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CAPÍTULO VII

1

– Patrón, ¡por la bajada del Senguerr vienen llegando Lunder y su hija! -era Bernabé quién agitado le hablaba a Sandoval.

– Caramba… ¡sí que es una sorpresa! A ver, ¡pronto! Un caballo y salgo a esperarlos. No olvidemos que son nuestros vecinos… ¡ja…ja…ja!

Frente a su casa esperó el caballo pedido, esforzándose por distinguir a los que llegaban, pero éstos, descendida ya la entrada al cañadón, se hallaban ocultos en la hondonada que un antiguo cauce del río excavara al pie del faldeo. Desde la pared norte del cañadón hasta el río que, describiendo una amplia curva, corría por el centro del paso, era un pedregal sin una mata. Desde la otra ribera del río hasta la pared opuesta, el terreno se ondulaba de pastos y algunas arboledas ponían una alegre nota de color. El camino hacia la salida del sur contaba a su vera con las casas de la compañía, almacén, depósitos, casa del administrador, otras para peones y grandes corrales, seguros y bien dispuestos en la vega que el río humedecía continuamente. Más adelante el cauce se volcaba otra vez contra la falda del cañadón y corría allí unos centenares de metros. Esta circunstancia, que permitía una relativa humedad al suelo y la protección contra el viento, formaba menucos y bajos donde la vegetación crecía libremente. Una casita, oculta casi entre sauces y rocas del faldeo, parecía lanzarse, como una blanca gaviota, desde la pared al río que, ensanchándose, tenía languideces de remanso. A pesar de la fría estación, pájaros de hermosos colores volaban incansables en aquella mañana singularmente cálida, luego de una breve nevada de la víspera. La nieve, casi totalmente licuada, había embellecido en limpias tonalidades el paisaje.

Sandoval se encontró con los viajeros a poco de cruzar el vado que ofrecía el curso del Aayones. Los que llegaban eran tres: Lunder, su hija, y Ruda, el inquieto español que había vuelto, presuroso, desde Loma Redonda, a comunicar sus temores a su amigo Lunder.

– Encantado, amigos, de verlos por mi casa -exclamó el administrador estrechando las manos de los visitantes-. ¿Han tenido buen viaje? -preguntó, estudiando las expresiones de los tres, pues tanto Lunder como su hija se mantenían en una estricta y estudiada reserva, atentos sólo a retribuir las muestras de interés de su interlocutor. Ruda, desde luego, incapaz de disimular sus pensamientos, era un espejo abierto a todas las suspicacias.

– El viaje ha sido excelente… ¡gracias! En realidad mis caballos son capaces de hacer la distancia en un galope… y los jinetes, modestia aparte, no desentonan con sus cabalgaduras.

– Sobre caballos no discuto, usted entiende de ellos más que yo. Ahora sobre jinetes, afirmo que por lo menos su hija no tiene rival.

– ¡Gracias! -respondió Blanca con desacostumbrada gravedad.

– Pero, ¿que ocurre?… La noto tan seria hoy.

– Será el cansancio del viaje -intervino Lunder.

– ¡Pues entonces vamos a descansar -exclamó conciliador Sandoval- ¡Adelante, señores! -añadió, apartando su caballo. Blanca quedó entonces flanqueada por Sandoval y su padre. Tras ellos seguía Ruda mordiéndose las guías de sus lacios bigotes que semejaban a los de un viejo mandarín. Sus largas piernas caían desmesuradas empequeñeciendo al nervioso caballo que montaba.

Blanca Lunder, con chaqueta, pantalones y botas varoniles y la cabeza cubierta de un gorro de pieles era la imagen de un efebo austral. A pesar del cansancio y las pesadas prendas que vestía, su figura resaltaba con una impresión de salud y belleza luminosa. Su cuerpo, como un junco joven, se mantenía airoso sobre el caballo, acompasando su marcha tan perfecta conjunción de gracia y destreza.

Llegaron a la casa de Sandoval. Varios peones se hicieron cargo de los caballos. Con ellos se fueron hacia los corrales, bajo la dirección de un viejo criollo de noble y reservada estampa, que, con la medida cortesía de los hombres de campo, alzó su mano hasta el ala de su gastado chambergo flexible, mientras contemplaba con ojos velados por una imperceptible huella de nostalgia o tristeza, la resplandeciente presencia de Blanca en aquel escenario de hombres. Una mestiza vieja y gorda, llena de genuflexiones y zalemas, acompañó a la muchacha al interior de la casa, con la actitud obsecuente y maliciosa con que la regenta de un serrallo introduciría a la nueva favorita. Poco más tarde se encontraban reunidos de nuevo en la sala-cocina y Lunder quiso exponer el motivo de su visita.

– Luego, luego, estimado vecino. Nada de negocios todavía. Vamos primero a probar el asado que ya estará a punto. Voy a mandar que lo traigan aquí.

– ¿Por qué? -interrumpió Lunder-. ¿Dónde lo hacen?

– En el galpón de la esquila -respondió Sandoval.

– Y bueno… ¡vamos allá, entonces!…

– Claro pues -apoyó Ruda que se mantenía silencioso.

– Pero, ¿y Blanca? ¿Prefiere usted comer aquí? -dijo Sandoval, levantando sus ojos hacia Blanca, que estaba como ausente de la conversación. Una sensación indefinible de disgusto la mantenía extraña y distante.

– Voy a ir con ustedes. No será la primera vez que como asado en un galpón, ni tampoco a campo abierto -y miró a Sandoval mientras hablaba… Y los sombríos pensamientos no la abandonaron. “¿Sabía aquel hombre el ataque al indio? ¿Qué habían hecho de los otros que, según Ruda, trajeron al Paso?”. El administrador estaba ante ella, sonriente, correcto como de costumbre, con sus modales tan diferentes de todos, pero que inconscientemente obligaban a Blanca a mantenerse alerta, indagando en aquellos ojos huidizos que resbalaban sobre ella como tocándola. Sin saber por qué la recorrió un estremecimiento.

– ¡Vamos! -exclamó encabezando el grupo. Sin chaqueta, con el ajustado pantalón de montar dibujando la cadera firme y excitadoramente suave; la blusa modelando el pecho apenas pronunciado pero turgente bajo el paño, con el rubio cabello en riadas de luz sobre los hombros, Blanca resplandecía hermosa como un milagro de las pampas.

– ¡Dios! -musitó deslumbrado Sandoval-. ¡Qué mujer!… ¿En qué he estado pensando todo este tiempo?…

Ruda, que marchaba delante, dio vuelta la cabeza y sorprendió su mirada. Sandoval estaba pálido y tenso; sobre su frente se hinchaban perceptibles las venas. Ruda había observado miradas así dirigidas a Blanca, pero esta vez se sobresaltó. Sin saber por qué imaginó una viscosa serpiente deslizándose a los pies de la hija de su amigo. Siguió caminando esforzándose en aparentar tranquilidad.

2

Sandoval, que sabía ser agradable cuando se lo proponía, los entretuvo con festivas ocurrencias durante la comida, de tal manera que trascurrieron dos horas largas sin que se mencionara el motivo del viaje de Lunder. Pero éste no olvidaba y de pronto preguntó a Sandoval:

– A propósito, ¿empezó ya a alambrar?

– Todavía no -respondió Sandoval- ¿por qué?

– Pues que según me dijo Ruda trajo gente de Quilcán para hacerlo.

– ¡Oh sí!… Pero, ¿es qué no saben lo ocurrido?

– Ni una palabra -afirmó Lunder, dirigiendo una rápida mirada a Ruda.

– Mi gente tuvo que contener a esos locos a tiros… Cuando venían, quisieron apoderarse de los caballos y los víveres que llevaban. Usted sabe cómo se ponen de bravos a veces; tengo dos hombres heridos… ¡Imposible contar con esos brutos! Pero ellos pagaron con sus vidas…

– ¡Matarlos!… ¿Pero es posible que para defenderse hayan tenido que matarlos? -preguntó Blanca horrorizada.

– Desgraciadamente. Se trataba de la vida de mis hombres o la de ellos.

– ¡Y eso que le advertí a Bernabé que los indios no sirven para peones! Ahora no dirá que sabe manejarlos. ¡Linda manera de convencer! -casi gritó Ruda excitándose.

– Cálmese, amigo -advirtió Sandoval fastidiado-. No voy a permitir que ningún indio me mate a la gente. ¡Así tenga que acabar con todos! Quedó uno… ahí lo tengo y servirá de descargo y testigo de lo que afirmo.

– ¿No va a informar a las autoridades?-preguntó Lunder sublevado ante la cínica declaración del administrador. Estaba sintiendo unos locos deseos de aplastarle la cabeza. Comprendiendo su impotencia para adoptar medidas enérgicas, le dolía permanecer indiferente. Después de todo eran también sus intereses los que peligraban. Sandoval había mostrado su juego: arrasar todo lo que le estorbara, y los indígenas de Quilcán iban a tener que defender el pellejo duramente o emigrar. Su pregunta hizo que Sandoval, tomado de sorpresa, quedara un momento indeciso ¡jamás pensó él en autoridades!

– ¿Con el invierno encima? Por empezar, no puedo distraer hombres hasta Rawson, y ellos no van a mandar a nadie hasta vaya a saber cuándo… No, don Guillermo, voy a defender esto con mi gente ¡y pobres de los indios si quieren pelear!… A menos de que Ruda los convenza de que se vayan de mis tierras… Mientras, cuide sus campos y sus animales, mi estimado amigo, porque el invierno será feo y a los paisanos les gusta mucho la carne y poco el trabajo.

– Por mi parte seguiré pasándoles las raciones de siempre… Así quedó convenido con el gobernador cuando me otorgaron las tierras… Ahora, sobre esa idea de que se vayan, bien pudiera ser… pero ¿cree usted, Ruda, que se iran?

– ¡De ninguna manera! Quilcán es viejo y ha nacido en la zona. Estos tehuelches se aquerencian y no les gustan los cambios… menos en esta época. ¿Adonde quieren que se vayan?… A propósito de indios: ¿le contó Bernabé algo sobre un encuentro en la cordillera? -preguntó el español, mirando con acrimonia a Sandoval.

– Algo me contó… -respondió éste, sin aventurar nada. ¿De qué estarían enterados estos entremetidos?

– Detrás de Bernabé y Pavlosky llegó hasta mi casa un araucano todo golpeado que parecía venir persiguiéndolos. -explicó Lunder.

– ¿Cómo? ¡Eso sí que es sorpresa! Pero vea, don Guillermo, los indios son taimados y siempre buscan la vuelta para carearnos la responsabilidad de lo que les ocurre… Ya le habrá inventado alguna historia desoladora…

– No este que le digo -interrumpió Lunder fríamente-. Todavía no ha dicho una sola palabra… y no parece un indio del montón, tiene algo… personalidad, eso es.

– ¡Qué ave rara será entonces! -sentenció Sandoval despectivo.

– ¿Por qué? -interrumpió Blanca, hasta ese momento silenciosa-. Ya veo que usted no concibe a los paisanos sino como bestias… ¿acaso no tienen ellos también alma y sentimientos? ¡No se les puede exterminar como animales dañinos! La tierra no puede ser conquistada así… tan brutalmente, rearándola con sangre inocente…

– ¡Oh! Usted no puede comprender esto -se defendió Sandoval-. Aquí no se trata solamente de sentimientos. Estas tribus viven de lo que nos roban y si no hacemos un escarmiento no acabaremos nunca.

– Den cuenta a la autoridad, al gobierno si les parece. Castiguen al ladrón ¡pero a él únicamente! -Blanca se exaltaba. La pasión que ponía en defender a los indios le resplandecía en los ojos y encendía sus mejillas.

– Mi querida niña, ¡nadie pretenderá acusarnos de matar indios por gusto, ni nunca ha sido esa nuestra intención! Nos atacan y nos defendemos; eso es todo… Por otra parte el gobierno no sabe qué hacer con las tribus y en buena hora si le evitamos el problema -le contestó Sandoval, procurando persuadir a aquella inesperada fiscal de sus actos. Adivinaba en ella una fuerza desconocida capaz de enfrentarlo, y el descubrimiento lo enardecía de una cólera subterránea.

– Un momento -interrumpió Lunder, buscando razones más sólidas que las sentimentales de su hija. Demasiado comprendía la poca influencia que ejercían en Sandoval.

– Perdón, papá… esto más solamente. ¿Quiere decir, señor Sandoval, que esa gente debe resignarse a ser siempre atropellada? Que sin armas y borrachos puedan pretender atacar a cuatro hombres armados y a caballo…

– Vea, Blanca; en principio no puedo hacerme eco de sus fantasías, además… -concluyó brutalmente- yo no he venido a la Patagonia a hacer literatura, sino plata, y a discutir mis actos con hombres.

– ¡Cómo se atreve! -exclamó Blanca, estupefacta.

– Muchacha ¡por favor! -intervino Ruda, queriendo conjurar la crisis-. Vaya un momento. Sandoval en parte tiene razón – entre hombres hemos de tratar este asunto -y miró con rabia al administrador.

– ¡Es increíble! -dijo Blanca, irguiéndose altanera mientras se marchaba.

– Escuche, don Mateo; ya le han hecho el gusto… vamos ahora a tratar entre hombres, como usted quiere… -dijo Lunder gravemente, cuando Blanca se hubo alejado-. Dejemos de lado los sentimientos de mi hija…

– Que admiro pero que no comparto -subrayó Sandoval, queriendo atenuar la mala impresión causada. Interiormente se maldecía por su arrebato.

– Así será. Pero volviendo a lo nuestro: ¿sabe usted si su política de atemorizar a los indios no se volverá en contra suya? No tienen ya dónde ir y la Compañía no perderá nada con dejarlos en paz. La violencia contra esos pobres diablos me subleva y no puedo quedar indiferente.

– ¿Y qué hará entonces?

– Eso es cosa mía -respondió Lunder a la pregunta irónica de Sandoval, que lo miraba sonriendo.

– Bueno, ya que usted se desvela tanto por los indios, puedo asegurarle que nada les pasará mientras no molesten. Es todo lo que puedo prometer. Don Ruda puede en cambio convencerlos de que se vayan o queden quietos. Y si no que trabajen, ¡qué diablos!

– Yo no puedo aconsejar a Ruda lo que debe hacer… Sólo quiero advertirlo del peligro de enardecer a las tribus…

– Lo que ocurre, don Guillermo, es que usted y yo nos estamos poniendo en campos opuestos -significó Sandoval, buscando todavía un arreglo conveniente-. ¿Por qué no me hace caso y se une a los esfuerzos de la Compañía? Su campo y sus animales están fuera de la cuestión. ¡Véngase con nosotros y participe del gran negocio! En diez años será una potencia en la región…

– Ya le he dado antes mi opinión. Vine a esta tierra porque era de libertad y de trabajo. Me gusta mandar ¡cómo no!, pero a hombres libres como yo y que acepten mi mando voluntariamente. Respecto de los indios creo que hay que dejarlos en paz, guiarlos y, si no es posible, por lo menos soportarlos. Estas mesetas, desde la costa hasta la cordillera de ellos fueron antes y si se las quitaron, dejémoslos morir sin torturarlos con persecuciones brutales. No vamos a ser más ricos con eso… ¿O por qué cree que los boers fuimos vencidos en el Cabo? No por flojos… Pero la libertad tiene un precio en sangre y si hay que pagarla lo haría de nuevo ¿me entiende? -concluyó Lunder, encaminándose hacia la salida del galpón.

– ¡Ojalá sea tan fácil como usted lo ve! -exclamó Sandoval acompañándolo-. Pero ahora voy a pedirle a Blanca que perdone mis modales. ¡No comprendo cómo pudo ocurrir esto!

– ”¡Yo sí te comprendo, pillo!” -rezongó Ruda en voz baja.

– Allá la veo, orillando el menuco -indicó Lunder-. Voy a acomodar los caballos. Nos vamos en seguida…

– Don Guillermo déme apenas el tiempo suficiente para que su señorita hija me perdone… Lo dejo y voy a buscarla. Con su permiso -dijo entonces Sandoval sin perder de vista la airosa figura que lentamente seguía la ribera del río, en dirección a los árboles del recodo. Sandoval no alcanzó casi a escuchar la respuesta de Lunder; tanta era su prisa que impaciente echó a andar. Le temblaban las rodillas y sentía en las palmas de las manos una curiosa impresión de humedad.

– ¡Parezco un muchacho corriendo tras su primera novia! -murmuró fastidiado. La última palabra se adhirió a su cerebro y lo fue acompañando hasta que alcanzó a la muchacha. Al acercarse disminuyó la rapidez de sus pasos. El aire seco lo había agitado y él quería aparecer sereno y dueño de sí.

– ¡Escuche Blanca, por favor! -le pidió cuando estuvo a su lado.

– ¡Ah! ¿Es usted? ¿Y mi padre?

– Aprontando su regreso, según me dijo.

– Volvamos entonces… no quisiera que demorase por mi culpa -la voz de Blanca se elevaba timbrada y armoniosa a pesar de las emociones y el disgusto que la embargaban. Las mejillas encendidas y lozanas destacaban la rosada pulpa de los labios ligeramente gruesos y anhelantes. La chaqueta colocada sin abotonar, dejaban al descubierto el cuello y el nacimiento del pecho, cuya piel, alba y tersa, atraía inconscientemente las miradas fugitivas de Sandoval.

– Hay tiempo todavía -dijo Sandoval.

Caminaron en silencio. El la miraba de reojo, con una sonrisa a flor de labio.

– ¿Está enojada? -le preguntó suavemente.

– ¿Acaso sirve de algo? -replicó ella, molesta por el aire de burla.

– Realmente sería una injusticia de su parte… No prodiga mucho su cordialidad conmigo.

– Usted está demasiado ocupado para interesarse por la cordialidad ajena -contestó ella sin poderse librar de su sensación de fastidio.

Sandoval no sabía realmente con qué táctica llegar al corazón de Blanca. Ella poseía una diafanidad extraordinaria y desconcertante. Se sintió rechazado y empequeñecido… ¡Pero qué diablos se creía aquella chiquitina!…

– Es necesario que comprenda, señorita, la diferencia entre hablar de negocios y las cosas del corazón… ¡Si yo fuera un tonto sentimental no ocuparía el lugar que ocupo en la zona!

Blanca replicó con mordacidad desacostumbrada:

– En fin, usted juega al lobo y al cordero según le convenga-. Conmigo no vale, Sandoval…

– Espero verla cambiar de opinión -dijo el administrador fríamente-. Quisiera que olvidase mis palabras ofensivas -agregó después recapacitando-. No hay ninguna persona cuyo aprecio desee tanto como el suyo… -continuó Sandoval, mientras regresaban lentamente. Más alto que ella, ágil y varonil no desmerecía a su compañera. Blanca no pudo menos que apreciar la estampa de Sandoval, tan diferente y rara en aquellos parajes. El seguía sin levantar la voz, llevándola por los senderitos entre la arena y las pequeñas lagunas que el menuco cercano formaba en las proximidades del río. Los pasos de ambos eran seguros y firmes, sin esa vacilación de los que han pasado muchos años en las mesetas encogiéndose bajo el viento, y que los asemeja a los marinos.

– Sus palabras no pueden ofenderme -contestó Blanca, pero me han dolido como un insulto o una burla a tantos desdichados. Usted parece olvidar que los blancos los llevaron a ese estado. Ellos eran libres y dueños de sus tierras…

– De acuerdo, Blanca, pero nosotros, los hombres de empresa, los que estamos enriqueciendo al país con nuestra iniciativa, queremos ver compensado el aislamiento, el frío, los largos inviernos, la soledad.

– Ustedes se sienten abandonados porque no quieren a la tierra -respondió Blanca-, ven sólo la ganancia inmediata y les irrita no poder exprimirla y tirarla cuando no dé más. Les falta la fe que da fuerzas y esperanzas.

– ¿Y usted la tiene? -respondió Sandoval interrumpiendo el apasionado alegato de Blanca.

– ¡Tanto como usted sólo la tiene en el dinero y el poder! Yo no me siento jamás sola en mi tierra. Sé que ella es generosa, limpia, noble y profundamente salvaje también. No se entrega a cualquiera ni se da sin esfuerzo.

– Pero hace su propio retrato, querida… -dijo Sandoval tomándola de un brazo.

– ¡ Oh, no!… -respondió ésta turbada.

– ¡Sí; Sí!… Así es como la veo ahora… ¡Oh, si usted quisiera, también yo podría aprender a querer a la tierra!

– No comprendo cómo. A la tierra hay que sentirla como sentimos la sangre en las venas -dijo Blanca, definiendo tan sencillamente su cálida identificación.

– Dejándome alentar una esperanza de que… en fin… usted y yo… -adivinó Blanca el sentido de las palabras de Sandoval que sus ojos delataban, y con una ahogada exclamación quiso impedir que siguiera.

– ¡ No! Por favor, no siga… No quiero oírlo… Me voy, mi padre espera y debo volver a su lado.

Desde su primer encuentro con él, le fue imposible evitar que su presencia le inspirase un recelo instintivo, como si sintiese en la piel, viva y estremecida, un contacto viscoso que hería sus sentimientos. Sandoval era incapaz de estar ante ella en adoración, sólo se le concebía dispuesto a saltar. La intolerable sensación de rechazo los alejaría siempre a despecho de las palabras y aun a causa de ellas mismas.

– Blanca… ¿Por qué no me escucha? Hace un momento propuse a su padre unir nuestros esfuerzos. Ahora le pido a usted lo mismo; pero en este caso, la unión nos daría la felicidad junto con la fuerza… -murmuró Sandoval excitante, sin soltar el brazo de Blanca Lunder.

– La felicidad… Soy muy feliz y no he pensado aún en unir mi vida a la de nadie… -replicó ella apartándose.

– Piénselo, Blanca; piénselo, entonces, y no olvide que Mateo Sandoval la esperará siempre… Vamos, deben volver pronto; de lo contrario los va a sorprender la noche en el camino -terminó él con brusca transición.

Cuando llegaron frente a la casa de Sandoval, Lunder y Ruda ya tenían listas las cabalgaduras. Instaron a Blanca a montar e iniciaban las despedidas, en el momento en que el administrador de la Compañía, que había permanecido callado, como embargado por algún problema que lo preocupara, manifestó:

– Escuche, don Guillermo, ¿no quiere hablar con el indio de Quilcán? -y volviéndose a Ruda, repitió la invitación-. O usted, don Ruda, que los conoce bien… Quiero que comprueben lo que les dije antes.

– No hace falta -contestó Lunder. Demasiado comprendía lo inútil de interrogar a un indio, que seguramente sólo era capaz de repetir lo que le habían enseñado y que se cuidaría mucho de comprometer a sus amos actuales.

– Entonces hasta muy pronto. Trataré de averiguar algo sobre el otro, el que llegó a su casa, y le mandaré noticias.

– Muy bien. ¡Hasta pronto! -se despidió Guillermo Lunder, acomodando su corpachón en la montura-. Tenemos que apurar el paso.

– Adiós, Blanca; buen viaje -saludó Sandoval, mirando a la muchacha con ojos que querían ser tiernos y mal escondían el deseo. Blanca se estremeció.

– Adiós -respondió débilmente.

Algunos peones se asomaron al verlos partir, agitaron las manos saludando con esa cordialidad campesina, fraternal y amplia de los hombres que enfrentan iguales peligros y penalidades, olvidando escalas y títulos. Pero Bernabé y su grupo no dio señales dé vida. Sandoval había aludido antes vagamente a unos trabajos previos al alambrado de los campos. En esto como en muchas otras cosas mentía. A esa altura del inminente invierno era imposible iniciar siquiera tales trabajos.

3

Al llegar los viajeros a la meseta, después del ascenso realizado en silencio, el viento frío y cortante les flageló la cara, obligándoles a cubrirse hasta los ojos. El día que comenzara con un sol brillante se había manchado con nubes insistentes. Cuando los tres jinetes hubieron cubierto una parte del camino, una fina llovizna fue cerrando la línea del horizonte y a poco los alcanzó a ellos también, empapándolos con tenues gotas heladas. A riesgo de cansar los caballos más allá de lo prudente, apuraron el paso, iniciando el sostenido galope. Blanca, que marchaba al lado de su padre, observó a éste y vio en su rostro reflejada idéntica e intensa preocupación que la suya. Su padre, como ella misma, no lograba alejar su pensamiento de los últimos acontecimientos. Mecida por el parejo galope del caballo, repasaba los sucesos que habían conmovido su apacible y sin embargo excitante existencia. La tranquilidad que envolvían su alma y su cuerpo, aquella libertad de correr las mesetas como un joven huemul; de sentir en la cara el sol y el viento salvaje, que no bastaba siquiera a rozar su belleza; tantos días felices habían sido de pronto ensombrecidos por presentimientos innominados que empezaban a materializarse. No es que ella fuera por temperamento insensible al amor, ni que hubiera dejado de advertir la impresión que su límpida hermosura provocaba. Al contrario: su alma, magnificándose ante los eternos y agrestes panoramas de la vasta tierra que habitara desde niña, sumándose a su ingente predisposición a lo noble y puro, concebía el amor como una floración maravillosa entre dos corazones unidos por lazos indestructibles. Blanca esperaba el amor como un deslumbramiento de todos sus sentimientos. Por eso la sorpresiva proposición de Sandoval, insinuada igual que todos los actos tortuosos de su vida, le causaba un hondo disgusto de quien ve marcharse una imagen hecha toda de luz y de verdad.

Esforzándose en combatir los molestos presagios que la abrumaban, no reparaba en la creciente obscuridad que los envolvía poco a poco. Bajo el cielo brumoso, envueltos en la lluvia que caía monótona y sin pausa, se fueron acercando al final del viaje, pero eran ya completas las sombras, cuando desde la alta meseta vieron a sus pies las temblorosas luces de la población de su padre. Por lo demás la visión era nula. Descendieron la suave bajada del valle fiados al instinto seguro de los caballos. Lunder al llegar al final de la pendiente lanzó un agudo silbido, esperando ser oído en las casas. Al rato dos luces que se balanceaban en la noche espesa indicaron la presencia de alguien que venía al encuentro de los viajeros.

– ¡Bueno! -exclamó Ruda, rompiendo el largo silencio-. Parece que lo han oído.

– Deben haber estado esperando -respondió Lunder.

– Seguro que mamá se estará inquietando por nuestra tardanza -comentó Blanca en la obscuridad.

– Así es -oyó afirmar a su padre-. ¡Hija, cuidado al cruzar el vado -aconsejó en seguida.

Se acercaban a los brazos del Senguerr por los lugares más vadeables, que, aunque poco profundos, estaban sembrados de piedras pulidas por la corriente, fáciles de provocar una costalada a los caballos. Pero éstos conocían los pasos y salvaron con facilidad los dos primeros. La cercanía de los establos ponía a los animales nerviosos, y pugnaban por acelerar el paso. Solamente faltaba un último brazo y en él entraron los tres jinetes; Ruda el primero, seguido por Lunder y, cerrando la marcha, su hija. En la opuesta orilla las luces se aproximaban iluminando las piernas de sus portadores, cuyos pies se hundían en el barro de los charcos.

De pronto un caballo piafó en la obscuridad, asustado, y su agudo relincho pareció cortar la masa de sombras.

– ¡Eh! ¿Qué pasa? -gritó Ruda.

Blanca, que avanzaba atenta, también oyó el chapoteo y gritó a su vez:

– ¡Papá!… ¡Cuidado!

Pero el caballo de Lunder parecía haberse herido contra alguna de las piedras, pues se escuchó el sordo estruendo al desplomarse en el agua. Sus herraduras sonaban como disparos pateando las piedras. Blanca gritó angustiada mientras luchaba por llevar a su cabalgadura al lugar donde presentía a su padre caído y de quien oyera apenas una sorda exclamación de sorpresa. Un hombre en la orilla abandonó el farol y por un momento sólo se escucharon gritos de una y otra parte, choque de herraduras en las piedras, resoplidos de caballos asustados.

Blanca llegó sin saber cómo a la orilla del río y con inmensa alegría escuchó la voz de su padre reclamando calma.

– No se asusten… no es nada. Ya me han sacado.

– ¡Papá… papá! ¿Estás lastimado? -quiso saber Blanca.

– No mi hija, no tengo nada más que frío… vamos… vamos pronto a casa. Usted, Ruda -agregó, tratando de ubicar al nombrado, que a su vez estaba dejando los caballos en manos del capataz, uno de los que traían loa faroles. -Ayúdeme… estoy helado.

– ¿Quién lo sacó? -quiso saber Ruda, mientras que con Blanca sostenían el cuerpo de Lunder, cuyas ropas chorreaban empapándolo completamente.

– Me pareció que era nuestra visita… el indio. Apénate me llevó a la orilla, desapareció dejando el farol. ¡Si parece un gato en la obscuridad! Por suerte me salvó de entre las patas de esa bestia, cuando, ya aturdido, no atinaba a levantarme solo…

– ¡Oh!, el indio… -murmuró Blanca. ¿Con que él había sido? ¿Los esperaba, entonces?