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Una mancha roja derivaba hacia la derecha arrastrando un capote negro. Esas dos luces dividían el cielo y también los ojos del hombre que estaba tendido. Cuando la mancha se encogió en un lado del horizonte, el capote fue dejando una noche blanqueada, pero sin estrellas, como si esa clase de oscuridad se resintiera con un resplandor tenue del universo que estaba cubriendo.
Empezó a incorporarse con una sensación de cuerpo dormido, aunque los músculos respondieron sin esfuerzo y sin dolor. Le sorprendió esa obediencia que estaba separada de él. Se quedó sentado en la noche visible, mirando alrededor. Al final, todas las miradas volvieron al cuerpo inseguro que continuaba despertando bajo ropa color arena, con bolsillos grandes en la pernera y en el pecho y un cinturón de cartucheras. En el chaquetón llevaba un escudo.
– ¿Es un soldado? -preguntó en voz alta como si se dirigiese a otro y hablara también de otro, sospechando que la palabra había aparecido antes que el significado de la palabra.
Respondió encogiendo las piernas y abrazando las rodillas. Soldado. Por el vacío de la cabeza pasaron nubes altas de polvo que hacían un ruido de piedras contra superficies duras. Un ruido continuo. Fue todo lo que encontró en la palabra «soldado». Había apretado las rodillas hasta que empezaron a doler y pensó que la palabra soldado tenía que ver con aquella forma de sujetar el cuerpo.
Desató su propio nudo a medida que se iban marchando las nubes y el ruido. Volvió a mirar afuera y comenzó a levantarse. La noche, con su resplandor apagado, se curvaba en el horizonte como si sostuviera en vilo un islote vagabundo de tierra.
Cuando se puso a andar, notó que el suelo se descomponía. No vio árboles, montañas, ni otras marcas. ¿Un desierto?
Imaginó el desierto y el hombre que lo atravesaba. Caminar por la noche y protegerse en el día, pensó. Sobrevivir. En el suelo que se deshacía en los pies.
Sentía las fuerzas, pero también una presión vacía desde la cabeza a otras partes. Una carencia general -quizá de no haberse alimentado- que acababa en la sensación de estar despertando, despertando siempre.
Vio que estaba detenido ante el río cuando hacía tiempo que estaba detenido ante el río. El río lleno y poderoso que se había cruzado en el camino inconsciente. El agua corría en el sentido en que había desaparecido la mancha roja del cielo. La impresión, por su abundancia, tuvo algo de irreal y el pensamiento tardó en registrarla. Pero las aguas seguían allí y el camino estaba cortado.
Un río. La noche le daba un volumen neutro, pero indiscriminado que tal vez lo agrandaba. Miraba la otra orilla, seguro de que no podría llegar. ¿Cuántos pasos?
Ni árboles, ni montañas: un río que no podría atravesar. Estaba allí y era más fuerte que cualquier dirección probable. El vacío de dentro se transformó en un agotamiento preciso. Se escurrió al suelo y volvió a quedarse sentado, con los ojos salpicados por el brillo superficial que el agua recogía de aquel cielo.
Creyó estar dormido y despierto a la vez, suspendido ¾como el islote en el horizonte¾ de un punto del universo sin suelo.
Miedo. Un miedo absoluto a no volver a tocar tierra y a volar como las nubes que había visto. Hizo un esfuerzo por mantener los ojos muy abiertos y escapar del vértigo. Entonces descubrió al hombre que le miraba desde la otra orilla.