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La calle parecía más polvorienta que las otras. Martin la paseaba yendo de lado a lado, mirando con la actitud errática del que tiene mucho tiempo por delante y poco con que llenarlo. También el sol parecía más perpendicular que otras veces, más amarillo y disuelto en el cielo arenoso. Se detuvo bajo un cartel que decía Cine Chinguiti, miró por una cancela el vestíbulo oscuro y se dio media vuelta enseguida. La calle terminaba y, con la espalda en la cancela, observó la plaza a la que se estaba acercando. La misma plaza con el jardín en el centro, los arcos de la fachada del zoco y la tienda de Yibari.
Echó a andar con paso un poco más decidido, espió de pasada por las cristaleras del café que hacía esquina y bordeó la plaza hasta un arco pequeño y una puerta baja por la que se veía la calle grande del zoco. No se metió dentro. Se limitó a quedarse en esa puerta con las manos en los bolsillos y la cara asomada a las casas azules, los parasoles, las esteras y la gente alrededor de las esteras, mucha más gente que la vez en que el grupo de chiquillos tuvo que decidir bajar al puente del Lucus.
Martin no pareció interesado en el ajetreo comercial -dividido igual que la calle por el regato negro y pestilente- sino sólo en la parte más cercana a la puerta. Puestos en fila, igual que un comité despidiendo a invitados que salían por ese lado, había ciegos gritando jaculatorias con gorros de ganchillo y platos de madera. Eran gritos de verdad y la palabra Allah, tal vez la única que se articulaba, sonaba desde el fondo con un ruido visceral antes de escapar por la boca como un demonio liberado. Los que salían les miraban con miedo y los más temerosos terminaban echando una moneda que apenas permanecía en el plato una ráfaga de segundo antes de pasar a un saco atado al cinturón. Sólo en un caso las monedas hacían un recorrido distinto. Era un ciego que las palpaba en el recipiente y después las metía en la boca. Hacía el gesto de masticar durante un rato y después escupía la moneda en un grumo de saliva directamente al saco. Medía cerca de dos metros y del gorro le colgaban unas trenzas de hilo grueso que bajaban por la estatura imponente. No era del todo magrebí. Parecía de una raza más oscura, tenía los labios gordos y partidos por una cuchillada central, y el sitio de la nariz marcado por dos simples agujeros que miraban de frente. Su tripa puntiaguda no era la de un mendigo. No tenía más semejanza con los otros que las pupilas blancas clavadas en el cielo y el plato de madera.
– ¿Eres tú, Martin? -dijo la voz ronca seguida de una sonrisa que le hizo guiñar el ojo que estaba más cerca del muchacho.
– Me has visto -contestó Martin en el tono de estar jugando a un juego conocido.
– Cualquier pastor puede ver al carnero blanco -las grasas del ciego temblaron en una especie de risa interior que desbarataba el rostro-. ¿Dónde vas?
– Voy a comer con mi padre.
– ¿No comes todos los días con tu padre? -el ciego volvió a agitarse con la misma especie de risa.
– Hoy vamos a comer en el Centro.
– ¿Hoy es un día especial?
– Supongo que sí -el muchacho se quedó pensativo un momento-. En septiembre me voy a Tetuán -dijo como si se le hubiera ocurrido en ese momento.
– Tetuán está lejos. ¿Dan algo allí?
– Voy a ser maestro.
– Eso es algo. Algo y algo. Así va el mundo. Tu padre también te dará algo. Por eso vais a comer en el Centro, ¿eh, Martin?
– Será como tú digas, Alí. Un marabú lo sabe todo -estaba pinchando al ciego.
Alí puso una cara exageradamente reflexiva y pareció alejarse de las palabras de Martin con una expresión remota: todo ello en un cambio brusco de la cara al alcance exclusivo de los que no pueden verse.
– Mi padre también era un hombre santo. Paraba en casa una vez al año y nadie sabía nunca de dónde venía. Yo me quedé ciego muy pequeño y creí que era por ser hijo de aquel padre. Un día, cuando yo tenía veinte años, volvió al poblado y dijo que nunca se volvería a marchar. Era un anciano. Entonces le dije que quería ser un hombre santo como él y andar por el mundo. Pero no me contestó. Se lo repetí muchas veces y él siguió callado. Hasta que un día le anuncié que me marchaba. Tampoco dijo nada. Cuando salía por la puerta, me agarró del brazo y me puso en la mano este gorro de aquí. Yo le dije: ¿para qué quiero este gorro? Y él contestó: tu abuelo me lo dio. Me puse a andar con el gorro en la mano y pensando lo poca cosa que era el gorro comparado con todo lo que mi padre sabía y me podía haber dicho. También pensaba: sólo me ha dado lo que le dieron a él, nada. Entonces estaba enfadado con mi padre, pero antes de entrar en el primer pueblo, me puse el gorro. Y recuerdo los gritos de niños que me rodearon y parecían muchos: ¡marabú, marabú! Desde siempre fui marabú. ¿Tú crees que lo hizo el gorro, Martin? Un padre sólo te da lo que le han dado, fue lo que pensé después de todo. El ciego se quedó meditando un par de segundos.
– Lo que pasa es que eso puede ser bueno o malo -concluyó sin explicarse más.
– Oye, Alí. ¿Y tú qué das a los que te echan la moneda?
– Eres un niño, Martin. Siempre haces la misma pregunta, la misma desde que eras un crío. Es lo que más te gusta de todo. La pregunta del carnero blanco.
– Venga, Alí. Contesta.
El rostro de Alí volvió a sonreír y a guiñar el ojo.
– Yo soy un hombre santo y hago santas las monedas con mi saliva y, de ese modo, hago santos a los que me dan las monedas. Algo y algo. Así va el mundo. ¿Ya te marchas?
– Es la hora. Adiós, Alí.
– Puede ser bueno o malo -murmuró Alí antes de soltar otro trueno y conmocionar a los que intentaban pasar por la puerta sin pagar sus bendiciones.
Martin rodeó el jardín de la plaza y se metió por una calle con la fachada del mercado al fondo. De pronto, aminoró el paso y miró por el rabillo la acera contraria. Llegó a hacer el movimiento de desvío, pero finalmente siguió por la misma vereda, aunque con una lentitud evidente.
Otro muchacho blanco, casi de su estatura, se acercaba por la misma acera en dirección opuesta. Llevaba el pelo engominado y vestía con un traje de persona de más edad que la suya.
– Hola, Jorge -dijo Martin fríamente.
– Me han dicho que te vas a Tetuán -empezó a decir el otro, bastante nervioso, pero con el ánimo evidente de cuajar la conversación.
– ¿Quién te lo ha dicho?
– Tu prima Elisa -contestó Jorge, azorado.
– No es mi prima.
– A mí me mandan a Madrid y el año que viene entraré en Derecho -Jorge trataba de anudar por algún sitio, pero el rostro de Martin lo repelía todo.
– ¿Te mandan?
– Bueno, también quiero ir yo -Jorge hizo el movimiento de colocar el cuerpo dentro del traje -. ¿No podríamos hablar antes de que me marchara?
– Tengo que hacer muchas cosas. Ya veremos. Se me está haciendo tarde.
Martin rodeó al otro y empezó a irse.
– Me gustaría saber por qué no hablas conmigo desde hace cuatro años, desde lo de Botho. Éramos amigos, tendrías que haberme dado una explicación -fue lo único que sonó con firmeza en los labios de Jorge.
– Tengo que irme -ahora Martin resultó menos seguro, aunque de todas formas le dio la espalda y torció por la primera esquina, mientras Jorge se quedaba viéndole marchar.
Entró en un vestíbulo con tinajas grandes y se metió por una puerta de la izquierda. Buscó a su padre en un salón de paredes blancas, manteles de cuadros rojos, aperos de mar colgados por todas partes y resguardado del sol de afuera por una atmósfera de sótano. El maestro ya estaba en la mesa, en un rincón del local vacío.
– He pedido arroz y chuletas -dijo el padre, mientras Martin se sentaba- Es lo que pides siempre.
– ¿Tienes que irte enseguida?
– Claro que no. Pero lo peor de los restaurantes es tener que esperar la comida. Ya se sabe que los valencianos no son muy veloces -comentó el padre estirando la servilleta en los muslos y con aire apresurado, a pesar de todo.
– ¿Y Zora no ha dicho nada? Cada vez que salimos a comer se pasa dos días sin abrir la boca.
– No -respondió el padre sin mucha convicción-. Creo que no.
Trajeron el arroz y el camarero se quedó preguntando hasta que el maestro le despidió con un ademán.
El hombre mayor comió en silencio, sin levantar en ningún momento la cara del plato. El muchacho, en cambio, se detenía y levantaba la vista. Cada vez, parecía estar seguro de que la mirada le sería devuelta y cada vez volvía a coger el cubierto con la incertidumbre del olvidadizo que retoma una tarea.
El mismo camarero -al que se podía suponer en el inmediato pasado mirando por la ranura de la cocina los progresos de sus únicos clientes- se llevó los platos y desapareció de nuevo. El maestro miró por encima de la coronilla del hijo hacia el fondo de mesas desocupadas y ventanucos con rejas. Dos veces, al menos, volvió a colocarse la servilleta invisible. El último ejercicio de silencio consistió en juntar las manos y apoyarlas, de codos en la mesa, sobre la mejilla, empujando la cara y la vista en una dirección que apenas rozaba a Martin.
– Creí que tenías que contarme algo -fue capaz de decir, aunque fijándose en la mano que rascaba el mantel, su propia mano que en realidad quería rascar en el muro de piel amarilla y huesos secos que había delante.
El padre parpadeó y se esforzó en mirarle mientras deshacía el nudo de las manos con una sonrisa inconsciente. Una mueca destemplada en el cuerpo que estaba diciendo otras cosas. Pero el parpadeo, el movimiento de las manos y de la boca acabaron por dar forma a una idea que el dueño debió considerar útil: la mueca se mantuvo y dio continuidad a lo siguiente.
– También yo he creído que tenías que contarme algo -sólo un giro distraído a la puerta por donde seguía sin aparecer el camarero-. Has estado tres días en Tetuán y no has hablado mucho.
– Te dejé los papeles – repuso Martin sin la seguridad de que aquello fuera una invitación clara a hablar del asunto.
– Eran sólo papeles -añadió el maestro retirándose ligeramente y abriendo un espacio, también ligeramente, defensivo.
– ¿Quieres que hable de Tetuán?
– ¿Es que no quieres hablar?
Martin buscó en la silla una posición que no acabó de encontrar. Puso las dos manos en la mesa y después volvió a guardarlas debajo. Esas manos pudieron quedarse allí para contar las cantidades de lo que decía.
– Te he visto hacerlo desde que era pequeño, pero no es porque tú lo hagas. Estaré allí tres años y luego volveré -sabía que no estaba siendo ordenado-. Claro que quiero hablar, pero hemos hablado más veces.
– Es cierto. Hemos hablado -dijo el padre.
– No quiero volver a España. Quiero quedarme aquí y ser maestro.
El hombre del traje gris no dijo nada.
– Es lo mismo que hiciste tú -debió de tener la sensación de estar convenciendo a su padre, y se detuvo-. ¿Hay algún problema? -fue algo intuitivo.
– No hay ningún problema, Martin. De pronto he pensado que nunca has estado en España. Nada más -el hombre mayor hizo el comentario observando el lado por el que se acercaba el camarero.
Empezó a comer enseguida. Martin no miraba todavía el plato.
– No me acuerdo de la casa en la que vivíamos al principio, pero me acuerdo de que todos los días entraba contigo a clase -estaba convenciéndole y era bastante probable que se hubiera lanzado a ello sin preguntarse cuándo había tomado esa decisión y, sobre todo, qué era lo que había sentido para tomarla-. Y nunca me dejaste ir con otro maestro. Ni siquiera en párvulos. Estoy sentado en la misma mesa desde que tenía cinco años. Recuerdo bien el primer día que fui al Grupo. Había una cola de chavales como yo que llegaba hasta la acera de la calle y dos se estaban pegando por ponerse los primeros. Me escondí detrás de ti y vi cómo los separabas. Después entré tranquilamente siguiendo tus pasos y dando gracias porque no me habías dejado en aquella cola. Cuando llegamos al patio, Omar, el jardinero, te dijo en broma que yo era un chico muy serio y que ya se me veía un señor respetable. Era lo que yo sentía de verdad. El pequeño maestro con la cartera llena de papeles gordos y un sitio insignificante para el bocadillo. Recuerdo haberlo sentido ese primer día y ya siempre. Más todavía en los años siguientes, cuando los chavales empezaron a ser cada vez más pequeños y yo no me movía del sitio.
Martin seguía hablando mientras el padre cortaba pedacitos de carne con la inapetencia fundamental que expresaba todo el cuerpo, pero también con la concentración calculada -en un contraste casi desafiante con la falta de apetito- para no dar ninguna señal evidente de lo que pasaba en su cabeza.
– No quiero ir a Tetuán ni a ninguna parte. Lo que quiero es volver aquí pronto -se había ido encendiendo y esto último pareció alcanzar la cima de la emoción.
– Está bien -intervino estratégicamente el padre-. De todas formas, tienes que hacer algo con lo que hay en el plato. ¿No te parece?
Martin le miró algo desconcertado y cogió los cubiertos. Pero no empezó a comer.
– Tengo ideas sobre cosas que se pueden hacer con el Grupo -dijo con la misma pasión con que decidió empuñar el cuchillo y el tenedor.
– ¿Ideas? -el hombre mayor se limitó a tirar monótonamente del hilo.
– Tenemos niños magrebíes y niños españoles en la escuela, pero nosotros sólo damos una clase de educación. Los niños españoles no saben escribir ni leer en árabe y los magrebíes tienen que olvidar lo que aprenden en su casa y lo que ven en su propia tierra para poder ser como nosotros. Es un error. Si están juntos, hay que aprovechar que estén juntos.
El padre interrumpió la desganada operación en la que trataba de concentrarse y, antes de levantar la vista y enfocarla directamente al muchacho, pareció componer algo que se reflejó en una arruga que dividió la frente.
– Zora me ha dicho que estás viendo a una chica marroquí -dijo como si acabara de descubrirlo gracias a una evidencia que alguien había colocado en el centro de la mesa.
– Eso no tiene nada que ver -Martin, finalmente, empezó a hacer algo con la comida.
Continuaron en silencio, pero ahora era un silencio en el que los dos estaban de acuerdo. Más tarde, en un punto del tiempo que se había quedado tenso, regresó el camarero. Ninguno de los dos pidió otra cosa. Se quedaron solos y sin nada que pudiera distraerles de la mutua presencia. El padre cruzó los dedos y los dejó caer sobre la mesa, mientras Martin se retorcía en una hosquedad reflexiva que se concentró en las manos azules y sarmentosas que se habían quedado a medio camino entre los dos silencios.
– Es una ilusión -el padre había construido su postura de maestro en la que se amoldaban la voz persuasiva, caliente y entrenada, y el cuerpo rígido de la certeza que va a compartirse.
Tomó aliento como si los pulmones tuvieran que recuperarse de un esfuerzo que todavía no habían hecho.
– Es una ilusión que quieras ser maestro -Martin encajó esa frase sin sorpresa.
– Todo el mundo tiene ilusiones -contestó a pesar de todo.
– No me refiero a esa clase de ilusión. Estoy hablando de un simple engaño, de espejismos. Lo de ser maestro, tus planes para la escuela, la chica con la que estás saliendo, es todo lo mismo y falseado.
El escenario cambió como si una ventolera hubiera arrancado los personajes y el estrado, depositando con un golpe de cuerda actores y decorados distintos, aunque Martin y el padre se parecieran a los de antes y también se pareciese el local vacío. Pero lo anterior se lo había llevado el viento: eso era tan exacto como que el tiempo volvía a contar desde cero. Sin embargo, ninguno resultó especialmente sorprendido, como si los dos hubieran sido advertidos, antes de empezar por el falso principio, de que en algún momento sobrevendría el golpe de cuerda que dejaría listo el verdadero arranque.
– Tan falso como volver a España y estudiar una carrera -Martin llevó también las manos a la mesa y ambos permanecieron en la posición de jugadores que están enseñando cartas, pero que se miran antes de saber quién ha ganado y deciden por la mirada.
– Está bien, pero yo tengo algo que decir. Escúchame antes de pensar que sólo tú tienes razón. Auris vacuis, acuérdate de Lucrecio. Es cierto que te he llevado pegado a mí y que no he querido que te separases ni para estudiar el bachillerato. Todo lo has hecho por libre y, como tú dices, en la misma mesa desde que tenías cinco años, al lado de la mía.
– Por lo menos, eso es cierto -ironizó el muchacho.
– Es cierto, es cierto. Pero ¿te has preguntado alguna vez por qué?
En la cara de Martin esa cuestión dejó una marca clara.
– ¿Hay que preguntarse por qué? -protestó, pero en realidad era un refugio.
– Tú pensaste que eras el pequeño maestro. Puede que fuera culpa mía. No lo estoy negando. Pero no fue por eso. Tu madre volvió a España cuando tú tenías cuatro años -los párpados del hombre mayor se cargaron todavía más, los ojos se quedaron con una luz pequeña al fondo de la cueva.
– ¿Tenemos que hablar de eso? No has dicho ni media palabra en trece años -también era un refugio.
– Tenemos que hablar de eso, Martin, porque tú crees una cosa y es otra. Yo no te llevaba a la escuela para que fueras maestro igual que yo, ni siquiera para que aprendieras conmigo, ni siquiera para que me vieses. Ni siquiera para verte yo. Te llevaba a la escuela porque tenía miedo. Simplemente, miedo -la piel amarilla hizo más profundas las arrugas.
– Miedo… -no llegó a ser una pregunta.
– Tu madre no quería venir a Marruecos. Pero yo pensé que aquí estaba mi salvación -el tono entrenado del maestro estaba desapareciendo en la rapidez del que no quiere tocar mucho las palabras y pisa en ellas como en la superficie de un barro deslizante que mancha al mismo tiempo que empuja-. Deja que te cuente algo que no conoces o que conoces mal. Yo era el mayor de cuatro hermanos con los que había bastante diferencia de edad. Tu abuelo era militar, llegó a ser general de división, y siempre quiso que yo hiciera la misma carrera. Pero yo odiaba lo que veía, que era lo mismo que todos estaban viendo. Lo que después explotó en la guerra civil. Supongo que lo odiaba porque no sabía qué hacer -movió la mano por delante apartando costosamente una nube -. Y también odiaba a los que lo sabían, como tu abuelo. No quise ir a la universidad y no quise ir a la academia: los lugares donde la gente sabía qué hacer, pero también los lugares donde se descubría enseguida al que no lo sabía. Me hice maestro, que era una forma de quedarse quieto. Naturalmente, me parecía que estaba haciendo algo. Convencía a los niños de cosas sin importancia, las mariposas y las matemáticas, y mientras los convencía algo se estaba moviendo. Pero era una ilusión y en las ilusiones uno puede quedarse quieto.
Las manos azules se abrieron para barrer restos invisibles del mantel. Martin siguió mirando las manos cuando volvieron a juntarse tras un recorrido falsamente apacible. Ahora reconocía, en las manos, en la forma de hablar, el apresuramiento disimulado del padre al comienzo de la comida.
– Cuando acabó lo que cada uno pensaba que tenía que hacer, dos de mis hermanos se habían hecho militares y el pequeño, abogado. El mundo estaba pintado entonces de un solo color, pero no había mejorado. Ni el mundo, ni yo, para decirlo todo. En mi casa me llamaban el maestro…, mi padre, mis hermanos, hasta la muchacha. Me llamaban el maestro y era verdad: no era más que un maestro. Un hombre con un único traje que va y vuelve todos los días por el mismo camino. No pasa nada hasta que alguien le ve y se lo dice. Hay quien lo aguanta mejor que otros. A mí, cuando me llamaban maestro, parecía que el traje se me pegaba a la piel y que el camino se reducía a una acera. Supongo que querían decir otra cosa, no maestro, y esa otra cosa que imaginaba era también lo peor que yo podía decir de mí mismo.
La cara del padre se contrajo y la piel se arrugó más alrededor de los ojos. Martin hizo un gesto de acercamiento, pero el hombre mayor se recompuso enseguida.
– Fue una escapada. Llamarlo salvación es poner más pretensiones de las que caben en un hombre, un traje y una acera. Pasaron varias cosas a la vez. Murió tu abuelo, que en una noche entera de agonía no llegó a mirarme. Me casé con tu madre, que era la hermana pequeña de un compañero de la escuela de Ciudad Lineal. Y perdí una oposición para dirigir un colegio en las afueras de Madrid.
Martin le escuchaba sin moverse, pero la superficie se estremecía. El padre sorbió algo por dentro y continuó.
– Fue una escapada. Y se mezclaron tu madre y Marruecos. Me enamoré de ella pensando que tenía que irme. No me enamoré después, ni antes. Me enamoré pensándolo.
Hizo una mueca que se repugnaba de algo. Martin reflejó esa mueca igual que un niño que trata de asimilar de golpe, quizá para un uso posterior, algo repentino que desconoce.
– No quería venir. Creo que ha sido lo único que he conseguido con claridad, que ella viniera. Era otra ilusión, pero a fuerza de empeñarme cuando tu madre se resistía, acabé convencido de que iba a salvarme -extendió los dedos como si fuera a trabarlos, pero no lo hizo-. Ya no era un crío, ella tenía quince años menos, la idea se hizo fuerte.
¿Martin? ¿Una ciudad con un terraplén y un sótano?
– Habría podido conformarme con ella. Pero me enamoré pensándolo.
¿Una madre?
– Ya estaba embarazada de ti. Se hizo triste. Cuatro años. No digo que estuviera triste, digo que se hizo triste. Eso es lo peor que uno puede ver de sí mismo. Yo lo hice con tu madre trayéndola a Larache. Para los españoles ésta es una tierra militar, ni siquiera una tierra de misión. Al final, encontré aquí todo lo que me había hecho escapar. Guarniciones, comerciantes y chupatintas, donde un maestro es todavía menos que en Ciudad Lineal. Se preguntan cómo llegaste a parar a este sitio. No tienes negocio, ni galones: algo te ha pasado en la tierra de atrás. Es cierto. Ver cómo se hacía triste, cómo yo la hice triste, me paralizó. Yo no era valiente con lo que hacía. Ella había tenido las energías, el aliento, que a mí me faltaron siempre. No tenía que ver con la edad: tu madre era así. Era así, por supuesto -lo último lo dijo afirmando algún recuerdo borroso o echando algún cálculo también borroso.
– ¿Te paralizó? -el hijo se había quedado más atrás.
– No fue la ciudad. Al principio creí que era esta ciudad y que debíamos unirnos, aunque fuera mediante la tristeza, estoy seguro de que durante mucho tiempo pensé que la tristeza era un aliado, que debía unirnos contra la ciudad. Pero no era la ciudad, era yo en esta ciudad, lo que vio de mí, lo que vio de mí gracias a esta ciudad y que en Madrid podía explicarse de otra manera, sin necesidad de que se me viera a mí.
– ¿Te paralizó?
El padre le miró como si acabara de descubrirle detrás de una polvareda. Poco a poco fue reconociéndole al mismo tiempo que iba reconociendo la pregunta.
– Algo así. Me lo dijo con bastante antelación. Cuando termine este curso, me voy a España. Bastantes meses antes, después de Navidad. Me quedé esperando a que pasara ese tiempo. Luego la vi hacer las maletas y coger la camioneta a Tánger.
– También me dejó a mí -un murmullo con el que Martin constató otra cosa.
– En realidad lo dejó todo para que yo hiciera algo. El final del curso era un plazo para mí, no para ella. Se fue en verano y yo tenía todo el verano. Y tú te quedaste conmigo porque eras la última llamada -lo dijo con el cansancio de un esfuerzo que nunca se hizo, pero que había dejado la fatiga de una pregunta permanente a la que nada conseguía responder.
Un hombre con un traje gris era todo lo que Martin tenía delante. No era el maestro que había construido su aislamiento en el interior de un aula, consumido por su propia solidez o tan viejo como la idea con que había ido transcurriendo. Era un hombre con un traje gris. Tal como le habían visto muchos antes que Martin. ¿Quién lo está descubriendo, Martin? ¿Hay otro tú en otra mesa del local vacío?
– La última llamada. Un niño de cuatro años hace que uno calcule siempre lo que le falta, y que vaya a buscarlo. Pasó el verano, pero no había hecho el viaje. En septiembre te llevé conmigo a la escuela. Quería tenerte a la vista todo el tiempo, porque mientras te tuviera a la vista y tú también me vieses, no echarías nada en falta. Eso pensaba, con miedo de que en algún momento empezaran las preguntas sin final de un niño que se da cuenta de que le falta algo. De todas formas, era mejor que estar esperando todo el día la vuelta a casa, tu recibimiento y todo lo que podías haber acumulado estando solo. La escuela funcionó: empezaron tus descubrimientos y jugaste con una fantasía que no estaba al alcance de los otros niños, tú lo has dicho, el pequeño maestro. Descubriste tanto de ti mismo que no quedaron huecos y yo, por supuesto, no tenía intención de hacerlos aparecer hablando de viajes a España. Así pasó el tiempo y una solución perfecta para el miedo se convirtió en otra ilusión. Esta vez tuya, pero yo la inventé, igual que inventé la mía. Ahora quieres ser maestro y yo sé que el principio de eso estuvo en mi miedo. También lo demás, porque todo tiene que ver con quedarse quieto, que es lo que yo te he dado y lo que inventé para ti.
Hacía mucho que nada se movía en el sótano. Las palabras podían haber subido al aire y haberse quedado tan expectantes como las mesas vacías o los ventanucos, perteneciendo para siempre al lugar y no a la boca que las había dicho.
– Hazlo por mí -dijo de pronto. Le temblaron las manos sobre el mantel y las recogió en algún sitio de debajo.
– Hazlo por mí -repitió, acaso con la necesidad de poderlo decir sin ninguna especie de temblor.
– ¿Qué quieres que haga? -los ojos de Martin se movieron varias veces después de rebotar en los del padre.
– No quiero que se repita esa historia. Tengo la certeza de que he fabricado tus ilusiones y de que te harán daño, porque sé de dónde vienen y son una continuación de lo que ya estaba mal.
– ¿Qué quieres que haga? -es lo que hubiera preguntado a cualquiera que necesitase su ayuda, a cualquiera como el hombre del traje gris a cambio de que desapareciese el espectáculo de la súplica y quizá de que desapareciese el que tenía que suplicar.
– No quiero que hagas nada ahora. Después de que me vaya -lo último sonó demasiado inconcreto: podía ser una interrupción o una frase distraída.
Martin movió la cabeza como si la sacudiera de algún hemisferio que debía ocuparse en lo fundamental y no en lo que todavía era ambiguo.
Sin embargo, ¿lo has oído?
– Haré lo que me pidas -igual que antes había dicho quiero quedarme aquí y ser maestro, ideas en una corriente de agua o en un país sin gente.
– Tengo que irme -pero el viejo no se levantó, todo lo contrario, pareció más pegado a la silla y la silla más pegada al suelo.
– Lo que me pidas -tan lejos de aquel hombre que estaba delante que le habría gustado ser aquel hombre, haber contado su misma historia para que alguien como él, como Martin, no le hubiera escuchado y no sintiera lo que estaba sintiendo.
Un hombre va delante, otro le sigue. El que va delante se vuelve y pregunta: ¿adonde vas? Pero antes de que le contesten, dice: yo no voy a ninguna parte. ¿Para quién sueñas este sueño, Martin?
– Es posible que no vuelva -dice el viejo.
– Lo que me pidas, pero dime qué es lo que quieres -¿has pensado que lo diría, igual que pensaste que te llevaba a la escuela para que fueras maestro?
– Estoy enfermo. Tengo que regresar a Madrid -lo ha dicho como si no quisiera hablar de lo otro, haz esto y esto, es un hombre, una acera y un traje, y estar enfermo, muy enfermo incluso, fuese más leve que responder qué quiere.
– Pero antes dímelo. Puedo empezar por donde tú te equivocaste -ha dicho que está enfermo y es imposible escucharle, porque hasta ahora, Martin, sólo ha relatado una larga enfermedad.
La enfermedad en la que no se posan los ojos enseguida, sino la enfermedad de la que los ojos huyen.
– ¡Me estoy muriendo, Martin! -ha cogido una de las manos, mías, tuyas, de Martin, y la tiene agarrada como si tuviera que arrastrar un peso.
Y entonces has dicho, balbuceando, llorando, intentando soltar la mano, como si llorases por eso:
– ¡Sólo quiero que me digas qué tengo que hacer!
El local está vacío, pero queda una sensación en la mano, en los ojos y en la garganta, a punto de evaporarse todo. Aunque tú dices:
– Te obedeceré.