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Cuando Sandoval se encontró en el frío de la noche con la puerta cerrada, dejó escapar un grito de cólera e intentó volver hacia ella, pero los hombres que lo rodeaban y que no estaban como él enceguecidos por la pasión, no querían correr el riesgo de verse metidos en una ratonera y sin muchos miramientos lo apartaron.
El ruido de la caballería que se acercaba cesó de pronto y el recelo de los asaltantes se convirtió en una asustada cautela.
– ¡Vamos al galpón!… -gritó, reaccionando, Sandoval.
En mitad del corto trecho hasta la barraca los esperaba Pavlosky y otro más; pero el polaco no era quien había visto a los jinetes.
– Entonces, ¿quién de ustedes los vio? -preguntó enardecido el administrador mientras corrían.
– Yo patrón le avisé… alcancé a distinguirlos apenas… obscurecía mucho, pero por el galopar eran varios le explicó el hombre que iba a su lado.
Ya frente a la puerta del galpón, Sandoval se volvió al polaco que jadeaba de fatiga y le ordenó:
– ¡Anda por detrás de la casa!… Necesito saber cuántos son. Ustedes por el otro lado. ¡Rápido!
– ¿Yo patrón? -balbuceó Pavlosky atemorizado.
– Sí, vos… ¿tenes miedo ahora? -respondió Sandoval fríamente. Pavlosky tenía algo más que miedo, pero conociendo al administrador no se atrevió a replicar y se fue entre las sombras.
A cada paso que daba en la obscuridad imaginaba sombras siniestras colocándose a sus espaldas y en cada bulto un enemigo aguardándolo. Luego entrevió la figura a caballo y cuando con la rapidez de una pesadilla hizo fuego, gritó y fue herido, comprendió que su hora había llegado y el infinito horror de la muerte lo sorprendió blasfemando.
Sandoval escuchó el grito y se levantó electrizado, dejando caer el cigarrillo que estaba liando. Caminó unos pasos aplastándose contra la pared del cobertizo empuñando el revólver, pero el grito no volvió a repetirse.
– ¡Maldita noche! -dijo casi gimiendo uno de los hombres que volvía.
– Lo que es yo no doy un paso más afuera hasta que aclare -terminó decidido el que lo seguía. Y se metió en el galpón donde sus compañeros esperaban vigilando a los peones de Lunder.
– Parece que le han acertado al polaco -volvió diciendo Sandoval.
– ¡En lindo lío estamos metidos, patrón! -dijo el que estaba más cerca y se estremeció ante el desconocido peligro que los rondaba.
Sandoval no contestó. Se arrimó al calor de la gran estufa de hierro y se detuvo contemplando hoscamente silencioso las lenguas de fuego que se escapaban por la boca de hierro. Tenía el rostro desencajado y los ojos casi perdidos en las órbitas, brillaban con una punta de luz amarillenta que parecía el reflejo de las llamas. Con un gesto automático tomó la bota de aguardiente que le ofrecía uno de sus hombres y bebió ávidamente un largo trago que le recorrió el cuerpo como un río de fuego líquido. La reacción producida por el alcohol pareció sofocarlo y volvió a salir tratando con la mirada y el pensamiento de indagar lo que ocurría en la casa de Lunder.
En un rincón del galpón, alejados del grupo principal, dos hombres del Paso conversaban en voz baja.
– Che, al fin te das cuentas ¿qué se hizo del paisano?
– ¿Y yo qué sé? -respondió el segundo agriamente-. Pero me parece que a Sandoval le falló el asunto y le están dando en las narices…
– Lo peor es que nos hemos metido de puro zonzos no más… esto se pone feo y ya me veo matrereando en la cordillera -reflexionó el primero, traduciendo la inquietud que en menor o mayor grado había hecho presa en todos ellos.
– Ya que hablas del indio… -siguió el segundo, pasándose la mano por la cara barbuda -creo que al patrón le interesa más la rubita del gringo que agarrar al paisano…
– ¿Y recién te das cuenta? Es un bocado de primera… ¿Sabes qué estoy pensando?
– Decilo… -se evadió el otro.
– ¡Tengo unas ganas locas de bajarle el humo a nuestro amigo Sandoval, que después de todo nos tiene de sirvientes!… ¡Si pudiera echarle mano a la mocita esa, se la ofrecía preparada y todo!…
– ¡Ja… ja… ja…! -se rió su compañero, entendiendo la intención de la propuesta. Súbitamente el pensamiento de la broma trágica y la lujuriosa satisfacción enredó a los dos forajidos en un baho espeso y lascivo. Envueltos en telas trasudadas, exhalando el hedor de las caballerías y los cueros, sucios, greñudos, con esa repugnante animalidad, tan distinta de la verdadera naturalidad de la bestia librada a sus instintos, que el ser humano adquiere cuando rompe los límites morales para encerrarse en el pozo de sus peores pasiones, los dos hombres se regocijaban en la imagen de la mujer joven, inviolada y deseada. La pasión de Sandoval se expandía hasta ellos y se enroscaba en sus cerebros hasta adquirir la fijeza de una placa.
– Mira -insistía el hombre- cuando estos bestias estén descuidados, al amanecer, pegamos el golpe y los dejamos. ¡Que se arregle Sandoval con su paloma! Tenemos que entrar en la casa… ¿Te animas?
– ¿Y por qué no? -respondió el otro excitado en su orgullo y en su concupiscencia.
– Toma… no hay como un buen trago para el frío.
– Y una buena hembra para acabar con las penas ¡salud! -terminó su compañero bastante mareado por los continuos requerimientos a la bota.
– ¡Callate, che, o te van a oír ésos!
– Bueno, pues… ¡Que aprovechen entonces!
– ¡Callate borracho, o te desnuco! -lo amenazó su cómplice alarmado, mirando al grupo que empezaba a interesarse en la conversación.
– Está bien… no es para tanto -y el hombre se envolvió en su poncho gruñendo incoherencias. Su compinche lo observó alargando el labio despectivamente.
Subía lentamente la noche y Sandoval continuaba su ronda solitaria y acechante. Ni por un momento pensó en desistir de sus propósitos; pero el rechazado ataque y la obligada pausa lo enardecían en un grado tal que temblaba violentamente. Había perdido la facultad de reflexionar y miraba la negra silueta de la casa de Lunder con tanta vehemencia que al fin sus ojos fatigados comenzaron a percibir luces inexistentes y vagas siluetas que se perdían en el aire o se enroscaban en espirales delgadas como hilos. Lentamente trascurrían las horas, y los hombres, cansados de esperar y embotados de alcohol y sueño, yacían por los rincones.
Sandoval, casi helado y durmiéndose apoyado contra las chapas del galpón no advirtió las dos sombras que se deslizaron a su lado y que, dando un largo rodeo, se arrimaron a la casa.
Avanzaron sigilosos y de ser la obscuridad menor hubieran visto el cuerpo sin vida de Pavlosky al que la helada había cubierto con una película blanquecina. Una niebla gris y húmeda subía de entre los pastos.
Anduvieron errando furtivamente por la galería temiendo ser sorprendidos, hasta que la claridad de la madrugada chocó contra la niebla. Dudaban ya de conseguir entrar cuando de pronto los sobresaltó el rumor de pasos en la galería.
– ¡Alguien sale! -murmuró uno y empujando a su cómplice, corrió a ocultarse tras el brocal del pozo. Desde allí vieron al indio desaparecer y luego, restallante, les llegó el grito de María y su inesperada aparición.
– ¡Ahí está! -gritó el barbudo saltando como un gato mostruoso, y abalanzándose sobre María, que cruzaba corriendo, le puso la manaza sobre la boca y la arrastró entre la niebla. María, aterrorizada, mordió aquella mano que la ahogaba y alcanzó a desprenderse, pero las amplias polleras se le enredaron y cayó de bruces gimiendo.
– No te vas a escapar, pichona… -rugió el hombre y la envolvió en sus brazos. El contacto del cuerpo suave de la muchacha le infundió un vigor de fiera y se lanzó con ella campo afuera, hacia la alameda, seguido de cerca por su cómplice.
María, desvanecida por el brutal abrazo, dejó de luchar y los dos hombres, jadeantes, se detuvieron entre los árboles. El deseo era ahora en ellos como un ramalazo de locura… Uno tiró de las ropas de la muchacha desgarrándolas y sus manos recorrieron los pechos firmes y desnudos… Pero ya su compinche furioso lo apartaba con violencia, rugiendo:
– Salí maula… esta mujer es mía -y con un golpe aplicado con el cabo de su revólver lo tendió en el suelo.
El frío y el contacto del pasto húmedo, hicieron que María volviera a la conciencia de su estado, intentó otra vez la huida, hipando de terror, pero ya su raptor caía sobre ella implacable, revoleándola entre las hierbas. Con el último terror se sintió destrozada por las manos ávidas y su cuerpo vibró defendiéndose. Sufría el asco y el ultraje y todo su cuerpo fue lacerado y golpeado por el miedo.
– ¡Déjeme bruto… salvaje… déjeme! -rogó inútilmente.
– Vení muchacha. Ahora vas a ver quién es más hombre… ¡Ni se imagina don Mateo! ¡Vos sos mía!… ¡Mía y de cualquiera cuando te deje!
– ¡Mamá… mamita!… -fue toda la voz que salió de la garganta de María… Después la niebla entró en su corazón… la niebla los envolvió a los dos con su monstruosa piedad ciega y la bestia creció bajo el cielo indiferente.
El hombre se levantó y anduvo; topó contra la niebla y anduvo; anduvo con el aullido de la bestia empujándose contra sus dientes; anduvo con el áspero rocío mojándole los labios resecos por la fiebre de los besos negados sobre la boca fresca y la piel… ¡La piel! ¡qué suave era la piel de la muchacha que gemía!… Anduvo hasta chocar con el otro.
Sandoval estaba delante suyo, visible entre la niebla que se aclaraba poco a poco.
– Bueno don… -tartajeó el hombre con una risa estúpida, limpiándose la boca con el dorso de la mano. -Ya cumplí la orden, patrón…
– ¿De dónde salís vos? -le gritó Sandoval-. ¿A quién corrían?
– No haga tanta bulla, patrón… ¿No quería a la muchacha?… ¡Bueno! Ahí la tiene… tiradita en el pasto… como esperándolo. Es suya, patrón. ¡Que le aproveche!
– ¡Desgraciado! -bramó Sandoval, como si masticara el insulto para escupirlo en la cara del violador. -Desgraciado!… No vas a vivir mucho para contarlo.
El hombre estaba medio inconsciente de alcohol y de lascivia, pero la voz de Sandoval lo sacudió como un latigazo.
– Pero no, patrón… ahí la tiene, eso es todo… Salió corriendo detrás de otro que escapaba… se lo aseguro… yo…
– Vos te aprovechaste de ella ¡perro!
– ¡No!… Se lo juro… ¡no patrón!… ¡No… Nooo!…
El impacto de la bala lo tiró primero hacia atrás como si lo hubiera coceado un caballo, después se le doblaron las rodillas, trastabilló, y finalmente cayó boca abajo.
Sandoval lo dejó tendido sin volverse a mirarlo. Siguió adelante.
Cuando se inclinaba sobre el cuerpo semidesnudo que se helaba entre el pasto. María balbuceó:
– Llanlil… no te vayas… me muero.
Sandoval la reconoció con asombro y se incorporó desconcertado. Por entre la alameda, detrás de los corrales, sintió el galope de un caballo que se alejaba. Como un rayo la seguridad de que Llanlil era el jinete lo hizo correr a los galpones.
– Un caballo ¡pronto!… ¡se escapa el indio!
Pero aquello se había convertido en un caos. Su gente luchaba con la de Lunder en medio de la confusión terrible y Sandoval, saltando al primer caballo que halló a mano, se metió entre los corrales persiguiendo al paisano.
…Y Pedro Ruda, con la desesperación en el alma volvió a la casa. Entre sus brazos llevaba la dulce carga de un cuerpo inerte, helado y liviano. Con el gesto duro y los ojos que no sabían llorar, caminó indiferente entre los que yacían caídos y los que luchaban todavía. Los negros cabellos de María se enroscaban en su cuello lastimado y, mirándolos, Ruda presintió que un dolor más negro lo acompañaría para siempre.
– ¡Muchacha tonta! -murmuraba amargamente, mientras la dejaba sobre la sencilla cama de su cuarto.
– Venga, hijo mío -le pidió el padre Bernardo-. Venga conmigo que Blanca cuidará de ella.
– ¡Oh padre!… ¿Por qué… por qué? -y Pedro Ruda, por primera vez en su vida hincó la rodilla ante un misionero de Dios. La orgullosa cabeza se humilló y lloró como una criatura.
El padre Bernardo que conocía el dolor de los hombres, su orgullo y su fragilidad, no rezó por él, sino que acarició la vieja cabeza de león abatido.