37593.fb2 Como Me Hice Monja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

Como Me Hice Monja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

10

Todas las cosas que habían ocurrido, habían contribuido a hacer pasar el tiempo. De pronto yo, que no advertía nada, sentía que el aire cambiaba de consistencia, que hacía menos frío, que los días eran más largos… Llegaba la primavera. Era como si el año quedara atrás, y al hacerlo se fundiera en un bloque muerto, extraño a mí. Secretaba todas las pequeñas diferencias, los movimientos, temblores, pensamientos, los expulsaba a todos del presente, donde yo palpaba una novedad un poco salvaje que me embriagaba. No es que me dejara llevar por el optimismo -mi experiencia era demasiado unilateral para eso, y de todos modos no habría sido mi estilo. Era más bien la percepción de un ciclo, pero como mi vida, podía decirse, había empezado ese otoño, poco después de nuestra llegada a Rosario, no veía el cielo en su repetición sino en su línea recta. En una palabra, creí que las cosas estaban por cambiar.

¿Y por qué no iban a cambiar, si el mundo cambiaba a mi alrededor, y yo misma cambiaba también? La escuela ya no me llamaba la atención, la ausencia de papá tampoco, el juego de la maestra tampoco, la radio tampoco, Arturito tampoco. Era como si todo se gastara y se hiciera transparente… Y yo me aferraba a la transparencia, pero sin angustia, sin dolor, como si no fuera aferrarme sino atravesarla, como un pájaro. Sentía el anhelo de espacios abiertos, como los había vivido en Pringles; aunque yo no tenía recuerdos de Pringles; una amnesia completa me separaba de mi vida anterior a Rosario, que había sido la invención de mi memoria. Pero los espacios de Pringles no eran un recuerdo. Eran un deseo, una especie de felicidad, que podía estar en cualquier lado: todo lo que tenía que hacer era abrir los ojos, extender la mano…

Ese espacio, esa felicidad, tenía un color: el rosa. El rosa de los cielos al atardecer, el rosa gigante, transparente, lejano, que representaba mi vida con el gesto absurdo de aparecer. Yo era gigante, transparente, lejana, y representaba al cielo con el gesto absurdo de vivir. Mi vida era mi pintura. Vivir era colorearme, con el rosa de la luz suspendida, inexplicable…

En nuestro barrio las casas eran bajas, las calles anchas, los espectáculos celestes estaban al alcance de la mano. Mamá empezó a dejarme ir sola a la escuela, que estaba a cuatro cuadras. Yo hacía lento y difuso el trayecto, sobre todo al regreso, cuando se desplegaba el crepúsculo. Me ganaba la libertad, el vagabundeo. Descubría la ciudad… Sin entrar en ella, claro está, limitándome a mi rincón marginal… La adivinaba desde allá, sobre todo desde el río, al que todos los días le echaba una mirada, porque estábamos cerca y siempre había una oportunidad. Por supuesto, no me perdía ocasión de salir. La acompañaba a mamá cada vez que salía… En realidad, siempre la había acompañado, ella no se atrevía a dejarme sola en la pieza, quién sabe con qué temores. Pero ahora yo había inventado un modo de acompañarla que me encantaba. A mí todo lo que me gustaba se me volvía un vicio, una manía. No conocía términos medios. Mamá tuvo que resignarse, aunque le causaba toda clase de problemas e inquietudes. Lo que yo hacía eran las "persecuciones". La dejaba adelantarse, cien metros más o menos, y me escondía, y la iba siguiendo escondida, yendo de un árbol a otro, de un zaguán a otro… Me escondía (por puro gusto de ficción, ya que ella, hastiada, había terminado por no darse vuelta a mirarme) detrás de cualquier cosa que me cubriera, un auto estacionado, un poste de luz, algún peatón… Cuando ella doblaba, yo corría hasta la esquina y la espiaba, la dejaba alejar, acechaba la ocasión de ganar terreno oculta… Si la veía entrar a un negocio, esperaba escondida, la vista fija en la puerta… Cuando llegaba de vuelta a casa, era un anticlímax. Me quedaba media hora en la esquina para ver si volvía a salir, al fin entraba, y las más de las veces recibía un bife, mis estrategias la ponían nerviosa, y no era para menos. Casi siempre la perdía. Me pasaba de lista, lo hacía más difícil de lo que debía ser, y la distancia que nos separaba ya no era ni poca ni mucha, porque había desaparecido. Entonces volvía a casa, me escondía en el zaguán, no sabía si había vuelto o no… y ella a veces tenía que interrumpir sus compras para volver, cuando se le hacía evidente que yo no la estaba siguiendo… Entonces me daba un bife y volvía a partir pero arrastrándome de la mano, que apretaba hasta hacerme crujir los huesos… Yo era incorregible. El juego era mi libertad. Curiosamente, mientras lo practicaba nunca me daba mis famosas instrucciones mentales, aunque esa actividad era ideal para ellas… Es que las persecuciones ya eran instrucciones en sí, eran mapas, eran ciudad… Mamá no salía de un radio muy limitado alrededor de nuestra morada, siempre las mismas calles, los mismos recorridos, el almacén, la carnicería, la pescadería, la verdulería… No había peligro de que yo me perdiera. La perdía a ella, siempre, tarde o temprano, pero no me perdía yo. Aunque ella no renunciaba al temor de que me extraviara. Y no podría habernos extrañado que sucediera. No sé cómo no me perdí nunca.

Lo que no me explicaba yo misma era cómo podía perderla, cómo se podía hurtar a mi tenaz y lúcida persecución; cuando lo pensaba, me parecía la faena más simple del mundo. En mi subconciente sabía bien que lo último que quería mamá era que yo la perdiera de vista. Sólo en mi juego era una astuta delincuente que advertía que la sutil detective la estaba siguiendo, y la desorientaba, o trataba de hacerlo, con maniobras sagaces… La pobre mamá me habría llevado con una correa. Pero, incapaz de impedir que yo me demorase y me escondiera en un zaguán esperando tenerla a cierta distancia, lo único que pedía era que yo no la perdiera de vista… Si por ella fuera, habría ido dejando un reguero de miguitas o botones, o se habría hecho fosforecente o habría llevado una bandera en alto, para que la idiota de su hija no la perdiera otra vez… Pero no podía. No podía ponerse demasiado en evidencia, porque eso habría significado entrar en mi juego; habría sido fácil para ella, caminar despacio por el medio de la vereda, bien visible, detenerse un minuto en todas las esquinas, hacer lo mismo en la puerta de los negocios donde iba a entrar… Así estaría segura de que yo seguía atrás. Pero no podía entrar en mi juego, no era que no quisiera sino que no podía, era casi una cuestión de vida o muerte, no podía entrar en mi juego, no podía darme esa importancia. Y mucho menos podía hacérmelo deliberadamente difícil, ocultarse, librarse de mí de entrada nomás, eso no habría ofrecido dificultades, qué va, pero era doblemente imposible, porque ahí intervenían sus sentimientos maternales, su preocupación. Lo único que le quedaba era actuar con naturalidad, hacer sus compras como las haría si fuera sola, como si no la siguiera nadie… ¡Pero tampoco podía! Eso menos que lo otro. ¿Cómo iba a poder, si tenía en las espaldas mi mirada, si sabía perfectamente que yo venía cien metros atrás, oculta detrás de un perro, de un tacho de basura? ¿Qué le quedaba entonces? Se veía obligada a una combinación de las tres imposibilidades, negándose siempre a cualquiera de ellas y rebotando de una a otra…

Envalentonada por mis fracasos (¡que otros se envalentonaran por sus triunfos!) empecé a hacerlo más difícil. En vez de cien metros de distancia, ponía doscientos. Directamente la perdía de vista de entrada. Ya no era una persecución visual, era adivinatorio. La influencia de mis instrucciones, que habían terminado por modelar mi relación con el mundo, me hizo avanzar en ese sentido, y debía hacerlo todo en un extremo de sutileza y eficacia… Que fallara era secundario. El imperativo estaba antes. Además, de ese modo el sentimiento de cacería era más fuerte, más intenso… A partir de ahí, hubo una vuelta de tuerca. Cuando perdía de vista a mamá, y me ocupaba cada vez más de que eso sucediera al comienzo del paseo, empezaba a sentir que yo era perseguida.

Esa sensación fue creciendo de modo exponencial. Tuve la genial idea de comentárselo a mamá. Mi imprudencia era asombrosa. Al principio no me hizo caso, pero insistí justo lo necesario, antes de dar marcha atrás, para que se inquietara. Pasaban tantas cosas tan terribles… Me preguntaba si había visto al que me seguía, si era hombre o mujer, joven o viejo… Yo no sabía cómo decirle que estaba hablando de otra cosa, de sensaciones, de sutilezas, de "instrucciones".

– ¡No salís más a la calle si no vas de mi mano!

Por aquel entonces la prensa amarilla se estaba haciendo un festín con los cadáveres exangües de niños de ambos sexos violados en los baldíos… Sin sangre en las venas. Era una ola de vampiros que cubría el país. Mamá era una mujer de pueblo, no demasiado ignorante (había hecho un año del secundario) pero crédula, simple… ¡Qué distintas éramos! Ella no sólo creía en las noticias de la prensa amarilla (si era por eso, yo también podía creerlas), sino que las aplicaba a su propia vida real… Ahí estaba nuestra diferencia clave, el abismo que nos separaba. Yo tenía una vida real totalmente separada de las creencias, de la realidad general conformada por las creencias compartidas…

Pues bien, una vez, en uno de esos trances… Yo había perdido completamente a mamá, y ya no sabía si seguir derecho, doblar, o directamente volver a casa, que estaba a dos cuadras nada más.

Y eso que acabábamos de salir, y mamá tardaría una buena media hora en volver, nerviosa, inquieta por mí, quizás sin poder terminar sus compras por mi culpa… Una desconocida me abordó:

– Hola, César.

Sabía mi nombre. Yo no conocía a nadie, nadie me conocía a mí. ¿De dónde había salido? Podía vivir en el inquilinato, o ser de alguno de los negocios donde mamá hacía las compras; para mí todas las señoras eran iguales, así que podía ser cualquiera, no me asombraba demasiado no reconocerla. Lo que sí era extrañísimo era que me dirigiera la palabra. Porque no se trataba sólo de quién era ella, sino, mucho más, de quién era yo. Tan convencida estaba de mi propia imperceptibilidad, de lo general y anodino de mis rasgos, que esto sólo podía aceptarlo como un milagro. Lo asocié con las marquitas que tenía en la nariz, a la que me llevé la mano.

– ¿Qué te pasó en la naricita? -me preguntó sonriendo, interesada.

– Me mordieron -dije sin entrar en detalles, no porque no quisiera contarle toda la historia (me prometí llegar a eso) sino por cortesía, por no abrumarla, por ahorrarle tiempo.

– Qué barbaridad. ¿Fue un chico, un amiguito malo? ¿O un perrito?

Me irritó que insistiera. Mostraba no haber apreciado mi cortesía. Yo estaba apurada por pasar a otro tema, por aclarar la situación, para entonces sí, poder contarle la historia de la mordida con pelos y señales. Me encogí de hombros con una sonrisa que la impaciencia me hizo difícil producir.

Como si me hubiera leído el pensamiento, entró en materia.

– ¿Te acordás de mí?

Asentí, con la misma sonrisa, ahora un poco más relajada, más encantadora. Ella se sobresaltó visiblemente, pero se controló de inmediato. Sonrió más todavía.

– ¿Te acordás, en serio?

Yo había dicho que sí por pura cortesía, por reciprocidad, ya que ella sí me conocía.

Volví a asentir, pero ya el gesto tenía un sentido totalmente distinto. Este sentido se me escapaba en sus detalles, aunque los adivinaba oscuramente. Esa mujer en realidad no me conocía, me estaba mintiendo, era una secuestradora, una vampiro… La adivinación tiene un margen de incertidumbre. Y la cortesía, la cautela de cortesía, se proyectaba desde ese margen y lo invadía todo. Aun cuando yo hubiera creído en la realidad de los vampiros, les habría temido menos que a una ruptura de la situación. La cortesía era una fijación, un equilibrio. Para mí, la vida dependía de eso. Caer en manos de un vampiro no era peor. Además, yo no creía en los vampiros, y esta mujer no era un vampiro. De modo que al asentir, lo que quería decir era que la situación seguía como estaba.

– No, no te acordás, pero no importa. Soy amiga de tu mamá, pero hace mucho que no la veo. Nos conocíamos de Pringles… ¿Cómo está?

– Muy bien.

– ¿Y don Tomás?

– Está preso.

– Sí, ya me había enterado.

Era una mujer común, morocha pero teñida de rubia, más bien baja, regordeta, muy arreglada…

Tenía algo de histérica, de alucinada. Eso yo lo sentía en la intensidad que tenía la escena. No era la manera natural de dirigirse a una niña encontrada por casualidad en la calle. Parecía como si hubiera ensayado, como si estuviera desarrollándose un drama fundamental para ella. No me alarmaba demasiado porque hay gente así, gente, sobre todo mujeres, que no jerarquiza los momentos y les da a todos la misma importancia trágica.

– ¿Qué haces sólito en la calle? ¿Saliste a hacer un mandado?

– Sí.

Me miraba extrañada. Mis "sí" le rompían todos los esquemas. Entonces se jugó entera:

– ¿Querés venir a mi casa? Yo vivo aquí nomás, te convido con unas masitas…

– No sé…

De pronto la realidad, la realidad del secuestro, bajaba. Y yo no estaba preparada para ella. No creía. Mi cortesía era mi idiotez. Por delicadeza, renunciaba a todo, hasta a la vida. El miedo que se apoderó de mí a partir de ese momento fue inmenso. Pero el miedo quedaba debajo de la delicadeza, ¿y no era siempre así? Menuda sorpresa me habría llevado en caso contrario.

– Después te llevo de vuelta a tu casa. Quiero saludarla a tu mamá, hace tanto que no la veo.

Esperó mi respuesta, con su intensidad multiplicada por mil.

– Ah, entonces sí -dije, teatral, exagerando mi buena voluntad. Era lo menos que podía hacer por ella, por agradecerle que se tomara el trabajo de allanar los obstáculos.

Me tomó de la mano y me arrastró ligerito hacia la avenida Brown. Hablaba todo el tiempo pero yo no la escuchaba. La angustia me ahogaba. Cuando me miraba, le sonreía. Me adaptaba a su paso, le apretaba la mano tanto como ella me la apretaba a mí. Pensaba que acentuando mi buena disposición volvía demasiado descabellada la hipótesis de un secuestro. En menos de lo que canta un gallo estuvimos a bordo de un colectivo, viajando por calles desconocidas. El colectivo iba medio vacío, pero ella hablaba para el público, me colmaba de mimos, me llamaba por mi nombre todo el tiempo, César, César, César. A mí me encantaba que pronunciaran mi nombre, era mi palabra favorita.

– ¿Te acordás cuando eras chiquito, César, y yo te llevaba a tomar helados?

– Sí.

Mentía, mentía. ¡Yo no había tomado un helado en toda mi vida!

Yo entraba en la actuación, me adelantaba a ella, la esperaba… Llevé la cortesía al extremo directamente absurdo de suponer que me había confundido con otra chica, que se llamaba como yo, que había nacido en Pringles, que tenía a su papá preso… En ese caso, qué decepción se llevaría al enterarse de la verdad… incluso podría enojarse, porque mis "sí" se revelarían mentiras, excesos de cortesía.

Bajamos en un barrio lejano y desconocido, y caminamos un par de cuadras, siempre de la mano… Pero la actitud de ella se había resquebrajado, la locura que había tenido laboriosamente controlada subía a la superficie, teñida de violencia, de sarcasmo. Yo me sentía obligada a subrayar mi cortesía, contra un derrumbe inminente.

– ¡Qué contenta se va a poner mamá cuando la vea!

– Sí. Contentísima.

– ¡Qué lindo barrio!

– ¿Te gusta, Cesitar?

– Sí.

¡Qué siniestra se había hecho su voz! Mi diagnóstico fue inapelable: esa mujer estaba loca. Sólo un loco podía renunciar a un status quo imaginario. Sólo un loco podía adoptar lo real de la realidad. Traté de no pensar que estaba en manos de una loca. Total, ¿qué podía hacerme?

Llegamos. Abrió con llave la puerta de una casa vieja. Cerró por dentro. La casa estaba semiabandonada. Siempre de la mano (no me había soltado en ningún momento, toda la maniobra de la llave y la puerta la realizó con la izquierda) me llevó por una galería, a través de unos cuartos oscuros, de prisa y sin hablar. Yo buscaba algo amable que decir, pero antes de encontrarlo ya estábamos en un salón al fondo de la casa. Encendió la luz, porque no había ventanas. Habíamos llegado. Me soltó y se apartó dos pasos caminando hacia atrás. Me miró con ojos llameantes.

Se sacaba la careta, mostraba la cara de bruja… Pero no era necesario, yo ya la había desenmascarado con mi cortesía. Ahora ella quería convencerme de lo contrario de lo que tanto se había esforzado, inútilmente, en hacerme creer. Había hecho un esfuerzo sobrehumano por convencerme de que era buena… Ahora quería convencerme de que era mala… La conversión no era tan fácil como creía. Mis maniobras habían neutralizado la creencia en las dos direcciones opuestas.

– ¿Sabés quién soy?

Afirmación sonriente.

– ¿Sabes quién soy, taradito?

Afirmación sonriente.

– ¿Sabes quién soy, mocoso idiota? Soy la mujer del heladero que mató la bestia de tu padre. ¡La viuda! ¡Esa soy!

– Ah. -Otra afirmación sonriente. Ni yo mismo podía creer en mi obstinación: todavía trataba de mantener la comedia. Dentro de todo, era lo más lógico. Si había llegado tan lejos, podía seguir indefinidamente.

– Hace meses que los vengo vigilando, a vos y a la mosca muerta de tu madre. ¡No se la van a llevar de, arriba! ¡Ocho años le dieron a ese animal, nada más que ocho años! Y a mi pobrecito lo mató, lo mató…

En ese momento sin querer cometí la peor descortesía: sonreí, me encogí de hombros y dije:

– Yo no sé…

Yo sabía muy bien de qué se trataba. Sabía lo que era una venganza: creo que no sabía otra cosa. Pero la única posibilidad de persistir en mi tesitura cortés era hacerme la inocente, la ajena a todas esas cosas de adultos que yo no entendía. Quizás por saber que era mi última chance con la cortesía, en el gesto y las palabras confluyeron todas mis habilidades de actriz nata. Me salió perfecto. Esa fue mi perdición. Cualquier otra cosa que hubiera dicho podría haberme salvado, ella podría haber recapacitado, podría haberse arrepentido de la horrenda vendetta que estaba por consumar… Después de todo era mujer, tenía corazón, podía conmoverse, yo era una niñita de seis años, toda inocencia, no era culpable de nada y ella en el fondo lo sabía… Pero mi "yo no sé" fue tan perfecto que la enloqueció del todo, la cegó. Mi sonrisa, todavía cortés, todavía "como usted diga, señora", era el fin del camino para ella. La despojaba de lo trágico, de la explicación, y en ese momento la explicación era lo único que le quedaba.

No dijo más. En el salón había una cantidad de trastos metálicos: los restos de la heladería. Lo tenía todo preparado. Encendió un motorcito (las conexiones eran precarias, esa instalación no debía servir más que para una sola ocasión) y por debajo de su zumbido se oyó el glu-glú de una crema que se batía. Echó una mirada adentro de un tambor de aluminio, tiró la tapa al suelo, apagó el motor… Metió la mano y la sacó cargada de helado de frutilla que le chorreaba entre los dedos…

– ¿Te gusta?

Yo estaba paralizada, pero sentí los preparativos de mi autómata de madera para una última "afirmación sonriente", todavía… Eso era la cumbre del espanto… Por suerte no me dio tiempo. Saltó sobre mí, me levantó en vilo como a una muñeca… No me resistí, estaba dura… No se había limpiado la mano enchastrada de helado, que me traspasó la camisa a la altura de las axilas y me produjo una cosquilla de frío. Me llevó al tambor y me arrojó adentro de cabeza… era un tambor grande y yo era diminuta, y como la crema no estaba muy sólida logré girar hasta tocar con los pies en el fondo. Pero ella puso la tapa antes de que yo lograra asomar la cabeza, y la enroscó sobre la crema que rebalsaba. Contuve el aliento porque sabía que no podría respirar hundida en el helado… El frío me caló hasta los huesos… mi pequeño corazón palpitaba hasta estallar… Supe, yo que nunca había sabido nada en realidad, que eso era la muerte… Y tenía los ojos abiertos, por un extraño milagro veía el rosa que me mataba, lo veía luminoso, demasiado bello para soportarlo… debía de estar viéndolo no con los ojos sino con los nervios ópticos helados, helados de frutilla… Mis pulmones estallaron con un dolor estridente, mi corazón se contrajo por última vez y se detuvo… el cerebro, mi órgano más leal, persistió un instante más, apenas lo necesario para pensar que lo que me estaba pasando era la muerte, la muerte real…

26 de febrero de 1989