37568.fb2
– No has cruzado, no puedes engañarte -el viejo se movía de un lado a otro, hacía amagos, se quedaba quieto-. No puedes engañarte. Lo sabes todo. ¿Qué puede decirle nadie al que ya se conoce?
Se escuchaba el silbido de un aspa en el aire.
– Matarás. ¿No has dicho eso? ¿A mí, Martin? Entonces pasarás y estarás con los tuyos. Sólo entonces – el aspa debió acercarse, el viejo se agazapó mirando hacia arriba-. Pensaste deprisa. Así nunca tendrás que cruzar. Tú no puedes matarme. Pero he llegado a ver cómo creías tu propia excusa.
La franja oscura planeó sobre el que hablaba y se estrelló en el hombro que había esquivado a medias. El cuerpo saltó en la dirección del golpe y cayó a un par de pasos. Al otro extremo de la franja estaba el soldado, con ojos helados y una expresión instintiva.
El viejo volvió a mirarle desde el suelo, levantándose. Aparecieron las marcas en la mandíbula y la repugnancia rabiosa del contacto.
– El cobarde que ha crecido del cobarde, el enano a hombros del gigante. El cobarde que no se atreve a vivir sin dolor. Que se defiende de la felicidad como nunca se defendió de su desgracia.
La cara de Martin ya era incapaz de variaciones: una especie de máscara a la que servía. Avanzó y volvió a descargar el cinturón lleno de aquel polvo. No le acertó, pero el otro rodó para protegerse de golpes que se encadenarían.
– No puedes engañarte. ¿Qué harías tú sin que te hicieran daño? ¿De dónde te alimentarías? Huye del reposo, amigo. Huye de los que te aman. Nadie huye mejor que tú.
Fue un grito congelado, un sonido que salió de la boca del soldado ya roto, sin descomponer, ni siquiera corregir, lo que ya estaba escrito en esa cara.
El viejo se lanzó al lado contrario con un movimiento de pez al escurrirse. Al pegar en tierra, el cinturón levantó una humareda pequeña junto a los pies del cuerpo zafado.
El soldado miró la hebilla perdida en el suelo. Luego movió la cabeza hacia el extraño, caído y que se revolvía para tenerle otra vez de frente. El brazo armado hizo el gesto de sacar algo del bolsillo contrario. Pero apareció por encima de la cabeza y el cinturón siguiéndole como una estela. No dio tiempo a que el caído le enseñara su asco. El cinturón le buscó deprisa, muchas veces, acertando. Las quejas sonaron igual que bufidos, no como dolor, echando fuera algo más que aire.
Martin se fue encima del cuerpo que se había ido encogiendo y refugiando sin conseguir levantarse. Se lanzó con el cinturón agarrado como una presa y cayó cerrándolo. Pero no encontró el cuello para llenarlo. El viejo había rodado otra vez mientras Martin saltaba a buscarle.
Los dos quedaron tendidos y mirándose. El extraño se abrazaba boca arriba, con la camisa desgarrada y señales oscuras, pero la cabeza levantada y vuelta hacia el soldado -los ojos despojados clavándole en la distancia y la presión de la carne tocaba subiendo hasta los labios-. Martin estaba de bruces, con la correa cogida delante de la cara y también la mirada midiendo. Durante ese momento, que no era más que un intervalo, las caras se parecieron en la expresión superior a su forma, en el propósito que las vaciaba y en la sensación de que detrás de esas caras no había nadie y, si lo había, sería un esclavo de aquel vaciamiento, de aquel propósito -habían llegado a parecerse en el momento en que compartieron la misma hostilidad.
El soldado dio un giro completo y el cinturón salió por el revés a buscar al otro. Consiguió cazarle, sonó otro bufido, pero el arma se quedó atrapada allí dentro. El extraño estuvo más rápido. Dio un tirón volcándose hacia el lado que le alejaba de Martin y Martin soltó el arma después de sentirse arrastrado. El otro vio el cinturón en su poder, echó un vistazo por el rabillo, se incorporó deprisa y corrió hasta una distancia en la que pudo volverse y amenazar con el arma robada.
Martin no hizo nada. Se quedó contemplando lo que hacía el enemigo con una paciencia fría, endurecida como lo demás, hasta ver en qué terminaba.
El extraño estaba de pie y con el cinturón levantado, pero eso no pareció un gesto de ataque, ni nada inminente. Parecía la pose rígida que protegía un espacio. Tampoco una tregua, sólo la conciencia de un acoso y de un contacto que repudiaba por encima de la victoria o de la derrota, de las heridas y de la humillación. Con la desesperación que había conseguido escapar por el momento de roces, golpes y asedios.
Primero vio a Martin tomar impulso a cuatro patas y coger velocidad en esa postura. Después elevar el tronco y lanzarse sobre las dos piernas en un salto sin piernas ni brazos. El extraño soltó el golpe, pero antes habían chocado y en una fracción inmóvil de ese choque, el cuerpo del extraño se doblaba en el aire con el cinturón en la espalda del soldado y el soldado entraba hasta el fondo del cuerpo doblado igual que un proyectil, enroscado y las esquinas de los huesos por delante.
Ninguna fuerza se llevó a la otra. El choque las sujetó en una altura y luego las expulsó a los lados con el mismo empuje. Las cartucheras se quedaron en una tierra de nadie y divisoria.
El soldado sacudía la cabeza, de rodillas, buscando el equilibrio en puntos del suelo, mientras el extraño izaba el cuerpo de costado, con dos brazos de fibras hinchadas, y observaba el final de piernas juntas en una posición irregular como si se hubieran quedado dormidas.
Antes de que estuviesen despejados, ya se arrastraban hasta el cinturón. Lentamente, como si fuera el cinturón quien les traía con una mano invisible.
Lanzaron los brazos al mismo tiempo, pero no al cinturón que había debajo, sino a la cara que les había mirado cuando llegaban al cinturón. Quedaron trabados en un nudo de manos que repelían el mismo rostro que acercaban y que desfiguraban. Ese nudo, tras tiempo de tensión y de cierre, acabó atrayendo los cuerpos, que se quedaron juntos y de rodillas. Se observaron a través de lo que cada uno rompía o escondía del otro con dedos, puños y brazos, con las caras tocándose: la rabia de verse aumentó las ganas de dañar y romper Arañaron y golpearon lenguas, dientes, orejas, metiéndose hasta el revés de la piel. Se vieron en los ojos del otro y encontraron su parecido en la superficie del mismo dolor.
Aflojaron al tiempo, esta vez no salieron despedidos, sino que parecían despedirse en un debilitamiento que se derramaba por encima de ellos, aplastándolos poco a poco, hasta que las caras y el nudo se quedaron cerca del suelo y las manos resbalaron de la cara a la nuca, a los hombros y finalmente abajo.
Cada uno retrocedió entonces a un sitio donde tocar las heridas. No hubo intentos de quedarse con el cinturón, ni de interrumpir la retirada.
No tenían necesidad de tocarse: podían comprobar en el adversario lo que estaba desgarrado, los restos abultados, las hendiduras y las brechas, las máscaras ahora de sangre, con lados espesos y lados torrenciales, que ya no les dejarían ver el rostro hasta después de mucho.
Martin empezó a levantarse antes. Cuando lo hizo del todo, el cuerpo no estaba derecho. La cabeza y el tronco se torcían, dolidos o fracturados cerca del pecho o más arriba. Miró por ojos semicerrados al extraño que yacía ocultándose con las manos, una pierna encogida y oscilando igual que un péndulo de dolor.
Pisó el cinturón y se arrugó como si fuera a cogerlo. Se paró a medio camino y se quedó pensando en ese gesto inacabado. Sin enderezarse, la pierna hizo un movimiento de coz y el cinturón saltó hacia atrás.
El extraño le estaba observando. Había separado las manos sin terminar de quitarlas de la cara destrozada, apartando una cortina o concentrando algo que se disolvía en órbitas de sangre. Lo único que pudo incorporar fue la cabeza, que aguantó viendo al otro acercarse.
– No puedes matarme y lo sabes -dijo con una convicción tan tocada como sus miembros.
Nada del soldado le contestó.
– No podrás.
Martin miró primero sus pies y luego el cuerpo tendido. Después se dejó caer encima del extraño. El extraño trató de apartarle con una fuerza sin puños, arañando y quitando.
Le sujetó por las muñecas y bajó a su cara. No era distinta. Buscó con los labios hasta encontrar los otros labios. Sintió el aire del otro que le expulsaba y le escupía. Apretó los suyos hasta el fondo, hasta los dientes y las venas. La cabeza que se sacudía no estaba escapando del beso. No escaparía.
Quizá pensó que podría tenerle así el tiempo que quisiera, tanto tiempo como había estado dispuesto a esperarle y en la imagen de ese tiempo -de ese beso que dolía más que cualquier violencia y que buscaba lo íntimo- aflojó un poco los labios.
El extraño pudo sentir la libertad escasa que al menos ya no le aplastaba contra el suelo y en esa libertad mover la boca contra lo que podía volver a quitársela. Sus dientes se clavaron hasta el final. El soldado se los quitó tirando de su propia boca y dejando un resto en la otra.
Se llevó las manos a la boca desgarrada. Miró a un cielo que no le veía y se despegó del cuerpo que tenía debajo, andando de rodillas hasta salirse. El extraño dio vueltas, se detuvo y empezó a arrastrarse hacia el río.
– No puedes engañarte -iba diciendo adonde no le escuchaban-. Nadie huye mejor que tú. Ten cuidado si es verdad que puedes vencerme. Me necesitas. Siempre te has escondido y ahora te escondo yo. ¿Quién abandonó a Abdellah en el puente? ¿Quién olvidó el pecho de Salima? ¿Obedecí yo a un padre al que no creía? ¿Quién se casó con Elisa? ¿Amelia viviría siempre?
El cuerpo del extraño se desplomó. Levantó una máscara de tierra que buscó el río.
– ¿Y el pelotón del zoco? Conocías ese zoco -dijo, escupiendo débilmente la arena de la boca-. El sitio donde no quisiste esconderte el día que empezaste a esconderte de todo. El sitio donde quisiste morir, pero no solo. Un pelotón. ¿No habías aprendido nada y eras coronel?
Continuó arrastrándose hacia un río que se estaba yendo lejos. Detrás de él, el soldado se agarraba la boca y comenzaba a perseguirle moviendo las rodillas en un esfuerzo igual de lento y de imposible.
– Yo te di el dolor. Necesito el dolor. Está bien. Pero yo no soplé en tu oído ciegas esperanzas. ¡Yo, no!
Se agitaban sin avanzar, luchando contra una fuerza que salía de sus costados y que parecía indiferente a la presencia que iba delante o detrás. Como si la lucha se hubiera reducido a lo que cada uno llevaba y allí un extraño peleara con el extraño que acababa de llegar.
– ¿Qué duele más, mi dolor o tu esperanza?
La línea del día salió del horizonte, iluminando a los ensangrentados que peleaban contra sí mismos mientras se perseguían.
– Quizá me has vencido. Es todo lo que vas a tener. Yo no te esconderé más.
Y con un último esfuerzo, igual de inmóvil que los otros, el viejo rozó el agua con los dedos.