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– Hemos llegado con mucho adelanto, Zora.
La mujer negra, con el pañuelo negro en la cabeza y la sahariana negra siguió mirando el escaparate del otro lado del corredor -intermitentemente escondido por grupos de pasajeros- con una tristeza indiferente, cansada de deambular.
– Queda menos de una hora -contestó concentrándose ingenuamente en el brillo de la bisutería dispuesta en repisas.
Martin, con el uniforme de faena sucio y cargado de correajes, recién apeado de la tempestad de alguna maniobra, estaba sentado junto a ella en un banco largo, cerca de las taquillas donde colgaban nombres de trayectos. Les separaba una tají de barro en la que Zora apoyaba una mano que vigilaba lo más valioso de un equipaje hecho de hatillos.
– Tienes dinero para un taxi. Cuando llegues no cargues con los bultos hasta el muelle.
– No me gusta que te hayas dejado la barba, Martin. Parece que te escondes. Tu cara con barba es una cara escondida -dijo Zora sin apartar los ojos del escaparate.
– No me estás escuchando.
– ¿Por qué no? -fue una sorpresa ligera, casi desanimada.
El militar se echó hacia el respaldo. Luego miró en la dirección contraria de Zora y dijo:
– Desde que dijiste que volvías, no me escuchas.
– Nunca había visto una estación de autobuses.
– En Larache había una, la de mi tío. La has vistos más de una vez.
– Hay días en que no recuerdo cosas de Larache. Es verdad, las guaguas que iban a Tetuán. Pero no era una estación como ésta. A veces, no me acuerdo de cosas. Tengo miedo de volver.
– Abdellah está en Larache.
– Abdellah… -la mirada de la negra gigante dejó de ver durante un segundo las repisas y los brillos.
Martin volvió a mirarla. El perfil chato, la boca desmesurada y echada hacia adelante como la de un pez, cerrada sobre los apreciados dientes de oro, la piel negra que había sido ébano y que ahora trasparentaba una gasa lívida que subía del fondo de los años.
– Muchos días de aquí os he visto entrar juntos por la puerta. Por la puerta de aquí, no por la de Larache. Sólo sois niños, mis niños. Tan lejos. Muchos días de estos años entrando juntos por la puerta.
– Abdellah podía haber venido, si hubiese querido -dijo Martin en un tono que tenía mitades de disculpa y de consuelo y que, en realidad, no fue más que el reflejo de una parte blanda y removida de los sentimientos.
– Llegó Elisa y te estuvo esperando -Zora quitó la mano de la tají y la cruzó con la otra en el regazo, después se inclinó y la postura pareció tapar un hueco de frío-. No salió del salón. Leía revistas. Yo estaba preparando harira. Esa tarde llovió y se escucharon los cristales. Pensé que no estaba en la casa de Larache. No pensé nada más que en eso mientras se hacía la harira. Aunque Elisa no dijo nada, ni nadie hizo nada. Pero pensaba en eso y pensaba que ese pensamiento no se quitaría. ¿Elisa es guapa, Martin?
– ¿Guapa? No lo sé. Quizá es guapa.
– ¿Y cuando estás con ella piensas que no quieres nada?
– No sé lo que pienso cuando estoy con ella -había pasado de un desconcierto perezoso a la decisión completa de eludir algo.
– Tu tío está contento -deshizo el nudo de las manos y volvió a dejar una en la tají.
– Sí.
– No es como tu padre.
– Supongo que no.
– Tu tío ha vuelto y hace cosas para estar olvidando. Cuando te cases con tu prima pensará que eso también podía haber pasado en Larache. Así olvida. Y tú has encontrado una casa. Pero yo pienso en la casa de Larache que no está aquí.
Martin se llevó las manos a la cara. Luego las fue separando con una fuerza que estiraba la piel. Aparecieron los ojos líquidos asomados a una visión fija.
– Tengo que vivir aquí -dijo muy bajo, repitiendo algo que podía desaparecer-. Tengo que vivir aquí.
– Tienes el cuartel, la casa de tu tío y pronto tendrás mujer. Está bien todo. Y tal vez creas que un cuarto es igual que otro cuarto.
– No quiero que hables así. Te pido que no hables así, si lo único que vas a hacer es marcharte -la voz de Martin salió con mezclas desiguales de aire.
Volvió a mirar a Zora y vio el perfil con lágrimas abultadas como si salieran de un manantial espeso.
– No quiero que te vayas -murmuró poniendo las dos manos sobre la que estaba en la tají.
– Y yo no quiero que tengas miedo.
– No tendré.
– Entonces dejarás que me vaya y sólo lo lamentarás cuando te acuerdes de mí. Sólo entonces.
Martin retiró las manos y ladeó la cabeza de un modo que pareció retraerse hacia un cobijo entre el pecho y el hombro.
– Tampoco quiero que digas que volverás a Larache -el líquido de Zora empezaba a gotear cerca de la barbilla.
– No lo diré.
Salió de su cobijo oblicuamente, hacia una zona de campos intermedios con Zora.
– Ahora puedes decirme por qué Abdellah no quiso venir a Madrid.
Martin trató de endurecerse y dar un giro a la conversación.
– Eso sólo lo sabe Abdellah.
– Entonces dime lo que crees tú.
– Lo que yo creo es mío y no vale nada.
– Zora…
Por vez primera desde que estaban en la estación se cruzaron. En los rasgos de la negra había una mueca que podía precipitar, casi al tiempo, una carcajada o un sollozo. Dos de sus dientes de oro asomaron por la boca deformada. Martin estuvo a punto de pedirle que olvidara todo y que sólo pensara en el muelle de La Línea, en el autobús de Tánger, en la llegada, la tarde próxima, a Larache.
– Tal vez creyó que tú no te marchitabas, sino que tú huías de Larache. Tal vez creyó que él no tenía motivos para huir. Tal vez creyó que él no tenía que escapar con los que escapan. Tal vez tú no miraste atrás mientras corrías. He pensado mucho en Abdellah cuando no vino. Demasiadas cosas parecen verdad. Pero han pasado los años y hay otras que también son verdad. ¿Qué importa ahora?
– Desde que dijiste que te ibas he estado soñando con cosas de allí. Pero no son sueños. Son las cosas tal como fueron entonces. El sueño no pone nada: todo es exacto. Parece durar lo mismo, igual de rápido o de lento. Es lo de menos. Lo peor es que todo es idéntico. No, no es idéntico, es que está vivo, es que está ahí. Suele estar Salima. Hace un gesto o dice una palabra que yo había olvidado, olvidado del todo, pero hace que me despierte y me acuerde. El otro día vino a buscarme a casa, a la casa de mi padre. Cuando salía para ir a buscarla, la encontré sentada en la grama del jardín con una falda blanca, de esas que tienen vuelo y se ajustan a la cintura, y una camisa de flores. Igual que las chicas que iban de la península en vacaciones. Me dije: ahora sí que es un sueño, porque Salima jamás se atrevería a venir a la casa y menos vestida como una beldi -Martin se cogía el pelo desde los brazos apoyados en los muslos, mirando desde abajo el rostro de Zora que controlaba su emoción con una presión de los labios estriados-. Cuando me acerqué me dijo: ¿te da vergüenza? Era su voz igual a la voz de siempre, que cantaba sin darse cuenta, con una campanilla, yo sé lo que era esa campanilla. La voz que estaba olvidando, Zora, porque lo que más me cuesta de ella es ese timbre que sólo sonaba con ella. También me costaba en la Academia, en cuanto me separaba un poco, un día o sólo unos kilómetros. Así como su cara, no. Su cara la tengo grabada y está cada minuto de cada hora del día, no he dejado de verla un solo día desde el primer día. Cuando han pasado horas sin acordarme y después regresa, es como si yo hubiera estado haciendo algo falso en ese tiempo, como si hubiera hecho cualquier cosa, incluso mala, para que ella no estuviera allí, como se hace con un miedo y después vuelve el miedo más fuerte que antes, porque te preguntas cómo es posible haberlo olvidado, qué fuerte debe ser el miedo para que haya algo más fuerte que él y a lo que, sin embargo, retorna. Ayer pasé con el coche por una calle por la que paso siempre y la vi bebiendo en la barra de una cafetería. Seguí conduciendo y pensando que debería volver a pasar por la cafetería. Pensaba: puede que me esté buscando. El pensamiento empieza a salir fuera de mí, se escurre a los cuerpos y se queda en ellos con la cara de Salima. Mientras estaba sentada en la grama, mientras me hacía la pregunta y yo me iba acercando, me fijé en los lunares del borde de los párpados. Eran dos en cada ojo, dos motas grandes más claras que los lunares corrientes, con una forma de estrella. Recuerdo que pensé que eso tenía que ser también del sueño, porque yo no me acordaba de esas motas. Antes de que contestara a si me había dado vergüenza, me desperté. Entonces me acordé de que Salima vino a buscarme un día en que yo volvía por la noche a Tánger y después a Zaragoza, vestida de la misma manera y de que Salima tenía esas motas en los ojos y de que yo solía decirle que eran por no haberse lavado de pequeña. Bajé a la calle y no podía estar en la calle, todo me apretaba. Entonces volví a subir y me quedé en la cocina contigo, haciendo comida y te hice hablar de Larache hasta que fue de noche. Poco a poco, mientras tú hablabas de Larache, yo fui saliendo de Larache y respirando. Pero no dejo de pensar, cada mañana que salgo de casa, que ese día puedo encontrar a Salima en cualquier calle por la que yo pase.
Martin echó aire y volvió a estirarse la piel de la cara con las dos manos.
– Por eso importa, Zora. Por eso importa Abdellah, igual que importa todo lo que sigue vivo. Tan vivo como si los últimos ocho años hubieran pasado en esta estación esperando que alguno de nosotros volviera.
Zora se inclinó hacia Martin y le rodeó la cabeza con los brazos.
– Así sueñan los muertos, niño. Con todos los detalles de un tiempo que se les hace largo.
Martin tocó los brazos que le cubrían como si se pusiera una corona que le protegería contra el dolor mientras pudiera tocarlos. Escuchó el rumor que venía de los labios de Zora, una especie de gemido que canturreaba en sordina.
Por los altavoces avisaron del autobús que partía para Cádiz.
– Quítate la barba, niño. Parece que te escondes. Se levantaron y recogieron los bultos del banco y del suelo al ritmo pesado con que se desembarazaban de la emoción.
– Quiero que me compres algo, Martin -volvió a decir mientras pasaban ya cargados por el escaparate de la bisutería.
– ¿Que te compre algo? ¿Dónde? -contestó embotado.
– Algo de aquí -Zora miró a Martin con una sonrisa pequeña y volvió la cabeza hacia la vitrina. Se aproximó sin entender.
– No son más que baratijas, Zora. Yo no quiero comprarte nada así.
– Si me lo compras, lo llevaré siempre conmigo. Y además te lo cambiaré por la tají.
Los dos miraron a la pieza que la mujer llevaba bajo el brazo y Martin sintió un deseo absurdo y desesperado de quedársela. Como si en el apero de barro se encerrasen lo que compartían y perdían y, de repente, él pudiera ser el único propietario de los restos de una despedida y de un mundo que se iba alejando.
– No quiero quitarte tu tají. No te la cambio por nada -dijo.
– ¿De verdad no la quieres? -insistió ella descargando lo que llevaba y acercando la tají como una ofrenda hacia donde estaba Martin.
Siguió estirando sus brazos hasta que él, sintiendo el esfuerzo con que Zora aguantaba la pieza pesada, se deshizo de sus bultos y la cogió por la base. Allí debajo se encontraron las manos y mantuvieron el contacto prolongado de las yemas, una caricia donde ninguno de los dos podía verla. Martin supo lo que Zora le entregaba con su tají y Zora se dio cuenta de cómo se iba abriendo paso entre las paredes de Martin, cómo se quedaba allí y qué poco de ella se llevaría el autobús que estaba a punto de partir.
Martin miró el escaparate y se paró en dos pendientes de piedra roja, con forma de gota.
– Quiero escoger yo lo que te lleves -dijo.
– Yo también quiero.
Cuando estaban pasando a la tienda, Zora dijo:
– Pero no digas que volverás a Larache, no lo digas, Martin -y los ojos se llenaron del agua densa.
– No.