37601.fb2
En el Paso, Sandoval había aguardado en vano durante dos largos meses la aceptación de Lunder a sus condiciones. Al principio esperó confiado y seguro; pero cuando los días se fueron sucediendo y nadie llegó al Ensanche, su confianza se trocó en irritado malhumor. A la rabia por el fracaso de su plan, que ahora se le antojaba ridículo e inútil y hasta imprudente, se unía su creciente deseo por la rubia muchacha que no podía apartar de su pensamiento. Eso y el odio profundo que lo animaba contra Llanlil, y la alianza demorada, lo mantenían furiosamente exasperado como una fiera acorralada… Y de pronto se sorprendió pensando de dónde le nacía aquel odio terrible contra el indio, paralelo a la pasión por Blanca.
¿Le importaba acaso algo la muerte de Bernabé? Si aquel estúpido se dejó sorprender por otro más listo que él… pues ¡que lo pagara! ¿Le dolía que un condenado indio se alzase varonil contra un blanco? Para hombres estaban hechas las mesetas y al caído le bastaban unas paladas de tierra y a veces ni eso era necesario… Pero él odiaba al indio con un sentimiento personal y extraño que iba más allá de su deseo de desquite. No podía apartarlo de su pensamiento, y la gente del Paso empezó a mirarlo intrigada de la constante vigilancia que ejercía sobre el cruce de la picada por el río, paso obligado en verano o invierno de jinetes o vehículos.
El rumiaba sus pensamientos solitarios, rencoroso y abstraído; nunca había tropezado con tan obstinada oposición a sus proyectos. Convencido de que no lograría nada por el temor, había desistido de enviar gente a estorbar los movimientos de Lunder, optando por acechar discretamente la zona inmediata, esperando que alguno de ellos se metiera en las tierras de la compañía. Cuantas veces pudo, despachó partidas de indios errantes y hambrientos a la población del boer, deseando lo obligaran a dar un paso en falso; pero nada había ocurrido… La compañía lo había urgido a anexarse los campos de Lunder y él había fallado. ¡Al diablo con todo! ¡Bastante trabajo le daban las tierras y el cuidado de las ovejas! Quería ahora tener a Blanca. Harto estaba de ambular solo por aquella casa de cuartos tristes y abandonados, donde el rancio hedor del capón impregnaba las paredes y la ropa. Imaginaba el suave perfume de la mujer rubia y airosa como un junco y por las noches el recuerdo lo roía persistente y tenaz. Lo que primero fue un capricho de patrón habituado a obtener lo que deseaba, un deslumbramiento nacido de la contemplación de la muchacha confiada y segura, íbase convirtiendo en una lenta tortura de los sentidos. Jamás se detuvo a analizar la clase de sentimientos que su alma albergaba. Desvelaba sus noches negras el recuerdo impreciso de una blusa entreabierta y una cadera de contorno suavemente redondeado. El terrible mal del desierto le resecaba los labios y sus dientes afloraban con la apetencia del lobo. Le sucedía a veces despertarse con un grito que conmovía el silencio de la casa vacía, y la gorda mestiza que cocinaba para él contó, en la rueda del boliche, que el patrón solía destrozar en sus pesadillas cuantos objetos se encontraban a su alcance. Con tales relatos, ampliamente aderezados de detalles fantásticos, el natural temor que el administrador infundía se mezclaba paulatinamente al supersticioso temor al engualichao.
– ¿Dónde diablos andará esa bruja? -rezongaba un día Sandoval, cuando al regresar del campo halló la casa desierta y el fuego apagado. Arrojó molesto la chaqueta y, sentándose, recorrió la pieza con los ojos. Había suciedad y abandono; una botella vacía sobre la plancha de hierro del fogón se coronaba con un resto de vela. Como una pringosa crema amarillenta la cera derretida cubría el cuello de la improvisada palmatoria.
Sandoval sintió frío y rabia. Entró la vieja arrastrando las deshilachadas alpargatas, y su sonrisa boba colmó la paciencia del administrador.
– ¡Por todos los diablos! ¿Dónde te habías metido? -le gritó, acompañando la pregunta con un adjetivo obsceno.
– Vamos, patroncito, no se me enoje -respondió ella sin hacer caso del insulto-. Salí un rato hasta la proveeduría.
– Bueno… pues hace algo de comer ya mismo… No servís para nada…
Ella murmuró, mientras revolvía papeles y raíces en el fondo del quemador:
Claro, patrón… Si tuviera veinte años no me diría lo mismo, ¿no es cierto?
El contempló sombrío el enorme corpachón de la vieja inclinada sobre el fogón, y sintió un impulso homicida.
– Callate bruja, o te aplasto.
La mujer se volvió hacía él con una expresión de estúpida lascivia.
– Patrón… ¿cuándo traerá a su mujer aquí? Usted necesita una muchacha cerca… Yo ya no sirvo ¿verdad?
Sandoval dudaba entre levantarse para golpear a su sirvienta o sencillamente irse, pero una obscura morbosidad lo mantuvo clavado en la silla. Por lo menos era una forma indirecta y temible de plantear el problema con alguien.
– ¿Qué es lo que sabes? -preguntó.
– Vamos, patroncito, ¡si se le ve en la cara!… Hace tiempo que me digo: El patroncito está enamorado… Y no me olvido de la cara que puso cuando vino la gringuita del Ensanche… Es linda, ¿no es cierto, patrón?
Sandoval se revolvió en su silla. Desorbitado y mostrando los dientes, parecía pronto a saltar sobre la mujer, pero no hizo nada. Ella sentía un sucio placer en avivar la pasión del hombre. El contacto brutal con los peones la habían encanallado, y exudaba su propio hedor con la satisfacción de una necesidad largamente contenida. Le gustaba ver al amo, lejano y temido, preso en el deseo insaciado y bastardo como el más vulgar de sus peones, y ponía en azuzar sus sentidos toda su vieja y nocturna experiencia de ramera. Lo odiaba también por lo mismo que él estaba tan lejos de su propia vileza y degradación.
Sandoval, lívido, terrible, se levantó al fin y gritó:
– Por última vez, ¡cállate te digo!
Pero ella abrió su escote mugriento y exhibiendo los pechos amoratados, exclamó:
– La hubiera visto, patroncito, como yo la vi, mostrando el pecho blanco cuando se lavaba… Era como el buche de una paloma…
– ¡Perra! ¡Estás borracha de nuevo!… ¡Toma! ¡Toma! -y Sandoval descargó sobre la mujer repetidos golpes con la lonja de su talero. Ella gemía y se aplastaba contra el fogón; y reía, reía, con una risa estúpida y vil. Siguió recibiendo azotes, con un dolor mezclado de sádico placer, hasta que se desmayó. Recién entonces Sandoval reparó en el bárbaro castigo y, pasándose la mano por el rostro huyó desesperado.
Agosto mostraba ya algunas señales de la variación en el tiempo y en la estancia se daba comienzo a los trabajos: inspección y baño de las ovejas, dilatados rodeos que abarcaban leguas de galopes interminables entre la niebla y las primeras lluvias, que enfangaban los valles y cañadones. Pavlosky, elevado al cargo de hombre de confianza desde la muerte de Bernabé, hacía sentir sobre los peones y los indígenas que le huían como la peste, el rigor de sus puños y el temor de su rastrerismo lacayuno de bruto. Aunque el segundo de Sandoval en el manejo de la hacienda era en realidad un viejo criollo, eficiente y taciturno, que maldecía la hora en que se había encontrado con aquel individuo, Pavlosky ejercía una verdadera tiranía sobre la gente, procedimiento tácitamente consentido por su jefe.
– ¡Déjelo! -contestaba a las protestas del capataz-. Esta gente necesita una mano dura que los maneje y esa bestia me conviene… ¿No ve que así nos quedamos en paz nosotros?
– ¡Pero ese hombre es un criminal! -argumentaba el criollo indignado.
– ¿Y por casa cómo andamos? -respondía Sandoval aparentando condescendencia. Entonces el viejo bajaba la cabeza amargado… Aquella cabeza que sólo en el desierto estaba segura. Cosas de hombres tocados por la desgracia que no perdonaba y lo seguía hasta allí implícita en la posible delación. El viejo se resignaba hirviendo de rabia y acariciando el mango del facón que jurara no volver a desenvainar en el resto de su vida.
Por eso asistió mudo y ausente a los preparativos que un día Sandoval ordenó a un grupo de sus más feroces secuaces. Siempre le había preocupado la amenazante presencia de aquellos forajidos, ignorantes del cuidado de las ovejas, pero que galopaban incesantes por los límites de las tierras de la estancia, cumpliendo misteriosas comisiones de las que él nunca llegaba a enterarse. Aquellos hombres no recibían órdenes de nadie y sólo se avenían ante la fuerza ciega de Pavlosky y la fría resolución del administrador.
Sandoval había dispuesto un plan que contradecía su línea de conducta tortuosa y ladina. Estaba harto de esperar y enloquecido de deseo por lograr aquella mujer que era su obsesión nocturna y su total anhelo. Decidió conseguirla a cualquier trance, a ella y al indio, para hacer con éste un escarmiento tal que jamás olvidarán los salvajes inservibles que rondaban las alambradas de sus campos.
Siete u ocho hombres partieron con él una mañana. Pavlosky iba entre ellos y aprovecharon la penumbra de la madrugada para evitar cualquier infidencia. En apretado grupo trotaron en silencio toda la mañana y al atardecer aguardaron de nuevo las sombras, revisando las armas. Cuando descendieron al valle de Lunder, las primeras indecisas estrellas brillaban entre jirones de nubes y el silencio se prendía en las puntas espinosas de radales y calafates, desgarrándose al paso sordo de los jinetes. El río que corría liberado de hielo batía las piedras con un sonido cristalino y alegre. La luna apareció un momento entre las nubes, opaca y lejana, y el valle se iluminó un instante con su luz desvaída para espesarse muy pronto en la semipenumbra.
Un perro inquieto ladró desde algún rincón de la casa y a ése lo siguió otro y otro… de improviso todo fue corridas y gritos, cuando los hombres de a caballo lanzaron sobre la casa una descarga de sus revólveres. Sandoval y dos más se echaron sobre la puerta, cerrada justo a tiempo, mientras el resto de los jinetes arremetía contra el galpón, donde brillaban luces. Algunos tiros aislados salieron del lugar, pero ya la gente del Paso irrumpía en medio de gritos destemplados, cercando a los desprevenidos peones.
– ¡Abra, Lunder! -gritó Sandoval, despechado por el inicial fracaso, golpeando la puerta cerrada con el cabo de su revólver-. ¡Abra o le prendo fuego a la casa!
– ¡Al fin diste la cara, bandido! -se oyó la voz de Ruda desde el interior.
– Deje, patrón… le metemos unos tiros de carabina por la puerta… -dijo uno de los asaltantes.
– ¡No, todavía no! -lo atajó el administrador desconcertado. No quería correr el riesgo de herir a la muchacha ahora que estaba a pocos pasos de ella.
– ¡Abra le digo! -repitió, y como no obtuviera respuesta, apuntó con su revólver a la cerradura haciendo fuego. Cerradura y pedazos de madera saltaron hechos trizas, pero cuando los tres hombres se abalanzaron, la puerta no cedió.
– ¡C…ajo! ¡Le han cruzado una barra!
– ¡Peguémosle fuego y saldrán mansitos!
– Por última vez, Lunder… ¡abra o será peor para todos ustedes! -gritó enfurecido Sandoval, blasfemando como un endemoniado.
Aprovechando las sombras crecientes, algunos indígenas que trabajaban en la casa corrían velozmente ganando el valle. Los paisanos tenían candentes referencias de la ferocidad de los blancos cuando chocaban entre ellos y procuraban poner la mayor distancia posible, confiando en no recibir alguna bala perdida.
Por fin la puerta de la casa fue abierta y el rectángulo de luz cayó sobre los tres hombres que aguardaban con las carabinas al brazo. Sandoval parpadeó un momento enceguecido y penetró en la habitación sin bajar el arma. En el centro de la sala-cocina, rodeando a Lunder que forcejeaba por levantarse de su asiento, estaban el padre Bernardo, Ruda y María. Ruda intentó adelantarse al encuentro de Sandoval, pero el padre Bernardo lo contuvo. La locura brillaba en los ojos de Sandoval, confiriendo a su rostro desencajado y amarillento de rabia un aspecto tétrico. Con el antebrazo que se curvaba sobre la carabina apartó brutalmente al religioso haciéndolo trastabillar.
– ¡Bestia! -bramó Ruda, pálido de indignación. María contemplaba al administrador con los ojos agrandados por el espanto.
– ¿Qué quiere, desgraciado? -preguntó Lunder tan vivamente conmovido que la ultima palabra la tartajeó en una mezcla de español y flamenco.
– ¡Gringo compadrito! -gruñó Sandoval, acercando su cara hasta pegarla casi a la de don Guillermo-. Ahórrese preguntas… desde ahora te voy a hacer marcar el paso… ¡Vigilen al gallego! -ordenó a sus hombres.
– Descuide, patrón… En cuanto se mueva, che, le aplasto la jeta, ¿estamos?…
– Pero, hijo, por Dios, ¡serénate! -balbuceó el pobre misionero, fortalecido con una vertiginosa plegaria.
– ¡Métase en un rincón y récele al diablo si quiere!… -gritó el secuaz de Sandoval.
El administrador apuntó con su arma al vientre de Lunder, preguntándole:
– ¡Pronto! ¿Dónde está su hija? ¡Llámela!…
Lunder quería obligar a su cerebro a pensar, pero le parecía estar sumido en un vértigo. ¡Después de tantas y tantas noches de secreta aprensión, de íntima congoja, el inaudito ataque se había producido!… Inútiles resultaron las precauciones tomadas ante la espantosa rapidez de los sucesos. Diez minutos antes todavía Frida y Blanca lo rodeaban solícitas, en tanto Ruda, siempre zumbón, rondaba a María, efusiva y enigmática, bajo aquella sombra de tímida reserva, estallando a veces con relámpagos de criolla picardía en la réplica candente como una marca de fuego… Todavía diez minutos antes el padre Bernardo charlaba con su voz suave, de los progresos que sus hermanos realizaban llevando la fe a los pobladores aislados por leguas de soledad y vientos… Aun él mismo hablaba con confianza del regreso de Juan y Llanlil, con la piel de león prometida a su hija… Sí, diez minutos antes el ambiente reposaba de serenidad campesina y amena, mientras la casa parecía el centro del silencio nocturno cayendo despacioso por el valle… Cuántas cosas amables ocurrían un momento atrás, ahora lejano como agua de torrente desaparecida. Parecía de pronto como si los disparos hubieran quebrado un cristal excesivamente delicado y tenue, tras el cual la tremenda realidad mostrase su hocico babeante. Allí estaba la bestia… el deseo, prendiendo luces rojas de odio en los ojos de aquellos hombres, despavoridos ante su propia fealdad; allí estaba Sandoval, descompuesto, obsesionado y vacilante como un borracho, cuyo cerebro no albergaba más que un pensamiento ¡sangre y venganza! y en su corazón sólo un nombre transformado en bandera de pasión: ¡Blanca!… Blanca, mancillada ya por su negro pensamiento. Blanca, muchacha de las pampas, deseable y altiva…
Lunder tenía experiencia de ajenos y similares extravíos de los sentidos largamente aprisionados en una red de obscuras lucubraciones… Ocurría en ocasiones que un hombre cualquiera, un peón blanco o indio, o un poblador reflexivo y dueño de sus actos, de improviso, tras una copa o una palabra provocante, lacerada sus carnes por tiempos de angustia, gritaba su pasión y, embravecido como un toro en celo, iba atropellando y matando al impulso de sus reflejos sangrientos, hasta llegar como una fiera al fin de su deseo o a la muerte.
– ¡Llámela, no me obligue a matarlo como a un perro! -estaba rugiéndole Sandoval, en tanto le oprimía la boca de la carabina contra el vientre. Lunder parecía atontado y sus labios temblaban levemente.
– ¡Déjelo, Sandoval! ¡En nombre de Dios, déjelo!… -suplicó el padre Bernardo juntando las manos en patética súplica y avanzando un paso.
– ¡Apártese curita, o me pierdo! -gritó Sandoval iracundo. Ante su gesto el padre Bernardo se detuvo indeciso y desolado.
– Sandoval, escúcheme… hace un momento Blanca estaba aquí -dijo Lunder rogando que su hija hubiese atinado a algo, pues efectivamente, al producirse los primeros disparos, había arrastrado a su madre, presa de una intensa crisis nerviosa, a sus habitaciones, pero… ¿acaso sabía ella que era el objeto principal de aquel atraco?
– ¿Dónde está ahora? ¡Hable, Lunder, o le parto el cráneo! -amenazaba el otro.
– No sé… se lo aseguro… ¡Cálmese y escuche!
– Ahora quiere hablar, idiota… Lo hubiera hecho antes, ahora es tarde… Vengo a llevármela, le guste o no ¿me entiende?
– ¡Pero eso es criminal! ¡Usted no puede hacerlo! Mi hija es libre y nada podrá sin su consentimiento…
– Yo me encargo de domarla… ¡Cuando sea mi mujer nos vamos a entender mejor!
En el vano de la puerta resaltó la figura enorme de Pavlosky gesticulando en su media lengua.
– ¡Patrón, el indio no aparece! No estar aquí…
– ¿Qué dice?
– El indio… -quiso explicar el sanguinario polaco, que había buscado a Llanlil con rencorosa insistencia por todas las dependencias de la estancia.
– ¡Qué me importa el indio! -replicó Sandoval, cortando la retahíla estropajosa de Pavlosky-. ¡Búsquelo!… alguno debe saber dónde está…
La interrupción había traído un breve rayo de esperanza en los atribulados pobladores, pero el inesperado silencio que siguió a la partida de Pavlosky fue fatal para Lunder, pues del interior de la casa llegó el ahogado e histérico chillido de una mujer asustada.
– ¿Así que no sabía? ¡Eh!
– No, no es ella, se lo aseguro… Es mi mujer…
– En seguida lo sabré -dijo Sandoval y dio un paso en dirección a la puerta que llevaba adentro.
Un instinto más poderoso que todo temor levantó a Lunder de su asiento, llevándolo a cruzarse delante del administrador.
– ¡Párese! -gritó angustiado-. Con la violencia… ¡déjeme tomar un arma y salgamos afuera! A ver si es tan hombre!…
– ¡Toma, gringo del diablo!… Te lo buscaste. -Y Lunder cayó al suelo con la cara brutalmente golpeada por la culata del arma de Sandoval.
– ¡Asesino! -gimió el poblador, tratando en vano de agarrarse a Sandoval, pero un segundo golpe que resbaló por el hombro acabó de abatirlo. La rubia barba patriarcal enrojeció con la sangre que manaba de la herida abierta en su mejilla. Acongojada, María se desplomó sollozando violentamente. Ruda luchaba con uno de los que lo vigilaban y en un momento dado una bala le pasó silbando cerca de su cabeza, yendo a incrustarse en el techo.
– ¡Papá, papá! -gritó Blanca, que corría desolada al escuchar el rumor de la lucha y la voz de su padre.
– ¡Patrón, por el valle vienen jinetes al galope!…
Era uno de los matones de Sandoval el que había entrado en la casa, con la cara contraída de miedo ante lo imprevisto.
– ¡Venga, patrón; puede ser una trampa!…
– ¡Son ellos! -exclamó Ruda y enarbolando el hierro de la estufa trazó un imponente círculo frente a los hombres que retrocedían sin atreverse a disparar por temor a matarse entre sí. Sandoval se detuvo indeciso y momentáneamente aturdido. El padre Bernardo y María, con el coraje que da la desesperación, se lanzaron sobre él obligándolo a retroceder. Alguien lo tomó de atrás arrastrándolo afuera y la luz desapareció tras la puerta que Ruda atrancaba febrilmente. Del otro lado los hombres de Sandoval corrían excitados llamándose y procurando inútilmente determinar la dirección de los que llegaban.
– Rápido, María… ¡atraque todas las puertas! -ordenó Ruda, limpiándose la sangre que corría por sus labios. Sobre la frente se extendía la marca cárdena de un culatazo-. ¡Vamos, no llore muchacha! -dijo el español animándola con un gesto impregnado de ternura. Ella obedeció y Ruda volvió a limpiarse la sangre escupiendo algunos dientes.
– Bueno, viejo -murmuró apesadumbrado-. ¡Ahí van los últimos, gallego desgraciado!…
Cuando levantó los ojos estaba solo… El padre Bernardo, con la ayuda de Blanca, había llevado a Lunder a su pieza. La terrible batahola se transformó en un siniestro silencio electrizado de amenazas.
El maltrecho don Pedro escuchó expectante procurando adivinar qué ocurría. “¿Serían Llanlil y Juan?”, pensó… Era difícil saber si los jinetes habían llegado o estaban detenidos, pues en la atmósfera seca el sonido corría más velozmente que cualquier caballo. Apretó los puños exasperado al oír los gemidos de Lunder y las mujeres que estarían curándolo.
Ruda escondió la lámpara reduciéndola al mínimo y la débil claridad proyectó su elevada estatura contra la pared.
Le pareció grotesca su sombra enorme doblándose en el ángulo del techo; pero el silencio de fuera le borró toda idea ajena al drama que vivía… Le dolía la cabeza y los tendones del cuello… ¡Esos bárbaros!
De pronto, súbitamente tenso, se aplastó cerca de la ventana enrejada que miraba al naciente. Alguien, hombre o animal, rozaba las paredes y Ruda creyó ver a través del vidrio espesarse la sombra. Adivinaba el leve paso sobre la tierra apisonada. Liberó el cerrojo de la carabina revisando la carga… -Esta vuelta les meto bala -reflexionó decidido.
Otra vez se escuchó el imperceptible rozar de un cuerpo y su corazón saltó de júbilo al escuchar la voz de Juan susurrar a través de la pared: “¿Están ahí, señor Lunder?”
– Juan… escuche, ¿está solo?
– ¡ No!… Anda Llanlil conmigo… el otro disparó…
– ¡Bendito viento!… -se dijo con alegría Ruda pensando que la gente de Sandoval no podría escucharlos.
– ¡Juan… Llanlil! Anden con cuidado. Del otro lado están Sandoval y sus matones. Han copado el galpón… voy a ver si los hago entrar por el ventanuco del fondo…
Alguien cerca de los corrales, seguramente un peón, escapaba con su caballo a través del valle en sombras. Pavlosky, que hurgaba inquieto entre los cobertizos, vio la borrosa figura pasar a algunos metros suyos y disparó su revólver al mismo tiempo que lanzaba una ininteligible advertencia. Desde los galpones, sus compinches, atolondrados con tantas idas y venidas en la obscuridad, respondieron al fuego creyendo que se trataba de algunos de los misteriosos jinetes, y Pavlosky, con un balazo en el vientre, rodó revolcándose en un charco de nieve barrosa, lanzando un alarido tan espantoso que inmovilizó a atacante y atacados. Ruda, que tampoco estaba muy seguro de la procedencia de los gritos y los disparos, apuraba a Juan para que se introdujera por el estrecho ventanuco, cosa difícil pues el capataz era bastante robusto. Desde el otro lado Llanlil lo empujaba también sin muchos miramientos.
– ¡Despacio, demonio! -refunfuñaba hoscamente el hombre, pugnando por introducir el cuerpo.
Tras suyo entró Llanlil y los tres en silencio arrimaron al orificio cuanto trasto hallaron a ciegas.
– ¿Y el patrón? preguntaron Juan y Llanlil al tiempo que cruzando piezas volvían a la sala-cocina.
– Está bastante mal -respondió Ruda-. ¡Sandoval lo golpeó bárbaramente! Llegaron al obscurecer y sorprendieron a la peonada en el galpón.
– ¿Son muchos? -quiso saber Llanlil, pero antes de que nadie le contestara apareció Blanca. Llanlil tiró a un costado la piel del puma que apretaba todavía bajo el brazo, y la hija de Lunder corrió hacia él.
– Llanlil… ¡Gracias a Dios! ¡Has vuelto… has vuelto! -y se arrojó en los brazos del indio.
– ¿Y esto? -murmuró atónito don Ruda-. ¡Por las patas de todos los patagones!… ¿Estaré turulato?
Juan, que comprendía menos que Ruda, se dejó caer en un banco resoplando de cansancio.
Pasados los primeros trasportes de cariño, Blanca se volvió a Ruda, murmurando entre avergonzada y exultante:
– Perdóneme, mi excelente don Pedro… ¿Cómo decirle esto en tan graves momentos?
– No tiene nada que decir… usted sabrá lo que hace -contestó Ruda sin abandonar su aire de incredulidad.
– Llanlil es el hombre que ha elegido mi corazón guió ella comprendiendo la actitud de don Pedro-. Yo…
– Mire, muchacha -interrumpió Ruda con acento áspero-. Vuelva junto a su padre… ¿quiere?
– Iré sí, don Pedro, pero con él. Desde hoy nada ni nadie nos separará.
– Huanguelén -cortó Llanlil-, ellos vienen por mí…
– Y por mí, Llanlil… recién lo he sabido por mi padre. Sandoval quiere castigarte a ti y llevarme con él… pero me habrá de matar primero.
– ¡Ah, huinca perro! -bramó Llanlil.
Ruda abrió los ojos exclamando:
– ¡Vayan, muchachos, vayan! Esta ha sido la sorpresa más grande de mi larga vida… pero creo que Sandoval se va a romper los dientes contra esta piedra 1. ¡Vayan, que nosotros vigilaremos!
– ¿Ha oído eso capataz? -dijo don Ruda cuando la pareja se fue-. ¡Había resultado listo el mozo! ¡Pero un indio novio de la muchacha!…
– ¿Y eso qué tiene? -rezongó Juan desde su rincón. Entre la sombra que lo envolvía su voz sonaba apática, algo ronca pero con un raro matiz de alegría, casi de desprecio. Por primera vez revelaba Juan que algo vivo, ardiente y cálidamente sensible dormía en él, quizás subyugado, emparedado tras un rostro duro como la propia existencia. Juan tenía un corazón dormido, pero no muerto.
– Yo también tengo algo de indio y no me vino del viento… Los blancos tomaron mujeres sin fijarse mucho en el color y no les fue tan mal; pero porque un paisano hace lo mismo ¡cuánto asombro!… -a Juan la vida le ofrecía su desquite por interpósita persona.
Ruda comentó admirado:
– ¡Vaya, hombre! Esta noche estoy aprendiendo tantas cosas que parece como si naciera de nuevo. -En su corazón hidalgo de inveterado quijote establecía una comparación entre la sucia pasión de Sandoval y la presumible devoción de Llanlil por la hija de Lunder, y comprendía avergonzado que sólo la antigua prevención contra el indígena, hecho de menosprecio e indiferencia, les restaba a éstos cualidades de afecto y nobles sentimientos. No en vano durante cuatro siglos de conquista su raza había aplastado, sometido y destrozado a aquellos hombres que, al fin y al cabo, eran los dueños de la tierra y habían, en su hora, erigido imperios de deslumbrante riqueza e inigualado poderío.
Comprendía ahora, quizás por primera y única vez, acuclillado en la sombra, con la amenaza de la muerte rondándolo, y el dolor de unos golpes que le palpitaban en la sangre como una humillación y un escarnio, que nunca se acercó a los indios que él mismo defendiera, con la verdadera comprensión ante iguales. El los había defendido por capricho tal vez… como una compensación aventurera ante la sociedad que lo superaba y a la que tenía el derecho de no acatar… ¡Derecho! Justamente ése era el bien que nadie dispensó totalmente al indio, el derecho de igual ante la justicia; el derecho a la vida y al lugar bajo el sol. Salvaje o sometido, libre o esclavo, leal o rebelde, el indio no era una persona, sino eso… un indio… el miembro anónimo de tal o cual tribu, el número de tal o cual estadística de conversión o de muerte. El, en cambio, era don Pedro Ruda y tenía papeles y nadie le preguntaba de qué clan procedía; era el ciudadano, un hombre.
La noche alimentaba su razón vorazmente. ¿Nadie pensó eso antes?… ¿Sería tal vez Llanlil el último resplandor de su sangre, centelleando sobre las mesetas? ¿Y qué era Blanca sino un retoño valiente acostumbrado a mirar sin parpadeos los crepúsculos rojos del verano y el cegador brillo engañoso de la nieve?
– ¡Oh… todo eso es demasiado para mí! -concluyó Ruda resignado, anhelando tener algo en qué ocuparse para no pensar más. Pero inconscientemente tendía toda su atención a la habitación de Lunder como queriendo adivinar el final de aquella sorprendente revelación de Blanca.
Un perro aulló lúgubre en la noche y él presintió a Juan moviéndose alarmado en la obscuridad.
– Está todo tranquilo… -murmuró avivando un poco el fulgor de la lámpara.
– ¿Qué estarán haciendo? -reflexionó Juan en voz baja.
– No lo adivino… pero no me gusta nada esta tranquilidad ¡crispa los nervios!
Blanca había llevado a Llanlil hasta el cuarto de sus padres. Allí, a la débil claridad atenuada al máximo de la lámpara de kerosene, el padre Bernardo y María procuraban aliviar el dolor de las heridas de Lunder. El desdichado poblador gemía roncamente y en el lado derecho de su cara presentaba un gran hematoma, provocado por el golpe de la carabina. Estaba recostado en la cama, al lado de su esposa que yacía en el afiebrado sopor de la crisis sufrida.
– ¿Eres tú, Blanca? -preguntó el religioso tratando de distinguirla en la penumbra- ¿Quién viene contigo?
– Llanlil, padre.
– ¿Ha vuelto Llanlil? -preguntó Lunder, articulando con dificultad, pues escasamente podía mover la quijada.
– Aquí estoy señor… -respondió el reche inclinándose sobre el patrón-. ¿Mucho lastimado?
– Sí, muchacho -dijo el padre Bernardo palmeándolo.
María, que presenciara la llegada de Blanca y el hombre, salió silenciosamente del cuarto.
– Escucha Llanlil -murmuró Lunder-. Te atreves a burlar a esa gente y llegar hasta la Colonia a pedir… ¡oh!… ¿a pedir auxilio?
– Quiero hacerlo, señor -afirmó sencillamente éste.
– Papá -intervino entonces Blanca, tomando a Llanlil de la mano -padre… ¿puedes escucharme o sufres demasiado?
– Habla, hijita… habla.
– Óyeme, papito -dijo entonces Blanca, arrodillándose al lado de su padre-. Hubiera querido decirte esto a la luz del día para que leyeras en mi cara la verdad, toda la verdad de lo que siento; pero la desgracia ha caído sobre nosotros de tal modo que no puedo esperar más… padre querido, Llanlil y yo nos queremos y suplicamos tu bendición.
¿Llanlil… Llanlil? -tartamudeó Lunder sin comprender cabalmente.
Es cierto, anciano huinca generoso… quiero a tu hija y ella me quiere a mí… al nieto de los caciques muertos… al hombre que aprendió a mirar las estrellas viéndola a ella… -dijo Llanlil con la elocuencia que le infundía su pasión.
– Todo es tan confuso… tan sorprendente… Blanca, ¿estás segura dé lo que dices?… ¿Comprendes el paso que vas a dar?
– No se fatigue, don Guillermo… -intervino el padre Bernardo-. Yo lo sabía desde hace algunos días y respondo por ellos… Descanse ahora y deje que Dios realice su obra hasta el fin… Llanlil saldrá a buscar ese auxilio y a su regreso, con el corazón limpio y la confianza puesta en el Señor, considerará lo mejor que convenga.
– Creo que… nada tenemos ya que considerar -dijo Lunder con fatiga-. Si Blanca ha de unirse a Llanlil yo habré contribuido… siempre distinguí a ese muchacho… mucho bregué en esta tierra… tu patria, Blanca, tu tierra… y tú debes saber cómo pagarle a ella… pero, ¡no olvides que del otro lado está Sandoval! -concluyó con un quejido.
– Vete ahora, Llanlil, vete con Ruda y trata de descansar -aconsejó paternalmente el religioso.
En el pasillo, Llanlil tropezó con María que regresaba trayendo una bebida caliente para Lunder.
– ¿Quieres comer? -preguntó ella. Pero él no contestó y se fue lentamente.
– ¡Indio!… -estalló la muchacha con rencor, pero después su voz se dulcificó en un sollozo. Con la espalda pegada a la pared contempló la figura que se borraba en el fondo del corredor.
– ¿Cómo sigue el patrón? -inquirió Ruda al ver entrar a Llanlil en la habitación.
– Sufre -fue la breve respuesta-. Don Pedro, enséñeme el camino a la Colonia -pidió luego.
– ¿Piensas ir allá? ¿Te lo pidió don Guillermo?
Pero otra vez Llanlil ignoró la pregunta. Sólo dijo:
– Saldré apenas aclare un poco… habrá niebla y será fácil intentarlo.
– Sí, posiblemente salir te será fácil, pero… ¿y después? -quiso saber Ruda.
– Sacaré un caballo, o dos, del corral y dispararé por el faldeo -contestó Llanlil, que en realidad no tenía ningún plan determinado.
Ruda lo contempló; erguido, paciente, lerdo; como hundido en otra atmósfera, lejano en espíritu, diferente. Pero se había habituado a sentirlo así, como si toda la fuerza de la tierra, de su tierra, estuviese contenida en él, tomando del árbol no de la fugacidad de la flor sino la reciura de la raíz; de lo transitorio del paisaje sólo la eternidad del mineral. Como su tierra tenía la fuerza adentrada, no en flor, sino en carne viva e íntima; no hecha sonrisa, sino arruga pétrea, surco cerrado y por lo mismo guardándose y creciendo de adentro hacia afuera, hasta romper los diques y fortalecer fortaleciéndose. Ruda sabía que, a diferencia de los blancos, Llanlil era todo fuerza vital enclaustrada en siglos de reserva y dura expectativa, pero su alma escondida se daba entera, no ya tan sólo por la mujer que quería, sino también por todos aquellos que otorgaban a su corazón el calor del afecto que reclamaba. Cordialidad de árbol generoso era la suya y no de enredadera fácil y efímera. Sí, evidentemente Llanlil era todo un hombre y Blanca había entregado su corazón al mejor. Ruda lo comprendió así en aquel examen a la escasa claridad de una luz vacilante; y tranquilo, como quien habla a un hermano largamente esperado, murmuró simplemente:
– Ojalá lo consigas, muchacho; te aseguro que estamos en un gran aprieto.
Luego los tres hombres se sentaron alrededor de la estufa con los fusiles apoyados sobre las piernas; y se abstrajeron en silencio ante el resplandor del hierro en ascuas. La helada, la impiedosa helada patagónica, cristalizaba el aliento aún dentro de la habitación…
Llanlil, fortalecido en la paciente espera del cazador solitario, no se rindió al sueño; se mantuvo alerta y encogido, recibiendo los rumores del exterior. A ratos Juan se despabilaba y animaba el fuego o cebaba mate amargo. Cuando creyó llegado el momento, Llanlil se dispuso a partir. Ruda y Juan habían abierto pequeños orificios en el adobe para vigilar los movimientos de Sandoval y su gente.
Pero tampoco María había cedido al cansancio de la dramática velada y así alcanzó a ver a Llanlil que se escurría fuera de la casa.-¡Va a entregarse!-fue su espantado pensamiento. El grito nació en la casa como un quejido animal y corrió por el valle apagándose en la niebla.
– ¡Vuélvete! No vayas, Llanlil… ¡no vayas! ¡Te matarán!…
– ¡Maldición! -rugió Ruda desesperado-. Pero; ¿quién grita de ese modo? -y corrió por el pasillo. Todos en la casa corrían, hacían preguntas, se llamaban, pero sólo Ruda comprendió la verdad y la buscaba, maldiciendo la fatal imprudencia de María. Cuando llegó al fondo del pasillo alcanzó a verla corriendo ya hacia afuera. María escapaba por la galería detrás de Llanlil y la niebla absorbió envolviéndola en una gran ola algodonosa y húmeda que se cerró tras ella con el eco de su grito desgarrado.
<a l:href="#_ftnref15">1</a> Juego de palabras, pues Llanlil equivale a “peñasco caído”.