37593.fb2 Como Me Hice Monja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Por causa de mi enfermedad, empecé la escuela tres meses tarde, en junio. Todavía no me explico cómo me aceptaron a esa altura del año, cómo me pusieron entre los alumnos que habían empezado en término. Sobre todo tratándose de primer grado, del comienzo absoluto de la escolaridad (en mi época no existía el jardín de infantes), momento tan crucial y delicado. Menos todavía me explico por qué mamá insistió en hacerme ingresar, por qué se tomó el trabajo de conseguir que me tomaran, lo que no debe de haber sido fácil. Seguramente rogó, suplicó, se puso de rodillas. Eso era muy de ella; era su idea de la maternidad. Habrá pensado que no sabría qué hacer conmigo un año entero en casa. Pero el trabajo de llevarme a la escuela, irme a buscar, lavar y planchar los guardapolvos, comprarme los útiles, conseguir que le prestaran un libro de lectura usado, a la larga habrá hecho parecer poca cosa el alivio de tenerme ubicada durante las horas de la siesta. Habrá pensado que lo hacía por mi bien. No se le ocurrió que estar tres meses atrasada, los tres primeros meses, en primer grado, era excesivo hasta para mí. En fin. Hay que perdonar, y yo he perdonado. Tres meses no tienen por qué parecer más que tres meses, tres meses en bruto. Y la pobre mamá tenía demasiadas preocupaciones en aquel entonces. Claro que a la maestra, a la directora, es más difícil disculparlas. Quizás ellas estaban demasiado cerca de la problemática del aprendizaje, como mamá estaba demasiado lejos.

Las primeras semanas pasaron en forma de imágenes puras. El ser humano tiende a darle sentido a la experiencia mediante la continuidad, lo que sucede se explica por lo que sucedió antes; no puede sorprender que yo persistiera en mi reciente acomodación a Ana Módena y siguiera viendo gestos, mímica, historias sin audio, ante las cuales no podía hacer nada. Nadie me había explicado el objeto de la escuela, y yo estaba lejos de poder adivinarlo. Hasta ahí, el problema no me parecía grave. Lo tomaba, y con cierta obstinación, como un espectáculo, como una volatinería…

El drama empezó después… ¿Por qué será que el drama siempre empieza después de comenzado? La comedia en cambio, parece empezar antes, antes del comienzo inclusive. Pero después las perspectivas se invierten… El drama se desencadenó en mí cuando comprendí que esa escena muda que presenciaba, esa mímica abstracta de maestra y alumnos, me concernía hasta el tuétano. Era mi historia, no una ajena. El drama había comenzado en el momento en que pisé la escuela, y estaba todo frente a mí, entero, intemporal, yo estaba y no estaba en él, estaba y no participaba, o participaba sólo por mi negativa, como un agujero en la representación, ¡pero ese agujero era yo! Al menos, y debería haberlo agradecido, había llegado a entender por qué el audio de la escena se me escapaba: porque no sabía leer. Mis compañeritos sí sabían. En esos tres meses habían aprendido, quién sabe por qué milagro, un abismo se había abierto entre ellos y yo. Un abismo inexplicado, un abismo precisamente porque era un salto que no admitía descripción, un vacío. Ni ellos, ni mucho menos yo, ni siquiera la maestra, podía decir cómo habían aprendido, en qué momento exacto. Era algo que había sucedido, y basta. Para la maestra (que tenía cuarenta años de experiencia en primer grado) era rutina: pasaba todos los años, había desarrollado una ceguera localizada.

El telón se levantó para mí un día, en el baño de varones de la escuela… Pero debo explicar algunas circunstancias, sin las cuales esta anécdota resultaría oscura.

Vivíamos en las afueras de Rosario, en un área modesta, y el distrito escolar correspondiente abarcaba una mayoría de niños de baja extracción social, de hogares que muchas veces bordeaban la miseria, o pertenecían de pleno derecho a ella. En aquel entonces los ahora llamados marginales asistían a la escuela, por lo menos a los primeros grados. Además, no existían gabinetes psicopedagógicos, ni escuelas diferenciales… El clima era muy bárbaro, muy salvaje, muy "struggle for life". Las peleas eran sangrientas, literalmente. El vocabulario que las acompañaba, brutal. Yo sabía lo que eran las malas palabras, inclusive sabía cuáles eran, pero por algún motivo nunca les había prestado mucha atención. Tenía algo así como un segundo oído para captarlas, y para trasladarlas a otro nivel de percepción. Había terminado por hacerme la idea de que tenían un sentido en bloque, un sentido-acción, y no estaba lejos de la realidad. Una sola cosa-particular había salido de ese bloque. En general entre mis compañeros varones se pasaba de las palabras a los hechos cuando uno decía de pronto, ante la nebulosa (para mí) de malas palabras: "insultó a la madre".

En sí, ese detalle no presentaba dificultades para mí, porque estaba de acuerdo en que la madre era sagrada, y había notado que en el flujo de malas palabras solía estar la palabra "madre": creo que si me lo hubiera propuesto habría podido repetir la frase completa, de tanto que la había oído: "la puta madre que te parió". Ahora bien, salvo esa palabra central, el resto eran para mí sonidos sin significado. Yo era distraída a un grado difícil de concebir. Era distraída no porque me faltara inteligencia, sino porque no me importaban las cosas. La paradoja aquí era inmensa: porque a mí todo me importaba, todo me era montañas, ése era mi problema más que ningún otro… Era como si me faltara interés, pero yo sabía que era lo contrario. Este caso es un ejemplo. Yo debía de haber notado que a veces se decía "insultó a la madre" sin que la palabra "madre" hubiera sido pronunciada, pero lo había dejado pasar, y en retrospectiva, en bloque, pensaba cómodamente que sí se había dicho "madre" y que a mí se me había escapado. Una vez, sin embargo, no tuve más remedio que notar que no era así. Hubo una pelea en un recreo, cerca del molino que había al fondo del patio. En las peleas, todos iban a ver, se formaban unos círculos multitudinarios: eso hacía que nunca pasaran desapercibidas. Entonces alguna maestra acudía a interrumpir el box silvestre. Pero no cualquiera; había un grupito de maestras "bravas" que se atrevían (porque no era poca cosa, ir a meterse al avispero), sobre todo una, machona, enérgica. Fue ésta la que vino. Los contendientes, dos chicos de tercero, estaban cubiertos de sangre, los guardapolvos desgarrados, locos de excitación. La maestra los separó, no sin trabajo. Uno, el más grande, se retrajo entre su barra de amigos. El otro se largó a llorar a gritos. Le había dado ese hipo de llanto… ¡Si lo conocería yo! La maestra pedía explicaciones a los gritos pero él no podía hablar. Era como si la pelea todavía persistiera en su corazón. Tan patético resultaba que la maestra lo abrazó y lo apretó contra su pecho. Adivinaba la explicación, que efectivamente salió entre sollozos turbulentos: "me insultó a la madre". Ella lo calmaba, lo apretaba… Es que esa clase de maestras, las bravas, podían entender eso, después de todo era el mismo mundo en que vivían ellas. El otro miraba de lejos, entre sus amigos, los ojos llameantes de furia y resentimiento… Y yo mientras tanto, sentía resonar por primera vez la nota de una perplejidad sin límites: ¿madre? ¿qué madre? ¿de qué estaba hablando? ¿Por qué todos parecían darle la razón?

Yo había presenciado la riña desde el primer momento, estaba segura de no haberme perdido nada, y sabía que la palabra "madre" no se había pronunciado en ningún momento. Las otras sí, pero ésa no. Era tan obvio que no tuve más remedio que convencerme de que la madre estaba implícita. Y habiendo tantas cosas aptas para intrigarme, ésta lo hizo más que cualquier otra, y no pude sacármela de la cabeza.

Pues bien, un día en medio de la clase le pedí permiso a la maestra para ir al baño. Lo hacía siempre, y lo hacían todos. Yo, y supongo que con los demás pasaba lo mismo, ni tenía ganas ni calculaba el momento de pedir permiso. Era un súbito. El único triunfo pleno que puedo recordar de mi infancia. Para la maestra, ver la manito levantada, adivinar de qué se trataba (porque nunca era algo que valiera la pena, por ejemplo preguntarle en qué casos se usaba la b y en cuáles la v) y estallar, era todo uno: ¡Vaya! ¡Pero es el último! ¡El último! Y el que había tenido la brillante inspiración de pedir en aquel momento, en aquel momento que se revelaba como el último, salía corriendo loco de felicidad bajo las miradas de odio y amargura de todos los demás, que se sentían excluidos para siempre, sentían perdida la oportunidad… Pero la oportunidad se repetía, idéntica, y era consumada, cuatro o cinco veces cada hora de clase. Siempre la vivíamos como un absoluto, y la maestra repetía siempre su ultimátum, aunque nunca negaba el permiso, porque las maestras de primer grado vivían con el terror, el único efectivo en ellas, de que alguno se hiciera encima. Pero no lo sabíamos. Cosas de chicos. Lo que me asombra es que yo haya entrado tan bien en el juego. Más propio de mí, mucho más, habría sido aguantar hasta que se me reventara la vejiga. Pero no. Pedía sin ganas, como todos los demás. En eso me ponía a la altura de mi generación.

Había una coincidencia mágicamente repetida que quizás explique esta incongruencia de mi carácter. Cada vez que yo pedía ir al baño, dos o tres veces por día, en cualquier momento casual que caía del cielo, y atravesaba el patio desierto, otro chico también lo hacía, un chico de otro grado, no sé de cuál. Habíamos terminado por hacernos amigos. Se llamaba Farías. ¿O Quiroga? Ahora que quiero acordarme, se me mezclan los nombres. Quizás eran dos.

Esta vez, no faltó a la cita, que jamás habíamos soñado en concertar. Las paredes gris oscuro del baño estaban cubiertas de grafittis. Los chicos robaban tizas todo el tiempo para escribir ahí. Yo nunca les había dedicado sino la más distraída de las miradas.

Farías me señaló una de las escrituras, grande y reciente. Cuando pasaban unos días en la pared, los vapores amoniacales fortísimos del baño degradaban la tiza; ésta debía de ser del día, porque las letras brillaban de tan blancas, eran letras de imprenta, furiosamente legibles, aunque no para mí; yo veía sólo palos horizontales y verticales en una combinación disparatada. Hasta ese momento había creído que los grafittis del baño eran dibujos, dibujos incomprensibles, runas o jeroglíficos. Farías esperó a que yo lo "leyera", y después se rió. Yo me reí con él, sinceramente. ¡Qué dibujo gracioso! De veras me causaba gracia. ¡Qué idea!, pensé: ¡Dibujos incomprensibles! Pero algo me retuvo de comentarlo en voz alta; mi hipocresía tenía repliegues que a mí misma se me escapaban. Farías sí hizo un comentario, sobrador, alusivo… No recuerdo qué dijo. Era algo sobre la madre. Eso me bastó, para mi desgracia. Comprendí, y fue como si el mundo se me cayera encima.

Lo que comprendí fue qué significaba leer. ¡La madre estaba implicada ahí también! Lo que yo había tomado por dibujos, por una especie de álgebra rebuscada en la que se especializaban las maestras por motivos que no me incumbían, significaba en realidad lo que se decía, lo que podía decirse en todas partes, lo que yo misma decía. ¡Había creído que era cosa de la escuela, y era cosa del mundo! Eran las palabras, era el enmudecimiento de las palabras, la mímica, el proceso por el que las palabras se significaban… Comprendí que yo no sabía leer, y que los demás sí sabían. De eso se trataba, todo lo que había estado sufriendo sin saberlo. La magnitud del desastre se me reveló en un instante. No es que yo fuera muy inteligente, muy clarividente; eso se entendía en mí sin que yo pusiera casi ni da de mi parte, y ahí estaba lo más horrible. Me quedé clavada frente a la inscripción, mirándola como si me hipnotizara. No sé qué pensé, qué resolví… quizás nada. Lo que recuerdo a continuación fue que en mi pupitre donde vegetaba tarde tras tarde abrí el cuaderno todavía en blanco, tomé el lápiz que todavía no había usado, y reproduje de memoria aquella inscripción, raya por raya, sin saber qué era eso pero sin equivocarme en un solo trazo:

LACONCHASALISTESPUTAREPARIO

Debo decir que Farías no lo había leído en voz alta, así que yo no sabía a qué sonidos correspondían esos dibujos. Pero mientras lo escribía, lo sabía. Es que saber nunca es un bloque. Se sabe parcialmente. Por ejemplo yo sabía que eran malas palabras, que era una nebulosa, que la madre estaba en cierto nivel de implicación, sabía de las violencias, de las peleas, del insulto a la madre, la furia, la sangre, el llanto… Otras cosas las ignoraba, pero estaban tan inextricablemente mezcladas con las que sabía que no habría podido discernirlas. De hecho, en este caso particular había cosas que yo ignoraría mucho tiempo más. Hasta los catorce años creí que los niños nacían por el ombligo. Y el modo en que me enteré de que no era así, a los catorce años, fue muy peculiar. Yo estaba leyendo en una Selecciones un artículo sobre educación sexual, y en un párrafo donde se hablaba de la ignorancia en que se mantenía a las niñas japonesas, encontré este ejemplo de enormidad: una joven japonesa de catorce años manifestó creer que los niños nacían por el ombligo. Era exactamente lo que creía yo, una joven argentina de catorce años. Salvo que desde ese instante sabía que no era así. Y no sé si con razón o sin ella, compadecí a la japonesita.

Aquel día, cuando volví a casa, no veía el momento de que mamá viera lo que había escrito. Pero no lo veía no tanto por anhelo como por terror. Sabía que pasaría algo terrible, pero no sabía qué. No saqué el cuaderno de la cartera, no se lo mostré a mamá. Ella fue a sacarlo y lo miró. Quién sabe por qué lo hizo; después de los primeros días, al comprobar que mi cuaderno volvía siempre en blanco, no lo había tocado en semanas. Quién sabe qué señal le mandé. Al leerlo gritó y se demudó. Siguió protestando todo el día, con la idea fija. Ese pequeño cartel le vino de perillas, porque desencadenó su espíritu combativo, que lo tenía y que los acontecimientos recientes habían tenido refrenado. Le dio aire. Al día siguiente entró conmigo a la escuela y tuvo una conferencia de una hora en la dirección con mi maestra. Me hicieron comparecer, pero por supuesto no me sacaron una palabra. Ni la necesitaban. Desde la galería abierta donde me quedé (del grado se había hecho cargo la Secretaria mientras duraba la reunión) oí los gritos de mamá, los insultos feroces con que cubría a la maestra, sus argumentos implacables (basados en que yo no sabía leer). Fue uno de los escándalos memorables de la Escuela 22 de Rosario. Al fin, poco antes de que sonara la campana, la maestra salió de la dirección y se metió en el grado, que era el primero de la galería. Al pasar a mi lado ni me miró ni me invitó a seguirla: de hecho, no volvió a dirigirme la palabra ni la mirada en todo el año. Durante el recreo, mamá se fue: entre la barahúnda de chicos y maestras no la vi salir. Cuando volvió a sonar la campana, me metí en el aula como siempre y me senté en mi banco. La maestra se había recuperado un poco, no mucho. Tenía los ojos enrojecidos, estaba terrible. Para variar, se hizo un silencio de muerte. Los treinta pares de ojos infantiles se clavaban en ella. Estaba de pie frente al pizarrón. Quiso hablar, y le salió un cuac quebrado. Ahogó un sollozo. Con movimientos bruscos, de maniquí, dio un paso adelante y acarició la cabeza de un niño sentado en un banco de adelante. Quiso poner mucha ternura en el gesto, y estoy segura de que de veras la tenía, quizás nunca en su vida había tenido más ternura en su corazón, pero sus movimientos eran tan rígidos que el chico se echó atrás asustado. Ella no lo notó y le acarició igual la cabecita piojosa. Lo mismo a otro, y a un tercero. Aspiró fuerte, y habló al fin:

– Yo digo siempre la verdad. Yo verdo siempre la digo. Yo niños. Yo soy la verdad y la vida. Yo vido. La verda. La niños. Soy la segunda mamá. La mamunda segú. Yo los quiero a todos por igual. Yo los igualo a todos por mamá. Les digo la verdad por amor. La amad por verdor. La mamá por mamor. ¡Por segunda verdanda! ¡A todos! ¡A todos! Pero hay uno… Uro hay peno… Uy ay pey…

La voz se le quebraba, demasiado aguda. Levantó el índice, vertical. Fue el único gesto que hizo en ese discurso memorable… El dedo estaba firme y ella era un temblor general; a continuación, y al mismo tiempo, el dedo temblaba y toda ella estaba firme como un metal… Las lágrimas le corrían por la mejilla. Continuó, tras la pausa:

– El niño Aira… Está entre ustedes, y parece igual que ustedes. Quizás ni lo han notado, tan insignificante es. Pero está. No se confundan. Yo les digo siempre la verda, la sunda, la guala. Ustedes son niños buenos, inteligentes, cariñosos. Los que se portan mal son buenos, los repetidores son inteligentes, los peleadores son cariñosos. Ustedes son normales, son iguales, porque tienen segunda mamá. Aira es tarado. Parece igual, pero igual es tarado. Es un monstruo. No tiene segunda mamá. Es un inmoral. Quiere verme muerta. Quiere asesinarme. ¡Pero no lo va a lograr! Porque ustedes van a protegerme. ¿No es cierto que van a protegerme del monstruo? ¿No es cierto…? Digan…

– …

– Digan "sí señorita".

– ¡Sí señorita!

– ¡Más fuerte!

– ¡¡Síí seeñooriitaa!

– Digan "ñi sisorita".

– ¡Ri soñonita!

– ¡Más fuerte!

– ¡ ¡Ñoorriiñeesiireetiitaa!!

– ¡¡Mááás fueeerteee!!

– ¡ ¡Ñiiitiiiseetaaasaaañoooteeeriiitaaa!!

– Mmmuy bien, mmmuybien. Protejan a su maestra, que tiene cuarenta años de docencia. La maestra se va a morir en cualquier momento y después va a ser tarde para llorarla. El asesino la mata. Pero no importa. No lo digo por mí, que ya viví mi vida. Cuarenta años en primer grado. La primera segunda mamá. Lo digo por ustedes. Porque a ustedes también quiere matarlos. A mí no. A ustedes. Pero no tengan temor, que la maestra los protege. Hay que tener cuidado, de la yarará, de la araña pollito y del perro rabioso. Pero de Aira más. Aira es mil veces peor. ¡Tengan cuidado con Aira! ¡No se acerquen a él! ¡No le hablen, no lo miren! Hagan como si no existiera. A mí ya me había parecido que era tarado, pero no sé… nnno sé… Nnno me daba cuenta… ¡Ahora sí me di cuenta! ¡No se ensucien con él! ¡No se enfermen con él! No le den ni la hora. No respiren cuando él está cerca, si es necesario muéranse de asfixia pero no le den bolilla. ¡El monstruo mata! Y sus mamas van a llorar si ustedes mueren. Me van a querer echar la culpa a mí, yo las conozco. Pero si se cuidan del monstruo no va a pasar nada. Hagan como si no existiera, como si no estuviera aquí. Si no le hablan ni lo miran, es inofensivo. La señorita los protege. La señorita es la segunda mamá. La señorita los quiere. La señorita soy yo. Yo digo siempre la verdad…

Así siguió un buen rato. En cierto punto empezó a repetir, y repitió todo lo que había dicho, como un grabador. Yo veía a través de ella. Veía el pizarrón donde ella misma había escrito: Zulema, zapato, zorro… con su caligrafía perfecta… La letra era lo más lindo que tenía. Y ya había llegado a la zeta… Yo la encontraba alterada, pero no me parecía que estuviera diciendo barbaridades. Todo me parecía transparente de tan real, y leía las palabras en el pizarrón… Leía… Porque ese día aprendí.