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– ¿Martin? -abrió los ojos, la misma mancha roja derivando con el capote negro detrás.

Se levantó de un salto, se encogió como si esperase una embestida y empezó a girar sobre sí mismo con las manos a la altura de la cara. Allí estaba el río, la llanura de suelo pesado y el horizonte sin señales debajo del cielo curvo. Pero no el extraño. Se dejó caer igual que si le hubieran lanzado una carga con la que no podía. Luego retrajo las piernas y hundió la cabeza en aquel refugio hecho con su propio cuerpo. Un refugio sacudido por sollozos secos que se entretuvo en escuchar como si no fueran suyos -y quizá no lo fueran, porque entre las cosas que no recordaba también estaban los sollozos, aunque también le pareció que por mucho que sollozara, él, y muy posiblemente ningún otro, nunca podría reconocerse en una desesperación tan neta, tan arrancada de un espíritu que hasta entonces había parecido humano.

No vio al extraño, el extraño se había ido al despuntar el día. Cansado de sus patadas, chillidos, arañazos y cansado de la propia obcecación en no soltar la cazadora y en querer ventilar el asunto con una sola mano. Amaneció con la misma luz encarnada que ahora se iba, subiendo del horizonte de donde venía el agua una línea encendida. El extraño estaba de rodillas y le agarraba de un talón, en una postura en la que cualquiera hubiese dicho que sólo quería descalzarle. Dejó caer el pie, le lanzó la cazadora a la cara y se metió en el río sin mirar atrás, con un caminar de verdadero cansancio en el que la corriente -que por la noche le había empujado a cruzar- parecía rechazarle y negarle la otra orilla.

Se durmió con la sensación exhausta de algo parecido a una victoria y ahora, al despertarse, descargaba la tensión que, de no ser por el agotamiento, habría descargado cuando el extraño se fue. Visto con distancia, la distancia de un sueño largo y la de la ausencia del enemigo, el extraño no le parecía tan fuerte ni tan decidido como cuando le vio llegar. Seguramente no era más que una de esas centinelas individuales que se dejan en un territorio demasiado grande para controlar movimiento de tropas. Una especie de loco de la guerra, camuflado en pleno desierto, que sobrevive durante meses con un poco de alimento en conserva y un pellejo de agua y que en él había encontrado un motivo para salir de la monotonía. Pero que una vez exprimido el motivo, volvía a su agujero con entretenimiento suficiente para pasar otros cuantos meses.

Sí, estaba seguro. Todas las cualidades que puso en el extraño, las había puesto su propia debilidad. Si él mismo se hubiese sentido fuerte o, por lo menos, hubiese sabido quién era, la refriega -sin armas, además- no habría pasado de un malentendido y algún tortazo.

Sacó la cara del refugio y miró a un punto del infinito que reflejó su propia mirada.

– ¿Martin? -volvió a preguntar.

No se sentía tan descansado como en el despertar de la noche anterior. Y las imágenes que le estaban pasando por la cabeza -una calleja azul y sucia, cinco niños, un puente y un mar, una iglesia donde uno de los chavales se refugiaba, un terraplén, un hombre mayor- no le parecieron exactamente las de un sueño, sino que tuvo la sensación de haberlas estado viviendo o de haberlas vivido, antes o durante el sueño, y que el haberlas estado viviendo o haberlas vivido le había quitado descanso o le había cansado más.

Era una historia entera de la que había aparecido un pedazo, sin la seguridad de que esa historia fuera suya, aunque tenía la certeza de que esa historia era anterior a aquel sitio y, por tanto, la había traído de fuera. No le resultaba especialmente familiar. Alguien llamado Martin se la contó alguna vez. Tenía la sospecha de que las imágenes estaban vistas por el tal Martin. O por alguien que le conocía muy bien. Tal vez él mismo.

Además, había en ella algo paralelo a lo que había sucedido con el extraño. Quizá fuera sólo que la violencia de la lucha disparó el resorte de otra lucha que se contó a sí mismo mientras dormía. Quizá no había que buscar nada familiar en una historia donde el que la soñó pudo haber mezclado lo que sabía o lo que tenía con el hilo que inventó para unir todo. Y él debía evitar por todos los medios que la necesidad de agarrarse a algo concluyera en una fantasía engañosa que llenaría el vacío de la memoria con material absurdo. Aun sabiendo lo difícil que era elegir entre no ser nada y ser cualquier cosa.

No debía darle muchas vueltas. Lo importante en ese momento era echarse a andar en una dirección. Por lo menos, tenía la tranquilidad de saber que el extraño se había ido.

Pero se equivocó. El extraño estaba allí.