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CAPÍTULO X

1

“¿Dónde está él ahora” -habíase preguntado Blanca. La pregunta no tenía respuesta para ella. Llanlil, con Ruda y dos peones hacía horas que galopaban parejo sobre la tierra húmeda del valle, por donde el Senguerr se bifurca en pequeños brazos que, como arterias abiertas al cielo, irrigan el cañadón para perderse en los bordes arenosos donde nacen las paredes de la meseta. Hasta donde llega el agua, la hierba crece lozana y entre ella ambulan los teros reales, las zancudas recelosas, y el avestruz balancea su largo cuello que parece sostenido por un resorte en permanente oscilación y cuyo grotesco vaivén, repetido por todos en distintos planos y alturas simultáneamente, termina por fatigar la mirada.

Al paso de lote caballos chapoteando en el suelo semilíquido, todo el tropel se dispersaba, unos corriendo nerviosos a esconderse en las numerosas lagunas; otros, como la pesada avutarda levantaban vuelo y tras ellas seguían las armoniosas garzas de dorado plumaje, y pájaros inquietos y fugaces. Sólo el tero chillón desafiaba atrabiliario a los jinetes, que en silencio, a medias descansando sobre los recados, galopaban siguiendo las huellas de los potros fugitivos. Los dos peones, hechos desde muchachos a tales correrías, seguían indiferentes la marcha regular y cadenciosa y el galope corto de sus caballos y así habrían continuado hasta el confín de las mesetas sin el menor gesto de cansancio o aburrimiento. Aunque parecían dormirse sobre el recado, reencontraban el familiar contacto en cada recodo del río, en la altura de las aguas, en el contorno de los cerros. Cada roca lejana o cada grupo de árboles eran individualizados como señales de la distancia basta otro punto ya recorrido de antemano. Sin temor a equivocarse podían afirmar: “Aquí pasamos la noche en el rodeo del año tal…”. “Aquí fue donde matamos al puma”. “Allí cayó fulano cuando rodó su caballo”, y así siempre ante cada objeto o accidente del terreno.

Ruda en cambio, experto jinete, reventaba de fastidio por el obligado silencio y de buena gana hubiera hecho alto para charlar, contar cualquier vieja historia, o asar un cuarto de capón al abrigo de unas rocas propicias; pero necesitaban apurarse. Los potros se irían dispersando cada vez más y si no los alcanzaban pronto, corrían el riesgo de perderlos a manos de los indios. Por allí cerca, en Pastos Blancos, la tribu del cacique Maniquiquen, languidecía de persistente miseria. Aun si se salvaban de los indios, el frío acabaría pronto con los animales, criados a corral y con grano abundante. Ruda buscaba afanoso y, al no hallarlos bufaba de rabia e impaciencia.

A su costado, sobre un recio tordillo pampa, con apenas un liviano cojinillo por recado y con esa gracia fiera y natural a un mismo tiempo del jinete de sangre, del jinete consustanciado por instinto y amor con el caballo, galopaba Llanlil. Con perfecta maestría ni se retrasaba a su compañero, ni tampoco lo adelantaba jamás. Cada golpe de cascos del caballo de Ruda era repetido como un eco por el de Llanlil. Pareciera que un yugo invisible los uniera estrechamente. Nunca una vacilación, un esquive brusco o un desplazamiento del jinete sobre el lomo de la cabalgadura. Erguido, con el poncho, única prenda que salvó del robo, tendido sobre la vertical de su cuerpo en amplios pliegues, semejaba una estatua animada cabalgando incansable, con la impasibilidad del mármol.

El español, hidalgo admirador del coraje y la entereza en cualquier arte del campo, estudiaba de reojo a su compañero y lo cotejaba con los gauchos que conociera, únicos también en armonizar la férrea disposición para el caballo con la más flexible de las gracias en la marcha. Al principio le pareció una torpe actitud presuntuosa del indígena, pero la natural gravedad de éste, su silencio y el acatamiento a su mando, evidenciado en aquel sutil gesto de no adelantar jamás su marcha a la de él, lo convencieron de su noble carácter. Llanlil ni adulaba por temor ni se apartaba por orgullo. Vibraba solitario en el amor a la carrera y saboreaba el galope sostenido, como quizás lo hicieron sus abuelos marchando hacia los parlamentos de sus iguales en jornadas memorables ya extinguidas.

El instinto de raza corría por su sangre como un cálido torrente y galopaba sin cesar, seguro, avizor y feliz de su libertad.

El mediodía había disipado la niebla, y los rayos del sol, oblicuos y débiles, se detenían en las grupas sudorosas de los caballos, para morir entre los pastos todavía helados. El viento iba aumentando su fuerza y frenando a los cansados animales que mantenían a duras penas el ritmo de sus brazadas. Nubes algodonosas navegaban hacia el sur con la grave majestuosidad de navíos celestiales. Ruda sintió aflojar a su caballo y, levantando una mano, señaló una cuchilla que hería las paredes de la meseta oeste del cañadón. Sus tres compañeros comprendieron la indicación y sin titubear sesgaron su marcha. Las patas de los caballos levantaban pequeños surtidores de agua al saltar sobre los abundantes charcos disimulados bajo la hierba.

– Parecen estar lejos -dijo Ruda al apearse-. Nos sacaron bastante ventaja.

Un peón comentó con seguridad, mirando el valle que se abría más adelante confundiéndose con los límites de las mesetas:

– No irán mucho más allá… Son demasiado finos para desafiar la pampa. Si se parecen a los señoritos que no andan una legua sin lenguaraz, guía y una tropa…

– ¡Ja… ja… ja! Lo malo es que se gradúan de exploradores -comentó el español-. Me acuerdo cuando… bueno… Primero acomodemos los caballos y vos prepara el asado.

– Darme a mí los caballos -pidió Llanlil.

– Bueno, pues; pero no los sueltes mucho… Salimos dentro de dos horas -aclaró Ruda.

Llanlil se los llevó hasta un abrigo, donde corría un hilo de agua brotando del borde de la meseta. Cuando volvió, ya las llamas se retorcían como lenguas traslúcidas, acariciando la carne clavada a un palo. El capón se chamuscaba, pero aquellos estómagos hambrientos no se paraban en detalles y miraban fascinados el fuego. A pesar de la hora el frío se hacía sentir. Las pesadas nubes se espesaban paulatinamente y el sol era cada vez menos visible.

– Y, don Ruda, ¿qué estaba por contarnos? -dijo un peón.

2

– Pues verás, muchacho… Allá por 1885, veníamos al mando del poblador Juan Acosta, criollo de los que quedan pocos, arreando una tropa para una estancia de San Julián. Acosta tomó la ruta de las montañas con algunos locos como yo. También venía con nosotros un mozo porteño, que más que a poblar, lo hacía escapando a alguna fea jugada. El caso es que se nos juntó y demostró que no era flojo. Reía de todo y se burlaba de las leyendas que pintaban a la Patagonia plagada de tremendos peligros. A cada rato exigía un puma para lucirse o se iba persiguiendo como un chiquilín a los guanacos. Aunque nos fastidiaba bastante, se lo disculpábamos por su buen humor y falta de malicia. Para él aquello era una excursión, claro que olvidaba agregar que los compañeros eran gauchos veteranos de las mesetas y que con ellos iba seguro… En fin, un día, después de cruzar el Mayo o Aayones, por el Paso, remontamos la meseta y en el ajetreo se nos dispersaron unas vacas. Salimos varios a rodearlas y Linares, así dijo llamarse el porteño, entre ellos. Desgraciadamente al primer galope se nos fue de la vista en una picada. El muchacho, cuando se vio solo, empezó por inquietarse y galopó hasta la primera lomada, pero perdió el rumbo y ¡ni rastros de nosotros!, que por otra parte teníamos bastante trabajo ya para advertir su ausencia. A la noche aún no había vuelto y Acosta, responsable de la tropa, declaró que nadie saldría hasta que amaneciera. Pasamos una noche sinceramente amargados, pues a pesar de sus chanzas todos lo estimábamos. ¡No hay como la soledad para unir a los hombres!

Por suerte corría el mes de enero y la noche era muy corta. Apenas amaneció salí en busca del ausente con unos compañeros. Dimos vueltas y vueltas, y por fin lo encontramos. Desesperado y lleno de terror, había tenido el buen tino de no andar a locas en la noche, y cuando nos vio se echó a llorar de alegría, abrazándonos como un niño perdido.

Desde aquel día, Linares no se burló más de nada y empezó a sentir a las pampas como eran; graves, infinitas, encerradas en su soledad y en su viento como en una vasta fortaleza. Terminó queriéndolas y aprendió ¡a qué precio!, a orientarse por las señales más sutiles: el viento, la dirección de las aguas, el contorno de las rocas. Hoy no lo saca nadie de la Patagonia ni con grillos… y no hay alusión a su llegada. ¿Y usted? -quiso saber Ruda, dirigiéndose a Llanlil-. ¿No nos va a contar sus aventuras, sobre todo la última?

– Los cansaría -respondió el indio-. No tengo costumbre de contar historias… pero estoy contento de ser compañeros… muy contento.

– ¡Vamos, anímese entonces! -apuró uno de los peones-. ¿Cómo vino realmente a parar a la población? -insistió.

– Siguiendo a unos blancos que me robaron el caballo y los cueros, allá, en las altas montañas… me dejaron para morir, pero no he muerto ¡y ya los encontraré! -exclamó el indio brillándole los ojos.

– ¿No le dije, don Pedro? -interrumpió el segundo peón.

– Sí -insistió éste-. Yo nunca dudé de que Bernabé y Pavlosky eran unos bandidos.

– ¿Quiénes son ésos? -quiso saber Llanlil.

– Con toda seguridad los que lo asaltaron -murmuró Ruda-. Dígame: ¿uno era grandote, de pelo y barba negra?

– Sí -afirmó Llanlil-. Así era, y el otro, más chico, pero duro como un tronco.

– ¡Son ellos! No cabe duda -gritaron a coro los tres hombres.

– Yo quisiera saber dónde andan -murmuró Llanlil.

– Vea amigo… ya tuvo bastantes líos. No se busque otros… -aconsejó prudente don Pedro-. Mientras esté con don Lunder nada le va a pasar. Mejor se olvida de lo ocurrido. A esa gente le importa poco los…

– Los indios… ¿no es cierto? -completó Llanlil adusto.

– Bueno, así es en realidad… claro que tampoco todos sus paisanos son como usted -dijo Ruda conciliador.

– Yo soy mapuche y mi gente… no roba ni mata por la espalda.

– Lo creo -asintió el español.

Comieron en silencio, cada uno reconcentrado nuevamente en sus pensamientos. Con la llama moribunda el frío se acentuó y Ruda apuró la salida. Volvieron a galopar por el valle que se elevaba nivelándose con la meseta. Si no hallaban a los potros antes de que esto ocurriera, su tarea iba a resultar difícil y fatigosa en extremo. Pasó otra hora todavía. Entonces los descubrieron.

– ¡Allí están, don Pedro! -gritó un peón, señalando un recodo en el valle.

– ¿No les dije, muchachos? -exclamó Ruda riendo-. Están como el porteño… desorientados y arrepentidos de su escapada. ¡A ver! Ustedes dos por allí. Llanlil, vaya por aquella cuchilla y sálgales por atrás… y a no asustarlos, ¡a ver si arremeten otra vez contra el río!

Los peones salieron al galope, mientras Llanlil vadeaba el Senguerr y al rato se perfilaba en lo alto de la meseta. Agitó una mano indicando su posición y los peones le respondieron asintiendo. De inmediato volvió a desaparecer y ya no fue visible hasta que la inquietud evidente de los potros denunció su presencia. Desde una pequeña altura, parado sobre los estribos. Ruda estiraba aún más su largo cuerpo vigilando la operación. El aire helado cortaba la cara y las primeras sombras invadían el cañadón. Como un clarín restallante rasgó el silencio el largo grito del indio convocando a los caballos. El salvaje llamado se prolongó por el angosto valle, salvó las paredes de piedra y rebotó contra los cerros distantes, llevado por la límpida atmósfera, repitiéndose en un eco distante y sobrecogedor. No ya los potros sino hasta los peones sintieron correr por sus espaldas un escalofrío siniestro. Algún potro, atemorizado, relinchó y se estremeció como sintiendo el contacto de un lazo invisible rodeando su cuello. Luego uno hizo punta y lentamente fueron trotando hacia donde Ruda, también asombrado de la extraña y bárbara incitación a las bestias, de aquel impetuoso reclamo al dominio bravío del hombre sobre el animal, aguardaba a los fugitivos. Con maestría los hombres completaron el rodeo y media hora después los potros trotaban tranquilos, guiados por un peón que los precedía, mientras el resto de los jinetes guardaban los flancos. Obscurecía rápidamente y las estrellas florecían, brillando entre las nubes. Amenazaba tormenta, quizás una nevazón intensa. Los hombres interrogaban el horizonte esperando la respuesta de los elementos.

3

El arreo fue suspendido y los potros llevados a una rinconada natural, formándose la guardia. Cuando hubieron acarreado suficiente combustible, raíces de coirón, matas espinosas, calafates y algunos troncos secos recogidos en la margen del río, encendido el fuego y comido, ya la obscuridad era absoluta. La noche sin luna no mostraba un resquicio de claridad.

Pasando el estrecho círculo de las llamas, todo era silencio y tinieblas. Algún resoplido apagado de los caballos, un pateo nervioso contra el suelo de piedras y después de nuevo el silencio.

En su turno de guardia, Llanlil se acurrucó junto al fuego. Ni siquiera sus ojos habituados podían ver nada en aquella espesa sombra. En el ámbito de obscuridad los pensamientos del indio lo llevaron por sutiles caminos hacia los recuerdos. Recordó noches semejantes en las montañas, acechando el paso de los zorros, que pisaban casi fantasmales sobre el suelo alfombrado de hojarasca; noches como la de su marcha a través de las mesetas; pero entonces herido, cansado y lacerado por el odio. Noches de vigilia como las últimas, con los ojos y el alma vueltos hacia la casa de Blanca, la estrella de su vida, hacia su íntima morada. Amaba a Blanca con un amor silencioso, desesperado, rendido y sin embargo altivo, como todos los sentimientos nacidos de su espíritu indomable. Por ella casi empezaba a olvidar su designio de venganza, que a veces interrumpía su recatado coloquio enamorado, sacudiéndole los nervios ante el recuerdo de los golpes recibidos. Lejos estaba de suponer que Pavlosky, apenas unas leguas más allá, pasaba la noche con otro peón de Sandoval. Llanlil se durmió acompañado de la figura ideal de Blanca en su corazón.

Por la mañana reanudaron la marcha. Ruda se llevó al indio consigo y subieron a la meseta, desde donde se dominaba todo el valle; abajo los peones y los potros avanzaban contorneando el curso del Senguerr, que perezoso se demoraba en vueltas y revueltas inacabables.

Hablaban poco; Llanlil era difícil de arrastrar a las confidencias y el empeño de Ruda por inquirir al indio, se diluía en el aislamiento de éste. Cuando le preguntó qué opinaba sobre la escapada de los potros, su respuesta fue terminante:

– Alguien volteó la tranquera, señor, y fue de madrugada.

– Pero ¿por dónde huyeron los autores? -se preguntó Ruda.

Llanlil se encogió de hombros: -Con tantos caballos sueltos las huellas se han perdido -dijo.

Delante de ellos el terreno iniciaba un declive. Más que una hondonada, aquello era apenas una depresión de la meseta. Lo que vieron en el fondo, les hizo frenar las cabalgaduras violentamente.

Disponiéndose a montar, vieron a Pavlosky y a otro hombre.

Ruda miró a Llanlil observando su reacción. El indio sujetaba las riendas con tan convulsa energía, que el animal gemía herido en la boca.

También los hombres de Sandoval habían visto a los viajeros. Cuando Pavlosky reconoció a Llanlil, ahogó una exclamación de asombro y temor y frenéticamente intentó sacar el Winchester de su funda sujeta a la montura. Su compañero miraba a unos y otros, confundido y vagamente atemorizado.

El indio con un alarido de odio se lanzó en dirección del polaco, quien empuñaba el arma, pero antes de que pudiera hacer fuego, el indio y su caballo, en una sola masa enloquecida caían sobre el aterrorizado Pavlosky. Segundo después los dos hombres se revolcaban por el suelo, unidos en un abrazo mortal, tratando de herirse mutuamente.

El gigantesco polaco tenía el rostro ensangrentado, pero su tremenda fuerza lo mantenía firme ante la acometida de Llanlil, que buscaba su garganta. Ruda, que bajaba al galope, advirtió cómo el compañero de Pavlosky también intentaba entrar en la pelea empuñando un revólver y aprovechando la sorpresa de su inesperada aparición, veloz y decidido golpeó con el cabo de su rebenque al individuo, que se desplomó desvanecido.

“Bueno, éste no mata a nadie por ahora”, murmuró Ruda, apeándose, y tomando el revólver del peón, se lo metió en el bolsillo de su cinto.

Llanlil y Pavlosky, entretanto, habían rodado por la hondonada y allí sin desprenderse, cada uno tratando de ahogar a su rival, como dos perros embravecidos, luchaban al borde de la meseta. Un nuevo forcejeo los arrastró definitivamente por la ladera y fueron rodando barranca abajo.

Maldiciendo y gritando, Ruda bajó tras ellos procurando calmar la furia de Llanlil, que había quedado sobre el rival, apretándolo contra una roca. Tuvo que emplear toda su energía para separar al indio que se dio vuelta enfurecido, centelleantes los ojos y empuñando ya su cuchillo con el que intentaba ultimar a su rival.

– ¡Basta, demonio! -gritó autoritario don Ruda e interponiéndose jadeante se plantó con el grueso rebenque levantado. Llanlil dio un paso adelante, pero viendo el gesto de Ruda, gritó a su vez:

– ¡Déjeme, tengo que acabar con este ladrón!

– Ya tiene bastante. No voy a permitir un asesinato, -replicó Ruda decidido a todo-. ¡Déme ese cuchillo! -ordenó sin temor.

– Está bien, usted me lo manda… -consintió Llanlil guardando el arma. Se quedó inmóvil, aguardando.

– Vaya y ocúpese de los caballos… ¡vaya, le digo!

Cuando Llanlil se alejó subiendo la barranca, don Pedro ayudó a Pavlosky a ponerse de pie.

– Bueno, amigo, ahí tiene el resultado de sus pillerías, -le dijo Ruda.

– ¡Lo voy a matar! -replicó rabioso el otro.

– Ándese con cuidado… esta vez se salvó por poco. ¿Puede caminar? ¿Sí?… Vamos a buscar su caballo… Y cuidado con hacerse el loco o le meto una bala en la cabeza…

– Usted también anda buscando guerra ¿eh? -rezongó Pavlosky con ira.

Ruda lo miró dudando. De pronto preguntó:

– ¿Qué hacían ustedes por aquí?

El maltrecho peón, mientras subía con dificultad la barranca, se dio vuelta y pasándose la mano por la cara subía de tierra sudor y sangre, respondió con sorna.

– ¿Por qué no va y se lo pregunta a mi patrón? A lo mejor se lo explica… ¡Ja… ja!

– No faltará ocasión. ¿O se cree que le tenemos miedo? Vaya no más y dígale que otra vez venga él mismo a romper tranqueras ajenas ¡carnada de bellacos!

– No sé de qué me está hablando… -dijo Pavlosky, continuando su ascenso.

Cuando llegaron vieron a Llanlil quitando las balas del Winchester del peón.

– ¡Quieto! ¡eh! -advirtió Ruda apareándose al polaco.

El desvanecido comenzó a retorcerse en el suelo, quejándose. Don Pedro lo observó diciendo:

– No es nada, compañero… Levántese… ahí están sus caballos… ¡andando!

– Vamos, Serrano -dijo Pavlosky, espiando con desconfianza al indio que a unos pasos observaba cada gesto suyo. Momentos después la pareja se alejaba al trote, siguiendo una huella que viboreaba entre las matas de calafates y los morriones de neneo ondulando al viento. Un carancho se levantó casi vertical, agitando colérico las grandes alas y graznando desagradablemente.

– ¿Por qué no me dejó matarlo? -interrogó Llanlil-. El me robó y me dejó por muerto.

– Por muchas razones, muchacho… en primer lugar, nadie mata delante mío impunemente y, en segundo lugar, por hacerle un favor. Si lo mata, ¿cree que irá muy lejos?

– El tendrá que morir. Es cristiano malo… -replicó tercamente el indio, arqueándose para montar.

– Tal vez; pero no lo haga… vea; yo siempre he sido amigo de ustedes los paisanos y nunca les fue bien cuando quisieron hacerse justicia por su mano…

– ¿Y quién la hará por nosotros -dijo Llanlil, con tajante laconismo.

Ruda no supo qué contestar. Realmente ¿quién hacía justicia a los indios? ¿Dónde estaba la justicia en aquellos vastos territorios? Apenas si el vigor y la honradez de unos cuantos mantenía latente el sentimiento de la equidad, oponiéndose a la barbarie triste de la indiada vencida y la civilización brutal de los testaferros de las compañías decididas a enriquecerse a cualquier precio. Recordó su lucha estéril a favor de las tribus. Recordó a su amigo Koslowsky, confinado en Huemules, por la rapacidad de las grandes estancias; su floreciente población, avanzada argentina, ahogada en el magnífico valle, a pesar de su inteligente trabajo, pues tanto esfuerzo se estrellaba siempre ante el odio frío e implacable que le tendía trágicas acechanzas a lo largo de la travesía por las mesetas, cada vez que pretendía llevar sus productos a Rawson o Trelew, o más recientemente, a Comodoro Rivadavia, obligándolo en cambio a realizar un tráfico miserable con las escasas poblaciones de la frontera chilena, para no morirse de hambre. Revivió la figura de otro conquistador de las montañas, el nórdico Slápeliz, explotando una mina y tributando capital y ganancia para trasportar su carga a través de las indiadas instigadas por Sandoval y sus compinches. Sandoval dominaba el Paso del río Mayo; otros lo hacían en Santa Cruz, o en Esquel, o en la costa, cercando el esfuerzo individual en una red de intrigas, pleitos, indios hambrientos y bocas de fusiles pagados para matar a traición. Tiempos llegarían de justicia, pero entretanto muchos pagaban con su sangre el derecho a vivir en la tierra de la leyenda negra explotada por conveniencia. Recordó a aquel pobre correntino que afincó en las Salinas, cargado de hijos y esperanzas y a quien un malón de borrachos y no de indios le deshizo el humilde rancho; violó a la mujer y enloqueció a la mayor de las muchachas, una morenita de ojos dulces y doce años florecidos, que asistió, con horror, asco y tremenda angustia, al brutal atropello… Realmente: ¿quién iba a hacer justicia?…