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Durante largo tiempo Llanlil no dio señales de vida, pero aunque el fuerte golpe recibido hubiera terminado con otro individuo menos robusto su natural resistencia lo salvó. Antes que el frío paralizara por completo la circulación de su sangre comenzó a moverse. El mismo frío fue su aliado deteniendo la inicial hemorragia y refrescando su cabeza abrasada de fiebre.
Cuando recuperó su total lucidez, bramó de impotente coraje. Quiso levantarse y el lacerante dolor de la pierna aprisionada lo volvió por entero a la realidad de su lamentable situación. Los dientes de la trampa, apenas detenidos por la bota de cuero, trituraban el hueso a la altura del tobillo. Llanlil tomó entonces un puñado de nieve y se frotó con ella la herida de la frente y con un supremo esfuerzo de sus castigados brazos, se arqueó sobre la trampa separándola lo suficiente para permitirle retirar el pie. La extrema debilidad lo abatió de nuevo y casi desvanecido se recostó en un árbol próximo. Los perros vinieron con cortos ladridos a correr en torno de él.
El mediodía, filtrando rayos de sol entre las nubes, metalizaba las centelleantes agujas verdes de las araucarias y derretía la nieve formando breves surcos cenagosos entre los troncos…
Echó a andar en busca de su refugio. La pierna herida lo atormentaba obligándolo a cojear. Marchaba tambaleante como un ebrio, pero sin detenerse, impulsado por el deseo de llegar para cerciorarse de su completa y presentida derrota. Ya no se quejaba siquiera. El mudo estoicismo de su gente le sellaba los labios a las inútiles lamentaciones, pero un odio sordo, amargo como hierbas venenosas le quemaba en el cerebro. El ruin asalto lo sumía de nuevo en la mayor miseria, lejos de su gente dispersada por el espíritu de una conquista indiferente a todo sentimiento ajeno a sus intereses, abandonado en aquel intrincado laberinto de montañas, desfiladeros, valles y pantanos; con el terrible invierno cada vez más cercano e inclemente. Y luego aquella afrenta que lo enloquecía; traicionero y cobarde ataque a él que nada quería de los demás, salvo su libertad montaraz, con sólo el cielo por testigo de su total entrega a la naturaleza indomeñada.
Al llegar al toldo sus presentimientos se confirmaron. Se habían llevado las pieles, el recado y el caballo; todo lo que tenía algún valor se lo habían arrebatado. Volvió la vista en torno y contempló obstinadamente las huellas de pasos que se alejaban de nuevo hacia el este. Luego se arrastró al interior del toldo y se curó la herida de la pierna, que para él no era más peligrosa que el zarpazo desgarrante del puma embravecido. No sentía el dolor físico, pero en su corazón ardía como un vasto incendio la opresora pasión de la venganza. Obscurecía.
Con las primeras luces del nuevo día Llanlil, acompañado de los fieles perros, buscó el rastro dejado por sus atacantes. Llevaba únicamente un cuchillo, las bolas de piedra forradas en cuero atadas a la cintura y las provisiones que no impedían sus movimientos. Dejó el toldo arrollado y oculto en una gruta rocosa al igual que las trampas, y se marchó siguiendo las huellas que se internaban en los cerros a la izquierda del Senguerr, apartándose ostensiblemente de éste para evitar los terrenos bajos e intransitables. El aire frío y seco incitaba a andar sin fatigarse pero pronto sintió Llanlil el leve dolor de su pierna aumentar paulatinamente con intensas punzadas que se extendían hasta el muslo. A pesar de la baja temperatura, gotas de sudor corrían por su frente y sus largos y sueltos cabellos humedecíanse de raíz. El cansancio y la fiebre lo entorpecían, pero continuó avanzando sin detenerse un momento. El sol brilló después en un cielo sin nubes y ya estaba alto cuando Llanlil llegó al pie de un abrupto cerro negro cuya ladera, casi vertical, no dejaba entrever ningún sendero practicable. Las huellas habían desaparecido totalmente, aun para un hábil seguidor como el indio.
Aquel paraje carecía de vegetación. Los- bosques habían quedado atrás y sólo algunos arbustos retorcidos y raquíticos crecían entre las rocas. Las vegas de pastos finos y el terreno suave se habían transformado en un extenso pedregal, producido por los ciclópeos desprendimientos de la montaña. Llanlil se asentó entonces sobre una gran piedra y observó fijamente la escarpada ladera, calculando con detenido examen el camino que iba a seguir. Si sus conjeturas resultaban ciertas esperaba recuperar sobre sus asaltantes la ventaja que le llevaban, pues éstos por fuerza debían bordear el cerro para continuar con el caballo y los fardos y Llanlil estaba seguro de que no los abandonarían voluntariamente.
Echó un vistazo a la pierna lastimada que con el descanso se había entumecido, y poseído de una ciega determinación se levantó nuevamente. El dolor le arrancó un gemido. ¡Aquel dolor era como un lanzazo cortándole los nervios! Pero era también la llama que alimentaba su odio y su venganza. Sólo se calmaría con la roja sangre de sus enemigos brotando de sus cuerpos miserables abandonados en las mesetas, hasta que sus huesos, despojados de la carne, dejaran pasar el viento con un continuado bramido. Lleno de amargos pensamientos y visiones de venganza, Llanlil no sentía el hambre ni la sed y comenzó la peligrosa ascensión cuantío el sol estaba sobre su cabeza. Subía como había marchado antes, sin detenerse una vez siquiera, ciego al peligro e indiferente a la distancia y al cansancio. Las piedras desprendidas rodaban hasta el fondo de la cuchilla con sordo ruido. El viento a medida que ascendía era más violento. Sus dedos endurecidos de aferrarse a las rocas de filosas aristas se helaban, y las matas con sus duras espinas desgarraban el cuero de su chaqueta y herían sus brazos. Tenía los codos destrozados de apoyarse para elevar el cuerpo y la pierna le pesaba como si llevase una piedra atada a ella. De improviso se halló ante la garganta abierta en la montaña. La estrecha fisura estaba envuelta en una tenue penumbra. Se dejó caer pesadamente, casi sin aliento, al lado de sus perros que jadeaban con la lengua colgando de las fauces espumajeantes. Cuando se repuso vio a sus pies el cañadón incendiado por el sol del mediodía; más allá divisó otros cerros, con sus alternados montes de ñires y lengas entre cuyos troncos la nieve se disolvía al calor del sol. Las laderas de algunos cerros laterales, cubiertas de arbustos, se erizaban como lomos de saurios colosales.
Llanlil estaba exhausto. Intensos calambres le recorrían la pierna y le obligaban a permanecer tendido en el suelo de piedra. Con sus ojos velados por el cansancio miraba fijamente los costados de la fisura del cerro, cuyas paredes se elevaban perpendicularmente, mostrando en lo alto un retazo de cielo. Detrás el pasaje se prolongaba estrecho y sombrío, salvo espaciadas anfractuosidades que formaban pequeñas cavernas impenetrables a la luz. Al fin se incorporó recorriendo con la vista el camino que tenía delante. Con esfuerzo adelantó unos pasos alejándose del borde del cerro y procuró con el ejercicio calentar los miembros entorpecidos. El enorme tajo de la roca presentaba un suelo irregular obstaculizado por piedras de distintos tamaños, sobre las cuales debía saltar Llanlil en su penosa marcha. Anduvo así un par de horas hasta que la garganta comenzó a ensancharse paulatinamente y las cavernas se hicieron más profundas. El indio proseguía incansable en busca de la cima del cerro, pues la senda iba siempre en ascensión. Una liebre, huyendo asustada de los perros, le indicó las proximidades de la planicie superior y poco después la claridad del día resplandeció distante apenas un centenar de metros. Cuando ya daba por terminado el árido trayecto, un nuevo peligro lo inmovilizó en desatentada pausa, olvidando toda prudencia… Desde la boca de una obscura cueva, un enorme puma hembra lo enfrentaba, gruñendo y arañando las piedras con sus garras.
La fiera parecía defender la entrada de la cueva como si allí estuviesen sus cachorros. No mostraba intenciones de atacar pero tampoco de irse y Llanlil permaneció paralizado, mientras los perros gemían presos del más espantoso terror. Cuando se hubo recuperado de la sorpresa, el indio se movió cautelosamente en lo más ancho del sendero con la intención de utilizar las bolas arrojadizas, única arma posible en aquel lugar. En su mano derecha quedaron balanceándose las mortíferas choiqueras pendientes de los tientos de cuero, en tanto que la fiera bufaba con más rabia que ferocidad, pues el puma austral es sólo temible cuando está herido o defiende a los cachorros.
El hombre y la fiera se estudiaron tratando de adivinar el inminente ataque, y Llanlil con secos silbidos trató de incitar a los perros a abalanzarse. Uno, más decidido, lo acosó ladrando, pero apenas se acercó, la fiera lo arrojó aullando de dolor, contra la pared del desfiladero, con la cabeza abierta de un tremendo zarpazo. En el mismo instante, ligero como el rayo, Llanlil blandió con maestría la choiquera que, silbando, surcó el corto espacio. El impacto dio en la cabeza del puma, entre las orejas, retumbando el golpe sordamente. Tan exacto fue que el animal quedó inerte, si no muerto al menos aturdido por completo. Llanlil no esperaba otra cosa y con un salto se lanzó buscando la salida. Al final de la corta carrera vio la desigual plataforma del cerro en toda su amplitud… Hacia donde se girase la cabeza se divisaba una desnuda y árida sinfonía de rocas grises de innumerables tamaños formando extrañas figuras de pesadilla, por entre las cuales el viento pasaba en fuga salvaje, produciendo roncas voces en algo semejantes a las profundas notas de un órgano colosal, tocado por dedos de titanes. Plataformas tales fueron inexpugnables baluartes en poder de los tehuelches a los que sólo tras largos años de lucha derrotó el araucano en hecatombes de sangre y de coraje.
Por entre aquellos roquedales siguió luego el indio, orillando obscuros despeñaderos, que suponían la existencia de ranuras con salida a la ladera oeste. Un poco más lejos una laguna minúscula, cuya ubicación resultaba incomprensible en tales alturas, ofrecía un espejo límpido y helado. Llanlil que en todo momento se movía con el pensamiento puesto en sus perseguidos, no pudo entonces resistir los dictados del hambre y la sed y bebió ávidamente del agua clara, arrancó unas matas raquíticas que arañaban las piedras y asó un trozo de guanaco que traía en su alforja de cuero. El perro sobreviviente aprovechó la tregua y los restos del mísero asado hasta el último despojo.
Pero el descanso fue tan breve como la comida y pronto siguieron la marcha bajando y subiendo la cadena montañosa. Tarde ya, con el sol perdiéndose entre celajes de nubes, alcanzó Llanlil la pendiente opuesta, desde la que dominaba un extenso panorama. Buscó desde el alto mirador hacia el este, siguiendo con atención las márgenes del Senguerr, que se retorcía a la derecha de los cerros, y en la extensa meseta, casi en la línea del horizonte, halló lo que buscaba: tres diminutas figuras que se perdían ya en la lejanía. ¡Había retomado la pista! Sus atacantes, los odiados blancos, seguían siempre la orilla izquierda del Senguerr, aunque tomando los puntos altos y manteniendo siempre un rumbo invariable. Entonces Llanlil, seguro de que una vez alcanzada la meseta, jamás perdería el rastro, sólo pensó en ganar aquélla antes de que lo sorprendiera la noche. Su obstinada voluntad e infalible instinto de cazador no le iban a fallar ahora.
La cumbre en que se encontraba descendía gradualmente escalonándose en sucesivas gradas de variadas alturas, que se redondeaban cada vez más, hasta extenderse en una última planicie de pasto ralo, sobre el que sobresalían, como garras de ahogado en un mallín, algunos raquíticos calafates o aplastados algarrobillos, quebrando la monotonía del paraje. En la rápida bajada lo sorprendió la noche y apenas si tuvo tiempo de buscar un refugio al abrigo del viento, que a partir de allí era cortante y sumamente frío.
La helada nocturna, el hambre escasamente saciada en toda su marcha, unida al lacerante dolor de la pierna herida, mantuvieron a Llanlil en un insomnio febril y alucinado. Fuera de su refugio el aire seco y helado era un terso cristal sobre el que brillaban las esplendorosas estrellas, trémulas como cirios agitados por la brisa angélica del cielo sin manchas. Pero el indio, ajeno a los misterios de la noche, sólo sentía el infierno del frío y el punzante dolor, y su mente sólo abrigaba un pensamiento solitario, fijo como un clavo ardiente… ¡Alcanzarlos!… No se había detenido a medir ni los medios ni la oportunidad que aprovecharía para cobrarse la deuda sangrienta que reclamaba; no lo sabía, pero todo su ser se tendía con empecinada obstinación hacia los que se alejaban. Su cuerpo se iría destrozando lentamente en su desatinada carrera sin que en un solo instante olvidara su fin. Después se tendería cara al cielo inmenso, encomendando su espíritu a los dioses antiguos que en las inaccesibles montañas aguardaban a los valientes de su raza, hasta que su cuerpo fuese pasto de los buitres voraces de las mesetas.
Tan insoportables le parecieron las horas en aquella cueva horriblemente fría, que ante el temor de ser sorprendido por el sueño y quedar helado sin remisión, prefirió afrontar la noche a cielo abierto, marchando entretanto hacia su meta. El camino lo eligió Llanlil al azar, procurando únicamente mantenerse cerca del Senguerr, cuyo curso adivinaba en el lejano susurro del agua corriendo aprisionada entre las paredes rocosas. El tenue murmullo, propagado tan lejos por la ausencia de viento y la limpia atmósfera, servía al indio de segura referencia respecto de la marcha que llevaba.
Ya no tenía más cerros por delante y aunque el terreno era llano sólo en perspectiva, los estrechos cañadones que lo cruzaban como grandes zanjas no importaban obstáculos para su paso. No podía sin embargo evitar tropezar con la leña de piedra, curiosos túmulos vegetales verde obscuro que se alternan en las mesetas patagónicas proporcionando un eficaz combustible, cuyo nombre les viene de su característica conformación compacta y dura, semejante a piedras aplanadas. Así, cayendo a veces de bruces, parte por la fatiga, parte por los tropiezos, Llanlil vio nacer por el este el resplandor de un nuevo día que, afortunadamente, prometía ser despejado y sin amagos de nevazón, aunque la misma serenidad de la noche transcurrida se debiera a la gran helada caída originando un frío intenso que le penetraba hasta los huesos con punzadas dolorosas, apenas atenuadas por el rigor de su eterno caminar, que paso a paso lo llevaba hacia su destino. Al salir el sol había ya cubierto no menos de cuatro leguas sobre la dura planicie, dejando bastante lejos los cerros que, desvanecidos por las sombras y la niebla del amanecerle desdibujaban a su espalda.
A la luz del día que resbalaba por la helada planicie, divisó un extenso paraje, desierto y árido. A la derecha, encajonado en las paredes del valle que le servían de cauce, el río distante dejaba oír su alegre canción de aguas cristalinas. Aunque el indio desde su posición no alcanzaba a verlo, el sonido le certificó el buen camino seguido hasta allí.
El amanecer era lento como una caricia contenida. Una nube solitaria en el este se iluminó primero de un rojo sangre aureolando sus imprecisos perfiles con rayos de fuego; después el gris de la nube se bañó de un morado flamante, para tornarse luego desvaído violeta con indecisas tonalidades plateadas, hasta que finalmente al incidir los rayos del astro directamente sobre ella, la extensa nube fuese diluyendo gradualmente, como un blanco vellón desmenuzado por invisibles dedos, hasta quedar el horizonte despejado por completo y mostrando, hasta donde alcanzaba la vista, la misma planicie abandonada. El desierto se abría como un abanico frente a Llanlil, con su lápida de cielo azul uniéndose en el horizonte reverberante y engañoso. Como vigías petrificados, rocas solitarias de formas fantásticas ofrecían sus perfiles de piedra a la mordedura incansable del viento.
Cuando la fatiga se hizo insoportable, obligándolo a detenerse a cada instante, buscó el infortunado Llanlil una depresión del terreno y echándose detrás de unos ralos calafates, que se agrupaban como defendiéndose mutuamente del viento, se quedó tendido, respirando con hipos de fiebre y de dolor. Se estuvo así mucho tiempo, debatiéndose en oleadas de inconsciencia que lo arrojaban en sombríos abismos, apretando en sus puños cerrados las pequeñas piedras que tenía a su alrededor. Obscuros telones desfilaban ante sus ojos que se rendían involuntariamente al cansancio y al sueño postergado. Movió la cabeza creyendo oír un confuso tropel de cascos golpeando sordamente la dura tierra. ¡Guanacos!… Pero la quimérica manada se alejó y el rumor se fue apagando poco a poco… Había comenzado a desvariar. De pronto se dio cuenta de su estado y adivinando su segura perdición si se quedaba allí, tendido y helándose, se levantó con súbita determinación y echó de nuevo a andar. Anduvo y anduvo como un ebrio hasta que los largos días de silencio, primero en la grata soledad del bosque, después abstraído en el rencoroso mutismo de la persecución, empujaron su cerebro a la locura.
Poseído de una obsesión alucinante inició bajo el cielo diáfano un lento trote que prontamente se convirtió en desesperada carrera. Entreveía apenas que su camino incierto, sombras o relámpagos hiriendo sus ojos dilatados y enrojecidos por el cansancio. Sus pies chocaban cada vez más contra los raigones haciéndolo caer; se levantaba tambaleante bajo los efectos de la singular borrachera para volver a caer unos metros más lejos, siempre emitiendo un sordo y entrecortado gruñido, prolongado en un breve grito de animal herido escapando a la jauría. De golpe su garganta tanto tiempo cerrada a las voces humanas dejo oír espantosos gritos que resbalaban sobre el árido suelo de la pampa sin ecos. El aire seco propagó los horribles aullidos que escapaban del pecho largamente oprimido. El leal perro que todavía seguía pegado a sus talones se detuvo de pronto, erizando los pelos del lomo como defendiéndose de un incierto peligro, mientras su amo se alejaba gritando.
Llevaría una interminable hora de correr sin rumbo, cuando al descender a una pequeño cañadón se desplomó de bruces al borde de un menuco de aguas trasparentes, sobre el que se agitaba suavemente el pasto tierno. Algunos teros chillaron asustados y pesadas avutardas remontaron el vuelo alejándose lentamente. Había comenzado a soplar el viento del oeste… Sin embargo Llanlil estaba cubierto de un sudor febril, mientras bebía con avidez en las tranquilas aguas ligeramente saladas.
A partir de entonces, perdida la conciencia del rumbo, olvidado del fin que lo impulsaba, el indio siguió andando como un autómata. Un indefinible instinto lo mantenía conservando una dirección paralela al río, y después de marchar todo el día, increíblemente impasible a la fatiga, el anochecer lo sorprendió en el paso que, siguiendo la curva del río hacia el sur y buscando su confluencia con el Mayo, lo acercaba al campo de los Lunder. Había cruzado la meseta del Alto Senguerr y los brazos menores del río, cubriendo leguas y leguas, infatigable y espantoso en su determinación. Hambriento y tembloroso, siguió andando todavía cuando ya las estrellas cubrían de nuevo el firmamento densamente azul, y como en sueños se halló en el ancho valle que encerraba al Senguerr, viendo delante la patente claridad que difundía la luna, la casa de Lunder. Allí le faltaron las fuerzas y con un grito ronco se desplomó como un fardo. Su último llamado atrajo a los perros de la casa silenciosa, que se conmovía instantes después ante el extraño suceso.