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CAPÍTULO XII

1

Firme y resuelta marchó por la alameda. Hasta ella llegaba el apagado murmullo del río. Una liebre, sorprendida en el recodo del sendero, saltó al verla y desapareció tras un tronco. Cuando asomó de nuevo su suave hocico tembloroso, ya Blanca se acercaba al final de la alameda. En el aire sin viento las hojas de los árboles se agitaban levemente produciendo el rumor de una conversación entrecortada.

Se quedó contemplando estremecida las aguas claras que corrían musicales entre las piedras. A pesar de la absoluta soledad le pareció que cada árbol a sus espaldas escondía un testigo atisbando su secreto. Instintivamente anheló prolongar la soledad que la envolvía en una esfera desasida del tiempo. Sintió como en sueños la mano de Llanlil apoyarse en su hombro.

– ¡ Viniste, Huanguelén! -dijo él, buscando su mirada, -Llanlil, un día te pedí que no volvieras a llamarme así… ¿Soy acaso de verdad una estrella?… -reconvino Blanca, mirándolo sonriente. Aunque a ella misma le resultara sorprendente, ningún temor la embargaba. Más fuerte que la pasión, se sentía protegida por el respeto y la hidalguía innata en el indio. En realidad mayor temor sentía al imaginar la reacción de su propia gente.

– Siempre te vi como una estrella, niña Blanca. Cuando abrí los ojos después del largo viaje y volví en mí del sueño de la muerte, me pareciste una estrella lejana. El resplandor de tu pelo era la luz que te rodeaba… ¿No dice Roque también que eres Quila, el junco joven?

Blanca lo miraba y su suave sonrisa agitaba los sentidos de Llanlil.

– Extraña imaginación la de tu gente… ¿Siempre embellecen las cosas y los seres de tal modo?

– Siempre -respondió Llanlil-. La desgracia nos vuelve sombríos, pero Viéndote me siento libre y las cosas del cielo y de la tierra me parecen buenas para tu adorno…

Blanca giró la cabeza en dirección al río y exclamó entrecortadamente:

– Sin embargo yo no puedo cambiar las antiguas costumbres establecidas entre los míos y deseo conservar mi nombre…

Llanlil ofrecía un cambio notable; su reserva había desaparecido dando paso a una inspiración cálida y ardiente. En su voz revivían leyendas de amores legendarios. Con acento apasionado dijo a la muchacha.

– Huanguelén o Blanca, ¡qué importa el nombre, mi niña!… Importa lo que sentimos nosotros, ahora, frente al río que pasa… ¡Huanguelén! ¡Lo que yo siento!… -Pero Llanlil, ¡todo esto es una locura! -y la voz de Blanca tenía un vago tono de ruego.

Llanlil irguió la cabeza y exclamó fieramente: -Entonces yo estoy loco… ¡Te quiero, mujer blanca, aunque estés más lejos que todas las estrellas en el cielo!

¡Aquí dentro me quema el fuego!… Pero, como todos, me desprecias porque soy un indio.

Ella protestó agitada y poniendo las manos sobre el pecho del indio, murmuró:

– No digas eso, Llanlil… ¡no es cierto! Yo nunca separé a los hombres en indios ni cristianos, sino en malos y buenos… sin embargo, las cosas son como son y nada podemos hacer nosotros…

– ¡Yo sí puedo! -dijo Llanlil con el orgullo de un cacique invencible-. Puedo luchar hasta el fin si no me aceptan por bueno… Si tú quieres, saltaré a las mesetas, subiré a las montañas y muchos de los míos me seguirán de nuevo… ¡Dime!… ¿Quieres verlo?…

– ¡ Nunca por Dios!…

– ¿Quieres entonces que trabaje la tierra; que pueble el campo de caballos veloces como el viento; que en rápida carrera arrebate al chulengo para ofrecerte la piel que abrigue tu delicado cuerpo?…

– ¿Crees por ventura que te dejarían hacerlo? Yo sé que eres capaz… pero ellos, los otros, los hombres blancos no te permitirán jamás que atropelles su orgullo y, poniéndote a la par, quieras no sólo disputarles el fruto del trabajo, sino…

– Tu amor ¿no es cierto, Huanguelén?

– Así es -admitió Blanca, entristecida.

Llanlil giró a medias su cuerpo, contemplando el río, cuyas aguas brillaban intermitentes, como el lomo de una serpiente deslizándose entre las piedras. Blanca observó sus labios duramente contraídos, moverse apenas dejando escapar las palabras.

– Pero tú, ¿quieres a Llanlil, tu esclavo, como dueño? -y se volvió de nuevo a mirarla.

– ¿Si así no fuera estaría ahora aquí, oyéndote? ¡Ah, Llanlil, Llanlil, que llegaste de noche, nacido de las sombras como un sueño! Los hombres de tu raza cabalgaron leguas de pampa para arrebatarle al blanco sus mujeres… para matar…

– Era la guerra entonces, el precio…

– Lo sé, lo sé… el precio del odio, de la codicia… por eso también sé de vuestros muertos. La tierra, que tenía tanto calor para todos, hubo de llenarse de muertos…

Blanca se hallaba al borde de las lágrimas. Se oprimió contra el pecho de Llanlil. El hombre estaba allí; el amado era eso ante todo… simple y absolutamente un hombre. El acarició los hombros y sus manos heladas y le dijo mostrándole las suyas, aquellas manos fuertes de largos dedos morenos.

– Mira mis manos, estrella; ¡no las manchó nunca el crimen, ni el robo! Yo gané en la soledad de los bosques mi sustento… soy cristiano, Blanca, y junto a los tuyos me hice hombre: ¿por qué han de rechazarme ahora?… ¿No tengo acaso el corazón y el brazo fuerte para ganarle a las mesetas mi derecho? Entonces… me iré lejos, Huanguelén, a mis bosques, y si no quieres seguir los pasos de Llanlil, nunca volverás a verlo… ¡Pero allí arriba, en los escondidos valles poblados de flores y silencio, he de morir queriéndote!…

– No quiero oírte hablar así, amigo mío… Esperemos. Dios no ha de privarnos de su ayuda y su consejo… Prométeme, Llanlil, que aguardarás a que mi padre recobre su salud, antes de hablar otra vez de nuestros sentimientos…

Eran ya profundas las sombras de la noche. La vía láctea parecía rozar la cima de los cerros con sus infinitas puntas de luz. Las aguas del río se quebraban como espejos rechazando centelleos eléctricos. De las lagunas cercanas llegaba hasta ellos el cloquear incesante y vasto producido por los habitantes alados que buscaban sus refugios. A través de los álamos brillaba una luz proveniente de las casas envueltas en las tinieblas. Desde algún punto impreciso se elevó el límpido preludiar de una guitarra rasgueada con indolente pereza en la indecisa iniciación del canto que se demoraba una y otra vez como embrujado del hechizo de las notas. El desconocido cantor punteó al fin las cuerdas, y grave se alzó la voz, entonando la eterna y varonil queja del macho solitario que llora el amor fugaz ya transcurrido o reclama su presencia.

Blanca y Llanlil escucharon como sugestionados el dulce acento del anónimo cantor que como la calandria, buscaba la soledad para ensayar su melodía sin fin. Sin saber cómo, llevados por irresistible impulso, los labios se buscaron y el largo y primer beso nació, puro y total, bajo el manto de la noche constelada de parpadeantes estrellas.

La noche abrumadora y tremenda de las mesetas ocultó aquel beso profundo en su misterio, lo diluyó en el vasto silencio sin testigos y les dejó los labios temblorosos. Después Blanca apretó su cara contra el pecho de Llanlil y le pareció escuchar milagrosamente diáfanas, las notas de la guitarra confundidas con los latidos del corazón del hombre que había sellado sobre su boca, en aquel primer contacto irremediablemente definitivo, el destino de su vida. Desde el fondo de su ser la recorrió un sollozo largo y dulce que Llanlil recibió en ofrenda.

Permanecieron aún tomados de las manos, cuando en la ladera este del valle, naciendo entre las sombras, se levantaron en distintos puntos haces de luces como pequeñas columnas resplandecientes.

Blanca repentinamente vuelta a la hora y a la realidad, exclamó:

– ¿Llanlil? ¿Qué es eso?

El muchacho contempló las débiles señales brillantes y respondió sin vacilar.

– Es fuego… hogueras indias…

– ¡Entonces ya están aquí las tribus de Pastos Blancos o Loma Redonda!

– ¿Tienes miedo? -preguntó Llanlil.

– De ninguna manera… siempre los hemos tratado bien… ¿Por qué había de temerles?

– Te digo, Huanguelén, porque los hombres de la estancia dicen que el rival de tu padre, ese don Sandoval que hoy vino con armas y compinches, está incitando a mis hermanos a provocar al patrón, si no les dan cuanto pidan…

– Algo he oído, pero me resisto a creer a Sandoval capaz de semejante ruindad… de todos modos sería prudente que mi padre se entere cuanto antes de lo que ocurre.

Llanlil marchó unos pasos, invitando a Blanca, con un gesto a seguirlo.

– Vamos entonces, mi niña… Que tu padre sepa y si quiere yo puedo hablar a los caciques para conocer sus necesidades…

– No, Llanlil; acompáñame un poco, pero no deben vernos juntos ni menos sospechar. ¿Olvidaste ya mi pedido? Nada ocurrirá todavía; además, siempre hemos atendido a las tribus y no nos harán ningún daño…

– Como quieras, Huanguelén… ¡dame tu mano!

Llanlil la dejó una vez pasados los corrales, cuando la silueta de la casa se perfilaba frente a ellos. Aún brillaba una luz en la cocina… En el rancho del solitario cantor se había hecho silencio. Serían las diez de la noche.

Blanca se deslizó ligera por la galería y ya penetraba en su pieza, cuando la figura de su madre, plantándose en la puerta, le cerró el camino. Blanca ahogó un grito de sorpresa.

2

– ¿De dónde vienes? -preguntó Frida con dureza.

La muchacha no supo qué responder. Despreciaba las mentiras como una cobardía estúpida. Frida insistió, haciéndose a un lado.

– ¿Me dirás de dónde vienes -y para disimular su nerviosidad se atareó en encender la lámpara. La luz iluminó su rostro preocupado.

“¡Qué avejentada está mi madre!” pensó con dolor Blanca.

– ¡Oh, mamá! -contestó al fin-. Fui hasta el río… yo… no podía dormir.

– ¿A estas horas? -Frida observó el encendido rostro de su hija. Después continuó con acrimonia-. Basta de engaños, Blanca… nadie sale a estas horas a mirar el río simplemente por que no tiene sueño… ¿Con quién has andado?

– ¡Mamá por favor! -rogó Blanca yendo hacia su madre. Pero ella la rechazó.

– ¡Bah, no te hagas la inocente! Al menos por consideración a tu padre podrías mantener tu dignidad… te comportas como una chinita desvergonzada. ¿Me dirás al fin que has andado haciendo por ahí?…

Blanca, aguijoneada en su orgullo, respondió ásperamente:

– Pues no, mamá, no puedo decirte nada… lo siento, créeme que lo siento…

Frida se mantuvo un momento tensa, muda de sorpresa y cólera.

– ¡Está bien! -gritó al fin, casi al borde de una crisis. -¡Mañana arreglaremos esto con tu padre!

La muchacha se volvió, ahora con un ruego.

– ¡Als't un blieft! 1 , se sorprendió diciendo Blanca, que raramente recurría al escaso flamenco aprendido con sus padres, lo que era un índice de su intensa emoción-. ¿¡No puedes confiar en mí? Papá tiene tantos desvelos… ¡le harás un daño inútil!

– Estás loca… No te parece suficiente insolencia, sino que también vas a enseñarme a mí lo que debo hacer… ¡es el colmo!

Blanca se sentó al borde de la cama, y dijo con voz dolorida.

– Créeme, mamá… nada hago que sea reprochable… ¡Pero es tan difícil que puedas comprenderme!…

Frida Lunder insistió de nuevo.

– Si me ocultas la verdad es en vano pretender que comprenda tu actitud. ¡Habla entonces!

Afuera se oyeron fuertes voces llamándose a gritos. Las dos mujeres se miraron inquietas y olvidadas de todo.

– ¿Qué ocurrirá ahora? -exclamó Frida.

Pero Blanca, momentáneamente liberada, dijo presurosa:

– Espera moeder 2. Voy a ver qué pasa… -pero Frida gritó asustada:

– ¡No, quédate, tengo miedo! O mejor, ¡vamos con tu padre!…

– Sí, mamá, vamos.

Encontraron a su padre calzándose las botas.

– ¿Qué haces, hombre? -protestó Frida afligida.

Lunder la miró con fría resolución.

– Ya lo ves -dijo al fin. -Algo pasa afuera. ¡Eh! ¡Déjate de reproches y ayúdame!

Apoyándose en su esposa y Blanca, marchó hacia la cocina, donde las voces indicaban la presencia de los hombres que se reunían.

Hallaron a varios rodeando a don Ruda y al padre Bernardo. Un peón manipuleaba raíces en la hornalla de la estufa. La gente estaba fuertemente armada, y gruesos ponchos, gorros de piel y pesadas botas completaban su aspecto decidido. María, también despierta y alarmada, se disponía a calentar agua para el mate, mirando con aprensión a Ruda que escuchaba a su gente. Afuera otros peones, que iban y venían, hablaban con excitación. Exclamaciones y denuestos dichos en la cadenciosa tonada chilena se mezclaban al gutural acento germano.

Es curioso comprobarlo, pero en cualquier pueblo o establecimiento patagónico de principios del siglo, de cada diez individuos reunidos, no se hallaban tres de igual origen.

Unidos por el interés común, por el azar o la incitación del misterio o la aventura, convivían en heterogénea mezcolanza, argentinos, chilenos, latinos y germanos, rusos indefinidos y exóticos, turcos emprendedores, franceses caballerescos manteniendo su esprit aún en las peores situaciones. Estos hombres, como flechas tocando el misino centro, hacían de las mesetas diminutas babeles y generalmente trabajaban duro, pues tanto en las ásperas alturas del centro como en las costas solitarias, no valían artimañas, y solamente el constante empeño recompensaba. Empezar de peón o catanguero, o mercar pilchas y alimentos, o lavar oro en los arroyos de las montañas, podía llevarlos en corto plazo a la riqueza o la muerte. Si ocurría lo primero, el obscuro aventurero se convertía en un sólido estanciero, orgullosamente aislado en su población y, trasformado en patrón de otros peones, olvidaba pronto sus penalidades. Los hombres que ahora dependían de él, imitando los comienzos de su antecesor, seguían luchando contra el frío y la ambición de los que llegaban, agrandando sus franjas de tierra, viendo crecer el número de las ovejas, serviciales fábricas de lana que iniciaba la pujante riqueza de los vastos territorios del sur. De pronto en las costas del golfo San Jorge dos boers que perforaban el suelo buscando agua potable para el pueblo de Comodoro Rivadavia, José Fucks y Umberto Beghin, descubren petróleo y la fiebre del hombre encuentra un nuevo cauce. El caserío de chapas y maderas se agrupa misérrimo al pie del Chenque, cobijando una creciente marea de comerciantes y aventureros. El juego, el alcohol y las mujeres equívocas afluyen, pero el embrujo de las tierras que atraen con su inconmensurable promesa de segura riqueza, trasforma y purifica, y las frívolas mujeres conviértense gradualmente en abnegadas compañeras del ovejero y del comerciante que inicia su lento desplazamiento sierra adentro; hacia los valles fecundos, hacia los bosques inmensos y solitarios que ocultan lagos dormidos como espejos de esmeralda y zafiro. Así, como un poderoso aluvión, la marea humana se extiende y lentamente los dilatados ámbitos se abren en picadas que van a morir a algún rancho escondido del viento, cerca de un arroyo, bordeado de árboles pequeños luchando por erguirse y creer, firmes como esperanzas, bajo el límpido cielo abrumado de estrellas.

3

– ¿Qué ocurre? -exclamó don Guillermo Lunder.

El padre Bernardo se precipitó hacia el enfermo.

– Se ha levantado usted… ¿por qué lo ha hecho? ¡En el estado en que se encuentra!…

Se volvió a un peón que lo contemplaba.

– A ver, muchacho trae una silla…

– Y bien ¿me dirán lo que pasa? -insistió Lunder, sentándose con esfuerzo. Estaba pálido y un breve temblor le agitaba las manos que hasta entonces no conocían la debilidad.

– Señor -comenzó don Ruda gravemente- verdaderamente es una pésima noticia… Los peones que montaban guardia han observado a los indios de Maniquiquen, a lo que parece, rodeando el campo detrás de los corrales. Presumen que han debido llevarse algunas ovejas… y lo que es peor, don Guillermo, se han robado varios carneros de raza…

– ¡Maldito sea! -gritó desesperado Lunder-. ¡Pero es que van a arruinarme esos salvajes! ¿Y los caballos?

– Nada les ha pasado.

– ¿Qué medidas tomó, amigo mío?… -murmuró Lunder abatido.

Ruda, que observaba con pena la evidente depresión y decaimiento de ánimo de su amigo, no pudo sin embargo, o no quiso, llevar al espíritu del viejo luchador falsas expresiones de optimismo y, moviendo la cabeza, se explicó con harta claridad:

– Nada se puede hacer, a excepción de redoblar la vigilancia y eso ya está. Por esta noche cualquier otra cosa es imposible… Habrá que esperar hasta mañana…

Lunder meneó la cabeza y replicó.

– Para entonces, ¡adiós ovejas y carneros! Esa gente los habrá sacrificado… hay que hacer algo, don Ruda… ¡y pronto! porque detrás de ellos está Sandoval-. Al pronunciar el nombre se volvió hacia Blanca que escuchaba atentamente. La muchacha miró a su padre como inquiriendo el sentido de su examen, pero ya él, satisfecho, hablaba con el religioso… “¡Por suerte a mi hija no parece interesarle ese maldito Sandoval!”, pensaba el enfermo.

Un peón abrió la puerta de la cocina y mirando hacia afuera, exclamó con fastidio:

– ¡Esta sí que es buena! Tendremos nieve o agua… no se ve una estrella. ¡Se puso fiera la noche!

– ¡Papá! -dijo Blanca que asistía en silencio al ajetreo-. ¿Quieres recobrar los carneros?

– Pero claro, hija… ¡vaya con la pregunta! -respondió Lunder con extrañeza.

– Entonces yo sé quién puede hacerlo… Don Ruda… ¡haga venir a Llanlil y prepare algunos hombres y caballos!

– ¡Llanlil… Llanlil! -exclamaron varias voces a coro-. ¿Qué puede hacer ése?

– ¡Ya lo verán! -afirmó Blanca y su tono hizo acallar los murmullos.

– ¿Llanlil? -murmuró Frida, iluminada de pronto por una idea tan asombrosa que la rechazó instintivamente-. ¡No… es imposible!… -y aguardó hondamente expectante.

– Patrón… ahí viene el araucano -dijo Juan acercándose al grupo.

– Hágalo pasar -respondió don Guillermo-. Pero hija, ¿cuál es tu proyecto?

– Ir a ver al cacique guiada por Llanlil. La tribu acampa en la meseta. Esta noche he visto el resplandor de sus fuegos… volveremos con los animales, pues no han tenido tiempo de sacrificarlos. Cruzar el río en la obscuridad y arreando animales no es fácil ni aún para los paisanos…

Llanlil había escuchado las últimas palabras mientras enfrentaba a Lunder que descansaba en su silla. Frida clavó los ojos escrutantes en el indio que esperaba impasible. Lunder se levantó y a pesar de su enorme corpachón, apenas si sobrepasaba en pocos centímetros al indígena. Se acarició la barba pensativo, estudiando a Llanlil con ojeadas de experto.

– ¿Has oído? ¿Sabes lo que ocurre? ¿Te animas a hacerlo? -la triple pregunta halló una sola respuesta.

– Sí -dijo el indio sosteniendo la mirada de Lunder.

– Bueno, muchacho… -aceptó éste convencido-. Hazlo en seguida… Juan, llévese diez hombres bien armados, pero nada de violencias inútiles y dígale al cacique que venga a verme cuando quiera… Don Ruda ¿irá usted con ellos?

– Ya lo creo… -manifestó el aludido-. ¡Vamos, Juan, caballos para todos y salimos!

– Y uno para mí… no se olvide, capataz… Puede hacer ensillar a Mordiscón -agregó rápidamente Blanca, mirando de soslayo la expresión de su padre.

– ¡Pero, hija! ¡No pensarás en serio ir con ellos! -dijo Frida asombrada.

Blanca la miró con ternura y pasando el brazo por los hombros de su madre, le dijo:

– ¿Por qué no, mamá? Tengo tanto o más interés que cualquiera en defender lo nuestro… y debo también soportar los inconvenientes…

Lunder golpeóse el muslo con la palma de su mano. Le entusiasmaba escuchar tales palabras en boca de su retoño.

– Bravo, jefa… ¡así se habla! Además, mujer, irá bien acompañada -agregó mirando a Llanlil con simpatía-. Y tú, muchacho, cuida de que no le suceda nada… ya sé que eres bravo y leal. Aún no te he agradecido la salvada en el río, pero lo hago ahora ¡gracias, muchacho!

Llanlil miraba a Blanca absorto y contestó como saliendo de un sueño.

– Descuide, señor… Quila es valiente y nada debe temer.

Frida no dejó de reparar en que para Llanlil su esposo no era el patrón, sino “señor”. Pensativa se retiró volviendo a poco con un pesado poncho.

– Toma -dijo colocando el abrigo a su hija que se empequeñeció cubierta por la amplia prenda-. Abrígate, pues el tiempo es malo… don Ruda, si ocurre cualquier cosa cuidado con mi hija.

– ¡Aja! -se limitó a manifestar Ruda.

Fueron saliendo todos a campo abierto. Desde su silla don Guillermo murmuró viendo marchar a Llanlil:

– Tiene pinta el mozo… aparte del pelo demasiado lacio y demasiado negro, parece un guerrero de mi tierra.

– ¿Sí?, pues a mí me parece un zorro viejo… no me gusta nada -rezongó a su lado Frida, entrecerrando los ojos.

– ¡Por favor, señora! -protestó suavemente el padre Bernardo que alcanzó a escuchar su despectivo juicio-. Concédale al menos algo a su favor… es un buen cristiano, se lo aseguro.

– ¡Hum! ¿Es posible eso?

– ¿Y por qué no? ¿No sabe, señora, que más al norte Ceferino Namuncurá, hijo de un cacique al que el gobierno hizo coronel por sus leales servicios, fue llevado a Roma y ha muerto hace tres años, casi en santidad por su extremada devoción y piedad? ¿Que una hermana del mismo Ceferino llegó a lucir en la sociedad porteña, como una bella damita? ¿Y aún que otro hermano de esta distinguida familia de indígenas falleció siendo cadete del Colegio Militar argentino?… ¿Por qué no puede Llanlil ser buen cristiano, leal con sus amigos y valiente?… Bueno -añadió el padre Bernardo rápidamente, un poco azorado de su propia vehemencia-. No fue mi intención dar un sermón, perdóneme ¿quiere?

Frida hizo un gesto de contrariedad.

– ¡Oh! Perdóneme usted a mí, padre… pero, ¡estoy tan nerviosa! -dijo y quedó en el vano de la puerta escudriñando inútilmente la densa obscuridad.

Solamente alcanzó a escuchar los cascos de los caballos golpeando las piedras. Cerró la puerta lentamente, ahogando un suspiro. Se sentía agotada, casi enferma.

4

En el cruce del río, Blanca y Llanlil, que cabalgaban cerca uno del otro, recordaron los dispares sentimientos la noche de la caída de Lunder. Blanca con pesadumbre. Llanlil con una curiosa y casi alegre sensación de liberación. Miró a su compañera materialmente hundida entre los pliegues del poncho.

Algunos copos de nieve fueron a posarse, ingrávidos con levedad etérea, sobre la muchacha. Llanlil alzó los ojos al cielo y sintió los alados copos resbalar por su cara. La nevazón era precedida de un denso silencio. Hasta el rumor de las cabalgaduras se tornaba sordo y opaco. Los jinetes agacharon sus cabezas y aflojaron las riendas, dejando que el instinto de los caballos los llevase senda arriba.

– Blanca -dijo Ruda, rompiendo el prolongado silencio-. Hace frío; ponte loa guantes o se te helarán los dedos.

– Descuide, don Pedro -respondió ella y ya no volvieron a pronunciar palabra. Mientras se colocaba los guantes de piel de liebre, suaves y calientes, y de cuya fabricación se jactaba con razón el viejo Roque, Llanlil alargó su brazo y sostuvo el caballo de la muchacha.

Después continuó a su lado, serio y como abstraído, pero ella sentía su presencia viril difundiendo seguridad y atrevimiento y, reconfortada, se acurrucó bajo el poncho, acompasándose a la cadencia de su caballo, plenamente feliz de estar al lado del hombre compartiendo su peligrosa tarea.

Cuando alcanzaron el borde de la meseta la nieve caía como una sedosa cortina, convirtiéndolos en fantásticas figuras blancas que ascendían silenciosas.

Blanca y Llanlil se hundían en la voluptuosa impresión de que la nieve los envolvía en un muro de algodonosa soledad. En aquel ámbito estricto ellos marchaban, suspendidos, como si sus caballos fuesen muñecos de goma y más que caminar se deslizasen entre nubes bajas, cenicientas, que se fundían con la niebla levantada del suelo pelado de la meseta. En el fondo del silencio difundíase un resplandor rojizo, sobre el cual los copos revoloteaban hasta derretirse. Un batir sordo de cascos o tambores surgía de las tinieblas.

– ¡Eh, Juan! -murmuró Pedro Ruda-. Ahí están los paisanos. ¡Maldita noche, casi pasamos de largo!…

– O los atropellamos, que hubiera sido peor -comentó el aludido.

– Lleguemos de golpe hasta los fuegos… parece lo mejor -dijo Llanlil-. Hora mala de hacer visitas.

– Sí. Es preferible sorprender a ser sorprendido -reflexionó Ruda-. Uno nunca sabe…

A una señal suya el apretado grupo emprendió un breve galope y cuando los perros, desorientados por la nevazón, rasgaron la noche con sus ladridos, ya los jinetes irrumpían en el círculo de luz, donde un compacto número de indígenas se acuclillaban entumecidos. Desde otros fuegos cercanos, sombras alarmadas se interrogaban parloteando en su lengua.

La garganta de Llanlil emito un grito ronco, que tanto podía ser un saludo como una advertencia y con el cual obtuvo el raro efecto de acallar los murmullos.

Los indios, inmóviles ahora alrededor de las misérrimas hogueras, aguardaban callados y taciturnos.

– ¡Somos gente amiga! -gritó don Ruda rápidamente y sin perder de vista a los indígenas.

Una figura gigantesca se desprendió entonces del grupo y se adelantó despacio hacia los jinetes, sin demostrar temor alguno. Cuando estuvo próximo a don Pedro, Blanca se admiró de la imponente y a la vez grotesca traza de aquel individuo. Una altura de casi dos metros, rematada por una cabeza de viejo león de lacia melena negra cayendo desgreñada sobre la cara más feroz que se pueda imaginar. El sujeto era tuerto y su único ojo sano brillaba con un resplandor peligroso y socarrón. Le faltaban varios dientes y la larga herida que bajaba desde el pómulo hasta la comisura de los labios, estirándolos, lo obligaban a una permanente semisonrisa, helada y estremecedora. El vientre enorme parecía nacer directamente desde el pecho, ofreciendo la impresión de un gran tonel sostenido por macizas piernas. Los pies, en cambio, sensiblemente pequeños, pisaban sin molestia alguna el pedregoso suelo.

– ¿Tú vienes del campo del gringo? -preguntó a Ruda, mirándolo medio de costado con su ojo único.

– Vamos, Toro, ¿no me estás conociendo? -dijo don Pedro.

– ¡Ah, es cierto! -murmuró el llamado Toro con reticencia-. Salud, don Pedro, salud a todos…

– Bueno, Toro -dijo Ruda severamente-. ¿Sabes a qué vinimos, ¿no es cierto?… -y ante el silencio del capitanejo, continuó: -Queremos que nos devuelvan los animales que se llevaron.

– Mi gente tiene hambre… -protestó Toro roncamente.

– Suponiendo que sea verdad, no arreglan nada robando… ¿Don Guillermo Lunder no ha cumplido siempre con Maniquiquen? ¿Por qué venir en las sombras entonces? Si devuelven los carneros, mañana tendrán ovejas, harina y yerba, a cambio de pieles… como hemos convenido…

– No tenemos pieles -dijo el indio, mirando inquieto en dirección a la hoguera.

“Este teme algo… o a alguien” -pensó Ruda-, “pero; ¿a quién?”

La respuesta le llegó en seguida por boca de Juan, que arrimando su caballo, murmuró:

– Don Pedro, me parece que hay gente nuestra con los indios… Están ahí, cerca del fuego…

– ¿Nuestra?

Juan aclaró entonces: -Bueno, blancos quise decir.

– ¡Aja! ¿Quién está con ustedes? -preguntó Ruda al indio.

– Gente del Paso -respondió sin vacilar el gigante.

– ¡Vamos a verlos! -dijo resueltamente don Pedro-. Mantenga su grupo atento, Juan… y cuide a Blanca…

Pero la muchacha miraba a los indios sin temor. A su lado Llanlil parecía indiferente. Sin embargo vigilaba con desconfianza cada movimiento de los hombres de la tribu, que se desvanecían casi en la obscuridad, apenas amortiguada por el resplandor del fuego. La noche se cerraba sobre ellos con su lenta lluvia de copos. Muy cerca escucharon el familiar balido de ovejas y carneros.

– ¿Oyes, Llanlil? -dijo Blanca-. Bueno, sabemos que están vivos al menos.

– Si -asintió Llanlil- y volveremos con ellos.

Al acercarse al fuego, el grupo de Lunder tuvo la desagradable sorpresa de enfrentarse con Bernabé y dos peones de Sandoval.

– Mala noche para quedarse en el campo raso -observó Ruda.

– Ningún lugar es malo cuando se tiene agallas -respondió Bernabé provocador.

– Déjelo, don Pedro -intervino orgullosa Blanca-. Bueno, Toro ¿qué contesta? Queremos nuestros animales… Solamente bajo esa condición mi padre atenderá sus necesidades…

– ¡Ja… ja… ja! -se burló Bernabé-. Miren a la nena, manejando al Toro… ¡Se va a asustar, niña! -concluyó irónicamente.

Blanca adivinó en la obscuridad el salto del caballo de Llanlil y le cruzó el suyo para impedirle pasar.

– Mire, Bernabé; se está poniendo pesado últimamente. Estos son intereses de mi padre y le prohíbo que se cruce en nuestro camino…- Blanca, sujetaba su cabalgadura asustada por la presencia de los indios, los perros y el fuego cercano.

– Para prohibirme algo necesito un hombre ¡… qué j… der! -gritó Bernabé furioso, y la claridad del fuego centelleó instantáneamente en la hoja del largo cuchillo que brillaba en su mano. Ante su actitud los indios hicieron rueda, paladeando con roncos murmullos de expectación la perspectiva del desafío.

– ¡A ver quién es el macho que me saca del camino!… -gritó desafiante.

Un instante de indecisión podía ser fatal a los ojos de los indígenas y Ruda lo sabía.

Prestamente bajó del caballo, pero cuando giró sobre sus talones ya Llanlil estaba frente a Bernabé cuchillo en mano. Blanca ahogó un grito de alarma, pero Juan sujetó las riendas de su caballo diciéndole:

– Déjelos, señorita… Alguna vez tenía que suceder…

Llanlil había cruzado el poncho sobre el antebrazo y con las piernas tensas estudiaba a su rival. El cuchillo trazaba en el aire un peligroso dibujo circular.

Bernabé, al reconocerlo, bramó sordamente:

– ¡Ah!… Sos vos, perro. ¡Esta vez no te escapas! -pero su voz tenía una imperceptible inflexión de temor. Con gusto hubiera preferido enfrentar a un blanco, por bravo que fuera. En los ojos de Llanlil vagaba una luz peligrosa y su mirada era tan helada como la de un muerto; sólo que se clavaba en la suya, siguiendo sus menores movimientos con inexorable voluntad de matar. Bernabé se estremeció y su mano aflojó algo el mango del cuchillo. Resoplando se lanzó contra el indio, que lo aguardaba imperturbable.

Llanlil, alto y delgado, inició un giro cauteloso. Cimbreante, amagaba entrar una y otra vez en un juego de desgaste que enardecía a Bernabé, pesado pero seguro. Las finas hojas de acero chocaron en sucesivas tiradas y arrestos neutralizados con firmeza por los contrincantes. En uno de esos finteos Bernabé entrevió un resquicio en la guardia de Llanlil y por allí extendió con velocidad pasmosa la cuchillada homicida. El indio saltó perfilándose. Le pareció escuchar el alarmado grito de Blanca. El cuchillo penetró por el tejido de su brazo y alcanzó a torcer su cuerpo. Sintió la aguda punta presionando su costado mientras la cara de Bernabé se aplastaba, casi contra la suya. Se le pegó a la cara el cálido sudor que exhalaba su rival. Percibió el olor acre y penetrante… -¡miedo!- pensó Llanlil. El otro pugnaba por zafarse y Llanlil por herirlo. De golpe el hombre fuerte de Sandoval levantó la rodilla ferozmente hundiéndola en el vientre del indio; éste se dobló con un rugido de dolor y el poncho cayó de su brazo enganchado en el cuchillo de Bernabé. Por unos segundos permaneció doblado casi tocando el suelo, atontado por la tremenda conmoción que cortaba su aliento. Confusamente le llegó la exultante carcajada de su contrario, pero el breve tiempo que Bernabé demoró en desembarazarse del poncho, salvó a Llanlil… Comprendió éste que otra vez la lucha favorecía a su asaltante de las montañas y el odio, aquel odio profundo que lo impulsó leguas y leguas por las duras mesetas, creció en él como una oleada salvaje. Con un último esfuerzo corrió hacia adelante, encogido y tropezando con las piedras mojadas de nieve y barro y la cuchillada dirigida a su cuello pasó a escasos centímetros del cuerpo. Se irguió de nuevo con la chaqueta de cuero desgarrada, el arma brillando en su mano; ágil como un gato montes obligó a Bernabé a girar, quedando ambos al borde de una vacilante hoguera. El frustrado intento sumergió a Bernabé en una ola de pánico. A pesar de toda su habilidad, aquel indio escurridizo e imperturbable lo sobrecogía. Le parecía estar, no frente a un hombre, sino ante un puma de elásticos movimientos y afiladas garras, siempre bailando ante sus ojos y dispuesto a herir sin piedad. Una banda de sudor y miedo le nubló la visual y se le antojó que la noche descendía aún más tenebrosa y obscura en torno suyo. Maldijo la nieve que espesaba sus copos desdibujando la silueta de su rival. Aguardó el ataque con las piernas abiertas y decidido a matar. Pero Llanlil no se apresuraba. Deliberada y tenazmente quería hacer sentir la infinita gama del terror reflejada en aquellos ojos, casi ocultos por las gruesas cejas, que lo miraban con fiero odio, pero sin nada de la burlona displicencia de un momento antes. Recobrado de los efectos del golpe que tuvo la virtud de galvanizar su energía, dominaba a Bernabé con su fría determinación. Saltó, giró, paró golpes, avanzó, pero siempre distante, impersonal, como ausente e inasible. A Bernabé le parecía que luchaba contra un fantasma casi diluido entre la nieve y la obscuridad. Alrededor de los dos hombres el silencio era total. El grupo de Ruda y Juan vigilaba la lucha y a los hombres de Sandoval, pero éstos se mantenían tranquilos, intimidados por el número y la decisión de los recién llegados. Aquellos no eran indios resignados, a quienes se podía engañar con razones capciosas y argucias de mala fe.

Cuando el trágico juego pareció abarcar la noche entera y los hombres de Maniquiquen seguían imperturbables la lucha viril de su hermano de raza, el final se hizo previsible ante el creciente desconcierto de Bernabé.

– ¡Dése por vencido, Bernabé! -gritó Ruda intuyendo el desenlace. Juan lo miró con reprobación. Entre su gente los duelos eran a muerte.

– ¡Vení, desgraciado! -bramó Bernabé, incitando a Llanlil al asalto decisivo. Bajo la manga de cuero de su chaqueta la sangre corría mojando el dorso de la mano ligeramente contraída. Bernabé mostraba la cara cruzada de rojos hilos sangrantes. El cuchillo de Llanlil la había taraceado con diabólica minuciosidad…

El final llegó por senderos inusitados. El poncho de Llanlil seguía caído en el centro del palpitante ruedo de figuras inmovilizadas. Pisoteado y embarrado por los pies de los rivales, se confundía con las piedras. En un momento determinado, Bernabé con desesperada resolución tiró un golpe decisivo y se fue con todo el cuerpo sobre Llanlil; esperó éste, listo a cruzarlo una vez más con enloquecedora persistencia. Bernabé atropello y la punta de una bota se enredó en el poncho caído. Gritó espantado al sentir la punta de acero penetrar entre las costillas… el grito se convirtió en lóbrego aullido que paralizó a los mudos espectadores, y de golpe se trocó en un ronco estertor agónico al tocar el puñal el cansado corazón. Sus brazos cayeron flojamente a lo largo del cuerpo y se aplastó contra el indio que recibió el peso mortal y blando con sorprendido júbilo. Sintió el impulso ancestral de lanzar la voz victoriosa del guerrero, pero los ojos vidriosos que lo miraban con el postrer asombro de la muerte, contuvieron la explosión en su garganta. Luego el cuerpo se desplomó sobre él, y fue cayendo hasta el duro suelo pedregoso, dejando en el pecho de Llanlil una huella sangrienta. La revuelta y negra cabellera del muerto quedó de inmediato moteada de algodonosos copos como si el cielo derramase sus lágrimas blancas sobre el vencido.

5

Blanca ahogó un sollozo, mezcla de pena y gozoso alivio. Llanlil, taciturno y hosco, marchó hacia ella. Perplejo comprobó que en definitiva la anhelada revancha sobre aquel individuo no representaba para él otra sensación que un cansancio cercano al desaliento; ante él se erguía aquella muerte con su secuencia de interminables conflictos con la sociedad de los blancos; ellos nunca perdonarían su legítima lucha y sólo verían en él al criminal, al sujeto peligroso del que es necesario vengarse para salud y advertencia de posibles rebeldes. Inexplicablemente olvidaba sin embargo que allí, junto a él, había hombres blancos solidarios y hermanados por la admiración y el reconocimiento de su franco coraje; pero Llanlil estaba demasiado turbado para sentir aquella corriente de afecto espontáneo que despertaba su justa hazaña. Además, no en vano el contacto con hombres de generosos sentimientos y sus enseñanzas habían modificado sensiblemente sus instintos. La muerte ya no se reducía al simple acto del hombre enfrentando al hombre; era algo trascendente que prolongaba en su alma un sentimiento de culpabilidad. No; aquella victoria le pesaba” duramente y Llanlil, sin saber por qué, arrojó lejos el cuchillo que chocó contra las piedras.

– ¿Qué le pasa, muchacho? -dijo Ruda emocionado-.

¿Está herido?

Llanlil siguió sin contestar.

La nevazón era ahora absoluta y cerraba la noche con un manto total, blanquecino y etéreo.

Juan ordenó a los hombres de Sandoval que tomasen el cuerpo de su compañero. Alguien recogió el poncho de Llanlil y lo enrolló en su montura. El capitanejo Toro, sin pronunciar palabra hizo un gesto a sus hombres y éstos volvieron de las sombras arreando los valiosos carneros y algunas ovejas madres. Toro había comprendido claramente la inutilidad de pretender intimidar a los blancos. Siempre sucedería lo mismo, y con resignada paciencia se dispuso a esperar. Era inútil; en cualquier bando que estuvieran los huincas imponían su ley con coraje y astucia. Como fuera salían adelante, echándolos a ellos lejos, siempre más lejos, con su hambruna persistente, sus mujeres roñosas, sus chiquillos monótonamente enfermos de consunción y sus flacos perros.

– Está bien, Toro -dijo Blanca suavemente-. Lamento de veras todo esto; pero hablaré con mi padre para que les entregue lo que necesiten… El invierno puede ser largo y duro… ¿Atestiguarás cómo Llanlil mató en lucha leal a ese mal sujeto?

– Así lo haré -respondió el capitanejo-. El nos incitó a robar al patrón… me dijo que nos ayudaría, él y sus hombres… Pero se llevaron las pieles como prenda.

– ¿Cuándo? -quiso saber Blanca.

– Hoy mismo, cuando ellos subían del valle…

– ¡Los muy sinvergüenzas! -estalló Ruda furioso.

– Volvamos, Ruda… estoy deshecha. Hoy ha sido un día inacabable… -murmuró Blanca.

– Sí, muchacha. No demoraremos más que el tiempo necesario para arreglar la salida de esa gente hasta el Paso. Quiero que lleven a Bernabé a la población sobre su caballo… ¡Quizás alguien lo quiso en vida después de todo! A decir verdad murió en su ley y ojalá lo entiendan así todos y Sandoval se llame a reflexión… De lo contrario el odio va a correr por las mesetas con más fuerza que el viento.

– ¡Ese hombre ambicioso y cruel es el verdadero culpable! -exclamó Blanca.

– Así es, muchacha; bueno ¡vaya!, valiente pequeña. Adelántese con Juan y Llanlil… hay que curar a nuestro campeón. Mañana haremos todo lo que convenga para dejar a salvo su responsabilidad… toda esta gente certificará la verdad de lo sucedido.

Se dispersaron.

La noche era tan completa y tan persistente la nieve, que a los pocos pasos los tres jinetes se diluyeron en las sombras.


  1. <a l:href="#_ftnref7">1</a> ¡Por favor!

  2. <a l:href="#_ftnref8">2</a> Madre.