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CAPÍTULO XIII

1

Al día siguiente, gracias a la excitación provocada por el extraordinario suceso, las horas fueron pasando velozmente y nadie se dio descanso en la tarea de tejer comentarios. Llanlil había cobrado, a causa de su hazaña, una extraordinaria nombradía a los ojos de la peonada, que valoraba el coraje y la maestría en el manejo del cuchillo. A punta de cuchillo habían ellos desafiado a la muerte alguna vez y conocían bien la dura ley del valor.

Pero el asunto tenía para el padre Bernardo el aspecto tremendo de un caso de conciencia.

Disimulando su honda preocupación se mostró sereno y diligente con la primera claridad ofreció su diaria misa y en ella la meditación pareció encontrar la paz y la inspiración para ajustar su conducta. Rogó y obtuvo sin dificultad que tanto Blanca colmo Llanlil se dirigieran a él en confesión y ambos cumplieron la sagrada confidencia con devoción y sinceridad. A Ruda, en cambio, una singular tarea “por el campo”, así de indefinido y extenso, le impidió acceder a la solicitud del sacerdote, pero en realidad el viejo e irreductible librepensador, no encontraba argumento suficiente como para cohonestar una traición a sus convicciones. Prefirió recorrer las lindes de la estancia cubierta con un manto blanco, sintiendo en la cara y las manos el aguijón del frío. Su rebeldía cerebral y su apasionado corazón le reservaban de tiempo en tiempo semejantes pruebas de las que salía más fastidiado que fortalecido.

El padre Bernardo redactó con su hermosa letra, de rasgos casi femeninos, al extenso documento en el cual se daba cuenta de todo lo ocurrido, deslindando responsabilidades. La revelación, firmada por todos sus principales actores y avalada por don Guillermo Lunder, fue cuidadosamente guardada para su posterior envío a las autoridades de Colonia Sarmiento. Recién entonces el misionero reveló a Lunder y sus familiares su determinación de ir hasta el Paso Río Mayo para acompañar al muerto a su última morada. Nada ni nadie logró disuadirlo, y negándose a toda compañía partió sólo, llevando un caballo de repuesto.

Cuando, envuelto en un gran poncho pampa, se alejaba en busca del camino de la meseta, se encontró con el capitanejo Toro y algunos de los suyos que venían a negociar la entrega de víveres. También a ellas prometió visitarlos a su regreso y apretando bajo el brazo libre el pequeño cofre de cuero que contenía su minúsculo y conciso altar, se alejó todo lo rápido que la gruesa capa de nieve permitía a su caballo.

2

Tres días después y cuando la impaciencia de Lunder y sus familiares, agigantada por las singulares circunstancias de los últimos sucesos, cobraba proporciones de angustia, regresó el misionero. La tormenta de nieve que azotara la región había convertido la picada en un lodazal, especialmente en las numerosas depresiones del terreno y tanto el religioso como sus dos caballos, estaban cubiertos de barro.

Regresó casi simultáneamente con el rápido crepúsculo invernal que vestía con reflejos bermejos las casas y el campo circundante. Cuando se hubo apeado, las tres mujeres de la casa rodeáronlo con efusivas muestras de solícito interés. Aquel excelente padre era querido no tanto por su condición religiosa, cuanto por su simpatía y comprensión que atraían espontáneamente, ganando los corazones más reacios.

El padre Bernardo agradeció conmovido los cuidados que le dispensaban, pero al igual que al emprender el viaje, nada dijo respecto a sus andanzas en el camino, ni en el rudo ambiente del Paso, donde los hombres de Sandoval identificaban sus sentimientos con la aridez del paisaje.

A las preguntas de Guillermo Lunder, respondió entregándole un sobre que mostraba las huellas del peligroso viaje.

– Creo, don Guillermo -dijo suavemente, mirándolo con ojos que tenían la transparencia de las limpias aguas de los lagos-, que Sandoval ha puesto en ese papel respuesta a algunas de las preguntas que usted espera que yo satisfaga.

– ¡Caramba! Me intriga su tono, padre… aunque a la verdad no debiera causarme extrañeza. Yo no puedo esperar nada fácil o grato viniendo de esa gente… En fin, veamos qué dice la carta -y la sopesó pensativo como si quisiera adivinar su oculto contenido.

El padre Bernardo se levantó de la silla en la que desde hacía un rato acompañaba al enfermo, diciéndole:

– Lo dejo, don Guillermo… Lo que la carta contenga, solamente usted debe saberlo y resolver en consecuencia. Sin embargo vuelvo a recordarle que siempre tiene en mí al amigo… sobre todo para las acciones justas.

– Gracias, padre. Nunca he dudado de la excelencia de su corazón -respondió Lunder emocionado.

Pero Guillermo Lunder no reveló hasta muchos días después el contenido de la misteriosa carta. Grave y reconcentrado, mantuvo un silencio distante y casi agresivo ante todo el mundo. Por su parte tampoco el misionero fue más explícito y la gente de la casa terminó por habituarse al silencio alrededor de aquel viaje.

Entretanto el invierno habíase adueñado definitivamente del valle y los breves días trascurrían en la íntima quietud del hogar común, cuyo centro era la gran sala-cocina, en la cual la estufa de hierro no dejaba jamás de devorar los más heterogéneos materiales capaces de producir calor, especialmente leña y raíces celosamente racionadas, pues su almacenamiento era una paciente tarea de hormiga y el derroche podía resultar una experiencia peligrosa. La roja brasa de la estufa brillaba en las largas noches como un ojo esperanzado y alerta ante la frígida albura de la nieve que vestía el valle.

El padre Bernardo solía recorrer en las mañanas heladas las casitas de los peones y los corrales, y si al azar tropezaba con Llanlil, nunca faltaba para él una palabra afable, pero cada vez que ello ocurría, era fácil advertir que su expresión preocupada aumentaba y parecía enturbiar sus ojos una perplejidad casi dolorosa. Cuando Llanlil se alejaba seguíalo con la mirada como queriendo adivinar el secreto pensamiento que el indio encerraba en su digno continente. Si lo hallaba ocupado en alguna tarea, que realizaba con absorta dedicación, lo observaba de lejos, en un atento examen, paternal y dulcemente; pero luego la duda, la vacilante sensación de confusión ensombrecía su rostro y se iba, con las blancas pero fuertes manos, hechas para la bendición y el esfuerzo como lirios crecidos sobre la piedra, enlazadas bajo las amplias mangas de su hábito.

3

Ínterin junio limitaba la luz del sol y el campo, blanqueado por las continuas heladas mañaneras aparecía triste y monótono. La soledad era como un manto rechazando la presencia del hombre, que buscaba el calor bajo los techos acogedores. Hacía tiempo que las tribus de Maniquiquen se habían refugiado en sus tierras en Pastos Blancos, a soportar el largo invierno con la estoica y casi indiferente apatía con que veían sucederse las estaciones.

– Frida -dijo una noche Lunder, dirigiéndose a su esposa en la intimidad de su alcoba-. He dejado pasar muchos días sin hablarte respecto a la carta que me envió Mateo Sandoval… El asunto es demasiado serio y necesitaba reflexionar.

– ¿Y bien?

– Mira; te pido antes que nada que olvides tus prevenciones y recelos contra la vida que elegimos, pues ahora se trata de nuestro porvenir y el de Blanca. Pero lee la carta… Ahí está…

Frida, sin responder, tomó la carta y extendió el arrugado papel bajo la luz de la lámpara. Trabajosamente fue deletreando los trazos duros de aquella lengua que nunca pudo comprender enteramente.

“Lunder: Durante dos días “he soportado en la población a su curita. ¿Acaso lo mandó usted? Porque Bernabé no necesita ya de él y nosotros tampoco… Bernabé ha muerto pero nosotros en cambio no ¡recuérdelo!; y voy derecho al asunto. Usted ya hizo lo suyo, ahora me toca a mí. Por última vez le exijo, entiéndame bien, que me entregue a ese maldito paisano o iré a sacárselo yo. También por última vez le ofrezco mi apoyo para asociarnos y explotar juntos nuestras tierras. Respecto a Blanca, quiero que sea mi mujer y no pararé hasta lograrlo… Tiene dos meses para pensarlo. Como socio y como yerno estaré a su lado para todo; como enemigo le voy a resultar bastante molesto. Por empezar le advierto que hasta que usted no me dé su palabra de aceptación no pasará por mis tierras ni una sola carreta suya, ni un solo hombre suyo. Esos caminos estarán cerrados desde hoy para usted. Atacaré sin piedad a quien cruce en su nombre los campos de la Compañía y esos campos llegan a las montañas y los bosques ¿lo sabe, no? Es inútil que venga el curita a visitarme. Durante dos meses estaré esperando su palabra. Hasta entonces. Sandoval.”

– ¿Qué opinas? -inquirió Lunder cuando su esposa hubo pronunciado el nombre de su enemigo. Pero ella se había sentado casi desfallecida sobre el lecho.

– ¡Es terrible! -exclamó al fin-. ¿Qué irá a ocurrir, Dios mío?

– Como amenaza significa que el camino a Comodoro o Colonia Sarmiento hay que hacerlo por el San Bernardo, cosa imposible hasta el verano. Sandoval, dueño del Paso, nos tiene como contra una pared… pero lo peor es lo que se refiere a Blanca.

– ¿Desde cuándo tiene tanto interés por ella? -se preguntó Frida sintiendo renacer su reserva ante la actitud de su hija en la noche que la sorprendiera regresando del paseo inexplicable.

Lunder contestó vacilante.

– Desde cuándo maldito si lo sé; pero ya me habló de ello el día que peleamos aquí mismo…

– ¡Ah!…

– ¿Por qué me preguntas eso? ¿Crees que Blanca pueda sentir algo por él?

– Si siente algo por él o no, no podría decirlo, pero que ella oculta algo, sí. Blanca sabe callar muy bien cuando quiere.

– ¿Qué imaginas tú? -preguntó extrañado Lunder.

– Que Blanca esconde algo, naturalmente; tú no lo has notado porque desde tu pieza se te escapan muchas cosas, pero ella está muy cambiada últimamente -aseguró Frida.

– Supongo que la habrás hablado… -dijo Lunder inquieto.

Frida se levantó y respondió paseándose nerviosa:

– No es tan sencillo, Whilem. Ya conoces a tu hija. Es terca cuando se empeña… He hablado con ella, pero sin ningún resultado…

– ¡Pues entonces nada más digamos de esto hasta no saber qué pasa! -exclamó el enfermo-. Mañana habré de averiguarlo personalmente…

Pero pasaría algún tiempo antes que el padre de Blanca hablase con ella como era su intención. Los cuidados del campo y su salud, tan quebrantada últimamente, le habían arrebatado mucha de su decisión, y fueron pasando los días sin realizar su propósito.

– ¡Ojalá sea así! y te diré que casi sería una solución que aceptase a Sandoval. ¡Si realmente la quiere todo puede arreglarse al fin! Ella va necesitando un hombre a su lado y aquí no hay otro mejor… así es el lugar que a ti te encanta…

– No faltan hombres honrados, cosa que jamás llegará a ser ese canalla de Sandoval… -replicó con energía Lunder-. Y no te alarmes demasiado por lo que Blanca pueda hacer… Nos quiere mucho y hará siempre lo correcto. En ese sentido no me preocupo… tengo fe en ella.

4

En aquella misma hora y bien lejana por cierto de imaginar la pasión de Sandoval y el dilema de sus padres, Blanca vivía su misterioso romance teniendo a la noche por amable cómplice. Habituada desde la cuna a los serenos fríos de las noches patagónicas, buscaba junto a Llanlil, ambos envueltos en los ponchos cuyos amplios pliegues les daban aspecto de togas, el recodo del río sosegado, donde el rústico asiento improvisado con un tronco caído, les ofrecía refugio para sus interminables coloquios. Marchaban en su busca sobre la nieve apenas licuada que, bañada por la luna, devolvía una claridad lechosa y fantasmal. Sobre sus cabezas el cielo en parte invadido de nubes bajas, resplandecía como siempre en su multitudinario centelleo de estrellas. Hacia el sur, las cuatro gemas encendidas de la cruz homónima, fulguraban cual si la luz tocase tímidamente la obscura línea del lejano horizonte, donde el mundo se hundía entre los hielos eternos del polo, absorbiendo ávidamente su chisporroteo sideral.

– Llegamos, Llanlil -dijo Blanca, sintiéndose levemente fatigada por la caminata-. Cansa andar sobre la nieve ¿verdad?

– Tal vez -respondió él-. Sin embargo, a mí me gusta… cubre la tierra como si fuera un gran quillango blanco. Además se me parece…

– No te entiendo.

– Es fría por fuera, pero la sangre de la tierra corre alegremente bajo su abrigo, ¿No ves cómo en primavera devuelve más rojas las flores y más verdes las praderas?

– Eres un poeta, Llanlil… -dijo ella.

– Ahora soy yo el que no entiende.

– No importa. ¡Ven! Siéntate junto a mí. Así, de pie me intimidas. Pareces el genio de la raza ¿cómo se llama?… que arrebata a las doncellas alejadas de la ruca de sus padres…

– Pillán… ¿De verdad crees en las historias que te cuento?

Blanca respondió simplemente.

– ¿Por qué no? Mis padres vienen de una tierra llena también de leyendas mágicas. Ellos no las toman muy en serio, por supuesto.

Llanlil meneó la cabeza y respondió con gravedad.

– Hace mucho tiempo, antes que llegaran los blancos los abuelos contaban viejas historias; ahora mi gente ya las “ha olvidado…

– ¿Y cómo entonces tú sabes tantas?

– Ríete si quieres, pero las aprendí con los blancos de las misiones… ellos las escribían en libros y allí quedaban prisioneras como arañitas de los bosques.

– Roque también sabe historias muy bonitas -afirmó Blanca- y las cuenta muy bien…

Quedaron en silencio, mirando al río que cantaba entre las piedras. Las aguas heladas arrastraban en su corriente láminas de escarcha que se deshacían a veces al chocar contra las rocas. El río había descendido de nivel y en las orillas asomaban las raíces de los árboles que inclinaban sus ramas secas como dedos descarnados queriendo atajar el paso del agua.

Blanca se oprimió contra el hombre, murmurando:

– Llanlil, ¿qué haremos? Mi madre sospecha de mí.

– Tú lo sabes, Huanguelén. Deja que hable con el padre… él me comprenderá y nos ha de ayudar.

– ¿Y si no ocurre así? ¿Y si pretenden separarnos?

– Si no dejas de quererme, Huanguelén ¡que hagan lo que quieran! -dijo Llanlil resueltamente-. La pampa es grande y tendrá un lugar para nosotros. ¿O es que el miedo te hace temblar ahora?

Blanca contestó con el único lenguaje que el enamorado no rechaza jamás. Alzando su rostro hasta el de Llanlil selló la boca enérgica con un beso apasionado. En los ojos de él brilló el fuego de su temperamento cálidamente viril y contestó a la caricia oprimiendo los suyos ávidamente contra la boca fresca de la muchacha. Toda inquietud desapareció en los dos dando paso a los impulsos del sentimiento. Esfuerzo le costó a Blanca volver a la calma y urgir a Llanlil a regresar. Como les ocurriera en otras ocasiones, nadie los vio acercarse y los amantes recorrieron la alameda sumergidos en ese íntimo diálogo en que los ojos dicen las inefables palabras sin sentido aparente, pero que han movido a la humanidad a través del dolor y de la muerte, para obtener al fin la renovada victoria encerrada en un breve chispazo de amor, como una centelleante manifestación de la vida. Luego se separaron y Llanlil, incapaz de esconder en la obscuridad limitada de un cuarto la gloria de los besos que todavía ardían en su boca, volvió sobre sus pasos, internándose en la alameda.

El campo helado, la nieve fulgurante, el cielo estrellado y las aguas del río cantando suavemente entre las piedras, hablaban para Llanlil con voces cargadas de ancestrales recuerdos. El alma de las mesetas hurañas se mostraba en noches claras de luna y él sentía repercutir en su corazón la inexpresable música de la tierra, escrita en el pentagrama que el inmenso ojo lánguido derramaba desde el cielo. La lacia cabellera partida en dos alas negras de Llanlil, reflejaba la pálida claridad, pintándole tonalidades casi azules. El sentía la felicidad recorrerlo como una dulce embriaguez y movía los labios sin pronunciar palabra alguna. Nada podía turbarlo ya, ni siquiera la imagen de Bernabé ensangrentado sobre la meseta. Ni el recuerdo de sus ojos vidriándose a cada débil pulsación de la sangre. Ni el temor del precio que quizás habría de pagar por aquella muerte; nada podría ya turbarlo, pero sin embargo le pareció que las huellas de sus pasos y los de Blanca desdibujándose en la nieve eran un presagio. Apretó los puños y dejó de caminar.

5

También el padre Bernardo advirtió aquella mañana las “huellas de los pasos en la nieve, nítidamente fijados por la helada sobrevenida a la madrugada. Bajo la trasparente película, las señales escondían su mensaje enmudecido.

Las estuvo observando muy intrigado; las siguió hasta el recodo del río y volvió a seguirlas frente a la casa de Lunder, donde eran las de una sola persona. El descubrimiento pareció preocuparle vivamente, pues repetidas veces efectuó el mismo recorrido, hasta que el sol lentamente fue desliendo las pisadas. Sus pensamientos lo absorbieron de tal modo, que olvidó el trascurso del tiempo y las miradas de extrañeza de la gente que iba y venía ocupada en los trabajos de la estancia. Fue necesario que María lo llamase con insistencia para sacarlo de su abstracción.

– Pero, padre, ¡el desayuno se hiela! -lo regañó la muchacha.

– Voy, voy… -dijo él, sin abandonar su aire ensimismado.

En la espaciosa cocina lo aguardaban Frida y Blanca.

– Buenos días, padre -lo saludaron las mujeres. El misionero contestó al saludo afablemente y se sentó en la mesa, donde humeaba la leche en sólidas tazas… En unos platos de antigua porcelana flamenca, se hallaban distribuidos pequeños panecillos caseros y manteca salada, al gusto de la dueña de casa. Un pote de exquisito dulce de manzanas del norte, invitaba a saborear el alegre desayuno.

El padre Bernardo miró rápidamente a Blanca, sentada enfrente, y se sorprendió de la novísima expresión de su cara. Parecía ausente y sin embargo cálidamente embellecida. Vivos colores subían a sus mejillas y las leves ojeras que sombreaban sus ojos casi celestes, eran acentuadas por los resplandores dorados de la cabellera abundante cayendo en cascada sobre los hombros.

“¡Sólo emociones muy de la tierra le pueden dar esa expresión de total hermosura!” -pensó el misionero con inquieta certidumbre… Pero, ¿quién será él?

A pesar de su discreto examen, Blanca sorprendió su mirada e inclinó la cabeza enrojeciendo como si su secreto hubiese sido descubierto. Felizmente Frida vino a rescatarla de su confusión.

– ¿Pensó alguna vez, padre Bernardo, en pasar el invierno en mi casa? -preguntó Frida, tendiéndole una segunda taza humeante.

– Los designios de Dios son inescrutables -contestó el misionero-. Pero realmente y acercándonos un poco a la tierra, siempre anhelé vivir una experiencia semejante. Creo que, secretamente, mi corazón deseaba algo similar.

– Eso me alegra -exclamó Frida-. Nunca me hubiera perdonado haber trastornado sus planes -agregó después pensativa.

– Tenerlo entre nosotros es una alegría inolvidable -añadió Blanca, mirándolo en sus claros ojos.

– ¿Realmente? -preguntó él, ligeramente irónico.

– No comprendo -dijo Blanca intrigada.

El padre Bernardo respondió con suave entonación:

– Siempre creí que a la juventud no le atraen las sotanas y menos por aquí… claro; es la opinión de un viejo que desconoce el mundo.

– Usted bromea, padre -contestó Blanca sonrojada-. No sólo conoce muy bien al mundo, sino que sabe leer en el alma de la gente mejor que cada uno lee en sí mismo. ¿Me equivoco acaso?

– En todo caso es mi deber, o mi oficio -afirmó el padre-. Las almas necesitan a veces quien interprete sus propias experiencias para encontrar solución a sus problemas a condición de que verdaderamente deseen tal solución… Las estrellas a veces no bastan -agregó significativamente.

Blanca sostuvo su mirada valientemente y con gravedad repuso:

– En ocasiones entre el dolor, la angustia y el temor de los demás, se necesita más coraje para callar lo que el corazón quisiera gritar alborozado, que desbordar el sentimiento que lo ahoga.

Frida miró a su hija sorprendida. El padre Bernardo quedó francamente admirado de la vehemencia de la protesta. Repentinamente comprendió lo prematuro de ahondar en los sentimientos de la muchacha y procuró desviar la atención de las dos mujeres, llevando la conversación por otros caminos.

– Dígame, señora -interrogó a Frida-. ¿Cómo se encuentra hoy don Guillermo?

– Rabiando -contestó por ella María, que entraba en ese momento con la bandeja del desayuno de Lunder casi intacto-. Casi no come, pero en cambio desde temprano anda secreteando con el capataz y don Pedro…

– Realmente me preocupa Whilem -dijo Frida levantándose-. Con todo lo ocurrido últimamente sus nervios parecen prontos a estallar. Voy a verlo… con permiso, padre.

– Vaya usted, señora… luego iré yo también -dijo el misionero.

Blanca ya de pie se disponía a salir, cuando el padre Bernardo la detuvo con un gesto, agregando:

– ¿Me dejas, muchacha?… Ven, quiero contarte algo. Ella obedeció. Estaba esperando algo parecido e instantáneamente comprendió que el momento había llegado. Ocupó nuevamente su lugar. María, que andaba revolviendo platos y tazas en el enorme armario, se volvió a mirarlos y luego salió dejándolos solos.

– ¿Sabes? -dijo el padre, deslizando las palabras suavemente-. Hace un ralo salí afuera y estuve siguiendo unas pisadas en la nieve endurecida… terminaban frente a tu pieza ¿es que paseas de noche acaso?

– A veces lo hago, padre- respondió Blanca titubeando. -Muy comprensible si lo haces sola y el sueño no viene a esos lindos ojos, como parece -comentó el misionero.- Pero alguien te acompaña ¿verdad?… Y no sé por qué, pero creo adivinar quién es…

Blanca sentía un temblor recorrerle el cuerpo, pero procuró ocultar su turbación y calló esperando las palabras del religioso. Ante él sabía que no podría negar la existencia de su íntimo secreto.

– Te invito a caminar -declaró él de improviso-. Vamos a ver los hermosos caballos ¿quieres?

– Como usted quiera, padre -dijo la muchacha, pero fue necesario que el padre la tomase del brazo para que ella se levantase. Salieron, y el débil sol del invierno bañó con reflejos de cobre los cabellos de Blanca. La mañana era fría, pero sin viento. En el filo de la meseta la nieve reverberaba despidiendo la luz como si diminutos cristales fueran heridos por el sol. Caminaron todavía en silencio hasta llegar a los corrales. Bajo la alameda, el padre Bernardo dijo con suave firmeza:

– ¿Quién es? ¿Por quién o para quién sales de noche, desafiando el frío intenso o cualquier testigo malévolo?…

– Llanlil es mi acompañante -dijo ella al fin.

– ¿Llanlil?… No sé por qué, pero lo imaginaba -comentó el padre Bernardo y la declaración, así como el tono de la misma, significaron para Blanca un inesperado alivio.

– Ese muchacho vale mucho verdaderamente -estaba diciendo el padre-. Pero, ¿has pensado en las consecuencias de tu acto? ¿Te quiere él? ¡Son tan extraños ellos a veces!

– ¿Por qué son extraños? ¿Son acaso mejores esos hombres duros, despiadados, ambiciosos, que pueblan las mesetas y atropellan cualquier derecho ajeno?

– ¡Cuidado, Blanca!… tu padre es uno de esos hombres y que yo sepa es respetuoso de la ley y muy humano. ¿No lo crees así?

– Sin duda y usted sabe que no me refiero a él o a quienes son como él. Llanlil no es extraño ni a mis sentimientos, ni a mis creencias y ciertamente es mejor, y más bueno y noble que muchos blancos. ¡Sólo una circunstancia de nacimiento, que no prueba nada, lo hace extraño a los ojos de los otros! Pero usted sabe bien, padre, que siempre el vencido es subestimado por los conquistadores, Es otro modo de vivir y tal vez ni eso siquiera… ¡ah! y el interés de ignorarlos ¿no es verdad?

– ¡Bravo problema te ha suscitado esa simpatía, querida niña! -exclamó el padre pensativo.

– Es algo más que simpatía, padre -lo contradijo ella con calor-. Es amor. Amor de los dos que está más allá de la comprensión de los demás… blancos o no blancos.

– Sí, claro… claro… no será la primera vez ni la última que ocurra -dijo el religioso admirado ante la revelación, procurando centrar el insólito suceso en sus justos límites-. Pero debes comprender, hija -añadió- que tal como están las cosas, la verdad va a provocar una extraordinaria conmoción en tu casa.

– Es cierto ¡pobre mamá, siempre tan reacia a las cosas de esta tierra! En cuanto a papá, si no fuera por su enfermedad y los problemas que lo preocupan, lo sé capaz de comprenderme…

Habían pasado los corrales y si Mordiscón, el fiel caballo de Blanca, hubiera podido comprender, se hubiera escandalizado ante la indiferencia Musitada de su ama hacia él. Pero Blanca, erguida y ágil en sus ropas ceñidas de piel y el anciano ligeramente encorvado pero fuerte, caminaron ensimismados yendo hacia la meseta del este, donde la nieve se acumulaba al pie del faldeo.

Allí los sorprendió un grupo entusiasta de peones, por entre los cuales saltaban alegremente los perros lebreros. -¿Qué hacen? -preguntó el padre Bernardo. -Están cazando liebres. Venga… -respondió Blanca. En efecto, los peones se dedicaban a una distracción singular. Los perros, especialmente adiestrados, husmeaban entre las matas y las rocas del faldeo; se introducían en las numerosas cuevas y delante de ellos huían alarmadas las hermosas y grandes liebres patagónicas. Entonces ocurría lo imprevisto para los aterciopelados roedores. Los peones formaban, junto con otros perros, un móvil y extenso cerco que cerraba el paso de los animalitos. Poco a poco eran empujados hacia una esquina del cerro, donde la nieve acumulada tenía un grosor considerable. Allí los saltos de las liebres, perdían elasticidad y a medida que se internaban, sus movimientos se volvían más y más torpes hasta detenerse completamente. Los aterrorizados animalitos se agitaban inútilmente en la imprevista trampa y sus ojos, como redondas cuentas de cristal, veían acercarse a los perros excitados, seguidos por los cazadores. La muerte les llegaba rápida y certeramente. Sus débiles cabezas no resistían el golpe de los taleros y ni siquiera el zarpazo de los perros. Numerosas piezas cobradas certificaban la bondad del sistema.

El misionero y Blanca, atraídos por el espectáculo, olvidaron sus preocupaciones. Lejos, viniendo del río, Llanlil se acercaba también a reunirse con el grupo. Era mediodía y el sol alcanzaba su máxima intensidad, derritiendo a medias la nieve. Pequeños arroyuelos se deslizaban entre las piedras, y el declive llevaba las aguas hacia los menucos que orillaban los numerosos brazos del Senguerr.

El padre Bernardo se volvió y dijo a Blanca que miraba hacia el río:

– Bueno, muchacha; ni una palabra a tus padres todavía ¿comprendido?