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…Entonces Llanlil realizó el acto más absurdo de toda su vida y sin embargo el más natural. El no se sentía en modo alguno un héroe, sino un hombre desesperado que defendía su existencia. Amagó un golpe, se inclinó hasta tocar el suelo y con su mano izquierda levantó una piedra pequeña pero de aristas agudas y la tiró con todas sus fuerzas a la cara de Sandoval. El administrador recibió el impacto en la frente y la violencia del mismo le hizo soltar el cuchillo. Por un instante permaneció de pie, pero luego las rodillas se le doblaron cayendo suavemente hacia adelante. Allí quedó encogido y con los brazos abiertos en un ángulo inverosímil, como dislocado de los hombros.
Pero Llanlil tampoco fue más lejos en su obra. La espiral que giraba en su cabeza pareció estallar de improviso aturdiéndolo. Se tambaleó un poco y el desvanecimiento lo precipitó en las tinieblas…
Un carancho, desprendido de las altas sierras como una hoja obscura, permaneció suspendido en el aire, sobre los vientos que azotaban las mesetas. Algunos puntos extraños lo hicieron descender planeando en amplios círculos alrededor de un centro inmóvil en la tierra. El carancho solitario descendió al fin sobre las ramas de un calafate que empezaba a verdear y desde allí contempló curiosamente las figuras de Sandoval, Llanlil, y un caballo muerto, cuya sangre se coagulaba rápidamente a causa del aire seco de la planicie… De pronto el ave volvió a batir las alas, alarmada ante el estridente grito que alanceaba el aire. Voló más lejos, sorprendida, vigilando con sus ojillos penetrantes los movimientos de los que se acercaban, mientras el grito del correntino, hiriendo el espacio como un cuchillo filoso, fue a rebotar en los cerros cercanos.
Ruda miró a Sandoval caído y el odio se remansó refugiándose en la zona amarga de su corazón generoso. Cuando los soldados lo levantaron le corría un hilo de sangre que bajándole desde la frente humedecía la incipiente barba; hasta perderse en la garganta. Respiraba fatigosamente. El soldado le metió la cantimplora de cuero entre los dientes obligándolo a tragar. Sandoval tosió y se agitó quejándose.
Entretanto Ruda procuraba en vano reanimar al maltrecho Llanlil, pues éste yacía sumido en un desmayo absoluto.
– ¡Muchacho valiente! -rezongó el español enternecido, limpiándole la sangre que cubría la cara demacrada por la fatiga y el dolor.
– Volvamos -dijo el cabo-. Nosotros también necesitamos descansar.
Regresaron con las cabalgaduras manteniendo un lento aire de paso, mientras el sol disipaba la niebla del valle y el viento les cruzaba la cara con un chirlo pertinaz.
Llanlil y Sandoval daban señales de reaccionar de su letargo y cuando llegaron frente a la casa, ambos descendieron por sus propios medios.
– ¿Así que los encontraron? -comentó el capitán que aguardaba impaciente en compañía del comisario.
– ¡Mire cómo vienen esos hombres! -exclamó el comisario admirado.
– Sí -confirmó el cabo- alcanzamos a ver cuando éste- y señaló a Llanlil que se tambaleaba sostenido por Ruda- estaba a punto de ultimar al otro, pero le faltaron las fuerzas y cayó a su lado…
Sandoval, aturdido, contemplaba al grupo sin comprender con exactitud lo que sucedía.
– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó por fin.
– A usted le toca contestar unas cuantas preguntas -replicó el comisario disgustado-. ¡Queda arrestado por asalto a esta casa y responsable de los sangrientos hechos ocurridos!
Pero Sandoval no terminó de escuchar las palabras del comisario. Su cerebro, súbitamente alerta, identificó los uniformes y la actitud severa de aquellos hombres fue para él más evidente que las palabras… La certeza del fracaso y la pasión frustrada le subieron en un grito de suprema rebeldía y arrogancia. Rabiosamente se desprendió del soldado que lo custodiaba.
– A mí no me ataja ningún milico… -gritó, y con un movimiento rápido arrebató el fusil de las manos del soldado.
– ¡Atrás todos! -volvió a gritar-. ¡Ninguno me va a poner la mano encima mientras viva… ninguno se va a dar ese gusto con Mateo Sandoval…! -mientras hablaba el comisario se había perfilado lentamente, llevando su mano crispada al costado donde colgaba su revólver. Sandoval retrocedía tratando de acercarse nuevamente al caballo más próximo, pero era difícil mantener tantas personas bajo el control de sus ojos… Imperceptible y sutil, la muerte lo cercaba, mientras, con el coraje nacido de su desesperación, retrocedía hacia una incierta libertad. Cuando tuvo el caballo de la brida, Díaz Moreno le habló:
– Es inútil, Sandoval… nada podrá salvarlo. ¿Adonde cree que va a llegar? -pero el otro no escuchaba nada.
– ¡ Acércate, indio de porquería!… -gritó de nuevo- Vas a servirme de escudo…
– ¡ No… no! -con un clamor de pánico, Blanca salió de la casa corriendo al encuentro de Sandoval, pero al tiempo que éste se demudaba de sorpresa, el capitán atajó a la muchacha.
– ¡Déjeme!… ¡Lo matará! -sollozó ella, forcejeando por desasirse-. ¡Llanlil… Llanlil querido!
– ¿Usted? – vociferó Sandoval enloquecido de rabia-. ¡Usted quiere a ése!
– ¡Sí! Lo quiero… ¡asesino! -gritó Blanca exaltada de amor y de angustia.
– ¡Pues te voy a dejar su cadáver, infeliz! -y Sandoval alzando su arma apuntó a Llanlil, que seguía apoyado en Ruda, semiinconsciente y aturdido. En ese momento el comisario extrajo su revólver y fríamente apuntó… La bala se clavó en el corazón de Sandoval. Estaba muerto ya cuando rodó soltando el fusil.
¡Oh, Dios mío! -sollozó Blanca, ocultando el rostro entre las manos.
El rústico comentario del soldado desarmado por Sandoval contenía un varonil homenaje: “Este sí que no era calandraca” -murmuró mientras se inclinaba sobre el muerto, recuperando su arma.
– Desde hoy en adelante -dijo el comisario con el ceño contraído- la voz de la ley será oída y acatada caiga quien caiga.
En medio del estupor general se adelantó, tocando con el pie el cadáver de Sandoval. Luego se volvió.
– Capitán -pidió con voz firme-, con su autorización voy a requerir del cabo de su pelotón me ayude en la redacción del sumario… mientras tanto usted, padre -continuó señalando al padre Bernardo-, haga llegar al dueño de la casa mi orden de que nadie la abandone… Respecto a esta gente caída por su propio extravío, la dejaré a su disposición de inmediato.
– No sé si debo felicitar o criticar su puntería -decía algo más tarde el capitán al comisario, acompañándolo en su recorrida por las dependencias de la estancia. El policía iba observando cada lugar y reconstruyendo los sucesos en base a los relatos de uno y otro de sus protagonistas.
– He andado mucho por la Patagonia, capitán -repuso el aludido-. Y le puedo asegurar que si en la ocasión mostraba la menor debilidad ya podía ir liando mi maleta y regresar con usted… en quince días sería un juguete en manos de cuanto compadre anda suelto por aquí.
– Puede que tenga razón… ¡en fin! La cosa ya está hecha.
– Sólo el orden puede garantizar estas regiones y ofrecerlas al progreso… Yo considero que se acabó el imperio de la fuerza pero ya ve… siempre hay un brote aislado de prepotencia – terminó el comisario.
– Aquí hay algo más que una situación de intereses contrarios, comisario -prosiguió el capitán pensativo- piense en esa muchacha rubia como una espiga y airosa como una pequeña dama, lanzándose enloquecida en defensa de su amante… ese indio parece ser el héroe agreste del lugar, según el testimonio de todos… y el relato que me enviara el padre Bernardo.
– No cabe duda que los dos hombres ambicionaban el mismo premio, aunque resulta singular la preferencia de ella por Llanlil… -recapacitó el comisario mientras enlazaba líneas sobre un esquema del lugar.
– ¡ Misterios del corazón… amigo! El amor tiene extraños designios… Si le confieso que yo, feliz acaparador de tíos famosos, hube de rechazar una candidata por cada tío, empeñados en casarme a toda costa, para terminar enamorándome inesperadamente ¡de la hija de un armador italiano!… Todavía tiemblan las linajudas barbas de mis tíos y los severos retratos de mis antepasados parecen amenazarme desde su problemática inmortalidad.
El comisario no pudo contener una carcajada.
– ¡Bueno, el caso no es igual pero tiene su gracia!
– ¡Ja… ja… ja! Si usted hubiera visto a mis tíos me habría dispensado de la gracia… los ministros, generales, aspirantes a ministros y retirados querían fusilarme -exclamó el capitán, tocando con la punta de la bota un desgarrado trozo de tela-. ¿Y esto? -preguntó inclinándose extrañado-. Aquí hay señales de lucha, y una mujer la ha protagonizado.
Ese es otro episodio lamentable… Víctima: una muchacha, criada y amiga de los dueños que, llevada por un impulso no muy claro, salió de la casa, siendo salvajemente ultrajada por un hombre de Sandoval. A su vez Sandoval, creyendo que la víctima era Blanca Lunder, mató al agresor.
Díaz Moreno hizo una mueca.
– Ya veo. Una repugnante explosión de instintos primitivos.
– En los que alguna o mucha culpa tienen las mesetas, la soledad… comprenda usted -dijo el comisario.
– Empiezo a comprender -murmuró el capitán-; hay aquí una fuerza distinta. Todas las cosas ofrecen un ángulo diferente de apreciación; un alma salvaje animando las piedras suavizadas por el viento; la soledad callada de las mesetas; el apagado rumor de esos ríos tan mansos que esconden el frío glacial y el ímpetu del verano; ventisqueros aguardando el cálido sol que derrita su carga de nieve; árboles gigantescos debilitados por secretos gusanos y enredaderas pacientes ahogando la lozanía de sus hojas; y todas estas cosas se funden en la sangre de los pobladores hasta darles la fisonomía de la tierra que habitan. Las obscuras reacciones animales y el humus de la tierra circulan por sus venas…
Las habitaciones de la casa de Lunder se habían convertido en improvisadas salas de hospital y Blanca, trasfigurada por el amor a Llanlil y el cariño filial, se desesperaba atendiendo a unos y otros. Por su parte María, desfallecida y gimiente, era también objeto de sus cuidados. La mujer de un peón había venido a secundarla en su afanosa tarea.
A veces ocurría que Ruda, callado y hosco, se asomaba a la puerta de la pieza donde la muchacha se agitaba presa de la fiebre. Una sombría desesperación, más dramática en su obstinado silencio, parecía doblegar al noble don Pedro, y su alto cuerpo se encorvaba como envejecido de golpe. Tampoco el padre Bernardo se daba descanso. La atención hacia los vivos y sus obligaciones religiosas para con los muertos lo ocuparon todo el día; pero ahora la serenidad lo envolvía en un aura de paz y de trabajo. Su equilibrio espiritual, violentamente transtornado, hallaba nuevamente su centro en medio del desconcierto ajeno.
En cambio el capitán Díaz Moreno y el comisario, huéspedes prácticamente abandonados, respetaban el dolor y se mantenían discretamente alejados. Habían dispuesto el traslado de los cadáveres al Paso. Los cuerpos de Sandoval, víctima de la pasión y el despecho, de Pavlosky, al que una bala anónima había desplomado para siempre y el del anónimo violador, al que el arma de su propio amo había abatido cumpliendo una justicia despiadada, fueron cargados en tres caballos y el fúnebre pelotón partió al día siguiente, regresando por el camino que guardaba todavía el apagado eco de los galpones de la furia.
Con ellos regresó también Ponciano Vallejos, el gaucho viejo, cuyo gol parecía iluminarse en el ocaso con un resplandor de esperanzada dulzura. Un renovado vigor animaba sus huesos canelados… El capitán Díaz Moreno, aquel Mecenas desbordante, le había prometido todo su apoyo para reforzar su posición con la Compañía, que seguramente no querría cohonestar públicamente los ambiguos procedimientos del difunto administrador.
Rápidamente los heridos fueron recuperándose y la población de Guillermo Lunder, recobró el aspecto de sus mejores días. El viejo Roque fue a las sierras y regresó cargado de hierbas y raíces misteriosas que, hervidas y mezcladas, se convertirían en ungüentos y brebajes, si no muy agradables, bastante eficientes, por cierto.
En esa tarea lo sorprendió una tarde Blanca. Al viejo araucano las hondas arrugas de su rostro de cobre antiguo se le marcaban, al resplandor de las llamas, como surcos en la tierra reseca. Sentado en cuclillas revolvía el cocido canturreando en voz baja y Blanca, atraída por el aire profundamente mágico que irradiaba la escena, arrimó un banco y se quedó contemplando las llamas. De la olla de hierro se desprendía un olor penetrante, vegetal, como si la salvia de las hierbas ardiese en pebeteros de cobre y el fuerte aroma se expandiese bajo una cúpula perdida en un ámbito en sombras. Blanca, fascinada, se inclinó en la actitud que mantenía el viejo y se quedó absorta, mientras su imaginación se rendía a la sugestión del fuego.
Fueron pasando los minutos y algo como una gran paz los separó del mundo, los alejó de los sonidos, anegándolos en un reposado silencio, donde sólo la leña restallante fijaba la presencia temporal de las cosías. El viejo finalmente levantó los ojos, miró a la muchacha y musitó con voz tenue:
– Quila… ¿Quieres que te cuente una vieja historia de mi gente?… ¿Me escuchas?
– Sí, anciano -respondió ella colmo si saliese de un sueño.
– Te la contaré, pero no mires más a las llamas. El fuego es el padre de la vida y él puede consumirlo todo, hasta la vida que nos da…
Blanca se enderezó y ocultando los ojos con las manos, como si borrase de ellos una visión, los mantuvo brevemente cerrados.
– Habla entonces… Cuéntame.
– Pues según me enseñó hace mucho tiempo el padre de mi padre, gran machi de nuestra nación, hubo un guerrero nombrado Mapu-toqui 1, quien, cuando aún era tan joven que no había buscado mujer para su ruca, al volver de una pelea vencedor y trayendo los trofeos de la guerra, mostró gran indiferencia a todo, y rehuyendo la compañía de sus bravos capitanejos y los labios rojos de las jóvenes declaró, en solemne parlamento, disueltos los aillarehues 2, y se retiró después a vivir muy pobremente de ln caza en los bosques y la pesca en los lagos azules donde las piedras no terminan nunca de caer. El último kona 3 de la tribu era más feliz que el solitario guerrero, perdido en un ensueño tan extraño del que ninguno se atrevía a despertarlo.
La fama de su arte en la guerra había conseguido una tan larga paz que nadie, ni los mapuches en los bosques, ni los tehuelches en la llanura, se animaban a empuñar el arco ni beber la sangre de la muerte.
Fue entonces cuando el hermoso Mapu-toqui se marchó de la tribu en dirección a la montaña más alta de la región y subió por ella, subió… hasta caer rendido al filo de una piedra lisa y con los colores de las nubes cuando muere el día. Se quedó dormido y en sueño vio, de pie sobre la piedra, una mujer de piel rosada como la aurora y pelo trenzado en una corona de oro brillante alrededor de la frente. En sus manos sostenía, mirándola con infinita pena, una pequeña flor, trasparente como las alas de las mariposas que vuelan sobre los prados florecidos de frutillas en el verano, pero que se deshacía escurriéndosele entre los dedos entrelazados; y a medida que la flor moría, piré 44 iba cubriendo los pies de la aparición, que se helaban encerrados en sus delicados súmeles de cuero de huemul joven.
El guerrero despertó admirado y, levantándose, saltó sobre la roca de cuarzo; se despojó de su valioso quillango, y con él envolvió a la muchacha que miraba entristecida los restos de la flor entre sus manos.
– ¿Qué tiene, antú-malghen? 5 -le preguntó como si la conociera de antemano.
– La flor… -dijo ella suspirando-. ¿No ves la flor cómo se muere? ¿No la ves a mi pobrecita flor de ñancu. lahué? 6
– Yo te traeré otra… -gritó el-. ¡Espérame!… -y se alejó saltando ágilmente entre las piedras.
Ella no volvió siquiera la cabeza, pero mirando al sol que se desvanecía, murmuró:
– No volverás… y tu sangre enrojecerá la flor en la montaña… ¡No vayas… no vayas!
Pero él ya no podía oírla aunque hubiese gritado más fuerte que el viento en las cavernas, pues estaba lejos… allá arriba, escalando la montaña azul en cuyo pico más alto se anillaban las nubes, ciñéndolo como ciñe la collera del cóndor a su cuello pelado. Al fin vio a la misteriosa flor suspendida en la ladera de un profundo barranco. Era más hermosa que el capullo azul del palo-piche; más todavía que el rojo corazón florecido del copihué; incomparablemente más airosa que el llao-llao, cuando trepa por el tronco de los ñires, y tenía de ellas todas las gracias sumadas a la de los geranios y adesmas que adornan los faldeos de los valles en las montañas… La pequeña flor estaba allí, suspendida en la pared del barranco en cuyo fondo corría rugiendo el torrente entre las piedras, y el Maputoqui enamorado supo que sólo aquella flor le daría la otra… la mujer hecha de sol, de nieve, el ánfora de barro convertida en mujer por Toquinche 7 para él… La de las trenzas de oro y los senos duros y cálidos y de las caderas que se curvaban con la firmeza de su arco en la pelea… Entonces comenzó a descender, despacio, agarrándose a las piedras hasta hacer saltar la sangre de sus manos… Ya estaba cerca y alargó el brazo para tomar la flor que temblaba como si naciera de una entraña viva… como si la montaña fuera un gran animal viviente. Sus dedos cortaron el tallo y entonces la garganta de roca rugió… la montaña toda rugió exasperada… y el Mapu-toqui cayó al fondo llevándose el grito y la flor del ñanculahué. Al borde del torrente, el guerrero, como un peñasco roto, gimió todavía antes de morir:
– Te llevo la flor… ¡espérame! -y un trasi-lanco 8 de sangre negra le tapó los ojos. La mujer, allá abajo, abrió las manos vacías y marchó hacia el sol, y el rubio sol se la llevó consigo.
– ¡Ah, viejo pícaro!… -lo retó Blanca alegremente, deshaciendo el hechizo-. Cada día inventas una fábula nueva… pero dime: ¿termina así tan hermosa leyenda? El viejo se distrajo un momento revolviendo dentro de la olla y como si hablase embriagado de aromas vegetales, dijo:
– Los machis aseguran que toda la historia se repetirá de nuevo; pero el toqui logrará la flor de ñanculahué y la muchacha será suya, a condición de que los hombres aprendan a conocer el secreto de la montaña y su lenguaje de trueno.
– Es hermosa tu historia… muy hermosa -repitió Blanca levantándose…- y me ha gustado mucho.
El viejo se acurrucó junto al fuego y sin hacer más caso de ella la dejó partir, reanudando su monótono canturreo.
– Papá -dijo una mañana Blanca, mirando a su padre que permanecía al lado de Frida, en silencio y con su gesto de perpleja indecisión- ¿qué tienes, padre?…
– Nada -respondió Lunder sin mirar a su hija y Frida apretó los puños convulsivamente. Blanca ahogó un suspiro y salió. Afuera, por la alameda, cuyo renaciente verdor se alegraba acariciado por el sol, Llanlil y Ruda, en compañía del capitán Díaz Moreno y el padre Bernardo se aproximaban. Los dos últimos parecían exponer al primero algo muy importante que Llanlil y Ruda escuchaban con atención. Llanlil, que había simpatizado con aquella alma grande y altiva que era la del capitán, aceptando su discreto consejo, vestía como un poblador blanco, con lo que sólo el fulgor ardiente de sus ojos casi negros de tan azules y largo cabello lo diferenciaban.
Blanca entró de nuevo en la casa llevando en sus ojos la imagen de Llanlil. En la sala encontró a María que, de espaldas, se ocupaba en preparar la mesa para el almuerzo. Los movimientos de la muchacha eran lentos y como ausentes. Una honda fatiga parecía entorpecerla. Instintivamente Blanca la rodeó con sus brazos y le dijo:
– María… sé que no debiera hablarte de ello; es cruel, pero es también necesario para las dos… ¿Por qué saliste tras Llanlil, sabiendo el peligro que corrías?…
María apoyó sus manos sobre la mesa y cuando habló había indiferencia o un supremo dolor en su voz.
– Ya se lo dije, niña… creí que él se iba a entregar a Sandoval.
– ¡No me digas niña, María! Soy tu amiga ¿me entiendes? ¿Por qué no quieres serlo ahora?
– Siempre seré su amiga -balbuceó la muchacha. -Pero no quieres decirme la verdad y yo no quiero pensar en que…
María la miró angustiada y con los ojos agrandados. -¿En qué?… ¿En qué no quiere pensar? ¿Va usted a sospechar de un sueño? Algo pasó y ha muerto… muchacha. Aquí dentro mío algo ha muerto… ¿qué importa lo que fue antes, lo que quiso ser, tal vez, y no podía ser? ¡Sea feliz, Blanca, y no piense más!… María está muerta. ¡Tenía que suceder así para que mi corazón no sufriera más!
Blanca estrechó a María que lloraba quedamente. -¡Querida… querida hermanita valiente! ¡Siempre tendré tu ejemplo y tu tremendo sacrificio ante mi recuerdo! ¡Perdóname, María; desde hoy no habrá cabida para las sospechas en mi corazón!
En la alameda los hombres se habían detenido frente a los corrales.
– ¡Magníficos caballos! -exclamó Díaz Moreno-. Estas mañanas pasadas no he dejado de venir a contemplarlos.
– Sí, son excelentes -dijo el padre Bernardo- y prueban, mejor que cualquier argumento, la razón que tiene don Guillermo en rechazar la idea de convertirse en ovejero.
– Pues nada va a oponerse a sus deseos… ya le dije que el Ensanche ha sido declarado colonia pastoril…
– Todo el valle del Senguerr lo es… con el trabajo del hombre, ¡naturalmente! -afirmó el religioso con convicción.
– Ahora falta que nuestro bravo Llanlil obtenga de Lunder la mano de su hermosa novia y mi proyecto hará su felicidad… supongo.
– ¡Oh! Yo iría ahora mismo al lago -respondió Llanlil-. ¡Huanguelén me seguirá, lo sé!… pero el anciano toro quiere también a su hija y no puedo quitársela…
– ¡Quién sabe! -murmuró el padre Bernardo mirando hacia la casa-. Lunder no retendrá nunca a Blanca contra su voluntad, pero ¡claro!, ¡alejarse así!…
– Yo no sería feliz aquí -declaró Llanlil-. Los blancos no olvidan y yo quiero la libertad de los bosques y las montañas donde anidan los cóndores.
Regresaron todos lentamente hacia la casa saboreando la paz del campo, limpio del odio y el temor de los días pasados. El viento, en una larga tregua, parecía retenido en la punta de los álamos que se enderezaban vibrantes para recibir el sol, cada vez más cálido y brillante a medida que la primavera bajaba del septentrión. Los hombres se dirigían a sus ranchos o al galpón, donde el asado, atendido por el viejo Roque, reclamaba el agudo filo de los cuchillos. Cuando los cuatro hombres, pues por imposición de Lunder Llanlil ocupaba un lugar en la mesa familiar, penetraron en la casa, Blanca y María mostraban en la brillantez huidiza de sus ojos, las huellas que la definitiva declaración había dejado en ellos. María ocultó el rostro avergonzada y algo en el corazón de Ruda clamó por suavizar aquella angustia que estaría siempre escondida detrás de los ojos de la muchacha. Entró Juan acercándose a la mesa, con su parsimonia un poco ajena, y Díaz Moreno lo miró procurando penetrar en el pensamiento del capataz. Bien pronto había aprendido el capitán que nadie en aquellas tierras bravías era totalmente ajeno. Cada ser, y aun a veces hasta las plantas y las piedras calladas, tenían un alma secreta, un lenguaje de pasión que a semejanza de los menucos ofrecía una superficie verde, inocente, trasparente, con delicados tallos ondulando en la corriente subterránea o la árida adustez de las cortaderas amarillentas, pero también el fondo cenagoso y revuelto, la entraña viva y salvaje pronta a estallar en ávidos apetitos.
Por primera vez, después de la tragedia ocurrida, era esperada la concurrencia de Lunder y Frida en la comida principal.
– Buenos días para todos -dijo Lunder entrando en la sala. Blanca fue hacia él para ayudarlo a sentarse mientras recibía el saludo de cada uno. Entre Frida y Blanca, pequeñas ambas, resaltaba la corpulenta figura del boer, cuyo rostro mostraba las señales del golpe recibido.
– Buenos días, señora… buenos días, señor -dijo el capitán inclinándose ante los dueños de casa-. Mucho me alegro, y como yo nos alegramos todos, de vernos en vuestra compañía.
– Gracias, capitán -respondió Lunder sentándose y haciendo un ademán de que se lo imitara-. A usted y su oportuna ayuda le debemos que aún pueda hacerlo…
– ¡No diga eso! -protestó riendo Díaz Moreno- o el comisario me va a tomar ojeriza.
– Vaya, señor capitán -dijo el comisario alegremente-, yo, usted, nuestra gente… la de ellos… ¿qué más da? Lo importante es que todo ha terminado…
– Todo no todavía… -murmuró Lunder y Blanca bajó los ojos-. Pero no hablemos más de eso… alrededor de la mesa debe reinar la alegría… En mi país se acostumbra hacer un brindis de augurio en las ocasiones especiales y yo los invito a brindar por que esta cordial asistencia vuelva a repetirse… si ello es posible -concluyó con un dejo de melancolía.
– ¡Lo será, señor, y la muerte nos volverá a reunir! -afirmó Díaz Moreno, aunque demasiado comprendía que aquel brindis encerraba un adiós definitivo.
Al promediar la comida Díaz Moreno, con su palabra fácil, había enterado a Lunder de las noticias y disposiciones oficiales que le concernían y encantado a todos con los relatos sobre el lejano y casi quimérico Buenos Aires, que algunos de ellos no habían visto jamás. Llanlil y Blanca mantenían a hurtadillas un vivo diálogo de breves frases y largas miradas y cada movimiento de ella era seguido por él con una tan concentrada y orgullosa adoración, que superaba cualquier elocuente discurso. Lunder y Frida los miraban sin exteriorizar sus reacciones, pero estaban pálidos y ensimismados.
– ¿Así que tendremos una policía estable en el Paso? -preguntaba Lunder al comisario.
– Exacto, señor -respondió el aludido-. Y por otra parte se iniciará en el lugar la formación de un pueblo. -Sírvase, don Pedro -murmuró María alcanzándole una fuente humeante.
– Gracias, muchacha… no tengo hambre -contestó Ruda-. Pero no veo que tú comas mucho.
– Yo tampoco tengo hambre, don Pedro -dijo María, dejando la fuente sobre la mesa.
– Pues sigamos así y pronto daremos con los huesos por tierra…
– ¿Acaso importaría algo? -exclamó María sordamente. Ruda la miró con una honda afectuosidad que la penetraba hasta los huesos.
– Siempre importa morirse -dijo roncamente-. Tenemos que vivir ¿comprendes?… Aunque se muera el corazón cada minuto…
– No puedo, don Pedro… no podré nunca olvidar… La sobremesa se prolongaba… El café y la infaltable ginebra alargaban la charla de los hombres y el ir y venir de las mujeres. En una pausa Lunder dijo al padre Bernardo, llevándoselo a un extremo de la sala.
– Padre, esta noche necesito hablar con usted… Tengo un serio problema y su consejo puede guiarme… Usted ya sabe de qué se trata.
– Ciertamente, don Guillermo -respondió el religioso-. Tenga fe, amigo mío… Llanlil no habrá de defraudarlo jamás.
– ¡Sí!… quizás sea como usted dice… pero, hay tantas complicaciones… tantos peligros.
– Todos debemos afrontar nuestros peligros y responsabilidades… Hasta el instante mismo en que algo que debía ocurrir ocurre, estamos solamente esperando, temiendo… pero al fin el alma vigorosa vence la tentación, el peligro, el dolor y obtiene la pequeña parte de felicidad que se merece- dijo el padre Bernardo con una serena entonación.
– ¡Ojalá sea así!… -terminó Lunder visiblemente agitado.
– Escuche usted, señor -decía Díaz Moreno, tratando de atraer la atención de Lunder.
– Sí… ¿qué ocurre?
– Pues aquí nuestro flamante comisario nos quiere abandonar e, indirectamente, me recuerda que yo también me estoy excediendo de su hospitalidad.
– ¡No diga tal cosa, señor capitán! -protestó Frida que se había detenido a escucharlo.
El comisario reclamó silencio levantando la mano.
– Pues sí, señores, debí irme antes, pero quería verlos a todos así; llenos de entusiasmo y tranquilidad. Sin embargo mi puesto está en el Paso y allá debo ir… Mañana regreso.
– Entonces no tengo otro camino que hacerlo yo también -dijo el capitán, y agregó compungido- ¡y créanme que lo lamento de verdad!
– ¡Ah no! -protestó Lunder enérgicamente-. Usted habrá de prometernos que no se irá en lo que resta de la semana.
– Sí, capitán ¡quédese! -pidió también Frida, uniéndose al pedido de su esposo.
– Yo también se lo pido -dijo entonces el comisario sonriendo.
– ¡Y yo!…
– ¡Y yo!…
– ¡Caramba! ¿Qué pasa aquí?
– Pues que no lo dejaremos ir tan fácilmente…
– Pues, en fin… no sé. ¡Bueno! Ustedes ganan. ¡Me quedo! -manifestó Díaz Moreno.
– ¡Bravo! -exclamó Lunder-. ¡Así se habla!… y ahora -agregó- creo que Blanca tiene algo que decirles…
– Se trata de una improvisada exhibición de monta… como sabemos que a usted le gustan los caballos. Cuando quieran podemos ir a los corrales; los muchachos están esperando… Así papá podrá salir con nosotros. ¿Vamos?
– ¡Ha sido una excelente idea, señorita! -exclamó el capitán Díaz Moreno, sinceramente entusiasmado.
– ¡Vamos entonces! -invitó Lunder-. ¿Vienes, Frida?
– Sí, Whilem… en seguida estaré con ustedes.
Se encaminaron hacia los corrales. En la alameda aguardaban los caballos ensillados. Todos, incluso Lunder, montaron el suyo y se encaminaron en dirección del amplio corral el que se había librado de animales y preparado convenientemente. Blanca, flanqueada por el capitán a su derecha y Llanlil a la izquierda, explicaba los detalles de la fiesta.
– Juan y Llanlil son los organizadores… -Entonces espero que Llanlil nos deleite con su reconocida habilidad -dijo el capitán mientras Llanlil asentía sonriendo y él pensaba en la perplejidad de sus distinguidos amigos y relaciones, si pudieran contemplarlo en aquel amable mano con un indio y la hija criolla de un inmigrante. Pero mucho mayor sería el escandalizado asombro si hubiera escuchado lo que decía el gallardo capitán.
– Escuche, Llanlil…
– Sí, señor capitán -dijo él, inclinándose sobre su caballo.
– Doy por cierto que usted va a casarse con la señorita. ¿No es así?
Llanlil respondió con la exacta elocuencia de la concisión.
– Es verdad… Huanguelén será mi mujer -Blanca no pudo menos que sonrojarse ante la estupenda seguridad de Llanlil y, nerviosa, tironeó involuntariamente de las riendas, haciendo caracolear a su caballo.
– ¡Magnífico! -dijo Díaz Moreno-. Entonces mejuj-frouiv…. ¿No es así como dicen, señorita, en la lengua de Rubens?
– ¡Dios me libre! -rió Blanca, divertida por la penosa pronunciación del capitán.
– …reclamo desde ahora el honor de ser el padrino de vuestra boda. Además, como ustedes tienen intenciones de poblar el valle del Lago Fontana, o Escondido, según Llanlil, tengo el mayor placer en ofrecerles el lote que elijan… Yo obtendré del Gobierno la pertinente autorización y entrega.
– ¿Usted haría eso? -preguntó Blanca, mientras Llanlil casi dejaba de respirar de excitada expectación, aguardando las palabras de Blanca.
– Con todo gusto, pues ustedes se lo merecen y además esa tierra estaría en buenas manos… para mí sería un regalo bien modesto, pues en resumidas cuentas es la patria quien la otorga a sus hijos para que la enriquezcan con su trabajo… en fin ¿qué me contestan ustedes? -dijo el capitán mirando a Blanca que, a su lado, presentaba un perfil de medalla levemente rosado. Inconscientemente se detuvo admirando la delicada belleza de la joven. Delicadeza y resolución en perfecta armonía, “Esta muchacha tiene el encanto de un poema agreste”, pensó ligeramente turbado. Ella movió los labios y dijo solamente:
– Si mi padre abandonó su tierra ¡cómo: voy yo a dudar en la mía!…
Llanlil la apoyó con vehemencia.
– ¡Yo soy indio, pero argentino y cristiano! -dijo-. Iré adonde me den un pedazo de tierra.
– Pues no se hable más -terminó Díaz Moreno encantado-. Tienen ya la promesa y el amigo… ¡que Lunder diga su última palabra!
– ¡Gracias, capitán! -agradeció Blanca conmovida.
Apenas los jinetes hubieron desembocado en el amplio corral, los peones iniciaron la demostración. Carreras, enlazadas de a pie y a caballo, empleo de las choiqueras y otras pruebas de destreza se sucedieron vertiginosamente entre los alaridos de entusiasmo o aplauso de los asistentes. En una fiesta de pujanza y colorido, los gauchos de las mesetas demostraron su perfecto dominio del caballo y el lazo. Algunos chilenos e incluso un dálmata rubio y un italiano bigotudo, también se hicieron admirar en suertes de habilidad. Por último, cuando ya Roque suplicaba por la presencia de los señores en el lugar donde los capones se asaban lentamente, Llanlil, montado en pelo, se lanzó a la carrera; clavó una larga lanza de colihüe con precisión inverosímil en los blancos fijados; galopó con el cuerpo suspendido y oculto en los costados del animal; se mantuvo de pie y en plena carrera como un atalaya viviente sobre la grupa y por último levantó a Blanca, detenida ex profeso en medio del corral, con la misma suavidad y firmeza que si se tratara de un paso de danza.
Lunder miró al padre Bernardo y dijo ensimismado, en tanto el espontáneo aplauso estallaba incontenible:
– Ya ve, padre, parece una revelación sin palabras.
– Es quizás la respuesta que su corazón no se atreve a formular -contestó éste.
– ¡Cuesta decidirse! Durante la comida le dije que quería hablarle ¿para qué? ¡Ahí está mi problema!
– ¿Y qué ha resuelto usted? -preguntó el religioso.
– Que si Blanca y Llanlil están decididos a ello, los case usted cuanto antes… -y Lunder miró a su hija, que arrebolada pero firme y espléndida de juventud, marchaba al lado de Llanlil, alto y reservado, como si el junco se cobijase en la protección majestuosa del pino.
Guillermo Lunder llamó a su hija y aun cuando sentía un nudo que lo ahogaba, le sonrió y abarcó a los dos en el mismo ademán. Ellos comprendieron y fueron a colocarse a la vera del tronco viejo que había florecido y era todavía un guía enhiesto sobrepasándolos. Llanlil, el hombre que venía del bosque en llamas, inclinó su frente ante el anciano con el mudo acatamiento debido al jefe… El relincho de un caballo cruzó el valle como un clarín y Díaz Moreno se estremeció penetrado por la misteriosa voz de la tierra, que así comulgaba con los hombres. Se había hecho el silencio y entre los árboles alguien preludiaba notas indecisas.
El padre Bernardo tocó suavemente al capitán en el codo y musitó señalándole el rostro angustiado de Lunder:
– Los padres padecen siempre un poco de la nostalgia de los árboles frondosos que ven cómo echan un día a volar los pichones que cobijaron en sus ramas, protegiéndolos del temporal y el frío, de la soledad y del miedo. Con la desnudez de sus ramas deshabitadas les crece la cálida necesidad de los nidos…
Díaz Moreno asintió con un gesto.
…De pronto las guitarras, pulsadas a la sombra propicia de la alameda, irrumpieron con vibrante euforia, en la tibieza del campo soleado. Las notas se elevaron, en el aire tranquilo de la tarde, de improviso aquietado, límpidas y sonoras como si rebotasen en las paredes interiores de una copa de plata. Y el agónico temblor de las cuerdas persistía, prolongándose en nuevas vibraciones atenuadas pero nítidas.
<a l:href="#_ftnref18">1</a> Mapu-toqui: cacique en tiempo de guerra.
<a l:href="#_ftnref18">2</a> Aillarehues: federación de tribu.
<a l:href="#_ftnref18">3</a> Kona: muchacho u hombre pobre y sin animales propios.
<a l:href="#_ftnref21">4</a> Piré: la nieve.
<a l:href="#_ftnref22">5</a> Antú-malghen: esposa del sol.
<a l:href="#_ftnref23">6</a> No encuentro otra explicación que “flor que crece (o nace) en los sitios donde hay águilas”, por equivalente a ñanculahué. (N. del A.)
<a l:href="#_ftnref24">7</a> Toquinche: dios bueno.
<a l:href="#_ftnref25">8</a> Trasi-lanco: vincha.