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Llanlil era, en efecto, quien había sacado a Lunder de su crítica situación.
Desde su mejoría el indio erraba indeciso por los corrales, admirando los hermosos ejemplares y, cuando no hacía nada, que era la más de las veces, ya que nadie se lo exigía, se alejaba hasta el río, desde donde contemplaba largamente el camino que conducía al Paso, pues su instinto le advertía que por allí se llegaba hasta sus enemigos.
Se sabía sin embargo en deuda con estos otros cristianos que lo habían salvado y cuidado, y en último extremo, sin saber él mismo la causa, el solo pensamiento o recuerdo de Blanca lo dejaba clavado en aquel lugar, presa de un poderoso anhelo.
Rara vez tuvo ocasión de verla y únicamente de lejos. Blanca no manifestaba disgusto por su presencia, sino más bien inquietud, y Llanlil que la veía lejana y hermosa, la comparó a una estrella de su cielo. Por eso, venciendo su poca inclinación a conversar, trató de indagar a Roque, el viejo paisano a quien sabía que ella estimaba. Fue así conociendo por los relatos del viejo la historia de aquella familia de cristianos rubios, que venían de muy lejos, pero cuya hija, nacida en las pampas, era como un lazo que los libaba a la nueva tierra. Al oír nombrar a Blanca. Llanlil murmuró:
– ¡Huanguelén! -y su voz de varón fuerte se dulcificó, como si el vocablo, referido a Blanca adquiriese una significación misteriosa rudamente poética, pero digna de aquel hombre del desierto, que atado a la tierra por primarias necesidades, no olvidaba la luminosa feria del cielo. Para él Blanca cobraba, por influjo de su apasionado y creciente sentimiento, las dimensiones de una estrella distante.
El día en que Blanca partió con su padre y Ruda al Paso, Llanlil anduvo más reconcentrado que nunca. La casa se le antojó vacía sin la presencia de ella. Por algunas palabras escuchadas al azar entre el capataz y Roque, se enteró que volverían al anochecer e inconscientemente sus ojos siguieron la marcha del sol en su sereno derrotero. También el sol se ocultó entre nubes de tormenta y su reprimida impaciencia aumentó. Al llegar la noche salió a la puerta del galpón y allí se mantuvo inmóvil, desafiando el frío penetrante. La obscuridad lo envolvió y se sintió solo, doloridamente solo, mientras el viento silbaba entre los árboles una canción dulce y extraña. Un caballo relinchó en el denso silencio y luego todo quedó otra vez sumergido en la paz del sueño. Únicamente Llanlil velaba, tan excesivamente alerta que a cada instante creía escuchar los caballos bajando el lejano sendero de la meseta. Pero las horas pasaron con indiferente lentitud y el indio continuó en su tensa espera. Envuelto en el poncho no reparaba en la fina lluvia que amortiguaba los sonidos, hasta que, imperceptible casi, escuchó el rodar de una piedra por la ladera. Después el agudo silbido de Lunder lo sorprendió atento avivando la llama de su farol. Llamó todavía a Juan que dormía en los fondos de la casa, y juntos salieron al encuentro de los viajeros.
Lo que ocurrió después, el peligro corrido por Lunder y su decisión en auxiliarlo, obraron en él como una inesperada válvula que descargó de su pecho la tensión de la paciente espera.
Escapó en la noche, feliz, lleno de una alegría imprecisa pero apasionante y la soledad de antes se le antojó infinitamente lejana; el viento entre los álamos un canto varonil de la pampa; el rumor sordo del agua una melodía inagotable brotando de la tierra. Más fuerte que el odio sentía crecer el amor.
A la mañana siguiente Frida y su hija comprobaron angustiadas que Lunder estaba enfermo. Más seriamente quizás de lo que él mismo se imaginaba.
– ¡Pero no sean zonzos! -rezongó viendo sus rostros alarmados y el atareado afán de prepararle tecitos caseros-, si no tengo nada, el frío de la mojadura nomás. Vamos -, ¡a volar que me levanto! -pero cuando quiso hacerlo, la rueda que parecía bailar en su cabeza giró y giró enloquecida… y Lunder se desmayó por primera vez en su vida.
Hasta Llanlil, que con Ruda se ocupaba en el corral en reparar una tranquera, advirtió algo raro al ver llegar corriendo a María en busca del español.
– ¡Venga, don Pedro!…
– Donde tú quieras -bromeó Ruda.
– Como para gracias estamos… Venga, que la niña Blanca lo necesita.
– ¿Pero qué pasa? -quiso saber éste sin abandonar las tenazas y el rollo de alambre que ocupaban sus manos.
– Casi nada. El patrón está enfermo… -respondió María, todavía agitada por la carrera.
– ¡Caracoles… lindo momento elige! Como si no tuviéramos bastantes líos -y se marchó con zancadas vigorosas.
Llanlil escuchaba inmóvil y en silencio, pero cuando María, demasiado preocupada para reparar en él, se disponía a regresar a la casa, la detuvo tomándola del brazo.
– ¿Qué le pasa ahora? -preguntó la mestiza algo asustada.
– ¿Muy enfermo el patrón? -dijo Llanlil a su vez. Su serena figura, alta y ceñida, y su noble rostro disiparon los temores de María, que sintió en su brazo, estremeciéndola, aquella presión, fuerte y suave al mismo tiempo. Vagamente deseó que él demorase la actitud, pero ya Llanlil la soltaba, interrogándola con los ojos.
– Y… no sé pues… -contestó finalmente, desviando la mirada confusa.
– ¡Ah!… -murmuró el indio, mientras María corría ya hacia la casa. Cuando ella volvió la cabeza, todavía Llanlil seguía inmóvil, pero no la miraba a ella. Sus ojos ardientes estaban fijos en la casa entre los álamos y tampoco la veían. En los labios le moría una sonrisa triste.
¿Qué pasaba en aquella alma esforzada?… Ni él mismo podía descifrar los sentimientos que lo embargaban. Ansiedad… temor… o esperanza. A su alrededor sorprendía naturalezas vagamente inseguras y aunque ignoraba la causa, se sabía fuera de aquel círculo de inquietudes. Solamente él comprendía las inseguras señales del futuro. En Blanca advertía una fuerza, intensa y total como la suya, y como ahora ella era sacudida por el dolor, le angustiaba esa pena que no podía remediar.
Hubiera querido darse entero; ofrecer su brazo y su corazón, pero… ¡Si apenas era un pobre indio! ¿Quién repara siquiera en un indio? ¡Un indio!… -pensaba amargamente Llanlil y su dignidad y el fuego de su raza crecían en él como una llamarada. ¿De qué eran capaces los blancos que él no lo fuera?
Siguió trabajando maquinalmente, hasta que al fin abandonó también sus tareas y se marchó lentamente siguiendo la línea de la alameda. De golpe se inmovilizó como un poste, incapaz de avanzar o volverse. Frente a él y sentada en un tronco caído, Blanca contemplaba ensimismada el río lejano. Estaba pálida y tensamente abstraída. Sus ojos, como queriendo velar la claridad del día o la huella de una lágrima, se contraían, marcándole una leve arruga en la frente.
Cuando Llanlil, librándose de la torpeza que lo inhibía, se dio vuelta para marcharse, las hojas que tapizaban el sendero lo delataron con su crujido.
– ¡Llanlil, venga! -el llamado partía de ella, no cabía duda, pero igual dudaba todavía.
Volvió a pasos lentos, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, buscando aquellos ojos inolvidables con los suyos de águila. Sentía un curioso cosquilleo en la comisura de los labios y un vivo calor en el rostro. Blanca lo aguardaba de pie, serena y bondadosa, sin la menor señal de temor ni orgullo.
– Acérquese… quiero agradecerle su ayuda a papá… fue muy generoso y valiente de su parte… -le dijo, tendiéndole la mano; ¡a él a Llanlil, el solitario cazador de las montañas! Su mano vigorosa rozó apenas los dedos de Blanca y se quedó aguardando sin saber él mismo qué aguardaba.
– Roque me dijo su nombre, ¿es así, verdad? ¡Suena tan extraño! -le decía la hija de Lunder, pero a él le costaba salir de la embrujada zona de sus ojos luminosos.
– Sí -se oyó responder y con gesto nervioso se quitó el sombrero.
Tampoco Blanca supo a qué obedecía la pregunta trivial que formulara, ni las que siguieron:
– También me dijo que usted ha curado por completo. ¿Eso es cierto? -y como él asintiera con una inclinación de cabeza, concluyó-. Todos nos alegramos de eso -y quedaron callados.
Sobre ellos el viento rumoreaba una música sorda en las copas de los álamos. La infinita y múltiple presencia de la naturaleza los envolvía y circundaba en un anillo encantado y en él se confundían sin pensarlo, sin saberlo tampoco, ajenos a los caprichos que ciñen las existencias más dispares, pero conscientes del mutuo deslumbramiento. Los dos sentían en las venas el júbilo y la prepotencia de la tierra. Llanlil como una atadura ancestral; ella como un llamado inexcusable que la asociaba al destino de las pampas, a sus gentes, a su dolor y a sus esperanzas. Cuando al fin se hablaron nuevamente, lo hicieron como antiguos camaradas igualados en idéntico sentido de la vida.
Fueron bordeando las alamedas, aspirando el sutil aroma del campo, escuchando el murmullo del río que se deslizaba lejano y apenas visible, admirando la estampa de los potros que se atropellaban recelosos al advertirlos, mientras que en las proximidades de las lagunas, las avutardas planeaban en círculos sobrevolando pesadamente el campo. El paisaje revelaba límpidamente su escondida belleza y maravilla. Pampas y cerros se alternaban hasta esfumarse en el reverberante horizonte.
Llanlil relató con breves imágenes su rabia ante el despojo de que fuera objeto, y los detalles más salientes de la persecución por montañas y mesetas. Hablaba un español tan aceptable, que sin ser rico en expresiones llegaba directo a la comprensión de Blanca que, intrigada, quiso saber los orígenes de Llanlil.
– No siempre anduve cazando en las montañas -aclaró el indio-. Entre hombres buenos que enseñan a querer a un Dios muy grande fui levantando mi estatura.
– ¿Y dónde fue eso? -preguntó Blanca.
– Allá más al norte… en las Colonias. Cuando mi gente cayó en Apelegg, en la última pelea grande, ellos me llevaron. Aprendí el dibujo de las palabras en los libros y muchas cosas más, pero igual me volví a las montañas a ser libre como mi padre y el padre de mi padre, todos guerreros de Arauco.
– Bien, pero no todos hacen lo mismo. El trabajo también da libertad al hombre.
– No será aquí, Huanguelén -murmuró Llanlil súbitamente ensombrecido.
– Huanguelén… ¿Qué quiere decir? -preguntó ella.
– Estrella… -aclaró Llanlil, sorprendido en su secreto Aquel nombre aplicado a Blanca, resumía el sentimiento que lo abrasaba. Sintió ahora la rápida mirada de Blanca y torció la cabeza, entre confundido y huraño.
Estaban cerca del río. El pasto tierno era suavemente ondulado por un viento atemperado pero constante. De los pequeños charcos que la lluvia había formado en los bajos, se levantaban ruidosos patos silvestres. Una pareja de flamencos erguía sus flexibles cuellos. Algunos teros alborotaban con sus chillidos, mientras que los pájaros, indiferentes a la presencia de los dos, seguían persiguiéndose y saltando entre las matas. De los corrales llegó el relincho de un potro semejante a un llamado profundo e intenso.
Avasallada por confusos pensamientos, Blanca se detuvo.
– Volvamos, mi padre está enfermo y yo aquí, paseando…
– Mire, patroncita… yo… -empezó a decir Llanlil, pero Blanca, con inexplicable brusquedad, lo interrumpió diciéndole:
– No me diga patroncita… usted es libre y puede irse cuando quiera… Y no vuelva a llamarme… Huanguelén…
Llanlil sintió de pronto una fría cólera prendiendo peligrosas chispas en sus ojos. Tuvo impulsos de tomarla entre sus brazos poderosos y arrastrarla como el viento enloquecido arrastra a una brizna en ondas sucesivas por el aire. Sin embargo se quedó allí, viendo cómo Blanca se alejaba, algo inclinada, la brisa jugando con los cabellos que escapaban del gorro. Y cuando estaba mirándola con toda la atención puesta en su figura, vio a su frente, a gran distancia, un jinete que descendía por la bajada del valle. La cabeza de Blanca le impidió la visión un momento, pero en seguida volvió a mostrarse el solitario viajero.
Blanca regresó a su casa con el corazón oprimido y agitada por las más diversas emociones. Al volver por la alameda advirtió a Mordiscón, su caballo favorito, levantando la magnífica cabeza reluciente por el cerco del corral. El tostado parecía reconocer a su dueña. Cuando ella se acercó, lanzó un relincho profundo y prolongado, dejándose acariciar la frente sin temor. Blanca la miró y los grandes ojos del animal, extrañamente expresivos, le parecieron dos espejos diminutos y brillantes. Un largo sollozo le brotó incontenible, llenándole los suyos de lágrimas. Aquella emoción desconocida pareció contagiarse al caballo, que manoteó las jarillas del cerco, como queriendo atropellarlas. Blanca lloraba sin saber ella misma la causa, mientras la mañana luminosa le doraba los cabellos y la naturaleza renovaba el excitante prodigio de la vida. Los cantos de los pájaros, el griterío de los teros y el distante balido de las ovejas le llegaban lejanos y confundidos. Un velo de lágrimas le empañaba la visión y los altos álamos se deformaban en tanto ella, luchando por serenarse, corría presurosa, huyendo, rechazando un nombre y un rostro varonil que, como una máscara de bronce, de ojos ligeramente almendrados, la miraba silenciosa entre los árboles y la seguía mirando todavía al trasponer la puerta de la casa aquietada en su actividad desde la enfermedad de su padre.
María vino de la cocina y al verla echada en su cama con la cara oculta entre las almohadas, ahogando sus sollozos, la tomó suavemente de los hombros, como si tratara a una chiquilla entristecida, murmurando palabras de consuelo.
– Pero niña, ¡niña querida!… ¡Todo pasará! No se ponga así. Si su mamá la ye en ese estado se afligirá más todavía…
– ¡Oh, María! ¡Soy mala! Aunque no lo creas no lloraba por papá sino por mí… ¡Oh, yo también quisiera saber qué pasa!…
– Bueno, querida; ya pasará todo. Usted no es mala. Algo la inquieta. Todos andamos inquietos estos días…
– ¿Es cierto, María?
– Caramba niña; ¡no me haga caso! ¿Ve? En cuanto digo algo me hago un lío. ¡Me voy a la cocina!… Allí no hay tiempo para pensar tonterías.
Llanlil, montando en pelo sobre un caballejo obscuro y bastante viejo que servía para los recados, galopó al encuentro del que llegaba. Al pasar cerca de los ranchos de los peones, éstos salieron extrañados de verlo tan apurado. Los perros persiguieron al caballo ladrándole y buscándole los garrones.
María desde su observatorio en la ventana de la cocina también lo vio pasar y se lo quedó contemplando con los labios apretados. Sobre su cara morena y agraciada le caía un negro mechón de cabello dándole un aspecto infantil y travieso.
– ¿No lo estará queriendo la niña al cacique? Desde que él llegó le ocurre algo a la pobre… ¡Lo que faltaba!
Se encontraron en una hondonada cubierta de altos pastos. El viajero había cortado a campo traviesa, como si fuera conocedor del terreno. A pesar del sombrero ladeado y el poncho, resaltaba sobre el caballo con su larga sotana negra. Al ver al indio levantó una mano saludándolo. Una franca sonrisa cruzaba su cara afeitada y redonda.
– Padrecito, salud… -dijo Llanlil, poniéndose al lado.
– Buenos días, hijo mío -respondió el sacerdote y se lo quedó mirando ostensiblemente. Esta cara, ¿dónde la había visto antes?
También Llanlil examinaba con atención reconcentrada al visitante. La vista del religioso despertaba confusos recuerdos en su mente. Caras familiares allá en las Colonias. Pero desde su última aventura a veces le costaba reunir los fragmentos del pasado. Figuráis y objetos antes nítidamente presentes, se le iban del pensamiento, mezclándose como ahora entre brumas.
– ¡Pero si es el padre Bernardo! ¡Alabado sea Dios y qué oportuno! -exclamó sorprendida María al verlo, y se lanzó a dar la noticia.
Al momento todos rodeaban al misionero acosándolo con cariñosos saludos y preguntas, que él procuraba contestar en el mayor orden posible.
– Bueno… bueno, por el amor de Dios. ¿Puedo sacudirme el polvo del camino? -interrogó al fin con tierna sonrisa-. Buenos días, señora -dijo reparando en Frida que venía a su encuentro. Ella, que escuchó su leve protesta, exclamó:
– ¡Oh, qué torpes somos, padre Bernardo! Por aquí, ¡venga usted por favor!
– Y don Guillermo ¿anda por el campo? -interrogó al rato, entrando en la cocina, donde lo esperaban. La pregunta quedó flotando en el pesado silencio que provocó.
– Está enfermo -respondió entonces Blanca, mirando esperanzada al misionero. Este, advertido de la ansiedad contenida en el silencio, habló persuasivamente levantando la mano con gesto paternal.
– Vamos, queridas amigas, un árbol tan robusto no afloja por mucho tiempo… a no afligirse pues ¿Puedo verlo?…
– Primero tiene que comer algo -observó Frida-. Además lo noto muy cansado. ¡Venga! Siéntese aquí.
– De ninguna manera. Las dos cosas pueden esperar… primero quiero ver a su esposo -y quedó aguardando decidido, toda su fatiga sustituida por la voluntad generosa de su corazón. Como le ocurría siempre, el dolor ajeno lo aguijoneaba, haciéndole olvidar sus propias necesidades. Había alguien que esperaba una ayuda, ¡pues allí iba él a prodigarla y que su buen Dios le diera ánimos para sostenerse!
Entró en el cuarto silencioso donde el enfermo dormitaba consumido por la fiebre. Estaba solo, ya que don Pedro andaba por el campo, ocupado en mantener las tareas que la enfermedad del patrón interrumpiera.
Frida y Blanca, penetrando con él, fueron a rodear a don Guillermo, quien hacía esfuerzos para observar al recién llegado.
– ¡Vaya, usted por aquí, padre Bernardo! -exclamó queriendo incorporarse.
El padre Bernardo se lo impidió con un gesto, al tiempo que le decía:
– Quieto, don Guillermo, no se mueva demasiado. ¿Qué me dice? ¿Y quién lo libra ahora de mis sermones? ¡Eh! Alma rebelde… Pero sé que usted se levantará pronto.
– Ojalá fuera así, necesito hacerlo cuanto antes. ¡Pero no puedo, qué diablos! Parezco un pollo mojado…
– Bueno, no blasfeme y sanará más pronto; ya lo veré luego, pues si no se opone seré su médico ¡del cuerpo! ¡eh!
Lunder miró al misionero, cuyos ojos hablaban mejor que los labios de su fe, e inexplicablemente se sintió liberado de una vaga inquietud.
Tiempo después, ya lejanos aquellos días en su ministerio patagónico, el padre Bernardo trazó un vivido panorama del cuadro que observara durante su estada en casa de Lunder:
– En aquella casa estaba ocurriendo, a no dudar, algo muy especial. Todos sus habitantes parecían vivir un clima de inquietud y de expectativa. Esperaban o temían algo inminente y no tardó en comprobar que el indio tenía su parte en aquella situación. Pero no era la causa; él también esperaba… y estaba atento en la tensa espera. La enfermedad de Lunder era más grave de lo que él mismo suponía y transcurrían aún largos días de postración antes de producirse su restablecimiento. Mientras tanto, su mujer y su hija afrontaban la lucha con distinta entereza. Pero donde noté la más profunda trasformación fue en Blanca. Aquella alegre y despreocupada niña que conociera en mi excursión anterior, había cedido paso a la mujer, pujante, con todos sus atributos, y también, en la repetida dramaticidad de la mujer, con todos sus problemas.
“Y de pronto todo se aclaró para mí. Comprendí que ella estaba ante su propio asombro y confusión, asistiendo al nacer del sentimiento más dulce que anima a las criaturas… al amor. Entendí asimismo que Blanca lo intuía sin explicárselo y entonces me di a adivinar hacia quién iba dirigido aquel sentimiento. Conocía a casi todos los hombres jóvenes de la zona, que eran muy pocos por cierto y al final mis deducciones los fueron descartando uno a uno.
“No fue posible determinar a ninguno. No diré desde luego nada referente a las confesiones que una mujer pura y limpia de corazón puede hacer a un sacerdote; pero comprendiendo que ella callaba lo más importante, el conflicto de su alma, decidí esperar que su inclinación a la verdad la llevase paulatinamente a confiarse con su viejo amigo y consejero.
“Entretanto reuní un completo panorama de los sucesos ocurridos en los últimos tiempos y medité mucho en el papel que Sandoval jugaba en la ocasión: ¿he de decirles cuánto horror y compasión despertaba en mí, quien, como él, se embrutecía en su afán de dominio?… Dura prueba en verdad para aquellos seres alejados de todo consuelo divino y aun humano, enfrentando la violencia de la naturaleza y de sus semejantes con armas de violencia y de codicia. Sólo la fortaleza que dan la fe y la certidumbre de nuestra verdad en la tierra apuntalan las virtudes capaces de sobrellevar tantas penurias. En tal medio ¡cómo no inspirarme serios temores el despertar a la vida total de Blanca Lunder!
“Aquel estado de ansiedad colectiva iba, en su hora, a provocar la tragedia… y el pobre corazón apretado de angustias y presentimientos, únicamente podía hallar seguridad en la oración y la espera de los altos designios del Dios eterno.