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A todo esto, papá estaba preso por lo del heladero. Una tarde mamá me llevó a visitarlo. Era lógico, porque yo había estado en el centro de la desgracia, en el nudo. Ellos dos me culpaban y no me culpaban. No podían culparme, habría sido demasiado injusto, y al mismo tiempo no podían no culparme, porque todo había salido de mí. Y yo a mi vez podía y no podía culparlos de estos sentimientos. Sea como sea, uno de ellos, o los dos, habían decidido que era buena política llevarme a la hora de visita. Para dar imagen de familia y todo eso. Qué ingenuos eran. La cárcel de encausados de Rosario estaba lejos de casa, al otro lado de la ciudad. Tomamos un colectivo. En la mitad del viaje a mí me dio un ataque de angustia, sin motivo, y me largué a llorar. Se levantaba el telón de mi teatro íntimo. Mamá me miró sin asombro. Digo bien: sin.
– ¿Se puede saber qué te pasa?
Yo no tenía nada muy preciso que decir, pero me salió algo totalmente inesperado, para ella y para mí también:
– ¿Adonde está mi papá?
¡La voz que puse! Fue un graznido… Pero cristalino, sin nada de balbuceo.
Mamá echó una mirada alrededor. El colectivo estaba atestado, y los que nos rodeaban se habían puesto a mirarnos, alertados por mi llanto. No atinó a decir nada.
– ¿Adonde está mi papá? -Empecé a levantar la voz.
Pobre mamá. Habría tenido motivos para pensar que se lo hacía a propósito.
– Ahora lo vas a ver -dijo sin comprometerse. Trató de cambiar de tema, de distraerme: -Mirá qué lindas flores.
Pasábamos frente a una casa con soberbios parterres en el jardín delantero.
– ¿Está muerto?
Yo estaba lanzada. Los pasajeros del colectivo ya habían entrado en la historia, lo que me excitó fuera de toda medida. Porque yo era la dueña de la historia. Mamá me pasó un brazo por los hombros, me acercó a ella.
– No, no. Ya te dije -susurró bajando la voz a un nivel casi inaudible.
– ¿Qué? -chillé.
– Shh…
– ¡No te oigo, mamá! -grité sacudiendo la cabeza, como si temiera que la incertidumbre por mi papá me estuviera volviendo sorda. No tuvo más remedio que hablar alto:
– Ahora lo vas a ver.
– Sí, lo voy a ver. ¿Pero muerto?
– No. Vivo.
Yo palpaba el interés de la gente. El paisaje urbano se deslizaba por los vidrios de las ventanillas como un accesorio olvidado.
– Mamá, ¿adonde está papá? ¿Por qué no viene a casa?
Le di a esta pregunta una entonación que significaba: "no me mientas más. Portémonos como personas adultas. Tengo seis años, aparento tres, pero tengo derecho a la verdad."
Mamá me había dicho toda la verdad. Yo sabía que estaba preso, esperando el veredicto de ocho años por homicidio. Lo sabía todo. Estas dudas intempestivas mías no tenían razón de ser, como no fuera hacerle contar la historia para beneficio de unos perfectos desconocidos. Ella no podía creer (y yo tampoco) que su hija fuera capaz de una traición tan idiota. Pero la angustia que yo estaba desplegando en el colectivo era demasiado real. Como siempre, me las arreglaba para confundirla. Era fácil: no tenía más que confundirme a mí misma.
– Está enfermo -me dijo, otra vez inaudible, en un susurro-. Por eso vamos a visitarlo.
– ¡¿Enfermo?! ¿Se va a morir? ¿Como la abuelita?
Una de mis abuelas había muerto antes de nacer yo. La otra gozaba de buena salud, en Pringles. Nunca se hablaba de "abuelita" en casa. Era un detalle que incluí para dar verosimilitud a la escena.
– No. Se va a curar. Como vos. ¿No estuviste enfermo y te curaste?
– ¿Le hizo mal el helado?
Así seguí hasta que llegamos, mamá todo el tiempo tratando de hacerme callar, yo alzando la voz hasta hacer un verdadero escándalo. Cuando bajamos, no me dijo nada, no me pidió explicaciones. Yo sentí que mi teatro había terminado, había terminado mal, y ella estaba avergonzada de mí… La angustia se multiplicó, y volví a llorar, con muchísimo más ahínco que antes. Lo lógico habría sido que se detuviera en la plaza, que esperáramos sentadas en un banco hasta que se me pasara. Pero mamá estaba cansada, harta de mí y de mis trucos, y enfiló directamente a la cárcel. Mis ojos se secaron. No quería que papá me viera llorosa.
Era la hora de visitas, por supuesto. Hicimos la cola, una señora que me pareció bastante amable nos palpó, revisó la bolsita de red con comida que traía mamá y nos dejó pasar. Ya estábamos en el patio de visitas. Papá se hizo esperar un rato. Mamá, pensativa y sola (no hablaba con las otras mujeres) me dejó en libertad para explorar.
El patio estaba rodeado de entradas y salidas. No daba impresión de hermetismo como debería haberse esperado. Es inevitable que uno se haga una idea romántica de una cárcel, aunque, como era mi caso, yo no supiera lo que era el romanticismo. Ni una cárcel, para ser sincera. Ésta daba una sensación de realismo acentuada y destructora; las ideas previas, aunque no las hubiera tenido, caían.
Me dirigí a una puerta, atraída como por un imán. Noté con un trasfondo de conciencia que había otros chicos en el patio, todos de la mano de sus madres. Un fuerte sol de otoño volvía blancas las superficies. Era una hora algo adormecida. Me sentí invisible.
Lo que más se acercaba a la cárcel en mi experiencia era el hospital. En ambos casos se trataba de encierros prolongados. Pero había una diferencia. Del hospital no se podía salir por una causa interna: el paciente, como yo había demostrado, estaba imposibilitado de moverse. De la cárcel en cambio no se podía salir por otro motivo. No sabía bien cuál: la fuerza era un concepto todavía confuso para mí. Me hice una idea mixta, cárcel-hospital. Había un invisible que se trasladaba de uno a otro. El desvanecimiento de la enfermedad, y una transferencia al prójimo de la conciencia enferma… Era el plan de evasión perfecto. Quizás papá podría volver a casa con nosotras… En este edificio demasiado realista, yo irradiaba mi magia… Si papá estaba aquí por mi culpa…
Pero mi magia empezó actuando sobre mí: una ensoñación melancólica transportó de pronto mi alma a una región muy lejana. ¿Por qué yo no tenía muñecas? ¿Por qué era la única niña del mundo que no tenía una sola muñeca? Tenía un papá preso… y no tenía una muñeca que me hiciera compañía. Nunca la había tenido, y no sabía por qué. No por pobreza o avaricia de mis padres (eso nunca es obstáculo para un niño), sino por otra razón misteriosa… Dentro del misterio, empero, la pobreza era una razón. Y ahora lo iba a ser más. Ahora íbamos a ser pobres de verdad, mamá y yo, abandonadas, solas. Por eso mismo, la muñeca se me presentó como un deseo agudo, doloroso. Con mi habitual estilo dramático, me dejé invadir por un discurso nostálgico, lleno de variaciones. La muñeca había desaparecido para siempre, antes de que yo aprendiera las palabras con las que pedirla, y dejaba un hueco aspirante en el centro de mis frases… Me vi como una muñeca perdida, arrumbada, sin niña…
Eso era yo. La niña que no era. Viva, estaba muerta. Si yo estuviera muerta, papá estaría en libertad. Los jueces se habrían compadecido del padre que se cobraba vida por vida, sobre todo si una vida era la de su hija adorada, y la otra la de un completo desconocido. Pero yo había sobrevivido. Yo me conocía. No era la misma de antes. No sabía cómo ni por qué, pero no era la misma. Por lo pronto, mi memoria había quedado en blanco. Antes del incidente en la heladería, no recordaba nada. Quizás tampoco eso lo recordaba bien. Quizás se había hecho en realidad un trueque de vidas: la del heladero por la mía. Yo había empezado a vivir con su muerte. Por eso me sentía muerta, muerta e invisible…
Cuando esta reflexión cesó, estaba en otro lugar. En un interior. ¿Cómo había llegado ahí? ¿Dónde estaba papá? Esta última pregunta fue la que me despertó. Me despertó porque se parecía tanto a mis sueños. Estaba sola, abandonada, invisible…
O había subido una escalera sin darme cuenta, o, más probable, el edificio tenía sótanos reformados. Porque, al extremo de un pasillo solitario que recorrí volviéndome noventa grados con la intención de regresar al patio y abrazar a mi papá, me encontré en una suerte de plataforma que colgaba sobre un recinto cuadrado, dividido por rejas a la mitad. No sin alarma, creí haber llegado demasiado lejos. Buscando la salida, con la desesperación que tan bien conozco, cometí el error que me faltaba: desconfié de volver sobre mis pasos, y entonces me metí por el primer agujero que encontré, un agujero situado en la pared, donde debían de estar haciendo algunas reformas; era un hoyo, casi una grieta, de cuarenta centímetros de alto y veinte de ancho como mucho, a la altura del zócalo. Lo vi como el atajo perfecto para volver al punto de partida. Fui a parar a una especie de cornisa a diez metros del piso. Me deslicé por ella pegada a la pared (le tenía terror a la altura). El techo estaba cerca. De lo que había abajo, como no me acerqué al borde irregular, sólo vi un pasillo. Además, estaba bastante oscuro. La cornisa, que en realidad era el resto de un cielo raso de yeso, terminaba en un cubículo en el que me metí. Era un tragaluz. Un espacio de un metro por un metro, y las paredes de dos o tres metros de alto; arriba, un cuadrado de cielo. En las cuatro paredes, a la altura de mis pies, cuatro ranuras que daban a profundos cuartos en sombras. Una vez ahí adentro, me quedé quieta. Me senté en el piso. Pensé: voy a pasar toda la noche aquí. Eran las cuatro de la tarde, pero para mí había empezado la noche. No podía avanzar más porque ese lugar no tenía salida. Y no se me ocurrió volver… En esto último era coherente. La actitud de mis padres para conmigo tenía siempre el fondo de "esta vez has ido demasiado lejos". Nunca era de "has vuelto desde demasiado lejos", seguramente porque de ahí no se volvía.
Tanto como para ocupar el tiempo, y acallar otras preocupaciones, pensé en papá. Lo multipliqué por todos los hombres que había allí adentro, los hombres desesperados, los expulsados de la sociedad, que no podían abrazar a sus hijos… Y yo allá arriba, planeando inmóvil sobre todos ellos… Yo era el ángel. Eso no podía asombrarme. Todas las peripecias que habían sucedido, desde el comienzo, desde el momento en que probé el helado de frutilla, me conducían a ese punto supremo, a ser el ángel… El ángel de la guarda de todos los criminales, de los ladrones, de los asesinos…
Todos los hombres presos eran mi papá. Y yo lo amaba. Si antes, al estar en sus brazos, al ir de su mano, había creído amarlo, ahora sabía que el amor era más, mucho más, que eso. Había que ser el ángel de la guarda de todos los hombres desesperados para saber qué era el amor.
Fue una experiencia mística, que duró muchas horas. La experiencia de la contigüidad absoluta con el hombre, que sólo puede vivir su ángel. Ni siquiera la falta de alas pudo sacarme de mi idea. Al contrario: con alas yo habría podido marcharme, por ese cuadrado de cielo que veía encima.
Fue, como digo, un episodio prolongado. Duró toda la tarde y toda la noche. Me encontraron a las diez de la mañana siguiente. La busca a que dio lugar mi desaparición, la viví como una fantasía en ausencia (yo sabía a qué atenerme). Inclusive oí voces que me llamaban; las oí sonar por altavoces: "el niño César Aira…" "el niño César Aira…" Eso ya no era una fantasía, una reconstrucción mental. Eran voces a las que debía responder. Y a las que quería responder, decir por ejemplo "aquí estoy, socorro, no sé cómo bajar". Pero no podía. En la impotencia, me adelantaba a los hechos. Inventaba una escena en la que yo le explicaba al director de la prisión lo que había pasado en realidad: "fue mi papá. Él me atrapó y me llevó a un lugar… me escondió para usarme como rehén en la fuga que planea con sus cómplices"… Todo eso se me podía perdonar, el mismo papá podía perdonarme, considerando mi inocencia, mi carácter, mis temores… Aun así, por puro lujo de conciencia, lo mejoraba: "pero mi papá lo hizo obligado, por el Rey de los Criminales, él nunca le haría eso a su propia hija…" Y temiendo que el Director se hiciera una idea errónea, aclaraba: "Pero mi papá no es ese Rey…" Me embarcaba en lo complicado de la mentira. El mentiroso experimentado sabe que la clave del éxito está en fingir bien la ignorancia de ciertas cosas. Por ejemplo de las consecuencias de lo que está diciendo. Es como hacer que sean los otros los que inventen. "Eso sí, no oí a papá hablar del Rey… eran los otros los que hablaban de él, con miedo, con reverencia… A papá lo llamaban… Su Jamestad… No sé por qué, mi papá se llama Tomás…" El director de la cárcel caería en la celada. Pensaría: es demasiado complicado para no ser cierto. Siempre tenían que pensar lo mismo, es la regla de oro de la ficción. Me creería plenamente. Papá, no; papá conocía mis trucos, él era mis trucos… Lo sabría, y me lo perdonaría, así le costase diez años más de cárcel… No eran exactamente las reflexiones de un ángel. El altavoz (ya era de noche, las estrellas brillaban en el cielo) barría la cárcel llamándome: "salí de tu escondite, César, tu mamá te está esperando para llevarte a tu casa…" Voces de mujer, de las asistentes sociales… La voz de la misma mamá… inclusive creí oír, con una dolorosa palpitación, la voz adorada de papá, que hacía tantos meses que no oía, y ahí sí habría deseado tener alas, precipitarme… Pero no podía. Ésa era la sensación más repetida de mi vida, tanto que era mi vida misma, yo no tenía más vida que ésa: oír una voz, entender las órdenes que me daba esa voz, querer obedecer, y no poder… Porque la realidad, que era el único campo en el que habría podido actuar, se separaba de mí a la velocidad de mi deseo de entrar a ella…
En este caso, y quizás también en todos los otros, tuve el maravilloso consuelo de saberme un ángel. Eso transformaba la situación, la volvía un sueño, pero como realidad. Era una transformación de la realidad. Los crueles delirios que había sufrido durante la fiebre eran una transformación, pero de signo opuesto. El sueño real era la forma de la realidad como felicidad, como paraíso. En el mismo movimiento la realidad se hacía delirio o sueño, pero el sueño también se hacía sueño, y eso era el ángel, o la realidad.