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La sombra del hombre en la sombra del río. Todo era negro y lógico. Metió la cabeza en el agua y la dejó dentro hasta que faltó el aire. Al sacarla, y mientras notaba la humedad que corría por una piel verdadera, con huesos verdaderos debajo, volvió a verle en la otra orilla. No le extrañó en absoluto. En cierto sentido, ni siquiera llegó a asustarle. Desde que vino la segunda vez, ya sabía que iba a venir siempre. Igual que vendría una tercera y una cuarta si él resistía lo suficiente. El fanático del otro lado había hecho demasiados intentos y ahora no podía desaparecer sin llevarse el peso de toda esa derrota. En cambio, si sólo hubiera cruzado el río una vez y sólo hubiera fallado una vez, podría haber olvidado. Un deseo y un solo intento pueden pensarse como un error: pero la insistencia convertía el error en duda, la duda en ceguera. Y la ceguera hacía siempre el mismo camino. El soldado sonrió a medias, con la satisfacción un poco inútil del que está empezando a comprender lo que, en definitiva, es absurdo y no va a cambiar porque se entienda. Podía comprender, pero eso no le descargaba de ninguna amenaza.
Enseguida se sintió desnudo. Había estado desnudo, pero ahora se sintió desnudo. La mirada atenta del extraño, la seguridad de que muy pronto entrarían en contacto los dos cuerpos, colocó esa sensación por encima de sensaciones más terribles, lógicas y palpables, como la de lucha inminente y la de un riesgo mortal. En ese momento, sólo se sintió desnudo, no en peligro.
Miró alrededor y descubrió un poco más allá, casi junto a la ribera, la mancha de algunos bultos. Fue hacia el lugar sin volver la vista y con paso rápido, sin llegar a correr, pero calculando mentalmente el tiempo que el adversario tardaría en cruzar la corriente y el tiempo que él necesitaba para comenzar vestido la escaramuza inevitable.
Encontró primero las botas, y se las puso. Pensó que tenía que ponerse lo que encontrara, en el orden en que lo encontrara, por si finalmente el otro era más rápido. Ató las hebillas. Aunque se enfrentara al fanático con un par de prendas, por lo menos no se sentiría desnudo. Después, encontró la camisa y la cazadora. También el cinturón con cartucheras. No miraba atrás. Cuando llegó al pantalón, se dio cuenta de que no podría ponérselo con las botas calzadas. Entonces calculó la última fracción de tiempo que podría quedarle, quitarse las botas, ponerse el pantalón, volver a atarlas. Demasiado tiempo, demasiado y tenía que medir la posibilidad de quedarse sin botas y sin pantalones y la posibilidad de tener como mínimo las botas. Al tercer segundo de ese cálculo, ya sabía que era tarde para calcular. El extraño no había llegado todavía, pero estaba seguro de que era tarde para calcular. Se observó con las piernas al aire, las cartucheras, las botas y las prendas de arriba. Ridículo, tal vez, aunque en ningún caso desnudo y desprotegido como un animal fugándose de la caza. Estaba casi vestido de soldado y eso le producía una vaga impresión de resistencia y de poder expresar al otro su resistencia. Un soldado desarmado, pero un soldado a fin de cuentas. No una pieza desnuda, no carne de arrastre. Entonces se dio la vuelta con la certeza de que el plazo se había cumplido.
El extraño había llegado corriendo y jadeaba ligeramente por la boca entreabierta. El soldado se fijó en su camisa blanca, tan blanca como el primer día y sintió una envidia que volvió a hacerle sonreír. Aquel ser obcecado tenía a alguien que cuidaba de su armario y que le ponía limpio para ir a la refriega. Pero también se fijó en dos líneas oscuras que bajaban de los ojos y se adelgazaban a un lado de la boca. Dos arañazos profundos que se habían quedado en aquella cara y que nadie, pensó el soldado con su ironía recién estrenada, podría lavar ni planchar de un día para otro. Esos arañazos le hacían mayor. Puede que no fueran sólo los arañazos, sino también el gesto y la carne que se habían organizado de forma diferente en torno a ellos. Está creciendo, volvió a pensar.
– ¿Puedo ponerme los pantalones? -preguntó con un sarcasmo que le pareció evidente.
– ¿Y después vendrás? -contestó con toda seriedad la especie de miliciano.
– ¿Adonde?
– No empecemos con eso.
Había entendido que tenía una tregua y que podía alargarla. Se sentó en el suelo y se descalzó sin dejar de mirarle.
– Tus jefes deben de tener buena opinión de ti -dijo con una suavidad hipócrita.
– No sé lo que dices -contestó secamente.
– Obedeces muy bien. Incluso obedeces más de lo que te mandan -estaba de pie, abrochándose los pantalones.
– ¿Más de lo que me mandan?
– A ti te habrán dicho que defiendas una posición o cosa parecida. Pero tú sales a explorar por ahí, te encuentras a uno con otro uniforme y te pasas tres noches luchando. No he conocido a muchos así.
– Yo no obedezco órdenes… -el extraño dudó un momento-. Yo tengo que llevarte conmigo.
– ¿No obedeces órdenes?
– No… -dijo la palabra mirando fijamente al soldado, como si escudriñara lo que la palabra iluminaba en el rostro de enfrente.
– ¿Nadie te manda? -siguió el soldado agachándose hacia las botas.
– No…
– ¿Quieres decir que estás en la guerra por tu cuenta? -le miró como si de repente hubiera dejado de entender, incluso se quedó quieto con una de las botas en las manos -. ¿Qué eres? ¿Una especie de ejército?
– Cálzate de una vez y vámonos. El soldado continuó con una lentitud desconcertada.
– Dios mío. Seguramente estoy a cientos de kilómetros del primer sitio habitado, en mitad de lo más parecido a un desierto, y he ido a toparme con un loco que cree que es un frente de batalla.
– No estoy loco -después de decirlo, su expresión cambió visiblemente – ¿Quieres decir que estoy loco porque no obedezco a nadie? -parecía bastante satisfecho con la deducción.
Tenía que reconocer que el otro le sorprendía de vez en cuando. Por un lado, debía sufrir alguna dificultad con el idioma, quizá hasta con el lenguaje: la rigidez del que está siempre traduciendo -el punto de duda y de distancia entre códigos opacos-, y también la rigidez del que está acostumbrado a vivir consigo mismo en un mundo sin palabras. Por otro, se alimentaba deprisa de lo que escuchaba. Esto ya lo había notado antes. Quizá no aprendiera más que como un imitador de voces, pero el soldado no podía estar seguro de que sólo fuera eso. Y, aunque no fuera más, la rapidez con que lo hacía llevaba a pensar en una materia viviente más plástica que la de un fanático. Quién podía saberlo. Al fin y al cabo, los fanáticos -incluyendo en el grupo a varias clases de loco- tenían la conciencia más moldeable de la Tierra. No podía estar seguro. No estaba seguro de nada y temió que esa confusión se notara en lo que iba a decir.
– Estás loco porque haces la guerra solo. Eso es lo que he dicho.
– Y estoy solo porque no obedezco a nadie: también lo has dicho.
Estaba creciendo. Las cicatrices le estaban haciendo crecer.
– De acuerdo, de acuerdo. Quizá sea mejor decir que estás loco porque te obedeces sólo a ti mismo. ¿Te parece bien?
– ¿Y eres tú el que lo dice? -estaba lejos de haber encajado el golpe.
– ¿Qué pasa con que lo diga yo?
– Tú tienes que saber algo de la otra obediencia -de nuevo la mirada escudriñando.
– ¿Yo?
– Esa palabra la has sacado tú -el tono sonó extrañamente a evasiva, cuando lo anterior indicaba en una dirección precisa-. Debes saber muchas cosas sobre ella, si la has sacado.
Ahora el desconcierto era real. Tenía que ver con el extraño y su manera de decir cosas. No recordaba haber sacado la palabra por ninguna razón especial, excepto por la de ganar tiempo y vestirse. Si tenía algún valor diferente, algún valor del que él fuera propietario, estaría escrito en el papel blanco de su memoria igual que el resto de su vida y de sus palabras. Había atado la última hebilla y se enderezó con una energía que casi acabó en marcialidad, como si la confusión pudiera dominarse con extensiones de músculo.
– Lo único que sé, y que quizá tenga que ver con la obediencia, es que no voy a ir contigo.
– Debes venir -las fibras del tipo joven se tensaron y el soldado vio cómo esa tensión subía hasta la cara por venas rebosantes.
– Creo que eres un poco artista en lo de no contestar nunca a nada. Siempre acabamos hablando de lo que yo hablo. Tan artista como un frontón, pensándolo bien -los sarcasmos parecían más fuertes que el miedo que estaba volviendo y empezaban a gustarle a pesar de que quizá no fuesen más que ese mismo miedo vestido con prendas tolerables.
– Debes venir -le hubiera gustado ver aquella sangre agolpada.
– No.
El tipo joven cerró los puños y bajó la cabeza hasta clavarla en el pecho, como si hiciera el esfuerzo de pasar un bolo de furia atragantada y también como si fuese el primer movimiento de una embestida. Un gesto que habría parecido infantil, si le hubiesen quitado la terrible presión de la carne. Ni tragó, ni embistió. Comenzó a sacudir la cabeza de un lado a otro -ahora se parece realmente a un loco, pensó- dando una negativa que rebotaba en un tope del cuello y que no se dirigía al soldado, sino tal vez a un interlocutor invisible que llamaba a las paredes interiores del cuerpo perfecto.
– No tengo nada que decir, nada, nunca. Nada en absoluto. Estoy aquí, hay que irse…, nunca…, nada en absoluto -el aire salía entre dientes y el sonido se ahogaba.
El soldado empezó a dar marcha atrás. De pronto, le había asustado más oír al extraño hablar consigo mismo que toda la violencia de golpes y amenazas de las noches anteriores. Tuvo la sospecha de que le quedaba mucho por conocer, mucho de aquel hombre dividido entre su lengua y su fuerza, de las que parecía al mismo tiempo dueño y esclavo.
Echó a correr hacia el interior, sin fijarse en lo que hacía el otro. Miraba el cielo negro disuelto en el reluz y sentía bajo los pies el suelo esponjoso que se tragaba los talones. Desde el principio supo que iba demasiado deprisa y que pronto se quedaría sin fuerzas. No le importaba. Quería correr en ese momento y sobre todo quería hacerlo con todas las fuerzas. Después, se salvaría o moriría, pero eso sería mucho después de lo que sentía ahora y después de ahora era todo lo que necesitaba. Mientras escuchaba el aire de su propia boca, dejando exhalaciones de ruido en la llanura desierta, tal vez con un fondo de oquedad que alargaba lo que ya era inmenso, pensó que las palabras que había cambiado con el extraño pertenecían al mundo de las ilusiones -junto a aquella ciudad del terraplén y a aquellos personajes irreconocibles- del que estaba escapando como sólo escapa la desesperación, hacia cualquier parte y con energías que el trayecto no tiene otra misión que agotar.
En el fondo, la carrera -o cualquier otra huida que hubiese utilizado- no hizo más que preparar o intentar preparar el cuerpo para los golpes. Y cuando esos golpes llegaron, por lo menos no llegaron a continuación de las palabras que el extraño se dijo a sí mismo: lo más temible de todo, la oscuridad completa.
Tuvo la sensación de haber quedado exhausto nada más zafarse del primer agarrón. Pero las uñas, los gritos y las patadas prosiguieron el trabajo maquinal durante tiempo. Parecía como si el cansancio hubiera separado las aspas de rabia temerosa de su centro nervioso. Y quizá por eso mismo no sintió los puñetazos y los codazos que vinieron después de los agarrones, mucho más precisos y dirigidos por una cara que apuntaba antes de lanzar el golpe. Vio los puños cerrados volar por encima de él y luego llegar a él y perderse en un colchón de nervios dormidos. Tuvo tiempo de verlos y examinarlos con una atención ajena al dolor. No eran más que huesos encogidos volando a una velocidad de túnel y haciéndose grandes de repente encima de sus ojos. Cuanto menos daño le hacían, más fácil le pareció el movimiento, despojado de la brutalidad y reducido a ejercicio.
Tal vez los golpes habían hecho su efecto tiempo atrás y ahora sólo estaba muriendo. Si era así, no costaba nada cerrar el propio puño, apuntar en la dirección precisa y lanzar el golpe. Un moribundo tenía derecho a hacerlo todo y, en particular, tenía más derecho que nadie a hacer lo que la vida había vuelto contra él, a ponerse en el lugar de lo que había temido y a ser, aunque no durase más que un instante, el capitán de todos los demonios que le habían vencido.
Cerró el puño, miró en la dirección precisa -esa ceremonia en la que se veía visto por el otro con el puño delante de la cara le pareció el punto álgido- y soltó el golpe. No sintió el contacto con la diana. Pero la camisa blanca se fue hacia atrás con un remolino de trapo y se quedó clavada a varios pasos, esperando quizá alguna ventolera.
También el cielo empezaba a dar un horizonte blanco.
– Tú estás muerto -dijo el extraño con la voz más vieja que le había escuchado.
– Todavía, no -dijo el soldado, mirando su puño cerrado y pensando sólo en su puño cerrado.
– Estás muerto -repitió mientras el cielo le empujaba hacia el río.
Todavía, no. Porque esa noche también había sido suya.