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– No importa -dijo con una seguridad que la hizo detenerse y sentir que también a ella la afectaba, una seguridad que debería ser destruida cuanto antes-. Sólo estaba pensando que me gustaría estar contigo mientras lo haces -la boca de Salima dejó, al final de lo que parecía ser otro final, una sonrisa forzada e interrogativa, como si las palabras hubiesen ido más lejos que el pensamiento y ahora estuvieran obligadas a esperar demasiado, a esperar dudando.
La mueca enfocó a Martin durante un segundo de indecisión y se desvió enseguida al espigón de rocas que se metía en el mar y en el horizonte atardecido de líneas rojas y negras. Estaban tumbados en traje de baño en la escollera que se oponía a la ciudad desde la otra orilla del entrante. La bruma que arrastraba la oscuridad en sus flecos se había posado en el puente del Lucus y extendido en una bocanada horizontal que dividía el arrecife de casas en dos mitades irreales. Desde el espigón se veía una ciudad que empezaba a ocultarse -una consunción lejana en la turbiedad del aire- dejando en la escollera una impresión de aislamiento provocado, de lugar solo. Salima, evitando aún más el encuentro con Martin -apoyado debajo al nivel de los pies- observaba a la gente que recogía sus toallas y enfilaba por el camino de arriba, junto a los patios de ducha y a las terrazas. Escuchó una voz por detrás, pero la cabeza que había empezado a volverse se detuvo en mitad del giro.
– Yo no subo todavía, Temsamani -dijo secamente.
Martin, en cambio, miró hasta el final. Temsamani estaba ya vestido, pero permanecía en cuclillas en la parte superior de la toalla sin recoger, igual que un vendedor que ofrece su estera vacía después de haberlo vendido todo, aunque también como un vendedor que no tiene nada con que llenarla y se limita a ocupar el sitio de todos los días. Las miradas de ellos sí se encontraron.
– ¿Quieres decir que vendrías a España? -la pregunta quedó depositada en un punto intermedio entre Temsamani y Salima.
– No. No iría nunca -contestó ella en un tono excesivo que la obligó a lanzar, inmediatamente después de haberlo dicho, vistazos intermitentes al rostro que tuvo que encajarlo.
Martin se dio la vuelta, abrazó las rodillas y mantuvo la vista en una plancha rocosa sumergida, la única visible en la extensión tupida del agua, donde el mar dibujaba el cerco de una transparencia. Abrazando las rodillas como si el cuerpo fuera un refugio donde el que escapa no puede escapar más, ni tampoco salir cuando lo decide.
– Tienes que marcharte y ser soldado -ella se acercó arrastrando los pies a su espalda, pero luchando todavía con la dureza de su propia voz que no se había ablandado en la misma medida en que aproximaba el cuerpo.
Martin se escurrió sobre las piedras y se tapó los ojos, la imagen de alguien todavía bajo el sol amarillo y perpendicular del día en vez de bajo el techo difundido y caliente de sus horas finales. La mirada de Temsamani -pudo sentirla- midió el cuerpo tendido igual que si midiera un nuevo alargamiento del tiempo y de la espera en cuclillas delante de la toalla.
– Yo no te he pedido que lo entiendas. Lo único que quiero es que esto no signifique nada. Nada para nosotros -dijo.
– Nada para mí -añadió en un tono distinto y menos sensible.
La cabeza de Martin detuvo los pies que se arrastraban por la pendiente de la roca. Ella los separó y la cara cegada por las manos quedó en medio y dentro de una protección extraña.
– Pero yo sí lo entiendo -contestó doblando el cuerpo y haciendo una media bóveda sobre el de Martin -. Lo entiendo todo. Debe ser así.
– ¿Debe ser así? -él retiró las manos y descubrió el rostro inverso de Salima, los ojos con la tristeza verdosa al revés, los labios rojos que no estaban riendo, las mejillas demasiado rosas dentro de la cabellera caoba que colgaba por delante y que si hubiera sido más larga habría escondido con su cortina aquella forma contraria de mirarse de cualquier otra mirada y, sobre todo, de la mirada de Temsamani.
– ¿Creíste que esto sería un camino desde el principio hasta el fin? -dijo ella.
– Dime lo que tengo que creer -Martin se puso de costado, rozando un pie de dedos cortos y juntos, a la vez que encogió las piernas, empezando a retraerse hacia la bóveda que formaba la mujer inclinada con los pies separados.
Ella colocó primero las manos en el pelo lacio y castaño y las mantuvo allí, en un silencio inicial e inmóvil. Cuando habló, los dedos se movieron como peines cuidadosos que moldeaban algo más que el pelo y que llegaban al cerebro de Martin con una sensación de descanso pedido mucho antes.
– No importa -esta vez la seguridad se había disuelto en el sentimiento de haber encontrado la forma de un intercambio posible -. No importa lo que dice tu padre y tampoco importa lo que vas a hacer tú. Habría sido otra cosa cualquiera. ¿Te das cuenta? Los dos vivimos en el mismo sitio, pero el sitio no es el mismo país. El sitio no es de verdad, lo que es de verdad es lo que es distinto. Y siempre sería así. Tampoco es verdad que nos hayamos encontrado en el mismo lugar. Tú y yo, aquí, somos mentira. Lo verdadero es lo que vendría después. Una cosa y otra, igual que después de ésta vendrán más, una tras otra. Nosotros también nos haremos distintos. Eso es lo que hay que saber. El camino son muchos caminos que van a cruzarse.
– Cuando mi padre muera, puede que yo no haga nada de lo que digo -desde el primer momento supo que ese consuelo no se lo había pedido nadie y que, además, ese consuelo era la parte más débil de sí mismo y la parte más débil con Salima.
Salima dejó de mover los dedos. Sintió cómo los crispaba un impulso que desapareció enseguida en una distensión que era un nuevo meandro del flujo común.
– Sólo hablas de lo que tienes que hacer. ¿No sientes pena de que tu padre se esté muriendo?
Martin cerró los ojos y se encogió más hacia la mujer.
– La muerte de mi padre es también lo que yo tengo que hacer -dijo.
– Martin…
– Sé lo que quieres que conteste -sabía que la compasión por su padre era también la compasión que le pedía por ella, que el amor por uno se mide todo el tiempo con otro amor de otro-. Siento pena siento pena, siento pena. Pero no dolor. Todavía no me duele, todavía no es dolor. Porque él está todavía. Es como las casas del arrecife ahora, que están desapareciendo, pero están. Y si hago lo que él quiere, seguirá estando siempre, como estará el arrecife cuando no lo veamos. Se está muriendo, pero no quiere morirse: por eso quiere que yo haga algo con lo que él no se muera. No siento dolor, porque él sólo quiere desaparecer, pero no quiere irse. Él no se muere y yo no siento dolor: ése es el trato y estoy seguro de que él ha pensado que es un trato.
– No sé lo que crees de verdad -dijo Salima, prescindiendo ostensiblemente de lo último-. Pero vas a obedecerle. Quizá ésa es tu forma de tristeza.
– Quizá, simplemente, no quería ser maestro. Ahora, por ejemplo, no quiero ser maestro. Lo que quería es que todo se quedara como siempre -pensó un momento lo que iba a decir a continuación -, todo quieto. Tú, Abdellah, la escuela, Larache. No quería ser maestro, sólo quería tener lo que tenía.
– También tenías a tu padre y no le nombras.
– No pensaba en mi padre.
– Aunque no lo pienses, también estaba tu padre. Le obedeces.
– Yo no soy como mi padre -Martin volvió la cara al otro pie.
Salima levantó las manos y las manos se quedaron protegiendo la cabeza del cielo oscurecido.
– Tú eres distinto y tu padre también está -contestó ella construyendo lentamente lo que decía, siguiendo el ritmo de las manos que volvieron a caer.
Martin se encogió del todo obligándola a abrir completamente las piernas y a cubrir el cuerpo que se retraía.
– Nunca me había acordado de una cosa hasta hoy. Y hoy la he recordado muchas veces. Todo el tiempo he pensado que tenía que contártela. Pasó hace mucho. Puede que sea absurda. Era un crío.
– Si es para mí, quiero que me la cuentes -dijo ella, con la cara muy cerca y el cuerpo flexionado.
– En realidad, no sé si puede contarse, no sé si tiene palabras -dijo Martin verificando mentalmente un reparo que no había previsto.
– Es mía. Sólo tienes que separar los labios -vio sus labios abiertos como si fueran a sorber los suyos y el aire articulado fuera a circular después por el túnel de aquel contacto.
Martin sintió que su cuerpo se extendía a las paredes de Salima.
– Te he dicho que fue hace mucho -la sensación de tenerla en sus bordes le pareció que contradecía la necesidad de contar nada.
– Me lo has dicho -un calor que salía del interior de ella, igual que de un lecho.
Martin se internó hasta el último hueco de Salima, que sintió el tope y lo endureció para atrapar.
Supo que iba a decirlo todo y que no importaba lo que iba a decir. Que era libre y que era libre para sumergirse hasta donde él mismo podría considerarse perdido. Mientras estuviera en aquel sitio endurecido para tenerle.
– Fuimos a pelear con Botho y los Comerciantes al principio del puente. Venía Abdellah -decidió durante un instante- y también Jorge. No le conoces. Era una emboscada. Salí corriendo sin preocuparme por Abdellah y después me metí en la iglesia de don Elías. Me quedé allí hasta la noche. Mientras estaba en la iglesia pensaba que no podía ocurrirle nada a Abdellah. No fui a mi casa.
Martin se removió comprobando la firmeza de la carne que le rodeaba.
– Quizá pensé que la iglesia era más segura. No, no era eso. No tenía que ver con la seguridad. Creo que pensé que era el único sitio en el que yo podía estar sin que le pasara nada a Abdellah. Era como si estuviera rezando por Abdellah. No rezando. Yo no pedía nada por Abdellah. Pedía por mí, por lo que había hecho y si me perdonaban, entonces también perdonarían a Abdellah y los Comerciantes no le harían nada. En vez de quedarme en la iglesia, pude haberme enterado de lo que le había pasado a Abdellah. Pero prefería quedarme, estar solo con lo que había hecho. Quizá Abdellah me importaba menos que lo que yo había hecho. Después corrí a mi casa y le pedí a mi padre que le protegiera. Pedí, otra vez. Cuando Abdellah vino a casa, dejé de pensar en ese día. Nunca más, hasta hoy. Hoy he pensado que fui a la iglesia por mí y que, cuando me di cuenta de que no era por Abdellah, entonces pensé en pedir para él. Algo que ya no tuviera que incluirme y que fuera verdadero, que pudiera ser sin nada mío, aparte de lo que yo hiciese.
La voz de Temsamani llegó desde otra altura. Parecía haberse liberado de las cuclillas y de la postura de vendedor en una espera inútil. Lo que dijo sonó con el esfuerzo de hacer coincidir su determinación con la firmeza erguida del cuerpo. Más fuerte, más amenazador y, en algún pliegue profundo, menos convincente. El chasquido de Temsamani se había dirigido a Salima, pero Martin sintió que golpeaba en él. Hizo un movimiento con el que empezaba a incorporarse, pero las palmas de Salima lo aplacaron sin llegar a tocarle.
– No voy a subir, vete tú. No te preocupes por mí.
Los dos, sin necesidad de mirarle, supieron que Temsamani no se movía, no regresaba, y que quizá no lo hiciera nunca, al menos en ese espigón, en ese anochecer y mientras la cueva de Salima siguiera recogiendo lo que de Martin quería meterse en ella.
Martin dejó de pensar en el otro enseguida. La forma en que Salima había contestado le lanzó a sensaciones que eliminaban lo de alrededor, el mar, el espigón, el sitio equivocado, incluso Temsamani, lo más cercano. Tuvo la impresión de que Salima les había dejado solos, solos para siempre, para hacer lo que quisieran y en ninguna parte del mundo. Que Salima había decidido, por culpa de Temsamani, que se quedarían allí para el resto del tiempo y que, a partir de entonces, no habría lugar, sólo ellos, sólo lo que tenían entre los dos. No voy a subir, nunca subiré, ésa no es la ciudad, no quiero que nadie me lleve allí. La impresión de un muro que se ha vuelto transparente y todo lo que se había imaginado en el encierro está detrás, para verlo, para tocarlo, incluso para establecerse, mientras el obstáculo se va convirtiendo en una fantasía inoperante o en un sueño que nunca se repite. Salima y Martin solos, una soledad y una eternidad, elevados sobre un mundo que no enseña más ruina que el vacío que lo ha borrado.
Entonces despegó un brazo del esqueleto recogido y apoyó una mano en la rodilla de Salima. La mano fue descendiendo hasta la curva del empeine con una parsimonia consciente, registrando cada estímulo de la caricia y apropiándoselo mientras esperaba respuestas de piel a piel, alguna modificación en el contacto, en la estrechez, en la arquitectura del cobijo. Salima no devolvió nada. Su postura inalterada -también cierto endurecimiento que contestaba al gesto tierno y comprometido de Martin- parecía comunicada aún con la forma en que había rechazado a Temsamani, extendiendo la tensión de las palabras por la red nerviosa sometida de pronto a la caricia.
– Me gustaría tocarte entera -dijo con la incertidumbre de una mano que había llegado enseguida al final del trayecto y que se había quedado depositada a la espera de algo, sin destino ni energías nuevas.
Salima no dijo nada. Él acabó retirando la mano para guardarla en un sitio de su propio nudo.
– ¿Sabes qué le pasó a Abdellah? -preguntó como si por su propia cuenta hubiera decidido saltar a lo anterior.
– ¿Por qué quieres hablar de eso? -Es el final de la historia.
Salima se había ido enderezando poco a poco desde la última intromisión del hermano, dispuesta a resistir ella sola -esa resistencia que estaba afectando indirectamente a Martin- la presencia adversa. Por un momento, estuvo lejos de los dos, firme entre corrientes opuestas y recta como si hubiera llegado a la conclusión del choque inevitable si su rectitud y firmeza en ambos sentidos -uno consciente, el otro derivado de esa consciencia por una especie de ley compensatoria y también inevitable- no lo impedía.
– Estabas hablando de ti. De ti entonces y ahora. Lo que le pasó a Abdellah ya ha pasado.
– Sólo quería contártelo todo y que lo entendieras mejor -dijo Martin siendo más sensible a la actitud de Salima que al flujo de la conversación.
– Lo has contado todo y lo he entendido. Quieres tener lo que tenías. Pero has perdido cosas. Ahora te gustaría estar en un lugar como la iglesia, donde todo pasara sin estar tú. Lo he entendido. Siempre te preocupa mucho que lo haya entendido. También he entendido por qué quieres contar el daño que le hicieron a Abdellah.
– Todavía no he dicho nada -protestó sin fuerza, pensando en la iglesia y en Salima, en una soledad en el interior de ellos que detenía el oleaje violento de las cosas y de la que se salía a un paisaje reconstruido.
– No hace falta. Sé que quieres contarlo para sentirte cobarde.
– ¿Cobarde? -Martin sólo pensó en su cuerpo encogido en medio de una gran superficie a la intemperie, tal vez aquella misma escollera de la que todos hubiesen huido para obligarle a su propia soledad retorcida.
– Crees que si eres débil estará todo más cerca. Que si dices lo que más odias de ti, te podrán querer. Querías que yo viera lo que le hicieron a Abdellah y lo que no hiciste tú. Tu cobardía. Que yo te quisiera por medio de tu cobardía.
Martin aplastó la cara contra la piedra. Sintió la frialdad y la presión moldeando los huesos de un rostro nuevo.
– Martin… -ahora sí estaba cerca otra vez y otra vez notó los bordes de su refugio, la dureza que le retenía.
– Quisiera tocarte entera -susurró, tratando de esconder el deseo de la voz.
Ella tenía que llegar ahora. No sabía exactamente lo que tenía que llegar, pero Martin lo esperaba con la sensación de estar convirtiéndose en un animal deforme de grandes agujeros receptivos. Lo único que sabía con seguridad es que estaba pidiendo de nuevo y que no se atrevería a tomar, sin el rodeo y la puerta atrás de la petición, lo que se había hecho deseable hasta el límite de la pasividad.
– Vete -el de ella también fue un susurro-. Vete ahora mismo.
Martin, como si le hubiera arrastrado un ciclón y acabara de aterrizar sobre un suelo irreconocible, tuvo una percepción rápida y puramente física de la escollera, de la superficie fría en la que estaba acurrucado, del mar y del cielo cubierto, mientras la ciudad le enviaba luces aisladas de aviso.
– Quiero que te marches, por favor.
Y después de reconocerlo, reconocer que era el lugar de siempre, sin saltos en ninguna especie de tiempo, sin islas ni posibilidades, el lugar de siempre: una experiencia repetida de desconciertos donde siempre estaba a punto de tocar algo que siempre estaba a punto de desvanecerse gracias a un sistema repentino de alejamiento, de succión hacia afuera.
– He dicho que te vayas. Que te vayas.
Las piernas de Salima se movieron con una velocidad retráctil y desaparecieron. Escuchó alejarse los pies desnudos sobre la roca. Fue contando sus pasos sordos como si tuviera que sincronizarlos con los latidos de un corazón que parecía el suyo. Los pasos se detuvieron inesperadamente y también inesperadamente se llevó la mano al pecho con el temor de que algo más, esta vez dentro, se hubiera parado.
– Temsamani -la oyó decir marcando aquel nombre de una forma que parecía colgar detrás de ella y arrastrarse por las oquedades, grietas y aristas de la pendiente.
Temsamani, llegó a decir él en voz alta. Un reconocimiento más y también la denuncia de que, mientras él había decidido aislarse con Salima, Salima cargó con la presencia de Temsamani, se hizo totalmente responsable mientras Martin se ausentaba al interior de ella y se fortificaba en el deseo que Salima tendría que compartir con la presencia y la tensión extrañas.
Levantó la cabeza y miró pendiente arriba. Los dos hermanos se habían quedado de frente, con la misma expresión terminante, callada y resentida que hacía más semejantes las dos caras, una mucho más oscura que la otra, pasada por un tinte artificial y que, a ojos de Martin, sólo podía ser una derivación defectuosa del molde perfecto y claro de Salima. Antes de ir hacia ellos, notando el hormigueo de la sangre que comunicaba vitalidad urgente a los músculos, pensó en la semejanza que se dividía a favor y en contra suya y a la que se enfrentaría pronto con la confusión de su propia mirada, una mirada que vería en la cara hostil de Temsamani la cara deseable de Salima y quizá algún día, quizá en ese mismo momento, por efecto de la animadversión rotunda de Temsamani imprimida con un golpe de sello en esa mirada, la cara hostil de Temsamani en la cara deseable de Salima.
Salima le cortó el camino retrocediendo un paso y dando otro a su derecha con un giro de compás. No necesitó mirarle para situarse en la intersección y detenerle. La figura longilínea quedó parada y mirando por encima del cuerpo menudo la presencia más elevada de Temsamani en la pendiente, no tan alto como el blanco, pero de una complexión más equilibrada y, en ese equilibrio, más segura. Temsamani no dio señal de su aparición. Se limitó a buscar la posición que le dejara de nuevo frente a su hermana.
– Qué estás buscando aquí -llegó a decir Martin por encima de la cabeza color caoba.
La cara de Temsamani se crispó, aunque los ojos no se movieron de Salima.
– Estoy con él y voy a quedarme con él -también Salima pareció alejarse con la forma de decir «él», un «él» fuera de allí.
Martin adelantó el último paso y llegó al contacto con la espalda pequeña. Apenas duró un segundo. Salima, sin mirarle, y después de haber posado la mano otro segundo bajo el pecho de Martin -un segundo de permanencia cuya interpretación debía bastarle a «él»- le empujó con una firmeza controlada devolviéndole al paso anterior, sin que a «él» se le ocurriese siquiera la posibilidad de resistir.
Pensó que Salima prefería estar sola, sola de él y de Temsamani, mientras estuviera en medio de los dos, y que esa soledad ya decidida le igualaba al otro en la ejecución instantánea de un rechazo.
– Sabes que no puedo irme si él se queda -por vez primera sintió la calidad material de la otra voz y la colocó sobre el rostro desencajado, hecho también materialmente de fragmentos cuya desfiguración pertenecía más a un reino inanimado que al de los tejidos vivos.
– Te irás siempre y él siempre se va a quedar. Desde ahora. Yo no quiero que te acostumbres a eso, Temsamani, yo quiero que lo aceptes ahora.
– Ven conmigo, Salima. Se ha hecho muy tarde -el doble oscuro de Salima no la había escuchado, no la escucharía nunca.
Desde la espalda, Martin pudo reconstruir el gesto de impotencia de Salima, el desfondamiento ante una pared que todavía se está empujando. Temsamani ladeó la cabeza hacia el camino de vuelta sin dejar de mirarla y mirándola menos, haciendo de ese gesto una orden más inapelable que todo lo dicho.
– Entonces, vete -dijo ella.
– Vamos – Temsamani extendió un brazo y la mano hizo un movimiento de acarreo indiferente y hostil, dirigido a algo que no es capaz de entender excepto si la mano lo conduce.
Salima aguantó en silencio la orden del brazo extendido, de la misma forma que el brazo extendido inmóvil, ya sin gesto de la mano, cruzado en aquel espacio tenso, aguantó el silencio de Salima.
– Vamos -repitió.
La orden, la palabra de la orden, pareció quedarse tan fija como el brazo y tener la misma dificultad para conmoverse que el brazo para volver a su sitio, dejando libre la distancia y libre la posibilidad de un mensaje distinto.
Martin contemplaba una escena hermética, aislada por una transparencia falsa en la que todo lo visible -porque todo podía verse, tocarse y quizá hasta penetrarse- era el camuflaje más perfecto de lo que cada uno escondía allí donde sólo el que lo escondía podía ver. No era por miedo de Temsamani, de una fuerza mejor reunida que la suya en un esqueleto económico, ni por miedo de Salima, de un simple rictus que le desalojara incluso del suelo que pisaban los pies. No era por esos miedos. La escena donde sólo falsamente hubiera podido intervenir, la escena aislada de él, pero a la que pertenecía, colocó a Martin ante todos los momentos en que la vida, tras una manifestación de fuerza, le había mostrado no tanto su debilidad como una completa falta de recursos. No tanto su falta de poder o sus limitaciones, como el sentimiento pegajoso y sucio de la inanidad. Donde aparecía lo adverso, y siempre aparecía sin constricciones, siempre había un Martin desarmado. Apenas le dio tiempo -al escuchar el trallazo duro de carne contra carne, que hizo que Salima se volviera a él de repente y que Temsamani bajara la vista en dirección a algo que volvía hacia sí mismo- a preguntarse si no sería esa desnudez y ese cuajo inane de su espíritu lo que agrandaba la fuerza de la adversidad en vez de lo contrario: quizá la vida no fuese tan poderosa y lo que pasaba, sencillamente, es que él no podía intervenir, que él no intervenía.
Estaba mirando en el interior de esa pregunta, en el interior donde resonaba contra vísceras y arterias, mientras veía la fisonomía triste de los ojos de Salima -ninguna otra tristeza añadida a la tristeza de la fisonomía- y el agua que empezaba a agolparse -no como un llanto, más bien como un exudado de las órbitas- en el riel de los párpados.
– Ahora, ven -le dijo Salima, aunque ella tardó en moverse y mantuvo la vista fija en la suya como si quisiera enseñarle algo, algo de la tristeza y del agua, antes de partir al lugar donde las manos de Salima, cogiendo las suyas, indicaban con una presión suave y amplia, de yemas y huesos crecidos.
No pudo evitar volverse hacia Temsamani, en una inmovilidad convertida en retroceso, mientras Salima le arrastraba escollera arriba, hacia el camino y la punta del espigón. Temsamani no les miraba y, a través de la oscuridad polvorienta que se despeñaba en un foso compacto en el lado del mar, pudo sentir la cabeza inclinada sobre la mano que había golpeado, incapaz de ver otra cosa que aquella palma caliente que aún conservaba el tacto culpable de todo lo que se alejaba.
Llegaron al camino y Salima empezó a correr sin soltar la mano. Martin seguía detrás, incapaz de alcanzarla a pesar de los intentos que finalmente sólo le hacían más consciente del peso entumecido que cargaba las piernas, igual que en una fuga de pesadilla en la que el sueño, para sobrevivir y alargarse, se resiste a la fuga. Pensó que habían dejado la ropa en la escollera, que era de noche y que tendrían que volver a por ella. Pero no pensó adonde iban.
Pasaron delante de la última fachada de los patios de ducha y entraron en un olor distinto y abierto, con una línea de espuma que temblaba hacia la derecha y la mancha uniforme de la playa que se extendía hasta el final de la línea de espuma. Tuvo la impresión de que la arena producía su propia luz, de que esa luz, que se consumía hacia dentro, era los restos del día descompuesto donde reposaban los contornos desechados de lo que había vivido y ahora descansaba en un lugar sin forma.
Salima se detuvo un momento sobre la rampa de arena que bajaba a la playa y dejó escapar una tos contenida, con un final de silbido. A Martin no le dio tiempo a pensar que la había alcanzado. Volvió a ser arrastrado por una mano que cada vez le parecía más fuerte y en la que su propia mano se fundía con el temor de que esa presión, marchara a donde marchara, desapareciese de pronto.
Corrieron hasta la orilla y en la orilla, la marea quieta y sin rumor, de olas minúsculas que tocaban los pies y regresaban enseguida a la calma sin límites de la oscuridad, le devolvió a Martin la cara de Salima, la cara que no había visto desde que los ojos llenos de agua le miraron un segundo después del golpe de Temsamani.
Martin no hubiera podido predecir la risa silenciosa de Salima, la hilera de dientes blancos que iluminaba la cara y los ojos que ya no parecían tristes sino recogidos en una felicidad que estaban dispuestos a contener igual que antes habían contenido las lágrimas, excepto que ahora el control era la llave compartida de un tesoro y no la puerta estanca de un dolor maldito.
Ella soltó su mano y se quedó muy cerca, sin tocarle. Sólo durante un instante apretó los labios ahogando lo que subía por sus pulmones. Martin sintió su propia mano vacía y la forma en que esa mano, ahora vacía, arrastraba su cuerpo igual que lo había arrastrado cuando estuvo llena.
– Te he sentido igual que al frío -dijo ella más tarde, mientras seguía buscando con los labios abiertos y sin miedo-. Eras tú.