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– Mamá… ¿Vamos a ver a ese pobre indio? -preguntó Blanca dirigiéndose a Frida, concentrada en la preparación de postres y rosquillas en el horno de la gran cocina a leña. Ella levantó la cabeza, mostrando la cara rosada, y frotándose las manos enharinadas en el amplio delantal, contestó:
– Ya estás buscando la oportunidad de escaparte… ¿Por qué no me ayudas un poco? Además está helando todavía…
– ¡Oh mamá! Haz que te ayude María… ¡pero déjame ir! ¡Los hombres nunca saben qué hacer en estos casos!…
– Y tú tampoco. ¡Pero vete! De cualquier manera te irás lo mismo sin mi permiso -la regañó Frida. Su hija no esperó más y dándole un beso de pasada, salió ligera de la cocina.
– ¡Y no te olvides de ponerte los mitones! -alcanzó todavía a decirle su madre, mientras ella corría ya a su habitación.
De allí pasó directamente a la galería rumbo al galpón, en una de cuyas esquinas habían improvisado una piecita con tabiques de cueros estirados sobre vigas de madera. En su interior, acostado en un lecho de circunstancias, pero como hacía tiempo no disfrutaba, yacía Llanlil.
Al entrar Blanca al galpón encontró a su padre que mateaba cerca del fuego. Lo saludó cariñosamente.
– Buenos días, papá; ¿cómo se encuentra el forastero? ¡Es increíble que haya andado en tales condiciones, descalzo y herido!…
– ¡Oh! Esa gente es capaz de todo y el que tenemos aquí es un ejemplar de gran físico… a pesar de que está bastante aporreado… -concluyó Lunder significativamente.
– Piensas que lo han golpeado, ¿no es cierto? -inquirió Blanca, apoyando una mano sobre el brazo de su padre.
– M'hija, el porrazo de la frente es sin error un culatazo brutal… ¡Lo que no me explico es la herida en la pierna! ¿Te fijaste cuando lo trajimos y le lavamos el golpe, que parecía como si le hubieran clavado dientes en el hueso?… No acierto a comprender cómo…
– Anoche también yo pensé en eso y ahora me pregunto: ¿no es la marca que dejarían los dientes de una trampa para zorros?… -dijo Blanca aguardando el efecto de sus palabras.
– ¡Pero claro que sí! Hija mía, a veces pienso que eres más diestra que yo en cosas del campo… Sin embargo quedan muchos puntos obscuros todavía. ¿No andarán Bernabé y el polaco metidos en esta? -expresó Lunder pensativo.
– Padre… ¿recuerdas los fardos y el caballo que traían de tiro? -preguntó Blanca, siguiendo el hilo de un pensamiento revelador. En las últimas cuarenta y ocho horas estaban ocurriendo cosas aparentemente inconexas, pero que ella relacionaba instintivamente. En aquellos parajes era difícil concebir sucesos tan excepcionales sin reunirlos en un solo motivo. También a Lunder le rondaba la misma idea, pues sin demostrar sorpresa por la pregunta de su hija, le contestó:
– Los vi únicamente de lejos, pero juraría que el caballo, el recado y hasta la forma de atar los fardos eran indios. ¿Quieres que te diga qué ha sucedido?… A este pobre diablo lo atacaron ellos, vaya a saber dónde, y lo dejaron por muerto. ¡Ni se imaginan que lo tienen tan cerca!
– ¿Y qué piensas hacer, papá? -quiso saber Blanca levantando el cuero que oficiaba de entrada al cuarto del enfermo.
Llanlil dormía pesadamente un sueño profundo. Las penurias de la empecinada travesía se marcaban en su rostro desencajado, que parecía estar cubierto de un velo de dolor, tal como si en el sueño rememorara las peripecias sufridas… las huellas del viento cortándole la cara, la sed y el frío agrietando la carne de los labios…
El ancho pecho levantaba las colchas siguiendo el ritmo de su agitada respiración. Por momentos le recorría todo el cuerpo un tremendo y espantoso temblor y sus manos crispadas se aferraban a los costados del lecho, intentando, en su brumosa pesadilla, esquivar un golpe imaginario. En esas circunstancias gemía dolorosamente. Su figura noble y abatida, tronchada como un altivo tronco montañés, rodando y rodando hacia el obscuro abismo, quebrándose en cada arista granítica, desgajado, roto y mutilándose en la caída como un guerrero atropellado por la caballada salvaje, entre alaridos espantosos, causaba pavor y compasión, mezclado a un indefinido sentimiento de admiración. A nadie en aquella casa se le escapaba la fortaleza que era necesario poseer para vencer la soledad y el frío de las mesetas, así; casi semidesnudo, sin provisiones ni medios para obtener alimentos.
Blanca examinaba curiosa y complacida la ruda fisonomía del indio. Sus ojos claros y vivaces, fijos en los cerrados del enfermo, parecían querer adivinar el secreto que encerraban. Lentamente se volvió hacia su padre murmurando:
– Debiéramos dejar a alguien cerca para que lo cuide… tiene aspecto de haber sufrido mucho ¿no te parece?
– Así es. Bueno, ¡vamonos! Hay que trabajar, amiguita…
Salieron. Lunder se apoyaba maquinalmente en el hombro juvenil de Blanca y su enérgica presencia hacía resaltar la hermosura de aquella rara flor de las pampas.
– ¡ Juan!… -llamó Lunder. El capataz, que se acercaba a los corrales, se volvió al oírlo.
– Sí, patrón, diga no más -asintió, con el sereno continente que no perdía jamás. Un poco como ausente, escuchando voces que él sólo entendía, orgulloso de su soledad como de una coraza invisible. El viento que empezaba a levantarse le volcaba el sombrero, obligándolo a erguir la cabeza con rápidos gestos. Lunder le indicó, señalando al galpón.
– Mande a Roque que se quede cerca de ese hombre y me avise cuando vuelva en sí… y que tenga a mano algo fuerte cuando ocurra.
– Así lo haré -asistió el capataz y se fue. Lunder preguntó entonces a Blanca.
– ¿Tienes ganas de galopar? -y sin esperar la respuesta, prosiguió: -Vamos al codo del río, quiero ver los caballos; ya es tiempo de encerrarlos en los cuadros; está helando fuerte.
– ¡Cómo no, papá! -contestó Blanca y de pronto, recordando, preguntó: -Y Ruda, ¿por dónde anda?
– Se fue temprano a ver a sus indios Pastos Blancos, para seguir luego a la Loma Redonda. Está intrigado por saber qué le pasó al que tenemos en el galpón y de dónde viene. No lo cree de la zona. El se inclina a pensar que sea un araucano venido de Chile o del norte…
Los caballos estaban ya ensillados cuando llegaron al corral. Iban pisando la tierra húmeda, de la que se elevaba un vaho frío, penetrante. De los palos del corral resbalaban las gotas pesadas de la escarcha. El sol, saliendo lento y perezoso, mostraba su anémico disco amarillento sobre los cerros, medio oculto entre las nubes mañaneras que persistían en ahogar al astro entre celajes.
Blanca acarició el cuello de su caballo con la mano desnuda, de largos dedos sensitivos. El animal se plantó primero resoplando con fuerza, envuelto en el ancestral temor que subyugó el galopar errante de sus antepasados; sus belfos contraídos mostraron los grandes dientes. Los pelos de los ollares dilatados se cubrían de gotas de hielo cada vez que sus pulmones poderosos expedían el aire con jadeo de fuelle. Irradiaba su aspecto una fuerza indomable, pero en manos de Blanca, que lo manejaba con dulzura paciente pero firme, se convertía en un bruto dócil e infatigable que batía la tierra con cuádruple retumbo.
– ¡Hola, Mordiscón! ¿Salimos a correr un poco?
– Pero muchacha… ¡Déjate de charlar con el caballo! ¿O querés enseñarle a hablar? -se burló Lunder, riendo bondadosamente, mientras montaba el suyo, un alazán de gran alzada.
– ¿Vos crees que no me entiende? Mira como se calma ahora -le contestó Blanca montando a su vez.
– Ya sos capaz de domesticar a un puma cebado si te lo propones… -le repuso su padre, mirándola entre admirado y burlón.
– Podes volverte si querés -recomendó al silencioso peón que cuidaba los animales, mientras emprendían un trote corto hacia el río. Cuando se alejaban, el sol bañó las grupas de las cabalgaduras y se enredó en los cabellos rubios de Blanca, tornándolos resplandecientes como una corona luminosa de reflejos dorados. Padre e hija se mantenían en sus monturas con la gallardía de viejos jinetes, sin quebrar un solo momento la elástica armonía de sus movimientos. Al contraluz sus figuras agrandadas eran como un símbolo de las gentes nuevas nutriendo y nutriéndose de la tierra salvaje. Cada golpe sonoro de los cascos de los caballos contra el piso helado era un tambor que despertaba los ecos dormidos del valle; cada voz y cada grito un vibrante llamado a los campos no heridos todavía por el filo de la reja del arado, no henchidos por el grano fecundo, no florecidos por la constancia y el trabajo del hombre, pero aguardando con su muda espera proyectada al porvenir. Sobre ella iba a librarse aún la última batalla del odio y la codicia hasta rendirse en una luminosa aurora de progreso, abrirse en mil caminos hacia la conquista de sus entrañables frutos.
Los dos jinetes empujaban a los potros con gritos y ágiles evoluciones, llevándolos a los corrales entre los álamos. Algunos peones vinieron en su ayuda y al fin todos los animales quedaron encerrados en sus refugios invernales. Techados de jarillas y neneos les brindarían abrigo contra las heladas.
En medio del agitado revuelo de crines y cabezas nerviosas, de cascos quebrando el hielo de los charcos endurecidos, Blanca, erguida sobre su cabalgadura, se arrebolaba en una jubilosa exaltación. La fina curva de sus labios eran una roja pulpa. Sus ojos se inundaban de luz y entusiasmo al conjunto de aquella fiesta de fuerza, en la que el coraje de la bestia se resistía a la voluntad del hombre. De pronto un grito de advertencia castigó el aire y enmudeció las voces de los que llamaban y azuzaban.
– ¡ Cuidado!… -y un soberbio potro negro cargó en línea recta sobre Blanca. Rechazado a coces por los que estaban en el corral, acosado por los perros barulleros y los gritos de los peones, huía enloquecido hacia el valle en desenfrenado galope; Blanca tomada de sorpresa, se quedó inmóvil, mientras su caballo relinchaba aterrorizado. En el último instante, Lunder atropellando de costado se lanzó a la carrera con el suyo, alcanzando a desviar el potro, que con las crines al viento y pateando en el vacío escapó al campo.
– ¡ Uff! Casi te alcanza… -exclamó Lunder, volviendo hacia su hija.
– ¡Huijaaa!… -atronaron los peones, entusiasmados por la maestría del jinete.
– Con ése sí que no te servían las palabras ¡eh! -dijo Lunder, mirando sonriente a Blanca.
– Es cierto papá ¡buen susto me llevé!… Pero mi gringo gaucho puede más que un potro -subrayó con orgullo.
– Bueno, volvamos a casa que gaucho o no, ¡tu madre se la toma conmigo si nos atrasamos!
De regreso y al pasar frente al galpón vieron al viejo Roque, el baqueano indio, ocupado en trenzar un lazo, cuyo cuero de guanaco había ablandado con los dientes.
– ¿Todavía sigue durmiendo tu paisano? -preguntó Lunder. El indio afirmó balanceando la cabeza.
– ¿No estará muy enfermo, papá?
– No creo; estará agotado después de la tremenda caminata, eso es todo.
– ¡Y vamos pronto que mamá nos espera!
Comían todos en la gran sala-cocina. Lunder, su hija, María y el capataz, hacían el honor a la humeante sopa que Frida servía en los floreados platos, orgullo de su tierra y milagrosamente conservados a través de todas las mudanzas de la suerte. El pan casero se abría en tajadas sobre la panera de metal repujado. La escena familiar reflejaba la solidez tanto afectiva como económica de aquel hogar perdido entre las áridas mesetas patagónicas, tan distante de las ciudades populosas que la sola mención de sus parajes, totalmente ignorados, sugerían rulas misteriosas acechadas por peligros innominados.
Después del almuerzo cada uno volvió a sus tareas aprovechando las escasas horas de luz, pues al llegar el invierno los días se acortan sensiblemente. La casa permanecía silenciosa y afuera el viento se calmaba. Apenas si breves ráfagas, como jinetes rezagados, cruzaban los corrales y las dependencias para chocar sin ímpetu contra las puertas y ventanas herméticas. Frida, observando el valle a través de los vidrios de una ventana, tejía tranquila, mientras Blanca hojeaba un viejo libro apergaminado.
En un álamo cercano un pájaro oculto piaba alegremente, y el aire claro transportaba el canto con límpidas resonancias. Los alrededores de la casa, como contagiados del silencio de ésta, se adormecían en la siesta. Un gallo elevó el clarín de su voz como un saludo y fue respondido por otro y otro hasta morir el canto enredado entre la cabellera lánguida de los sauces, que mirándose en la corriente del río transparente ondulaban pausados. El sol otoñal, cálido y denso, acariciaba las hierbas, y el tenue bochorno de la tarde, que la atmósfera seca propagaba, hacía presa en las ovejas y carneros que pastaban parsimoniosos y graves. Todos los objetos enmarcados contra los cerros lejanos, se revestían de una serenidad casi sagrada y su tensa inmovilidad evocaban una página de égloga bíblica, a la que no le faltaba siquiera el místico pastor, pues cerca de los corrales y oteando el valle, un peón ceñido en pieles, inmóvil y de pie sobre una elevación, vigilaba los ganados dispersos confundiéndose con el paisaje silente. El mundo había retrocedido en el tiempo, como una escena arrancada de un viejo manuscrito.
Promediaba aquella tarde singularmente calma, cuando Blanca se asomó a la galería. Los hombres no habían regresado aún y sólo un rato después vio al viejo Roque salir del galpón. Lo llamó y el anciano indio se acercó a su patroncita.
– Buenas tardes, Quila -la saludó con su honda voz musical y pausada.
– Buenas tardes, abuelo, ¿cómo sigue el enfermo?
– Y… así no más, amita, recién empieza a despertar ¡mucho golpeado! -en la voz del indio flotaba una extraña reticencia temerosa al nombrar a su paisano.
– Quila -prosiguió después de la pausa-. El es un jefe… caído, como un luán 1 en la batida, su brazo es fuerte todavía…
Blanca, aunque habituada a las usuales alegorías del anciano, no dejó de percibir sin embargo intensa majestad impresa en sus palabras. Admiradora de las almas fuertes, la grandeza la envolvía sintiéndola latente en la suya como un torrente contenido. Llevada por una inexplicable solicitud, quiso saber más detalles.
– Entonces, ¿por qué está aquí? Lejos de su tierra, de su gente… en ese terrible estado… ¿No es extraordinario?
– No sé, no sé. Las rocas vuelven a veces de las montañas y llenan la tierra como mallines -se quedaron silenciosos, sumidos cada cual en sus pensamientos. Poco después vieron al capataz que se dirigía a la entrada del galpón sin reparar en ellos. Blanca, sin titubear, se dirigió también allí y ya se encontraba a pocos metros cuando una sorda exclamación la detuvo.
– Pero ¡qué le pasa! -era la voz de Juan la que se oía.
– ¡Eh!… Loco del diablo. ¿Todavía andas buscando que termine yo de romperte la cabeza?
Dominada súbitamente por la inquietud, Blanca corrió hasta el interior del cobertizo, levantando con manos nerviosas el cuero que ocultaba la cama donde yacía el indio, en el preciso instante en que éste se erguía contra la pared del galpón, blandiendo un nudoso palo. El capataz con el talero en actitud defensiva lo enfrentaba. La presencia de Blanca truncó la acción de los dos hombres y Llanlil la miró con ojos extraviados. Blanca, sintiendo florecer en ella todo el orgullo de su naturaleza acostumbrada a ser obedecida, sostuvo la mirada. Lentamente las contraídas facciones de Llanlil fueron distendiéndose. Entonces Blanca exclamó suavemente:
– ¿Qué tiene? Nadie quiere hacerle daño -la voz de la mujer pareció arrancarlo de un sueño opresor y el garrote se deslizó de sus manos. Se quedó allí inmóvil todavía y sin embargo altivo, como si el temor hubiese sido reemplazado por la conciencia de una dignidad antigua. Detrás de Blanca, Roque murmuraba palabras ininteligibles. La hija de Lunder se volvió hacia él, diciéndole:
– Dígale a este hombre cómo ha llegado aquí, cómo lo hemos curado y que nadie quiere molestarlo.
La sonora voz del anciano parloteó un discurso en su lengua y sus graves tonalidades, semejaban por momentos los ecos de una cascada en el bosque. Sus palabras fueron contestadas brevemente por Llanlil, y a su término Roque, dirigiéndose a Blanca y al capataz, explicó:
– Dice que sabe la lengua del huinca… pero no recuerda lo que le pasó.
– Vea, señorita -interrumpió visiblemente molesto el capataz, pero Blanca le impidió continuar diciéndole:
– Después hablaremos… Ahora vamos a dejar tranquilo a este hombre. Me parece más asustado que otra cosa. Le pidió entonces a Roque que se ocupara de su paisano y haciendo una seña a Juan, salió al patio.
La breve tarde se hundía ya en las primeras sombras nocturnas. La placidez del sol había sido arrebatada por un viento no extremadamente fuerte, pero sí frío que, cruzando el valle en toda su extensión, flagelaba la gran casa de adobes. Su contacto estremeció a Blanca e instintivamente buscó con los ojos la presencia de los hombres que escuchaba acercarse, viniendo de los cuadros de álamos. Estos aparecieron luego, con Lunder a la cabeza, comentando las peripecias de la jornada.
Al ver a su hija la saludó alegremente, yendo a su encuentro a grandes pasos, las barbas flotando al viento con patriarcal bonhomía; pero al aproximarse la observó tan demudada que exclamó sorprendido:
– ¡Pero hija! ¿Qué te pasa?…
– ¡Oh papá… ese hombre… ¡ha despertado al fin y parece tan asustado de algo o de alguien que por poco más ataca a Juan, creyéndose él el atacado!
– ¿Es cierto? -preguntó Lunder, volviéndose al capataz.
– Así es, patrón -respondió Juan, siempre cachazudo y sin la menor alteración en su voz impersonal.
– ¡Yo le voy a enseñar! -gritó Lunder encaminándose al galpón-. ¡Lo único que faltaba!
– ¡Papá, por favor!… -lo atajó Blanca poniéndose delante-. Ese pobre hombre está aterrorizado y sale de su desmayo con alguna horrible impresión en su cerebro…
– ¿Qué estás diciendo? -interrumpió impaciente Lunder. Los hombres de la casa se habían reunido entretanto y los rodeaban. Una voz se elevó en el grupo, exclamando:
– Ahora sí que estoy seguro, pues…
– ¿Seguro de qué? A ver, Blanca… ¿qué sabes de todo esto? -mientras hablaba se desasió suavemente de los brazos de su hija, que aún lo sujetaba-. Déjame y habla…
– Oh, sólo presentimientos, pero algo me dice que los hombres de Sandoval son los responsables del estado del indio… pero oigamos a Antonio que recién habló…
– ¡A ver vos! ¿Qué sabes de este indio? -interrogó Lunder al fornido peón que lanzara la exclamación.
– Este… vea… yo francamente, patrón -se excusó el interpelado.
– Déjate de retaceos y habla de una vez -lo conminó Lunder con autoridad.
– Bueno, del indio no sé nada… pero ayer le pregunté a Bernabé dónde había conseguido el caballo y los fardos y él me contó que los había comprado a un indio cazador y… ahora ése…
– Ya veo -interrumpió Lunder-. Ustedes están cavilando por cuenta propia… pueden irse y vos Blanca vení conmigo. Vamos a casa.
Cuando se acercaban a la casa, Lunder le dijo a su hija:
– Ahora no me cabe duda ¡esos canallas! Y para peor este hombre aquí con los problemas que ya tengo con Sandoval…
– Pero, papá ¿en qué puede Sandoval dañarnos con sus proyectos?
– En muchas formas, m'hija. Si alambra los campos, me priva de los valles de la cordillera para invernar… Y necesito de ellos para aumentar y conservar los caballos, para aclimatarlos y mejorar una raza capaz de soportar todos los rigores del clima. Esta tierra en la que pocos tienen fe, será en su tiempo la esperanza más grande de los hombres; es inmensamente rica, ¡qué diablos! Por nada la compañía reclama leguas y leguas, ¡ella quiere quedarse con todo! Me irán, poco a poco, arrebatando a la gente de trabajo, y lo mismo harán con los demás colonos del norte.
Desacreditarán nuestros esfuerzos, porque la lana viene pronto y se trabaja menos… ¿comprendes ahora…? Y buscan contactos, porque ¡claro!, con la fuerza de su parte poco les importa la ley; ellos van a imponer y aplicar a su antojo la que más les convenga. Quieren obligarnos a depender de la compañía y si lo consiguen harán lo que quieran desde la costa hasta la montaña… Todos los pobladores estamos alarmados. Desde que el gobierno arregló la cuestión de los límites, ellos se sienten seguros y obtienen concesiones enormes, pretextando su afán de colonizar… Entregas hay de doscientas leguas cuadradas en poder de particulares. Admito que ninguno, ni yo mismo, somos abnegados o desinteresados misioneros, pero tampoco todos somos forajidos, sino gente de paz y de trabajo dentro de la ley… -hizo una pausa, mientras veía encenderse las primeras estrellas.
– Mi conciencia en este caso me dice que ese indio, si de verdad ha sido despojado y maltratado por la gente del Paso, como presumimos, merece justicia, pero, ¿quién ha de hacerla? Aquí manda Sandoval y a él le importan muy poco los indios, vengan de donde vinieran. Pedir ayuda a Rawson es imposible. El gobernador es un caballero, pero su fuerza no llega tan lejos y yo no puedo moverme de aquí… Yo no soy ni juez ni policía, sino un simple particular y extranjero por añadidura…
– Es verdad, pero nada ganaremos con preocuparnos inútilmente. Es de esperar que ese hombre, una vez curado, se olvide de todo y se aleje nuevamente.
El pensamiento de Blanca, índice de egoísmo y hasta menosprecio por los derechos del indígena, era sin embargo comprensible, considerando que su existencia había trascurrido en un ambiente de lucha áspera, donde difícilmente triunfaba la justicia y en el que el indio era apenas un objeto más en el panorama, usado cuando convenía o, de lo contrario, explotado inicuamente. Por otra parte estaban aún frescos los recuerdos de las tropelías que muchos de ellos habían cometido, aunque era fundado sospechar que el cerebro que los dirigía no era precisamente el de los caciques. Las ideas de respeto al prójimo eran en consecuencia relacionadas únicamente con la fuerza que éste pudiera esgrimir, y los indios, mansos o alzados, escasamente entraban en el concepto de prójimo.
Dos días después, los últimos incidentes habían sido ya olvidados y refundidos en el diario acontecer de aquel pequeño mundo, y Llanlil, bastante mejorado, comenzó a realizar breves paseos que no llegaban más allá de la orilla del río. Se sentía extremadamente débil y en su cerebro los recuerdos comenzaban lentamente a reunirse, trayéndole a la realidad de su situación. Desconocía el destino final de sus atacantes, y el odio que lo animara en aquella portentosa marcha desafiando la muerte blanca, se había amortiguado, dejándolo postrado en apática indiferencia. Salía a caminar acompañado de su perro, que seguía tras él brincando. Llanlil veía a lo lejos esfumarse los cerros ondulados y, más cerca, las alamedas protegiendo la estancia y entre esas imágenes le parecía vislumbrar, confuso y vago, el resplandor de una mirada que rememoraba en un sueño doloroso.
Blanca no volvió a acercársele desde que había sufrido el acceso de pánico y sin embargo era la mirada de sus ojos la que bañaba el alma del indio. El sentimiento sin nombre lo mantenía despierto en las largas noches, inquietantemente desvelado. Así fue dejando pasar los días y, como nadie se ocupaba de él -que iba y venía a su antojo con la eventual compañía de Roque-, fue enterándose de los pormenores de su llegada. Aunque él mismo no pudiera precisar cómo ocurrió, al tiempo de cerrarse las heridas de su cuerpo, fueron suavizándose también las asperezas que el odio había levantado en su alma, bien que el latente resquemor permanecía esperando su revancha.
<a l:href="#_ftnref3">1</a> Guanaco.