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CAPÍTULO XIV

1

El enorme carretón tirado por la recua heterogénea de muías y pequeños caballos, avanzaba por la picada que lleva del Paso al Ensanche, como un pesado y grotesco barco sobre un mar de nieve. El viejo y remendado toldo, con más cueros añadidos que lona, ondulaba en jirones. Detrás del vehículo, los caballos auxiliares trotaban unidos por sogas, espantando a los perros que saltaban atropellándose entre sus patas.

Hasta donde alcanzaba la vista (y desde el altísimo pescante la visual era dilatada), no se veía más que nieve y duras matas achaparradas. Los ocupantes del carretón eran tres: un viejo de cabellos grises que escapaban en mechones bajo el rústico y sucio gorro de piel; un obscuro mocetón que mascaba, imperturbable, tabaco en cuerda, escupiendo la amarga y espesa saliva sobre la nieve, y entre los dos se aburría el tercer personaje: un muchachito delgado, que miraba sin asombro alguno la extensión blanca con sus ojos renegridos y ardientes. Con los brazos cruzados por debajo de su deshilachado ponchito de lana, precozmente parsimonioso el gesto, guardaba una inmovilidad indiferente. Tenía frío y hambre y pocas ganas de hablar. De tanto en tanto, para desentumecerse, pateaba con energía contra las duras tablas del carro.

El carretón era un almacén rodante y aquellos tres personajes sus propietarios y dependientes. El viejo iniciaba su viaje en Comodoro Rivadavia y luego de visitar los pobladores lindantes al paralelo 46, se llegaba hasta el lago Buenos Aires, para después, describiendo un semicírculo de muchas leguas, cruzar el Guenguel, arribar al Paso, seguir por el Ensanche, visitar Colonia Sarmiento y regresar a Comodoro por el lado opuesto. Durante el largó itinerario, realizaba toda clase de transacciones comerciales: salía repleto de comestibles, telas, ropas, municiones, armas y amén del intercambio en metálico, recibía en trueque pieles de zorro o de liebres, pequeñas partidas de lana, cueros, y en ocasiones menudas bolsitas de oro lavado o en pepitas, oro extraído por solitarios buscadores auríferos de los arroyos helados de las montañas. Pero el ciclo comercial no terminaba con el regreso. La mujer del viejo regenteaba en Comodoro una casa de comida, donde los primeros obreros de los pozos dejaban crecidas sumas a cambio de un guisote caliente y un vaso de vino. A la fonda ingresaba el producto de cada viaje y el comercio proseguía incesante y activo en la nueva población.

Tal vez ni el mismo viejo imaginara que diez años después, aquella combinación lo convertiría en acaudalado comerciante, dueño de campos y flotas de carros. Pero cada giro de las ruedas de su destartalado vehículo lanzaba hacia el futuro un mensaje de riquezas y de poder. En el presente él y sus hijos tiritaban de frío mientras vigilaban el horizonte con las carabinas al alcance de las manos, prontos a defender su mercancía e incluso sus vidas de la rapacidad de los indios o la inclemencia de los salteadores de caminos; hombres desesperados a quienes poco les importaba dejar tendido a otro al borde de una huella de piedras lamidas por el viento.

– Viejo -dijo el mocetón sin dejar de mascar tabaco -hay que apurar… o no llegaremos al Ensanche con luz.

– Prefiero llegar sin luz a romper una rueda -afirmó el viejo.

La sola idea de romper una rueda desagradó al hijo del comerciante, que apretó los labios y se quedó contemplando con aprensión la meseta.

– ¿Tienes frío? -preguntó el viejo al menor de los muchachos.

– Algo-, respondió éste lacónicamente.

– También usted… supongo que hasta la primavera no volverá a salir -intervino el mayor.

– Sí. Este invierno viene muy nevador…

El muchacho miró a su padre y comentó:

– Si el invierno sigue así, tendremos buenas pieles de zorros y chinchillas… ¿no es cierto?

– Aja… ahora que se arriman los barcos son muy buscadas. En Buenos Aires y Punta Arenas empiezan a gustar las pieles.

– ¡ Buenos Aires!… -repitió el muchacho abstrayéndose. ¿Cuándo podría él conocer la ciudad maravillosa que se miraba en el río perezoso? ¿De qué le servía que su padre juntase plata, si todo el año trabajaba como un esclavo? Miró las seis parejas de muías y caballos que tiraban del carro y calculó con rabia todas las correas, bozales, hebillas, arneses, sogas y cadenas que tenía que manejar cada amanecer y cada crepúsculo, para uncir las bestias al carro o libertarlas. Pensaba en el frío que le agarrotaba los dedos en la dura tarea; en el sudor de los animales y el olor de los cueros pegándose a su cuerpo, que no sabía ya cómo era a fuerza de vivir como un salvaje, envuelto en ásperos chaquetones y durmiendo con las botas puestas y el revólver al lado de su cabeza. En cambio, en Buenos Aires, al menos así decían los viajeros y lo confirmaban las postales del 1900 que le regaló un marinero, los muchachos de su edad, magníficamente trajeados, escoltaban a las doncellas de talles increíblemente breves y atrevidos escotes, por donde asomaban las huellas tímidas y cálidas de las sedas y el rosado de la carne. Graciosas figuritas bronceadas por un sol generoso y suavemente perfumadas que arqueaban los brazos con la señorial distinción con que los cisnes negros de los lagos curvaban sus cuellos desdeñosos. A Comodoro comenzaban a llegar las primeras chicas de dudosa filiación que alegraban, desde más dudosos tabladillos y cafés, a los atareados pobladores del lugar, y si estas mujeres eran hermosas ¡cómo serían las otras, las verdaderas porteñas, de pestañas como atardeceres y languideces enervantes! Plata… plata… él necesitaba ser rico para ganarse el derecho a disputar a aquellos mocitos peripuestos las maravillosas mujeres porteñas. Mientras tanto el zangoloteo del carromato, del que salía el tufo de los cueros amontonados era la dura realidad y el rústico presente. Furioso escupió el tabaco mascado sobre la nieve del camino y se paró en el pescante oteando la meseta que se extendía a su frente. Sobresaltado alcanzó a ver allá lejos, en un cañadón del norte, unos bultos escondiéndose entre las matas de calafates.

– ¡Indios! -gritó excitado.

Su padre y su hermano se levantaron instantáneamente.

– ¿Dónde? -preguntó el menor apretando el brazo de su hermano.

– Por allí… -señaló el mocetón.

– Y bueno, indios… hay unos cuantos por aquí -sentenció el viejo volviendo a sentarse y sacudiendo las riendas del tiro. La tropilla se estiró ante el reclamo, iniciando un trote parejo y rendidor.

– No me gustan los paisanos cuando se esconden -le dijo el muchacho examinando su remington mientras su hermano se empinaba para observar los alrededores.

– Ya falta poco -lo tranquilizó el viejo, pero calculó con cierta inquietud el resto del camino y la luz del sol. No era muy agradable ser sorprendido por la noche en las mesetas, con paisanos hambrientos rondando el carro y los caballos.

– En el Paso hablaron de ellos ¿se acuerda viejo?

– Deben ser ésos y si la Compañía los echa a las pampas andarán desesperados… me parece que realmente don Lunder va a tener trabajo con ellos este invierno.

– Algo ocurre entre los pobladores y la Compañía ¿No le parece? -siguió diciendo el hermano mayor-. En el Paso alcancé a escuchar ciertos comentarios nada tranquilizadores…

– Tené en cuenta que la muerte del capataz, o lo que fuera ese Bernabé, los tenía bastante revueltos. ¡Debe ser cosa seria ese indio que lo mató! Mano a mano y a puro cuchillo fue la pelea…

– ¡Cómo me hubiera gustado estar! -exclamó el menor entusiasmado.

– ¡Bah, bah!… Nosotros somos comerciantes y cuanto menos nos veamos metidos en asuntos ajenos, mejor irán los nuestros -repitió secamente su padre.

– Sí, claro, a usted no le interesa más que la plata ¡eh, viejo! -rezongó despectivo el mocetón, y haciéndose el desentendido achicó los ojos mirando la lejanía.

El hombre miró a su hijo con enojo, pero después se echó a reír despacio. La risa le inflaba los carrillos cubiertos de barba rala y le levantaba los labios dejando ver sus escasos dientes manchados. Dejó pasar un rato en silencio y luego dijo:

– Poco sabes de estas cosas, a pesar de los años que llevas entre las gentes de las costas y las mesetas. Yo soy viejo, como ustedes dicen, y he aprendido mucho… ¿Los pobladores necesitan cosas? Pues las llevo, me pagan y ¡allá ellos con sus líos! El conflicto entre las grandes compañías estancieras, los pobladores chicos y los indios es viejo también, y ninguno afloja…

– Pero la pagan los indios. ¿No es cierto? -replicó el hijo.

– No siempre. Vos sabes que el gobierno, cuando necesitó poblar estas tierras, las dio a los grandes estancieros o a sus testaferros casi por nada, como una forma de asentar su dominio y evitar la entrada de nuestros vecinos del otro lado de la cordillera. Los que vinieron después tuvieron sus inevitables conflictos y tampoco quieren ceder en sus derechos. El indio no cuenta. Ni el gobierno se preocupa mucho por ellos ni los pobladores. Además los propios interesados no quieren trabajar y dentro de poco tendrán que resignarse a morir. Cada vez que les han dado algo de tierra y ovejas se las han comido…

– ¡También! Les dan cada pedregal que ni los piches viven en ellos…

– ¿Y a nosotros que nos importa? -preguntó irónico el viejo azuzando la recua.

– Sí, ¡muy bonito! -rezongó el mocetón-. Usted dice eso… pero debe ser de ahora, porque cada vez que hubo líos ¡ahí estuvo metido!

– Con los años se aprende, muchacho… Yo quiero comerciar y nada más… ya no tengo veinte años para empezar de nuevo -terminó pensativo el viejo.

2

Por el oeste el sol palidecía cada vez más, mientras las nubes casi permanentes en invierno iban cubriendo el cielo. El paisaje se tornaba plomizo y la naciente obscuridad parecía agrandar el perfil de las matas, que, sobre la nieve, semejaban hombres acuclillados envueltos en ponchos grises. Algunos pájaros de pecho rojo brillante aparecían en las matas próximas para perderse en seguida en sus refugios. El frío era cada vez más intenso.

Cuando el carretón llegó al declive donde nacía la picada de Lunder, la obscuridad envolvía el valle, y las casas con sus dependencias flotaban en una niebla grisácea que esfumaba los detalles. Ante los viajeros, allá abajo, el río se deslizaba plácidamente. El viejo detuvo el carretón y el hijo mayor, como quien desde un barco trasborda a un chinchorro, montó en un caballejo obscuro, que trotaba a su lado. Descender con tantos caballos de tiro y un vehículo pesado como aquel, exigía pericia y trabajo duro, pero ello era parte de su oficio.

La vista de la población tranquilizaba y alegraba; ahora era necesario sujetar el impulso del carro para no salir rodando por la ladera en algún recodo del sendero. Media hora después aún continuaban descendiendo. Lentamente el carretón era frenado y los caballos sostenidos firmemente con las riendas de cuero que parecían quebrarse, tanta era la tensión a que estaban sometidas.

– ¡Uff! Listo… -dijo el viejo aflojando los frenos. Estaban en el valle. Frente a ellos el vado del Senguerr ofrecía su paso fácil y seguro, pero en la otra orilla un gran manchón de nieve y barro se extendía un par de cuadras.

– ¡Viejo! -gritó el muchacho, metiéndose con su caballo en el agua. ¡Salga con todo o se queda peludinado en la orilla!

– ¡Allá voy! -contestó el padre, y a un mismo tiempo el comerciante y el muchacho desde el pescante, apuraron a las bestias con gritos y rebencazos, lanzándolas impetuosamente hacia adelante. Las altas ruedas giraron en el río mordiendo las piedras y haciendo balancear peligrosamente el vehículo. El mocetón desde su cabalgadura hizo lo mismo y el río fue cruzado en un momento, pero apenas pasados unos metros, perdido todo impulso, el carretón se hundió en el barro casi hasta el eje.

– ¡Ca…jo! -bramó el viejo furioso. Una hora más tarde todavía luchaban con el barrial. Sólo después de endurecer todo el terreno con recortes de zampa, la dura gramínea que verdeaba en las cercanías, y atar a las ruedas gruesas sogas tiradas por los caballos de repuesto lograron desencajar el vehículo y al fin llegaron a la casa de Lunder, extenuados y sucios de pies a cabeza. Juan y algunos peones que los habían ayudado, se reunieron con ellos en el galpón donde ya ardía el fuego para el asado. A medianoche el silencio y el descanso envolvían a todos en la población, y el enorme carro frente a la casa dibujaba su silueta maciza como un barco llegado a puerto.

3

– ¿Y qué se dice por el Paso? -preguntó Ruda al mocetón que mateaba con él cerca del fuego al día siguiente, mientras su padre instalado en el carro, efectuaba su comercio rodeado de peones de rostros impasibles y Frida, Blanca, María y algunas mujeres de los peones, excitadas por la exhibición de telas y tejidos, discutían con el viejo las bondades de su mercancía, pasándose de mano en mano las prendas más codiciadas. El viejo charlaba contento con todos y a todos les vendía algo. Las botellas de ginebra y aguardiente pasaban rápidamente de sus manos a las de los pobladores y volvían convertidas en pesos a la bolsa del viejo. De lejos Llanlil contemplaba a Roque que, invirtiendo los términos, ofrecía al comerciante el fruto de su trabajo en pieles y cueros; maneadoras trenzadas, cestillos, zapatos para chicos, tabaqueras. Nadie pensaba aquel día en trabajar. La llegada del bolichero ambulante era un acontecimiento de la mayor importancia.

– Algunas cosas curiosas -comentó el muchacho ofreciendo el mate.

– ¿Por ejemplo?

– Y bueno. Lo principal es que están rabiosos por la muerte de Bernabé; no por él justamente… sino por quien lo mató… Me parece que tendrán que cuidarse…

– ¿Te parece muchacho?… -interrogó don Pedro, mirándolo serio.

– En realidad lo que oí, por casualidad, ¿sabe?, no era muy agradable. Según pude enterarme van a venir armados a llevarse al indio, por las buenas o las malas…

– ¿Ah, sí?… Me lo imaginaba y los estamos esperando.

– Tengan cuidado, ellos son ladinos y van a echar mano de los mismos indios para cargarles la responsabilidad. -¿Oyó eso? -preguntó Ruda al padre Bernardo que se acercaba. El anciano negó con la cabeza.

– Dónde estás tú se pueden oír las cosas más extraordinarias -bromeó-. ¿De qué se trata?

– ¡Ah padrecito!… No es ningún invento mío, se lo aseguro. Este valiente mozo me contaba los rumores que corren entre la gente del Paso… -¿Y bien?…

– Pues que pretenden arrancarnos a Llanlil, valiéndose de cualquier medio.

– Así es… -corroboró Santiago, que así se llamaba el hijo del cambalachero, agregando de pronto-: Y dígame don… ¿aquél es Llanlil?

Ruda miró por sobre el hombro del muchacho hacia donde Roque explicaba a Llanlil el resultado de sus negocios. Llanlil, cruzado de brazos, con la cabeza descubierta, el lacio cabello renegrido sujeto con una cinta, la küka estilizada, a modo de vincha, la chaqueta de cuero ciñendo el amplio tórax, pantalón de paño y botas a media pantorrilla, resplandecía, bajo el sol apacible de la mañana, con una singular expresión de serenidad y fuerza. Casi sonriente su rostro severo, desprovisto de barba y que, a los rayos del sol, tenía reflejos de cobre. Santiago comprobó admirado y con algo de resentimiento que aquel indio no tenía nada de salvaje y sí, en cambio, aventajaba a todos ellos en apostura y pulcritud.

– El es -confirmó don Pedro Ruda, satisfecho de su muchacho.

– ¡Diablos! -silbó casi Santiago-. ¡Qué tipo! Francamente nunca vi cosa igual… -y miró con juvenil desolación su propia facha de bandido, desgreñado y todavía moteado de barro.

También el padre Bernardo contempló complacido al reche criado en las misiones. Personalmente sentía una especial predilección por aquel hijo de la tierra, aumentada desde su conocimiento del amor entre Blanca y él. Comprendía lo difícil de la situación de los dos, y su buen corazón anhelaba su feliz término para el singular romance.

Llanlil, ignorante del examen a que era sometido, escuchaba pacientemente el largo discurso del viejo baqueano.

– Bueno, hijos, los dejo… don Pedro, esta noche es conveniente hablar con nuestro enfermo sobre lo que dice este joven… Tengo cierta idea al respecto.

– Está bien -contestó Ruda, y siguió preparando otro mate.

El padre Bernardo pasó entre los grupos que comentaban sus compras y saludó con un gesto a Llanlil de lejos y a Blanca que junto a su madre y María, revisaban percales y paños diversos.

– ¡Adiós, padrecito! -le dijeron al pasar las mujeres y el buen anciano sonrió agradecido.

Se fue caminando despacio por la alameda. Pensaba y sus pensamientos iban tanto hacia los problemas de Lunder, como a los de Blanca y Llanlil, y en menor grado hacia los propios en los que el ejercicio de su ministerio ocupaba parte principal. En verdad la estada en la población satisfacía su antiguo anhelo de misionero y estudioso. Al fin podía vivir íntimamente la existencia del campesino de las mesetas, valorar sus esfuerzos y ganar algunos corazones, tarea grata al suyo y necesidad de su misión, pues comprendía con pesar que la dura vida de aquella gente comportaba el mayor enemigo moral que pudiera preverse. Soledad, viento, trabajo agotador, carencia de afectos y lazos de cultura, alejaban más a los pobladores que leguas de desierto.

– El desierto no es tal… -pensaba el anciano-. El verdadero desierto reside en los corazones que se aíslan en lugar de integrarse… La Patagonia dejó de ser tierra vacía, puño cerrado y viento, guanacos galopando mesetas, lagos escondidos o bosques solitarios; pero en cambio la habitan seres muy diversos. El peligro es la falta de unidad de proyectos e ideales, la lucha por ganar dinero ensangrentando el suelo antes de regarlo con el sudor y el esfuerzo. El dramático acontecer es esta mezcla de razas que no quiere fundirse ni comprender la voz de la tierra… criollos, indios, americanos, extranjeros, fronterizos y contiguos, todos bajo una sola bandera, pero alzando muros inútiles para conservar sus privilegios individuales, su orgullo y su desprecio hacia el vecino.

– ¡Qué torpeza! -se dolía el padre, cavilando-. El extranjero cree que esto es suelo de conquista y pretende avasallar al criollo, explotándolo y subestimándolo. El poderoso achica leguas al débil y lo ahoga, aislándose a sí mismo, perdiendo el concurso de un semejante y el fruto de una leal colaboración. El indio, dolido y rencoroso, se aferra a un imposible recuerdo y se deja morir sin luchar con el trabajo. A pesar de todo, la vida continúa y el amor alumbra sobre el egoísmo y enciende su faro cálido de ternura…

– Llanlil y Blanca son sus símbolos; mi corazón lo presiente. Ellos solos libran su lucha. En el silencio y la soledad se aferran al amor para engendrar el futuro de la tierra. Hay en él el resplandor del bronce y en ella una claridad de espiga que se arquea escuchando la voz del tiempo que ya llega… el eco del bronce que agiganta el progreso por venir. Ellos y sus hijos, y los hijos de sus hijos, levantarán ciudades sobre la piedra, navegarán sus lagos, poblarán sus valles, ¡benditos valles argentinos que albergarán simientes generosas en el futuro que está naciendo ahora! ¡Y no lo advierten sin embargo! ¡No comprenden que la conquista por el amor ha de ser más fuerte que la conquista salvaje que todavía pretenden mantener!

Y el misionero, noble espíritu oteando el futuro, veía ante sus ojos abiertos realizarse su sueño, y le dolía la angustia del presente, el precio de sangre que otros pagarían, sin saberlo, por su sueño.

Un viento suave agitó los álamos del sendero y el sol brilló por la nieve, encendiendo cristales diminutos que herían los ojos, pero el padre Bernardo siguió, abstraído en sus pensamientos, su paseo, hasta llegar a la orilla del río. Siempre con igual expresión preocupada inició el regreso, aunque otras ideas más inmediatas ocupaban su mente.

4

Esa tarde habló largamente con el vendedor y su hijo Santiago. Los tres, a la vera del carro, vieron poco a poco apagarse el día y crecer el viento y el frío cortante. Don Ruda y Juan, ocupados en sus trabajos, los observaron con curiosidad mientras aguardaban sus indicaciones para reunirse con Lunder.

– Nuestro cura tiene algún proyecto entre manos-dijo el español a Frida, cuanto ésta se les reunió en la cocina, cerca de la estufa.

– ¡El buen padre! -exclamó ella-. En realidad le hemos causado más molestias que otra cosa desde su llegada…

– ¡Bah… bah! -se burló don Pedro-. Le gusta meterse en conspiraciones… es su oficio.

– ¡Cállese, hereje! -protestó María, que lo estaba escuchando.

– ¡Zas!… Apareció mi sargento de guardia… ¿Ve, señora, quién empieza?… -terminó Ruda con una carcajada.

– Por lo que se pelean parecen novios. ¿No se estarán escondiendo algo ustedes también? -inquirió Frida, mirándolos entre severa e incrédula.

María enrojeció vivamente y dándose vuelta para esconder su rostro fue a ocuparse de los preparativos para la comida.

– ¿Novios, dijo usted? -preguntó Ruda, repentinamente serio-. Me parece que estoy medio viejo para amores… pero le aseguro que si ella se animase haría mi última prueba…

Frida, mirándolo con sus claros ojos celestes, que solían llegar hondo, murmuró:

– Por qué no, don Pedro… ¿por qué no?

Pero María, que salía a llamar a los visitantes y a Blanca, se mordió los labios viendo a ésta en compañía de Llanlil y Roque. El reche parecía señalar algo en dirección al río y su rostro bronceado se destacaba casi hermoso en los desvanecidos reflejos de la luz. Blanca tocó apenas su brazo en la despedida y él la siguió con la mirada firme sin advertir le presencia de María.

– ¡Vamos, niña! -dijo ella con voz enronquecida-.

Su mamá está esperando… ¡vamos!

– Sí -contestó Blanca, abrazándola suavemente por el talle.

María no pudo evitar que sus nervios mantuviesen la peligrosa tensión, pero Blanca, ensimismada en su propia felicidad, nada intuyó. En silencio entraron en la sala-cocina. Un peoncito las siguió portando una carga de algarrobillo cortado para alimentar el alegre fuego de la estufa. La concurrencia del comerciante y sus hijos ponía una nota de fiesta en la comida habitual.

– Con permiso -dijo al rato Santiago entrando seguido de su padre y el hermano menor. Alrededor de la larga mesa se ubicaron ya el padre Bernardo y Frida, mientras Blanca animaba con su franca sonrisa a los muchachos tímidamente torpes en aquel ambiente familiar. Santiago principalmente parecía deslumbrado por la figura encantadora y juvenil de Blanca, singularmente embellecida en la íntima fraternidad del hogar. El muchacho tenía además suficiente imaginación y ardimiento para realzar su propio juicio sobre ella. No todos los días tenía la suerte de estar tan próximo a la belleza de sus sueños. Por eso rabiaba interiormente de sus ropas desaliñadas y sus maneras torpes.

– Vaya… ¡que es todo un banquete! -exclamó el comerciante al promediar la comida.

– ¿Le parece? -replicó Ruda a su paisano-. Pues todavía falta lo mejor… los soberbios pasteles de manzana que ofrece doña Frida cuando nos portamos bien, ¡obra de arte de sus manos!

– No le hagan caso… -protestó ella-. Miente tan bien este hombre que lo van a creer.

– Es justicia, señora -corroboró muy serio el padre Bernardo. Santiago se atragantó sofocado mirando a Blanca que le preguntaba:

– ¿Cómo está Comodoro? Papá tiene muchos amigos allí.

El muchacho tardó en contestar. Se aturrullaba y los pensamientos resbalaban por su cerebro sin concretarse. María lo observaba divertida, escondiendo la risa.

– Este… pues bien, señorita. Está llegando mucha gente con el asunto del petróleo… sí… mucha gente. Cavan y cavan… aquí y allá, a veces no esperan y dejan todo sin terminar… es como si estuvieran algo locos.

El padre Bernardo, que lo escuchaba, preguntó:

– ¿Es cierto eso?

– Pues sí, señor -respondió por él su padre.

– Cuente, paisano… Aquí llegan tan pocas noticias -le pidió Ruda, y Santiago lo miró agradecido…

– Verán ustedes… Cuando yo llegué en 1903 a Punta Borja, a lo que es hoy Comodoro Rivadavia, acababan de abandonar la perforación del primer pozo que se hacía en busca de agua. Bueno, los pobres boers estaban francamente desesperados. Hacía dos años, desde que un tal coronel Ricciardi les entregara aquellas tierras, vegetaban en el pueblo sin agua; y menos mal que sus amigos de Buenos Aires, comprometidos en sus afanes colonizadores, entre ellos el almirante Aldao que los había traído, y el ministro Escalante, lograron el envío de otro grupo de perforadores; que si no, se van todos de aquel desierto. Así estaban las cosas, con poca o ninguna agua, cuando el año pasado, después de mucho pelearse entre ellos, el gringo Beghin recibió orden de continuar perforando. Era el 11 de diciembre, la perforación llegaba ya a los quinientos treinta y siete metros y ¡nada!… Los colonos vivían pendientes del dichoso sistema Fauk… Los técnicos callaban, aburridos de aguantar el viento y hartos de penurias. Esa noche el telégrafo trabajó sin descanso, pero recién al día siguiente se supo la noticia: ¡la perforación arrojaba muestras de arenas petrolíferas!

– ¡Bendita casualidad! -exclamó Ruda.

– ¿Casualidad? Puede ser. Pero el pueblo quería agua, no petróleo. De golpe Comodoro se conmovió como recorrido una fiebre de actividad. El 13 de diciembre se confirmó la existencia del petróleo. El gobierno envió técnicos en la materia. Llegaron los primeros especialistas y como un reguero los que tenían plata, con o sin conocimientos, empezaron a pedir tierras y levantar torres. El dislate…la gente se olvidó de su sed y el Vrek van dorst de los boers pasó a la categoría de recuerdo para la historia. -Eso cree usted -interrumpió Frida-. Nosotros no olvidaremos jamás, sería imposible, las penurias de nuestros paisanos ni las propias… Cuando Whilem supo en 1901 la llegada de aquellas diez familias a Punta Borja, como usted dice, nos arrastró desde Cabo Raso a reunimos con ellas; pero pronto comprendió su error y nos alejamos de nuevo. El nunca ha dejado de desear algo como esto. Sin embargo yo siempre recuerdo con pena los comienzos de mis compatriotas en tan duras circunstancias… ustedes no pueden imaginarse cuánto sufrimiento y cuánto coraje se encierran en esas casas que ahora, felizmente para ellos, han cobrado significación y recompensa…

La emocionada oración de Frida, dicha en su castellano deliciosamente enrevesado, aleteó entre los comensales, dejándolos un instante en suspenso. Ruda se atusó el bigote, el padre Bernardo se recogió en sí mismo conmovido. Santiago, confuso, escondió sus grandes manos y miró a su padre, que, el único entre todos, mascaba tranquilamente.

– Dígame, amigo -interrumpió el misionero-. ¿Conoció usted al padre salesiano Dabrowsky?

– Claro que sí… él bendijo el primer pozo de petróleo, que, justamente, lleva el número 2 y lo bautizaron Chubut.

– El padre Dabrowsky anduvo por aquí el anteaño catequizando a los tehuelches -aclaró entonces Blanca.

– Exacto, hija -dijo el padre Bernardo pensativo-. Ya ven -continuó- cómo la divina Providencia anuda en sus altos designios los hilos que nos mueven a nosotros, sus desamparadas criaturas. En la costa más estéril, en la triste soledad que rechaza el calor humano, se asientan un día unas pocas familias en busca de su destino y, en efecto, el destino les aguarda allí, pues bajo sus plantas, la sabia naturaleza ha acumulado enormes tesoros que su esfuerzo arrancará haciendo del páramo una ciudad del futuro… Pero dígame aún otra cosa: ¿sabe usted si está todavía el capitán Ruiz Moreno?

El padre de Santiago asintió con la cabeza.

– Está -afirmó después-. Y con él tiene un piquete de tropas que bajaron de Trelew, creo.

– ¡Ah!… -murmuró el misionero.

Ruda intervino entonces.

– Bueno, padre; si le parece vamos a ver al patrón… ¿Viene, capataz? -preguntó a Juan, que no había dicho una palabra.

– Voy, pues.

– Usted también, don Manuel.

– ¡Cómo no! -contestó el comerciante y los cuatro abandonaron la mesa.

– Hasta luego, señora… ya volvemos.

– ¡Vayan, vayan!… ¡Y ojalá lo distraigan un rato!

No imaginaba Frida que ellos no podían ofrecerle distracción alguna, pues muy serios eran los motivos de aquella conversación.

Alrededor del enfermo se reunieron los hombres, intrigados todos por saber qué plan había ideado el padre. Este extrajo de su bolsillo un grueso pliego que alcanzó a Lunder, diciéndole:

– Estimado don Guillermo; usted conoce de sobra cómo la situación con Sandoval y el conflicto que los separa puede desembocar en una tragedia. Don Manuel trae alarmantes noticias del Paso y yo, amigo mío, temo por ustedes y por ellos y presiento amargos sucesos…

– Lo sé, padre -interrumpió Lunder-. Pero, ¿cómo voy a entregarles a Llanlil?… ¡y aun eso no arreglaría nada!

– Si es por Llanlil -dijo el comerciante- puedo llevarlo conmigo a Comodoro.

– Llanlil no soportaría nunca ser arrancado de aquí… -explicó el padre Bernardo.

– ¡Ni yo puedo permitirlo! -exclamó Ruda-. ¡Es todo un hombre!

– Todos lo sabemos -dijo Lunder-. Pero… ¿se atreverá Sandoval hasta el crimen?

– Es muy posible… -continuó el religioso-. Está obcecado y para evitar cualquier desgracia quiero exponerles mi pensamiento. En esta carta le pido al capitán Ruiz Moreno, un cumplido y valiente militar a quien conozco, que gestione ante sus superiores en Rawson, la autorización de presentarse en la zona con su gente. El, con su intervención, pondrá un freno a Sandoval y protegerá a Llanlil. Junto con la carta, que explica lo ocurrido, debe usted agregar la relación sobre la muerte de Bernabé.

– ¿Usted cree? -preguntó Lunder pensativo.

– Es necesario. Ese caballero debe contar con suficientes antecedentes para intervenir -dijo el padre Bernardo.

– Perfectamente entonces -aceptó Lunder-. Mientras tanto, ¿qué haremos nosotros?

– Esperar y confiar en Dios.

– Y por si Dios se descuida, nosotros vigilaremos ¡eh, Juan! -dijo Ruda enérgicamente.

– Ah, don Pedro… ¡usted no cambiará nunca! -lo reprendió suavemente el padre Bernardo.

Ruda se encogió de hombros y dijo con áspera franqueza.

– Y qué quiere, padrecito… nosotros podemos confiar en Dios… ¿Y si don Sandoval no lo hace?

Lunder preguntó entonces al comerciante:

– ¿Llevará usted esos papeles, don Manuel?

El hombre levantó los brazos.

– ¿Puede dudarlo acaso? Sentiría un gran placer en que castiguen como merecen a esos forajidos ¡cuatro tiros habría que darles!… y usted perdone padre… Cuando oigo hablar de los famosos Blas Gac 1, los encuentro muy parecidos a esos con títulos de tierras… Claro que nunca pensé llevar mensajes de esta clase; pero si este gallego se ha metido ¿cómo voy yo a dejarlo abandonado?… ¿eh?

– ¡Así se habla! -exclamó Ruda recogiendo la alusión…- y hasta te perdono el agua con que aclaras el vino que nos vendes.

La conferencia había terminado y Juan apareció con una botella de ginebra y vasos. La cordial velada en torno del enfermo continuó hasta que Frida entró con gesto cansado interrogando a su esposo con la mirada.

5

Al día siguiente, cuando todavía entre los álamos no ensayaba su canto la calandria, ese ruiseñor de toda la pampa argentina, ni el pechirrojo punteaba de sangre los palos del corral, ya Santiago, con frío y con sueño, atalajaba las numerosas bestias de su carro, ayudado por dos peones, dos mestizos silenciosos y hábiles. Una hora más tarde retomaban el camino entre subidos a los caballos y despedidas de Ruda y Juan.

Santiago, galopando a la vera del carro, dio vuelta la cabeza hasta que la meseta le ocultó la casa. Vanamente ansioso esperó ver el rostro expresivo y cálido de una muchacha despidiéndolo, pero Blanca no apareció y él maldijo el apuro de su padre y, caso único, deseó que una súbita tempestad los obligase a regresar.


  1. <a l:href="#_ftnref9">1</a>Black Jack: Bandoleros norteamericanos que, refugiados en el Chubut, cometieron asaltos y crímenes a principios del siglo.