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Martin, Abdellah, Salima, el maestro del traje gris… Volvía a oscurecer. No estaban allí, pero le habría parecido natural despertarse y encontrarlos. ¿Salima? Eran de carne y hueso. Estaban vivos en alguna parte del mundo, no estaban en un sueño. Había oído el ruido de Abdellah masticando, enderezarse el esqueleto del maestro del traje gris, los pasos en el aula, la tos de Salima. No con el rumor de cañería que deja un sueño, no. Lo había escuchado con la nitidez con que ahora escuchaba el torrente. Si quería podía levantar una mano y agarrar ese ruido, lanzarlo al aire y hacer que explotara igual que un globo, igual. Presencias demasiado pegadas, demasiado vivas que, a pesar de no verlas ahora, le hacían removerse y sacudir el contacto. ¿Eran menos ciertas que la llanura a la que acababa de abrir los ojos, la llanura aplastada por el cielo dividido antes de oscurecer?
Sintió la necesidad de volver a bajar los párpados para seguir en el otro lado. ¿El otro lado? ¿Eran menos ciertas? Pensar en que había dos lados -en los que su cabeza se movía con la misma intensidad y los mismos sentidos- le despejó del todo. Dos lados simétricos unidos por un puente hecho con el material deslizante del pensamiento: bastaba decir «entro» y se entraba, aunque no lo dijera, pero la facilidad era la misma. Ahora podía preguntarse cuál era su lado, y preguntarse cuál era su lado era seguir fielmente la realidad de los sentidos, quizá más, quizá la realidad que llenaba lo que antes estuvo vacío.
Pero no dejaban de ser dos lados y un solo cuerpo que tenía que sobrevivir. ¿Debía elegir el lado de los ojos cerrados y dejarse matar o arrastrar por el extraño?
– Me estoy volviendo loco -dijo en voz alta y despejando con el sonido el mundo que ahora tenía delante-. Estoy aquí, sólo hay aquí. Un tipo ha querido cazarme, eso es aquí. Donde se puede morir siempre es aquí.
Consiguió quedarse sentado después de un esfuerzo que parecía haberle arrancado de una tumba de arena pegajosa. La corriente de agua lamía la planta de los pies. Estaba completamente desnudo y durante un tiempo intentó recordar por qué estaba desnudo. En cambio, su cabeza se limitó a repetir las escenas de la ciudad del terraplén, que se desvanecían más de lo que se desvanecían las preguntas que llevaban dentro.
Alguien le había contado esa historia. Él era esa historia. No había diferencia. Estaba agarrado a ella con una desesperación que hacía palpables a los personajes, al suelo que pisaban, al aire que respiraban y olían, a la ciudad entera de un país que le parecía cercano y lejano al mismo tiempo -por mucho que fuese una historia de ojos cerrados, incluso de sueño-. Le daba miedo la forma en que se agarraba a ella, porque era todo el vacío de su memoria el que se agarraba, todo lo que era y no era en aquel momento ya demasiado largo de existencia fracturada. Pero no tenía más. Tal vez allí hubiera algo que se pareciese a la verdad de algo y, tanto si buscaba con miedo como sin él, no le quedaba más remedio que buscar. Después de todo ¿no estaba tejida con miedo esa historia de la ciudad del terraplén y no estaba tejida con miedo la historia con el extraño? Quizá no podía haber evidencia sin miedo, ni memoria sin miedo, ni acción tampoco. Importaba menos el miedo que lo que uno hacía con él: lo que uno hacía, en resumidas cuentas.
De algo estaba seguro. Aquella historia giraba alrededor del tal Martin. Era él quien estaba en todas las escenas. La cara de pájaro cuellilargo mirando a todas partes, azotada a la vez por la necesidad de hacer cosas y por el desconcierto de todo lo que hacía. Pero ese Martin sabía demasiado poco de sí mismo para que alguien, ni siquiera el soldado desnudo con los pies en el agua, pudiera reconocerse en él. Puede que no se tratara sólo de lo poco que sabía de sí mismo -pensó desordenadamente, mirando las revueltas de la corriente en los talones-, sino de lo poco que sabía de lo que con toda seguridad iba a ocurrirle. ¿Con toda seguridad? De repente, tuvo la sensación de que podía predecir el futuro de Martin. No le conocía ni le reconocía, pero hubiera podido construir su vida hasta el final. Con hechos falsos, desde luego, con puras imaginaciones, aunque también con la certeza de que se parecerían tanto a Martin como la biografía real. Una especie de poder sobre ese Martin, como el que se tiene sobre un niño que está aprendiendo o sobre un ser inferior. Tal vez, sobre un error cauterizado por el tiempo y con la cicatriz siempre a la vista.
No era Martin, porque Martin era todavía cualquiera y puede que lo fuese siempre. Pero también por eso mismo, él era Martin en ese momento. Un hombre sin memoria y casi sin esperanza: cualquiera. Tal vez entonces se estaba pareciendo al muchacho larguirucho y, si se miraba en el espejo del agua, descubriría los ojos verdes, líquidos y perplejos con los que el otro cualquiera se asomaba al mundo.
Se puso de rodillas y buscó su reflejo. El agua pasaba deprisa, con el reluz superficial que daba el resplandor oculto de la noche y la poza negra y abultada debajo. Vio, cortada por tiras de movimiento, la silueta en sombra del cuerpo. Tan perfectamente oscura y al mismo tiempo tan perfilada, como si el foco escondido de aquella tiniebla estuviera en el centro de su espalda. Se acercó hasta rozar el agua. Pero no vio más.