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II. Hay que leer (el dogma)

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Sigue el problema del mayor, arriba, en su habitación.

¡Él también necesitaría reconciliarse con «los libros»!

Casa vacía, padres acostados, televisión apagada, sigue estando solo… delante de la página 48 y la «ficha de lectura» que tiene que entregar mañana…

Mañana…

Breve cálculo mental:

446 – 48 = 398.

¡Trescientas noventa y ocho páginas que tragarse en una noche!

Se entrega a ello valientemente. Una página empuja a la otra. Las palabras del «libro» bailan entre los auriculares de su walkman. Sin alegría. Las palabras tienen pies de plomo. Caen una tras otra, como caballos rematados. Ni siquiera el solo de batería consigue resucitarlas. (¡Un buen batería, sin embargo, Kendall!) Prosigue su lectura sin volverse a mirar los cadáveres de las palabras. Las palabras han entregado su sentido, descansen sus letras en paz. Esta hecatombe no le asusta. Lee como quien avanza. El deber lo empuja. Página 62, página 63.

Lee.

¿Qué lee?

La historia de Emma Bovary.

La historia de una joven que había leído mucho:

"Emma había leído Pablo y Virginia y había soñado con la casita de bambú, con el negro Domingo, con el perro Fiel, pero sobre todo con la dulce amistad de algún hermanito, que subiera a buscar para ella frutas rojas a los grandes árboles, más altos que campanarios, o que corriera descalzo por la arena, llevándole un nido de pájaros.»

Lo mejor es telefonear a Thierry, o a Stéphanie, para que mañana por la mañana le pasen su ficha de lectura, y la copia en un periquete, antes de entrar en clase, dicho y hecho, se lo deben de sobras.

"Cuando cumplió trece años, su padre la llevó a la ciudad para meterla en un internado. Se alojaron en una fonda del barrio de Saint Gervais, donde les pusieron para la cena unos platos pintados que representaban la historia de la señorita de La Valliere. Las leyendas explicativas, cortadas aquí y allí por los rasguños de los cuchillos, glorificaban todas ellas la religión, las delicadezas del corazón y las pompas de la Corte.»

La fórmula: "Les pusieron para la cena unos platos pintados…» le arranca una sonrisa fatigada:…¿Les dieron para cenar unos platos vacíos? ¿Les hicieron papear la historia de esa La Valliere?» Se las da de listo. Se cree al margen de su lectura. Error, su ironía ha dado en el clavo. Porque sus desdichas simétricas proceden de ahí: Emma es capaz de ver su plato como un libro, y él su libro como un plato.

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Mientras tanto, en el instituto (como decían en cursiva los tebeos belgas de su generación), los padres:

– Sabe, mi hijo…, mi hija…, los libros…

El profesor de lengua ha entendido: al alumno en cuestión «no le gusta leer».

– Y lo más extraño es que de niño leía mucho…, devoraba incluso, ¿verdad, cariño, que se puede decir que devoraba?

Cariño opina: devoraba.

– ¡Hay que decir que le hemos prohibido la televisión! (Otra versión posible: la prohibición absoluta de la tele. Resolver el problema suprimiendo su enunciado, ¡un conocido truco pedagógico!)

– Es verdad, nada de televisión durante el año escolar, ¡es un principio sobre el que jamás hemos transigido!

Nada de televisión, pero piano de cinco a seis, guitarra de seis a siete, danza el miércoles, judo, tenis, esgrima el sábado, esquí de fondo desde los primeros copos, curso de vela desde los primeros rayos, modelado los días de lluvia, viaje a Inglaterra, gimnasia rítmica…

Ni la menor posibilidad ofrecida al más mínimo cuarto de hora de reencuentro consigo mismo.

¡Alto a los sueños!

¡Abajo el aburrimiento!

El bonito aburrimiento…

El largo aburrimiento…

Que permite cualquier creación…

– Procuramos que jamás se aburra.

(Pobre de él…)

– Intentamos, ¿cómo le diría?, intentamos proporcionarle una formación completa…

– Eficaz, sobre todo, cariño, yo diría más bien eficaz.

– Si no, no estaríamos aquí.

– Por suerte, sus notas en matemáticas no son malas…

– Claro que la lengua…

Oh, el pobre, el triste, el patético esfuerzo que imponemos a nuestro orgullo yendo así, burgueses de Calais y de aquí, con las claves de nuestro fracaso por delante, a visitar al profesor de lengua… que escucha, y que dice sí-sí, y al que le gustaría hacerse una ilusión, por una sola vez en su larga vida de profe, hacerse una diminuta ilusión…, pero no:

– ¿Cree que un suspenso en francés puede ser motivo de que repita?

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Así discurre nuestra existencia: él en el bisnés de las fichas de lectura, nosotros ante el espectro de que repita, el profesor de lengua en su materia vilipendiada… ¡Y viva el libro!

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Un profesor tarda muy poco en convertirse en un viejo profesor. No es que el oficio desgaste más que otro, no…, es por oír a tantos padres hablarle de tantos hijos -y, haciéndolo, hablar de ellos mismos- y por escuchar tantos relatos de vidas, tantos divorcios, tantas historias de familia: enfermedades infantiles, adolescentes a los que ya no se domina, hijas queridas cuyo afecto se nos escapa, tantos fracasos llorados, tantos éxitos pregonados, tantas opiniones sobre tantos temas, y sobre la necesidad de leer, en especial, la absoluta necesidad de leer, que consigue la unanimidad.

El dogma.

Están los que jamás han leído y se avergüenzan de ello, los que ya no tienen tiempo de leer y lo lamentan, los que no leen novelas, sino libros útiles, ensayos, obras técnicas, biografías, libros de historia, están los que leen todo sin fijarse en qué, los que «devoran» y cuyos ojos brillan, están los que sólo leen los clásicos, amigo mío, «porque no hay mejor crítico que el tamiz del tiempo», los que pasan su madurez «releyendo», y los que han leído el último tal y el último cual, porque, amigo mío, hay que estar al día.

Pero todos, todos, en nombre de la necesidad de leer. El dogma.

Incluido aquel que, si bien ya no lee ahora, afirma que es por haber leído mucho antes, sólo que ahora ya ha terminado su carrera, y tiene la vida «montada», gracias a él, claro (es de los «que no deben nada a nadie»), pero reconoce gustosamente que esos libros, que ahora ya no necesita, le han sido muy útiles…, indispensables, incluso, sí, ¡in-dis-pen-sa-bles!

– ¡Convendrá, por consiguiente, que el chaval se meta eso en la cabeza!

El dogma.

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Pues bien, «el chaval» tiene eso en la cabeza. Ni por un segundo pone el dogma en cuestión. Eso es, por lo menos, lo que se desprende claramente de su redacción:

Tema: ¿Qué piensas del consejo de Gustave Flaubert a su amiga Louise Collet: «¡Lee para vivir!»?

El chaval está de acuerdo con Flaubert, el chaval y sus compañeros, y sus compañeras, todos de acuerdo: «¡Flaubert tenía razón!» Una unanimidad de treinta y cinco trabajos: hay que leer, hay que leer para vivir, y eso es incluso -esta absoluta necesidad de la lectura- lo que nos distingue de la bestia, del bárbaro, del bruto ignorante, del sectario histérico, del dictador triunfante, del materialista bulímico, ¡hay que leer!, ¡hay que leer!

– Para aprender.

– Para sacar adelante nuestros estudios.

– Para informarnos.

– Para saber de dónde venimos.

– Para saber quiénes somos.

– Para conocer mejor a los demás.

– Para saber adónde vamos.

– Para conservar la memoria del pasado.

– Para iluminar nuestro presente.

– Para aprovechar las experiencias anteriores.

– Para no repetir las tonterías de nuestros antepasados.

– Para ganar tiempo.

– Para evadirnos.

– Para buscar un sentido a la vida.

– Para comprender los fundamentos de nuestra civilización.

– Para satisfacer nuestra curiosidad.

– Para distraernos.

– Para informarnos.

– Para cultivarnos.

– Para comunicar.

– Para ejercer nuestro espíritu crítico.

y el profesor aprueba al margen: «¡sí, sí, B, MB!, BB, exacto, interesante, en efecto, muy correcto», y tiene que contenerse para no exclamar: «¡Más! ¡Más!», él, que en el pasillo del instituto ha visto esta mañana al «chaval» copiar a toda velocidad su ficha de lectura de la de Stéphanie, él, que sabe por experiencia propia que la mayoría de las citas encontradas en esas sensatas redacciones salen de un diccionario especial, él, que sabe a la primera hojeada que los ejemplos elegidos («citad ejemplos sacados de nuestra experiencia personal») proceden de lecturas hechas por otros, él, en cuyos oídos siguen resonando los aullidos que desencadenó al imponer la lectura de la siguiente novela:

– ¿Cómo? ¡Cuatrocientas páginas en quince días! ¡Pero no lo terminaremos nunca, señor!

– ¡Hay un examen de mates!

– ¡Y la semana próxima hay que entregar la redacción de economía!

Y aunque conozca el papel que ha desempeñado la televisión en la adolescencia de Mathieu, de LeIla, de Brigitte, de Camelo de Cédric, el profesor sigue aprobando, con todo el rojo de su estilográfica, cuando Cédric, Camel, Brigitte, LeIla o Mathieu afirman que la tele («¡no quiero abreviaturas en vuestros trabajos!») es la enemiga Número Uno del libro, y también el cine si se piensa bien, pues uno y otro suponen la pasividad más amorfa, cuando leer depende de un acto responsable. (¡MB!)

Aquí, sin embargo, el profesor deja su pluma, alza la mirada como un alumno ensimismado, y se pregunta -¡oh, sólo para sus adentros!- si determinadas películas, de todos modos, no le han dejado recuerdos de libros. «¿Cuántas veces ha «releído» La noche del cazador, Amarcord, Manhattan, Habitación con vistas, El festín de Babette, Fanny y Alexander? Sus imágenes le parecían portadoras del misterio de los signos. Claro está que no son frases de especialista -no sabe nada de la sintaxis cinematográfica y no entiende el léxico de los cinéfilos-, sólo son frases de sus ojos, pero sus ojos le dicen que hay imágenes cuyo sentido no se agota y cuya traducción renueva cada vez la emoción, e incluso imágenes de televisión, sí: la cara del abuelo Bachelard, hace tiempo, en Lectures pour tous…, el mechón de Jankelevitch en Apostrophes <strong>[2]</strong> aquel gol de Papin contra los milaneses de Berlusconi…

Pero el momento pasa. Vuelve a sus correcciones. (¿Quién contará alguna vez la soledad del corrector de fondo?) A partir de algunos trabajos, las palabras comienzan a bailotear bajo sus ojos. Los argumentos tienden a repetirse. Le invaden los nervios. Lo que recitan sus alumnos es un breviario: ¡Hay que leer, hay que leer! La interminable letanía de la palabra educativa: Hay que leer…, ¡cuando cada una de sus frases demuestra que no leen jamás!

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– Pero ¿por qué te afectas tanto, cariño mío? ¡Tus alumnos escriben lo que esperas de ellos!

– ¿O sea?

– ¡Que hay que leer! ¡El dogma! ¿Supongo que no te esperabas encontrar un montón de trabajos alabando los autos de fe?

– ¡Lo que yo espero es que desenchufen sus walkmans y se pongan de una vez a leer!

– En absoluto… Lo que tú esperas es que te entreguen buenas fichas de lectura sobre las novelas que tú les impones, que «interpreten» correctamente los poemas que tú has elegido, que el día del examen de selectividad analicen hábilmente los textos de tu lista, que «comenten» juiciosamente, o «resuman» inteligentemente lo que el tribunal les colocará bajo las narices esa mañana… Pero ni el tribunal, ni tú, ni los padres desean especialmente que estos chicos lean. Tampoco desean lo contrario, fíjate. Desean que saquen adelante sus estudios, ¡punto! Aparte de esto, tienen otras cosas de que ocuparse. ¡Además, también Flaubert tenía otras cosas de que ocuparse! Si enviaba a la Louise a sus libros era para que le dejara en paz, para que le dejara trabajar tranquilo en su Bovary, Y para que no le cargara con un niño. Ésa es la verdad, y tú lo sabes muy bien. Bajo la pluma de Flaubert cuando escribía a Louise «Lee para vivir», quería decir de veras: «Lee para que me dejes vivir», ¿se lo has contado eso a tus alumnos? ¿No? ¿Por qué?

Ella sonríe. Pone la mano sobre la de él:

– Tienes que hacerte a la idea, cariño: el culto al libro depende de la tradición oral. Y tú eres su gran sacerdote.

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«No he encontrado nada estimulante en los cursos impartidos por el Estado. Aunque la materia de enseñanza hubiera sido más rica y más apasionante de lo que era en realidad, la morosa pedantería de los profesores bávaros me habría seguido alejando del más interesante de los temas.»…

«Toda la cultura literaria que poseo, la he adquirido fuera de la escuela.»…

«Las voces de poetas se confunden en mi memoria con las voces de quienes fueron los primeros en hacérmelos conocer: hay algunas obras maestras de la escuela romántica alemana que no puedo releer sin volver a escuchar la entonación de la voz conmovida y bien timbrada de Mielen. Durante todo el tiempo en que fuimos unos niños que tenían dificultades en leer por sí mismos, ella tuvo la costumbre de leernos.»

(…)

«Y, sin embargo, escuchábamos aún con mayor recogimiento la tranquila voz del Mago… Sus autores predilectos eran los rusos. Nos leía Los casacas de Tolstoi y las parábolas extrañamente infantiles, de un didactismo simplista, de su último período… Escuchábamos las historias de Gógol e incluso una obra de Dostoievski…, aquella farsa inquietante titulada Una historia ridícula.»

(…)

"Sin la menor duda, las hermosas horas vespertinas pasadas en el despacho de nuestro padre no sólo estimulaban nuestra imaginación sino también nuestra curiosidad. Una vez que se ha saboreado el hechicero encanto de la gran literatura y la confortación que procura, uno quisiera saber cada vez más…, más "historias ridículas", y parábolas llenas de sabiduría, y cuentos de múltiples significados, y extrañas aventuras. Y así es como uno comienza a leer por sí mismo…,, <strong>[3]</strong>

Así escribía Klaus Mann; hijo de Thomas, el Mago, y de Mielen, la de la voz conmovida y bien timbrada.

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Algo deprimente de todos modos, esta unanimidad… Como si, desde las observaciones de Rousseau sobre el aprendizaje de la lectura, a las de Klaus Mann sobre la enseñanza de las Letras por el Estado bávaro, pasando por la ironía de la joven esposa del profesor, para culminar en las lamentaciones de los alumnos de aquí y de ahora, el papel de la escuela se limitara siempre y en todas partes al aprendizaje de técnicas, al deber del comentario, y cortara el acceso inmediato a los libros mediante la abolición del placer de leer. Parece establecido desde tiempos inmemoriales, y en todas las latitudes, que el placer no tiene que figurar en el programa de las escuelas y que el conocimiento sólo puede ser el fruto de un sufrimiento bien entendido.

Es defendible, claro está. No faltan los argumentos.

La escuela no puede ser una escuela del placer, el cual supone una gran dosis de gratuidad. Es una fábrica necesaria de saber que requiere esfuerzo. Las materias enseñadas en ella son los instrumentos de la conciencia. Los profesores encargados de estas materias son sus iniciadores, y no se les puede exigir que canten la gratuidad del aprendizaje intelectual cuando todo, absolutamente todo en la vida escolar -programas, notas, exámenes, clasificaciones, ciclos, orientaciones, secciones-, afirma la finalidad competitiva de la institución, inducida por el mercado del trabajo.

Que el colegial, de vez en cuando, encuentre un profesor cuyo entusiasmo parece considerar las matemáticas en sí mismas, que las enseñe como una de las Bellas Artes, que haga que se las ame por la virtud de su propia vitalidad, y gracias al cual el esfuerzo se convierta en placer, depende del azar del encuentro, no del talante de la Institución.

Lo típico de los seres vivos es hacer amar la vida, incluso bajo la forma de una ecuación de segundo grado, pero la vitalidad jamás ha estado inscrita en el programa de las escuelas.

La función está aquí.

La vida en otra parte.

La lectura se aprende en la escuela. Amar la lectura…

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Hay que leer, hay que leer…

¿Y si, en lugar de exigir la lectura, el profesor decidiera de repente compartir su propia dicha de leer? ¿La dicha de leer? ¿Qué es la dicha de leer? Preguntas que suponen, en efecto, un estupendo retorno sobre uno mismo.

Y, para comenzar, la confesión de una verdad que va radicalmente en contra del dogma: la mayor parte de las lecturas que nos han formado, no las hemos hecho a favor, sino en contra. Hemos leído (y leemos) como si nos parapetáramos, como si nos negáramos, o como si nos opusiéramos. Si eso nos da aires de fugitivo, si la realidad desespera de alcanzarnos detrás del «encanto» de nuestra lectura, somos unos fugitivos ocupados en construirnos, unos evadidos a punto de nacer.

Cada lectura es un acto de resistencia. ¿De resistencia a qué? A todas las contingencias. Todas:

– Sociales.

– Profesionales.

– Psicológicas.

– Afectivas.

– Climáticas.

– Familiares.

– Domésticas.

– Gregarias.

– Patológicas.

– Pecuniarias.

– Ideológicas.

– Culturales.

– O umbilicales.

Una lectura bien llevada salva de todo, incluido uno mismo.

Y, por encima de todo, leemos contra la muerte.

Es Kafka leyendo contra los proyectos mercantiles del padre, es Flannery O'Connor leyendo a Dostoievski contra la ironía de la madre («¿El idiota? ¡Te va que ni pintado pedir un libro con un título semejante!»), es Thibaudet leyendo a Montaigne en las trincheras de Verdún, es Henri Mondar sumido en su Mallarmé en la Francia de la Ocupación y del mercado negro, es el periodista Kauffmann releyendo indefinidamente el mismo tomo de Guerra y paz en los calabozos de Beirut, es ese enfermo, operado sin anestesia, del que Valéry nos dice que «encontró algún alivio, o, mejor dicho, cierta renovación de sus fuerzas, y de su paciencia, recitando, entre dolor y dolor, un poema que le gustaba». Y es, claro está, la confesión de Montesquieu cuya deformación pedagógica ha suscitado tantas redacciones: «El estudio ha sido para mí el remedio soberano contra los disgustos, no habiendo sufrido jamás pena que una hora de lectura no haya aliviado.»

Pero es, de manera más cotidiana, el refugio del libro contra la crepitación de la lluvia, el silencioso deslumbramiento de las páginas contra la cadencia del metro, la novela metida en el cajón de la secretaria, la breve lectura del profe cuando se largan los alumnos, y el alumno del fondo de la clase leyendo a escondidas, mientras espera a entregar el ejercicio en blanco…

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¡Difícil enseñar las Bellas Letras, cuando la lectura exige hasta tal punto el retiro y el silencio!

¿La lectura, acto de comunicación? ¡Otra graciosa broma de los comentaristas! Lo que leemos, lo callamos. Las más de las veces conservamos el placer del libro leído en el secreto de nuestra celosía. Bien porque no vemos en él nada que decir, bien porque, antes de poder decir una palabra, tenemos que dejar que el tiempo efectúe su delicioso trabajo de destilación. Ese silencio es la garantía de nuestra intimidad. El libro ha sido leído pero nosotros todavía seguimos en él. Basta su evocación para abrir un refugio a nuestro rechazo. Nos preserva del Gran Exterior. Nos ofrece un observatorio levantado muy por encima de los paisajes contingentes. Hemos leído y nos callamos. Nos callamos porque hemos leído. Sería bonito que nos aguardara un emboscado en la esquina de nuestra lectura para preguntarnos: «¿Quéeee? ¿Está bien? ¿Lo has entendido? ¡Un informe!»

A veces, es la humildad la que dirige nuestro silencio. No la gloriosa humildad de los analistas profesionales, sino la conciencia íntima, solitaria, casi dolorosa, de que esa lectura, ese autor acaban, como se dice, ¡de «cambiar mi vida»!

O, de repente, ese otro deslumbramiento, que nos deja atónitos: ¿Cómo es posible que lo que acaba de alterarme hasta este punto no haya modificado en nada el orden del mundo? ¿Es posible que nuestro siglo haya sido lo que ha sido después de que Dostoievski escribiera Los demonios? ¿De dónde salen Pol Pot y los demás cuando se ha imaginado el personaje de Piotr Verjovenski? ¿Y el terror de los campos, cuando Chéjov ha escrito Sajalín? ¿Quién se ha iluminado con la blanca luz de Kafka donde nuestras peores evidencias se recortaban como placas de zinc? Y, justo en el momento en que se desarrollaba el horror, ¿quién prestó atención a Walter Benjamin? ¿Y cómo es posible que, cuando todo hubo pasado, la tierra entera no leyera La especie humana de Robert Antelme, aunque sólo fuera para liberar al Cristo de Carlo Levi, definitivamente detenido en Éboli?

Que unos libros puedan alterar hasta tal punto nuestra conciencia y dejar que el mundo siga de mal en peor, es algo que deja sin palabras.

Silencio, pues…

Salvo, claro está, para los fabricantes de frases del poder cultural.

¡Ah!, esas conversaciones de salón en las que, como nadie tiene nada que decir a nadie, la lectura adquiere el rango de tema de conversación posible. ¡La novela rebajada a una estrategia de la comunicación! Tantos aullidos silenciosos, tanta gratuidad obstinada para que ese cretino corra a ligarse a esa marisabidilla: «¿Cómo, no ha leído el Viaje al fin de la noche?»

Se mata por menos de eso.

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Sin embargo, si bien la lectura no es un acto de comunicación inmediata, es, finalmente, objeto de reparto. Pero un reparto largamente diferido, y ferozmente selectivo.

Si pensamos en la parte de las grandes lecturas que debemos a la Escuela, a la Crítica, a todas las formas de publicidad, o, por el contrario, al amigo, al amante, al compañero de clase, o a veces incluso a la familia -cuando no coloca los libros en el estante de la educación-, el resultado es claro: las cosas más hermosas que hemos leído se las debemos casi siempre a un ser querido. Y a un ser querido será el primero a quien hablemos de ellas. Quizá, justamente, porque lo típico del sentimiento, al igual que del deseo de leer, consiste en preferir. Amar, a fin de cuentas, es regalar nuestras preferencias a los que preferimos. Y estos repartos pueblan la invisible ciudadela de nuestra libertad. Estamos habitados por libros y por amigos.

Cuando un ser querido nos da a leer un libro, le buscamos en un principio a él en sus líneas, sus gustos, las razones que le han llevado a colocarnos ese libro en las manos, las señales de una fraternidad. Después el texto nos domina y olvidamos al que nos ha sumido en él; en eso consiste, justamente, la fuerza de una obra, ¡barrer también esa contingencia!

Sin embargo, con el paso de los años, la evocación del texto trae el recuerdo del otro; algunos títulos vuelven a convertirse entonces en caras.

Y, para ser totalmente justo, no siempre la cara de un ser querido, sino (¡oh, raras veces!) la de un crítico o de un profesor.

Así ocurre con Pierre Dumayet, con su mirada, con su voz, con sus silencios, que, en el Lectures pour tous de mi infancia, expresaban todo su respeto por el lector en que, gracias a él, yo me convertiría. Así ocurre con aquel profesor cuya pasión por los libros sabía armarle de paciencia y darnos incluso la ilusión del amor. ¡Tenía que preferirnos mucho -o apreciarnos- a sus alumnos, para darnos a leer lo que le resultaba más querido!

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En la biografía que dedica al poeta Georges Perros, Jean-Marie Gibbal cita esta frase de una estudiante de Rennes donde enseñaba Perros:

«Él (Perros) llegaba la mañana del martes, desgreñado por el viento y por el frío en su moto azul y oxidada. Encorvado, con un chaquetón de marinero, la pipa en la boca o en la mano. Vaciaba una bolsa de libros sobre la mesa. Y era la vida.»

Quince años después, la maravillosa maravillada sigue contándolo. Con la sonrisa puesta sobre la taza de café, piensa, reúne lentamente sus propios recuerdos, y después:

– Sí, era la vida: media tonelada de libros, pipas, tabaco, un ejemplar del France-soir o de L'Equipe, llaves, carnés, facturas, una bujía de su moto… De este fárrago sacaba un libro, nos miraba, soltaba una risa que nos daba apetito, y comenzaba a leer. Caminaba mientras leía, una mano en el bolsillo, la otra, la que sostenía el libro, un poco tensa, como si, leyéndolo, nos lo ofreciera. Todas sus lecturas eran regalos. No nos pedía nada a cambio. Cuando la atención de alguno o alguna de nosotros flaqueaba, abandonaba la lectura un segundo, miraba al dormido y silbaba. No era una reprimenda, era una alegre devolución a la conciencia. No nos perdía jamás de vista. Hasta en lo más profundo de su lectura, nos contemplaba por encima de los renglones. Tenía una voz sonora y luminosa, un poco aterciopelada, que llenaba perfectamente el volumen de las clases, de la misma manera que habría llenado un anfiteatro, un teatro, el campo de Marte, sin que jamás una palabra sonara más alta que otra. Asumía instintivamente las medidas del espacio y de nuestros cerebros. Era la caja de resonancia natural de todos los libros, la encarnación del texto, el libro hecho hombre. Por su voz descubríamos de repente que todo aquello había sido escrito para nosotros. Este descubrimiento intervenía después de una interminable escolaridad en la que la enseñanza de la Literatura nos había mantenido a una distancia respetuosa de los libros. Así pues, ¿qué hacía él que no hubieran hecho otros profesores? Nada. En determinados aspectos, hacía incluso mucho menos. Sólo que, mira, no nos entregaba la literatura en un cuentagotas analítico, nos la servía en dosis generosas… y entendíamos todo lo que nos leía. Lo entendíamos. No había más luminosa explicación del texto que el sonido de su voz cuando anticipaba la intención del autor, revelaba una segunda intención, desvelaba una alusión…, imposibilitaba el contrasentido. Absolutamente inimaginable, después de haberle oído leer La doble inconstancia, seguir desvariando sobre la cursilería y vestir de color rosa las muñecas humanas de aquel teatro de la disección. La precisión de su voz nos introducía en un laboratorio, la lucidez de su dicción nos invitaba a una vivisección. Y, al mismo tiempo, no exageraba nada en este sentido y no convertía a Marivaux en la antesala de Sade. Daba igual, durante todo el tiempo que duraba su lectura, teníamos la sensación de contemplar la sección de los cerebros de Arlequín y de Silvia, como si nosotros mismos fuéramos los ayudantes de laboratorio de esa experiencia.

»Nos daba una hora de clase a la semana. Esa hora se parecía a su macuto: una mudanza. Cuando nos abandonó al fin del año, eché cuentas: Shakespeare, Proust, Kafka, Vialatte, Strindberg, Kierkegaard, Molière, Beckett, Marivaux, Valéry, Huysmans, Rilke, Bataille, Gracq, Hardellet, Cervantes, Laclos, Cioran, Chéjov, Henri Thomas, Butor… Los cito en desorden y olvido muchos. ¡En diez años, no había oído ni la décima parte!

»Nos hablaba de todo, nos lo leía todo, porque suponía que teníamos una biblioteca en la cabeza.» Era el grado cero de la mala fe. Nos tomaba por lo que éramos, unos jóvenes bachilleres incultos y que merecían saber. Y ni hablar de patrimonio cultural, de sagrados secretos pegados a las estrellas; en su caso, los textos no caían del cielo, los recogía del suelo y nos los daba a leer. Todo estaba allí, alrededor de nosotros, pletórico de vida. Recuerdo nuestra decepción, al principio, cuando abordó las grandes figuras, aquellos de quienes nuestros profesores, pese a todo, nos habían hablado, los poquísimos que creíamos conocer bien: La Fontaine, Molière… En una hora, perdieron su estatuto de divinidades escolares para hacérsenos íntimos y misteriosos…, es decir, indispensables. Perros resucitaba los autores. Levántate y anda: de Apollinaire a Zola, de Brecht a Wilde, todos acudían a nuestra clase, completamente vivos, como si salieran de chez Michou, el café de enfrente. Café donde a veces nos ofrecía una segunda parte. No jugaba, sin embargo, al profe-colega, no era su estilo. Perseguía pura y simplemente lo que denominaba su "curso de ignorancia". Con él, la cultura dejaba de ser una religión de Estado y la barra de un bar era una cátedra tan presentable como una tarima. Nosotros mismos, al escucharlo, no sentíamos deseos de entrar en religión, de vestir el hábito del saber. Teníamos ganas de leer, y punto… Así que se callaba, desvalijábamos las librerías de Rennes y de Quimper. Y cuanto más leíamos, más ignorantes, en efecto, nos sentíamos, solos sobre la arena de nuestra ignorancia, y frente al mar. Sólo que, con él, ya no teníamos miedo de mojarnos. Nos sumergíamos en los libros, sin perder el tiempo en fríos chapoteos. No sé cuántos de nosotros se hicieron profesores…, no muchos, sin duda, y tal vez sea una lástima, en el fondo, porque, como quien no quiere la cosa nos legó un gran deseo de transmitir. Pero de transmitir a los cuatro vientos. Él, que se reía mucho de la enseñanza, soñaba riendo con una universidad itinerante: "Y si nos paseáramos un poco…, si fuéramos a ver a Goethe a Weimar, a poner como un trapo a Dios con el padre de Kierkegaard, a tragarnos Las noches blancas en la perspectiva Nevski…"

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«La lectura, resurrección de Lázaro, levantar la losa de las palabras.»

GEORGES PERROS (Escotes)

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Aquel profesor no inculcaba un saber, ofrecía lo que sabía. No era tanto un profesor como un trovador, uno de esos juglares de palabras que frecuentaban las posadas del camino de Compostela y recitaban los cantares de gesta a los peregrinos iletrados.

Como todo necesita un comienzo, congregaba todos los años su pequeño rebaño en torno a los orígenes orales de la novela. Su voz, al igual que la de los trovadores, se dirigía a un público que no sabía leer. Abría los ojos. Encendía lámparas. Encaminaba a su mundo por la ruta de los libros, peregrinación sin final ni certidumbre, marcha del hombre hacia el hombre.

– ¡Lo más importante era que nos leyera todo en voz alta! La confianza que ponía de entrada en nuestro deseo de aprender… El hombre que lee en voz alta nos eleva a la altura del libro. ¡Da realmente de leer!

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En lugar de ello, nosotros, que hemos leído y pretendemos propagar el amor al libro, preferimos con excesiva frecuencia comentaristas, intérpretes, analistas, críticos, biógrafos, exégetas de obras que han enmudecido por culpa del piadoso testimonio que aportamos de su grandeza. Atrapada en la fortaleza de nuestro saber, la palabra de los libros cede su lugar a nuestra palabra. En lugar de dejar que la inteligencia del texto hable por nuestra boca, nos encomendamos a nuestra propia inteligencia, y hablamos del texto. No somos los emisarios del libro sino los custodios jurados de un templo cuyas maravillas proclamamos con unas palabras que cierran sus puertas: «¡Hay que leer! ¡Hay que leer!»

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Hay que leer: es una petición de principio para unos oídos adolescentes. Por brillantes que sean nuestras argumentaciones…, sólo una petición de principio.

Aquellos de nuestros alumnos que hayan descubierto el libro por otros canales seguirán lisa y llanamente leyendo. Los más curiosos guiarán sus lecturas por los faros de nuestras explicaciones más luminosas.

Entre los «que no leen», los más listos sabrán aprender, como nosotros, a hablar de ello: sobresaldrán en el arte inflacionista del comentario (leo diez líneas, escribo diez páginas), la práctica jícara de la ficha (recorro 400 páginas, las reduzco a cinco), la pesca de la cita juiciosa (en esos manuales de cultura congelada de que disponen todos los mercaderes del éxito), sabrán manejar el escalpelo del análisis lineal y se harán expertos en el sabio cabotaje entre los «fragmentos selectos», que lleva con toda seguridad al bachillerato, a la licenciatura, casi a la oposición… pero no necesariamente al amor al libro.

Quedan los otros alumnos.

Los que no leen y se sienten muy pronto aterrorizados por las irradiaciones del sentido.

Los que se creen tontos…

Para siempre privados de libros… Para siempre sin respuestas…

Y pronto sin preguntas.

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Soñemos.

Es la prueba llamada de tema, en la oposición de Literatura.

Título del tema: Los registros de la conciencia literaria en «Madame Bovary».

La joven está sentada en su pupitre, muy por debajo de los seis miembros del tribunal instalados en lo alto, encima de su tarima. Para incrementar la solemnidad de la cosa, imaginemos que ocurre en el gran anfiteatro de la Sorbona. Un olor de siglos y de madera sagrada. El silencio profundo del saber.

Un escaso público de parientes y de amigos diseminados en las gradas oye su corazón único latir al ritmo del miedo de la joven. Imágenes todas ellas de abajo arriba, y la joven muy al fondo, aplastada por el terror de toda la ignorancia que le queda.

Leves crujidos, toses sofocadas: es la eternidad anterior a la prueba.

La mano temblorosa de la joven dispone sus notas delante de ella; abre su partitura del saber: Los registros de la conciencia literaria en «Madame Bovary».

El presidente del tribunal (es un sueño, demos a este presidente una toga sangre-de-buey, edad avanzada, hombros de armiño y peluca-cocker para acentuar sus arrugas de granito), el presidente del tribunal, pues, se vuelve a la derecha, levanta la peluca de su colega y le murmura dos palabras al oído. El adjunto (más joven, la madurez rosada y sabia, idéntica toga, idéntico tocado) asiente con gravedad. Lo comunica a su vecino mientras el presidente murmura a su izquierda. El asentimiento se propaga hasta los dos extremos de la mesa.

Los registros de la conciencia literaria en «Madame Bovary». Perdida en sus notas, asustada por el brusco desorden de sus ideas, la joven no ve que el tribunal se levanta, no ve que el tribunal baja de la tarima, no ve que el tribunal se le acerca, no ve que el tribunal la rodea. Alza la mirada para reflexionar y se descubre atrapada en la trampa de sus miradas. Debería sentir miedo, pero está demasiado ocupada por el miedo de no saber. Apenas se pregunta: ¿qué hacen tan cerca de mí? Vuelve a sumergirse en sus notas. Los registros de la conciencia literaria… Ha perdido el esquema de su tema. ¡Un esquema tan límpido, sin embargo! ¿Qué ha hecho con el esquema de su tema? ¿Quién le devolverá los claros pasos de su argumentación?

– Señorita…

La joven no quiere escuchar al presidente. No para de buscar el esquema de su tema, desvanecido en el torbellino de su saber.

– Señorita…

Busca y no encuentra. Los registros de la conciencia literaria de «Madame Bovary»… Busca y encuentra todo el resto, todo lo que ella sabe. Pero no el esquema de su tema. No el esquema de su tema.

– Señorita, por favor…

¿Es la mano del presidente lo que acaba de posarse en su brazo? (¿Y desde cuándo los presidentes de los tribunales de oposición posan la mano en el brazo de las candidatas?) ¿Es la infantil súplica, tan inesperada en esa voz? ¿Es el hecho de que los adjuntos comiencen a removerse en sus sillas (pues cada uno de ellos ha traído su silla y todos están sentados a su alrededor)?… La joven levanta finalmente la mirada.

– Señorita, por favor, olvídese de los registros de la conciencia…

El presidente y sus adjuntos se han quitado las pelucas. Muestran el pelo alborotado de los niños, unos ojos grandes abiertos, una impaciencia de hambrientos.

– Señorita… ¡Cuéntenos Madame Bovary!

– ¡No, no!… ¡Mejor cuéntenos su novela favorita!

– ¡Sí, La balada del café triste! ¡A usted le gusta mucho Carson McCullers, señorita, cuéntenos La balada del café triste!

– Y después dénos ganas de volver a leer La princesa de Clèves, ¿vale?

– ¡Dénos ganas de leer, señorita!

– ¡Ganas de verdad!

– ¡Cuéntenos Adolphe!

– ¡Léanos Dedalus, el capítulo de las gafas!

– ¡Kafka! Cualquier cosa de su Diario…

– ¡Svevo! ¡La conciencia de Zeno!

– ¡Léanos El manuscrito hallado en Zaragoza!

– ¡Los libros que a usted más le gusten!

– ¡Ferdydurke!

– ¡La conjura de los necios!

– ¡No mire el reloj, tenemos tiempo!

– Por favor…

– ¡Cuéntenos! -Señorita…

– ¡Léanos!

– ¡Los tres mosqueteros!

– La reina de las manzanas…

– Jules y Jim…

– ¡Charlie y la fábrica de chocolate!

– ¡El príncipe de Motordu!

– ¡Basil!


  1. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Ambos, famosos programas de televisión dedicados a los libros. (N. del T.)

  2. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Klaus Mann. El viraje