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El capitán Antonio Díaz Moreno era el perfecto caballero que los salones porteños acogían con la simpatía que la posición, el dinero, la juventud, y el don de gentes sabían conquistar en aquella sociedad un poco ingenua de fin du siécle; un sociedad en resumidas cuentas muy cosmopolita, muy gentil, muy superficial y con un santo horror a todo lo que se refiriera a la tierra propia. Todo lo patrio que estuviera más allá de Palermo o de las quintas de San Isidro, era netamente sauvage e indigno de ser considerado y menos discutido.
En esa aristocracia de próceres, ganaderos y comerciantes enriquecidos, un oficial de sólido patrimonio, joven y soltero, tenía por fuerza que conciliar la atención general, y el capitán Díaz Moreno reunía sobre su persona los mejores requisitos para ser un dilecto de su tiempo: sobrino de un ministro, algo pariente de la familia Mansilla, militar por inclinación, rico, veintiséis años y una esmerada tradición de parisiense, todo lo poseía; basta una novia dulce y enamorada que palidecía ante sus entorchados. Y coronando y aun abarcando todas estas galas propias o heredadas, poseía, cosa ya más notable, un espíritu críticamente alerta y un corazón ávido de novedades y de lejanías. Por eso, con gran escándalo de su círculo, cuando se dispuso su traslado al sur, a la Patagonia misteriosa, se murmuró con despectivo tono que no sólo no había rehusado ni menos interpuesto efectivas influencias para una decorosa retirada, sino que él mismo había solicitado en secreto aquel traslado.
Sea lo que fuere, en el año 1908 el excepcional y pundonoroso oficial se encontraba en Comodoro Rivadavia, cuna rispida e incipiente del petróleo, soportando uno de esos cíclicos inviernos especialmente rigurosos en que el anatema de Darwin parece flamear como una bandera. Los salones que ahora frecuentaba el capitán eran mucho más humildes, aunque las rubias hijas de los boers cuyas modestas casitas formaban el corazón del pueblo, podían rivalizar en frescos y saludables colores, amén de otros encantos más recoletos, con las bellezas de cualquier latitud. Forzosamente y a hurtadillas, aquellas muchachas suspiraban por el capitán que, con romántico estoicismo, continuaba siendo fiel a su dama.
Don Manuel entró una mañana en el despacho del capitán, dando vueltas entre las manos al ajado sobre que un mes antes recibiera de las del padre Bernardo en la población de Lunder.
– Con su permiso, señor -dijo todo confuso al comprobar que, hiciera lo que hiciera, sus botas enlodadas de greda mojada encharcarían el piso pulcramente alfombrado.
– ¡Adelante, amigo! -lo miró el militar, viendo su honrada indecisión-. ¡Entre no más, que ya sabemos cómo está eso afuera! -eso, era la calle única de Comodoro, convertida en un lecho fangoso de nieve y greda desde la Loma hasta el muelle.
Durante la pausa siguiente el capitán observó que evidentemente la visita llegaba de un largo viaje.
– Pues verá, señor… -empezó el comerciante más animado-; traigo estos papeles del Ensanche para entregárselos en sus propias manos- y extendió el grueso sobre.
El capitán contempló la cubierta, diciendo:
– Sí. En efecto… A mí está dirigido. Vamos a ver…
Leyó largo rato con preocupada atención el extenso pliego y al fin levantando los ojos del papel, exclamó acentuando la intención.
– ¡Uff! Entre la lectura y la puerta abierta, usted me ha metido toda la Patagonia adentro.
Don Manuel se apresuró a cerrar.
– Perdone, señor capitán; pero, usted sabe… nosotros sentimos el viento todo el año y no nos damos cuenta -el capitán Díaz Moreno hizo un gesto indefinido.
– ¿Así que todavía ocurren estas cosas en el sur? -preguntó más para sí mismo que para el otro.
– ¡Bah! Y algunas peores.
– Con lo que comprendo, desafortunadamente, lo poco que conozco la zona… en fin… -y volvió a ojear los papeles-. ¡Estas Compañías!… ¿Cuándo lo dejó usted al señor?… a ver… Lunder… así es, Lunder.
– Cosa de un mes, señor -afirmó don Manuel. -Y creo que necesitan ayuda. En el Paso hay tipos capaces de cualquier herejía.
El capitán se acarició la sedosa barba castaña, y empezó a buscar algo entre los legajos.
– Sí. Tenemos algunas referencias del lugar y se gestiona la instalación de una comisaría… ¡Aquí está!… Bueno, estimado vecino -dijo levantándose y tendiendo su mano a don Manuel-. Le agradezco este servicio y vaya tranquilo, que haré todo lo que esté a mi alcance… Gracias de nuevo.
Don Manuel estrechó la mano del capitán, en cuyos dedos, hasta los nudillos de la primer falange, florecía un vello apenas más claro que el castaño de la barba.
– A sus órdenes, señor capitán… Debo agregarle que el padre Bernardo confía ciegamente en usted y así lo dijo varias veces… y adiós, señor.
– ¡Caramba!… Me hace un honor que no merezco… Buenos días…
El soldado que montaba guardia melancólicamente apoyado en su fusil, se apartó con desgano para dejar pasar a don Manuel que se retiraba.
“¿Qué andará por venderle al capitán? -calculó el soldado-. ¿Pensará hacerlo cliente de su fonda o venderle flechitas?”
Al rato la puerta se abrió de nuevo y esta vez para dar paso al mismo capitán. El soldado se cuadró sosteniendo el fusil con los dedos ateridos.
– Voy a ver al comisionado -advirtió respondiendo al saludo-. ¡Métase adentro, muchacho!… hace un frío de todos los diablos…
– Gracias, mi capitán -dijo el guardia con una leve sonrisa agradecida, pero ya Díaz Moreno se alejaba calle abajo manchando sus lustrosas botas en el fango y luchando con el viento que le cortaba la respiración. Seis cuadras más allá la calle terminaba en el extremo del muelle de hierro que se metía valientemente en el mar. Las casitas de chapas y maderas parecía que en cualquier momento terminarían por desprenderse y planear en el agua, pero sus habitantes iban de un lado a otro chapoteando indiferentes.
Las ropas pesadas, los duros impermeables marineros, las sobrebotas de cordón y los gorros de piel conferían a todos ellos un aspecto agigantado y lerdo, como si el lecho fangoso los retuviera al andar. Mocetones robustos de gestos duros; tehuelches taciturnos y emponchados; chilenos retacones de pómulos salientes y pelo renegrido; dálmatas rubios, de mejillas rosadas y barbas sedosas; algunos argentinos, fácilmente notables por sus gestos vivaces y permanente aire de disgusto, subían y bajaban la empinada vía de barro, saludándose, bromeando o concertando encuentro en alguno de los muchos hoteles que, con la llegada de técnicos y personal de los pozos de petróleo, habían proliferado en el lugar.
El capitán llegó casi al extremo de la calle y se metió en una casa algo más sólida que las restantes. A su costado dejó el Chenque 1 que, como un solitario morro de greda y estratos fósiles, coronaba la melancolía de la tierra bajo el azul metalizado pero jamás inmóvil del Atlántico.
Al pie del cerro, sobre la costa, como diciendo un conmovido adiós a las tierras lejanas en cuyas riberas nacían las olas que morían en sus playas, los blancos habían prolongado la tradición del chenque indígena, plantando las primeras cruces a sus muertos, indefinidamente conservados por las sales marinas.
– ¡Qué sorpresa, mi querido capitán! -exclamó el caballero moreno y entrecano que saliera a recibir a Díaz Moreno-. En qué estado vienes, conquistador del barro… ¡Pasa, hombre!
– ¡Puff! -rezongó el capitán-. ¡Y son apenas quinientos metros! ¿Cómo te va, distinguido morocho? ¿Y la señora?
El aludido esbozó un ademán de ignorancia.
– Mira, no lo sé… Andará por la cocina… Pero, ¿supongo que no habrás venido sólo a preguntar por ella?
– No. No temas… Te traigo un lindo asunto. Pasemos a tu escritorio -y tomándolo de un brazo se lo llevó a una habitación donde la estufa inevitable levantaba su caño de hierro agujereando el techo.
– Bueno, tú dirás… -dijo el dueño de casa observando el ceño preocupado de su amigo.
– Pues, estimado Alvarez, ha llegado el momento de que me ayudes desde tu omnímodo cargo de Comisionado del Territorio en el pueblo.
– ¡Bah… bah! Paparruchas, che… Pero no me impacientes y vamos al asunto que te trae.
– Bueno, aquí tienes algo que no es paparrucha -dijo el capitán y agregó-: Dime, ¿tú tienes jurisdicción hasta la cordillera?
– Sí que has venido enigmático, mi capitán… a la verdad no estoy muy seguro… ni siquiera de dónde está la frontera.
– ¡Ignorante!
– No, hijo, sincero… -replicó el Comisionado riendo-. Pero siéntate y habla de una vez o te tiro algo a la cabeza… ¡Tona! -llamó con voz enérgica.
– ¿Señor? -preguntó una mestiza entrada en años, desde una puerta interior.
– Sírvenos un whisky y avisa a la señora que dentro de una hora… ¿te parece bien?… iré con el capitán Díaz Moreno que quiere saludarla.
– Sí, señor -respondió la mujer y desapareció en seguida. Los dos hombres esperaron aún que la vieja Tona les colocase delante unos vasos de whisky, ínterin el capitán extendía sobre el escritorio los documentos que traía.
– Hoy, hace un rato para mayor precisión… ha venido a verme un individuo, uno de esos traficantes que comercian con los pobladores y los indios de las mesetas. Venía de la Colonia, después de estar en el Paso Río Mayo y el Ensanche… ¿me sigues?
– Como si fueras el Baedeker -comentó Alvarez sonriendo-. Pero sí, te sigo atentamente. Continúa, por favor.
– Pues me ha entregado los papeles que aquí ves y que relatan, de mano de un religioso misionero, el conflicto surgido entre el administrador de la Compañía Colonizadora y un poblador boer llamado Lunder, que reside en el Ensanche… hay una muerte, algunas palizas, la amenaza latente de algo más grave… un indio legendario… et encore la femme…
– Dime -interrumpió Alvarez-, si no me equivoco el administrador de la Compañía es un tal Sandoval, ¿no es cierto?
– Así es en efecto -confirmó el capitán.
– Tengo varias quejas sobre ese caballero… que no parece serlo tanto. Pero, de todo esto… ¿Qué esperan que hagas tú?
– Sencillamente… Que me llegue hasta allí con un piquete para prevenir cualquier desgracia… y te advierto que mi informante me merece toda confianza. Es un probo varón, un religioso que conocí en Buenos Aires. ¿Crees tú que podré hacerlo?
– ¡Caray! ¡Menudo lío! -murmuró el Comisionado-. También podríamos mandar una partida volante de gendarmes…
– No creo que baste… Sandoval está rodeado de matones a sueldo. Además…
– Además… confiesa que estás loco por ir tú -dijo Alvarez apuntándole con el dedo.
– No lo niego. Me gustaría recorrer esos parajes. Sabes bien que no he venido aquí a vegetar ni a contemplar el mar sentado en una roca.
– Bueno… te queda el Chenque, o cualquier otro monte.
El capitán se encogió de hombros.
– Son muy monótonos -dijo bebiendo lentamente.
– Pues, ¡podrías hacer un agujerito aquí y otro allá!… ¡a lo mejor descubres petróleo tú también!
– Difícil, querido. Esos agujeritos como los llamas tienen nombres propios y exclusivos: Beghin, Fucks, Simón, Krause, Hermitte, Destloff… ¿Dónde diablos ubico el mío?
Alvarez se levantó, y apoyando la mano sobre los papeles que había dejado el capitán, expresó:
– Mira, viejo… volviendo a lo nuestro. La cosa no es tan fácil. Tú no dependes de mí, sino de tu comando en Rawson. Yo recibo órdenes del Gobernador y el doctor Lezama a su vez no tiene jurisdicción en el terreno militar.
Por otra parte sólo razones de suma gravedad podrían justificar una intromisión militar en una cuestión policial…en fin, un enredo mayúsculo.
– ¿Y entonces? -preguntó algo fríamente Díaz Moreno.
– No sé-. Habrá que discurrir algo distinto. Tú tienes influencias en la Capital y si te empeñas… podríamos alegar inquietud en las reducciones, conflictos por las raciones del gobierno… Tú me entiendes. Algo muy nebuloso y por lo mismo, lleno de peligros en potencia.
– Pero, ¿entretanto? -se allanó el capitán, sólo a medias convencido.
– Entretanto déjame los papeles; los estudiaré y ya veremos… Aguarda; te haré extender un recibo -y salió llevándose los documentos que redactara el padre Bernardo. A poco regresó diciendo:
– En seguida te lo entregarán… ¿Quieres pasar ahora? Mi señora debe estar esperando… Ya sabes que tienes la virtud de alterar los corazones más virtuosos.
– ¡No seas loco! Al final no será necesario que haya expedición alguna, sino que me van a expulsar sencillamente -exclamó el oficial.
– Es una broma… Toda tu ascendencia prócer debe de estar orgullosa de ver reunidas tantas cualidades en un solo varón. Volviendo a tu asunto, tendremos que movernos si deseamos salir adelante con él. Esta noche, en tu despacho, discutiremos todos los detalles, ¿estás conforme?
– De acuerdo -subrayó el capitán, satisfecho.
– ¿Vamos entonces?
– Vamos -contestó él, siguiendo al funcionario.
Al día siguiente, después de conferenciar largamente, Díaz Moreno y Alvarez sometieron al pobre telegrafista del pueblo a una tarea abrumadora. Largos mensajes en clave fueron irradiados a Rawson y Buenos Aires. A éstos siguieron pliegos que un mensajero especial llevó a la capital del Territorio, a través de ochenta leguas de viento, nieve, barro, frío y pedregales solitarios. Pero la inteligente labor de Alvarez y la simpatía y linaje de Díaz Moreno empezaron a rendir sus frutos recién muchos días después. El primero recibió una mañana un despacho telegráfico que se apresuró a llevar a su amigo.
– ¡Mira! -le dijo-. ¡Lee!
Díaz Moreno desplegó el telegrama cuyo texto leyó atentamente:
“Comisionado Territorial Comodoro Rivadavia. Instale destacamento policial Paso Río Mayo. Remítase decreto.
– Lezama Gobernador”.
– Veremos qué me contestan a mí -dijo el capitán pensativo.
Recién recobró su optimismo cuando las autoridades militares terminaron por autorizarlo también a él a realizar su “gira de control y estudio”, según rezaban los despachos recibidos.
Desde aquel momento el capitán Díaz Moreno se trasformó en la imagen de la actividad. Bajo su experta dirección el piquete estuvo pronto en condiciones de afrontar cualquier riesgo o sacrificio. Hombres, equipos y caballada, dentro de los recursos disponibles, descollaban en preparación y calidad.
– ¡Pero capitán! -lo regañaba la esposa de Alvarez-. Usted hace preparativos como para no volver más.
– No, señora -replicaba él-. Pero tengo una misión por delante, no un paseo…
– Déjalo… Cuando Díaz Moreno hace algo es lo mejor -intervenía Alvarez, que tenía fe en su amigo.
– Oye -le dijo una mañana-. Tengo al comisario que irá contigo y los gendarmes. ¿Cuándo quieres partir?
– Cuanto antes -respondió él-. A veces pienso que podría ser demasiado tarde.
– Pues por mí no demorarás mucho más… -afirmó el comisionado, y acordaron que partiría dos días después.
Así lo cumplieron, y una mañana el pueblo de Comodoro se asomó curioso a despedir al oficial y su tropa. Díaz Moreno ascendió la primera lomada y contempló a sus pies el pueblo que se desgranaba cada vez más siguiendo los caprichos de la costa y los pozos de petróleo que, con sus extrañas torres de hierros y maderas semejando monolitos geométricos, se erguían desafiando al viento bramador que bajaba por entre los cañadones.
El mar, poderoso y sobrecogedor, se rizaba en surcos de espuma que las olas glaucas llevaban ágilmente sobre sus lomos ondulantes hasta las rompientes de la costa, donde se deshacían en una lluvia de gotas esmeraldas. Las olas cansadas escalaban las restingas cercanas a las playas, cubrían con su salobre tul los bancos de fósiles y se rendían finalmente frente a las piedras pulidas que defendían los acantilados. Gaviotas y gaviotines tejían un incansable y alado arabesco bajo el firmamento, y alto, señorial y libre, el albatros señalaba el punto de una vertical que apuntaba al cielo…
El ademán de despedida del capitán estaba impregnado de melancolía hacia el pueblo de la sed. Miró nostálgico el ancho camino azul al que el sol irisaba suavemente y luego, cuadrando sus hombros, encabezó la columna que aguardaba enfilada hacia el oeste taciturno.
Las cincuenta leguas que se alargaban por mesetas y cañadones, hasta el Paso, fueron cubiertas por la tropa, en marchas metódicas y escalonadas. Durante las largas y monótonas jornadas, el capitán y el futuro comisario del Paso estrecharon un vínculo de camaradería provechosa para los dos: aquél, instruyendo históricamente al comisario sobre el conjunto de una tierra nueva ganada definitivamente para la nación, éste, con una parquedad incisiva y directa, iniciándolo profundamente en el conocimiento esencial del terreno y de los hombres, prolongando la visión de un panorama ciclópeo que huía, como un gigante desmelenado, de las definiciones tan caras a la razón. Así, hablando del petróleo y la lana, las dos riquezas que la Patagonia veía crecer con pujante vigor, solía el capitán discurrir con extraordinaria clarividencia.
– La dirección razonada de una riqueza, estimado comisario, es obra de estadistas, más que de técnicos o realizadores -decía-. El primero abarca el conjunto de la riqueza en sí; el segundo considera sólo un beneficio personal e inmediato y los dos olvidan la unidad virtual de la riqueza como medio y no como fin; su relación en el campo social al que debe integrarse para beneficio de la masa social y no para su explotación, ésa es la misión que los estadistas deben llenar si realmente tienen conciencia de su cometido. Al margen de estas consideraciones es necesario diferenciar las riquezas temporales, cuya fuente es previsiblemente limitada en el tiempo y en el espacio y la que, por el contrario; se proyecta en forma continuada y constituye una base permanente de acercamiento para el país y para los individuos.
“Cuando una nación deja en manos de un individuo la realización de una riqueza del primer tipo, origina una ola súbita de poderío personal indisciplinada y llena de peligros… Su paralización acarrea las más dolorosas consecuencias y la historia del mundo ofrece claros ejemplos. Cuando sucede lo mismo con riquezas del segundo orden, se está cimentando el arbitrio irrazonable o egoísta de unos pocos en perjuicio de la mayoría, a quienes el acceso a dichos bienes les está negado a perpetuidad. Los poderosos de la tierra lo saben y se acorazan en su poder, alzándose más allá del bien colectivo en defensa de su propio bien.
“La dirección del Estado, entidad impersonal, suma y compendio del pueblo, su representación y su brazo, su cerebro y su corazón, con todos los riesgos aceptables, pues en términos físicos está ejercida por hombres, será siempre más razonable y más lógica, a condición de que quien la ejecute sea realmente la cabeza visible de su pueblo, su voluntad en acción, de que el pueblo a su vez otorgue su poder sólo hasta los límites justos de su libertad y su facultad soberana” -sobre la lana volvía a insistir en sus conceptos:
– La lana, por ejemplo, es una riqueza limitada en dos sentidos. Primero: habrá lana hasta que la tierra tenga el mínimo valor nutritivo que requiere la oveja, y aquí, sobre ser pobre el suelo, se lo utiliza con la más absoluta despreocupación por el futuro; pero la hierba no crece tan fácilmente y el suelo aumenta su valor negativo… ¿Dónde están los altos pastizales que poblaban valles y cañadones, según los relatos tradicionales de los viajeros del pasado siglo?… ¿Usted lo sabe?
– ¿Pastos altos? ¡Bah! Apenas si se ven en la precordillera…
– Después, aunque parezca exagerado, algún día la técnica despreciará el uso de la lana o hallará sustitutos más ventajosos, pues el valor del producto y el espacio necesario para extender las inmensas majadas del futuro superarán el valor relativo de su rendimiento. No, un país no puede adormecerse en la seguridad de un presente basado en algunas riquezas circunstanciales. El legislador, el estadista deben extender su visión proyectándola hacia el futuro; hacia los caminos que los hijos de sus hijos recorrerán un día… Nada de lo que nos rodea puede sernos indiferente. Vivir es una obligación impuesta, no un regalo de los dioses y hay que vivir, aun a pesar nuestro… Y lo que todavía es más tremendo y maravilloso, hay que hacerlo mirando hacia el sol… por algo el Creador nos ha vertebrado en flexible vertical.
Empero, cualquiera fuese el tema abordado, poseía Díaz Moreno la preciosa cualidad de detenerse en el momento mismo en que la digresión podía convertirse en tediosa y así su palabra, siempre fluida, resultaba para el sencillo comisario un renovado placer. Inteligente y comprensivo, sabía él también esgrimir el argumento adecuado y las pláticas, entonces, se traducían para los dos en un acercamiento espiritual sumamente útil.
A veces una ocurrencia festiva del capitán, o el relato de una anécdota pintoresca relatada por el comisario, les desgranaba la risa. Aquel porteño singular lograba, al par que la estimación de su compañero, que las horas de marcha o de descanso trascurrieran participando entre alternadas bromas y veras, tanto de lo útil como de lo meramente agradable.
Por sus ojos y las palabras del otro pasaban ora las mesetas barridas por el viento o la cellisca que parecía rechazar al hombre; ora el aire límpido en la noche constelada trayendo el pianísimo de una calandria escondida en la puada cárcel del calafate como un dulce corazón defendido por rejas vegetales; ora el tajo formidable en el llano, como una herida que sangra y florece, mostrando en un cañadón un arroyo despacioso regando la vega mullida y los arbustos tiesamente arqueados resistiendo el acoso del viento; ora el horizonte eternamente mudo y ominoso encapotándose, y el viento blanco, aluvión etéreo, alado, inocente, diabólicamente inocente, borrando el camino, escamoteando el contorno de los perros, escondiendo las estrellas y diluyendo a los hombres en su espesura blanda, leve, perversamente inocente como un juego, pero que esconde una trampa mortal.
– Estamos llegando, capitán -dijo una tarde el comisario. Díaz Moreno lo miró asombrado.
– ¡Usted bromea! -respondió observando el terreno que era la misma plataforma que venían recorriendo desde el amanecer.
– Dentro de media hora la picada comenzará a hundirse en el faldeo… abajo está el Paso.
– Qué quiere que le diga… ¡cuesta creerlo! -reconoció el capitán no muy convencido.
– ¿Sabe lo que pasa? -explicó paciente el comisario-. El cañadón tiene un ancho de mil quinientos metros y las pampas son casi iguales de los dos lados… Usted ya ha visto otros parecidos.
– Es verdad.
En efecto; a poco andar el camino fue descendiendo gradualmente. Como fatigado de la recta trazada hasta entonces, se onduló entre quebradas suaves. La vegetación mostró un verdor más lozano y en los huecos se acumulaba la nieve limpia moteando el gris de la piedra. En otros momentos los caballos hundieron sus cascos en la arena silenciando la marcha. En un recodo de la picada, el cañadón mostró las casas del Paso y los jinetes vieron el río desenrollarse perezoso. Algunos sauces alegraron los ojos fatigados de vislumbrar horizontes.
Detrás de un montecito de calafates una pareja de indios se levantó asombrada al ver a las tropas. Cerca unos caballejos peludos mordisqueaban los pastos ralos junto a algunas chivas y ovejas. Díaz Moreno llevó su mano enguantada al borde del quepis, en un saludo maquinal, y los pobres indios se lo quedaron mirando sin pestañear, tan inescrutables como las piedras del camino. Un poco más adelante el comisario se dio vuelta y alcanzó a verlos subiendo con medrosa agilidad por el faldeo, arreando chivas, ovejas y caballos.
– Esta es la gente del lugar, ¡cimarrones! -murmuró despectivo.
– No, amigo… -replicó suavemente el capitán-, así los hicimos nosotros… dígame -preguntó de pronto- ¿a usted no se le ocurrió nunca adaptarse a las costumbres de los tehuelches o de cualquier otro indígena?… No a éstos, se entiende, sino a los de antes, a los libres…
– ¡Ni en broma! -rechazó el comisario, contrayendo los labios.
– Sin embargo el blanco obligó a los indios a hacerlo y después, aceptaran o no, los relegó al rango de esclavos; y como a pesar de eso le estorbaban, o le fastidiaban como un reproche viviente, los combatió sin cuartel con fuego y con aguardiente. Pero al fin el indio aprendió… lo peor naturalmente… y entonces dijimos de ellos cosas como aquellas de… “la índole desleal y falsa de los indios”… pero a ninguno se le ocurrió nunca comprarle a los indígenas sus tierras. Las tierras que habitaban mucho antes de que los blancos tuvieran noticias de que existían siquiera. Como hombres debiéramos avergonzarnos de nosotros, de nuestro orgullo, no de ellos, por todo lo que les hicimos… Por todo lo que el hombre hace al hombre y más que nada por los detestables y ociosos argumentos con que legitimamos nuestros abusos.
– Son cosas muy antiguas, capitán -replicó el comisario.
– También la justicia es antigua y defraudada… pero estoy filosofando… y el lugar no se presta.
– Vea, allí viene alguien a nuestro encuentro -señaló el comisario, que empezaba a creer que Díaz Moreno tenía fiebre.
El que se acercaba era el capataz de Sandoval.
– Buenas tardes, amigo -le gritó el capitán cuando lo tuvo cerca. El viejo criollo se quitó el gorro diciendo:
– Buenas tardes, señor… buenas tardes a todos… ¡Esta sí que es sorpresa! Bienvenidos. Lástima que no está el patrón.
Díaz Moreno miró al comisario alarmado.
– ¿Tal vez andará por el campo? -preguntó temiendo la respuesta.
– Así es, señor… -dijo el viejo titubeando.
– Capitán Díaz Moreno -subrayó el capitán y señalando a su compañero, añadió- el señor es el comisario del Paso…
– ¿Van a poner un puesto aquí? -preguntó el viejo capataz-. ¡No se imaginan cuánta falta le está haciendo a la región!
– Efectivamente -respondió el comisario-. ¿Y para dónde salió Sandoval?
El viejo tuvo un gesto de perplejidad y contestó vagamente: -Para el lado del Ensanche, creo…
“¡Este viejo habla poco pero oculta mucho!”, pensó contrariado el capitán.
Entre las casas y las dependencias de la compañía se habían ido formando pequeños grupos de hombres y mujeres, que observaban reticentes y curiosos a la tropa que se acercaba al tranco. El valle o cañadón del Paso se iba sumergiendo en las sombras.
– Sargento -ordenó Díaz Moreno-, disponga el alojamiento de soldados y gendarmes. Forme la guardia… más un pelotón de cuatro voluntarios para seguirme con caballos frescos. La consigna para los que quedan: rancho y a dormir… nadie sale del campamento por ningún motivo, ¿entendido?
– Entendido, mi capitán -dijo el sargento y corrió gritando las órdenes.
– Mañana le daré su gente, comisario, pero hoy creo indispensable mantener unido el contingente -dijo el capitán a su compañero.
– Completamente de acuerdo… -respondió éste-. ¿Vamos a seguir, capitán?
– Creo que es lo más necesario. El viejo ese, el capataz, a lo que parece, no me inspira mucha confianza… ¡Vaya! Justamente ahí viene.
– Capitán -dijo el criollo-, le he indicado al sargento el alojamiento para su gente, ¿quieren ver ustedes el suyo?… Ustedes me dirán si tienen algún reparo. Además, capitán, quisiera hablar con usted y con el señor también.
– Usted dirá -respondió Díaz Moreno observando el rostro despreocupado del viejo-. Le confieso que llegué a sospechar vivamente de usted, compañero -confesó Díaz Moreno cuando el capataz terminó su relato.
– No me extraña, señor, y créame que sólo la dura necesidad me retiene en este nido de caranchos… ya en vi. da de Bernabé pasé momentos muy amargos…
– Ya iremos limpiándolo, capataz -dijo el comisario.
– Si usted nos guía, salimos en seguida a la población de Lunder -intervino Díaz Monerno. -Capataz…
– ¿Señor? -preguntó el aludido viendo que el capitán lo miraba sin continuar.
– Hace rato que estoy pensando dónde lo he visto a usted antes… -murmuró.
– No tengo idea, señor -respondió el viejo súbitamente desazonado-. ¡He andado por tantas partes!… usted sabe.
De pronto el capitán lanzó una alegre carcajada y exclamó:
– ¡Ya lo ubiqué!… usted es Ponciano Vallejos, el que fuera domador en la estancia de mi tío en Bahía Blanca… ¿Me equivoco acaso?
– Desgraciadamente no, capitán… y ahora estoy en sus manos -agregó entristecido el criollo.
– ¡No, viejo! Aquello ya pasó y nadie se acuerda siquiera. ¡Ni yo! ¿Me entiende?… ni yo… entre nosotros… ¡Estuvo muy bien la guapeada!
– ¡ Gracias, capitán!… Y ahora cuando guste salimos -y la voz de Vallejos, el criollo que ocultaba con miedo su pasado, tenía una desusada vibración de coraje y alegría.
Sin embargo la salida se demoró otra hora todavía y ya estaban las estrellas sobre las mesetas cuando el pelotón, encabezado por el infatigable Díaz Moreno, engrosado por Vallejos y completado por el comisario, cruzó el río en dirección al Ensanche.
– ¡Ojalá lleguemos a tiempo! -dijo el capitán a su acompañante en un alto de la marcha.
– Hay un silencio tan grande en estas pampas que ya me parece escuchar disparos de armas.
– No sé si es presentimiento o buen oído, capitán -interrumpió Vallejos levantándose del suelo, donde había permanecido con la oreja pegada a la tierra escarchada-. Pero tiene razón. Alguien anda a los tiros por el lado del Ensanche.
– ¡Diablos! -saltó Díaz Moreno-. ¿Y qué diablos esperamos? ¡A caballo, muchachos!… ¡a caballo!
– ¿Pensará cruzar la pampa de un galope? -rezongó en voz baja un soldado de piel tan morena que parecía un negro.
– ¿Y deande un correntino le afloja al pingo? -se burló su compañero.
– Si no es el pingo, ch'amigo, lo que me cansa… es el sueño, ¡caramba! -respondió el otro montando de un salto.
Galoparon ciegamente entre la niebla, pero el valle tardaba en aparecer y ya aclaraba cuando la característica curvatura de la picada indicó a los jinetes que descendían. Nuevamente se espesó en el fondo del valle la niebla y fue necesario que Vallejos les advirtiera la presencia del Senguerr, que por el vado se confundía con los abundantes charcos y mallines alfombrados de hierba verde, junquillos, mara-cachu 1 salada y cortaderas filosas como cuchillos. Luego se lanzaron raudamente hacia las casas, donde brillaban los espaciados fogonazos de los tiros y los gritos de los hombres se aplastaban en la niebla.
Penetraron en el tumulto al grito vibrante de Díaz Moreno que, metiendo su caballo entre la gente, arremetió hacia el galpón donde luchaban los peones de Lunder y los matones de Sandoval.
– ¡ Soldados!… ¡Pie a tierra y fuego al que levante un arma! -y con un pechazo de su caballo derribó a un individuo que se le vino encima. La gente de Sandoval se vio perdida y uno entre ellos elevó su grito suplicante:
– No tiren… no tiren… ¡nos rendimos!
En pocos minutos la lucha había terminado: sudorosos, jadeantes, los hombres se fueron reuniendo frente a la casa de Lunder, empujados por los sables de los soldados. Díaz Moreno, apeado, los contempló perplejo y disgustado.
– ¡Gracias a Dios que han llegado a tiempo! -oyó exclamar a sus espaldas y cuando volvió encontróse con el padre Bernardo que le habría los brazos.
– En qué terribles circunstancias lo vengo a encontrar, padre -dijo Díaz Moreno respetuosamente.
– Hemos sufrido mucho, es verdad. Pero pase usted.
– En seguida, padre… pero antes quiero presentarle al primer comisario de Paso Río Mayo, aquí presente.
– Gratísima novedad, señor -dijo el religioso extendiendo su mano-; una autoridad estable habrá de impedir sucesos como el que ustedes acaban de presenciar.
– La propiedad privada y la seguridad de las personas estarán desde hoy garantizadas -afirmó Díaz Moreno, mirando apenado al misionero, que mostraba las huellas de la vigilia y el temor. De pronto recordó algo y dijo al comisario:
– Le ruego separe a la gente del Paso y me individualice a Mateo Sandoval.
– Vaya tranquilo, capitán; ¡en seguida volveré con él!
Y Díaz Moreno entró en la casa, donde Ruda, con la cabeza entre las manos, parecía ajeno a todo. El capitán alzó los ojos hasta el religioso, interrogándolo.
– Ya le dije que han ocurrido cosas espantosas y lamentables… La furia de los hombres ha ahogado en sangre y vergüenza hasta la sencilla inocencia de una muchacha de la casa… ¡He ahí el porqué de la desesperación de este buen y noble amigo!
– ¿Y el patrón? -preguntó consternado el capitán, que recién empezaba a medir la intensidad de la tragedia.
– Herido ferozmente por Sandoval, el único responsable por este desatinado atropello que subleva incluso mi harto débil resignación cristiana.
– Ya tendrá ese canalla el castigo que se merece -murmuró el capitán con los labios apretados de indignación.
En un rincón Ruda permanecía en su actitud de hondo abatimiento.
– Aquí vuelve el comisario… ¡y qué cara trae! -exclamó Díaz Moreno. El aludido, en efecto, tenía una expresión de cansancio y fastidio.
– ¡Qué estreno, por el cielo! -gritó casi-. Vea, capitán; hay dos muertos de bala y varios bastante aporreados; hay una confusión tremenda y dos desaparecidos… uno es el mismo Sandoval… ¿qué me dice?
– El otro es Llanlil, un indígena leal que no ha desaparecido, sino que, afrontando singulares peligros, ha salido hacia la Colonia a pedir ayuda -intervino el padre Bernardo.
– Entonces es verdad lo que me dijo uno de los que están afuera… Sandoval salió detrás de ese indio, persiguiéndolo.
Díaz Moreno se acercó hasta Ruda y tocándole en el hombro le preguntó:
– ¿Quiere usted guiar a mis hombres para alcanzar a su ofensor?
– ¡Déjeme en paz! -murmuró Ruda sin levantar la cabeza.
El capitán lo miró severamente, pero el padre Bernardo exclamó:
– Don Pedro… Un caballero le pide su ayuda ¿y va usted a negársela justamente ahora?
– ¡Está bien! -rugió el español plantándose de un salto-. ¡Vamos adonde quieran!… ¡Tenía un corazón y lo han deshecho! ¡Vamos a buscar a ese maldito y ojalá estas manos honradas lo ahoguen para siempre! ¡Vamos! ¿Qué esperan?… ¡Por Dios! ¿Qué estamos esperando?… -y con el último grito se le cruzó un sollozo ahogado en el pecho.
– ¡Cabo! -llamó Díaz Moreno desde la puerta-; ¡salga de inmediato con este hombre y dos soldados! Búsqueme al fugitivo por el este… hacia la Colonia, pero si al mediodía no lo encuentra, se vuelve…
– ¡Entendido, mi capitán! -respondió el cabo desde la claridad lechosa del patio.
Ruda escapó hacia afuera con el rostro salvajemente crispado, instantes después la patrulla galopaba en busca de Llanlil y Sandoval, conducida por un hombre que estaba condenando sin piedad cuarenta y cinco años de hidalguía, pero cuyos ojos, al recibir el amarillento sol de la planicie, tenían la acuosa debilidad de las lágrimas viriles.
– Allí hay dos despenándose -gritó un soldado morocho que resultó ser el correntino del sueño asombrosamente postergado.
– ¡Son ellos! -bramó Ruda.
– ¡ Cayó uno… y ahora el otro! -gritó el cabo.
– ¡Piiiii… piii… uuu!… ¡Pelea machaza! -aulló el correntino largándose a la carrera sobre la meseta.
<a l:href="#_ftnref16">1</a> Chenque: cementerio. Altura gredosa a espaldas de Comodoro Rivadavia, punto visible y característico que después de cada lluvia derrama sobre la ciudad su aluvión de fango.
<a l:href="#_ftnref17">1</a> Hierba de la liebre que los indígenas ingieren como purgante.