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Entretanto Bernabé y su compinche habían llegado al Paso donde, luego de presentar el informe sobre el estado de los campos y los caminos de las montañas, como asimismo del incendio que raleara los bosques del lago, se apresuraron a negociar el producto del robo en el único comercio existente, que desde luego era propiedad de la compañía. A las preguntas que les formularon, contestaron vagamente aludiendo a una compra hecha a los indios que se marchaban al norte y el asunto fue olvidado sin mayores inconvenientes. Si Mateo Sandoval llegó a enterarse, como era de presumir, nada manifestó a sus hombres, ocupado en otros proyectos más importantes.
Una mañana hizo llamar a Pavlosky, el que fue compañero de Bernabé en su viaje al lago. El motivo de la llamada era más bien trivial, pero cuando el hombre entró en la pieza que le servía de despacho a Sandoval, éste se lo quedó mirando detenidamente, con una mirada escrutadora que lo recorría de pies a cabeza. El hombrachón empezó a inquietarse retorciendo entre sus manos nerviosas el peludo gorro, y desviando su mirada fue a detenerla justamente en el único rincón de la pieza donde nada había que contemplar. La voz fría y pausada de Sandoval lo sacó de su confusión.
– Caramba, Pavlosky, veo que anda muy bien calzado en estos últimos tiempos. Esas botas le deben costar lo menos cincuenta pesos. ¿De dónde ha sacado tanto dinero? Porque según me cuenta el proveedor anda bebiendo fuerte, lo mismo que Bernabé, y pagando contante y sonante.
Las palabras de Sandoval dejaban traslucir una intención intimidatoria.
– Y… señor… hemos hecho un buen negocio con pieles -respondió vacilante el polaco.
– ¿Y puede saberse cuándo y dónde lo hicieron?
– Cuando fuimos a la cordillera se las compramos a unos indios que se iban al Norte, creo que a las colonias…
– ¿Indios… colonias…? ¡Hum! Que yo sepa, los indios del Norte no se vienen tan lejos y los de la zona no se han movido de sus toldos… ¿no me estará mintiendo, amigo?
– Vea, patrón, yo le aseguro que no. Puede preguntarle al capataz -le contestó profundamente alarmado Pavlosky. “Demasiadas preguntas”, pensaba… Y decidió callar.
– ¡Te estoy preguntando a vos y es suficiente!… -le atajó Sandoval, con fría cólera, bollándole los ojos peligrosamente-. Me vas a decir ya mismo a quién le sacaron las pieles y el caballo vendido en la proveeduría, o te vas a arrepentir de haber pisado estos pagos… ¿Vas a hablar o no?
Y como el hombre continuara en su silencio, más por temor que otra cosa, Sandoval se movió hacia él y sacando el revólver que llevaba al cinto, le gritó:
– Habla, desgraciado; o venís, conmigo a dar un paseo bastante desagradable. Sos demasiado zonzo para engañarme… ¡sé muy bien de dónde salieron las pieles, pero sos vos el que me lo va a decir ahora mismo!…
Pavlosky tuvo un gesto de rebelión y exclamó tartajeando en su idioma.
– ¡Seguro que el capataz ya le vino con el cuento!
– Habla te digo… -se limitó a expresar Sandoval, manteniéndolo siempre cubierto con su arma. La cara de Pavlosky reflejaba claramente la lucha que libraba entre la duda, la conveniencia de hablar, y el temor a su patrón. Tenía referencias de la crueldad de Sandoval y de que sus amenazas jamás eran en vano. El respeto que inspiraba entre aquellos rudos aventureros, a pesar de su delicada y contenida apariencia, descansaba en hechos de inaudita ferocidad.
– Bueno, patrón, yo no voy a andar engañándolo. El cargamento de pieles que trajimos se lo quitamos a un indio solitario que sorprendimos en los bosques.
– ¿Y qué hicieron del indio? -preguntó Sandoval.
– Y… allí lo dejamos… vivo estaba.
– ¿No sabes acaso que si cazaba en tierras de la Compañía tenían que habérmelo traído y secuestrado las pieles?
– No, patrón, le aseguro que no.
– ¡Qué no vas a saber! Lo que ustedes buscaron fue quedarse con el producto del robo. Porque es un robo, entendelo bien, y seguro que al indio lo mataron para que no hablara -calló un momento, pensativo, agregando después-: Bueno, ¡largo de aquí! Ya arreglaré cuentas con ustedes… ¡fuera, he dicho!…
Pavlosky se dio vuelta rápidamente, contento de haber salido tan bien del trance, aunque no del todo tranquilo respecto de las intenciones futuras de su patrón. Pero éste, una vez cerrada la puerta, se rió despaciosamente con abierta satisfacción, murmurando: “Ahora sí que éstos se van a saludar con ganas… Creo que será mejor que me apure a evitar el encuentro antes que hagan una barbaridad”, pero, a pesar de que descontaba que Pavlosky iría derecho a camorrear al capataz por lo que sospechaba una delación, se mantuvo tensamente calmo. Cuando abrió la puerta para salir, el viento lo inmovilizó un instante. Se encasquetó fuertemente el sombrero y ladeándose se dirigió a la proveeduría, doscientos metros más allá. Iba pisando fuerte sobre las desiguales piedras de lo que oficiaba de calle y ya cerca del enorme galpón de chapas de zinc y madera, se detuvo contemplando el edificio.
Allí se realizaban los arreglos comerciales, almacenándose provisiones y herramientas de trabajo. Allí se suministraba el alcohol que envenenaba la sangre de los paisanos y encendía en sombría fiesta la de los pobladores. El alcohol era el fuego que consumía sus vidas y sin embargo para los pobladores constituía el único estimulante capaz de permitirles soportar la ruda existencia de las deshumanizadas mesetas, luchando con el frío, la soledad, la falta de lazos afectivos que dulcificaran la jornada. El boliche, en aquellos parajes de largas noches invernales, era el obligado e inevitable punto de reunión. En ellos se olvidaban los remotos días felices; se comerciaba, se soñaba y también se moría. La ley del más bravo era la única ley.
Sandoval no se había equivocado: frente al mostrador, Bernabé y Pavlosky se medían desafiantes. El polaco, hirviendo de cólera, apretaba sus gruesos puños, mientras su antiguo compinche y eventual enemigo, más sereno, buscaba la forma de abatir aquella fuerza ciega.
– ¡Traidor! -gritaba Pavlosky-, ¡te voy a deshacer los huesos!
Sandoval se corrió a un costado, pasando inadvertido para los que saboreaban la lucha inminente. De improviso, Bernabé se desplazó veloz y, agarrando una banqueta, la esgrimió contra su adversario, quien alcanzó a atajar el golpe cubriéndose con los brazos. La madera del banco se rompió en pedazos y con un rugido de rabia el polaco se abalanzó sobre Bernabé asentándole tremendos puñetazos. La pelea era seguida alegremente por los parroquianos, que celebraban entusiasmados el gratuito espectáculo. Una botella esquivada a tiempo fue a estrellarse violentamente contra una vidriera, haciéndola añicos. Las exclamaciones de burla o incitación se mezclaban al jadeo de los luchadores. Fuera de aquel apretado círculo, no se escuchaba otro rumor que el viento azotando el vasto galpón. Desde la puerta, Sandoval seguía observando la pelea de sus hombres, dejando vagar por sus labios una sonrisa irónica. Cuando lo creyó oportuno y en el momento en que los rivales rodaban por el suelo, golpeándose con saña, entre un coro de carcajadas y denuestos, lanzó un grito que tuvo la virtud de paralizar las risas y exclamaciones.
– Basta ya, ¡imbéciles!… -y como los hombres se detuvieran indecisos, agregó:- A levantarse he dicho… ¡hatajo de bestias!
Bernabé fue el primero en incorporarse… -Si me lo deja un poco más, patrón, le iba a enseñar a ése… -murmuró, escupiendo sangre. Pero su rostro magullado mostraba lo contrario. Pavlosky seguía en el suelo, sentado, mirando estúpidamente a su patrón y sin comprender bien qué ocurría, más molesto que asustado por la interrupción. Aquel bruto, magníficamente dotado, sentía un placer vesánico en ejercitar su tremenda fuerza. Sus puños colorados y enormes continuaban apretados obstinadamente. De él se decía que era capaz de parar un potro en plena carrera y tenderlo en tierra como un cordero. Sólo la superioridad intelectual de Mateo Sandoval le provocaba un respeto animal y embotador, tornándolo dócil como un niño asustado.
– Ustedes vengan conmigo -ordenó Sandoval, y enfrentando al resto de los parroquianos que aún permanecían en el boliche, agregó: -¡Vamos! Mejor estarían trabajando…
Se fueron alejando todos a sus tareas, comentando todavía los pormenores de la pelea y lamentando el brusco final.
El administrador de la Compañía rechazó la copa de ginebra que solícito le ofrecía el proveedor y repitió su orden a Bernabé y Pavlosky, que mirándose con odio echaron a andar. De nuevo recorrieron el trayecto hasta el despacho de Sandoval, arremetiendo contra el viento, que restallaba como un látigo.
– ¡Así que los amigos se pelean ahora!… Andan por ahí asaltando indios y se lo callan ¡idiotas! ¿Creen que no llegaría a saberlo?… ¡eh!
Los acusados enmudecían y Sandoval, entre divertido y burlón, continuó:
– Merecen que los cargue en un matungo, bien amarrados y los largue en la pampa para escarmiento. ¿Los mandé yo a robar o a reconocer los valles? ¡eh!
– El paisano estaba cazando en nuestra tierras -apuntó animándose Bernabé.
– ¿Conque “en nuestras tierras”? ¡Pero muy bien!… ¿No sería mejor decir las tierras de la Compañía?
– Y… desde luego, patrón… -aclaró Bernabé, tratando de calmar su enojo.
– Entonces esas pieles son de la Compañía y a mí me las debieron entregar -recalcó Sandoval, mirándolos fijamente.
– … Este… quiero decir…-interrumpió Bernabé, viéndose mal parado y metido en la trampa de palabras que Sandoval le provocara.
– Nada, amigo, usted ha faltado a la confianza que le tenía y lo peor ¡entiéndalo bien!, es haber entrado en arreglos con ese imbécil charlatán…
– Le juro, patrón, que si él vuelve a hablar algo del asunto le pego un balazo ¡por ésta!
Y Bernabé se besó la uña del pulgar derecho con elocuente ademán.
– No va a ser necesario si hacen lo que les mando… quieren atropellar indios ¡pues les haré el gusto! ¡A mí también me están fastidiando!
La inesperada declaración hizo que los hombres se irguieran con súbito interés y admiración.
– ¿Es cierto, patrón? ¿Y olvidará lo ocurrido? -farfulló Pavlosky con su media lengua.
– Tanto como olvidar… depende de ustedes… Les voy a dar algunas instrucciones y ya veremos luego. Si cumplen, tendrán su buena recompensa. De lo contrario, ¡pobres de ustedes!
Durante largo tiempo Sandoval se entretuvo explicando a aquella pareja de bandidos un detallado plan que éstos aprobaban con repetidas exclamaciones. Muy satisfechos iban cuando al fin se retiraron, y nadie al verlos hubiera reconocido en ellos a los enconados rivales de un rato antes. Fenómenos similares en cualquier latitud hacen que hombres cuyos resortes morales han perdido toda firmeza, olviden sus odios subalternos, ante la perspectiva de alguna empresa de común beneficio. Fieles a esta ley obscura y tenebrosa que nace y se enrosca en los corazones más innobles. Bernabé y Pavlosky, unidos ahora por idéntico interés e iguales temores, marchaban a cumplir la tarea dictada por el cálculo artero de Sandoval, quien conseguía mantener el dominio sobre sus secuaces y realizar una campaña contra las tolderías de indios, que estorbaban con su permanente hambruna la expansión infatigablemente buscada por la Compañía.
Ambicionaba Sandoval, acabar con las tolderías apelando a cualquier medio. “¡Para lo que sirven esos roñosos!”, era su constante queja. Desaparecidos los indígenas se sentiría libre de trabas y la tierra, hasta las cordilleras, con sus valles verdeantes, capaces de sustentar inmensos rebaños de ovejas, no conocerían entonces otro amo que él; el proyecto no sería posible hasta que los indios, obstinados y contumaces ladrones de ganado, hubieran desaparecido todos. ¡Qué le importaban a él sus derechos a la vida!
Caía la tarde… el viento, asiduo visitante del angosto cañadón, cruzaba silbando sin piedad entre las cuatro casas que formaban las instalaciones de la compañía. El río Aayanes 1, estrecho y sinuoso, arrastraba sus aguas heladas bajo el plúmbeo cielo patagónico.
En una curva próxima, una naciente arboleda se torcía bajo la fuerza del viento. Los álamos, arqueándose, se quejaban viriles, mientras la cabellera de los sauces se agitaba enloquecida. El tiempo hasta entonces frío, pero agradable, amenazaba tormenta. Por el oeste grandes nubes sombrías se amontonaban ocultando parcialmente al sol que, moribundo las incendiaba con cárdenas tonalidades. Reinaba ya la obscuridad en los profundos valles.
Horas después las pesadas nubes cubrían el firmamento y, silenciosa, la inminente tormenta se cernía sobre las extensas mesetas, cubriendo los valles y cañadones con su calma ominosa; sin truenos ni relámpagos, los tonantes heraldos de la furia de los cielos, que en la Patagonia raramente se deja oír. Tan raros son estos fenómenos, que los antiguos habitantes, supersticiosos y aferrados a la tierra -sus campos de caza y guerra-, atribuían al enojo de los dioses las roncas voces del cielo.
Luego, tan silenciosamente como se anunciara, la lluvia comenzó a repiquetear insistentemente sobre las chapas del Paso. Lenta y silenciosa la lluvia se deslizaba como una fría cortina, esfumando los relieves del terreno. La obscuridad nocturna completó la densa cortina y todo fue borrado sobre la tierra y el cielo. Apenas alguna luz, como un ojo vigilante, brillaba suspendida en el espacio. Hombres y animales buscaban en la noche su refugio, mientras la lluvia, ceñida y opaca, se volcaba sin pausa, con agobiadora persistencia.
La lluvia había sorprendido a Bernabé y Pavlosky y otros dos con ellos destacados, a pocas leguas de Loma Redonda. Marchaban sin hablar, en fila, seguidos por tres cargueros que trasportaban en sus lomos voluminosa carga.
Sólo se escuchaba el golpe de las herraduras contra las piedras de la huella. Ascendían lentamente, seguros del camino, aun cuando hacía rato que el contorno singular de la Loma se había confundido con la total obscuridad.
Era Loma Redonda un cerro que a la distancia, visto desde la uniforme llanura, parecía un huevo enterrado en la tierra. Protegida por grandes rocas, se extendía la toldería india, habitada por unos quinientos tehuelches, todos igualmente pobres y harapientos. Las enfermedades, el alcohol y su indolencia fatalista los habían reducido a la más espantosa miseria. Perdido el mínimo vestigio de sus pasadas glorias, apenas recordadas por los más viejos como un sueño antiguo; incapaces de bolear avestruces por falta de caballos y el necesario vigor para rodearlos, vivían comiendo cuanto caía a sus manos, desde las ovejas propias y ajenas, hasta los piches que sorprendían en sus cuevas. En Apelegg habían enarbolado por última vez, muchos de ellos, las lanzas de guerra; pero aquella derrota acabó con todas sus esperanzas y nada les despertaba el deseo de trabajar por la propia existencia. Una larga noche los cubría mientras aguardaban la muerte blanca cada invierno.
– ¡Maldita lluvia!… -exclamó sordamente uno de los jinetes, cubierto por inmenso poncho negro- ¡lindo tiempo para salir de paseo!
– ¿Qué pasa? -reclamó el más cercano.
– Que me dan ganas de volverme ahora mismo -gritó el que había hablado, colocándose al flanco del otro-. Estoy helándome. ¿No tenes algo fuerte por ahí?…
– ¿Vos bebiendo? Toma… y cuidado ¡eh!
– ¡Bah! Esos matungos llevan bastante para todos… rezongó el primero, tosiendo al sentir el fuego líquido que bebía-, ¡uff! ¿Falta mucho todavía?
Como respuesta le llegó en la noche el ladrido de un perro.
– Mira… ¡Ya tenemos encima los toldos!
– También, ¡no se ve uno las manos en esta obscuridad!
– Y menos si te las lavas tan poco… -se burló su compañero.
– Estás gracioso esta noche, amigo.
– No, si estoy llorando… tengo la cara mojada…
– Serán los pelos. Hace rato que no se te ve la cara -sentenció el jinete.
Los ladridos se habían multiplicado. Por las cuatro esquinas de la noche, sombras increíbles de perros, puro hueso y pelambre, se lanzaban entre las patas de los caballos, encabritándolos asustados. Alguno, mordido quizás, lanzó un relincho y el “trac” de unas certeras coces tundió los flacos huesos de un perro que aulló dolorido. El olor de la sangre atrajo a sus compañeros y un espantoso jadeo y ruido de quijadas hambrientas, indicó la lucha por disputarse los restos del caído. Creeríase ver en la compacta sombra los ojos feroces y las fauces babeantes de los famélicos canes.
Entretanto los hombres permanecían indecisos, titubeando en bajar de los caballos en medio de aquella jauría salvaje; una luz brilló entonces y alguien, entre la obscuridad, los invitó a seguirlo.
Detrás de una alta y negra roca se adivinaba, más que verse, la silueta de una habitación humana. Sin apearse aguardaron de nuevo y al rato el indio que los guiaba había encendido una hoguera, la que despedía una débil llama y un olor insoportable.
– ¡Puff! ¿Qué queman estos demonios? -preguntó el jinete más cercano, mientras bajaba del caballo.
– De todo… huesos, grasa vieja, inmundicias y algunas raíces de calafates -le respondió Bernabé, agregando-: ¡Y esta porquería se dice dueña de la tierra!…
– ¡Chist!… Viene el cacique Manuel.
Salieron de la ancha y negra boca del rancho, mitad de adobe, mitad de cueros, cuyo frente apenas iluminaba la mortecina hoguera, avanzó Manuel Quilcán, el viejo jefe de la tribu. El anciano, con lento ademán, añejo recuerdo de solemnes parlamentos de igual a igual con los jefes blancos -no podía olvidar que treinta y cinco años atrás, su voz se alzó soberana en el gran parlamento del Limay, al lado de Cheoeque (Sayhueque), Maiufko, Casimiro y otros jefes de rango-, se adelantó hasta quedar delante del resplandor del fuego.
Las llamas vacilantes encendieron con rápidos reflejos los ojos negros del indio, y su rostro de bronce, cruzado de profundas arrugas y algunas cicatrices, brilló fantástico contra el fondo de sombra.
Quizás fue su vejez imponente todavía, tal vez el hechizo que presta a la noche la soledad y el fuego solitario, lo cierto es que los cuatro jinetes detuvieron inconscientemente sus ademanes despectivos, y callados, permanecieron unos instantes contemplando al cacique, que envuelto en grave silencio, esperaba se le impusiera del motivo de la visita.
Su dignidad le impedía ser el primero en hablar. En otros tiempos no era tan fácil acercarse a su toldo, pero hoy, vencido y arrinconado en aquel páramo estéril, sólo le restaba el silencio, como una lanza rota entre las manos, apenas un arma pasiva empuñada con vigor.
Bernabé tosió, revolviéndose molesto sobre el recado; estaba mojado y helándose. Maldijo en voz baja su poca airosa llegada y mandó apearse a sus compañeros, que para hacerlo debieron rechazar a rebencazos a algunos perros audaces que pugnaban por morderlos.
– Cacique, tarde venimos y mojados. Te pedimos un lugar para descansar… mañana he de hablar contigo…
Quilcán se acercó al grupo y siempre en silencio extendió la mano abierta. Fue así estrechando la de cada uno, mirándolos fijamente a los ojos que resbalaban por los suyos, como descubriendo los más escondidos pensamientos. Cuando hubo saludado a todos dijo en claro español:
– Bienvenidos a mi pueblo. Dormirán en mi casa…
– Pero no, jefe, cualquier lugar nos servirá… -protestó Bernabé.
– Mi gente es pobre y los blancos delicados… Mi rancho, es apenas una cueva para ustedes -explicó Quilcán, desolado, excusándose.
– Muy contentos de dormir en tu casa -aceptó Bernabé, temiendo un prolongado debate sobre la mayor o menor comodidad que les ofrecían. En el fondo odiaba por igual cualquier albergue nativo y a no ser por la llovizna y el frío, hubiera hecho el campamento al amparo de un matorral de calafates.
El cacique hizo un gesto al hombre que había traído a los visitantes y con él se encaminó a su toldo. Casi de inmediato figuras envueltas en gruesas mantas de piel fueron escurriéndose hacia los toldos vecinos. La familia de Quileán en pleno cedía su puesto a los recién llegados. Cuando todos hubieron salido el jefe indio llamó a Bernabé y con amplio ademán le indicó su casa, diciéndole:
– Tuya y de tu gente es mientras estén aquí… -y sin más, erguido y firme se perdió entre las sombras.
– Maldita bestia -rezongó Bernabé-. Me deja su pocilga como si tuviera un palacio -a pesar de la cordial acogida dispuso una guardia que vigilara la carga, ya depositada debajo de una lona frente al rancho. Hecho esto, los tres restantes se acomodaron lo mejor posible entre los cueros malolientes y cálidos aún, que se encontraban extendidos por el suelo, y al rato un sueño pesado reinaba entre ellos.
– ¡Eh, Pavlosky! ¿Sigue lloviendo todavía? -preguntó Bernabé, varias horas después, asomando la cara fuera del toldo.
– Por suerte no… pero del sol ni muestras… -contestó éste, sin abandonar la proximidad de la hoguera.
– Y los paisanos ¿andan por ahí?
– No he visto a ninguno, ¡sólo hay perros! ¡Maldito sea, está lleno de perros hambrientos!
– Bueno, ya termina tu turno y te vas a dormir…
– ¿Dormir? Con tantos piojos no voy a poder dormir en un mes. Los siento hasta en la boca…
La queja del polaco fue recibida con grandes carcajadas por sus compañeros, que se levantaban ya de sus jergones, rascándose vigorosamente.
– ¡Caracoles! Ahí lo tenemos al viejo con su facha de general, y ahora con acompañamiento.
Encabezando a un grupo heterogéneo de hombres, mujeres y chicuelos de todas las edades y vestimentas, desde burdas chaquetas de guanaco, hasta panas rotos y viejos uniformes de la Guardia Nacional, que el gobierno les repartiera en sus expediciones, llegaba Manuel Quilcán a saludar a sus huéspedes. En la obscuridad de la mañana taciturna, el cortejo marchaba en, silencio detrás de su jefe. Saludó éste a los hombres desplegados a la puerta del toldo y su saludo fue coreado por sus acompañantes como una salmodia quejumbrosa. Lejos estaban de la arrogancia orgullosa de sus antecesores. Arrollados y diezmados por los vicios y la miseria, eran solamente un rebaño resignado que llegaba hasta el blanco con un fatalismo ciego, más por respeto o por temor, que por interés alguno. De buena gana hubieran ido a esconderse lejos, pues únicamente desgracias presagiaban aquellos enérgicos hombres cargados de armas. Quilcán trabajó mucho para convencerlos de la inutilidad de querer eludir la presencia detestada, y ahora esperaba conocer los motivos de aquel viaje. Habló entonces y sus palabras fueron dirigidas a Bernabé, a quien conocía como segundo de Sandoval.
– ¿Han dormido bien? ¿Todos buenos? ¿Y el jefe Sandoval también bueno? -la jerarquía de mando otorgada a Sandoval era el más familiar de los tratamientos para Quilcán. El había sido cacique desde joven y dar y recibir órdenes eran la esencia de su vida de antiguo guerrero.
– Hemos dormido bien, jefe Quilcán; todos buenos… mi patrón Sandoval me manda a verte.
– ¡Ah!
– Así es, cacique, y traigo muchos regalos para todos, ropas, comida y ginebra de primera…
– ¿Ginebra? Nada bueno trae la ginebra -murmuró Quilcán- muchos inviernos han pasado por mi toldo y nunca he tomado el agua de fuego… ahora mi gente se envenena la sangre.
Su altiva queja fue interrumpida por una algarada general a sus espaldas. La elocuente exhibición de una gran damajuana de vino que Pavlosky levantaba en alto, había roto la reconcentrada circunspección de los indígenas, más hábilmente que cualquier discurso. Los indios con ademanes y voces reclamaban el licor, fuego líquido en que quemaban su ancestral melancolía.
Quilcán gritó y llamó en vano; nadie lo escuchaba y entonces volviéndose a Bernabé que miraba sonriente el espectáculo, dijo:
– Ya ves, nada atienden… ¿Qué quieren ustedes de mi gente?
– Ya lo está viendo… Que se diviertan un poco.
– De balde no caminan tanto los blancos.
– Queremos gente para trabajar… Vamos a alambrar muchas leguas… hasta los valles de la cordillera…
– ¿Más todavía?… Antes mi tierra era una sola carrera de guanacos ligeros.
– Cuidado, Quilcán… La tierra es del gobierno grande y la reparte al que la trabaja -le reconvino Bernabé, adoptando un tono severo.
– Y a nosotros nos deja las piedras y el viento. ¿Es también el gobierno grande el que lo manda?
– Usted debe saberlo -se soslayó el interpelado, disimulando un fastidio-. Bueno; hoy es fiesta, cacique, y deje a su gente que se divierta…
La fiesta se hizo general pese a la fina llovizna que calaba inexorablemente y a la baja temperatura. Los indios se reunieron en un dilatado círculo, en cuyo centro se ubicaron los más ancianos controlando los víveres, que por turno eran entregados a la voracidad de los festejantes. Así al principio, pero cuando el alcohol empezó a dejar sentir sus efectos, aquello se convirtió en un pataleo desenfrenado.
Un primitivo instrumento de caña agujereada, la trutruca, dejaba escapar con regularidad una nota aguda y en falsete, que acompañada por el ronco golpear del tambor de cuero de guanaco, producía una melopea deprimente y embrutecedora. La bárbara música terminó por sumir a todos en un enervamiento agotador. Bajo la lluvia las cobrizas figuras danzaban ahora con catalépticos quiebros del cuerpo, acentuando los movimientos con roncos alaridos. La dantesca orgía, vigilada por los cuatro atentos diablos blancos, emponchados y al abrigo de la lluvia, siguió interminable toda la mañana y la tarde. Solamente los hombres intervenían en la danza. Las mujeres marcaban el compás rodeadas de chiquillos y de perros.
Se espesaba ya el penumbroso día cuando un jinete entró en la toldería en sostenido galope.
– ¿Quién será? -preguntó inquieto Bernabé, a uno de los suyos.
– No tengo la menor idea -contestó el otro.
– Bueno mira, anda a verlo entonces y traémelo antes que hable con Manuel Quilcán -ordenó Bernabé sin abandonar su gesto preocupado.
Al rato volvió el emisario. Venía solo. Al verlo Bernabé se lo quedó mirando interrogador.
– Tiene malas pulgas el tío ese… -rezongó a manera de excusa el hombre.
– ¿Pero quién diablos es?
– Ruda, un gallego amigo de Quilcán…
– Ah… lo conozco- ¿Sospechará algo? ¿Qué dice?…
– Nada que yo sepa -contestó el interrogado-. Solamente que vendrá a verlo cuando…
– ¿ Cuando qué?…
– Bueno… dijo que “cuando le venga bien”…
– Compadre el hombre. Está levantando mucho el gallito -sentenció rencoroso Bernabé-: Cuida esto, voy a ver dónde anda la visita -terminó con sorna.
Se alejó con dificultad entre los indios borrachos, apartando los perros a puntapiés y frente al toldo del cacique se detuvo observando al recién llegado que pugnaba por traer al anciano a su cabal sentido; pero el indio, saturado de vino, se mostraba insensible a cualquier llamado. Aquella vez Quilcán, claudicando hasta con su repudio al alcohol, se había emborrachado lastimosamente.
– Escuche ¡maldito sea! -le gritaba Ruda-, ¡pero si es una cuba este buen viejo!…
– Buenas… -interrumpió Bernabé acercándose.
– ¡Es…! ¿Usted anda en este embrollo?
– Despacio, compañero… ¿Qué está diciendo?
– ¡Bah! no me dirá que los indios se emborrachan con agua… Y ustedes no les traen el alcohol de balde… -subrayó Ruda.
– Vea, compañero, no se ponga pesado… nada tiene que hacer en esto. Don Mateo nos da órdenes y nosotros las cumplimos. La gente se divierte un poco: ¿qué mal hay en eso? ¡Bastante falta les hace! Por otra parte es la única forma de convencerlos de que se vengan unos cuantos con nosotros…
– ¿Para qué, si puede saberse? -preguntó extrañado Ruda. No dejaba de inquietarle la repentina solicitud de Sandoval por los indígenas. ¿Qué se traía encubierto? Bernabé era sin duda el que atacó al que estaba en casa de Lunder y maldito si le interesaba el bienestar de los paisanos. Pero él estaba solo -los indios ni se daban cuenta de su presencia y de los compinches de Sandoval no cabía esperar nada bueno. Resolvió callar lo que pensaba. Oyó a Bernabé entonces:
– Queremos peones para alambrar los nuevos campos concedidos. Necesitamos mucha gente.
– Ah, sí… está bueno. Sin embargo ellos como peones no sirven gran cosa…
– Cuestión de saber llevarlos -recalcó el otro, sonriendo fugazmente.
– Tal vez… -dijo Ruda, caviloso y nada convencido.
– Y a usted ¿qué lo trajo con este tiempo? -preguntó Bernabé. Le intrigaba cada vez más la intempestiva presencia del español.
– Nada, pues; mi acostumbrada visita a esta gente. Siempre atiendo sus problemas. Pero ya veo que no hago falta y me vuelvo cuanto antes.
– Aja… -aprobó el hombre de Sandoval satisfecho.
Don Pedro sentía crecer sus sospechas viendo el estado de los indios. ¿Emborrachándolos para trabajar? ¡Bueno está el asunto! Algo había entre medio… Algo siniestro sin duda. Además Bernabé demostraba mucho interés en que se fuera.
Siguió aquella tarde la tremenda fiesta y Ruda, apenas descansado, montó de nuevo y, sin despedirse de nadie, se dispuso a volver por el mismo camino que lo trajo. Se iba ya cuando alcanzó a observar los preparativos que Bernabé y su gente realizaban para llevarse a los indios hacia el Paso. Elegidos como un rebaño, los pobres diablos, aún más embrutecidos por los efectos del vino y la danza, se agrupaban bajo la atenta vigilancia de sus ocasionales protectores.
Ruda tuvo un gesto de impotencia y se perdió en el neblinoso amanecer.
<a l:href="#_ftnref4">1</a> Nombre indígena del Mayo.