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CAPÍTULO XXI

1

Blanca detuvo su caballo frente a la casa y, apoyándose en Llanlil al bajar, le murmuró al oído:

– ¿Vienes o prefieres ocuparte del carro?

Llanlil se la quedó mirando, brillándole en los ojos una pequeña luz burlona.

– Si entro -dijo lentamente -¿tendré que repetir de nuevo palabras mágicas?

– ¡ Pero no, salvaje!… -rió ella alegremente-. No, son palabras mágicas sino la fórmula ante el buen dios; de lo contrario nuestra unión no tendrá valor… bueno, ¿vienes o te quedas?

– Prefiero quedarme.

Ella ensayó un leve gesto de contrariedad, pero se contuvo sin acentuarlo.

– Está bien… pero ven pronto ¡eh! -y le cacheteó la cara suavemente.

“Es inútil…- iba pensando mientras penetraba en la casa-; a pesar de los esfuerzos del capitán, Llanlil no será nunca un caballero… ni yo tampoco una dama porteña”.

En verdad era absurdo concebirlos ceñidos en formulismos mundanos. En la población de Lunder el empedrado no lograría por mucho tiempo rendir la obstinación de la hierba, y los seres seguirían teniendo y desarrollando la firme voluntad de manifestarse libremente personales; en una palabra, seguirían ostentando el orgullo de sí mismos, vertebrados en el más nobilísimo espíritu de lucha.

Llanlil se acercó al viejo Roque que, con otro peón, trajinaban alrededor del alto carromato. El pesado catango patagónico, despertado de su prolongado descanso, iba de nuevo a enderezar su larga y única vara hacia las montañas, donde el indio construiría su vivienda al oeste del lago, entre un paraíso de árboles majestuosos. -¿Cómo va eso, anciano? El antiguo rastreador se rascó la cabeza. -Muchos colores… parece el sol cuando cae entre los cerros -murmuró con su musical entonación.

– Cosas de tu novia, Llanlil -gritó el peón enarbolando una pesada llave-. Pero tiene ejes y ruedas como para llegar hasta el Estrecho.

– Eso es bueno -afirmó Llanlil, examinando con atención el vehículo-. Voy a ver los caballos… -y montando de nuevo se alejó al paso. En la alameda se encontró con Lunder y Díaz Moreno. Al divisarlo, Díaz Moreno, interrumpió lo que estaba diciendo a Lunder y lo saludó con la mano en alto.

– ¡Hola, muchacho! ¿Así que está todo listo? -Sí, señor -respondió Llanlil-. Hay que salir pronto, antes que los arroyos se hinchen… Piré ya no resiste al sol.

– ¡Piré… piré! ¡Ah, ya comprendo! -exclamó Díaz Moreno.

– Pues Llanlil… saldrán pasado mañana. Ya sabes que estamos esperando al comisario que viene con tus papeles y certificará tu matrimonio ante la ley; por su parte el capitán te entregará los del campo que vas a ocupar… Juan irá contigo, lo mismo que Roque… -explicó don Guillermo, apoyando su mano sobre el hombro de Llanlil que se había apeado ante el jefe barbudo, como designaba a su futuro suegro.

– Cuántas demoras ¿eh, Llanlil? -dijo Díaz Moreno maliciosamente, sin hacer caso de la mirada reprobadora de Lunder.

– El anciano Roque dice que los casamientos antiguos eran más embrollados todavía… -respondió el reche.

– Bueno, hijo -dijo Lunder-. ¿Vamos a casa?

Volvieron despacio; la rubia barba del boer se doraba intensamente acariciada por el sol que descendía, resaltando al lado de la negra cabellera de Llanlil. Ambos tenían una expresión concentrada no exenta de melancolía.

Blanca al entrar en la casa fue a la habitación de su madre, ocupada afanosa y eficientemente en preparar montones de telas diseminadas en el suelo y sobre la cama.

Buenas tardes, moeder 11 -saludó su hija besándola en la mejilla.

– Buenas tardes… Espero que me ayudarás a revisar esto -añadió Frida, eludiendo la mirada interrogante de Blanca y la nostalgia punzante del vocablo.

– Voy a cambiarme y estaré contigo -dijo ella con súbito desaliento.

Blanca sufría por la actitud de su madre… “¿Por qué no quiere comprenderme?” se preguntaba angustiada Desde que, repuesta de su crisis, habíase Frida enterado del sentimiento que la impulsaba hacia Llanlil, parecía sumida en estupor y reserva inabordables. Resultó imposible para Blanca arrancarle una sola palabra de reproche o aliento. Su madre se mantenía distante, fríamente atenta, pero bajo su aspecto impasible se agitaba un remolino amargo y apasionado, que afloraba, imprevisto y desconcertante, en una frase mordaz o en una mirada cargada de interrogaciones.

Un sordo resentimiento la revestía de una coraza árida, que parecía alejarla voluntariamente de su hija. Como si la misma adustez y monotonía del paisaje se hubiese infiltrado en su alma, secándole las fuentes de inagotable ternura de mujer y de madre, ella sola, frente al acatamiento de todos hacia el inevitable encuentro de aquellas dos almas fuertes y jóvenes que afrontaban con resuelta decisión el futuro, se mantenía extraña al calor y la simpatía que irradiaban los actos de los otros para Blanca y Llanlil. Blanca la sentía con su conflicto a flor de piel y le dolía la reserva de su madre en el momento supremo en que se disponía a afrontar la vida con un hombre que amaba entrañablemente, pero cuya íntima presencia anímica debía aprender a valorar aún. No podía ella pensar ni en razas ni en culturas distintas, pero sí cabía esperar la comprensión de su madre ante la revelación de su extraordinario amor. Lunder era simplemente un campesino, un hombre bravo con un sedimento de ancestrales experiencias, plantado ante la realidad con la viril disposición de comprender y la tremenda fe en su hija, y Llanlil, el postrero de una raza vieja que moría en su esencia íntima, pero que infundía su aliento sobre la tierra de su antiguo nacimiento y dominio. Trasformada y adaptada, parecía renovarse en aquel retoño montaraz, pero no ciertamente salvaje.

Llanlil destruía el gratuito agravio que importaba involucrar a todo lo aborigen en un solo concepto despectivo.

Blanca Sabía que su padre, a pesar de su perplejidad, confiaba en Llanlil y creía en él, pero en cambio, como una contrafigura, sentía también la repulsa callada de su madre y cómo aquel indeciso antagonismo la enfrentaba con ella, aislándola del afecto más necesario, alejándola, justamente en aquel momento, de su cariño. Sí, ciertamente su madre había sentido solamente lo externo del paisaje, y el alma secreta se le había perdido. Al igual que sus nervios, se destrozaba con el viento su corazón maternal y la martirizaba una sola palabra… “¡Indio!”… Para Lunder, para el padre Bernardo, para Ruda, para todos o casi todos, Llanlil era un bravo, un hombre leal y vigoroso, un alma naturalmente buena, con muchas de las virtudes de los blancos, muchos menos de sus defectos y una ingenua admiración por su tierra que muy pocos blancos poseían; pero con todo, para Frida seguía siendo simplemente un indio, un paisano, al que resultaba inconcebible considerar su igual. Ella que no era más que una campesina y solamente una campesina, a pesar de su dignidad y su intachable virtud, despreciaba a Llanlil porque su cabello era renegrido, su piel más obscura y su sangre tenía aún una corriente de idolatría o un vago panteísmo; pero olvidaba que Llanlil era nieto de hombres nacidos libres, renuevo de una estirpe de jefes que alzaban su voz como trueno sobre los caciques reunidos en parlamentos de guerra y de paz.

Con tan encontrados sentimientos, Blanca se dispuso a cambiarse de vestidos. Al día siguiente, en una breve y sencilla ceremonia, se uniría a Llanlil y luego partiría.

Miró su cuarto con una sensación de despedida y sus ojos se detuvieron anticipadamente nostálgicos ante una decoración de algas arrancadas al fondo marino del Golfo.

Las extrañas ramificaciones de las algas mostraban la sensibilidad luminosa y cromatizada de sus verdes fantasmales y sus tenues morados por donde parecían ondular todavía los filamentos submarinos.

Concisa resultaba la enumeración dentro de aquel cuarto. Breve y horra de frívolos detalles, los que había revelaban el gusto delicado de su espíritu al contacto con lo naturalmente bello, más que con lo espectacular. Desde luego faltaba absolutamente lo trivial, grato a la mujer a quien le sobran las horas de su tiempo. Aun en la clausura hermética de puertas y ventanas, ocasionada por el viento obstinado, flotaba en ella una claridad delicada que parecía fluir, nacer casi de los objetos que adornaban Las blanqueadas paredes y de los sobrios muebles que las circuían.

Una intuitiva capacidad de selección permitía establecer a las cosas, sorpresivamente, una directa relación afectiva con su ocupante, hecha de armonía y equilibrio. Entrando en la habitación de Blanca Lunder, un hálito de admirativo respeto sobrecogía al visitante.

Ello, no obstante, no obedecía a ningún plan. Sólo que las cosas se apoderaban un poco del alma de su dueña. Blanca poseía esa cualidad insólita de darse tomando y el milagro lo era más todavía, porque lo ignoraba.

Apretó los labios y regresó al lado de su madre. En silenció la ayudó a reunir prendas y objetos que Frida apartaba para ella. El ajuar de una novia que iba a construir su nido cerca de los cóndores tenía forzosamente que ser útil antes que bonito. Las dos mujeres ponían en la elección su sentido de lo real y práctico.

2

Al anochecer el padre Bernardo se dirigió en busca de Llanlil, que, infatigable, atendía los preparativos de la próxima partida. Llanlil vino a su encuentro con una sonrisa de satisfacción.

– ¡Pero muchacho! -le regañó el religioso-. ¿Vas a pasarte la noche trabajando?

– ¿Por qué no, padre? -respondió él-. Yo no puedo olvidar nada… estaremos muy solos allá arriba y Huanguelén necesita muchas cosas para estar contenta.

– Necesitará sobre todo de ti, hijo mío -dijo el padre gravemente-. No olvides nunca, Llanlil, al Dios que has aprendido a conocer; no olvides que queriéndola y respetándola a ella, respetas y quieres en cierto modo a Dios.

– Que mi corazón sea devorado por los pumas entre las piedras si lo olvido… -afirmó Llanlil con profunda convicción.

Se alejaron hacia el río. El padre Bernardo, consciente de su responsabilidad, quería afirmar en el espíritu de Llanlil toda la fe en su destino y en el de Blanca, y se asombraba ante la simple y absoluta devoción que el indio sentía por ella. De su parte, él depositaba en el reche su caudal de ternura y sabiduría, bajo la forma de amables indicaciones y consejos, escuchados con respeto y concentrada atención.

Pocos durmieron aquella noche en la población de Lunder y con el amanecer renació el ajetreo y la excitación. Antes del mediodía, con la presencia del comisario, revestido circunstancialmente de autoridad legal, y de todos los habitantes de la casa, incluso el capitán Díaz Moreno en su carácter de padrino, se dio con relativa rapidez término a las dos ceremonias de la unión de Blanca y Llanlil. Cumplidas ambas, la alegría dio paso a la emoción y una ruidosa euforia envolvió a todos. Las jubilosas demostraciones parecían identificarse con la mañana luminosa. Llanlil se mostraba radiante, pero Blanca, velada su alegría por la gran reserva de su madre, sintió que algo muy íntimo le llenaba los ojos de lágrimas. Sintió también un árido chispazo de resentimiento ante aquel aislamiento que le negaba la cálida ternura de la madre y no buscó en ella abatir la angustia que la dominaba.

– Vamos, muchachos… es hora de partir. En la Patagonia los caminos son demasiado largos para transitarlos con demora -dijo Lunder tocando en el hombro de Llanlil que junto a Blanca permanecía sentado frente al enrojecido resplandor de la estufa.

– Sí, papá -respondió por él Blanca levantándose-. ¡Vader! ¡Oh, gelield voder! 2 -y su voz se le antojó ya como perdida en leguas de distancia.

– ¡Bueno… bueno! -la reprendió su padre suavemente tomándola de los hombros-. Después de todo no se van al otro lado del mundo… Ya los veré de nuevo… y muchas veces.

– ¡Hala! -exclamó Ruda interviniendo-. ¡No pensarán quedarse aquí toda la mañana! Las despedidas me desesperan. Afuera aguardan Juan, Roque y los peones que irán con ustedes… Antes que termine el verano iré a hacerles compañía.

– Y tú, Llanlil, deja a Juan contigo todo el tiempo necesario ¿comprendes? -recomendó Lunder a su flamante yerno.

– Así lo haré -respondió éste-. ¿Vamos, Huanguelén?

Blanca levantó la Barbilla y colocándose el gorro de piel dijo:

– Sí, vamos -y le tendió la mano enguantada.

– ¿Dónde se habrá metido tu madre?… ¡Por Dios que es empecinada! -protestó Lunder buscando con los ojos a su mujer.

– ¡Déjala, papá!… ¡Debe sufrir mucho! -dijo Blanca mordiéndose los labios.

– ¡Hum!… Todos sufrimos, querida. En fin… ya saldrá.

– ¡Salud, señora! -gritó alegremente el capitán Díaz Moreno, que entraba, levantando su quepis ante Blanca-. Espero que me harán un lugarcito para cuando me largue a sus dominios…

– Siempre habrá un lugar para usted en nuestra casa y en nuestros corazones, capitán -afirmó Blanca calurosamente. El la miró y la expresión de la muchacha le pareció un espejo de luz.

– Cuando venga, cazaremos juntos el zorro y el huemul -dijo Llanlil, estrechándose en un abrazo con el militar.

– ¡Bravo!… Y ahora, ¡a caballo!

– ¡Adiós, papá! Adiós, don Pedro, y tú, María ¡abrázame fuerte, hermanita! -exclamó Blanca, corriendo del uno al otro en una febril despedida.

– ¡Adiós… adiós!

Al lado del carretón listo para la partida, aguardaba el padre Bernardo.

– Dénos su bendición, padre -le pidió Blanca yendo a su encuentro con Llanlil.

– Sí, hijos míos… ¡que Dios los guíe y sean tan felices como yo lo deseo! Blanca ¿te has despedido de tu madre?

– Anoche… pero, no está aquí y sufro mucho.

El padre Bernardo sonrió débilmente.

– Está en tu corazón, hija mía, y tú en el de ella- dijo acariciando la mejilla ligeramente pálida.

Ella se volvió todavía y dijo a Ruda:

– Don Pedro, ya sabe que estaremos esperándolo siempre. No nos abandone, mi buen amigo.

Ruda necesitó hacer un esfuerzo para reprimir la emoción y contestó:

– Descuiden… Iría ahora mismo con ustedes, si no creyera que puedo esperar que alguien me acompañe. ¿Qué dices, María?

María alzó los ojos hasta él y un fulgor muy tenue, como una breve lumbre entre cenizas, habló de una lejana esperanza, pero para el corazón sediento de Ruda fue como si la pampa se hubiera de pronto inundado con una luz inesperada. Con voz vibrante repitió su promesa:

– ¡Iremos… levantaré mi rancho entre los pájaros, Llanlil!…

Con un ronco chirrido el gran carretón se puso en marcha… Blanca y Llanlil, a caballo, alzaron las manos saludando a los que quedaban. Lentamente el carretón avanzó hacia el río en procura del vado. Blanca anheló angustiada descubrir la figura de su madre y no la vio.

Guillermo Lunder, tiesamente erguido, mantenía los ojos clavados en su hija y su vieja e indomable alma de andariego, reconstruyó su propio adiós a su tierra… Sur África, las praderas inmensas frente a la selva batida de tan-tans ominosos, los torsos negros inclinados sobre la tierra; el asedio ambicioso de otros blancos y el éxodo a través del mar, hacia la desconocida tierra donde la Cruz del Sur trazaba un camino nuevo. 1885, Puerto Madryn, Rawson, Cabo Raso, el primogénito apagándose, como una breve llama azul, y siempre la Cruz del Sur inalcanzable hundiéndose en una aurora de hielos australes… Luego Blanca, flor pequeñita y sonrosada, elevando su llanto imperceptible entre el rugir del viento… la soledad, la soledad metida en la sangre como un morbo y Frida ajándose, melancólicamente inadaptada… Después, siempre más al sur, a través de las mesetas heladas, bordeando el mar, el duro mar azul fraguando tempestades, su búsqueda de los compatriotas finalmente sometidos, debelados, por los extranjeros inexorables, y con el encuentro, la dramática realidad de Punta Borja, el vrek van dorst junto a los acantilados salobres y las severas playas de arena donde los lobos marinos retozaban innumerables y grotescos bajo el sol… Nuevo desencanto y nueva impaciencia quemándole en las venas. Otra vez su marcha en busca del destino, costeando los lagos que refulgían entre salitrales y tierra rajada… y al fin el remanso junto al río perezoso. Atrás quedaban casi veinte años áridos, un recuerdo muy lejano de selvas y praderas eternamente verdes, y otros más propincuos, fijados con ramalazos de viento y frigidez de hielo… Y ahora los diecinueve años de Blanca alargaban su camino, se iban hacia lo ignorado buscando su inhalado destino y el testimonio para sus plantas de peregrino de la tierra… Allí estaba él, allí quedaba, en su latitud solitaria, como un roble duro e indomable, esperanzado y fuerte, permaneciendo con las ramas ahora desnudas… ¿Qué pensaban los otros, los que tenían como él los ojos llenos de fe en la bondad de la madre tierra?

Los viajeros se alejaban con lentitud, en tanto el sol se iba posesionando a saltos de nuevos ángulos de sombras y Blanca se esforzaba por ver a su madre en la galería. De pronto la recorrió un temblor y gritó:

– ¡Mamá! -porque Frida Lunder había surgido de la casa y corría tras ella, desatentada y agigantada por un sentimiento de entrañable amor… Frida parecía no ver dónde ponía los pies, pues mantenía los ojos fieramente fijos en la figura de su hija que desmontando de su caballo, corría también a su encuentro.

– ¡Ahora, Señor, estoy seguro de tu infinita bondad! -murmuró reverente el padre Bernardo.

Las dos mujeres se unieron en un estrecho abrazo y recién entonces comprendió Frida que ninguna distancia podría jamás borrar la imagen de su hija.

“Es realmente patético”, pensó Díaz Moreno, mordiéndose el labio inferior. “Pero si no ocurría, algo hubiera quedado arbitrariamente dislocado… Esta excelente familia corrobora y afirma el sentido de la lucha en un mundo que se enfrenta con hostilidad y suspicacia”.

Lunder regresaba ya con Frida y por la picada, cada vez más próximos al vado, el carretón y los jinetes continuaban alejándose, siguiendo el arco que el sol amplificaba en el cielo.

“¿Tendremos, con tan noble levadura, la raza de gigantes que soñó Alberdi para la Patagonia?”, se preguntaba Díaz Moreno, contemplando a Blanca y Llanlil, que saludaban levantando el brazo derecho con efusiva cordialidad, prolongando la sensación de una presencia que se desvanecía paso a paso. El sol les nimbaba las cabezas. “¡Patagonia!… Tierra áspera, huraña y sin embargo cautivante como una mujer altiva”, divagó el capitán, que miraba no ya a las figuras que se alejaban lentamente, sino una visión más distante, un caleidoscopio de vagas sombras superadas por el tiempo. Su lógica, canalizada en el estudio de la historia, enlazaba sucesos inconexos y rehacía el cuadro de la tierra que pisaba, preñada de futuro y de promesas.

El comisario, que estaba cerca, observó su aire extrañamente ensimismado, vio moverse sus labios y aun creyó escuchar balbuceos de palabras más pensadas que dichas.

– ¿Qué tiene, capitán? -le preguntó suavemente.

Díaz Moreno se volvió sobresaltado.

– Vaya… -dijo entonces el comisario-. Me pareció que hablaba usted solo…

– ¡ Oh!… No se alarme. Hablaba… pensaba mejor dicho en el sentido de dicha partida.

– ¡Ah, filosofando de nuevo! ¿Y qué sugerencias extrae usted de ella?

El capitán retornó a contemplar a los viajeros que se volvían repitiendo saludos, más allá del vado, próximos al faldeo.

– ¡Tantas cosas! -murmuró-, pienso en Simón de Alcazaba, gobernador hipotético de unas tierras que no conocía; forzado por el destino a no cruzar el Estrecho, fatídica circunstancia que lo obliga a poner su planta orgullosa en las costas patagónicas. Sólo hay desolación y viento de su territorio; pero él, con la quimérica seguridad de su codicia hispana, quiere hallar oro y ciudades. Para lograrlo cruza el Chubut hacia lo desconocido, hacia la improbable fortuna y la segura muerte. Muerte que le llega en el mar, sobre un barco, pero que engendró la decepción de hallar sólo guanacos y “peñas muy altas, dadas a la ira de Dios”. Corría el año 1535 y ya el señuelo de la Patagonia reclamaba su óbolo de sangre.

“Los inabordables murallones de sus costas bravías alejan a los navegantes y sin embargo, una y otra vez, aventureros, piratas, misioneros, espías extranjeros disfrazados de sabios, militares trocados en turistas, la recorren por tierra, navegan sus riberas; anotan, compulsan, indagan y esparcen la tremenda leyenda de la tierra maldita, sin perjuicio de aconsejar su estratégico control o directamente su dominio. Durante los siglos diecisiete y dieciocho, el mundo civilizado no descorre el velo de la Patagonia, pero las yermas extensiones solitarias van diciendo su secreto a oídos muy sagaces: Drake, Villarino, Viedma, Falkner, vislumbran el tiempo por venir, mas es pronto todavía… La tierra calla y aguarda.

“Pero, ¿qué peregrino hechizo encierra ese continente del misterio para impulsar como alucinados a los hombres por sus rutas vírgenes, tantas como vértices tiene la multiplicada rosa de los vientos y que, a semejanza de algunos de sus ríos sin desembocadura, no conducen a parte alguna?… Porque ahora un nuevo siglo apremia la urgencia de la humanidad y la Patagonia, que dormía un doble sueño en su realidad física y en el conocimiento de los pueblos, despierta lentamente merced al cálculo y la fantasía. Viejos informes amarillentos, arrumbados durante años, son rescatados del olvido y codiciosamente consultados. Los tenaces navegantes vuelven a escudriñar sus costas amuralladas, sus inmensos golfos, las bocas de los ríos que bajan hasta el mar sin que se sepa dónde nacen. España ha rendido sus colonias al pueblo y Argentina es un nombre, aún balbuceante en su diafanidad casi femenina, pero es también un presente de sangre, épico heroísmo y flecha hacia el futuro, pero que, urgida por necesidades impostergables, pelea a pecho desnudo por definir su destino. La Patagonia, el continente del misterio, se ha poblado de grotescos gigantes que atraviesan el páramo para asomarse al mar; y Argentina remeda a un gigante que ignora la mitad de su cuerpo. Mas como los trasgos ya no se conciben sino como argumentos decisivos de consejas de abuelas, todo el panorama adviene confuso; heroísmo y pintoresca tontería; ambición y generosidad extremas; ingenuidad y astucia; mentira y verdad se entretejen, mientras la patria comienza a comprender la importancia de la otra parte de su cuerpo.

“Entretanto, la Patagonia agrega ya otros nombres exóticos a su itinerario enjuto… King, Fitz Roy, Darwin, Musters, Popper -presunto judío rumano, caballero, aventurero, explorador polemista… todo un conglomerado del romanticismo decadente-, Orelie Antonio 1°, estúpido emperador de un reino imaginario, Ernesto Rouquad, el tesón infortunado, y paralela crece también significativamente la voluntad nacional levantando nombres propios como hitos demarcadores, todos ellos mágicamente vertebrados por una sola seguridad… La Patagonia es la tierra del futuro… ¡La Patagonia es la tierra del futuro!…! ¡La Patagonia es la tierra del futuro!!…

“Luis Piedrabuena -paradoja viviente-, Moyano -juventud hecha coraje-, Moreno -ciencia y videncia enamorada-, Fontana -equilibrio y capacidad- entre los que pasa, como un episodio de la astucia indígena, comparable a otros de heroísmo suicida, un cacique Casimiro Biguá o Bibois, corriendo con desenfrenada inconsciencia de Río Negro a Punta Arenas, ya como coronel argentino, ya como capitán chileno, o simplemente como tribuno tehuelche…

Pero el siglo diecinueve se remansa para morir y la Patagonia es apenas un mal recuerdo de profetas pesimistas: ahora se abren sus caminos al trabajo, sus páramos aterradores y sus entrañas devuelven el calor soterrado para bien de los hombres; de los mismos hombres febriles que amojonan, limitan, trazan y se matan por conquistarla… Y he aquí que esta pareja va, como un símbolo, a ganarse su tierra y su futuro…”

De cara al sol, Llanlil, en el filo de la meseta, señalaba a Blanca el lugar exacto donde sus padres levantaban todavía sus pañuelos en el adiós. Por el camino cortado en el faldeo, el carretón tardaba en subir. Las ruedas se hundían en la tierra y la arenisca húmeda, y los caballos enganchados a la vara tiraban obstinadamente.

– ¡Caramba! -silbó casi el comisario-. ¡Jamás hubiera imaginado en usted tan apasionada visión de esta tierra!

– No es para menos -repuso el capitán volviéndose- usted alcanzará, como yo, a bendecir agradecido…

– Vamos -insistía el padre Bernardo a Lunder y a Frida, tomándolos de los brazos-, ya se han ido… esperemos que el trabajo y el amor los harán felices y prósperos.

– Es bastante y nada más necesitan -dijo el capitán que escuchaba sus palabras, concluyendo: -el tiempo de la conquista salvaje ha terminado.


  1. <a l:href="#_ftnref26">1</a> Madre

  2. <a l:href="#_ftnref27">2</a> ¡Papá! ¡Oh, querido papá!