37593.fb2 Como Me Hice Monja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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La radio me ayudó a vivir. La repetición que a veces se repetía y a veces no, me daba algo de vida, como un regalo sorpresa que yo desenvolvía loca de felicidad, en el momento en que el flujo sonoro decidía si iba a ser igual o diferente… Mi memoria exacerbada se aplacaba entonces… Ya no era como si empezara a vivir, con la crueldad rabiosa de un comienzo, sino como si siguiera viviendo…

No sé si mis lectores lo habrán notado, pero es un hecho que el tiempo siempre transporta otro tiempo, como suplemento. El tiempo de las repeticiones vivas de la radio traía consigo otro: el tiempo que pasaba. El palanquín llevaba al elefante. Y transcurría de veras, lento y majestuoso. En él, la catástrofe se revelaba posibilidad de catástrofe, y quedaba atrás. Me daba la impresión de que ya no habría más catástrofes en mi vida: yo tendría vida, igual que todo el mundo, y miraría las catástrofes desde la altura de la existencia del tiempo… Los hechos parecían darme la razón. En la escuela la maestra seguía ignorándome, y eso estaba bien. A la cárcel mamá no volvió a llevarme. De salud, bien. La simplicidad de mi vida no me angustiaba. Una cierta paz se había hecho en mí. Descubría que el tiempo, el tiempo extenso hecho de días y semanas y meses, ya no de instantes horrendos, actuaba a mi favor. Que fuera el único que lo hacía no me preocupaba. Lo encontraba suficiente. Me aferré al tiempo; y consiguientemente a la pedagogía, la única actividad humana que pone al tiempo de nuestra parte.

De ahí que haya caído en algo, por una vez, característico de una niña de mi edad, como es la identificación con la maestra. Todas las niñas pasan por esa etapa, y por esa actividad casi febril de darle clase a sus muñecas o a los niños imaginarios que las habitan. Qué ridículo, que quien nada sabe se ponga a enseñar con tanto ahínco. Pero qué ridículo sublime. Qué catecismos de dogma didáctico salvaje están esperando ahí al observador sagaz. Qué moral de la acción.

Como yo no tenía muñecas, tuve que atenerme a los niños mentales. Como no los tenía inventados, me ocupé de niños reales, a los que recreaba fantásticamente en la imaginación. Eran mis compañeros de grado; no conocía otros, y éstos se hallaban en la posición ideal, ya que no los conocía fuera de la escuela. Para mí, eran escolares absolutos. Por un lujo lúdico, les di personalidades retorcidas, difíciles, barrocas. Todos sufrían de complicadas dislexias, cada uno la suya. Maestra ideal, yo los trataba individualmente, a cada cual según sus necesidades, y exigía de cada cual según sus posibilidades.

Por ejemplo… Si quiero contar esto, debo ceñirme a ejemplos. Es un cambio de nivel, porque hasta ahora vine sorteando la lógica nefasta del ejemplo. Ahora lo hago por motivos de claridad, para después volver a lo mío. Por ejemplo, entonces, un chico tenía la particularidad disléxica de agrupar en cada palabra primero las vocales y después las consonantes; la palabra "consonantes" la escribía "ooaecnsnnts". Ese era un caso fácil. Otros fallaban en el dibujo de las letras, las hacían en espejo… El primer caso era plenamente fantástico, jamás se ha dado en un ser vivo; el segundo era más realista, pero por pura casualidad, por combinatoria. Yo no sabía lo que era la dislexia, ni la sufría ni tenía ningún compañero que la sufriese. La había reinventado por mi cuenta, para darle más sabor al juego. No sospechaba siquiera que en la realidad hubiera una enfermedad así, me habría sorprendido saberlo.

En el grado éramos cuarenta y dos (cuarenta y tres conmigo, pero a mí la maestra no me tomaba asistencia ni me dirigía la palabra ni me mencionaba nunca); eran cuarenta y dos en mi grado imaginario. Cuarenta y dos casos distintos. Cuarenta y dos novelas. Restar uno siquiera, para tener menos trabajo, me habría resultado inconcebible. Y era un trabajo titánico. Porque a cada dislexia, encima, le había dado una génesis familiar distinta y adecuada, en los términos algo delirantes en que yo me manejaba. Pero eso muestra una curiosa intuición en una niña de seis años. Por ejemplo, el chico que dibujaba las letras en espejo tenía un papá mujer y una mamá hombre. Lo cual, además, tenía efectos sobre su rendimiento escolar, ya porque tuviera que ayudar a su mamá a hacer la comida (su mamá era un hombre, por lo tanto no sabía cocinar), y por ello no tenía tiempo de hacer los deberes, ya porque la miseria en su hogar fuera excesiva (su papá era mujer, y fallaba en el mundo del trabajo) y entonces yo debía ocuparme de que la cooperadora lo proveyera de útiles. Y así cada uno de los otros cuarenta y uno. Era un infierno de complicaciones. Ninguna maestra real se habría embarcado en una tarea de ese porte.

Complicaba más todavía la situación la postura pedagógica inflexible que yo me había impuesto: la complicación no debía simplificarse nunca, sólo podía avanzar. La enseñanza para mí era un sistema, aunque laberíntico (por la cantidad de alumnos), unidireccional, de válvulas orientadas todas en el mismo sentido. Porque yo no me proponía de ningún modo corregir la dislexia de cada alumno. Quería enseñarles a leer y escribir en sus términos, cada cual con su sistema jeroglífico particular; sólo dentro de ese sistema se podía avanzar, por ejemplo, en el caso del que escribía en espejo, se podía empezar escribiendo en espejo la palabra "mamá" y terminar escribiendo, en espejo, un libro de mil páginas, un diccionario, todo. Es que en realidad yo no había inventado enfermedades, sino sistemas de dificultad. No estaban destinados a la curación sino al desarrollo. "Dislexia" es un término que uso ahora, por una similitud puramente formal que he encontrado; y para hacerme entender.

De modo que yo hacía un dictado (mental, imaginario, por supuesto), después pedía los cuadernos (también imaginarios) para corregir, y con esa honestidad absoluta que sólo se da en los niños que juegan, me hacía cargo concienzudamente de cuarenta y dos discursos jeroglíficos que corregía cada uno según su regla única e intransferible.

Como si esto fuera poco, había tenido que hacer equivalencias lo más adecuadas posibles entre cada dislexia y el rendimiento del alumno en otras materias que no fueran Idioma Nacional: en Matemáticas, Desenvolvimiento, Dibujo, etc. Para seguir con el ejemplo más fácil (los había completísimos), el de la escritura en espejo: ese chico las cuentas las hacía no sólo con los números dibujados al revés sino con los resultados también invertidos, de modo que dos más dos le daba cero, y dos menos dos cuatro: los criollos pedían Cabildo Cerrado, Colón descubría Europa, el fruto venía antes que la flor; los dibujos, era cuestión de imaginármelos.

Debía imaginármelo todo, porque daba mis clases sin escenificación, sin elementos materiales, sin un papel siquiera para ir apuntando (en mi estado precario de aprendizaje, por otro lado, escribía tan lento que no era cosa de andar tomando notas de prisa, como un taquígrafo; y debía ir rápido para avanzar algo, con tantísimos alumnos). Lo hacía inmóvil, concentradísima, los ojos abiertos, escuchando la radio con algún resto de conciencia. Mi castillo de naipes siempre estaba a punto de derrumbarse, la menor distracción me haría perder el hilo para siempre. Un esquema habría sido mi salvación. Aprendí a añorar el esquema. Si hubiera podido jugar en voz alta habría sido menos difícil, pero no lo hacía, porque en el secreto estaba la estética del juego. De modo que mamá nunca supo que yo estaba dando clases. Quién sabe qué creería al verme paralizada, tensa como un mármol…

Me vi obligada a emplear un arte de la memoria. Mi memoria era perfecta, pero no bastaba. Me las había arreglado para necesitar algo más. Necesitaba un método, y utilicé la imagen de mi aula en su momento de plena ocupación. Para hacer imagen debía tener las figuras en silencio. Ahora bien, en el aula, y supongo que será igual en cualquier aula de cuarenta y dos chicos (yo no me cuento) de seis años, eran muy escasos los momentos en que todos ocupaban sus bancos y se quedaban en silencio. Había un solo momento así: cuando la señorita tomaba asistencia. Era una letanía de nombres, el apellido primero, el nombre de pila después -faltaba yo, que debería haber estado segundo, entre Abate y Artola. Repetida todos los días en el mismo orden, me la había aprendido de memoria. Y estaba fundida, como el audio de una imagen, al recuerdo utilizable mnemotécnicamente de toda el aula en su lugar… Lamentablemente, esa fusión me impedía usar la imagen tal como la tenía almacenada. Porque el orden sonoro de los niños, que era el alfabético, no coincidía con el de las ubicaciones. Eso me obligaba a un penoso zigzag, eran dos órdenes sobreimpresos…

Este entretenimiento me absorbía. Me absorbía tanto que llegó a producirme placer, el primero extenso y manipulable que yo experimentara en mi vida. Era un placer doloroso, casi abrumador, pero así era yo. Y no tardó en sublimarse, en trascenderse… Un poco al margen de mi voluntad creó un suplemento sobre el que se lanzó mi imaginación con una avidez loca. Trascendí la escuela. Empecé a dar instrucciones. Instrucciones de todo, de vida. Se las daba a nadie, a seres impalpables que había dentro de mi personalidad, que ni siquiera tomaban formas imaginarias. Eran nadie y eran todos.

Las instrucciones que yo daba se referían a cualquier cosa. A algo que estuviera haciendo, en principio, pero también a otras actividades que no hacía ni iba a hacer jamás (por ejemplo trepar a una montaña) y sobre las cuales sin embargo especificaba los detalles más mínimos. Pero la base, el modelo, el grueso de mis instrucciones, se refería a lo que yo estaba haciendo en ese momento. A tal punto que mis actividades se duplicaban en las instrucciones para llevarlas a cabo, actividades e instrucciones eran una misma cosa. Caminaba, y lo hacía explicándole a un discípulo fantasmal cómo era que se caminaba, cómo se debía caminar… No era tan simple como parecía, nada lo era… Porque la verdadera eficacia era una elegancia, y la elegancia dependía de un saber minuciosamente detallado, caprichoso de tan detallado, una idiosincrasia esotérica que sólo yo estaba en condiciones de transmitirle a… nadie, no sabía a quién, quizás a alguien. El juego invadía toda mi vida. Cómo sostener el tenedor, cómo llevárselo a la boca, cómo beber un sorbo de agua, cómo mirar por la ventana, cómo abrir una puerta, cómo cerrarla, cómo encender la luz, cómo atarse los zapatos… Todo acompañado de un flujo incesante de palabras, "hágalo así… nunca lo haga así… una vez yo lo hice así… tenga la precaución de… hay gente que prefiere… de este modo los resultados no son tan…" Era un discurso rápido, muy rápido, no disponía de ninguna lentitud en la que refugiarme porque la velocidad justa era parte esencial de la corrección, y yo estaba dando el ejemplo. Y además eran tantas las actividades sobre las que debía instruir… eran todas… algunas simultáneas, lanzar una mirada ligeramente a la derecha y algo arriba del horizonte, controlando el movimiento de la pupila, de la cabeza (¡y había que tener algún pensamiento adecuado y elegante como acompañamiento de esa mirada, sin lo cual no valía nada!), al mismo tiempo que se recogía una piedrita, con el gesto preciso de los dedos… Cómo usar los cubiertos, cómo ponerse el pantalón, cómo tragar saliva. Cómo estar quieto, cómo estar sentado en una silla, ¡cómo respirar! Hacía yoga sin saberlo, ultrayoga… Pero para mí no era un ejercicio: era una clase, daba por supuesto que yo ya lo sabía todo, ya lo dominaba… Por eso debía enseñar… Y en realidad lo sabía, cómo no iba a saberlo si era la vida en todo su despliegue espontáneo. Aunque lo principal no era saberlo, ni siquiera hacerlo, sino explicarlo, desplegarlo como saber… Y tan curiosos son los mecanismos de la mente y el lenguaje, que a veces me descubría dándome las instrucciones a mí misma.