37568.fb2 Ciegas esperanzas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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14

No eran las voces de muchos, sino el ruido único de animal atrapado de repente en la caverna, entre el llanto y la amenaza, un sonido que nunca había escuchado antes y que no era la mitad de pavoroso que el silencio helado que venía después. Un clamor que al llegar a cierto punto alguien cortaba con un cuchillo dejando en el oído el vacío de la noche, de la noche en el mar, de la noche en Larache. Aparecía como una detonación y moría con la misma sequedad, rodeado de calles desiertas y ventanas cerradas. Golpeó la puerta mientras imaginaba el lamento de una pesadilla que soñaba la ciudad entera.

Adentro escuchó otra clase de silencio, el silencio respirado de los que le observaban ocultos.

– Soy Martin, soy yo -susurró pegándose a la puerta.

Sonaron dos cierres y las caras oscuras de Zora y Abdellah aparecieron contra un fondo todavía más oscuro.

– Por el amor de Dios, ¿qué haces tú aquí? Te mandamos un telegrama -Zora le miraba sin pestañear, de arriba abajo, comprobando todavía lo que estaban viendo esos ojos.

– Ya sé que me mandasteis un telegrama. Quiero entrar.

– Vestido así. Te has vuelto loco, Martin -dijo Abdellah sin moverse del sitio.

El clamor llegó de la parte de atrás. Las tres caras miraron en la misma dirección.

– Pasa. Deprisa -Zora se desplazó y abrió los brazos al tamaño de una multitud.

– ¿Le pasa algo a la luz?

– A la luz no le pasa nada. Tú no te das cuenta.

– Tranquilízate, Abdellah. No será tan grave.

– Creo que no, chiquillo -dijo Zora con voz normal, quitando a tientas algo que estorbaba el paso.

La mujer, la mujer negra y gigante con los dientes de oro que le había sobrevolado durante una niñez por los pasillos sin nadie de la casa, le agarró y le depositó en una silla fantasma. Abdellah arrimó otra muy cerca.

– Voy a hacer el té -anunció la negra desde lo alto.

– No quiero té, Zora. Tengo que hacer una visita.

– Voy a hacer el té -repitió la mujer, arrastrando las babuchas y convirtiendo ese ruido en respuesta.

Abdellah se inclinó desde la silla, apoyando una mano lejana en la muleta. Empezaron a asomar filtros de la luz de afuera aproximándose al centro del salón.

– Hoy no es día de visitas. Mañana estará todo más claro -dijo el cojo.

– ¿Has visto a Salima?

– Creo que no entiendes lo mal que anda esto.

– ¿La has visto o no?

– Olvídate de Salima un minuto y ocúpate de ti antes de que sea tarde.

Martin miró al bulto de sombra inclinado sobre él, rebasando por poco el nivel de sus rodillas.

– De acuerdo. Voy a ocuparme. Pero no quiero escuchar nada si antes no me dices que Salima está bien.

– No tengo razón para pensar que está mal. -Eso no es mucho decir.

– Salima está bien, está perfectamente. ¿Vale así? Martin trató de escudriñar en el bulto, pero no veía lo suficiente. En cambio, conocía lo suficiente a Abdellah: en aquel momento tenía que escucharle o despedirse. Pensó que sería mejor no crisparle si, como calculaba, iba a necesitarle muy pronto.

– Vale así. Te escucho.

El cuerpo del tullido volvió a la vertical de la muleta y la cogió con las dos manos. Sonó un suspiro. El aire llegó hasta la cara de Martin. Está aterrado, pensó. En ese momento, el miedo de los demás -el miedo que estaba obligado a compartir- le pareció una exageración que no tenía más objeto que persuadirle.

– Los Yahtahary están en Tlata-Reysana. Han subido por la costa colgando gente de los olivos y quemando policías en las calles.

– Larache es proespañol.

– Eso se acabó, Martin.

Distinguió algo líquido en las pupilas de Abdellah. ¿Abdellah sabía llorar? Para el cojo también se acababan muchas cosas y puede que quisiera su parte en los sentimientos de lo que se acababa. Era miserable, en Martin, pensar sólo en Salima. Abdellah estaba allí, con su mundo protegido acabándose. Había perdido al mismo padre, por vez primera era capaz de pensar eso, y estaba a punto de perder a su hermano. Como perdería la casa y el trabajo en las cocheras. Mientras el mundo débil de Abdellah se derrumbaba, llegaba Martin y no quería escucharle.

– He visto a los de la plaza. Hay más de tres mil ahí -dijo, esperando que Abdellah entendiera que se rendía, que quería comprender y, sobre todo, comprenderle por lo que estaba pasando.

El cojo volvió a suspirar, pero esta vez el aire arrastraba un alivio concentrado, el alivio de la proximidad recuperada, de tener a Martin a su alcance.

– Han quemado la casa del bajá Raisunik y han prendido fuego al negro que estaba allí. Ha sido increíble. Mientras ardía, las mujeres le metían hierros.

– Eso no ha sido de repente, Abdellah. Algo ha ocurrido.

– Ha ocurrido que Marruecos va a ser independiente. Cualquier cerilla llegará a la pólvora. Hace mucho que tú no vives aquí. Sólo vacaciones. Tu tío para cada tres horas para que los trabajadores toquen la flauta. Todos los días hay problemas nuevos. Andan con mucho cuidado en los últimos tiempos. Pero el Raisunik estuvo esta mañana en el zoco de Tlata-Raysana, no sé qué pasó, lo único que sé es que los guardaespaldas dispararon las metralletas y mucha gente murió. A mediodía ya habían llegado los Yahtahary y por la tarde la noticia de la matanza estaba en Larache.

– ¿Y la Comandancia?

– La Comandancia no hace nada. Las tropas están acuarteladas. Tu tío llamó y le dijeron que no saldrían de los cuarteles. Los rumis están en casa, se quedan en casa. Y tú eres un rumi, Martin. No olvides.

La bandeja de té llegó arrastrada por las babuchas de Zora.

En la mesilla, la verdosidad del líquido se tragó la luz escasa de la estancia. La mujer permaneció a espaldas de Martin hablando en dirección a Abdellah, como si Abdellah tuviera que traducir sus palabras para Martin y sólo confiara en Abdellah para que las palabras llegaran a su rumi.

– La gobernanta de don Curro ha llamado por la cocina. Dice que las criadas están repartiendo la casa. A la dueña le preguntan: ¿verdad que no va a llevarse la nevera?, ¿verdad que no le sirve la radio? Está pasando en todas las casas. También dice que han llamado al sumati de Alcazarquivir, que han ido españoles y magrebíes para convencerle de que venga. No creo que venga, porque al sumati de aquí acaban de colgarlo en la Plaza de España. O quizá venga por eso -cuando Martin la miró, Zora tenía la boca tapada con la mano, temiendo lo que salía de su boca, pero con la vista fija en Abdellah.

– Tienes que quitarte el uniforme -dijo el tullido como si fuera un resumen.

Martin se miró la ropa en un gesto reflejo y se quedó meditando con aire de comprobación los correajes y los botones. Fue el primer momento de esa noche en el que notó desajustes. Venía a encontrarse con Salima en un mundo que permanecía idéntico para no conmover ese deseo. Ella estaba donde él la buscaba. Eso era todo. Pero el mundo se estaba moviendo y empezaba a no reconocer los caminos de su deseo. No sentía sus pies para buscarla, pero sentía los garfios de la realidad tirando de un lado y de otro de su nave. Ahora, podía estar tan lejos como cuando cogió el tren en Zaragoza y después el barco para Tánger.

– ¿Ya eres teniente? -preguntó Abdellah.

– Sólo alférez -contestó Martin despertando. Enseguida, como si todo estuviera confabulado para que los sentidos no dejaran su alerta, la plaza volvió a estallar. Las voces salieron de las cuatro paredes del salón, reverberando el grito y estableciendo una comunicación de cueva a cueva. Pero después no llegó el silencio temible. Una salva de tiros se dispersó en el aire y un nuevo vocerío siguió a las detonaciones. Los del salón presintieron -de la forma en que el miedo adelanta los acontecimientos- un giro siniestro de la situación.

– Toda la noche han estado sonando tiros en Larache – dijo Abdellah.

– Estos tiros son distintos – corrigió Zora -. Están pensando algo. O ya lo han pensado.

Las voces de Zora y Abdellah llegaban con una neutralidad profunda y sonaban igual que una radio que se escucha al otro lado de la pared. Las tres figuras se habían quedado quietas en mitad de la habitación oscura, con la sensación de que aquel espacio se iba reduciendo en una vulnerabilidad palpable. El miedo acabaría acampado en el borde justo de la piel de cada uno. Martin notó el agobio que empezaba a endurecer el aire entre ellos. Se levantó y fue hacia la ventana. Tuvo la impresión de que las bocas de Zora y Abdellah se abrían detrás de él, pero no oyó nada. Movió uno de los paños de la contraventana y vio el restaurante de la Casa de España, donde había comido con su padre la última vez, con el farol de la esquina apagado. Después, la calle transversal por donde venía el vocerío, extrañamente vacía en comparación con el tumulto de cien metros a la izquierda, en la plaza con el jardín en el centro y las dos puertas en el zoco. Se acordó de Alí, el marabú. Por esa época andaría en Safi o en Essaouira, pero si estaba en Larache seguramente esperaba en su arco pequeño a que la multitud se despidiera y pasara por delante mientras preparaba una descomunal provisión de saliva y acariciaba sus trenzas. ¿Qué va a pasar, Alí? Pero, en realidad, ya no era la plaza de los jardines, de la tienda de Yibari, ni del zoco. Alí tampoco estaba en ella. Tampoco se vería el cine de la calle Chinguiti, ni la iglesia de don Elías con la cúpula de cerámica por encima de los plátanos. Una nube de pólvora y gritos había envuelto la ciudad y cegaba lo de antes. Su padre tampoco estaba en Larache. Y su infancia de escuela y de peleas en el Lucus se alejaba a la velocidad repentina de los años pasados, como si él, hasta ese mismo instante, los hubiera estado arrastrando de una cuerda, ahora la cuerda se hubiera soltado y hubieran empezado a caer cuesta abajo hasta perderse de vista. La rebelión, tan encendida como los temores de los suyos, le estaba devolviendo la distancia del tiempo, se la estaba devolviendo de golpe, con el vértigo de las cosas perdidas. Quedaba Salima. Todavía quedaba Salima antes de perderse definitivamente con los demás. Ella era una cara y él una mano con miedo de no volver a tocar. Se esforzó en evocar con precisión las facciones y ese esfuerzo -que trataba de acercar lo que los años sin Salima habían emborronado- le colocó otra vez en la habitación a oscuras, con Zora y Abdellah observando.

– Tengo que salir -dijo sin volverse.

Detrás continuó el silencio.

– Quiero ver a Salima esta noche.

– Eso no está bien pensado -respondió Abdellah suavemente.

Se dio la vuelta y les encontró de pie, los dos pares de pupilas agrandados en medio de las cosas incapaces de salir de la sombra. Se habría sentido más cómodo con la presencia de los objetos, reconociendo los espacios de la sala. Pero eso no estaba a su alcance esa noche. Sabía lo que los ojos de Abdellah y de Zora estaban diciendo antes de que Abdellah lo dijera:

– Hay que prepararse para mañana, por lo que pueda pasar. Hace falta un coche y hay que juntar todo lo que quieras llevarte y cargarlo. El dinero del banco lo tenemos en casa desde el mes pasado. Hay casi cien mil pesetas. Y también tendrías que hablar con tu tío. Quizá mañana sea tarde, eso es lo que hay que pensar.

– Después de que vea a Salima haremos el plan.

– Es mejor que veas a Salima cuando todo esté listo.

Caminó hacia ellos y apoyó las manos en los hombros de Abdellah como cuando eran pequeños y Martin quería algo del niño con la pierna de alambre.

– Voy a ir a buscar a Salima -dijo, pero no se atrevió a decir más, porque sintió la dureza de los hombros en vez del peso que esas manos hacían caer siempre sobre Abdellah.

– No voy a ir contigo -se apresuró a declarar el cojo.

– ¡Abdellah! -casi chilló Zora.

Martin retiró las manos y esquivó la cara que había contestado a su intención, todavía encubierta, con una dureza que llegó a sentir como una delación o un escarmiento. Había sentido en las palabras de Abdellah el deseo de herirle, pero no comprendía los beneficios que quería sacar de esa herida. Estaba convencido de que Abdellah le acompañaría desde el momento en que imaginó el encuentro con Salima. No sabía por qué. Simplemente se veía junto a ellos desde el primer instante hasta el último. Tal vez necesitaba a cada uno de ellos para el otro, por causa de alguna premonición que seguía oscura, o tal vez sólo había imaginado lo mejor igual que un niño cuando monta en su cabeza la escena completa de su universo propio y feliz. Y ahora le costaba deshacerse de la idea en el mismo plazo en el que tenía que curar el golpe.

– Tiene que actuar como un hombre, Zora -Abdellah se había vuelto totalmente hacia ella, prescindiendo de Martin y reforzando lo que ya estaba dicho-. Es un militar, lleva estrellas, pero se comporta como antes, como cuando era niño. Está soñando, mientras sueña le aparece una idea y, cuando despierta, esa idea tiene que mandar en los que están despiertos. A veces, el mundo deja que la gente como él juegue con sus ideas soñadas y, a veces, no deja. Hay que saber cuándo deja y cuándo no. Martin está soñando. Está escuchando a los de la plaza, incluso ha escuchado los tiros, pero la verdad es que no oye nada. Está soñando, Zora, sólo está soñando. Un niño, y piensa que si se aparta, la vida pasa de largo.

– La vida ya le ha cogido y le cogerá más veces. ¿Cómo puedes decir eso, Abdellah? ¿Es que no sabes? ¿Es que no sabes nada?

El tullido escondía la cara y se enroscaba en la muleta.

– Déjale que aprenda su propio despertar. Por mí no tiene que preocuparse. No tienes que preocuparte por mí -Zora se volvió hacia Martin y le dedicó una mirada entera, sin alegría ni tristeza, abandonándola en lo más hondo del rumi con la falta de esperanza de los que no tienen más que dar y no confían, porque desconocen su valor, en que les sea devuelto.

– Voy a salir -murmuró Martin, buscando entre los muebles a oscuras un pasillo hacia la puerta.

– ¡Quítate ese uniforme! -gritó Abdellah con una desesperación que se hizo sentir más que el riesgo que ese grito ponía en la quietud de las casas y la calle.

Martin se detuvo.

– Bastará con una camisa y unos pantalones -murmuró junto a Zora.

– Tráele una chilaba.

La mujer grande no reaccionó.

– ¡Tráele una chilaba, por Alá vivo! Y a mí me traes otra y el bastón que está arriba. La muleta se queda aquí.

– ¿Es que eres menos cojo que ayer? -contestó plácidamente la negra enseñando sus dientes de oro y una satisfacción profunda.

– No quiero que le vean con el cojo de Larache. Más le valdría entonces ir vestido de alférez y de paso tocar la corneta.

Salieron por la calle del terraplén y tomaron hasta el malecón. La noche era caliente, espesa e inmóvil. Las estrellas se curvaban sobre el horizonte de un mar que dormía en un silencio casi vivo. La luna roja iluminaba debajo el único reguero de agua que imitaba el movimiento con ondas negras en una superficie de escarcha. Doblaron por la trasera del Mercado y siguieron también por la del Grupo Escolar hasta dar en la rotonda arenosa donde espiaron a Salima la tarde de hacía muchos años en que la siguieron hasta su casa. No tropezaron con nadie. Las casas tenían las puertas y ventanas cerradas a cal y canto. Al torcer hacia la calle que habían buscado, Martin dijo:

– Todavía no he pensado qué voy a hacer cuando Temsamani abra la puerta.

– Hoy no es un día para preocuparse por Temsamani -contestó el compañero.

A medida que se adentraban en la calle, escuchaban murmullos en las ventanas altas de las casas. Algunas estaban abiertas, las únicas que vieron hasta ese momento. Aunque nadie estaba asomado a ellas.

– Este barrio quema -susurró Abdellah empujando a Martin hacia la acera de guijarros-. Ahora será más peligroso que a la luz del día. En cuanto llamemos a la puerta habrá cien ojos mirando. Ojalá no se les ocurra nada.

En cuanto el cojo dejó de hablar, escucharon una voz ronca que hablaba monótonamente a la altura de un balcón lleno de palmas. Detrás había luz amarilla y paredes amarillas. Una voz litúrgica dirigida a feligreses absortos o dormidos. Esa voz parecía el cauce principal adonde iban a morir los murmullos, como afluentes del río importante. Cuando se detuvieron ante la puerta de Salima se escuchó aún con mayor claridad.

Martin golpeó dos veces y no pudo evitar comprobar el efecto que habían tenido en la voz. Aquella especie de ronquido articulado no se inmutó. En los segundos siguientes notó que los golpes en la puerta los reproducía el corazón en el interior del pecho. La puerta azulada tenía agujeros de carcoma y nudos que la pintura no pudo disimular. Se fijó en esos detalles porque sabía que eran la última barrera antes de los ojos verdes y tristes, de la melena caoba, de los labios rojos como un dibujo, de los dedos pequeños y oscuros, de la risa silenciosa que hacía más ruido en su interior que una tormenta de golpes sobre aquella puerta. Abriría por la parte de arriba y él la atraería sin esperar a que estuviera abierta del todo. Era tarde, pero se irían. Otra vez a la playa del espigón, hasta la misma línea de espuma de la primera noche. Sólo que ahora no tendrían que volver a despedirse. Al cabo de seis años cobrarían la recompensa de la separación: estar juntos para siempre adonde le destinaran. Ya habían hablado en los intervalos fugaces en que se vieron durante esos largos seis años. Se vieron para acordar el futuro, sin tiempo para más, ni siquiera para disfrutar del tiempo escaso. Estaba decidido, el momento había llegado y todo empezaría en cuanto desapareciera la puerta azulada.

– No hay nadie -dijo Abdellah bastante lejos, a su espalda.

Martin tuvo la sensación de estar reconstruyendo palabra por palabra y después hacer combinaciones hasta dar con el sentido. Ni en la cabeza, ni en el corazón había dado la hora de tener inquietud. Era absurdo que al cabo de seis años una simple puerta fuera incapaz de abrirse. Abdellah hablaba desde muy lejos, no estaba allí y no podía ver lo evidente. Golpeó de nuevo, pero lo hizo con el puño cerrado y más veces.

– Cuidado, Martin -Abdellah estaba más cerca.

Fue el estruendo de la segunda llamada lo que introdujo en Martin la conciencia -una conciencia que entraba con esos golpes sospechosos- de que llevaba esperando y de que la puerta no se había abierto con la urgencia de su pensamiento.

– No está aquí. Volveremos mañana.

La voz ronca de la calle se había apagado. También los murmullos.

– Sabe que estoy aquí. Me está esperando.

Abdellah se puso muy cerca de Martin, tan cerca como si fuese a abrazarle. Con una suavidad exagerada le dijo:

– No están aquí. Estoy seguro.

Martin dio media vuelta y encontró la cara de Abdellah debajo de la suya. El cojo amagó un paso atrás, pero finalmente se decidió por mirar, con la cara desviada, una hilera de balcones altos.

– Tú le dijiste que yo venía hoy.

– Recuerda que te mandamos un telegrama.

– Pero tú le dijiste que yo venía hoy.

– Tal vez estén en la plaza. Mucha gente está allí – dijo Abdellah como si recitara algo.

– Ella no se quedaría a ver un linchamiento. Quiero que me digas qué te contestó cuando se lo dijiste.

– No me gusta este silencio. Nos están mirando. Hay que irse. Vámonos.

Martin cogió la cara de Abdellah y la volvió lentamente. El ojo de la cicatriz y la boca torcida se movieron como si estuvieran ensayando algo.

– Qué contestó cuando se lo dijiste.

La carne de Abdellah parecía derretirse en la mano del rumi. Sin embargo, la voz sonó firme:

– No se lo dije.

El pájaro cuellilargo agrandó los ojos líquidos y se inclinó sobre el cuerpo menudo. El silencio absoluto de la calle parecía discurrir entre los perfiles.

– Supongo que hay una explicación -murmuró Martin mientras la cara se crispaba alrededor de lo que decía.

– Sí -Abdellah cerró los ojos y la boca al mismo tiempo, en un gesto negativo que contradecía lo que acababa de pronunciar.

Durante los segundos en que Abdellah no dijo nada, la oscuridad, los faroles distantes de la rotonda, las casas mudas, los oídos y los ojos de las ventanas y balcones se convirtieron en testigos expectantes, con la atención amenazante concentrada en las dos figuras que discutían en la calle junto a una puerta que no se había abierto.

– Se han ido -dijo Abdellah con la voz a punto de transformarse.

– Se han ido -repitió Martin, con la necesidad de reproducir lo que oía antes de que llegara franco al cerebro.

– No quieren volver. No quieren que nadie vaya tras ellos.

– ¿Estás diciendo que se han ido para siempre? -farfulló desde la estupidez anonadada del que resiste a la verdad porque ha sido despreciado por ella.

El cojo no contestó. Martin quitó la mano de su cara y giró otra vez hacia la puerta.

– Martin…

El estrépito de astillas y bisagras se impuso en la calle como el estallido de una bomba caída en un centro inanimado que entonces empezó a mover sus ondas y a despertar. Se escucharon voces metálicas.

– ¡Están viniendo a por nosotros! ¡Sal de ahí! -Abdellah daba vueltas de peonza en el umbral de la puerta destrozada.

Martin pasó por delante de un fogón y siguió andando. Las paredes desnudas olían a la humedad del abandono. Entró en un cuarto con el suelo de ladrillo rojo y una cantimplora de hueso en un rincón. Dos pasos hacia el fondo encontró la última habitación del hogar prohibido durante años y del que era dueño por la fuerza cuando ya no quedaba nadie a quien buscar y cuando su presencia no era más que testimonio de una soledad impotente. Vio un vaso con flores secas de manzanilla, una jofaina y una estera. Y reconoció el lugar de donde Salima obtenía su olor, cuando nunca antes lo había identificado. Volvió a verla y a tocarla en la habitación a la que ya no volvería. Entonces la ausencia se hizo amplia dentro del hombre que le estaba llamando sin darse cuenta. Después de la última llamada, se acurrucó en la estera y sollozó sin una lágrima expulsando algo que ocupaba demasiado espacio.

No supo cuándo vio a Abdellah en la entrada de la habitación, apoyado en el bastón con las dos manos.

– Van a estar en la puerta enseguida. Vámonos, por favor.

– ¿Cómo sabes que no volverá? -Martin se rehizo de golpe con una pregunta tocada por el rayo fatal de la esperanza.

– Salima dijo que no la buscaras. Hablaremos en casa. Te pido por ella que nos vayamos de aquí. Ahora, Martin.

El rumi estaba de rodillas, con la chilaba más arrojada que puesta y las manos a medio camino de un gesto que enlazaba la cara y el estómago.

– ¿Por qué se marchó? ¿Por qué no tengo que buscarla?

Abdellah giró sobre el bastón y comenzó a marcharse. Con la misma decisión dio media vuelta y se quedó mirando a Martin.

– ¿Es que no conocías a Salima? ¿Es que no sabes quién era? ¡Español maldito! ¡Niño idiota! ¿Cuántas cosas esconde tu fantasía? -la ira repentina de Abdellah hizo que el bastón se levantara en el aire y el cuerpo deforme temblara sobre una sola pierna.

El de la estera le miró sin comprender.

– ¡Maldito! Salima se está muriendo. ¿Cuándo te lo dije? Tú sólo te acordaste un rato de que iba a morir. Luego hiciste planes que duraban mil veces su vida. ¿Por qué? Dime por qué, maldito. Sólo quiero saber cómo se olvidan cosas así. ¡Cómo se olvidan! ¿Dónde estaba su mal? ¿No te señalé su lado en el pecho? ¡Quiero saberlo! ¡Una muchacha del Lucus! ¿Quién creías que era Salima, Martin? -eran gritos que estaban parando el mundo, parando también a los que se acercaban a la casa como una multitud rumiante del dolor ajeno-. Ahora se ha ido a morir y no quiero verte llorar. No llores y acepta lo que debiste saber, lo que debiste recordar. Con un poco de valor, hermano, con ese poco de valor que te haga ponerte de pie. Ella tampoco quería lágrimas. Ella está bien. Disteis una oportunidad a ese amor y eso es más que su muerte. Lo habéis vivido y ya se acabó. Piensa que lo habéis vivido y que ella ha durado por eso. ¿No es eso la vida, Martin? ¿No es una oportunidad contra la muerte?

– Ha ido a morir -dijo un hilo de voz que salía del blanco.

Había sentido la muerte alrededor desde que llegó a Larache, sin querer sentirla. Hombres ahorcados y quemados, la rebelión. La presencia de esa muerte en el miedo de los vivos. Y se había sentido lejos de Salima poco a poco, de una forma egoísta, por elevación de la angustia de todos a sus propios sentimientos. Pero nunca unió los dos sentidos. Nunca relacionó la muerte en Larache con la distancia de Salima, nunca supo que eran esas muertes las que estaban hablando de la muerte de Salima. No era la rebelión, no era el negro quemado de Raisunik, ni el ahorcamiento del sumati, era Salima quien estaba muriendo y se alejaba de él hacía mucho. Pero él había necesitado muchas cosas para poder decírselo. Salima tenía la inmortalidad de su deseo, no la inmortalidad de Salima.

– Podía haber ido a morir conmigo -dijo adelantándose a otro pensamiento, el pensamiento de que, después de todo, lo que Salima dejaba con su desaparición era el cuerpo de Martin metido en un uniforme militar, cumpliendo un antiguo mandato del padre también desaparecido, arrancado de la ciudad que sabía amar y lanzado a un mundo que desconocía y al que llegaba con falsas herramientas: no estaba ella para que esas cosas no importaran, sólo dejaba el sepulcro de esas prendas bajo el que Martin jamás estaría vivo, ¿por qué no morir juntos?

Salió a la puerta arrastrado por Abdellah. Le vio blandir el bastón por encima de la cabeza y apartar a gente de la que sólo distinguió las manos y los dientes. Abdellah podía con él y con el bastón, y no era cojo otra vez. Igual que el día en el que escapaba de los Comerciantes, excepto que aquel día no escapó y ahora iba a escapar, a pesar de Martin, a pesar de que les acorralaban y a pesar de la pierna de alambre que le mantenía unido al suelo.