37593.fb2 Como Me Hice Monja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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Cuando recuperé el sentido, me hallaba en la sala de pediatría del Hospital Central de Rosario.

Abrí los ojos a una experiencia nueva para mí. El mundo de las madres. Papá no fue a visitarme una sola vez. Pero ni un solo día dejé de esperarlo, con una mezcla de anhelo y aprensión que conservaba algo del encadenamiento de los delirios. Mamá sí estaba presente, y ella traía el aroma del espanto, como una sombra de papá. Era inevitable, porque yo había entrado para siempre en el sistema de la acumulación, en el que nada, nunca, queda atrás. No le pregunté por él. Mamá no era la misma. La veía distraída, inquieta, angustiada. No se quedaba mucho, decía que tenía que hacer, y yo entendía. En las otras camas había una madre o una tía o una abuela turnándose las venticuatro horas. Yo estaba sola, abandonada en un orbe materno.

Había unos cuarenta chicos internados conmigo, por las más diversas causas, desde fracturas a leucemia. Nunca los conté, ni hice amistad con ninguno; ni siquiera le dirigí la palabra a nadie.

Tardaron una eternidad en darme de alta, así que toda la población se renovó durante mi estada, algunas camas hasta diez veces o más. Había de todo, desde chicos que parecían gozar de excelente salud y hacían una bulla fenomenal, hasta otros decaídos, inmóviles, dormidos… Yo era de estos últimos. La debilidad me tenía paralizada, en un sopor permanente. Durante largas horas, a partir de la media tarde, entraba en una especie de letargia. No movía siquiera las pupilas. Pasaba días enteros, semanas enteras, en ese estado; me sentía recaer en él sin haber salido, o sin haber tenido conciencia de salir… Y la caída era muy profunda…

Todos los días, a la peor hora, al comienzo de la peor hora, me visitaba el médico. Debía de estar interesado en mi caso: eran pocos los que sobrevivían a los ciánidos. Alguna vez le oí pronunciar la palabra "milagro". Si había milagro, era por completo involuntario. Yo no colaboraba con la ciencia. Por una manía, un capricho, una locura, que ni yo misma he podido explicarme, saboteaba el trabajo del médico, lo engañaba. Me hacía la estúpida… Debo de haber pensado que la ocasión era tan propicia que habría sido una pena desaprovecharla. Podía ser todo lo estúpida que quisiera, impunemente. Pero no era tan simple como la resistencia pasiva. La mera negativa era demasiado aleatoria, porque a veces la nada puede ser la respuesta acertada, y yo jamás habría dejado mi suerte en manos del azar. De modo que pudiendo dejar sus preguntas sin respuesta, me tomaba el trabajo de responderlas. Mentía. Decía lo contrario de la verdad, o de lo que me parecía más verdadero. Pero tampoco era tan simple como decir lo contrario… Él aprendió pronto a formular sus preguntas de modo que la respuesta fuera "sí" o "no", nada más. No habría tardado en aprender a traducir al opuesto, si yo mentía siempre. Y yo me había auto-impuesto el deber de mentir siempre; de modo que para protegerme debía hacer sinuoso el procedimiento, lo que no era tan fácil si uno debe responder por la negativa o la afirmativa, sin medias tintas. A lo que debe sumarse otra autoimposición: la de no intercalar verdades en las mentiras. Esto último por miedo a no llevar bien la cuenta, y que el azar interviniera. No sé por qué lo hacía, pero me las arreglé. Algunas de mis maniobras (no sé para qué las cuento, como no sea para darle ideas a un enfermo): me hacía la sorda a una pregunta, y cuando él formulaba la siguiente, yo respondía a la anterior, con la mentira por supuesto; respondía, siempre falaz, a un elemento de la pregunta, por ejemplo a un adjetivo o a un tiempo verbal, no a la pregunta en sí: me preguntaba "¿era aquí dónde te dolía?" y yo contestaba "no" arreglándomelas, con un movimiento de las cejas, para darle a entender que no era ahí donde me dolía antes, pero me estaba doliendo ahora; él captaba esos matices, no se perdía uno, se desesperaba, se corregía: "¿es ahí donde te duele?"; pero yo ya había pasado a otro sistema de mentir, a otra táctica… Debo decir en mi descargo que lo improvisaba todo. Aunque tenía verdaderos eones para pensar, nunca los usaba para eso.

– ¿Cómo anda hoy don César? Qué bien se lo ve don César. ¿Ya quiere ponerse a jugar al fóbal don César? A ver cómo andamos don César…

Su alegría era contagiosa. Era un hombre joven, pequeño, de bigotito. Parecía venir de muy lejos.

Del mundo. Yo lo miraba poniendo una cara especial que había inventado, que significaba ¿qué? ¿qué? ¿de qué me está hablando? ¿por qué me hace preguntas difíciles? ¿no ve el estado en que estoy? ¿por qué me habla en chino y no en castellano? Él bajaba la vista, pero lo tomaba lo mejor que podía. Se sentaba en el borde de la cama y empezaba a palparme. Hundía un dedo aquí y allá, en el hígado, en el páncreas, en la vesícula…

– ¿Duele aquí?

– Sí.

– ¿Duele aquí?

– No.

– ¿Aquí?

– ¿Sí?

Empezaba todo de nuevo, desorientado. Buscaba los lugares donde fuera imposible que no me doliera. Pero no los encontraba, no encontraba lo imposible, de lo que yo era dueña y señora. Yo tenía las llaves del dolor…

– ¿Duele un poquito aquí?

Le daba a entender que el interrogatorio me había fatigado. Me largaba a llorar, y él trataba de consolarme.

Me ponía el estetoscopio. Yo creía poder acelerar el corazón a voluntad, y quizás lo hacía. Acto seguido empezaba a manipularme con mil precauciones. Se le ocurría auscultarme por la espalda, para lo cual debía sentarme, y le resultaba tan difícil como dejar parado un palo de escoba. Si lo conseguía al fin, yo me ponía a bambolear la cabeza con frenesí y a hacer arcadas. En ese punto la ficción se confundía con la realidad, mi simulacro se hacía real, teñía todas mis mentiras de verdad. Es que las arcadas tenían para mí un carácter sagrado, eran algo con lo que no se jugaba. El recuerdo de papá en la heladería las hacía más reales que la realidad, las volvía el elemento que lo hacía real todo, contra el que nada se resistía. Ahí ha estado desde entonces, para mí, la esencia de lo sagrado; mi vocación surgió de esa fuente.

Cuando el doctor se iba, me dejaba hecha una piltrafa. Lo oía hablar y reírse en las camas vecinas, oía las voces de los enfermitos respondiendo a sus preguntas… Todo me llegaba a través de una niebla espesa. Me sentía caer en un abismo… Mi mala voluntad no era deliberada. Era sólo mala voluntad, de la más primitiva, algo que se había apoderado de mí como la evolución se apodera de una especie. Me había hecho su presa durante la enfermedad, o quizás un poco antes, un paso antes, porque yo no era así normalmente. Al contrarío, si algo me caracterizaba era mi espíritu de colaboración. Ese hombre, el médico, era una especie de hipnotizador que me transformaba. Lo peor era que me transformaba dejándome intacta la conciencia de mi mala voluntad.

Mamá no se perdía pasada del doctor… Se apartaba por discreción, se acercaba para ayudar en cuanto yo me hacía inmanejable… Tenía una verdadera ansiedad por sacarle datos. Él hablaba de un shock… No debía de ser un verdadero intelectual, porque mostraba mucho interés en lo que le contaba mamá. Se alejaban, cuchicheaban, yo no tenía idea de qué podía tratarse… No sabía que habíamos salido en los diarios. Él decía una vez más "shock", y lo repetía una y otra y otra vez…

Pero el médico, y mamá, eran apenas una breve diversión en mi jornada. El día se extendía con impávida majestad, se desenrollaba de la mañana a la noche. No se me hacía largo, pero me infundía una especie de respeto. Cada instante era distinto y nuevo y no se repetía. Era la definición misma del tiempo, y se efectuaba sin cesar, con todos… Hacía parecer tan pequeñas mis pequeñas estrategias malévolas, que me atontaba de vergüenza…

El día se encarnaba en Ana Módena de Colon-Michet, la enfermera. Había una sola enfermera en la guardia diurna de la sala; una sola para cuarenta pequeños pacientes… Puede parecer muy poco, y seguramente era poco. El Hospital Central de Rosario era una institución bastante precaria. Pero nadie se quejaba. Quien más quien menos, todos esperaban salir de él con vida, y todos con la irracional ilusión de no volver. Hasta los niños, sin saberlo, se ilusionaban.

Pero los días se estacionaban en la gran sala blanca y donde se volviera la vista, allí estaba la enfermera. Ana Módena era un jeroglífico viviente. No se iba nunca del hospital, no tenía ilusiones. Era un fantasma.

Las madres siempre estaban quejándose de ella, la combatían, pero debían de saber que era inútil. Las madres se renovaban todo el tiempo, mientras ella permanecía. Se forjaban y disolvían alianzas en su contra, y más de una vez hicieron participar a mamá, que débil de carácter como era, no sabía negarse ni siquiera cuando advertía que no le convenía. Las quejas se dirigían contra su brusquedad, su impaciencia, su grosería, su ignorancia rayana en la locura. Las madres se hacían una imagen (basada en su semana promedio de experiencia hospitalaria) de la enfermera ideal para el pabellón de niños, el hada de delicadeza y comprensión que debía ser, que sería cada una de ellas… No les resultaba difícil imaginárselo; sin saberlo se referían a la delicadeza y comprensión que habría que tener con ellas, y nadie sabe mejor que uno mismo cómo ser delicado y comprensivo con su propia persona. No se las podía culpar, eran mujeres pobres, ignorantes, amas de casa en desgracia. En nueve casos de cada diez sus hijos se habían enfermado por culpa de ellas… No se les podía impedir soñar… creían saber, y sabían realmente, cómo debía ser la buena enfermera. Su error era ir un paso más allá y pensar que esas cualidades podían reunirse en una mujer… Que Ana Módena, la enfermera-Perón de la Sala de Pediatría, coincidiera con el opuesto de esa imagen, las ponía en un estupor del que no percibían más salida que hacer un petitorio, o implementar una política… para que la echaran… Eran esos sueños los que la hacían un fantasma. Yo, que no entendía nada, entendía bien esto porque era una soñadora… Y también porque Ana Módena era un fantasma en otros sentidos. Siempre estaba apurada, atareadísima, como tenía que estarlo necesariamente la única enfermera en una sala de cuarenta camas. Pero nunca estaba disponible para nadie. Estaba ocupada con los otros, y los otros nunca eran uno… Me acostumbré a verla del amanecer al crepúsculo, de reojo desde mi horizontal, pasando a gran velocidad… Nunca se detenía… Es que no se ocupaba sólo de los niños en sus camas, sino de los que partían al quirófano, a los rayos… y lo hacía tan mal, según los susurros de las madres, que casi todo fracasaba por culpa de ella… Se le morían los chicos, decían… Se le mueren… se le mueren en las manos… Se le morían en las manos, decía la leyenda que a mí me rodeaba como un vendaje de filacterias parlantes… Dejaban de vivir cuando pasaban a ser los otros imposibles de su ocupación, de su velocidad… Pero esa repetición maldita no impedía que las madres la cortejaran, la mimaran, le dejaran propinas, le trajeran pastelitos… con un servilismo increíble, chocante… Después de todo, sus hijos, el mayor tesoro que tenían, estaba en sus manos.

Era una mujer gorda, corpulenta. Cuando caía sobre mí, era un elefante chapoteando en un charco… yo era el agua… Su torpeza tenía algo de sublime… Sufría de un mal extraño: para ella la izquierda era la derecha, y viceversa. Abajo era arriba, adelante era atrás… La extensión tan pobre de mi cuerpo se descuartizaba en sus manos… piernas, brazos, cabeza… cada extremo era afectado por una gravedad diferente… me fragmentaba en caídas, en desequilibrios… Con ella no valían mis simulaciones… me ponía en otra dimensión… eran partes súbitamente lejanas de mi cuerpo las que tomaban la iniciativa de simular por su cuenta… algo, no sabía qué… Sus manos, en las que se moría, amasaban una verdad absoluta…

Me mantenían en vida con suero. Ana Módena me renovaba los frascos, siempre a destiempo, y me pinchaba el brazo… Clavaba la aguja en cualquier parte. Me empezaba a chorrear la nariz. Todo lo que entraba por el brazo salía por la nariz, en un goteo constante. Era un caso rarísimo. A ella le parecía normal… En todo caso no era una prioridad para ella. Temprano a la mañana, antes de que llegara la primera madre, Ana Módena traía a la enana, y le hacía ejecutar sus ensalmos frente a cada cama, inclusive las vacías. La enana era una autista iluminada. La traía tomándola por los hombros como a un triciclo, la enana no parecía ver nada, era un mueble… Era de esos enanos de cabeza desmesurada… La ponía frente a una cama, a un niño dormido o demudado… se hacía un gran silencio en la sala… le daba un golpecito entre los omóplatos y la enana bisbiseaba un ave maría con raros movimientos de los bracitos…

– ¡ La Madre Corita los salvará, no los médicos! -tronaba Ana Módena.

El pasaje de la enana era como un cometa… Todo se hacía automático… Era la cura a ciegas: bendecía las camas ocupadas como las vacías… La religión entraba al mundo de la enfermedad, clandestinamente. Por otra parte, era un secreto a voces, y la primera salvedad que oponían las madres con ínfulas de decencia científica a los desvaríos de esa bestia… pero bastaba una reticencia del doctor, una recaída, un vómito, y ahí eran los Tráigame a la enanita, se lo ruego, señora, que me salve a mi ángel… Hipócritas. Y ella, austera: La Virgen salva, no la enana… Tráigame a la enanita, o me muero…

La Madre Corita era la verdadera consistencia del Hospital; la enfermera era apenas su representante. La enana impedía que el Hospital estallara en mil pedazos… y mi cuerpo hiciera lo mismo… la cabeza al norte, las piernas al sur, un brazo, un dedo… La fe en la enana era la coherencia… por ella corría el líquido de la vida, por el tubo, del brazo a la nariz… Pero había que creer. Había que simular no creer, y en realidad creer.

Entonces se me ocurrió que yo… podía llegar a un punto, en mis desmembramientos… en que no creyera en la enana. ¡Yo! ¡Justo yo, que creía en todo! ¡Y que dependía de que la creencia se sostuviera como un todo! ¡Yo la hipnotizada!

¿Y si la enana fuera un simulacro? ¿Si yo no podía creer en ella? ¿Acaso no era lo mismo que me pasaba a mí? ¿No era yo una imposibilidad objetiva de creer? ¿Qué le impedía a la enana ser como yo? O, mucho peor, ¿por qué no iba a ser yo una especie de enana, una emanación de la enana…?

Necesitaba una confirmación. Quise arrancársela a Ana Módena… Quise ir al fondo. Y así fue que una mañana, cuando la tuve a tiro…

– Soñé con una enana.

– ¿Qué?

– Que soñé con una enana.

– ¿Qué? ¿Cuál?

La había desconcertado.

– Soñé con una enana que tenía una espina clavada en el corazón.

– ¡¿Pero cuál enana?!

– Una enana… una enanana… nuena naana…

"Cuál" estaba fuera de cuestión… Mi maniobra consistía en darle a entender que yo tenía algo "difícil" que expresar. Debía recurrir a lo indirecto, a la alegoría, a la ficción lisa y llana. Y ella se veía arrastrada a lo mismo, a investigar esa sutileza… que se le escapaba… Y entonces empecé a mentir con la verdad (y viceversa) no sé cómo… A mí también se me escapaba… Mis estrategias se me morían en las manos… pero resucitaban agigantadas… En la desesperación de hacerse entender en una materia indócil por un niñita completamente entontecida por la miseria física, Ana Módena empezó a ayudarse con gestos… el gesto tomaba la delantera… Era una mujer precipitada, sin método: cayó en la trampa de la intuición que vuela a oscuras y da en el blanco antes de que el entendimiento pueda empezar a hacer lo suyo… Y el apuro, la torpeza, hicieron que todos los gestos se precipitaran unos sobre otros… por su parte. Por la mía, el desmembramiento me hacía gesticular en espejo… pero era un vértigo, la acumulación de significados de los mohines y miradas y entonaciones se hacía excesiva… parecía acercarse a un límite, a un umbral… se acercaba más y más…

Y en ese momento algo se quebró. Creí que se quebraba no exactamente en mí, sino entre las dos. Pero no; fue en mí nada más. De ese instante data una curiosa falla perceptiva mía: no puedo entender la mímica, soy sorda (o ciega, no sé cómo habría que decirlo) al idioma de los gestos. Me ha sucedido después presenciar actuaciones de mimos… y mientras los niños de cuatro años a mi alrededor entienden perfectamente lo que se está representando y se desternillan de risa, yo no veo más que unos movimientos sin objeto, una gesticulación abstracta… Qué curioso, ahora que lo pienso, ningún mimo, ni los mejores, ni el mismo Marcel Marceau (a él lo entiendo menos que a cualquier otro) ha intentado nunca representar a un enano… Por qué será. El enano debe de ser lo irrepresentable para los gestos.