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Dos días más tarde las patrullas estaban de regreso. Cuando Lunder tuvo la casi certeza de que Sandoval estaba decidido a arruinarlo, se revolvió de cólera y coraje. Todo su espíritu de viejo luchador se erizó disponiéndose a devolver golpe por golpe. Armó a su gente, se redobló la vigilancia de la estancia, se apresuró al rodeo de todos los animales a corrales de invierno, incluso envió a escondidos refugios en las sierras del San Bernardo, caballos y ovejas para prevenir cualquier circunstancia fatal; se acapararon víveres en abundancia, leña, forraje y cuanto era necesario para resistir el invierno que día a día los encerraba en su círculo de hielo y tormentas, y para defenderse de un posible ataque de Sandoval. El padre Bernardo hablaba continuamente de irse él mismo a Trelew o Rawson a pedir protección a las autoridades, pero Lunder, que tenía serios temores por el religioso, no quiso autorizarlo a realizar semejante travesía. Por otra parte dudaba de la eficacia de tan hipotética ayuda. Con tales razones se opuso y, decidido, esperó los acontecimientos.
Tanta febril actividad alejó a Blanca y Llanlil más que la inquieta vigilancia de María, la prevención desconfiada de Ruda, o la tierna solicitud del padre Bernardo. El indio, tan fuerte como un renacido Caupolicán, trabajó tan intensamente, que las largas noches lo sumían en un sueño embotador y afiebrado. Hasta el último peón, enterado de los peligros que amenazaban a la población, se declaró decididamente a favor de Lunder y vivía con el arma pronta a repeler cualquier ataque. Entretanto llegaron noticias de que las tribus se disponían, apremiadas por el hambre y la eterna imprevisión, a reclamar sus cuotas, a los estancieros que por delegación del gobierno distribuían carne y otros víveres a la indiada.
– Anciano -dijo un día Llanlil al viejo Roque-, antes el invierno era alegre y buena la noche alrededor del fuego, frente a la ruca del jefe. ¿No es cierto?…
– Así eran, muchacho -respondió el baqueano sorprendido-. ¿Por qué preguntas?
– Porque da rabia ver a nuestra gente arrimarse a los huincas mendigando la carne, como perros sin dueño. Ganas me vienen de volverme a mis cerros…
– Pero no puedes hacerlo; estás maneao y es muy largo el tiento… Huecubú te ha embrujado…
– No digas eso, anciano; mejor pensar que es un hechizo de Toquinche, el dios bueno… -murmuró Llanlil pensativo, contemplando el río, cuyas aguas bajaban mansas, como fatigadas de venir de tan lejos y sin fuerzas para quebrar la costra de hielo que se formaba en sus orillas.
– ¿Todavía crees en nuestros dioses tan viejos?… Hace tiempo que nos olvidaron, muchacho fuerte, a veces pienso cómo seguimos viviendo si parecemos muertos.
– Yo los olvidé primero, nieto de los machis, si hasta cristiano me hicieron…
– ¿Y te duele serlo?… -preguntó Roque, mirando a Llanlil directamente a los ojos.
– No dije eso -contestó gravemente el indio-. Los blancos me enseñaron muchas cosas; aprendí con ellos a entender a las estrellas, el libro del cielo, a conocer mi fuerza, a medir el tiempo. Me enseñaron a no temer al trueno, ni al grito del volcán, y que no es un dios el fuego… todo esto me enseñaron, y a ser piadoso y a ser bueno, y a no matar y creer en un dios grande que reina en el cielo y que proclama el amor… el amor… ¿Y para qué sirve todo eso? ¿Lo sabe usted acaso, anciano de mi pueblo…?
– Hay muchas cosas que no sé, muchacho. Soy un indio manso y ya ni tengo recuerdo de otros tiempos; pero dicen que mi abuelo era un mapuche guerrero, y muchos lo seguían con lanzas a donde fuera; después; los huincas vinieron y arrearon con ellos… son ladinos y valientes, a su modo, y a veces también saben ser buenos… como el patrón, por ejemplo…
– Y como ella, la niña -dijo casi en un quejido Llanlil.
Roque, distraído en hundir una rama en la nieve, calculando su espesor, no advirtió la pasión que había en la cara del muchacho; sin embargo le bastó el acento de su voz para comprender todo el sufrimiento que encerraban aquellas palabras.
– ¿No la estarás queriendo a la niña? -le preguntó alarmado.
– ¡Pero si la llevo en la sangre, igual que un dulce veneno!… Por ella me quedo. Por ella no maté a ese Huinca perro, y por ella estoy como un puma en el acecho… No hay mujeres en mi raza para Llanlil… Ya sé que está muy alta para mí, ¡huanguelén de mi cielo! ¡Pero lo mismo la quiero!…
– ¡Estás loco, Llanlil! -gritó entonces el viejo.
– Ya verás, anciano. Si me quiere ningún cristiano podrá conmigo… ¿Quieres ayudarme?
– ¿Qué quieres que haga?
– ¡Quiero verla! ¿Sabes? ¡Verla!… lo necesito. No sé qué traerá el invierno, pero un presentimiento me dice… en fin, yo me entiendo… ¿Puedes hacerlo? -urgió Llanlil, tocando al viejo que bajaba la cabeza eludiendo su mirada.
– Tengo miedo, muchacho… ya soy viejo y me he ablandado viviendo con los blancos. ¿Sabes acaso qué hará don Guillermo si se entera? Los cristianos no perdonan cuando odian…
– Igual que yo -interrumpió Llanlil-. Pero yo también soy cristiano, ellos me hicieron… tengo sus mismos derechos… Más que ellos porque he nacido en esta tierra y quiero tener mi casa, una ruca donde mande una mujer blanca y quiero tener un pedazo de la tierra… tengo derecho.
Roque no podía enfrentar a Llanlil. Se sentía cansado y con frío en los huesos. Miró los cerros blanqueados de nieve y luego la casa, los corrales, el huerto que aprendió a cuidar con esmero… ¿Iría a perder todo aquello? ¿Adonde lo arrastraría la pasión del kona? 1 Se volvió lentamente con mudo asentimiento. ¿No fue él quien dijo a Quila -la niña blanca-, que Llanlil era un jefe? ¿No había bajado de las montañas, como un luan-toro herido pero soberbio? Kizki clavó su pulqui en dos corazones jóvenes como pájaros, encendiendo la roja sangre…
Encontró casualmente a Blanca junto con María, regresando de los corrales. Al verlo, María agitó la mano.
– ¿Cómo anda, abuelo?
– Regularcito, muchacha… Buen día, Quila…
– Buenos días, abuelo -respondió Blanca, dejando en el suelo el pequeño cubo de leche que traía. El esfuerzo parecía aumentar su belleza. Sin embargo sus ojos se velaban preocupados. María pareció súbitamente comprender la muda interrogación que los ojos de Blanca hacían al viejo indígena y siguió adelante, llevándose el cubo de su ama y el suyo.
– Espérame, María, ¡ven aquí!… -exclamó Blanca.
– Ya vuelvo, niña, ¡ah! no se olvide que la señora nos espera…
– ¿Y bien, Roque? ¿Qué tienes que decirme? Porque tú quieres decirme algo ¿verdad? -interrumpió Blanca, sujetando los cabellos luminosos que caían sobre su cara.
El anciano titubeaba eligiendo con cuidado las palabras. Miraba a la muchacha y justificaba la pasión que despertara en Llanlil. Aquella hermosura de mujer que florecía con inusitada lozanía en el valle agreste… aquella boca fresca y roja como quillem, la frutilla que endulza los labios al morderla… aquel vago anhelo interrogante que flotaba como un velo por el rostro blanco…
– ¡Vamos, Roque! ¡No puedo estarme aquí toda la mañana! -protestó Blanca, sonriendo débilmente.
– Sí, niña… es difícil el recado… Quila, Llanlil estará esta noche esperándola… -dijo el indio de un tirón. Blanca pareció no comprender y murmuró:
– ¿Verme a mí?… Es imposible… imposible… ¡Qué has dicho, Dios mío!… Allí viene María.
– Escucha, Quila… esta noche; donde la alameda muere junto al río… él dice que esperará.
Roque no estaba muy seguro de haber sido escuchado. Blanca, agitada por una multitud de pensamientos contradictorios, corría hacia la casa sin reparar en María que venía a su encuentro. El indio y la muchacha la vieron desaparecer y después con una mirada expresaron la mutua complicidad y responsabilidad que los uniría en torno a aquellos dos seres sacudidos por el deseo. La mañana tenía una luminosidad helada y trasparente. Rumbo a los galpones iba llegando la peonada atraída por el atractivo del descanso y una vianda generosa.
Cuando, bastante más tarde, Ruda salió de la gran cocina en busca de Juan, alcanzó a ver a un grupo de jinetes que descendían la barranca del oeste. En cuatro zancadas estuvo en la puerta del galpón y gritó a la gente:
– A ver, muchachos… ¡me parece que baja gente del Paso!… Juan, córrase con unos cuantos detrás de la casa y mande otros a los corrales… ¡Ojo con las armas! Usted, Llanlil, no se mueva de aquí ¡eh!… Quédese con Roque y estos muchachos y nada de líos.
– ¡ Vamos… vamos! -ordenó Juan sin alterarse-. ¡Eh, vos, alcánzame el revólver!
Los jinetes ya cruzaban el río por el vado donde cayera el caballo de Lunder. Las patas de los animales quebraban el delgado cristal de hielo que orillaba las riberas. El cruce era breve y pronto los jinetes eran escoltados por los perros que ladraban recelosos a los recién llegados. Bajo la galería los aguardaban don Ruda, el padre Bernardo y Juan.
“¿Qué andará buscando por estos pagos el curita?”, pensó Sandoval saltando ágilmente del caballo. Los tres que lo acompañaban permanecieron montados esperando una indicación del patrón. Bernabé era uno de ellos.
– ¡Salud, señores, buenos días a todos!…
– Buenos y en paz le dé Dios -respondió el padre Bernardo estrechando la mano que le tendía Sandoval. Viendo que Ruda y Juan se limitaban a saludarlo con un gesto, abrió los brazos exclamando:
– En fin, aquí estamos de visita… como buenos vecinos… ¿y el patrón?
– No podrá verlo en seguida -respondió Ruda-. ¿No se apea su gente?… Juan, haga venir alguno para acomodar a los caballos.
– ¡Oh! No hace falta. Seguimos viaje en cuanto vea a don Guillermo… Luego nos vamos hasta Sarmiento y es un buen tirón -dijo Sandoval volviéndose a Ruda. Este asintió.
– Como guste. Bueno, entonces pasen todos a la cocina… estábamos mateando.
– ¡Macanudo! A ver ustedes, vengan si quieren…
– Yo me quedo, patrón -respondió Bernabé, dejando errar la mirada por la casa y los alrededores. Juan y Ruda lo observaban a su vez con desconfianza.
– ¿A quién busca, colega? -preguntó Juan con sorna, cuando visitantes y visitados estuvieron dentro de la casa.
– Estoy oliendo mugre… ¿No tendrán algún indio guardadito?
– Trate de encontrarlo… por el olor… pero le aconsejo que se ande con cuidado hay paisanos bravos- -respondió Juan agresivo. A él tampoco le gustaba nada el compinche de Sandoval.
Bernabé se rió y atando su caballo a una columna de la galería, exclamó:
– ¡No han de serlo tanto!… Compañero, para los indios bravos tengo la mejor medicina… -y palmeó el revólver que llevaba al cinto.
– ¡Ahijuna! -rugió casi Juan. La vieja sangre de la tierra le estaba dibujando visiones de muerte en el cerebro. Un peoncito se acercaba.
– ¡Cébale mate a la visita! -y se metió también en la casa, dejando caer al pasar la última advertencia.
– No ande buscando demasiado… hay perros chucaros, ¡y con buenos dientes!
– ¿Y desde cuándo está enfermo don Guillermo? -preguntaba en ese momento Sandoval.
– Hace ya bastantes días, don Mateo -contestó Frida alcanzando el mate.
– ¡Caramba!… pues yo tengo un asunto importante que tratar con él, antes de seguir viaje a Colonia Sarmiento.
– Usted perdone -dijo el padre Bernardo suavemente- Si se trata de conversar amigablemente no creo que haya inconveniente en que lo vea.
– ¡Muchas gracias, padre!… Este, ¿sabe? Voy a la colonia para conversar con las autoridades de la flamante cabecera del departamento y no quería hacerlo sin antes ver a don Guillermo, que es, no cabe duda, un prestigioso vecino en la zona. Usted, padre, podría si quisiera, ayudarme a unir nuestros intereses para hacer la felicidad de todos… ¿No le parece?
– Hijo; ¡qué quiere que le diga! Habría primero que ver qué clase de intereses son ésos… -respondió siempre sonriente el misionero.
– ¡Honrados y sinceros, padre! -exclamó Sandoval, con un amplio ademán-honrados y que van mucho más allá de lo meramente comercial…
– No entiendo -confesó el padre Bernardo intrigado. Pero iba comprendiendo adonde quería llegar el administrador.
– Bueno, esto es algo que tengo que tratar exclusivamente con don Guillermo y doña Frida, cuando llegue la ocasión propicia. ¿No le parece, señora?
– Si usted lo dice…
– Sí, señora, mantengo mi palabra. Usted y yo seremos siempre buenos amigos. Yo sé que a veces se dicen cosas muy feas de mí, pero les probaré que son calumnias de envidiosos. Yo quiero ser el amigo de mis… vecinos. ¡Ya bastante duro es vivir en la soledad y aridez del Paso!… Pero hablando de amigos y soledad, ¿ocurre algo con Blanca?
Frida estaba confundida con el intrincado discurso de Sandoval, cuyo sentido adivinaba sólo a medias. “Este está algo chiflado de andar en compañía tan salvaje” -pensó. “¿Y tú, acaso no estás también perturbada por el maldito viento?… Todos, ¡todos aquí! Todos ocultamos algo… ambición… recelos, odios, sueños… ¿y Blanca? ¿Qué oculta ella, tan extraña últimamente?”
– ¿Blanca dijo? Pues, don Mateo, hoy justamente anda algo indispuesta y no sale de su pieza.
– Bueno, entonces: ¿vamos a ver a Lunder? -intervino Ruda, nervioso con tantos preámbulos.
– Sí… sí… Vamos o se me hará muy tarde para seguir.
Lunder, recluido en su pieza, refrenaba a duras penas el deseo de enfrentarse con Sandoval. Con persistencia ejemplar maldecía en una interminable enumeración las circunstancias de su forzado encierro. Oía afuera las voces amortiguadas por las fuertes paredes de barro. Sentía al viento envolver toda la casa. A través de los vidrios empañados de la ventana acompañaba el avance del invierno, que traía ramalazos de nieve y punzadas de frío agudas como el contacto de cuchillos en el pecho desnudo. El dolor en la espalda, sordo, agazapado, tenaz, lo hacía temblar cada vez que intentaba un movimiento brusco. Después de veinte años de horizontes de leguas se veía reducido al ámbito muelle de una habitación… ¡Suerte perra la suya!… Pero ya Ruda y Sandoval concretaban con su presencia la necesidad de saber. Procuró recostarse ahogando un gemido.
– ¡Compañero en qué estado lo vengo a encontrar! -exclamó Sandoval.
– Hum… Ya lo ve…-murmuró Lunder. Siempre lo desconcertaba aquella envolvente duplicidad del administrador-. “Bueno -pensó-, habrá que esperar y no venderse…”
– Anda de viaje, a lo que parece.
– Exacto. Voy a Colonia Sarmiento a saludar a algunos amigos… arreglar ciertos negocios pendientes… En fin, cambiar un poco de ambiente… ¡Ah!… También a conocer a las autoridades. Porque ya tenemos nuestras autoridades propias ¿lo sabía?
– Algo me dijo el misionero -contestó Lunder.
– Y de paso, don Guillermo, espero saber qué ocurrió entre Pavlosky y ese indio refugiado en su casa.
Lunder miró a Ruda: “¿Así que por ahí anda el juego?” -pensó-. Supongo que Pavlosky ya se lo habrá contado ¿no es cierto? -preguntó.
– Usted sabe cómo es esta gente. Nunca se les saca más de lo que quieren decir. En resumidas cuentas, el indio lo atacó apenas lo vio.
– ¿Y sabe por qué? -interrumpió Ruda. La pregunta quedó sin contestar. Ruda continuó entonces: -Ese es el indio que fue atacado por ellos en la cordillera…
– Pero ese indio de porquería, ¿qué se ha creído que es?…
– Un hombre despojado y peligrosamente ansioso por vengarse -dijo Lunder, mirándolo fríamente.
– Otra vez están ustedes defendiendo a esa gentuza. ¿No tienen bastantes inconvenientes acaso?
– ¿Cuáles, por ejemplo? -quiso saber el dueño de casa. Ruda enarcó las cejas, comprendiendo que el otro se delataba.
– ¡Ja… ja… ja…! ¿Con quién creen que tratan? Usted mismo se lo dijo a Pavlosky. Y a propósito ¿se animan a probar que mi gente -o yo-, volteamos la tranquera de sus corrales?
Lunder no podía refrenar su indignación. Con voz entrecortada y dura dijo lentamente.
– Vea yo no sé si llegaré o no a probarlo; pero nadie más que su gente, entiéndalo de una vez, lo ha hecho… me costó la vida de potros muy buenos y usted lo sabe también… -se detuvo sofocado mientras Sandoval lo miraba sonriendo aunque sus ojos tenían un brillo amenazante.
– …Usted quiere arruinarme, ésa es la verdad, pero, ¡cuídese! Al primero que se arrime a mi población a dañar algo mío lo deshago…
– ¿Aunque sea un indio? ¡Tan buenos ellos!… -se burló Sandoval provocador. Se sabía allí más seguro que en su propia casa.
– ¡Basta de indios! -estalló furioso Lunder-. Ustedes siempre tienen al indio cerca para cargarle fechorías propias y ajenas…
– ¿Terminó? -dijo Sandoval. En ese instante alguien llamó desde afuera.
– ¿Quién es? -preguntó Ruda.
– Soy yo -se oyó la voz del padre Bernardo.
– ¡Adelante!
Sandoval, aprovechando la entrada del misionero, cambió de tono y prosiguió.
– Mire, don Guillermo, usted está ofuscado. Sin más prueba que su desconfianza me culpa a mí de esa mala jugada, pero en cambio acoge a un extraño, a un indio fugitivo de vaya a saber dónde… Recapacite un poco… Entréguemelo y en la Colonia no tardará en confesar.
– ¡Si llega! -rezongó Ruda.
– ¿Confesar qué? -preguntó Lunder.
– ¡Que sólo él es el culpable de lo sucedido!
– Usted es un…
– Soy un hombre de bien de quien usted, en cambio, está acabando con la paciencia y la buena voluntad -lo atajó Sandoval- pero señores -prosiguió-, ¿qué les propongo? una unión beneficiosa… entendimiento total…
– Sí, y carta blanca para acabar con los paisanos…
– interrumpió don Pedro Ruda.
– Esas son fantasías… nada más que fantasías. Los indios no serán mejores tratándolos con tanta blandura… Cuando venía, se estaban reuniendo para reclamar raciones. Llega el invierno, la necesidad los aprieta ¿y qué hacen?… nos piden, ¡o nos roban! Pero con seguridad que en el Paso no van a conseguir mucho. Acaso usted piensa atenderlos… bueno… ¿Y qué con eso? seguirán luego a lo de Slápeliz, después al valle Huemules, después a la Germania, volverán luego aquí hasta arrasar con todo… Por última vez, don Guillermo, le ofrezco mi amistad. Piénselo antes de contestar. Voy a la Colonia; cuando vuelva ya no habrá tiempo de arreglar nada; allí me esperan y recibiré instrucciones que no puedo olvidar. ¡Me va en ello la cabeza!
– Hijo -murmuró el padre Bernardo contristado-. Eso le prueba que usted también es un engranaje de la complicada máquina de intereses extraños al bien de estas tierras. ¿Qué garantía ofrecen entonces sus palabras? En cualquier momento pueden ser revocadas…
– La fuerza de mi brazo y de mi ambición, que si Lunder quiere no conocerá rivales…
– Sigo sin entenderlo… -dijo Lunder extrañado.
– Quisiera explicarme mejor… pero… hay que ser prudente ¿sabe?
– Si es por eso le daré el gusto -repitió Lunder-. Padre, don Rúa, ¿quieren dejarme sólo un momento?
Sandoval no volvió a hablar hasta que se encontró solo con el dueño de casa, después prosiguió:
– Pues mire; la situación es la siguiente: yo necesito su alianza porque así lo quiere la Compañía. Desde la frontera hasta la costa tenemos estratégicamente ubicados nuestros puestos y pobladores. Si usted se nos une tiramos una línea que nos hará dueños de toda la zona y entonces tendremos un poder y una riqueza como no la soñó ninguno de nosotros. ¿No comprende todavía que más tarde o más temprano, la Compañía se saldrá con la suya? ¡O usted cree que podrá hacerle frente!…
– Si no puedo yo, lo hará la justicia. Esto no es un desierto, sino una nación con sus leyes y su gobierno… usted no puede atropellarlas impunemente…
– ¡Bah… bah! ¡Gobierno… justicia! El gobierno tiene tantas posibilidades de enterarse siquiera, como el indio de salir librándose de mi ley… Ya ve. Usted se empeña en salirme al paso y yo en cambio le ofrezco un negocio hecho y en marcha… y además…
– Ah… con que, ¡hay todavía un “además”!
– Sí, Lunder. Es el que para mí lo abarca todo y a todo sobrepasa en importancia. Yo soy joven, solo, libre y puede decirse casi rico. Pues bien, Lunder; todo lo que poseo, lo que valgo y represento, lo pongo a su disposición, y más aún mi nombre y mi poder, por ser el esposo de Blanca…
Lunder estaba estupefacto. Frente a él, aquel hombre, su enemigo, cobraba inusitadas dimensiones y lo envolvía en una nueva situación inesperada. ¿Qué iba a responderle ahora? Casi sin reflexionar, las palabras salieron de su boca:
– ¡Usted no sabe lo que dice, Sandoval! ¡Yo no vendo a mi hija por ventajas mus o menos!… Sandoval respondió vivamente. -¡Quiero a Blanca; la necesito!… -¿Pero, de qué pasta está hecho que no comprende los sentimientos de un hombre honrado? -gritó Lunder iracundo-. Usted es un vulgar aventurero…
– Basta, Lunder… ¡no me insulte o tendrá que arrepentirse -exclamó el administrador amenazadoramente.
– Atrévete, canalla; no te basta con exterminar a los indios, amparar criminales en tus campos, arruinar a los pobladores, dominar por el miedo o la necesidad a tus vecinos; no te basta con todo eso, sino que quieres todavía ser el esposo de una mujer honrada a la que no llegarás nunca a querer…
– Eso no es cierto, ya le dije que la quiero… -protestó Sandoval acercándose a Lunder-. Niéguemela y yo sabré cómo tomarla… No puedo vivir sin ella.
– Usted es incapaz de sentir cariño por nadie -dijo Lunder con el rostro empurpurado por la ira-, ni por ella siquiera… Únicamente tiene deseos, los más bajos, los más repudiables. No quiere a mi hija, pero necesita satisfacer su propia vanidad… Por eso está aquí haciéndome el cuento de sus grandes proyectos.
– Es lo mismo; no hagamos juegos de palabras…
– Claro ¡juegos de palabras! Para usted la felicidad de Blanca, como la dignidad y la honradez, son simples juegos de palabras. Su cinismo es un insulto en esta casa, ¡vayase! ¡váyase le digo!…
– ¡Cállese de una vez o lo deshago entre mis manos! -gritó Sandoval, precipitándose sobre el enfermo.
– Ellendelling!… Ellendelling! 2 gritó Lunder en su lengua, rechinando los dientes y, presintiendo el inminente ataque, buscó prestamente el revólver que guardaba bajo la almohada. Al verlo empuñar el arma, Sandoval se lanzó contra él, golpeándolo ciegamente. Dos gritos se confundieron a un mismo tiempo. De cólera uno, de indignación el otro. Por fortuna ni Ruda ni el padre Bernardo se habían alejado demasiado. Unos instantes después Sandoval se debatía enfurecido entre los brazos de acero del español que lo ceñían sin contemplaciones. Por el pasillo interior venía Frida, gritando asustada; entretanto María corría a prevenir a Blanca lo ocurrido, pero ella ya estaba al lado de su madre.
Sandoval, cuando se hubo desasido de los que lo sujetaban, salió a la galería exterior, sin atender las palabras persuasivas del misionero que en vano intentaba tranquilizarlo y llegar a su comprensión. Mateo Sandoval hervía de rabia, resentimiento y ansias de desquite. El desaire y la reacción de Lunder a sus palabras lo tenía completamente fuera de sí y, mientras llamaba a gritos a su gente, se volvió hacia los habitantes de la casa, gritándoles:
– ¡Ya van a saber quién soy!…
Sin imaginar la parte que ella tenía en el suceso, Blanca miraba asombrada al desafiante administrador. No ocurría lo mismo con Ruda que. encarándose con él, gritó:
– ¡Mostrá de una vez quién sos!…
Lo que siguió fue una barahúnda indescriptible. A un ademán de Sandoval de extraer un arma del cinto, contestó Ruda derribándolo con un certero puñetazo. Por su parte Bernabé no alcanzó a darse cuenta de lo que pasaba, cuando era rodeado por los peones de Lunder, que lo encañonaban con los remingtons listos para disparar al menor gesto de rebeldía. Adentro de la casa se oyó a Juan inmovilizando a los hombres del Paso. El padre Bernardo, con la resolución adquirida en el trato con gente de toda laya, se metió en la confusión llevando serenidad y respeto. Poco tardaron los visitantes, tan prontamente convertidos en enemigos, en verse a caballo y, desarmados, hoscos y rencorosos, obligados a salir del lugar. A una orden de Mateo Sandoval, el pequeño grupo retomó el camino del Paso Río Mayo. Evidentemente si el administrador tenía intención de ir hacia colonia Sarmiento, había desistido en tan breve lapso.
En la habitación de Lunder, Frida contenía dificultosamente a su marido. Blanca se sumó a los esfuerzos de su madre y con ruegos y pacientes argumentos calmaron su cólera, hasta conducirlo de nuevo a la cama, donde, temblando violentamente, prosiguió no obstante con sus sordas imprecaciones. Pocas veces Lunder había perdido de tal manera el control de sí mismo.
– Granuja… ¡mostraste la cara al fin! Con que era eso lo que querías… -murmuraba Lunder, revolviéndose en su lecho.
Frida, que no entendía nada, intervino cortando los rezongos del hombre.
– Pero Whilen ¡cómo vas a curarte comportándote como un muchacho! Ya pasó todo y esa gente se ha ido…
– ¿Dónde está Blanca? -preguntó él sin escuchar sus palabras-. Recién estaba aquí…
Frida lo observó con sorpresa.
– Andará por la cocina. ¿Para qué la necesitas ahora? -preguntó.
– Yo me entiendo -respondió su marido y no volvió a pronunciar palabra.
– ¿Quieres que la llame? -volvió a insistir la mujer.
– No… no, ¡déjala! Necesito pensar…
– Bueno, si es así, hasta luego… -replicó ella.
– Hasta luego -dijo Lunder ensimismándose.
Cuando Frida cruzaba la gran sala-cocina, donde la estufa enrojecía solitaria, rodeada de sillas volcadas y trozos de leña dispersos, encontró a María ocupada en poner un poco de orden.
– Muchacha, ¿has visto a Blanca?
– Recién la vi salir… al campo me pareció que se iba, o a los corrales tal vez… A la verdad no lo sé realmente…
– La noto muy rara últimamente. ¿No crees tú lo mismo? Empieza a preocuparme. Aunque pienso si no estará cansada de esta clase de vida que llevamos… encerrada en casa… -María se escandalizó:
– Señora, ¡encerrada dice! ¿y todo este espacio abierto?… únicamente el cansancio pone rejas al entusiasmo de vivir… Valles, ríos, mesetas y caballos… ¡caballos para irse libre hasta el horizonte! ¡Como un pájaro!…
Frida respondió mirando a la muchacha de soslayo.
– ¡Bah! Vos, ella y su padre… soñando y fantaseando. La Patagonia sirve para refugio de canallas como Sandoval o desilusionados como don Pedro, no para gente honrada… En fin… llevo aquí muchos años de sufrir y esperar… esperar siempre inútilmente… -se paseó apretándose las manos-. Hace frío… que no se apague la estufa.
– Sí, señora -contestó María, bajando la cabeza.
¿Dónde estaba realmente Blanca en aquellos momentos?
Pasada la emoción del insólito incidente, se alejó de la casa.
Ensimismada marchó hacia el río, que se escondía entre las nacientes sombras de la noche cercana.
Su corazón estaba oprimido por vagos pensamientos que la cercaban, aturdiéndola y trasportándola como en un sueño. Después un deseo tímidamente esbozado fue cercándola…
Entonces todo lo olvidó y quedó atrás. El miedo y las palabras. La soledad y la noche… Iba hacia una cita. Concertada sin palabras. Tácita. Sucesivamente ansiada y rechazada. Toldas sus últimas horas la habían nutrido, hasta desbordarla, con las mismas palabras… “¡Ve, te espera! ¿Estás loca?… ¡Un indio es quien te llama!”
Dura lucha había librado Blanca tratando de lograr que su razón aceptase al amor que su corazón celebraba deslumbrado. Tristes pensamientos irrumpían como nubes hoscas en aquel cielo de esperanzados sueños. Presentía el airado repudio de sus padres ante la pasión que clamaba derechos ancestrales… obscura y maravillosa fuerza elaborada y nutrida en la sangre; absurda a veces, aunque siempre los pasos del amor fueron guiados por la intuición de dos almas buscándose, dolidas y solitarias entre el tumulto, para arribar al fin a su propio centro, allí donde la vida se prolonga en un nuevo salto en el vacío.
El hecho de que un prejuicio convencional rechazase aquel amor dispar en apariencia, no invalidaba el llamado inexorable y tremendo de las generaciones, el encuentro eternamente insondable y repetido de la pareja humana sobre la, tierra. Sentía Blanca su vida anudada a la de Llanlil y el alborozado sentimiento nivelaba instintivamente todas las diferencias. Llanlil cobraba para ella la personalizada imagen de cuanto le era grato; las pampas, los ríos, impetuosos o helados, el viento restallante, las montañas misteriosas y los lagos de aguas verdes como esmeraldas enormes reflejando el verde vegetal de los pinos seculares. Blanca, amanecida en un alba de nieve y de mesetas, no era mujer de perderse en suspiros pueriles. Ante la certidumbre del amor sintió primero el asombro y confusión de la dulce y ya naciente tiranía; después sólo comprendió cuánto amaba y cómo, sola, débil y pequeña en aquel mundo gigante, debía defender su amor, encerrarlo en los justos límites de su dignidad, elevarlo sobre la curiosidad malsana y áspera de aquellos “hombres más rústicos que malos, pero cuyos profundos apetitos yacían sólo a medias domados por el temor y el respeto ante la flor cuyo perfume embriagaba sus sentidos, exaltándolos con su lejanía inasequible. Insinuados y salvajes como la naturaleza, los bravos caballos del deseo pasaban en las noches patagónicas resonando en las sienes heladas de los ovejeros envueltos en duras pieles y la imagen de la mujer quedaba temblando ante ellos, desnuda, solitaria, como una estrella del amanecer desvanecida entre gasas rosadas…
Blanca no ignoraba ninguno de los peligros a que se exponía en aquel medio, pero segura y cabal, había sabido cortar siempre con una sonrisa de camarada cualquier indicio equívoco. Sólo ahora comprendía su tremenda fragilidad; pero valerosamente afrontaba el íntimo conflicto. Su alegría y su temor. El destino la conducía, a ella, la hija de los rubios extranjeros, hacia los brazos del nieto de los caciques de las mesetas… Irreal en la obscuridad que invadía aceleradamente al valle, Blanca Lunder iba al encuentro de Llanlil, el reche de ojos extrañamente azules.
<a l:href="#_ftnref5">1</a> Muchacho o adulto pobre y sin animales propios.
<a l:href="#_ftnref6">2</a> ¡Maldito!