cálida de la lámpara comienza a perder intensidad y a mezclarse con la penumbra del recinto. Le digo que me sirva algo en el escritorio. Cuando ella sale, subrayo dos frases: The allways want a sixth act, and as soon as the interest of the play in intirely over they propose lo continue it. If they were allowed their own way, every comedy would have a tragic ending, and every tragedy would culminate in a farce. En ese momento suena el teléfono.
Es la voz de siempre, aflautada, chillona, como la de una mascarita, esforzándose por no ser reconocida. Me llama lo de siempre: hijo do mala madre, ladrón, invertido. Me dice que hable, que no me quede callado, que sabe muy bien que estoy ahí, escuchando. No abro la boca. Dice que no esta lejano el día en que voy a pagarlas todas juntas, con sangre y lágrimas. Me dice que ésta tarde, mientras yo estaba en los Tribunales, todo el mundo vio con escándalo como mi mujer entraba en un hotelito, en compañía de uno de sus padrillos. Me dice que ya hubiese yo querido, ese padrillo para mí, "¿no es verdad?". Emite una risa aguda, entrecortada. Después cuelga. Cuelgo, a mi vez.
A las dos de la mañana, me asomo al ventanal, contemplo cómo la llovizna cae sobre el parque, y después me voy para la cama. Me tiendo bocarriba, en la más completa oscuridad. Me duermo en el acto. Tengo un sueño rápido, vertiginoso, fragmentario, en el que una horda de gorilas se apresta a un sacrificio ritual. Yo soy la víctima. Veo un cuchillo ensangrentado, brillando al sol, pero no percibo mi muerte. Sé que he muerto, porque el cuchillo ya está ensangrentado, pero no puedo verme a mí mismo, ni muerto ni vivo. Después veo un espacio vacío, rodeado por un horizonte de piedras y árboles. El sol cabrillea en los confines y resbala sobre las hojas de los árboles, destellando por momentos. Un cuerpo inclinado, confuso, se reclina, de espaldas, en el tronco de uno de los árboles, en la distancia. Soy yo el que mira el cuerpo y el horizonte, pero no puedo verme a mí mismo. Después despierto. Enciendo la luz. No son todavía las tres. Ya no vuelvo a dormir.
Me levanto cuando creo que son las cinco y media. Voy, lentamente, y me afeito, oyendo el zumbido monótono de la afeitadora. Después me baño. Me dejo estar largo rato bajo la lluvia caliente. Después me visto tomo una taza de leche caliente en la cocina, y salgo a la calle.
Llovizna. Veo, más allá de los árboles del parque, en el cielo, una franja de claridad. Debo intentar varias veces con la llave antes de que el motor se encienda. Al mismo tiempo que el motor, comienza a funcionar el limpiaparabrisas. Cada vez que el motor está por encenderse, fallando, el limpiaparabrisas se mueve en un aleteo tenso, tembloroso, y después queda inmóvil. Por fin arranca el motor y el limpiaparabrisas comienza a moverse. Recorro San Martín hasta el bulevar, doblo a la derecha, llego hasta el puente colgante, atravieso la costanera vieja, después la nueva, y en la rotonda de Guadalupe, doy un rodeo y comienzo a rodar en sentido inverso, avanzando otra vez hacia el centro. En la boca del puente colgante doblo a la derecha y tomo el bulevar, en dirección oeste. Llego hasta el final y doblo a la izquierda avanzando por la Avenida del Oeste hasta la Avenida del Sur. Allí doblo a la izquierda, avanzo hacia el este, y cuando llego al Tribunal subo a la vereda y penetro en el patio trasero. Detengo la marcha y salgo del coche, sintiendo cómo la llovizna fría golpea mi cara. Recorro los corredores desiertos, atravieso el vestíbulo ajedrezado, también desierto, y comienzo a ascender la blanca escalera de mármol blanco, apoyando la mano derecha en el pasamanos. En el tercer piso, miro el vestíbulo por encima de la baranda: está vacío y las baldosas blancas y negras aparecen diminutas, regulares, pulidas. Entro en mi despacho, pasando primero por la oficina del secretario, que está vacía, y enciendo la luz. Me asomo a la ventana y miro las palmeras y los naranjos del parque, que condensan a su alrededor masas blancas de llovizna. Las gotas blancas de llovizna parecen girar en lenta rotación. Entra una luz gris, exangüe, en el despacho. La Plaza de Mayo está desierta. Los senderos rojos se entrecruzan bajo la fronda de los árboles.
Cuando llega el secretario, se para delante del escritorio, inclinando su cabeza entrecana hacia mí. "Quiero decirle algo", dice. Lo miro. Vacila. "He notado… he notado cierto rigor excesivo en el tratamiento de los testigos. Y además, ciertas irregularidades de procedimiento", dice. "¿Y entonces?", digo yo. "Pienso, doctor, que usted está muy cansado y debería tomarse unas vacaciones. No tiene buena cara. Perdone mi atrevimiento, pero estoy seguro de que le está pasando algo malo", dice. "No se preocupe, Vigo", digo yo. "Estoy perfectamente bien." "Otra cosa, doctor", dice el secretario. "Hoy de mañana pagan el mes de abril." "Me alegro", digo yo. "Haga preparar uno de los coches oficiales y busque un escribiente. Vamos a ir al lugar del hecho dentro de un momento " "Esta todo listo", dice el secretario. "Usted es muy eficiente, Vigo", digo yo. "Debería estar en mi lugar".
Salimos para el lugar del hecho. Van en el asiento delantero el chofer y el escribiente, y en el trasero el secretario y yo. Subimos al automóvil frente a la puerta principal de los Tribunales -atravesamos, el secretario y yo, el vestíbulo cuadrado en el que los primeros grupos se amontonan, en el centro del espacio ajedrezado, conversando en voz alta- y el escribiente y el chofer ya están en el interior del coche, esperándonos. Doblamos en la primera esquina, en la Avenida del Sur, y comenzamos a rodar hacia el oeste. En la esquina nos detiene la luz roja del semáforo. Cuando la luz cambia, y el resplandor verde mancha las gotas arremolinadas a su alrededor, cruzamos la bocacalle y continuamos viaje. Doblamos hacia la derecha, en la Avenida del Oeste. Poco después, los jardines del Regimiento, con el edificio gris de la intendencia detrás de los árboles, se desplazan hacia atrás, a nuestra izquierda. Doblamos en la esquina del mercado, y después comenzamos a rodar junto a su muro lateral, por una calle empedrada. Veo a través del vidrio lateral del automóvil como el muro del Mercado de Abasto se interrumpe bruscamente en la abertura del gran portón de entrada. En el patio empedrado, sobre el que se abren dos largas hileras de puestos atestados de frutas y verduras, embolsadas o en cajones, o simplemente amontonadas en el suelo, veo un montón de carros detenidos o evolucionando en el patio, conducidos por gorilas sentados en los pescantes o parados sobre el piso de madera del carro con las piernas abiertas. Algunos, cargados, muestran gorilas sentados sobre pilas inmensas de hortalizas, de bolsas de papas, de cajones de frutas. Después el Mercado de Abasto queda atrás. Recorremos seis cuadras y doblamos a la izquierda otra vez En la próxima esquina nos detenemos. Ya no hay siquiera empedrado, sino desechos de construcción apisonados sobre la calle. De cada lado de la calle hay una zanja llena de agua, entre la que crecen yuyos. Bajamos. Llegamos a la vereda de tierra -de barro- pasando por un puentecito lo bastante ancho como para que un camión pueda pasar por el. Hay una construcción de ladrillos sin revocar, rectangular, con una pequeña puerta de madera abierta en el medio y un ventanuco muy pequeño, abierto en la altura, a la derecha de la puerta. Ante la puerta esta parado un vigilante. Entre la vereda y el frente de la construcción hay un vasto espacio de tierra, limpio, sin una sola mata de pasto, lleno de pisadas. Un caminito de ladrillos semienterrados en el barro conduce desde la vereda hasta la puerta de la construcción. Atravesamos el sendero de ladrillos haciendo equilibrio, bajo la llovizna. El secretario va delante, yo lo sigo, y siento detrás de mí las pisadas del escribiente y del chofer. Cuando llegamos a la puerta, el vigilante se cuadra, haciéndose a un lado, y nos deja pasar. Entramos en el almacén.
Es un recinto cuadrado, con techo de zinc, y unas vigas que lo atraviesan y lo sostienen, en la altura. A la izquierda de la entrada esta el mostrador, y detrás del mostrador la estantería. En el centro del recinto, a la derecha del mostrador y casi en dirección a la puerta de entrada, hay una pirámide de latas de conserva. Entre la estantería, se abre una pequeña abertura, cubierta con una cortina de cretona, que da acceso a las habitaciones interiores. El gorila rubio esta detrás del mostrador y se para de golpe al vernos entrar. Nos saluda y nos pregunta si queremos tomar algo. "El estaba parado ahí", dice después, señalando con la cabeza el extremo del mostrador, próximo a la pared del frente, sobre el que cae la luz magra del exterior, a través del ventanuco. "Los otros estaban mas o menos ahí, donde están ustedes. Y yo estaba parado en este mismo lugar." Miro al secretario: "Arregle la cuestión de la reconstrucción para mañana a la tarde", digo. Después me dirijo al escribiente: "Haga un plano del lugar" le digo. "Son dos cuadrados", dice el escribiente, sonriendo, y echando una mirada a su alrededor. "Uno lleno, y el otro vacío. Recién pasamos por el cuadrado vacío. Ahora estamos en el cuadrado lleno. Cuando salgamos, vamos a pasar otra vez por el cuadrado vacío." "Sí", digo yo. "Pero hágalo, de todos modos." Me vuelvo hacia el gorila rubio. "¿Nadie se movió de este lugar mientras ellos estuvieron?", digo. "Que yo sepa, nadie", dice el gorila rubio. "¿Cómo es que usted llegó antes que los demás al patio, si usted estaba detrás del mostrador?" "Yo corrí", dice el gorila rubio, "y ellos se quedaron parados y después me siguieron". Camino hacia la puerta. El vigilante, que nos contempla, se hace a un lado. Me asomo. Hay un grupo de curiosos en la vereda. El patio cuadrado está vacío, lleno de rastros que se arremolinan y entrecruzan más estrechamente, hasta formar un dibujo intrincado, en las proximidades del sendero recto de ladrillos semienterrados en el barro. Ahora el patio está vacío. El gorila rubio ha dado la vuelta al mostrador y se ha puesto a mi lado. Detrás está el secretario, y el escribiente se halla haciendo el bosquejo del plano, sobre el mostrador. "Él subió con el coche hasta el patio", dice, "y lo puso mirando para allá". Hace un ademán que indica que la camioneta quedó paralela a la pared de ladrillos sin revocar, atravesada sobre el sendero. "Cuando salimos, ella estaba tirada ahí", dice el gorila rubio, y señala un punto vacío a unos tres metros de la puerta, sobre el sendero de ladrillos. "Después él dio la vuelta con la camioneta, que estaba un poco más allá, cruzó el puentecito, y dobló en la esquina. Llevaba la puerta abierta."
El patio está vacío.
Llovizna. Cuando regresamos al automóvil y cruzamos el puentecito, veo cómo la llovizna fina horada la superficie sucia del agua de la zanja. El puentecito está lleno de barro. Los curiosos se hacen a un lado para dejarnos pasar. Entre ellos, de pasada, distingo al gorila de sombrero negro que prestó declaración. Subimos al coche y volvemos a Tribunales. Pasamos otra vez junto al muro lateral del Mercado de Abasto, esta vez a nuestra derecha, junto a la fachada principal del mercado y los jardines del Regimiento, a nuestra derecha, y cuando llegamos a la Avenida del Sur doblamos a la izquierda y avanzamos hacia el oeste. Cruzamos el semáforo, doblamos en la próxima esquina, y nos detenemos frente a la puerta principal de los Tribunales. Bajamos. El secretario camina a mi lado. Subimos la ancha escalinata de mármol, y cruzamos en línea oblicua el hall, hacia la escalera. El secretario sigue de largo y dice que sube por el ascensor. El estruendo de las voces que resuenan en el vestíbulo va apagándose a medida que comienzo a subir las escaleras. Cuando llego al tercer piso, ya no se oye. Me inclino al pasar ante la baranda y veo las figuras achatadas contra el piso blanco y negro, cubierto casi enteramente por la muchedumbre. Cuando llego a la oficina, el secretario está sentado ante su escritorio. Sigo de largo hasta mi despacho y me asomo a la ventana. En la Plaza de Mayo, unos gorilas achatados contra los senderos rojizos, protegidos con impermeables, caminan en distintas direcciones, borroneados por la llovizna. Después me siento ante el escritorio. Ángel me llama por teléfono y me pide que lo deje presenciar el interrogatorio. Insiste, y al fin accedo. Colgamos. Casi enseguida llega un empleado de la habilitación, con la planilla de pago, y me hace firmar tres copias. Después me entrega el sobre. Sin abrirlo, lo guardo en el bolsillo interior de mi saco. Después salgo del despacho y le digo al secretario que voy a volver a las tres y media en punto. Salgo al corredor, bajo las escaleras, cruzo el vestíbulo ajedrezado, entre el estruendo de las voces de la muchedumbre, y salgo al patio trasero. La llovizna me da en la cara. Subo al coche, reculo lentamente hacia la calle, y después tomo la Avenida del Sur hacia el este. Al llegar a San Martín doblo a la derecha, en el momento en que la luz verde se apaga y se enciende la amarilla, Avanzo hacia la esquina de la Gobernación, cruzo la bocacalle, paso frente al Convento de San Francisco, y una cuadra y media más adelante detengo el coche junto al cordón de la vereda, frente a mi casa. La llovizna cae sobre los árboles del parque. Los troncos de los árboles, negros y llenos de hendiduras, chorrean agua. Subo la escalera y voy en dirección al estudio. Estoy sacándome el impermeable cuando entra Elvira. Me dice que apenas son las once y cuarto; si voy a comer ya o prefiero esperar. Le digo que me lleve la comida al estudio.
Me siento ante el libro, el diccionario y el cuaderno, abierto, y el montón de lápices y lapiceras de todos colores, desordenados sobre el pupitre del escritorio. No tengo ni siquiera tiempo de comenzar a escribir, que me quedo dormido. Me despiertan los sacudones de Elvira, que llega con una fuente sobre la que ha puesto un pedazo de carne hervida, un poco de pan, y el tazón de sopa dorada, que humea. "Tiene que dormir un poco más, de noche", me dice. Deja la fuente y sale. Como la carne hervida y el pan, y tomo dos o tres cucharadas de sopa. Después dejo todo sobre el escritorio, corro las cortinas -veo en el parque dos gorilas jóvenes, machos, uno de lentes, las piernas torcidas, el otro más bajo y mayor, de vientre protuberante, que pasean lentamente, protegidos por un paraguas, leyendo un libro en voz alta, uno llevando el libro y otro el paraguas, el del libro, que lleva los lentes, haciendo ademanes como si recitara- y el estudio queda en penumbra. Me recuesto en el sofá doble de terciopelo. Cierro los ojos.
El extrañamiento llega -estoy recostado en el sillón de terciopelo, en este preciso momento- y después pasa.
Después veo las manchas fosforescentes errabundear y apagarse. Después no veo nada y oigo la crepitación apagada de las llamas crecer y después desvanecerse, sin las llamas. Las llamas aparecen después -el campo inmenso de trigo- ardiendo hasta el horizonte y se apagan calladamente.
Después quedo dormido. Cuando despierto, a las tres y cuarto, apenas si tengo tiempo de lavarme la cara y salir después para el Tribunal. Estaciono el coche en el patio trasero. Cuando subo a mi despacho, están el secretario y un gorila rubio, delgado, de bigote rubio, esperándome. Dice que es el abogado de Fiore. "Está incomunicado", le digo. Lo hago sentar en una silla, frente a mi escritorio, y espero. "Le han dado un pésimo alojamiento en la jefatura", dice. "Perdóneme", digo, "pero no me corresponde esa cuestión". "Sí, supongo que no", dice. Hacemos silencio. Oigo, en la oficina del secretario, la voz de Ángel. Después entra. Me da la mano y le presento al abogado. "Apenas él declare la incomunicación va a quedar levantada", digo yo. El gorila delgado y rubio, de bigote rubio, se levanta y se va, diciendo que vuelve dentro de una hora. Le digo a Ángel que la indagatoria no es pública y no debe decir una sola palabra ni tomar notas de ninguna clase. Después viene el secretario y me dice que traen al inculpado. De golpe, el asesino aparece en la puerta. Tiene una barba de muchos días y los ojos apagados; su pelo negro está completamente revuelto. Detrás está el vigilante. Le da un empujón leve y lo hace sentar. Me deja la cédula policial y se retira. El asesino mira la ventana, por la que entra la luz gris. "¿Su nombre es Luis Fiore?", le pregunto. Sacude la cabeza. Después me mira fijamente y me dice: "Juez". Después dice no sé qué cosa y salta por la ventana. Hay un estruendo de vidrios rotos, y después nada más. Me levanto y me dirijo al corredor, caminando rápidamente. Antes de llegar a la puerta del despacho, choco contra el secretario. Lo aparto de un empujón. Bajo las escaleras y salgo por la puerta principal. Hay un grupo de gente alrededor del cuerpo, que está encogido y ensangrentado. El gorila rubio que ha estado un momento antes en mi oficina se me acerca. "¿Cómo ha podido pasar esto?", dice. "Se tiró", digo yo. "Está muerto", dice él. "Esto es gravísimo, señor juez, vaya sabiéndolo". "Venga a mi oficina", le digo. En la puerta del Tribunal nos cruzamos con Ángel. Me dice no sé qué. Le respondo algo y sigo. El gorila rubio camina rápidamente, obligándome a seguir el ritmo de su marcha. Va derecho al ascensor y subimos en él hasta el tercer piso. Recorremos el pasillo oscuro y entramos en mi despacho. El secretario ha desaparecido. Quedamos parados en medio del despacho. "Yo estaba parado en el refugio de colectivos y lo vi caer desde allá arriba", dice. "Pude oír el ruido." "El habitual de un cuerpo al caer", digo. Súbitamente me da una bofetada. "Era el cuerpo de un hombre", dice, mirándome con sus ojos celestes, que fulguran. "Es su opinión", digo. "Usted es un cobarde", me dice, y sale.
Por el hueco en que antes habían estado los vidrios, entran las gotas de la llovizna, y un poco de frío. Cuando el secretario vuelve a subir, le digo que se encargue de todo y que no se me moleste hasta el día siguiente. "Capaz que quieren tomarle declaración hoy mismo, juez", me dice. "De todos modos, no me van a encontrar", digo. "Haga como le digo: arregle todo para mañana a la mañana." Después salgo, bajo las escaleras, y atravieso el vestíbulo ajedrezado; los mosaicos blancos y negros están limpios, pulidos, y el vestíbulo está desierto. Cruzo los corredores de la planta alta, y salgo al patio trasero. Está oscureciendo y llovizna. Salgo a la Avenida del Sur, avanzo hacia el este, con la Plaza de Mayo a mi derecha y doblo en la esquina del semáforo, cuya luz verde me da vía libre. Después dejo atrás la Gobernación y el convento y estaciono frente a mi casa. Dejo el impermeable en el baño y después me dirijo al estudio. Enciendo la luz del escritorio y me sirvo un vaso de whisky. Después me siento frente al cuaderno y el libro, abiertos, y tomo una de las lapiceras. El diccionario está cerrado. Suena el teléfono. Es la voz de siempre. Me insulta y me amenaza, se ríe de mí, y después deja de oírse. Cuelga y cuelgo a mi vez. Trabajo hasta después de medianoche. Subrayo la última frase -You call yesterday the past?- y me voy a la cama.
Me acuesto en la más completa oscuridad, bocarriba.
Al principio no pasa nada.
Después, casi inaudible, comienza la crepitación. Pero es más que la de un campo de trigo quemándose, por muy amplio que sea. Es una crepitación mucho mayor. Un incendio más grande. Ahora veo colinas, ciudades, llanuras, selvas, quemándose, ardiendo lentamente, con llamas de una altura pareja que se extienden como una capa amarilla sobre la superficie del planeta, consumiéndolo. Y no se oye nada, porque no hay nadie para contemplarlo, para saber que es una gran bola de fuego que arde calladamente, rotando lenta en el espacio negro, al que mancha con un débil resplandor. A veces, resuena, muy lejano, el estruendo de una explosión que llega completamente apagada, en un punto impreciso de la vasta superficie, o se distinguen las chispas fugaces de algún chisporroteo. Pero "distingue" está mal dicho, porque ya no hay nadie para distinguir. La horda de gorilas, surgida trabajosamente de la nada, aferrándose con dientes y garras a la costra reseca, ha entrado nuevamente en la nada, sin un solo lamento. Ha sido como un mal espejismo, una pesadilla turbadora debatiéndose contra las piedras inmóviles en medio de un espacio nítido y enloquecedor. Veo la bola de fuego girar y después el fuego disminuir hasta apagarse por completo y la primera brisa pura formar unos exangües remolinos con las cenizas ya frías de la antigua horda por fin apaciguada. El polvo blanco destellar en el aire a la luz débil de un sol ya muerto.
Cuando me levanto, ya es casi el alba. Salgo a la calle. Llovizna. No he dormido. Avanzo lentamente hasta la primera esquina, doblo a la derecha. Los faros iluminan las masas móviles de niebla que van adensándose a medida que se alejan del automóvil. Alrededor de las luces, el agua forma unos círculos irisados. Los árboles de la Plaza de Mayo muestran fragmentos de fronda, que surgen de entre las nubes blancas. Las luces del alumbrado reflejan masas densas en movimiento. El limpiaparabrisas arrasa el cristal con su ritmo regular. Tomo San Martín hacia el norte, doblo en el bulevar, llego hasta la boca del puente colgante. La garita gris, en la boca del puente, chorrea agua, y sus paredes de madera pintada apenas si se distinguen. Tomo la costanera vieja contemplando, por el borroso vidrio lateral derecho, la baranda de concreto con sus balaustres idénticos que se repiten infinitamente y que van deslizándose hacia atrás. Están mojados, rodeados de niebla. Tengo la sensación, por un momento, de no llevar ninguna dirección y hallarme en la más completa inmovilidad. No percibo más que el zumbido monótono del motor, y el rasar rítmico del limpiaparabrisas sobre el cristal en el que las gotas chocan y estallan, formando unas extrañas imágenes fugaces. De golpe, la monotonía del zumbido del motor se rompe, y oigo dos o tres explosiones leves que sacuden la carrocería. Después las explosiones se hacen continuas -ya no es un zumbido, sino una serie de explosiones- y el coche comienza a detenerse. Lo hago deslizarse hacia la derecha, aprovechando el impulso que ya trae. Después no se oye nada. El limpiaparabrisas se detiene y el coche se desliza unos metros más y también se detiene. Miro el marcador de la nafta: la aguja roja indica que el tanque está vacío. Apago el motor. Está amaneciendo, pero la niebla acuosa envuelve de tal modo, apretadamente, el automóvil, que no puedo distinguir nada, salvo la carrocería inerte del automóvil y las densas masas blanquecinas en lento movimiento que han borrado la costanera, si es que hay una costanera, y que entorpecen completamente mi visión, si es que hay algo -aparte de la niebla- en que yo pueda desplegar mi visión.