37601.fb2 Conquista salvaje - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 1

Conquista salvaje - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 1

Capítulo I

1

El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo.

Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso.

Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca 1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

Las aguas cristalinas del Senguerr, que pocas leguas al oeste nacían en el lago, arrastraban fragmentos de araucarias, lengas y cipreses mutilados por el fuego. Aquellos restos de los titanes del bosque bajaban chocando entre sí; ora rectos en la corriente como humeantes canoas sin remeros, ora dando tumbos, girando sobre un eje caprichoso. Algunos chocando de frente con las rocas enclavadas en el río, se elevaban violentamente ante el obstáculo, manteniéndose por un instante verticales para caer luego con sordo fragor sobre otros restos que los seguían.

Los guanacos, avestruces y zorros poblaban ya las mesetas y los valles escondidos donde crecían los altos pastos, y el misterioso huemul, el hermoso ciervo americano, siempre alerta y receloso, había ganado los pasos inexplorados que llevaban a las laderas del oeste, al otro lado de la cordillera, entre los cerrados valles de magnificencia eterna.

El fuego, naciendo en la ribera misma del lago Escondido, atacaba los pinos seculares, que ardían con un estallido crepitante. Las llamas, contoneándose, lamían pacientes los troncos enormes y en lenta e inexorable tarea, mordiendo hora tras hora las rugosas cortezas, llegabán al corazón del árbol, dejándolos finalmente reducidos a humeantes carbones que, vencidos, se quebraban con violencia, arrastrando en su caída a los árboles menores que los rodeaban. Un olor denso, sofocante, salía del colchón de hojas muertas y helechos gigantes, cuyo verdor desafiaba la llameante invasión…

De la trágica hoguera surgía un fragor enorme, un murmullo incesante y vasto semejante a una catarata subterránea. Las yemas de los árboles jóvenes reventaban en aquella inmensa fragua con un chisporroteo vivaz y regocijado. Los claros sonidos de su alegría vibraban con notas saltarinas entre la sorda sinfonía del incendio. Árboles de troncos gigantescos cuyos ramajes se entrelazaban en un apretado mar vegetal, y que se hallaban situados en la ladera a pique del lago, se derrumbaban sobre la barranca de piedra, flotando en las aguas verdeazules hasta que lentamente derivaban a la embocadura del Senguerr, donde, como potros en un brete, se amontonaban, chocando y despedazándose con fiereza, para al fin emprender el descenso por el río, con lentitud primero, aumentando su carrera en los rápidos y terminando de destrozarse en los furiosos remolinos. Los troncos para entonces eran informes muñones ennegrecidos que bajaban velozmente. Al llegar el río a las mesetas, los restos de los orgullosos titanes del bosque quedaban detenidos en los remansos y muy pocos terminaban su largo viaje en los lagos del oeste.

Difundíase en el aire reseco un fuerte y áspero aroma de resinas, producido por las millares de ardientes teas que durante días y noches despedían su penacho de humo y fuego.

Pero el incendio no parecía sin embargo un ciego, absurdo arrebato de la naturaleza; por el contrario, el inmenso dolor del bosque lacerado era casi una purificación y el centro mismo, el corazón de la espesura manteníase en reposo, en una calma profunda, mientras la periferia ardía, resplandeciendo en lenguas llameantes, ennegreciéndose en espesa humareda, bajo la comba del cielo, apuntalado por las columnas de los altos picachos nevados. En aquella catedral abandonada por los seres vivientes, sólo los árboles ardían sin cesar como pebeteros de yerbas mágicas ofrecidas por un ritual primitivo en sacrificio cósmico. Diríase un acto voluntario, casi una reverente ofrenda despojada de todo temor, un arder necesario y fatal para mostrar a las cumbres impasibles el íntimo renuevo fecundo de la savia, la eternidad perdurable del liquen. Después de la huida de sus secretos habitantes -los pájaros y las fieras-, el bosque, como un gran señor abandonado pero enhiesto, se dejaba morder, casi desdeñoso, seguro de la inutilidad de toda defensa y cierto también de su ulterior vivencia, de su pujante renacer sobre la muerte… El fuego sólo podía atacar los tejidos más débiles, los márgenes caducos, las nervaduras externas, sin que el centro de la urdimbre, fuese herido ni aun por una chispa solitaria. En el bosque virgen y salvaje nada deleznable ardía, sólo la madera con su sangre verde, los grandes árboles con sus atavíos de hojas incontaminadas, los líquenes resecos y la gramilla de los calveros, que se inflamaban espontáneamente entre el calor reinante. La quemazón se prolongaba por los valles y cañadones merced a los resecos coirones, propicio combustible que brindaba el singular espectáculo de un sinuoso río de fuego, subiendo los ondulados montes, rodeando las rocas desprendidas y avanzando siempre, ciega pero inexorablemente destructor.

Todos lo animales del bosque y de los valles vecinos habían desertado ya hacia lugares más seguros, y ni un solo pájaro mostraba su alada presencia en el paraje. Entre la soledad y el fuego, el lago Escondido, mudo testigo del desastre, se mantenía extrañamente sereno sin que sus heladas aguas fueran agitadas por la más leve brisa. Su claro espejo de zafiro reflejaba en la costa oeste las altas montañas empenachadas de nieve y, en la margen opuesta, el siniestro quemarse del bosque. Durante ocho largos días de inalterable serenidad, el fuego abatió miles de gigantescos árboles y escaló con facilidad de bestia insaciada los montes y las lomas, se introdujo por kilómetros en los cañadones cubiertos de altos pastos, inflamables coirones y torturados calafates y sólo se detuvo en la linde de las pampas de piedra, donde ninguna vegetación resiste los latigazos del viento. El bosque ardía en tanto imponente y solitario como una fiera atacada en mortífera trampa por oleadas de hambrientos enemigos. Cada lengua de fuego era una lanza hundiendo su urgencia en la rica sangre de los pinos que, tronchados, raleaban su número, mostrando en su quebranto las hondas heridas recibidas. Fuera del crepitar del incendio ningún sonido alteraba la paz de los extensos valles y colinas. Pero aun el silencio era tenso, demasiado absoluto para ser real, como si de pronto alguna fuerza ignorada fuera a mostrarse en la naturaleza, semejante a una divinidad de la montaña que, iracunda ante la profanación del bosque, amenazara de pronto sumar un nuevo y dramático elemento en la inalterable escena de destrucción. Sin embargo los dioses tutelares de la selva no abandonaron su silencio de piedra y el fuego siguió alcanzando las profundas entrañas de los árboles y abatiendo sus gallardas vestiduras.

Un amanecer se mostró por el oeste, al fondo del lago prisionero entre las montañas, una nube blanca extendiéndose en toda la superficie. Habían llegado las primeras nieves… Poco a poco el abierto valle se cubrió de finos copos, persistente humedad, infiltrándose tesonera, aplacaba lentamente las llamas enloquecidas. Y entonces por un paso del oeste, entre las altas cumbres, Llanlil avanzó como un solitario testimonio de los hombres…

2

Venía fatigado y huyendo. Como su raza acosada y fugitiva. Sin embargo pudo en él más el asombro que el cansancio y se irguió sobre su caballo lunarejo, sacudiendo la nieve del poncho e inmóvil contempló el incendio.

– ¡Huecubú…! -rezongó-, ya llegaste…

Así estuvo un tiempo, la nieve cayéndole suavemente sobre los hombros, diluyéndolo contra el fondo de las montañas, casi irreal en el paisaje inanimado. Al costado de su caballo, echados en la nieve que empezaba a acumularse, se enroscaron dos ágiles perros lebreros.

Era Llanlil un hermoso indígena patagónico. Un gigante cobrizo de lacia y abundante cabellera negra. De rasgos enérgicos y armoniosamente proporcionados. Más que su porte varonil, resplandecían extraños los ojos densamente azules de mirada penetrante. Viva, ardiente y dolorosa mirada en contraste con sus lerdos ademanes y gestos parsimoniosos. Toda la potencia todavía indómita se refugiaba en aquellos ojos avizores, persistentes, que, como el bosque y la montaña, guardaban su secreto en un marco imponente y salvaje y tenían la azul profundidad de un cielo anochecido.

* Descendiente de araucanos, en su sangre dormían generaciones de caciques, bravíos capitanes que cimentaron su rudo dominio a punta de coraje sobre los hombres y las fieras. Llanlil aparentaba la cautela del puma, presta al salto repentino sobre la víctima elegida, pero también la nobleza que sólo hiere cuando es ofendida su gallarda libertad.

Más tarde, con la segura eficiencia adquirida en la práctica constante, realizó una cantidad de tareas para asegurarse abrigo y descanso; en el espacio cubierto de una roca saliente acomodó la modesta montura y sus escasos enseres, tapó todo con un cuero, encendió un pequeño fuego a pesar de la nevazón, y con ayuda de un palo aguzado arrimó a las llamas un trozo de guanaco que comenzó a asarse lentamente.

El caballo triscaba en el pasto suave y húmedo con una serena conformidad muy semejante a la exhibida por su amo. Sobre una pequeña loma a la derecha, ya enteramente cubierta de nieve, los perros se perseguían entre los coihués, sobre cuyos troncos cilíndricos resbalaban como perlas titilantes los copos blancos. Una gran liebre asomó curiosa sus largas orejas detrás de unos arbustos, casi en el declive opuesto de la loma y se ocultó veloz ante el peligro. Los perros atiesaron instantáneamente y sin vacilar rodearon a increíble velocidad el faldeo, y desaparecieron entre las matas. Momentos después la aterrorizada liebre cruzó disparando frente al refugio de Llanlil, quien acuclillado cerca del fuego la observó con aparente indiferencia, pero sus ojos acerados no perdían un solo movimiento de la carrera; uno de los perros cruzó también siguiendo a su presa, el otro seguramente aguardaba el retorno de la liebre; ésta apareció de nuevo por la mitad de la loma, zigzagueando, quebrando fantástica pero inútilmente su loca carrera. Su acosador repetía sus movimientos con igual rapidez y exactitud. La distancia disminuía entre los actores de la lucha. El segundo perro apareció un momento y cortó el paso a la liebre; volvió ésta a bajar la loma, para refugiarse inmóvil y echada detrás de un árbol, pero un ladrido cercano la hizo saltar con terror y reanudar la fuga. De golpe fue alcanzada por un certero manotazo del perro y quedó pataleando débilmente sobre la nieve. Los perros saltaron ladrando jubilosos y mirando hacia su amo. Llanlil lanzó un corto silbido y un feliz cazador tomó delicadamente entre sus fauces al roedor, llevándolo en triunfo hasta su dueño.

Al mediodía la nieve continuaba cayendo suavemente y la ausencia de sonidos acrecía la majestuosa calma del paisaje. La claridad tenuemente amortiguada creaba una sedante ilusión de infinita paz. Llanlil seguía acuclillado ante el fuego mientras los perros, sentados sobre sus cuartos traseros, golpeaban la nieve con la cola, las orejas tiesas, escuchando los rumores inaudibles al hombre. Del otro lado del lago el incendio se apagaba lentamente. No se veían ya troncos arrastrados por la corriente. Los árboles, como derruidas columnas de una silenciosa catedral devastada por el fuego, mostraban sus negros esqueletos de desgranadas ramas. La nieve, acumulándose en la parte superior, iba dibujando venas blancas sobre la madera quemada.

Al día siguiente Llanlil lió los bártulos y llevando al caballo de la brida descendió la ondulada pendiente, seguido siempre por los perros. La nieve saltaba en una blanda lluvia al menor choque y ahogaba los pasos del viajero. Cuando llegó al nacimiento del río, buscó Llanlil un paso seguro, y sin temor a las aguas terriblemente frías, vadeó la corriente, no sin grandes esfuerzos y al cabo de ser arrastrado un largo trecho. Los perros gemían con terror y uno de ellos a duras penas alcanzó la opuesta orilla; allí permaneció tembloroso, fijos los mansos ojos en su dueño. Poco después un alegre fuego entre las rocas los reunía en apretado círculo.

Fueron pasando los días, sin otra actividad que el acoso de alguna liebre solitaria. Llanlil no daba señales de impaciencia. Esperaba con su seguro instinto de cazador el retorno de los pobladores del bosque. Cuando los primeros fueron llegando, armó con palos y cueros su toldo al abrigo de un cerro y luego colocó en puntos distantes las trampas para los zorros. Excavó para ello hoyos en la tierra helada, introdujo las trampas de hierro dentado, como grandes mandíbulas, disimulándolas con ramas tiernas y hojas, fabricó a su alrededor corralitos de neneo y, en algunos casos, sujetó sobre las trampas, en las ramas más bajas de los chacayes restos de liebres y, en otros, arrastró trozos sangrantes en varias direcciones para atraer su presa a los corrales.

Después se alejó del bosque y escaló los cerros del oeste, para contemplar desde allí el variado espectáculo del paisaje que, aplanándose a lo lejos, mostraba la meseta árida y desierta. A gran distancia pacían los guanacos libres y confiados bajo la vigilancia y protección de los capitanejos que, algo separados de sus manadas de hembras, erguían sus cabezas oteando la salvaje extensión de la meseta. Las persistentes nubes otoñales, entonces bajas y amenazantes, aplastaban la perspectiva, aumentando la impresión de grandeza e imponencia de las pampas. El río, culebreante, se extendía en el amplio valle desbordando su cauce en numerosos brazos de agua de curso caprichoso. Los terrenos bajos y pantanosos, de tierra negra aflorada de mallines cubiertos de fina hierba intensamente verde, puntuada de junquillos y hierba de la liebre, escondían sus abismos mortales. En los terrenos más firmes, el junco, el carrizo y las cortaderas albergaban variadas especies de volátiles y zancudas. Los montañosos parajes, liberados del azote del fuego, se animaban nuevamente entre la garrulería de los pájaros, encabezados por estridentes loros de verde y brillante plumaje que poblaban los árboles antes silenciosos. En las ramas del coihué, el llau llau 2 amarillo se adhería pacientemente formando nudos como tumores fibrosos.

Llanlil contemplaba todo y se hundía en sus impenetrables pensamientos, sus pasos solitarios no producían el menor ruido sobre la capa de hojas que formaban el suelo del bosque, cuando, al atardecer, retornaba a su toldo. El bosque, iluminado apenas por la furtiva claridad verdosa de la luz, se tornaba espectral y dramático, con sus grandes árboles, entre los que caían blancos filamentos como un celaje lunar. Las rojas flores del copihue se balanceaban suspendidas de los troncos de cipreses y ñires como vegetales lámparas de fuego. Un picamadero inesperadamente rompió el hechizo con el fulminante tac… tac de sus picotazos sobre los duros troncos. Los perros gruñían entonces sordamente abalanzándose en dirección del sonido, pero en seguida retornaban, graves y serenos, como contagiados del embrujo de la hora moribunda, en aquel mundo salvaje y sin embargo entrañablemente en armonía con la naturaleza. La tierra, interiormente cálida todavía del reciente verano, absorbía la nieve prematura, que se manchaba rápidamente con plumarazos de barro. En los húmedos calveros renacían vigorosamente los helechos gigantescos, con sus débiles tallos profusamente recargados de faldas vegetales.

El indio hacía su acostumbrada recorrida a las trampas y nunca faltaba un zorro preso en alguna de ellas. Desollar con delicadeza y estaquear el cuero de sedoso y largo pelo lo entretenía bastante y así los días, que se reducían cada vez pasaban para él, sin sentirlos. Esperaba todavía más y mejor caza con la llegada del invierno. Aguardaba al pequeño y escurridizo zorro gris de fina piel y larga cola. A los graciosos chulengos y, si tenía suerte, al señor del bosque y las montañas, el huidizo y montaraz puma, galardón codiciado de todo cazador y terror de los perros timoratos.

Una mañana, desde su acostumbrado observatorio notó la inquietud de los guanacos y avestruces que. expectantes y alertas, se retiraban de sus parajes habituales. La intranquilidad de los animales se convirtió en lenta y ordenada fuga hacia el norte, y el galope de los guanacos se hizo sostenido y constante. Muy lejos la segura mirada de Llanlil distinguió dos bultos que avanzaban lentamente. El extraordinario suceso de otros hombres en aquellas regiones extrañó al trampero, que los contempló con un largo y avizor examen. Las figuras fueron aumentando de volumen y por la tarde estaban bastante cerca de los primeros cerros, pero ya Llanlil había abandonado su atalaya y preocupado se ocupaba de asegurar en fardos las pieles obtenidas. Su aislamiento estaba roto, y el temor de algo desconocido extendía hacia él su larga mano.

La noche lo sorprendió bien pronto en su trabajo y Llanlil veló, con una sensación de ignorados peligros. La nocturna soledad se pobló de inquietantes rumores; animales que con furtivos pasos hollaban el lecho de hojarascas del cercano bosque, la eterna canción del río entre las rocas, el crujido de un árbol resquebrajado por el reciente incendio. Larga y poblada de temores resultó la noche sureña para el hostigado indio. Dilatada y serena noche que ocultaban el miedo y la amenaza. Por entre los grandes troncos desnudos la luna discurría errante rebotando de cumbre en cumbre, iluminando los profundos desfiladeros, los arroyos argentados que huían entre las rocas, el gran lago calmo y soberbio con sus aguas de un denso índigo metálico que reflejaban la fantasmagoría del cielo austral, abrumado de rutilantes e innúmeras estrellas, en enloquecedor parpadeo cósmico presidido por la majestad luminosa de la Cruz del Sur. El frío intenso cristalizaba el aire con una tendida vibración que amplificaba el sonido. Creeríase escuchar el inverosímil ruido de la hoja del maitén desprendiéndose en columpiado vuelo…

El lento amanecer llegó al fin del este entre neblinas, y nuevamente las nubes avanzaron desde las cordilleras cubriendo las inmensas mesetas. Llanlil, con la primera claridad fuese a sus trampas. Desenterró la primera, donde ninguna presa había caído, y buscó otra en un claro del bosque. Al acercarse le cerraron el paso la presencia temida. Los dos hombres estaban allí, su remington al brazo, hoscos e interrogantes, escrutando al indio con desconfianza y altivez.

– Estas trampas… -dijo uno silbando las palabras-, ¿son tuyas? -y como Llanlil callara, le urgió: -¡Habla te digo!

– Sí… son mías -respondió éste al fin.

– ¿Y desde cuándo andas robando en tierras ajenas, indio de porquería? Estos campos tienen dueño…

Llanlil no intentó ninguna explicación. Sólo comprendía una cosa; aquellos hombres querían despojarlo, alzarse con el fruto de su paciente trabajo. Buscaba el modo de huir, alejarse de los temidos palos de fuego que lanzaban la muerte; no temía a los hombres sino a sus armas, certeras y despiadadas. Quiso volverse pero el compañero del que lo interrogaba ya cubría sus espaldas. Saltó de costado y el agudo dolor de un culatazo le rozó el hombro. Su cuchillo brilló en la mano vigorosa. Defendíase jadeante, con una furia salvaje y pavorosa. Los perros, hechos para las ágiles carreras, ladraban sin atreverse a enfrentar a los atacantes. El indio fue llevado en su retirada contra el corral de neneo que rodeaba la trampa. La lucha era sorda, sin gritos ni treguas. Los hombres no disparaban sus armas por temor de herirse mutuamente, pero las blandían con repetidos golpes sobre la víctima, esperando el menor traspié para doblegarlo. De pronto Llanlil resbaló, su pierna se hundió en la frágil cubierta de la trampa y ésta se cerró, mordiendo su carne y provocándole un rugido de dolor y de rabia. Al instante, el más cercano de los acosadores le asestó un certero culatazo y el indio cayó bruscamente de cara sobre la escarcha endurecida… Su primitivo gorro de piel le quedó grotescamente ladeado sobre la cabeza.

– Bueno -exclamó el autor del golpe, un robusto mocetón de renegrida barba y sanguinario aspecto-. Este terminó; ¿lo remato de un tiro?

– ¿Para qué? -contestó su compinche, que parecía el de más autoridad-. Siempre es peligroso dejar un muerto pudiendo evitarlo; además, ¿crees que vivirá? Si no se hiela antes de poder sacarse la trampa, lo que demostraría un accidente, se volverá al otro lado, contento de salvar el pellejo… carguemos las pieles y a volar…-. Y cambiando de tono ordenó:

– ¡Y ni una palabra de esto al administrador! ¿Entendido?

– Está bien jefe; usted manda…

– Entonces vamos, nos llevaremos el matungo y repartiremos las pieles… no deja de ser buen negocio…

Se alejaron en busca del toldo. En el suelo quedó Llanlil respirando débilmente mientras los perros rondaban asombrados alrededor del amo caído. El bosque de troncos alternativamente carbonizados semejando obscuros penitentes recobró su vasto silencio, indiferente al bárbaro despojo.


  1. <a l:href="#_ftnref1">1</a> Y también panke o pangue, planta sin tallo y con hojas enormes.

  2. <a l:href="#_ftnref2">2</a> Hongo, parásito del coihué, y el ñire.