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Capítulo II

1

Enrojecía la estufa en la amplia habitación de la casona. Lunder se distrajo contemplando las llamas mientras chupaba el mate rezongón. Al lado suyo, Mateo Sandoval le hablaba con acento persuasivo. Fuera de la casa soplaba desapacible el viento.

– …Y entonces la Compañía me encarga tomar posesión de los nuevos campos que el gobierno me ha concedido.

– Vaya; lo que es ahora sus campos alcanzarán la extensión de un pequeño estado europeo -replicó Guillermo Lunder, devolviendo el mate a un paisanito greñudo-. ¿Qué piensan hacer con tanta tierra?

– Muy sencillo, criar ovejas. La lana se cotiza bien y se vende mejor, pero… se necesita una legua para alimentar quinientas ovejas.

– ¡Ovejas… ovejas! Así van quedando los valles, más talados que si los agarrara el fuego. ¿Adonde vamos a llevar nuestra ganadería? Las ovejas nos van a arruinar… -dijo Lunder mirando fijamente a Sandoval.

– ¿A usted? ¿Por qué? Júntese con nosotros. Tiene un valle espléndido.

– ¿Ovejero? No. No sirvo para eso. Me gustan los caballos, los buenos caballos… la chacra -insistió Lunder.

Su hija Blanca se colocó a su lado, interesada en la conversación-. Vine a la Patagonia para hacer producir a la tierra, no a asolarla -continuaba Lunder, con la paciente convicción del que repite una lección a un alumno intransigente.

– No lo va a conseguir -refutó Sandoval queriendo convencerlo-. Esta tierra no sirve. Durante el verano, el viento que todo lo barre; en el invierno el viento y la nieve, y siempre la desolación y las mesetas heladas. ¡Ni las mesetas ni los perros las aguantan! No; esta tierra no sirve para eso…

– Menos va a servir si vienen las ovejas y no dejan una mata de pasto alto. Será un desierto de calafates y michais donde ni los caranchos se arrimarán, y la culpa será de las ovejas ¡son como ratones en un granero! -dijo Blanca con calor.

– No sé si tienen o no razón, pero cada uno a lo suyo. Yo cumplo órdenes, ustedes lo saben… sin embargo, por usted misma, Blanca, le conviene más hacer algo que los haga ricos o resignarse a ver cómo lo consiguen los demás.

La estufa, alimentada sin cesar, caldeaba el ambiente. Sandoval se había quitado la chaqueta de cuero y su porte delgado y tenso contrastaba con la figura maciza de Lunder, el dueño de casa, que acariciaba su larga barba rubia con su mano fuerte de campesino. Entre los dos hombres, Blanca, como un lirio entre cardos, hacía resaltar su bella juventud.

Cuando Sandoval, en una pausa, encendía un cigarro, otro nuevo oyente se sumó al grupo.

La conversación se generalizó, deslizándose en el terreno de las noticias y problemas de cada uno. Quienes estaban allí reunidos ofrecían, aun al más desprevenido observador, un campo propicio para conjeturar personalidades interesantes. Recias figuras de pobladores que acusaban su temperamento en cada gesto y en cada palabra. El que respondía al nombre de Mateo Sandoval podía tener unos cuarenta años. En aquellos parajes pasaba por ser un elegante, considerando el personal arreglo de su apariencia. A su chaqueta con cuero con el pelo hacia adentro, se unía un hermoso poncho tejido a mano, ambas prendas colocadas con cuidado en el respaldo de una silla. Con su bien planchada camisa, sus breeches de esmerado corte inglés, y las botas de potro, su figura resaltaba impecable. Sus mejillas cuidadosamente rasuradas contrastaban con las barbas abundantes de don Guillermo. Por lo demás su rostro era impenetrable y duro, con ojos cruzados por relámpagos de indefinible fiereza. Este hombre temido y poderoso era el administrador de la Compañía Colonizadora de la Patagonia. ¿Quién era Mateo Sandoval? Nunca se supo. Hombres como él casi no tienen nacionalidad, ni religión, ni lazo alguno que los una a determinada tierra o familia. Era el inveterado aventurero, buscavidas impulsado por la codicia, sin escrúpulos. Valiente tal vez, pero despiadado para el vencido y lleno de rencor allí donde adivinaba una fuerza superior; incapaz de albergar sentimientos de amor a nadie, ni aún a sí mismo. Una necesidad primitiva de satisfacer su ambición y sus pasiones, refrenada apenas ante el temor del castigo y revestida de una engañosa pantalla de corrección mundana, que el hábito hacía natural y discreta.

Como administrador de los intereses de la Compañía resultaba inobjetable. Vivía permanentemente dedicado a ella, aunque los que lo conocían murmuraban que retenía su buena tajada en los beneficios, cosa que posiblemente era sabida y consentida por la Compañía, que de tal modo se aseguraba los servicios de tan útil sujeto. De lo que no se dudaba era de que “más papista que el papa”, desarrollaba las instrucciones recibidas con tanto celo y crueldad que ninguna orden, por arbitraria que fuera quedaba sin cumplir. Hallaba en tal política tres satisfacciones simultáneas; aumentar su prestigio ante sus mandantes, agrandar su propia fortuna, y saciar su necesidad de ablandar con el látigo del amo las resistencias extrañas a su poder.

Ni qué decir que era odiado por las tribus indígenas y soportado con mal disimulada hostilidad por sus vecinos, los cuales, incapaces de oponerse a los manejos de la Compañía, buscaban evitar litigios con tal omnipotente rival, pero con honda satisfacción hubieran recibido la noticia de la desaparición de nuestro personaje. Este sin embargo era un hueso duro de roer, y gracias al poder que lo respaldaba, a las armas siempre listas y a sus asalariados adictos, dispuestos al crimen a una señal del amo, se sentía seguro y desafiaba el odio de unos y la hostilidad de todos con una cáustica ironía, que pretendía ser fruto de su ingenio y era sólo una mala cosecha del miedo que inspiraba.

– Escúcheme… -volvió a repetir Sandoval sin reparar en el otro-. ¿Quién si no la Compañía le da vida a estas regiones inhospitalarias Ella provee al poblador de cuanto necesita e incluso al indio…

– Sí, sobre todo aguardiente, y malo, y les cuesta su buen precio en pieles que valen el triple -replicó Pedro Ruda.

– No sé; pero si nosotros no las compramos no valen nada… ¿Y cree usted don Ruda que a los indios se les puede dar algo mejor? ¿Qué hicieron con usted? Si no dispara a tiempo terminan comiéndoselo a falta de sus ovejas y caballos -dijo Sandoval con sorna.

– Menudo hartazgo se daban entonces -replicó con viveza el interpelado. La ironía sesgó la conversación por rumbos inesperados.

– Bueno, bueno -interrumpió Lunder- ¡cuánta charla!… ¿Churrasqueamos?

– ¿Han oído? -estalló Ruda, enarcando sus pobladas cejas y mirando alegremente a Sandoval- ante un cuartillo asado, aunque sea capón, España, Alemania y el mundo entero dicen a coro ¡ya! ¿Qué esperamos, pues?

– Agradezco, amigos, y discúlpeme don Guillermo, pero necesito estar hoy sin falta en mi población- se excusó Mateo Sandoval-. Bastante hace que espero a la gente que mandé de recorrida… le encargo me los despache en cuanto lleguen…

– Habrán esperado a que pasara la nevazón tempranera que tuvimos anteayer -apuntó Ruda. Además conocen bien la región ¿No han estado ya antes en el lago?

Sandoval, evadiéndose del tema, repuso:

– No hasta ahí, pero igual son baqueanos… estarán remoloneando hasta acabar con las provisiones… Y me voy antes que se les queme el asado. Despídame de las señoras- y dirigiéndose a los hombres que apenas se habían movido de sus bancos cerca del fuego, agregó: -¡Eh! Antonio, y vos Jacinto. ¡Vayan apretando espuelas que ya salimos!

– Entendido patrón- y los dos peones abandonaron la compañía de la estufa con mal disimulado desgano.

Salieron. El viento se coló por la puerta abierta con esfuerzo y recorrió con helado aliento la caldeada sala. La hornalla de la estufa desprendió una breve lluvia de chispas. La mañana estaba en el meridiano de la loma.

Los tres hombres, encorvados por el viento, que con desesperados ramalazos parecía querer arrancarlos del suelo, se fueron al corral en busca de los caballos. Un perro que dormitaba bajo la galería ladró repentinamente. La mañana era clara y helada. El frío castigaba con sus innumerables agujas los rostros curtidos de los que partían. Sin embargo, cuando ya montados se disponían a salir, los gruesos ponchos los cubrían como un antifaz.

– ¡Hasta la vista! -gritó Mateo Sandoval a don Guillermo, que se acercó a despedirlos.

– ¡Buen viaje! -respondió éste y se quedó contemplándolos un momento.

Los jinetes enderezaron sus caballos al sudoeste. Al rato subían ya hacia la meta en dirección al Paso. Sandoval bien montado, sostenía un galope corto y parejo, a despecho de que la senda se elevaba y el viento lo atropellaba con fuerza. Su figura se destacó al fin en lo alto de la meseta contra un cielo, plomizo y aplastante. Agitó una mano y continuó al galope. Momentos después habían desaparecido todos.

Don Guillermo volvió al interior pensativo y ceñudo. Allí estaba esperándolo su familia. Pedro Ruda y el capataz del campo mateaban silenciosos. El peoncito se había marchado a vigilar el asado.

Era la casa de Guillermo Lunder un gran rectángulo de adobes blanqueados por fuera y recubiertos de madera en el interior. Techo canaleta a dos aguas y cielo raso asimismo construido en madera. Las aberturas miraban directamente al sur, aprovechando la conformación del cañadón, franqueados al este por la cadena montañosa del San Bernardo, barrera natural que protegía los lagos mediterráneos Musters y Colhué-Huapí. La construcción de la casa era la típica de la región. Las habitaciones se extendían a los costados de la sala principal. Paredes gruesas y ausencia de inútiles adornos. Al exterior una galería techada con piso de tierra apisonada y, más allá, alineados a menos de una cuadra de la casa, los galpones haciendo muro contra el viento. Aquellos galpones servían de almacenes para la lana y cuero en verano, despensa de provisiones en el invierno y lugar propicio para el asado en todo tiempo. En el ángulo formado por los galpones y la casa, el pozo de agua, coronado con dos gruesas vigas que sostenían la traviesa, de la que colgaba el rumoroso balde de hierro. Los pequeños ranchos de los peones se diseminaban irregulares en el contorno. El conjunto, rudo y primitivo, semejaba una página arrancada del Antiguo Testamento, robustecida la reminiscencia de las patriarcales haciendas, por los vallados de palo a pique y jarillas, que componían los corrales y bretes. El sol hería los lomos relucientes del buen ganado que guardaban los corrales. En otros más chicos, permanecían inmóviles grandes carneros cubiertos por un compacto vellón de lana. Más allá de las instalaciones, el Senguerr dibujaba caprichosas vueltas en el ancho cañadón, próximo ya a encontrarse con el Aayones. Las riberas del río, en el área de la estancia, se poblaban de álamos y sauces, algunos todavía retoños, otros erguidos y airosos. Las ovejas pastaban fuera de los corrales, con los hocicos obstinadamente pegados a la tierra. Entre ellas, algunas avestruces, libres de todo temor, picoteaban los granos diminutos de las hierbas. Un alto carro de enormes ruedas y larga vara se hallaba a un costado de los galpones como un símbolo de inacabables caminos aguardando las duras leguas dormidas en sus ejes…

Mas allá de las instalaciones de la estancia, hacia el sur, apenas protegidos por el faldeo de la meseta, se alzaban tapando de cualquier modo los agujeros practicados en el suelo, las miserables habitaciones de algunos tehuelches que vegetaban en las cercanías de la “población”. Mansos, desasidos de toda inquietud, se hundían en la tierra como queriendo reintegrarse a ella. El rancho del cacique era la única construcción hecha de barro, con paredes más o menos verticales, aunque en su interior no se advirtiese diferencia alguna con las otras. La condición humana parece perder su excelsa significación al enfrentarse con la máxima degradación de sus criaturas: la voluntad de aniquilarse.

Las cimas basálticas de las montañas brillaban fantásticamente, entre la niebla producida por la helada nocturna que aún persistía y que se elevaba como un fino celaje de los desfiladeros y abismos, para diluirse en las alturas al calor del sol. En las paredes del cañadón se retorcía el camino de los carros hasta perderse entre las primeras elevaciones.

2

En el galpón, junto a las brasas, restos de capón colgados del asador de hierro dejaban caer goterones de grasa, cuyo acre sabor impregnaba el aire. Los hombres hacían correr el mate amargo, mirando ausentes el fuego que moría. Las mujeres se habían retirado. Una mata de neneo arrastrada por el viento golpeó contra las chapas del galpón, sobresaltando a los perros que dormitaban, satisfechos, al calor de las brasas. En la quietud solitaria del patio las varas del carro estaban como despidiéndose del camino.

Aunque nadie la mencionara, una idea inquietaba los pensamientos de todos. Mateo Sandoval había dejado en el ambiente un hondo malestar inexpresable, no una amenaza cierta de presumibles peligros, sino esa indefinible desazón que produce en los viajeros la cercanía de un mallín, con su vacío mortal bajo un manto de césped encantador, o la sofocante atracción del menuco de aguas límpidas que esconde las arenas traicioneras.

Aquella innominada amenaza turbaba a hombres hechos a poner el pecho al viento, sin vericuetos, llanos campesinos de una tierra nueva que se entregaba ante el más fuerte y tesonero. Llegados de opuestos lugares, simples unos, cultos otros, pero todos sin distinción entregados al pleno goce de una libertad viril, en puja constante con la naturaleza… Dominándolos a todos don Guillermo Lunder, Wilhem, para sus familiares, concentraba su atención en un punto entre las cenizas. Rostro cuadrado y abundante barba rubia cubriéndole la quijada, agresivo mostacho y carcajada sonora. Alto y fuerte, su generosa estampa resultaba incongruente, cuando montado en el gaucho recado de superpuestos cojinillos, sobre un peludo y resistente caballejo, puro músculos y nervios, recorría las leguas de su tierra. Nadie como él amaba y comprendía el inexpresable embrujo que esconden las mesetas, las altas montañas, el viento ululante… Su alma tempestuosa y aventurera se identificaba con la naturaleza bravía. Su sed de libertad paradójicamente mezclada a una instintiva facultad de dominio sobre los demás, hallaba en aquellos parajes, apenas hollados por el hombre, vasto campo para sus arriesgadas empresas. Dominaba a los hombres, tanto como a los obstinados elementos, con su férrea y terca voluntad, que no reconocía más fuerza que la suya ni más ley que la de su arbitrio. Para una raza endurecida en la trágica lucha por la libertad, perdida al fin tras jornadas de sangre y heroísmo, era en verdad una novísima y embriagadora experiencia aquella ilimitada libertad, tanto de acción como de pensamiento. El campo sureño tenía al comienzo del siglo muchas leguas sin más vallas ni barreras que los ríos y las montañas; se podía galopar durante días sin tropezar con una presencia humana en las distancias de inalcanzables límites, en las mesetas sobre las que erraban libres las grandes manadas de avestruces y guanacos. En aquel ambiente fatalmente predispuesto a la dominación del más fuerte, Wilhem tenía que ser, sin oposición, un dominador. Su atavismo del clan lo impulsaba a agrupar en torno suyo una familia, hombres y mujeres dependientes de su voluntad, de su poder; y como la fatalidad lo privó de su hijo, contemplaba con orgullo desarrollarse en Blanca sus mismos característicos sentimientos, bien que afinados por una deliciosa femineidad innata y un cariño a la tierra que, a diferencia de los suyos, no consistían en necesidad de dominio, sino precisamente en una imponderable consustanciación que la hacía sentirse retoño de las mesetas, árbol nutrido y enraizado profunda y enteramente.

Pero Ruda, en cambio, era alto, sentencioso y noble de espíritu y, por añadidura, español como el Quijote. Con veinte floridos años, muy pocos pesos y muchas ideas socialistas, se vino un día de España, recaló en Buenos Aires el tiempo justo para enamorarse, sufrir un desengaño y gastar su modestísima fortuna. Cuando serenó su alma de tantos imprevistos contratiempos, se encontró de sobrestante o algo parecido en una destartalada goleta que hacía el heroico trayecto hasta Tierra del Fuego. Así, en 1878 Pedro se vio aguas al sur de su homónima, la San Pedro, llevando un lote de ovejas. Pero la pobre goleta de divino no tenía más que el nombre y el viaje fue espantoso. Amargado, nuestro héroe desembarcó en el naciente Puerto Madryn e hizo de todo por el diario sustento. Fue sucesiva o conjuntamente tendero, boticario, tenedor de libros y por último seducido por la leyenda del oro en Tierra del Fuego, se lanzó otra vez a la aventura; pero harto de oleajes y peces, fuese por tierra. Sin embargo el destino no quiso tampoco permitirle su arribo al Estrecho. Como iba con una tropa de vacunos para un fuerte estanciero de Punta Arenas, el viaje era lento por demás y las tormentas y sinsabores del camino deshicieron a la tropa; a él, por menos útil, lo licenciaron en la colonia galesa de Trelew. Un español en Trelew, galante y de corazón voluble, era una terrible carga de dinamita pronta a estallar y provocar una catástrofe; fue para su bien que lo invitaron gentilmente a liar sus bártulos, so pena de ablandarle los huesos con una tremenda paliza.

– ¡Qué se ha de hacer! -se dijo Pedro y se marchó otra vez, convertido ahora en arriero vagabundo. Así se le fueron muchos años de su vida, y aunque no aumentó sus pesos, se quedó para siempre en la Patagonia, prisionero como tantos de una inexpresable atracción que los ataba a las mesetas olvidándose de las ciudades muelles y lejanas. Pasados los cuarenta, más flaco que nunca, se afincó con unos pobres indios chubutenses y fue su maestro, curandero y oficioso abogado en sus eternos pleitos con sus vecinos y con el gobierno. Le pagaron comiéndose cuantas ovejas traía y criaba con inauditos esfuerzos.

Juan, el capataz, era un chileno con alguna proporción de sangre india en las venas. Lo llamaban Juan a secas, pues sus varios apellidos de honda raíz hispana, como un sello de fieros conquistadores, resonaban anacrónicos en tal sociedad. Por su parte a él le resultaba indiferente. Su árbol genealógico empezaba en él mismo y presumiblemente en él acabaría, como una planta nacida en el desierto y barrida por el viento sur. Después quedaban los otros; seres anónimos y silenciosos, esperando una oportunidad donde la había para todos, agrupados por la común necesidad, pobres de dinero pero ricos de esperanzas.

Lunder dijo de improviso encarándose con Ruda que, pensativo, miraba el río a través de la puerta abierta del galpón:

– ¿Qué piensa de todo esto?

Ruda se volvió lentamente, se echó atrás los cabellos revueltos y preguntó a su vez, soslayándose: -¿De qué?

– ¡ De qué ha de ser, hombre…! De lo que habló recién Sandoval ¿o no le interesa, pues?… -rezongó Lunder.

– ¡Ah, sí…! Qué quiere que le diga, no me gusta nada. Tendremos disgustos, como siempre que la Compañía se hincha. Líos con los indios que no van a querer largar la poca tierra que les va dejando y, no sé por qué, también con ustedes. En cuanto entre a alambrar, sus leguas se van a achicar bastante… ¿No le parece?…

– ¡ Ahí está la cosa!… ésos siempre con la misma treta; ya tendrán sus arreglos para tomar diez donde les dan dos ¡y que revienten los zonzos! Pero no ha de ser ¡qué diablos! Ya tienen bastante y es hora de hacer algo… -dijo Lunder de un tirón, paseándose encolerizado-. Si es necesario me iré a Buenos Aires a reclamar por sus abusos y…

– …Y cuando vuelva, no tendrá nada más que reclamar… ¡Le habrán quitado todo! -lo interrumpió Ruda-. Ellos, amigo, tienen la cabeza allá y las manos, bien largas y rapaces, aquí… Y el Sandoval ese con sus moditos corteses y sus zarpas… llevando y llevando…

– Que se cuide de meterse conmigo. Esa es mi tierra. Todo mi trabajo y mi esfuerzo lo he puesto en ella, junto con mi esperanza en el futuro ¡y la voy a defender contra él y contra todos! -dijo Lunder, casi a gritos. Excitado, no vio a su hija que lo llamaba desde la entrada del galpón. Ruda lo tocó en el hombro, señalándola.

– Ahí está su muchacha -dijo.

– ¿Qué pasa? -interrogó Lunder.

“Ya están discutiendo otra vez”, pensó Blanca contrariada.

– ¡ Papá, es necesario que vengas! Mamá está enferma…

– ¡No te inquietes; será lo de siempre ¡vamos! – la tranquilizó Lunder. Se volvió todavía a Juan, diciéndole:

– Si vienen los hombres que Sandoval mandó a la cordillera déles de comer. Si tienen ganas dígales también que su patrón los apura… Bueno, ¡vamos, hija!

3

Llegaron al dormitorio donde Frida Lunder se hallaba tendida en el amplio lecho, cubierto con un hermoso quillango de chulengos aristocráticamente trabajados. Frida, flor exótica arrancada de su centro físico y espiritual, era la eterna inadaptada, enferma de nervios y añoranzas. Prototipo de esposa y madre insensible a todo lo que no fuera una reminiscencia de su lejano y nunca olvidado pueblo flamenco. En su juventud fue una bella y robusta muchacha, y los años no fueron capaces de quitarle la frescura inmaculada de su alba piel. Ahora, a pesar de los muchos sinsabores de una existencia andariega tras el hombre sobre el cual giraba su vida, permanecía aferrada a sus invariables costumbres. Hogareña donde se encontrara, sabía crear el ambiente propicio y amable de la casa. En los dominios de la cocina no admitía rival en el arte de aderezar los viejos manjares tradicionales.

Tenía esa galanura espontánea de las gentes sencillas y en su vida íntima una adoración sin límites hacia Guillermo Lunder, a quien no sólo entregó la virginal inocencia de su puro cuerpo, sino todos sus pensamientos. Su espíritu no concebía otro amor que el de su marido y su hogar, ni otra tierra mejor que la de su cuna y después de veinte años en la Patagonia, vivía en la pasiva insensibilidad de los resignados, añorando íntimamente el terruño. Esta pasión por sus lares en una mujer tan ajena a las pasiones, ensombrecía muchas horas de su vida, sin contar que su parcialidad la tornaba indiferente o despectiva a muchas bellezas de la tierra que habitaban, y que, de simples aldeanos, los convirtiera, con trabajo y esfuerzo indudable, en hacendados si no opulentos al menos acomodados por cierto… ¡Encrucijadas del alma! Pero donde su espíritu se alzaba hasta el resentimiento y la máxima violencia era contra los embates constantes del viento del verano y del otoño. Entonces perdía la medida de sí misma y el sufrimiento deformaba totalmente su carácter.

– ¡ Maldito… maldito viento! -apostrofaba, tapándose los oídos para ahuyentar, vanamente, el silbido aterrador. Y cuando sus nervios, por lo general tan equilibrados, no resistían más la tensión lacerante, se encerraba en su pieza y, echada en el lecho, se cubría la cabeza para rendirse en un largo, incontenible y patético llanto. La melancolía la dominaba entonces a pesar de sus tentativas para combatirla. Frida temía al viento casi tanto como a la perspectiva de terminar su vida en aquellas pampas salvajes, lejos de la vieja casa paterna y de que sus huesos no llegaran jamás a reposar en el cementerio de su pueblo. Aquella obscura premonición se cumplió, y Frida Lunder nunca más admiró el amanecer en las colinas de su aldea natal florecidas de tulipanes.

Al penetrar Lunder y su hija en la habitación, Frida se quejaba, las manos oprimiendo la cabeza cuyos cabellos rubios brillantes comenzaban a encanecer.

– ¿Qué tienes, mujer? -preguntó Lunder yendo hacia el lecho-. Frida, respirando entrecortadamente, con la cara oculta entre las ropas no contestó.

– ¡Me dirás o no qué te pasa! -estalló el marido-. Mira, mejor déjanos un momento -indicó a su hija.

– ¡Papá, sé bueno con ella! -suplicó Blanca casi asustada.

– No temas; ya conoces a tu madre.

– Pero es que el viento le hace tanto daño a los nervios.

– Bueno, ya tuvo tiempo de acostumbrarse, En fin… Blanca salió cerrando con cuidado. El viento rasgaba el valle con su bramido largo de toro herido. De las gargantas de las rocas del oeste venía su lamento arrollador y constante, como si una enloquecida tropilla batiese sus cascos en el aire… jadeos, resoplidos, relinchos del viento salvaje… Aplastada por las mil voces tronadoras, la pobre mujer, desplomada en el lecho, se estremecía.

– Escucha, mujer, lo que te asusta es sólo viento, ¿me escuchas? Un poco de viento que ya pasa… Eso es todo…

– ¿Todo? ¡Aún puedes decir eso!… No puedo más… ¡No puedo más! De la mañana a la noche no escucho otra cosa que el viento… lo siento dentro de mí, me traspasa y así para siempre… ¡siempre! -Frida mezclaba a las palabras contenidos sollozos. Lunder, que conocía y soportaba aquellos sólitos arrebatos con mal disimulada impaciencia, exclamó:

– ¿Y qué quieres que haga? El viento solamente a ti te mortifica… es una obsesión… Levántate y verás que no muerde. El viento es un buen amigo con quien quiere serlo suyo. ¡Escucha!… ya se calma…

– Tú y tu pampa… ¿Es que nunca podré salir de este infierno? Me enfermo y muero cada día oyéndolo. Llevo veinte años soportándolo y sufriendo, pero no importa; hay que seguir en este desierto, porque sueñas todavía en tu tierra prometida.

– No es una promesa, Frida, y tú lo sabes. ¿Qué teníamos antes? ¡Nada! Únicamente temor y esperanzas. Aquí encontramos esta enorme libertad; no pide más que trabajo y un poco de paciencia.

Frida se había levantado a inedias en su lecho. Trastornada y febril, sus ojos parecían querer atravesar las paredes, siguiendo a los fantasmas con, que el viento la envolvía. Los cabellos rubios que comenzaban a platearse le caían sobre la cara. Un hálito cruel afeaba su rostro; la histeria hacía estragos en aquellas facciones de ordinario tan agradables… Insistía en su obscuro rencor.

– Ya no puedo tener paciencia. ¡Quiero tener un verdadero hogar! Una casa libre del miedo ¿entiendes? Te he seguido a todas partes con la esperanza de que al fin buscarías algo distinto…

– ¡Vuelves a lo mismo! -estalló Lunder a su vez-.

No saldré de aquí por un capricho. No lo oyes, acaso… es viento… ni se vuela el techo ni mata a nadie, ¡pero sigues temblando! Lo has tomado como un pretexto para zarandearnos a cada rato con tus quejas. Mejor harías en levantar tu ánimo, alejar esos fantásticos temores y poner todo tu entusiasmo en ayudarme. ¿No ves cómo Blanca es feliz aquí? ¿Por qué no tratas de serlo tú también?

– Yo desconozco a mi hija… -murmuró Frida con voz extraña-. Todo se da vuelta en esta tierra horrible… a veces creo que estoy enloqueciéndome… ¿Voy a terminar acaso como ese viejo loco de los pastizales? ¡Quiero irme de aquí, Guillermo! -Frida se encogía al hablar, como si el viento la golpease sobre la carne, a despecho de las sólidas paredes de su casa.

Pero el viento se calmaba poco a poco. Como ocurre al atardecer, perdía su fuerza y se tendía sobre el valle y las mesetas atenuado, casi suave, en contraste con su furia anterior. Junto con esa paz otra nueva nacía en el alma de Frida Lunder; retornaba en ella la razón y se aquietaba sensiblemente. Se pasó las manos sobre el rostro y dijo mirando angustiada a su marido:

– Créeme, Wilhem, no puedo soportarlo… ¡el viento!… Me arrebató a mi hijo, ¡a nuestro hijo! ¿Cómo quieres que me resigne, que lo sienta venir sin enloquecerme?

Lunder no supo qué responder; recordaba ciertamente el trágico fin del pequeño Guillermo. Buscaba entonces un lugar apropiado para poblar, pues la presencia de los galeses en Rawson y Trelew, resultaban para él, fugitivo de los británicos, especialmente deprimente. Fue así bajando por la costa hacia el sur y, en las cercanías de cabo Raso, un terrible ventarrón arrastró una tarde a su hijo, momentáneamente descuidado. La muerte se cerró para él en el fondo de un desfiladero. La pérdida del hijo trastornó a la joven esposa, y sólo la venida de Blanca, ocurrida al año siguiente en el cabo Raso, definitivamente elegido por ellos, logró muy lentamente equilibrar el espíritu de la madre, pero sin que su odio hacia el viento disminuyese nunca.

Los minutos pasaron, mientras el viento, también fatigado de su incesante fluir, se calmaba, semejando su paulatino sosiego el detenerse jadeante de una gran bestia hastiada de galopar las mesetas.

Alguien lo llamó desde afuera. Frida, agotada y liberada al mismo tiempo de su oprimente malestar, se adormecía con los labios fuertemente apretados.

4

Afuera halló al capataz esperándolo. El hombre, a pesar de su aire impasible, parecía inquieto o intrigado, Lunder se llevó el índice a los labios indicándole silencio y lo acompañó a la galería exterior.

– ¿Sucede algo? -preguntó.

– Llegaron los hombres que mandó don Mateo… recién no más, señor -informó éste.

– Pudo atenderlos usted mismo -rezongó Lunder malhumorado.

– Es que… -empezó a decir el capataz y se detuvo indeciso.

– Vamos, hombre, desembuche ¡caramba! -le urgió su patrón comenzando a impacientarse.

– ¿Qué le pasa?

– Bueno vea, patrón, esos hombres vinieron como huyendo… -se largó Juan.

– Será el viento a lo mejor…

El capataz contestó entonces, como picado por el tono zumbón…

– A no ser que al caballo indio y a los fardos que traen también los empuje el viento…

– ¿Caballos y fardos, decís?… -Lunder era ahora todo oídos.

– Sí, pues, como lo oye -respondió Juan-. Usted sabe que Antonio se volvió con los caballos desde los cerros. De allí los otros siguieron a pie y ahora tienen un caballo cargado de fardos, que seguro son pieles de zorro; alcancé a verlos de lejos… y…

– ¿Dónde están? -interrumpió Lunder. -El polaco se quedó a orillas del río, cuidando el caballo. Bernabé está en el galpón, con don Ruda; parecen muy cansados y sin embargo apurados por irse…

– ¡Vamos allá!… -ordenó don Guillermo y el capataz lo siguió sin más comentarios.

Blanca volvió al lado de la madre, vigilando el agitado duermevela de la enferma. A ratos tomaba sus manos heladas y las acariciaba con ternura entre sus dedos ágiles y fuertes. Sus manos, al contrario de las de Frida, eran cálidas, con finas venillas insinuadas bajo la epidermis. Los cabellos rubios como los de su madre, tenían reflejos dorados y, cruzados sobre su cabeza en dos largas y opulentas trenzas, semejaban un esplendoroso casco de guerrera antigua. La frente combada y tersa, la nariz palpitante de vida y juventud y los bellos ojos verdeazules como las aguas de los lagos, sombreados por largas pestañas, bajo el arco perfecto de las cejas. Los labios rojos con algo de altivo y travieso al mismo tiempo y orejas pequeñas en las que brillaban como sangre los aretes diminutos. Extraña y magnífica niña en quien la mujer empezaba a reinar con soberanos atributos. La agreste naturaleza no la rozaba con su salvaje fuerza; ella misma era un poco la hija de las praderas; y los ágiles huemules y el viento retador, sus compañeros.

Blanca, nacida en el Chubut, conoció desde niña los azares de una vida andariega y audaz. Podía decirse de ella que hasta su nombre constituía un símbolo. Al nacer, viéndola tan blanca bajo la luz de una primitiva lámpara, que escasamente alumbraba el lecho rústico como todo el rancho pampeano, mientras afuera la tierra era un solo manto nevado, su padre la llamó así, temblándole los labios en una rara manifestación de ternura. Y así fue bautizada cuando por primera vez el padre Bernardo llegó hasta su hogar en gira misionera. Blanca creció como un pino joven, ágil, derecha y fuerte, rubia la cabellera y blanca la piel. Walkiria austral, ligera como el viento, cimbreante y alegre. El viejo araucano, maestro y baqueano en los frecuentes viajes en busca de pastos para las invernadas, la apodó Quila, igual al bambú cordillerano, aguantador de tempestades. Y ella, digna de aquellos hombres audaces, vio en el verano embravecerse los ríos montañeses, rugir el viento silbador en las mesetas inhospitalarias, cubrirse de nieve los cañadones. Admiró los inmensos bosques, sin que la dura existencia diaria restase una sola de sus gracias. Comparable a las leyendas de las vírgenes araucanas, era la gracia triunfando sobre la fiereza del medio. Tal vez disparó una carabina antes de saber las primeras letras, pero a los dieciocho años resultaba imprescindible ayudando a su madre, y la más excelente camarada de su padre, a quien admiraba como a un rey de las pampas. Competía con él en destreza, ya se tratase de armas o caballos. Jinete como un hombre capaz de guanaquear sin descanso al par del más aguantador. Creció libre como un pájaro hasta los quince años y entonces sus padres, temerosos ante las codiciosas miradas de algunos peones y viajeros ocasionales, que se turbaban o enardecían ante aquella virgen atrevida y sonriente, decidieron enviarla a la tierra de sus padres. Sin embargo Blanca no pasó de Buenos Aires y allí, irreductible, declaró sus intenciones de volverse. Ni ruegos ni amenazas torcieron su decisión y regresó después de un año a su casa. Más hermosa y femenina, gracias al contacto con la civilización, pero también más enamorada de su tierra, de sus valles sin fin, de sus verdeantes praderas.

Ahora, ensimismada en imprecisos y fugitivos pensamientos, no advirtió la entrada en la habitación de María, que era en la casa, más que una sirvienta, amiga y custodia de Blanca. Al verla, ésta le preguntó:

– Dime, ¿quién ha llegado? Hace rato que oigo idas y venidas por la galería…

– Han vuelto los hombres que mandó don Mateo a la cordillera ¿y sabe una cosa, niña? -contestó y preguntó al mismo tiempo la mestiza con aire misterioso.

– ¿Qué, María?… Si no me lo dices…

– Pues parece que su papá está muy enojado con Bernabé y el polaco, ese del nombre tan difícil… -María daba largas a su explicación con esa intuitiva picardía criolla que juega con los interrogantes, pero Blanca, asida por obscuros presentimientos, nacidos de las insinuaciones de Sandoval y la repentina indisposición de su madre, no aceptaba misterios y apartaba de sí las marañas inútiles que ensombrecían su alma, como nubes de tormenta en un cielo ominoso. Con energía ordenó a la mujer:

– ¡Déjate de rodeos y dime ya qué ha ocurrido!

María miró a Blanca con extrañeza y todavía comentó burlonamente.

– Ya veo… cada vez que anda por aquí don Sandoval usted se pone nerviosa…

– María, ¿cuándo tendrás formalidad? Si no me cuentas lo que tenías que decirme, tanto vale que te vayas ahora mismo.

– ¡Está bien! -concluyó la muchacha sin abandonar su sonrisa burlona. -Pero conste que si el administrador la pone nerviosa, a mí me enfurece con sus moditos…

– Bueno, basta ya de tonterías y habla de una vez.

– Ya que quiere saberlo, ¡ahí va!… Esos dos que llegaron hace un rato, vienen con un aire tan cansado, como si hubieran corrido huyendo de alguien. Además traen con ellos un caballo cargado de fardos y no quieren decirle a don Guillermo dónde lo consiguieron… dicen que eso es cosa suya. Su tata discutió con Bernabé y después de darles comida los despachó al Paso… Le oí decir a su papá que no quiere complicaciones con ellos…

– ¿Complicaciones? ¿Qué clase de complicaciones? -preguntó Blanca intrigada. María alzó los hombros.

– ¡Qué se yo! Pero donde andan esos desalmados nada bueno puede pasar. ¡Parece mentira que un hombre como don Mateo se rodee de gente como ésa! -concluyó María con tono despectivo.

– Sus razones tendrá -dijo Blanca evasivamente-. ¿Se habrán ido? -agregó con interés.

– Creo que sí -respondió la muchacha y siguió charlando en voz baja.

Blanca escuchaba interesada los detalles que María desgranaba como un rosario, siempre en tono bajo, para no molestar a la señora que ahora descansaba blandamente, superada la crisis de sus nervios sobreexcitados. La pieza era invadida por la penumbra del rápido atardecer. El viento se apaciguaba a la par que nacía la noche y su bramido se acallaba perdiéndose en los cañadones para morir en el filo de las cuchillas cercanas.

Blanca se aseguró que su madre dormía y pasó a su cuarto; allí se puso botas, se echó sobre los hombros una casaca liviana forrada en piel de corderito y gorro de lana, y salió al cielo abierto. La inmensa noche patagónica venía ondulando las montañas, suavizando sus ásperos contornos. El aire seco recogía los vagos sonidos llevándolos lejos. Del galpón salía la roja claridad de un farol colgado en la gruesa viga central. Un paisano cachaciento acomodaba su montura. En la insinuada penumbra, por los corralones, se escuchaba nítido el vozarrón de Lunder arreando animales y dando algunas órdenes a los peones. Una oveja balaba cerca del río llamando a la cría extraviada. Los álamos aliviados del agobiante asedio del viento, enderezaban sus copas, con la regocijante alegría de abatir las ligaduras que los arrastraban hacia la tierra. Un poco más y las estrellas comenzaron a titilar en el cielo límpido y la luna recortó la silueta de un cerro lejano. En un brazo del río las avutardas dejaban oír sus desagradables graznidos. La casa, contra el fondo de las montañas distantes, que agrandaban las sombras, parecía empequeñecerse gradualmente.

La hija de Lunder se encaminó a los cuadros de triple hilera de álamos que circuían la huerta, detrás de la casa. Aquéllas se extendían como altas y vivientes vallas verdes guardando los esfuerzos del hombre y sus frutos arrancados al viento y la nieve. Allí estaban resumidos los días y años de lucha de Lunder para extraer de la tierra indócil su encerrada fertilidad. Dentro de los grandes cuadros arbolados y en las calles que formaban, el aspecto era semejante al campo mejor ubicado. El viento no penetraba en ellos y las hojas muertas alfombraban los senderos, desapareciendo las piedras y la aridez del suelo bajo el manto vegetal. Pequeños canales cercaban las áreas cultivadas, corriendo las aguas trasparentes mediante un nivelado sistema de represas. A pesar de lo avanzado del otoño, algunos cuadros producían aún legumbres y otros mostraban huellas de recientes cosechas. Los frutales empezaban a despoblarse de hojas, preparándose para el largo invierno. La tierra, trabajada tesoneramente durante el verano, recibía las primeras nieves, guardando el calor generoso y recóndito que germinaría la semilla venidera. Otros cuadros de álamos cercaban los corrales para los caballos, que Lunder cuidaba con la esperanza de adaptar un tipo a la zona, creando una cruza superior, resistente a los fríos intensos y las fatigas de las mesetas.

Hacia allí se dirigió Blanca iluminada por la claridad lechosa de la luna. Su alma grande y solitaria se extasiaba ante la fuerza salvaje y sin embargo entrañablemente noble que adivinaban en los potros nerviosos y expectantes, que erguían sus cuellos rematados con largas crines, dilatando los ollares ante la presencia amiga, pero igualmente recibida con recelo.

Ella no tenía el ánimo libre de costumbre esa noche. Una vaga inquietud la distraía del habitual espectáculo. En los últimos tiempos la noche traía hasta su espíritu una sensación desconocida, dulce y dolorosa al mismo tiempo, que no terminaba de definirse pero que la cercaba en un círculo impreciso. Buscaba entonces consejo en la soledad, y la trémula noche la sobrecogía con su misterioso efluvio sin que la paz nocturna acallara los latidos de su corazón. Aquel paisaje suyo tan querido se le escapaba, dejándola sola y como desasida. Sentía entonces deseos de llorar y su alma fuerte se negaba ese consuelo, tildándose de tonta, pero sin poder evitar que sus ojos se velaran inconscientemente.

Más tarde, en el lecho, se durmió agitada y su sueño volvió a ser, como en las últimas noches, un entrecortado soñar inconcebible. Al amanecer creyó escuchar ruidos desacostumbrados. Se despertó de pronto, alerta y vigilante. En efecto, los perros estaban ladrando con furia. Oyó a su padre en la habitación contigua arrastrando sus botas y el seco martillar de un arma cargada en la obscuridad. Por su parte vistióse apresuradamente y encendió una vela, cuya llama amarillenta osciló temblorosa.

– ¿Qué pasa? -preguntó a Lunder, que salía ya a la galería.

– No sé, hija, pero alguien anda por aquí cerca. Los perros están alarmados. No salgas… voy a ver…

Blanca cargó también su carabina y a pesar de la recomendación de su padre, se asomó a la galería. Frida, que sólo era cobarde ante el viento, se levantaba en ese instante. Juntas fueron siguiendo con la mirada a Lunder, que se alejaba de la casa, el arma pronta a disparar.

Más lejos, alguien que avanzaba acosado por los perros, vaciló y cayó al suelo endurecido por la helada.