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CAPÍTULO XV

1

Ruda y María estaban solos en la gran cocina. -¿Qué anda haciendo por aquí tan de mañana, don Pedro? -preguntó ella intrigada.

– Busco yerba para la peonada… ¿y tú?

– Trabajo… ya lo ve.

Ruda la miró y riendo le dijo:

– María, es difícil ver nada donde tú estás, -¿Por qué, don Pedro? ¿Soy tan grande acaso?

– No digo eso ¡caramba! Es que… ¿sabes? Eres tan guapa que se te ve a ti sola… ¿Qué edad tienes, muchacha?

– Curioso el don… tengo varios… menos que usted se entiende-, y la muchacha reía también con la chanza-. ¿Encontró la yerba? Está ahí…

– Ah sí… la yerba. Dime, María; ¿no has pensado en casarte tú?

María se había puesto repentinamente seria. “Este español enamorado” -pensó entristecida. -Yo no, don Pedro… ¿Y usted?

– Algunas veces, muchacha… si quisieras, estamos muy solos y eso es malo…

– Vea, tengo mucho que hacer ¿sabe? -se escurrió ella-. Hoy se levanta el patrón y la casa tiene que brillar… así que…

– Ya sé… ¡tengo que irme! -protestó Ruda enojado-. Mira, muchacha tonta… cuando quieras un marido ¿te acordarás de mí? No soy ningún viejo…

– Vaya, don Pedro, podría ser mi padre. Además… -añadió suspirando.

– Además, ¿qué? -quiso saber él.

– Nada. Yo me entiendo… hasta luego. Tome la bolsa de yerba y la galleta.

– Ironías no… ¡adiós! -y se fue furioso. Afuera sus poderosas zancadas se escucharon un momento.

– ¡Estos hombres! -caviló ella atareándose-. Casarse… “¿No has pensado en casarte tú?” Sí: lo había pensado, pero debía enterrar sus pensamientos. Su camino estaba cerrado y ella no tenía coraje para intentar otro… Don Pedro… tal vez antes…

– ”Pucha que es arisca la moza” -pensaba entretanto Ruda, encaminándose a los galpones, donde la gente se iba reuniendo para iniciar sus trabajos.

Juan venía a su encuentro, brillándole los negros ojos con inusitada expresión de entusiasmo.

– ¿Qué pasa? -inquirió Ruda desabrido.

Juan pasó por alto el gesto del español. Estaba acostumbrado a los cambios de humor de Ruda.

– Pues don, anoche llegaron dos peones del puesto de la sierra, con la noticia de que han encontrado algunas ovejas destrozadas.

– ¡Diablos! ¿Andará alguna partida de paisanos del valle merodeando por allí?

– Ellos dicen que no; huellas no se encuentran. Me parece que ha de ser un león no más…

Ruda pensó un momento. Luego, entregando las bolsas que traía, agregó:

– Si es así voy a dar la novedad al patrón. Ya vuelvo… ¡Ah! ¿No han visto nada sospechoso por el lado del Paso?

– Nada, pues; algunas bandas de tehuelches, unos pocos, llegaron de Loma Redonda a juntarse con los de la Confluencia, pero ni cruzaron el río… Los hice seguir por las dudas ¿sabe?

– Hizo muy bien, capataz… no hay que fiarse…

– Seguro, patrón.

Ruda volvió sobre sus pasos. En la sala-cocina estaban ya Frida y Blanca, ocupadas con María en preparar la habitación para don Guillermo que, restablecido, comenzaría a levantarse.

– ¡Buen día, don Pedro! -lo saludaron las mujeres.

– Buenos los tengan ustedes. ¿Puedo ver a don Lunder? -y pasó sin mirar a María, que lo espiaba bajo sus negras pestañas. Ella sintió un desconocido impulso de ternura por el hombre.

2

Entretanto en el galpón los peones se reunían alrededor del fuego. Los mestizos se pasaban el mate en silencio. En un aparte dos chilenos recordaban campañas anteriores.

– …Y entonces cuando toda la majada fue cubierta por la nieve, la dimos por perdida y enfilamos al puesto explicaba uno con su tonada marcadamente chilote 1.

– ¿Se perdió, pues? -preguntó el otro.

– ¡Cualquier día! El gringo Vud 2 conocía el oficio… Nos hizo seguir el rastro bajo la nieve por el humito, luego abrir con palas una senda y por ella salieron las ovejas a un faldeo… ¡lo más campantes!

– ¡Bah! Eso es cosa vieja…

– No digo que no, pero hay que saberlo -terminó cachazudo el chilote.

La reunión se prolongaba. Promediaba la mañana, pero aún la claridad era muy poca y afuera apretaba el frío. Un viento helado cruzaba el valle levantando agujas de hielo de la última helada. Entró Llanlil y le hicieron lugar en la rueda junto al fuego. Uno por uno lo saludó cordialmente.

– ¡Eh, Llanlil, Antonio, Naneuche, vengan!

Era Juan quien los llamaba. Los nombrados se levantaron y salieron. Juan los esperaba junto a Ruda y los dos peones del puesto de la sierra. Todos portaban fusiles en bandolera y arañas cortas al cinto.

– ¿Les gustaría cazar un león, muchachos? -preguntó Ruda.

– Seguro, señor -dijo Llanlil y los otros asintieron.

– Entonces van a ir con Juan a las sierras ¡a ver quién le ofrece la piel a la niña!

Se fueron todos hacia los corrales llevándose los recados. En una caballeriza de barro y techo de cortaderas, estaban los caballos de montar. Cada uno buscó el suyo y se apresuraron a ensillarlos, palmeando los lomos de los animales recelosos. Salían ya llevándolos de la brida, cuando por la alameda se les acercaron Blanca y el padre Bernardo.

Se cambiaron saludos y preguntas. El padre Bernardo dijo:

– ¿Adonde van, muchachos?

– A rastrear un puma, padre… Anda matando el ganado en la sierra.

– ¡ Caramba! Sería agradable acompañarlos, pero… non possumus, con perdón de los santos apóstoles. ¿No es verdad, Blanca?

– Si se refiere a que no podemos, de acuerdo, padre -respondió Blanca que entendía poco y nada de latines.

– Eso es; no podemos… Oye, Llanlil, acompáñame un momento ¿quieres?… En seguida se lo devuelvo, Juan.

– El conoce el camino. ¡Que nos alcance cuanto antes! ¡Hasta la noche!

– Buena suerte y tengan cuidado -y con esta última advertencia los hombres trotaron en dirección a las sierras del este que el sol iluminaba pobremente. Una revuelta jauría iba tras ellos, ladrando y mordiéndose. Los cascos de los caballos levantaban la nieve que se deshacía en un fino polvo blanco.

Llanlil, teniendo el caballo del tiento, siguió al sacerdote, volviéndose los tres por la alameda.

– ¿Estás contento, Llanlil? -indagó el misionero.

– Mucho.

– ¿Sabes que Blanca me ha contado todo?

El reche levantó la cabeza, diciendo con orgullo:

– Lo que Huanguelén hace, siempre está bien, padre… ya lo sabía.

– ¿Conoces la ley, muchacho?… La de Dios, quiero decir…

– La conozco y quiero cumplirla. Tú, hombre bueno, sabes que soy cristiano y si me dan a Huanguelén yo la he de querer siempre.

– Dios es testigo de que mi corazón aprueba vuestro cariño -dijo el misionero gravemente-. Pero igual que en tu raza, una mujer debe ser querida y respetada, pase lo que pase… ahora, muchacho debes esperar… Tú sabes, ¿cómo explicarte? Hay que hacer comprender a don Guillermo y a su señora tus buenas cualidades, tu nobleza y sobre todo darles la seguridad de que Blanca será feliz a tu lado.

– ¡Mi sangre responde por todo! -respondió Llanlil-. Acepté la ley de los blancos, porque la guerra ya dijo su palabra… quiero trabajar la tierra y darle hijos para poblarla. No reniego de mi raza, padre, pero desde que la he visto a ella quiero paz con los blancos, que son iguales a mí… La tierra, los bosques, las mesetas, están esperando mis brazos también para alegrarse con el hombre. Llanlil quiere a Huanguelén con la ley de los blancos…

– Llanlil -exclamó Blanca-. Sabes que yo te quiero y te seguiré, porque eres bueno y miro en tu corazón, y tu corazón tiene para mí la transparencia de las aguas serranas.

– Bueno, muchacho, ¡vete ya!

– Adiós, Llanlil -dijo Blanca.

El indio montó de un salto y gritó con voz sonora:

– Hasta la noche, estrella… He de traerte la piel del león aunque tenga que arrancarlo con mis propias manos de su escondida madriguera en la montaña…

– ”No se le puede negar a este mozo una autoseguridad que ya quisiera para sí más de un cristiano, con piel clara, morena o aceitunada; que si de color se trata, las tenemos variadas en nuestra tierra” -murmuró el religioso contemplando al indio que se alejaba.

– ¿Qué dice, padre? -preguntó Blanca, reparando en la actitud del padre Bernardo.

– Nada, muchacha, chocheras de viejo… nada más…

Cuando entraron en la casa los esperaba una grata sorpresa. Guillermo Lunder, sentado en el mejor sillón de la casa, mateaba alegremente con su amigo Ruda. Aunque visiblemente pálido y delgado como consecuencia del largo encierro, erguía su cuerpo con varonil prestancia y su rubia barba patriarcal y flotante parecía encenderse con los reflejos de la estufa chisporroteante, donde ardían gruesas raíces de algarrobillo.

– ¡Al fin, don Guillermo! -exclamó el padre Bernardo, palmeando suavemente las anchas espaldas del poblador.

– Papá… ¡qué alegría! -Blanca corrió a abrazar a su padre.

– Bueno, bueno, no me sofoquen, o mi mujer me manda de vuelta a la cama. ¿Sabe una cosa? -dijo interrogando al religioso.

El padre esbozó un gesto indeterminado.

– Esta mañana me levanté pensando en nuestro mensajero. ¿No hay noticias? ¿Habrá dejado los papeles en manos de ese capitán que usted mencionó?

El padre Bernardo se paseó sin contestar en seguida.

– ¿No te dije, Whilem? Apenas te levantas y empiezas con nuevos problemas -era su mujer la que lo regañaba.

– Ejem… así lo espero, amigo Lunder. Claro que estas cosas son lerdas… usted sabe… consultas, aclaraciones, telegramas que van y vienen… Estoy preocupado, lo confieso, aunque no desesperanzado, en manera alguna.

La reflexión del misionero resultaba bastante vaga, revelando mejor que cualquier razonamiento su estado de incertidumbre. Tácitamente los dos habían evitado hasta el momento referirse a la misión del comerciante en Comodoro Rivadavia, pero la pregunta de Lunder no hacía más que aumentar la secreta congoja del religioso por los posibles peligros que acechaban a la gente de la casa. Lunder bajó la voz y murmuró para él y Ruda: -Además, el invierno ha comenzado a ceder y hace rato que vencieron los meses que fijó esa mala entraña de Sandoval.

Ruda replicó entonces:

– Quiere decir que lo de la carta sería pura comedia para asustarnos.

– Hum… Esta tranquilidad me da mala espina… cuando esta mañana usted me habló del puma, pensé en la gente del Paso.

Ruda se levantó excitado.

– ¿Sabe que no se me ocurrió? -dijo con alarma en la voz.

– ¡Oh! No piense así, don Guillermo -dijo a su vez el religioso-. Pura casualidad; ya tendrá ocasión de comprobarlo.

– ¡Ojalá! Pero también pienso ahora si no será un intento de dividirnos. ¿Llanlil fue con ellos?

– Sí.

– En cierto modo es lo mejor.

En un rincón María secreteaba con Blanca.

– ¿No anduvo a caballo, niña?

– No… Sabes que desde la enfermedad de papá, casi no voy a los corrales. ¿Por qué me lo preguntas?

– Por nada… -hizo una pausa-. ¿Vio a Llanlil? -preguntó titubeante.

– Lo vi. Pero partió en seguida a las sierras…

– ¡Ah! -se limitó a agregar María ensombrecida repentinamente.

3

Por la sierra cabalgaba a la sazón Llanlil con el grupo formado por Juan y los cuatro peones. Iban ascendiendo por una cuchilla escarpada, en cuyo fondo un hilo de agua serpenteaba escurriéndose entre las piedras. Al ensancharse la cuchilla vieron el puesto cerrando el paso de un vallecito bien provistos de pastos. Era un lindo lugar dividido por el mismo arroyo que bordearon antes. En las orillas los radales, retamos, chacayes y abundantes calafates, robustos y altos, evidenciaban su protección contra los vientos. En un menuco próximo, el berro verdeaba entre las airosas cortaderas y los juncos flexibles. Uno que otro sauce ponía su nota de color. En aquel refugio entre las sierras ásperas del contorno, la primavera parecía haberse adelantado.

Se acercaron al rancho del puesto cercados por los chillidos de los teros y alarmando a las avutardas que levantaron su vuelo pesado y grotesco.

– Sigan la huella o se meterán de cabeza en los agujeros de los coruros 3 -les advirtió uno de los peones del lugar.

– Entre el pasto y el neneo no se ven, pero está lleno -completó el otro.

Los ladridos de los perros del grupo y los que venían del rancho, avisaron la llegada de los viajeros y de lejos los saludó la presencia de un peón, precavidamente armado de carabina al brazo.

Encerrados en el estrecho valle, pudieron ver ahora la caballada suelta y las ovejas que pastaban en la pradera en la que muy poca nieve y casi derretida ya, señalaban la culminación del invierno que todavía asolaba al valle del Ensanche y los relieves de las mesetas.

– ¿Y por dónde aparecieron las ovejas muertas? -preguntó Juan.

– Por allí; en la cortada de la sierra hacia el norte -señaló el peón, y como Juan no hiciera más preguntas ni comentarios, dijo -¿Van a bajar en el puesto, capataz?

– El tiempo justo para cambiar los caballos -respondió Juan haciendo ademán de apearse.

– Bueno, nosotros los acompañaremos -dijo el que había hablado y se dispuso a ayudarlos.

Pero enlazar caballos sueltos y medio chucaros en campo abierto no es tarea fácil, y estaban bastante molidos cuando consiguieron hacerse de nueva caballada. Mientras los peones que habían quedado en el puesto les colocaban los recados, el resto se dispuso a dar cuenta del asado de capón que se doraba frente al fuego. Una hora después los improvisados cazadores emprendían la marcha rumbo a la cortada que señalara el peón, procurando aprovechar el resto de luz que todavía hería los pastos. En parejas flanqueadas de perros hábiles en seguir rastros, se fueron abriendo en abanico por el valle, teniendo como centro la cortada de la sierra, que se mostraba a lo lejos como un obscuro tajo en el faldeo.

Su vista le trajo a Llanlil el recuerdo de la hendidura que escalara en persecución de sus asaltantes en las montañas y su ulterior encuentro con el puma hembra. No le extrañó esta circunstancia, pues desde mucho tiempo atrás los grandes felinos, implacablemente perseguidos, buscaban para refugiarse los lugares más difíciles para el acceso de su eterno enemigo: el hombre; aunque la audacia de los cazadores iba a buscarlo al fondo de las cuevas más ocultas e inaccesibles. Estaban ya olvidadas las épocas en que los leones patagónicos se deslizaban entre los pastizales de los valles o los arbustos de las pampas, acechando pacientemente el descuido de un guanaco o de un chulengo, para saltarle encima e hincarle los agudos colmillos en la garganta. Estas y otras reflexiones se hacía Llanlil, mientras trataba de establecer algún indicio del puma. El indio Naneuche, una mezcla bastante indefinida de tehuelche y araucano, era su campanero de caza. Al anochecer las tres parejas se encontraron al borde de la cortada, pero ninguna de ellas traía la menor noticia del felino.

– ¡Malditos perros…! -protestó Juan apartando algunos a rebencazos-. Puro bochinche y no huelen ni a un zorrino… ¡Fuera, porquerías!

– Estarán cruzados con chocos, pues, patrón -dijo Manuel, chileno como el capataz.

– Así ha de ser nomás -admitió malhumorado el aludido.

– Llanlil, encienda un buen fuego por las dudas. En esta época el león suele andar bravo y peor si es veterano.

– ¿Vamos a esperar mañana?

– ¿Por qué pregunta, compañero? ¡Claro que sí!

– ¡No me gusta, señor… Si el león está en la garganta, tratará de ganar el valle esta noche para seguirle el rastro a alguna oveja o guanaco y es peligroso… en cambio con fuegos en la mano seguro lo encontraremos mansito en su cueva.

El capataz meneó la cabeza denegando:

– Pondremos una guardia, pero eso de meterse en la cortada de noche ¡ni lo sueñe!…

– Está bien entonces -se conformó Llanlil, aunque la idea de no cumplir la palabra empeñada con Blanca lo enojaba bastante.

Buscaron un lugar protegido y con piedras sueltas improvisó Llanlil un brasero donde amontonó la leña que encontró a mano. Al rato la hoguera como un cono de luz, se levantó en las sombras acentuadas por las nubes que encapotaban el angosto valle. Un viento casi helado cruzaba silbando desapacible y se introducía en la negra garganta de la sierra como si un embudo lo comprimiese. Alrededor del fuego los hombres, sugestionados por la misión que llevaban, sacaron a relucir cuantas historias de leones, reales o no, guardaban en su memoria. También Llanlil, como deseando desechar un obscuro sentimiento de angustia que lo mantenía alerta y desconfiado, contó brevemente su experiencia de la montaña. Su relato fue escuchado en silencio, pero a pesar de reconocérsele sobresalientes cualidades de coraje, pocos lo creyeron verdadero, si bien se cuidaron de dejar traslucir cualquier indicio de incredulidad. Atraerse la ira del indio les parecía riesgo demasiado temible para desafiarlo sin motivo. Con lujo de detalles se había propagado la hazaña del paisano en la pelea con Pavlosky y la trágica muerte de Bernabé, hombre bravo y feroz como no se conocían muchos en la región. Al fin el sueño fue venciéndolos uno a uno y envueltos en sus grandes ponchos, con los cojinillos como lecho y los bastos por almohada, se entregaron al descanso. Las guardias fueron alternándose regularmente y la larga noche sureña trascurrió sin que el puma diera señales de su presencia. Sin embargo no podía andar muy lejos, pues toda la noche los perros gimieron con inquieto terror, ladrando en la obscuridad como si adivinasen entre las sombras a su temible enemigo.

Temprano se aprontaron para continuar la cacería. Llanlil observó con desagrado cómo Naneuche empinaba la bota de aguardiente, hasta que otro peón hubo de arrebatársela casi a la fuerza. Aquel hábito adquirido de los blancos se había convertido en los indios desprevenidos en un flagelo mortal que los entregaba indefensos a todos los vicios y las humillaciones. Naneuche no era de ningún modo un espécimen degenerado de la raza, pero los estigmas fatales flotaban ya en sus ojos permanentemente enturbiados, vacilantes y huidizos y en la atonía persistente de su voluntad. Iba a donde lo llevaran, pero una resolución propia no germinaba nunca en su cerebro en sombras. Como él, otros sufrían la misma maldición, más dura todavía que la irrefutable derrota ante los blancos.

4

Con la primera claridad se levantó un viento bastante frío e intenso y los dedos de los hombres se endurecían sobre los cueros de los aperos, mientras ensillaban los recelosos caballos, que bufaban asustados al sentir el peso de las monturas sobre el lomo.

– Vio, compañero, como el león no salió en toda la noche -dijo Juan con cierto aire de burla.

– Puede ser -reconoció Llanlil, pero tenía sus dudas.

Un jinete que llegó al galope los interrumpió en sus preparativos. Resultó ser otro peón que venía del puesto.

– ¡El león volvió a hacer de las suyas! -llegó gritando excitado sin bajarse del caballo.

Juan palideció de rabia. Se mordió los labios y miró de reojo al indio. -”Ese diablo cobrizo tuvo razón al final!” -pensó amargado-. “¡Ni que fuera brujo!”

– ¡Vamos a entrar en la cortada! -ordenó furioso, sin atender a lo que decía el peón.

– …Durante la noche lo sentimos cerca del puesto -explicaba entretanto el recién llegado a sus oyentes-. Pero a lo obscuro… ¡quién se le animaba! ¡Los perros arañaron la puerta hasta romperse las uñas!

– ”Este zonzo… ¡está poniendo nerviosa a la gente!” -recapacitó Juan serenándose-. ¡Eh, amigo!… ¡Vuélvase ya y no alborote tanto! -le gritó al gárrulo peón.

– Está bien, patrón -contestó el otro, sorprendido.

– Ustedes se quedan frente a la salida del atajo -indicó Juan a los dos hombres. -Nosotros subiremos a lo alto del faldeo para entrar por arriba, así le cortamos cualquier otra salida que tenga en la sierra… ¿Listos todos?

– Sí, capataz -respondieron por turno.

– ¡Entonces allá arriba nos encontraremos! ¡Vamos!

Cada cual eligió el camino que le pareció más directo y los cuatro jinetes, convertidos en escaladores, ascendieron por la sierra que, si no era muy empinada, carecía en cambio de sendero alguno. A ratos los hombres asían a los caballos por la brida y los ayudaban a escalar las pendientes más pronunciadas. No siempre resultaba fácil subir, y vuelta a vuelta jinete y caballo resbalaban arrastrando un alud de piedras y arena, que el viento levantaba cegándolos. A medida que subían el esfuerzo y el sol que se sentía en el aire, aunque lo ocultasen largas nubes grises, perlaba la frente de los hombres con inusitadas gotas de sudor. A las dos horas el pelotón se reunía en la boca extrema del atajo.

– Descansen un rato -recomendó Juan, ahora sereno y resuelto ante la tarea por cumplir-. Naneuche, cuídame los caballos ¿entendido?, y cuando oigas tiros empezás a bajar el faldeo… ¡Ojo con mancarme un animal!

– Comprendo, Toro cheje 4 -respondió el indio, satisfecho de su fácil misión.

Juan, seguido de Llanlil y Manuel, se internaron por último en el obscuro atajo, que no tenía más de un metro en el fondo. Dificultaba caminar en aquel lecho de piedras agudas desparramadas a todo lo largo de la hendidura. Los tres hombres con las armas listas, escudriñaban en las cuevas entre las piedras, incitando a los perros a explorar los rincones. El puma podía resultar temible si lo dejaban utilizar las zarpas. Llanlil lamentaba que el poco espacio no permitiera el uso de las boleadoras ni menos el lazo. Con este último podía enlazar al puma, que entonces se entregaría fácilmente, limitándose a bufar como un gato con las patas al aire.

Habían recorrido un par de kilómetros sin que la hendidura se ensanchase mayormente… En la permanente semipenumbra observaron a los perros retroceder asustados, gruñendo y con el pelo del cogote erizado.

– ¡Por ahí debe de andar! -dijo Juan roncamente. Al fin lo vieron. Saltó entre las rocas desapareciendo en un hueco tenebroso. Los perros se aplastaron contra el suelo.

– Es grande -murmuró Llanlil.

– Parece un macho viejo… y de los más grandes, -confirmó también Juan.

Como no podían ponerse a la par procuraron no alejarse demasiado. Los perros, sacudidos a talerazos, aullaban sin atreverse a chumbar al puma que se arrastraba entre las piedras como un enorme gato, erizado y golpeando con la cola el suelo mojado con su propia orina.

– Va a ser difícil darle entre las piedras -sentenció Juan dubitativo.

– ¡Déjeme probar! -pidió entonces Llanlil, que tenía una idea para cazar al felino. Tomando el silencio por asentimiento, se arrimó cuanto pudo a la pared opuesta a la que seguía el puma y se fue adelantando con precaución. Cuando pasaba casi al lado, tropezó con una arista de roca, resbalando. Las zarpas veloces como el rayo alcanzaron a llevarse un trozo de la pernera de cuero. Juan y Manuel ahogaron un suspiro. Llanlil ya había entretanto alcanzado la altura de la cabeza del león y le tiró una piedra entre las orejas. La fiera manoteó con rabia y entonces el indio, ligero y seguro, le asestó un tremendo talerazo en la frente. El animal se estremeció atontado y sus ojos, grandes y resplandecientes como chispas de luz, se velaron peligrosamente, pero otro golpe lo abatió. Apenas caído, el cuchillo de Llanlil penetró hondo en su garganta, de la que saltó un gran chorro de sangre. Los perros, alentados por la victoria del hombre, se abalanzaron y sólo a fuerza de puntapiés y talerazos se llamaron a sosiego.

– ¡Indio carnicero! -exclamó Juan, y su recia adjetivación era el mejor de los elogios.

– ¡Bravo! -gritó por su parte Manuel entusiasmado.

Pero Llanlil parecía sordo a las palabras y con febril energía desollaba a la bestia, todavía caliente y que se estremecía con los últimos reflejos nerviosos, exhalando un olor fuerte y desagradable. Juan levantó el fusil y efectuó varios disparos hacia el retazo del cielo que se recortaba en lo alto de la sierra. El eco rebotó largo rato en el roquedal y los perros se largaron sobre los restos del viejo puma, que alcanzaba fácilmente el metro y medio del hocico al nacimiento de la cola. Era un magnífico ejemplar, aunque su flacura evidenciaba su reciente llegada al valle. Debía haber errado durante el invierno por las sierras, en la vana búsqueda de caza para su estómago insaciable.

– ¡Huija por los machos! -con ese varonil saludo fueron recibidos por los peones cuando los vieron aparecer sudorosos y con la piel sobre el hombro de Llanlil. Desembocaron por el atajo del valle, luego de comprobar la existencia de otra cortada trasversal que salía al faldeo y que debía ser la utilizada por el puma durante la noche»

5

Mientras duró el regreso al casco de la población, que efectuaron después del mediodía, Llanlil, a pesar de su nuevo triunfo, no podía dominar una extraña impaciencia. Sus compañeros, reducidos ahora a tres, charlaban y bromeaban comentando los detalles de la cacería, pero él se adelantaba de continuo, cansando inútilmente a su caballo que, contagiado o irritado por el desasosiego de su jinete, cabeceaba furioso, arrojando espuma por la boca, dolorosamente lastimada por el freno.

– ¿Qué le pasará al mapuche? -exclamó Juan al notar la actitud de Llanlil-. Está desangrando al animal… ¡eh!… ¡Aflójele el freno a su caballo! ¿Quiere?…

– Nosotros apurarnos… -gritó Llanlil por toda respuesta.

– No tanto apuro, compañero -advirtió Juan, molesto por la contestación.

– Algo pasa, capataz -intervino Manuel-. Esta gente presiente a veces como si fueran brujos…

– ¡Al diablo con ellos y con los presentimientos! Yo soy el responsable por los caballos y no de las ideas de ese loco… ¡Vaya despacio! -volvió a gritar con su voz opaca y ronca.

Juan, que siempre se inclinaba hacia los indígenas, quizás por el recuerdo de la sangre común que circulaba por sus venas, no siempre era muy ecuánime tratándose de Llanlil. Existía en él algo de envidia por la nombradla corajuda del paisano y cierta desconfianza que se remontaba a la actitud del otro desde su primer contacto en el galpón cuando Llanlil despertó de su fiebre. Los problemas psíquicos eran letra muerta para él, y un loco podía volver a las andadas en cualquier momento. Inconscientemente se sentía un poco temeroso en la cercanías del indio y como Llanlil no hacía nada por resultarle simpático, aquella prevención no terminaba de disiparse.

Siempre con Llanlil distanciado y nervioso enseñando el camino, cruzaron la corta meseta que desembocaba en el Senguerr, demarcando el filo del valle. Empezaba a obscurecer y cuando desde lo alto del faldeo vieron el brillo del agua y los techos de la población, la penumbra invadía el valle… Allá lejos, diminutas figuras se pegaban a las sombras confundiéndose con ellas. El viento les trajo de pronto un sonido muy particular vagamente repetido.

– ¡Oigan! -gritó alguien del grupo-. ¿No son tiros esos?

– ¿Tiros… tiros? ¿Pero qué demonios?… -murmuró Juan incrédulo. Pero ya Llanlil, con un grito de desesperada rabia, lanzaba su caballo faldeo abajo con peligro de rodar hasta el fondo.

– Vamos; ustedes, ¡apúrense! -reaccionó Juan imitando al indio. Piedras y arena se desprendían entre las patas de los caballos enloquecidos repentinamente… mientras, más tímidos, nuevos disparos se escuchaban en la población de Lunder.

Por el valle, el caballo de Llanlil, ferozmente espoleado, parecía tragarse la distancia, avanzando al galope tendido entre los charcos de barro que la nieve disuelta formara en los bajos. Detrás corrían Juan, Manuel y Naneuche, apareados en singular carrera, cuyo premio podía ser muy bien la muerte, y un sordo rumor ensordecía a los jinetes inclinados sobre el cuello de las cabalgaduras… En la creciente obscuridad se escucharon gritos que venían de las casas y el relincho de caballos asustados… Una angustia negra como la noche creciente se ahogaba en el corazón de Llanlil, reemplazando el incierto malestar que durante el día lo atenazara.

Pillán, el diablo, había retrasado la caza del león y por eso él, Llanlil, corría ahora como pulqui 5 para rescatar a su estrella…


  1. <a l:href="#_ftnref10">1</a> Natural de la isla de Chiloé (sur de Chile).

  2. <a l:href="#_ftnref11">2</a> Gualterio Wood, hacendado de Monte Aymond (1889).

  3. <a l:href="#_ftnref12">3</a> Tucu-tucua.

  4. <a l:href="#_ftnref13">4</a> Toro-jefe: Jefe valiente.

  5. <a l:href="#_ftnref14">5</a> Flecha.