37601.fb2 Conquista salvaje - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

Conquista salvaje - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

CAPÍTULO XVIII

1

El hábil conocimiento del campo y el instinto para guiarse en la obscuridad que poseía Llanlil chocaron con lo imprevisto cuando más necesarios le eran. La niebla lo envolvió tan estrechamente al salir de la casa, que inexplicablemente equivocó el camino de los corrales y tuvo que detenerse desorientado. Luego el grito de María a sus espaldas acabó de confundirlo y se detuvo titubeante. Quiso retroceder pero el recuerdo de la promesa hecha a Lunder lo afirmó en su decisión. Cargó de nuevo sobre sus hombros las mantas y la alforja y silenciosamente dio un largo rodeo, para esquivar cualquier encuentro con los hombres del Paso.

A éstos les resultaba sumamente improbable poder controlar la casa y sus dependencias, irregulares y desconocidas para ellos, y no le costó mucho a Llanlil eludirlos; en cambio había perdido un tiempo precioso cuando llegó a ubicarse detrás de los corrales de jarillas. Abrir un boquete y meterse dentro fue cosa de un momento. En los rústicos boxes colectivos de adobes, procedimiento único en la zona, se alineaban los animales de montar. Llanlil se deslizó con precaución, pues la niebla, inusitada por su espesura, inquietaba a los animales casi tanto como los tiros y temblaban con el impreciso temor que convierte a pacíficas caballerizas, obedientes a la menor señal de sus dueños, en peligrosas bestias prontas a disparar atropellando cuanto se les pone por delante.

Ensilló un animal, no atreviéndose a llevarse otro y lo sacó afuera llevándolo de la brida por la alameda, bien ajeno al drama que a pocos metros acababa de protagonizar María. El caballo no necesitó ser estimulado y apenas sintió el cuerpo del indio sobre su lomo emprendió el galope. Llanlil pensaba llegar hasta el puesto de la sierra y allí proveerse de nuevos animales. Se desvió de la alameda metiéndose entre los charcos pantanosos, alarmando a su paso entre los juncos y los pastos, a las avutardas y patos silvestres. Cuando salió a terreno más firme ya la niebla se aclaraba y pudo orientarse, emprendiendo veloz carrera. Contra la pared cercana del cañadón le pareció escuchar el eco de un galope, pero lo atribuyó al suyo y mantuvo su carrera sin volverse una sola vez. Sin embargo era Sandoval quien corría tras él.

Antes de llegar al faldeo el insistente resonar de los cascos de otro caballo se le hizo evidente. Para convencerse detuvo el suyo y, en efecto, a través de le niebla que desdibujaba el relieve de los calafates, agrandándolos como si se mantuvieran suspendidos en el aire, le llegó el sordo rumor de otro galope. Alcanzó el faldeo y obligó a su caballo a empinarse para subirlo. El animal amagó un corcovo, pero la mano firme de Llanlil lo condujo hacia arriba sin desviarse. El ascenso era breve y pronto alcanzaron el filo de la planicie.

Allí no había rastros de niebla; leve, tímida, una límpida claridad empalidecía por el naciente el fulgor de las últimas estrellas. Gigantescas pinceladas de tonalidades plateadas, rosadas, bermejas, violetas, hasta terminar en un rojo casi negro en las riberas de la luz, se abrían como un abanico cuyo centro estaba detrás de las sierras, desde donde el sol parecía concentrar y lanzar como flechas su infinita gama de luminosos colores. Pero el astro estaba aún más lejos: más allá de las sierras foscas; más allá de los lagos y salitrales que comenzaban a rebrillar repitiendo infinitamente sus álgidos caireles de sal. Estaba más allá todavía de las tierras resecas que se rajaban mostrando sus estratos fósiles y antiguos; estaba más allá todavía de los acantilados donde las olas del mar morían en su eternidad renacida e incansable. El sol estaba recién naciendo tras el mar insondablemente azul; o tal vez la flecha de su luz brillaba ya en el extremo de las alas de los petreles o refulgía en el pico acerado del orgulloso albatros. El sol estaba lejos… pero su presencia se reflejaba ya en loa ojos de Llanlil, bajaba su claridad por la cabeza sudorosa del caballo, por las manos viriles que apretaban el cuero de las riendas. Sobre la planicie estaba amaneciendo cuando todavía el valle se debatía entre la penumbra y la niebla. En la planicie Llanlil recibía la luz y aspiraba el indefinido aroma que emanaba de la tierra y las hierbas. Su caballo arqueó el cuello mirando la barranca escalada y relinchó con júbilo como si él participase también del alborozado nacimiento del día.

Delante del indio se ondulaban los lomos de la sierra cercana y se rarificaba la vegetación a medida que la piedra ganaba las estribaciones y las laderas. El San Bernardo refulgía con sus lejanos desfiladeros nevados.

Poco duró la pausa del jinete. Sabía que su perseguidor le daría alcance y reanudó su carrera. A sus espaldas Sandoval quedaba escalando la barranca. Todo dependía de la resistencia de los caballos y realmente a Llanlil el suyo le inspiraba escasa confianza. El animal braceaba con esfuerzo y padecía del más grave defecto en aquel terreno: tropezaba de continuo con los coirones. Se rendía voluntarioso al estímulo y manteniendo un tren parejo no lograba empero progreso alguno sobre su perseguidor. En cambio Sandoval galopaba seguro y veloz sobre un hermoso zaino obscuro de remos elásticos y ojos como fuego y que se tendía en la carrera con un instinto maravilloso para salvar los obstáculos.

El administrador vio con satisfacción los vanos esfuerzos de Llanlil por aumentar la distancia que los separaba. Y de pronto se produjo lo inevitable; el indio voló literalmente por sobre la cabeza del caballo, cuando éste tropezó en el suelo irregular, rompiéndose el cuello en la caída.

Sandoval tiró de las riendas del suyo.

– ¡Se acabó tu disparada, indio! -y jadeante puso la cabalgadura al paso, cautelosamente prevenido.

El cuerpo de Llanlil a tres metros de donde cayera su caballo, yacía tendido e inmóvil, respirando entrecortadamente. Sandoval lo contempló sin apearse maravillándose a pesar suyo de la magnífica escultura humana desplomada a sus pies. No podía, él tan seguro de sí mismo, definir los sentimientos que lo invadían al tener a su merced a su enemigo, pero instintivamente lo sentía ligado a su destino, un obstáculo a sus planes que estaba dispuesto a eliminar sin piedad. Como Llanlil hiciera un movimiento para levantarse, se sobresaltó violentamente. ¡Aun caído inspiraba respeto el indio!

– ¡Me voy a ahorrar una bala contigo! -pensó buscando con la vista a su alrededor. A pocos pasos encontró lo que buscaba… una pesada piedra. Se apresuró a tomarla porque ya Llanlil parecía volver en sí quejándose ahogadamente. Abrió los ojos aturdido y espantado y vio a Sandoval levantando la piedra sobre su cabeza. El sol iluminaba el rostro alterado por el esfuerzo y el odio.

2

Llanlil gritó, pero se lanzó rodando al tiempo que la piedra caía con fuerza donde un segundo antes estaba su cabeza. Trémulo, sudoroso, Sandoval dejó escapar un resoplido de rabia y como Llanlil se incorporara con la cara magullada y sangrante, extrajo su revólver, dispuesto a acabar con él de cualquier modo.

– No te vas a escapar… ¡condenado salvaje!

Llanlil, agazapado y mirándolo fijamente, le gritó:

– Todavía no he muerto… ¡Vení, cristiano maula!

Por la mente de Sandoval desfilaron con rapidez los más encontrados pensamientos. El sabía de la extremada valentía de aquel hombre y cuando intuyó su huida la atribuyó al miedo. Por eso lo persiguió confiado y con ánimo de ajustar cuentas apenas lo tuviera a mano. Sin embargo ahora se asombraba de que un hombre en fuga conservara tanta energía para enfrentarlo; ciertamente no demostraba ningún temor y sí, en cambio, el mismo odio que él sentía. El también era corajudo y habituado a encararse con todo tipo de forajidos y ninguna cara patibularia o amenazadora lo había hecho jamás titubear… Ese singular hijo de las montañas, ese extraño sujeto que había burlado a sus mejores hombres, se erguía, no obstante herido y maltrecho, para desafiarlo. Admitió consternado que a posar de que todas las ventajas estaban de su parte, se sentía confuso y hasta algo asustado. Además en aquella soledad era inútil esperar ayuda de nadie.

Sandoval hizo fuego, pero no era tan fácil acertar a un hombre que saltaba entre las piedras y la excesiva cercanía resultaba casi una desventaja. Disparó de nuevo y la bala silbó sobre la cabeza de Llanlil peligrosamente. Pero el indio tenía su plan y desafiaba a la muerte en una suprema jugada de audacia… Iba hacia adelante con la mano derecha cerrándose hasta endurecerse sobre el mango del cuchillo. Avanzaba con la respiración entrecortada por el dolor que sentía en todo el cuerpo y sin quitar su vista de los ojos de Sandoval, cuyo pulso, tan firme de ordinario, comenzaba a temblar. El arma del administrador era un viejo Colt de seis tiros y Llanlil podía ver, tan próximo se encontraba, los negros agujeros vacíos del tambor.

Su adversario maldecía su falta de tino al no descolgar la carabina de la montura, pero era tarde para remediar su imprudencia, pues el caballo había disparado lejos al primer tiro… Se arrimó al de Llanlil procurando hacerse de la carabina que el otro llevaba trabada en el recado. Resbaló y ahogando una sorda exclamación de rabia y temor disparó de nuevo a aquellos ojos obscuramente azules que le hipnotizaban. Era lo que estaba aguar dando el reche que se enderezó avanzando a su encuentro.

– ¡Ahora! -gritó triunfalmente-. ¡Pelea si sos hombre! A cuchillo, cristiano, o te degüello…

Trastabillando Sandoval le tiró el inútil revólver a la cara y sacó del cinto el cuchillo, pero toda su prepotencia había dejado lugar al instinto primario de defender su vida en peligro.

Llanlil quería acabar pronto, pues sentía una gradual insensibilidad en su brazo que le aflojaba los músculos. Una y otra vez se acometieron en silencio como si presintieran que aun las palabras y los dicterios sobraban en aquel duelo a muerte. Toda la perversidad y la astucia adquirida en largos años de cazador, ponía Llanlil en juego; juego desprovisto en la ocasión de todo vestigio de humanidad, en el que solamente asomaba el primitivo salvajismo que animó a los machos disputándose el dominio de la especie. Como él, con el mismo odio, habían peleado en obscuras cavernas antepasados perdidos con el tiempo. Como él, otros, en remotas edades, disputaron a la mujer más hermosa para crear la raza de los fuertes, los jefes, los nacidos para mandar, los amos en la conquista salvaje de la tierra.

En cambio Sandoval contaba a su favor con el cálculo y la astucia que mide el relámpago de un segundo para lanzarse sobre el contrario; pero en ambos el mismo odio antiguo de los hombres que disputaban su primacía por la fuerza. Y aquel odio los impulsaba lúcidamente, con los ojos bien abiertos hacia la punta de los cuchillos, con el ánimo templado y viril, sobre aquella tierra vieja, pero que renacida del mar, necesitaba todavía el baño de sangre para fertilizarse. En aquel escenario solitario, sin testigos, sobre el que nacía la luz de un día nuevo, al que el viento castigaba con la misma inclemencia con que luchaban los hombres, flotaba un soplo de la tragedia eterna; y la tierra, entretanto, paciente y muda, seguía esperando la hora del amor.

Llanlil perdía terreno; una intensa debilidad lo entorpecía. El agudo dolor de su cabeza se convertía en un zumbido enloquecedor que lo obligaba a cerrar los ojos; el brazo derecho prácticamente estaba endurecido. Resistía aún porque si no daba cuartel tampoco podía esperarlo. Sandoval lo había herido ya varias veces en los brazos y sonreía, con una helada sonrisa mostrando los dientes blancos, como un lobo joven que se apresta a dar el último salto sobre su víctima.