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CAPÍTULO IX

1

Entre tanto el invierno, como una cerrada carga de guerreros fantasmales, avanzaba inexorable desde el oeste. Los días cada vez más fríos y cortos, obligaban a apresurar los trabajos de la estancia. El sol brillaba pálido y continuamente era ocultado por espesas masas de nubes que cubrían el cielo. Una pesada tristeza parecía flotar en el ambiente del valle…

– Ya lo sabe, Blanquita, a menos que me echen, pienso pasar el invierno con ustedes… ¡Me merezco unas vacaciones!

– Echarlo, padre… ¡Si usted es realmente un enviado del cielo! -protestó con vehemencia Blanca, oprimiendo la mano del buen padre Bernardo-. Lo que haré es enviar un parte a Rawson, para tranquilidad de sus superiores y amigos.

– ¡Ah claro… y van a privarse de un- hombre sólo para asegurar mi tranquilidad! Mandar mensajes, ¡no faltaba más!

Ruda, que chupaba su pipa cerca del fuego, interrumpió:

– No, padre, tenemos un peón que quiere reunirse con los suyos. Ese se va y no vuelve. De todas maneras lo haría lo mismo.

Juan, distante como de costumbre, contemplaba la estufa que enrojecía el imperio de las llamas. Apenas si movió la cabeza cuando Blanca le dijo:

– Ya sabe, Juan, mañana mismo despacha al gales para su casa. Le entrega su caballo y otro de los nuestros. ¡Ah!, encárguele lo deje en la Gobernación, en depósito.

María había entrado en ese momento y se atareaba manejando platos en el gran armario construido con lenga cordillerana. A pesar de su seriedad le brillaba una chispa picaresca cada vez que sus miradas se cruzaban con las de don Ruda.

– ¿No quiere que la ayude, Maritornes? -preguntó éste.

– No gracias… y sepa que soy María Torne -contestó la aludida-. Siempre le fue mal con los gringos ¿no es cierto?

Ruda lanzó una carcajada y respondió: -Eso te crees tú… ¿A que no haces la prueba? -Ya se quisiera, ¡véanlo al presumido! -replicó ella alegremente.

El padre Bernardo, acompañado de Blanca salió afuera. Hacía frío y el firmamento tenía limpideces de cristal. Un silencio calmo se extendía a lo largo del valle, en el que la nieve caída formaba un manto blanco, desdibujando los contornos de la casa y los corrales. Numerosas estrellas parpadeaban incesantes en el cielo intensamente azul. El anciano se sintió envuelto en un aura de belleza, que la mano pródiga de Dios derramaba como prueba de su infinito poder. Por su parte Blanca, atada por más inmediatos designios, imaginaba con las estrellas un apasionado diálogo, poblado de interrogantes ansiosos, que su alma formulaba tímidamente, pero cada vez con mayor persistencia.

– ¡Qué noche tan hermosa! ¿Verdad, hija mía? -preguntó el sacerdote, acariciando la mano de la muchacha.

– Sí, padre. Tan hermosa y sin embargo tan tremendamente terrible. Mi corazón no deja de temblar y ni aún de día me devuelve la paz… ni tampoco la oración. ¿Por qué, padre… por qué?

– Tú mejor que nadie has de saberlo, y Dios naturalmente, para quien nada permanece oculto. ¿Pero de dónde nace tu angustia? ¿A qué o a quién temes; o mejor quizás: por quién sufres?

– ¡Ah!, si pudiera contestarme yo misma esas preguntas… Sufro por mi padre y por algo que siento en mi corazón. Como estas tierras y estas aguas que se hielan en la superficie, guardo en el fondo una llama que me consume. No existe para mí otro mundo que éste, padre; siento que me debo a la tierra y a ella tienden como raíces los hilos de mi alma. ¿Por qué entonces el valle y la montaña parecen esconder hoscamente el eco de mi voz y ya no me siento a mí misma como antes? ¿Por qué la noche me trae tristes pensamientos y me niega el descanso? ¿Por qué sufro así?… Tengo miedo de mi propio secreto.

El sacerdote escuchaba y una tierna solicitud nacía en él ante la apasionada angustia de la mujer que le confiaba a él y a las mudas estrellas, su corazón. Hubiera querido levantar el velo, pero algo lo contuvo todavía y aguardó la última confidencia. Siguieron así avanzando lentamente, mientras la noche los envolvía en su serenidad. Parecían hallarse en el centro de un silencio profundo, donde sólo la voz de Blanca denunciaba la presencia de la criatura humana, en la vastedad del espacio desnudo; silencio despojado de sonidos, frente a los cerros obscuros donde la nieve resaltaba como si la luz del día volviera a renacer, desfallecida, del seno de la piedra.

De improviso un ahogado relincho llegó hasta ellos desde los corrales, seguido de sordos retumbos de cascos hollando la nieve. La muerte del silencio imprimió a la soledad inusitada sonoridad de tambores lejanos. Ellos se detuvieron, olvidados de sus apremiantes pensamientos, pero los ruidos no se repitieron y todo fue recobrado nuevamente para el silencio.

Regresaron.

El padre Bernardo no podía conciliar el sueño. Recitó sus oraciones con fervor y solicitó a su patrono la paz para todos los seres de aquel hogar donde se dignificaba el trabajo y se embellecía la naturaleza con amor.

Meditó largamente. Solo en la soledad del cuarto a obscuras que se helaba al avanzar la noche, aguardó al sueño. En el cuarto vecino también Guillermo Lunder buscaba en el sueño descanso para su organismo afiebrado. Frida estaba a su lado, vigilando los menores gestos del esposo que no encontraron descanso. Fue la noche cayendo hora tras hora sobre la casa; las estrellas palidecieron hasta apagarse una a una como luces tocadas por la vara encantada de un nada con dedo de nube. Cantó un gallo su litúrgica salutación al alba y el blanco vellón de las ovejas se agitó y resplandeció entre la albura de la nieve. Pasó por las alamedas, como un leve aleteo tímido, el primer escorzo del viento y los árboles estremecieron sus múltiples brazos impetratorios, como sintiendo una nueva corriente de sangre subir desde sus cálidas raíces. Detrás de los cerros un hálito escasamente tocado de rosa aclaró el filo de las rocas. Con lentitud, como prolongando el perezoso despertar, la aurora fue recargando sus tonos, abriéndose como un arco de luz, acentuando el perfil verde trasnochado de los árboles, descubriendo los senderos, destacando la herida de las hondonadas; hasta que al fin el ámbito sonoro de la mañana estalló como una rosa salvaje el júbilo del día. En los corrales el sol dibujaba estrellas matutinas en las ancas de los caballos.

2

Llanlil, despierto al primer indicio del alba, recogió su poncho y se echó a andar hacia el refugio de las ovejas. Todo estaba en orden y volvió al cobertizo, donde encendió el fuego para calentar su refrigerio. Pero volvió a salir en seguida. Su fino oído había captado en la noche el rumor de los caballos y quería averiguar el motivo de su alarma. Se dio a pensar en la presencia de algún puma hambriento rondando las cercanías, aunque el silencio de los perros le llamaba la atención. En el camino se le agregó un mocetón rubio. Era el gales que volvía a sus pagos. Los dos hombres avanzaron juntos. Llanlil, tan alto y robusto como el gales, resaltaba por su andar elástico. Sólo los diferenciaba la pigmentación de la piel. Sobre la cabeza del gales el naciente sol se entretenía incendiando sus rubios cabellos.

– ¿Se va, señor? -preguntó el indio.

– Sí, compañero -contestó afablemente el gales-. En Trelew me esperan mi mujer y mi hijo… el hogar, amigo.

Llanlil repitió pensativo:

– ¡Hogar!… -hubiera querido continuar, pero temió la incomprensión despectiva del blanco, siempre dispuesto a ignorar a aquellos seres que no comprendía, y el indio enmudeció.

Estaban cerca de los corrales.

– ¡Mire un poco! -gritó el gales de pronto-. ¡Han roto la tranquera del corral grande!

En ese momento, Juan, atraído por los gritos que daba el peón, llegó corriendo.

En efecto, la tranquera aparecía caída hacia adentro… Un potro olfateó con recelo los palos húmedos de la tranquera, como si sospechara que se le tendía una trampa, y luego, algo más seguro, la traspuso de un salto; en seguida lo siguió otro, mientras los demás, curiosos, se alborotaban frente a la salida.

A los gritos de los tres hombres que corrían hubo un revuelo de crines, un retumbo de relinchos y el pánico los empujó ciegamente hacia aquella inesperada libertad.

– ¡Maldición se están escapando! -bramó Juan enfurecido.

Llanlil se lanzó sobre los caballos, esquivando a uno que se le vino encima. Al pasar a su lado saltó ágilmente y lo montó. El potro resistía al jinete ferozmente, pero él estaba como engrapado en su lomo. Aturdido el animal se unió a los otros en su desenfrenada carrera.

– ¿Adonde va ese loco? -preguntó el gales asombrado.

– A lo mejor se escapa él también… -contestó Juan sombríamente-. ¡Pero le va a costar caro! -y sacando el revólver, apuntó al araucano.

El gales no estaba tan seguro. Conocía a los indios y sabía de su nobleza. Su gente había sido prácticamente salvada de la destrucción por tehuelches generosos que los alimentaron y protegieron en sus primeras y terribles experiencias. Por eso cuando vio brillar el arma en las manos de Juan, levantó la suya a tiempo de desviar el tiro que silbó sobre los lomos de los caballos. Más de doscientos corrían ahora enloquecidos hacia el río. Envuelto en el fragor, Llanlil desapareció de la vista de los otros.

– ¡Qué hace, idiota! -aulló el capataz-. ¿No ve cómo se escapa?

– Yo diría que procura atajarlos. Pero, tratemos de montar y hagámoslo nosotros, si no… -le respondió el gales sin perder la calma.

Corrieron al corral chico, donde estaban los caballos de montar. Allí con un tiento sujeto al belfo de cada animal, estuvieron listos para salir tras los fugitivos.

Llanlil, encerrado entre la tropilla que huía, no lograba separarse y apenas podía contener al potro que montaba. El río estaba próximo. La corriente bajaba velozmente, rompiéndose contra las piedras salientes y arrastrando lajas de hielo que se quebraban a veces, perfilando sus bordes como espejos deshechos. El primer potro llegó a la orilla y, asustado, quiso retroceder, pero sus seguidores ya lo empujaban. Alzado sobre las patas al filo de la barranca, lanzó un relincho de miedo… el borde arenoso cedió de golpe y la bestia cayó de costado al agua. Allí pateó, relinchó y pretendió levantarse, pero evidentemente tenía algún miembro roto, porque volvió a caer resoplando. Unos tras otros fueron cayendo los bravos animales en la helada trampa. Saltaba allí uno entre las piedras, resbalando y volviendo a seguir, entre una confusión de patas y cabezas crinudas. Aquel otro lograba llegar a la orilla opuesta, luego de repechar la correntada y permanecía temblando indeciso, hasta arremeter contra la barranca y salvada ésta, salir a escape por el valle, árido y pedregoso en aquella parte.

Llanlil, sujeto con una mano a las crines del potro, lo golpeaba con la otra debajo de la oreja para obligarlo a echarse a un lado de la tropilla. Los golpes y gritos feroces del indio, aturdieron a la bestia y veinte metros antes de llegar al río se apartó pateando rabioso y mordiendo a sus compañeros. Estaba ya domado y poco le costó a Llanlil echarle un lazo de cuero por el hocico. Saltando entre los coirones y las matas espinosas de los calafates que goteaban lágrimas de hielo, el rudo jinete procuró desviar a los potros de su marcha hacia la destrucción y al mismo tiempo detenerlos tras la barrera que formaba el Senguerr y que se prolongaba en el valle. Penosamente lo lograba pero aún así eran muchos los animales que caían entre las piedras, desjarretados y relinchantes. Otros huían desbocados por los valles rumbo a las mesetas del oeste. Esto al menos representaba una posibilidad de recuperarlos.

– ¡No le dije! -exclamó el gales que galopaba salvajemente al lado de Juan. El capataz no respondió, pero su experta mirada apreció la heroica tarea del indio y evolucionó con su caballo para ayudarlo.

Después de media hora, sudorosos y rendidos de cansancio, lograron reducir la furia de la tropilla y buena parte de ella volvía ya, flanqueada por Ruda, algunos peones y hasta el mismo padre Bernardo y Blanca, que acudieron presurosos. Sin embargo les esperaba otra faena agotadora; traer a los corrales a los fugitivos y decidir la suerte de los heridos que yacían en el río, encajados entre las piedras. Algunos se habían ahogado y otros buscaban la orilla, saltando sobre sus miembros sanos. Sus relinchos asustados parecían bramidos cuyos ecos volvían de la gran pared de la meseta con un sordo mugido de animales salvajes perdidos entre la niebla.

– Bueno, capataz, a falta del patrón, usted tiene que decidir, ¿qué haremos con ésos? -le decía el rubio gales, señalando a los hermosos potros caídos en el río.

Juan contestó malhumorado:

– No hay que pensarlo mucho… una bala en la oreja y ¡adiós! No queda otro camino.

– ¡Lástima de anímales! No los hay mejores en todo el Chubut, seguro. En Trelew pagaríamos hasta doscientos pesos por cada uno ¡y muy contentos! -se lamentó el mozo-. ¡Bueno! ¿Lo ayudo?

– Sí pues, ¡vamos! ¿Tiene balas? -le dijo Juan.

El capataz amaba a los caballos. El chileno era jinete hasta la médula. Hervía viendo a un caballo maltratado o herido. Su desempeño en la población de Lunder era inobjetable y lo convertía en el terror de los peones en cuanto al cuidado de la caballada se refería. Serio y hosco, no tenía otro cuidado mayor que la hacienda. Ahora estaba perplejo y la rabia y la sospecha lo obsesionaban. Hubiera dado una mano por saber quién había roto la tranquera. El mismo la cerró la noche anterior y todo estaba normal y tranquilo. Sus dedos morenos oprimían fieramente la culata del revólver, mientras bajaba a pie la pequeña barranca del río. Tras él, el gales lo seguía empuñando su arma. El muchacho asistía con lástima al obstinado pataleo de los potros vencidos. El inevitable sacrificio lo llenaba de dolor, pero, ¡no había más remedio! Disparó una y otra vez; el agua helada le salpicaba las manos y la cara, pero él la sentía cálida, con el pringoso y vivo calor de la sangre… La sangre de los caballos podía más que el hielo que bajaba de las montañas. Algo distante, el capataz disparaba certero, rematando a las bestias moribundas y examinando alguna que parecía en mejor estado.

Regresaron cansados del trajinar y abatidos por la matanza, dejando tras ellos el río enrojecido y las bestias hinchadas y sangrantes. El olor de la sangre atraía a los buitres y caranchos que se reunían en el cielo, volando contra el viento con sus alas tendidas en el esfuerzo.

Durante todo aquel tiempo el indio permaneció en el borde de la barranca, derecho sobre su caballo, con el lacio y negro pelo brillante al sol.

Cuando los otros terminaron su despiadado trabajo en el río, se agregó a ellos orgulloso y callado. Juan lo miraba de reojo, todavía desconfiado. En cuanto al gales, no podía resistir a una secreta admiración hacia el indígena.

– ¿Estás cansado? -le preguntó rezagándose.

– No -contestó él- pero duele ver tanto caballo muerto… patrón tiene mala suerte.

– ¿Sabes qué pensaba el capataz?… Que tú fuiste el que abrió la tranquera… te lo aviso por las dudas.

– ¿Yo? ¿Por qué? -contestó Llanlil irguiéndose-. Yo pienso que él no diría lo mismo ahora -aclaró el muchacho sonriendo.

Habían llegado a las casas. Juan desmontó y fue a ver a Lunder. En su pieza ya estaban don Ruda y el misionero. Frida y Blanca se atareaban preparando comida a los que llegaban.

– ¿Y… qué pasó, capataz? -preguntó el enfermo acostado a medias en la cama.

Juan contestó con aquella su forma casi deliberadamente irritante a fuerza de ser pausada:

– Pues verá, señor… la cosa es rara y difícil de explicar -empezó diciendo, mientras daba vueltas al sombrero entre las manos morenas de cortos y fuertes dedos-. La tranquera grande estaba rota y medio abierta y con la primera luz los potros se fueron arrimando hasta que uno hizo punta y se largaron todos a disparar… el araucano y el gales parece que estaban cerca y corrieron y yo también tras ellos… -siguió diciendo Juan.

– ¡Pero qué maldición me ha caído encima! -se quejó Lunder amargamente-. En resumidas cuentas… ¿qué hay de los potros?

– Vea, señor; unos veinte murieron o los matamos en el río… estaban quebrados ¿sabe? Otros tantos dispararon para el lado del Paso o Loma Redonda, sesenta y tantos se fueron por la margen del río hacia Paso Moreno y al resto pudimos traerlos de vuelta -enumeró el capataz.

– ¡Qué desastre! La mitad de mis mejores potros. Ya ve, padre Bernardo, lo que es nuestra vida… trabajar y trabajar y esto como pago… ¡y si fuera eso sólo! -dijo Lunder mirando consternado al religioso.

– Pero en fin, ¿qué pasa en su población, don Guillermo? -interrogó adivinando el sentido de aquella protesta. -Ya le contaré. Bueno, Juan… descansen usted y la gente hoy, pero mañana temprano los desparrama en busca de la caballada… lleven a Roque que conoce cuanto cañadón, huella y piedra hay hasta la cordillera… ¡ah! y sobre todo traten de atajarles el paso antes de llegar al campo de Manuel Quilcán y sus paisanos… si no ¡adiós potros! ¡Mis magníficos potros! -se quejó Lunder.

– Hablando de indios ¿lo llevo al araucano? Es justo reconocer, patrón, que como jinete no tiene rival… -quiso saber el aludido.

– Vea, capataz… usted conoce a los hombres. Por mi parte le tengo confianza.

– Y yo también -apoyó Ruda, enérgico.

El misionero dijo sonriendo:

– Me gustaría oírles decir eso… Llanlil es leal y buen amigo… Yo doy fe, ¿saben ustedes qué es un reche?

– ¿…Un qué? -preguntó Ruda intrigado.

– Un reche; un indio puro, de raza araucana sin mezcla, y en ellos la traición no existe y, por lo que voy sabiendo, ha dado ya varias pruebas de agradecida lealtad, aunque no lo diga… -explicó el padre. Todos asintieron gravemente. Luego se retiró el capataz.

Quedaron en silencio los restantes rodeando al enfermo. Entró Frida preguntando:

– ¿Vienen ustedes o no tienen hambre todavía?

– Iremos en seguida señora -contestó el padre Bernardo-. ¿Dígame, don Guillermo?, ¿qué está ocurriendo según usted en sus tierras?…

3

El aludido tardó en contestar. Se sentía cansado y molesto. Cerró los ojos y abandonó la cabeza sobre los almohadones. Cuando lo hizo había actitud en sus palabras.

– Alguna vez le he contado, padre Bernardo, o usted mismo lo fue sabiendo, la historia de mi vida… pero para entender ciertas cosas debiera comenzar realmente hablándole de mis padres. Cuando, en 1848, mi padre tuvo la desgracia de ver cómo los ingleses lo despojaban de sus bienes en represalia por su intervención en defensa de la autonomía de su gente, los boers, emigró o retrocedió junto con otras muchas familias, sucesivamente desde Uetel, su lugar de origen, hasta el Transvaal, donde, en el 56, nací yo. Allí se fue acabando aquel varón justo y siempre me decía que buscara en América un lugar para vivir con la libertad que allí se nos negaba… Decía, y al fin tuvo razón, que los nuevos dueños del país acabarían con nosotros… Yo era ya un mozo lleno de entusiasmo por conocer nuevas tierras y un casual encuentro con un marino que conocía la aventura de los galeses en la Patagonia, terminó por decidirme… Me casé con Frida y viajamos al sur. Pero al poco tiempo de llegar a Madryn comprendí cómo aquella gente sólo concebía la libertad para ellos y, en el fondo, eran tan intolerantes con los extraños como sus compatriotas lo fueron con las boers…. Nació en 1886 nuestro primer hijo en Rawson y apenas dos años más tarde nos íbamos rumbo a Cabo Raso… En el trayecto perdimos a nuestro hijo… Luego vino Blanca y con nuevas esperanzas trabajamos duramente… En 1901, las primeras familias boers llegaban a Punta Borja y hacia allí fuimos también nosotros; pero la dura realidad del pueblo de la sed, el desolado vrek van dorst, era casi tan terrible como afrontar las balas de los ingleses. Como yo tenía alguna experiencia en las tareas del campo, no quise o no pude resignarme y anduve por el Musters y el Colhué – Huapí, buscando un lugar apropiado, hasta que llegué aquí… Muchos años habían pasado y Frida ya no era tan joven ni tan animosa, y su constante repulsión al viento le había destrozado los nervios. En fin… Aunque el recuerdo del hijo no se borrará jamás, tuvimos el premio esperado y levanté una casa segura y próspera. ¡A fuerza de pulmón, padre Bernardo; don Ruda lo sabe bien! Después fueron llegando los ovejeros y nos talaron loe campos y bloquearon las aguadas. El campo se achicaba y nacieron las primeras alambradas, pero aún así alcanzaba para todos, Conmigo nunca se metieron… Sin embargo en los arreglos de frontera se hicieron de leguas y leguas de campos de primera y nos vienen ahora presionando para sacarnos del medio. Nosotros, los campesinos, estorbamos a las grandes compañías… Ese testaferro inhumano de Sandoval va a ensañarse con los indios, obligándolos a rebelarse y tener así un pretexto para exterminarlos.

– Es cierto… -admitió el padre, pensativo.

– ¿Sabía usted que pagan hasta veinte pesos por cabeza de indio? -preguntó don Ruda.

– ¡Qué horror, santo Dios! -protestó el misionero-. ¡No diga barbaridades! Jamás podré creer semejante cosa.

– Pues es la pura verdad -afirmó Lunder-. Bueno, ya he tenido algunas ofertas de Sandoval y también amenazas veladas… ¡Todavía cuida las formas el muy ladino! Por ir a tratar con él me veo ahora en cama… luego, está ese indio…

– ¡Ah no! -interrumpió el religioso-. Ahí tiene un amigo ¡se lo aseguro!

– Tal vez… pero estoy seguro que alguien en el Paso no cree lo mismo, con respecto a ellos y el indio, naturalmente. Ya podrá ir imaginando las dificultades.

– Creo que iré al Paso a visitar a esas criaturas que Dios pone a prueba en estas soledades.

– No espere convertirlos, padre… -intervino Ruda-. Perdería usted el tiempo.

– ¿Quién puede afirmarlo, hijo mío?… Los designios de Dios son inescrutables y, después de todo, Sandoval si no es el pastor es el amo del rebaño, y Dios no olvida a ninguna de sus ovejas.

– Ojalá pudiera usted lograrlo-bueno, ¡vayan saliendo, que las mujeres los esperan para comer!… ¡Ah! don Ruda, le encargo lo relativo a la salida de las patrullas.

– Descuide, don Lunder, luego iré a ver a Juan y sus peones, o saldré con ellos… Hasta luego, pues.

Algo más tarde Ruda se encaminó al galpón donde Juan con algunos peones preparaban los detalles de la salida. El gales se había despedido ya y se encaminaba a Trelew, siguiendo la costa en un viaje enorme y dilatado a través del árido territorio, donde las primeras nieves insinuaban su blanca amenaza. El muchacho demostraba poseer mucho coraje, pues a los peligros de la naturaleza se agregaban las acechanzas de los bandoleros que vagaban por la zona, como lobos errantes oteando a sus víctimas.

– ¡Salud, muchachos! -gritó Ruda asomándose al galpón-. ¿Dónde anda el capataz?

– Por ahí, pues… -contestó un chileno pequeño y estevado-. Lo vi hace poco con el indio y el viejo Roque yendo a los corrales… creo que a elegir caballos.

– ¡Vaya! ¿Se han hecho amigos?

– Así parece… para haberlo traído el viento, cayó derecho el paisano -comentó el peón con malicia.

– ¿Te parece?

– …Y no… si hasta la niña le tomó simpatía…

– Mira -replicó el español-. Mejor te ocupas de tu trabajo y dejas a los demás tranquilos… ¡eh!

– Sí, pues, patroncito… no se me enoje, ¡pucha que tiene genio! -dijo el peón, conciliador.

– Mejor así, y a ver cómo se portan mañana.

Don Pedro, después de esta recomendación a la gente, se fue en busca del capataz. Iba pensando casi inconscientemente en las palabras del peón: “¿Así que la gente murmuraba alrededor del indio y de Blanca? ¡Si serán estúpidos! Bueno, siempre dije que una moza guapa trae líos entre esta gente brava, pero de ahí a que se entienda con el araucano… ¡bah! ¿Y qué? ¿Acaso porque es Blanca de nombre y de piel, y rubia, y hermosa, no podría enamorarse de un indio…? ¡A las hembras las entienda Cristo! ¡Pero si se entera Lunder la mata!… ¡Mejor no pensar en ello!…

Y Ruda, largo y flaco, siguió andando en dirección a los corrales, moviendo sin gracia los brazos, al ritmo de su solitario coloquio.

Al siguiente día, con la primera, indecisa y prolongada claridad del amanecer, endurecidos por el frío y agrandados por los pesados ponchos y la neblina, los jinetes de las patrullas se abrieron lentamente como puntas de una estrella y pronto se alejaron de la gran casa, que volvió a hundirse en el silencio de la mañana helada y opaca, como si las olas de nieve se arrastraran por el fondo del mar.

Blanca, desde su lecho, despertó al ruido de los preparativos. Somnolienta todavía se acurrucó bajo las mantas y escuchó las palabras sueltas que le llegaban desde afuera. De pronto se sorprendió esperando oír la voz sonora e intensamente profunda de Llanlil. El deseo de escucharlo la hizo incorporar casi, pero el indio no parecía estar en el grupo, pues ni a él ni a Roque los oyó una sola vez. Fatigada de la espera y con frío, se estremeció y volvió a taparse. La obscuridad cómplice pareció liberarla de toda opresión y se quedó absorta, con el corazón latiéndole desoladoramente solitario en el centro de la noche. Después de tantos días de andar a ciegas por el laberinto de su espíritu, la certidumbre de su destino había saltado en el silencio nocturno como una llama exacta y significativa. Llanlil era -ahora lo sentía, más que comprenderlo- la razón de su angustia, el dolor de su alma enamorada. ¡Extraño amor, entre el hombre de la tierra, aparecido en la alta noche desolada, y ella, que corría sobre la misma tierra con la leve inconsciencia de la pluma! ¡Extraño amor el suyo que se resistía orgulloso y tenaz, como el ágil huemul al salto desgarrante del puma!

“¡Lo quiero… lo quiero!”, -musitó huraña y brava, como defendiendo ya de ocultos peligros el amor recién revelado. La convicción, la dulce y aterradora convicción la sobrecogió en una enajenada excitación y se quedó esperando, vacía, perdida, aguardando el día y la luz; inexorablemente enfrentada a la realidad de su pasión; colocada en conflicto y rebeldía con su mundo familiar y amante, que desde ahora tendría para ella un asombrado interrogante impreso en cada frente y una instintiva renuencia en cada corazón.

Porque desde allí en adelante, más alta que las paredes de roca, la dura e inabordable repugnancia y subestimación hacia todo lo indígena, hombres y cosas, común en cualquier blanco, estaría pronta a herirla sin piedad en aquel amor que era su locura, pero también su justificación.

Ya alto el día, su madre, inquieta, fue a su cuarto y la halló aún acostada. Blanca miraba a su madre como asustada, su bello rostro demudado y equívoco.

– ¿Qué tienes hoy?, si puede saberse… ¡pero qué cara! ¿Estás asustada de algo o de alguien? ¿Acaso tuviste pesadillas?

– No mamá; no tengo nada, ya me levanto. ¿Cómo está papá?

– Igual, hija, igual. El padre Bernardo está a su lado desde temprano. ¡Bueno, hay mucho que hacer! -dijo mirando a su hija.

Apenas hubo salido y cuando Blanca se disponía a vestirse, la voz clara de María la sustrajo de nuevo de sus pensamientos.

– ¿Se puede, niña? -preguntó la muchacha, entrando resueltamente.

– Pudiste esperar que te contestara por lo menos -la reprendió Blanca.

María pareció contrariada, pero venciendo la situación con su franca risa, respondió:

– ¡Caramba, mi niña! ¡Cuánto misterio! ¿Esconde algo?

– No seas tonta, María, ¡no veo la gracia!

– Lo que es yo tampoco veo a quién esconde.

Blanca no contestó y en silencio continuó vistiéndose. Ensimismada, alisó sus cabellos rubios que bajaban en cascada por sus hombros de contornos suaves. María la miraba y la sentía lejana, ausente hasta de su misma presencia. Con la instintiva clarividencia que posee toda mujer para adivinar el secreto que otra oculta, su mente daba vueltas a una idea tenaz. La muchacha seguía contemplando a su ama, que al fin no pudo ya soportar aquel examen indagador y bruscamente exclamó:

– ¿Por qué me miras de ese modo?

– ¡Oh! Por nada tal vez, la miraba simplemente… Usted sabe, niña, que puede confiar en mí, y yo estoy pensando que usted necesita confiarse en alguien…

– ¿Qué te hace pensar así? No me pasa nada. ¡Nada!

– Eso no es cierto, niña Blanca -replicó, corajuda, María- a mí no puede engañarme. La conozco bien… casi soy su hermana mayor. ¡Niña! ¿No va a contarme sus cuitas? ¿Quién es él?…

– Eso quieres saber, ¿eh? -desafió Blanca temblando-. Pues sí, hay un hombre en mi vida, pero tú nunca llegarás a comprender. ¡Ni tú ni nadie!

María estalló con cálida emoción:

– ¡Sí que puedo, mi niña…! ¡yo también quiero y tengo que callar!

– ¡Qué dices, mi buena María!, pero entonces…

La muchacha la interrumpió con un ademán y, yendo hasta la ventana, levantó las cortinas. Desde allí contempló el valle que, todavía envuelto en la niebla de la mañana, borroneaba levemente la perspectiva de los cerros, los árboles y aún los animales de los corrales, que parecían flotar en el vaho pesado de la tierra, moviendo los remos blandamente entre la niebla, llevándosela por delante, como si tocasen, desgarrándolo, un tul inexpresadamente sutil. Los movimientos de las bestias eran deliberadamente lentos, como si temiesen despertar los ecos del nuevo día. El hielo de la noche mostraba su huella en los vidrios de la ventana, dibujando intrincados laberintos geométricos de rara belleza. Los primorosos cristales centelleaban fugaces, despidiendo débiles hilos de luz al ser heridos por la naciente claridad y su parpadeo, como miles de pupilas de gatos juguetones recibiendo al sol, fulguraban en el interior de la habitación. María dejó caer las cortinas y volviéndose, grave y dulcemente persuasiva, dijo:

– En este momento lo mío no interesa, no debe interesarle. Soy su amiga. ¿Me cree, verdad?… Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por ayudarla. ¡Dígame cuál es el problema que la angustia!

Blanca tampoco encontró las palabras precisas para negar o volcar la emoción que la anegaba. Se sentó en la cama y, apretando las manos, permaneció callada. De pronto dijo como saliendo de un sueño.

– Sí, María; estoy enamorada, pero este amor hay que callarlo como si fuera un pecado… y sin embargo necesito a toda costa expresarlo… ¿Me juras, María, callar tú este secreto?

Blanca luchaba todavía, resistiéndose a dejar escapar la verdad que subía a sus labios.

– Sí -respondió María, acariciando las manos de Blanca. Lo dijo con sencillez, con la concisa sencillez de su corazón noble y tierno. Alentada Blanca por aquella solicitud tan cercana a su amor, exclamó arrebatada de pasión y vehemencia:

– Pues sí, María, ya mi corazón no me pertenece… un hombre ha llegado; la tierra, nuestra tierra me lo trajo, bravo como el viento que azota las mesetas… desde la venganza hasta mi amor ha llegado…

– ¡Niña, Dios mío! ¿Pero es Llanlil acaso?…

– Sí María, él es… -gimió Blanca, maravillada de oírse a sí misma afirmar lo que su corazón no concluía de admitir.

– ¡La niña está loca! ¡Enamorada!… ¿Y de quién?… de un indio… ¡Que no se entere su madre, porque el dolor la mata!…

– ¡Oh, María! ¡Cómo me duelen tus palabras! Enamorada, sí. Ya mi alma está colmada y necesito decirlo, porque si no me dejan quererlo, será para mí la muerte que presagias…

– ¡Pero eso es una locura, niña Blanca! -exclamó María, abrazando a la muchacha. Allí estaban las dos mujeres, enajenadas y absortas en sus emociones, mientras la mañana subía lentamente, rozando las ventanas y entrando con tímida claridad hasta la habitación, y mientras de lejos llegaba el grito aislado de un peón llamando a un compañero, o el balido pastoso de una oveja buscando su majada diluida entre la niebla que subía del suelo helado, empapando la hierba y poniendo cendales grises en los calafates amustiados. Blanca, al borde de las lágrimas, respondió a la exclamación de María:

– Yo ya no puedo evitarlo, María…

– Y él; ¿la quiere acaso? -quiso saber ésta.

– Su mirada lo delata.

– Es cierto. Ahora todo lo comprendo… lo he visto, como si besara su sombra ¡el pagano!

– ¡No! -gritó Blanca-. No digas eso… lleva a Dios en sus ojos y de mi amor nada sabe. ¡Hasta cuándo he de callarlo! Todo es ahora diferente y pienso si no hice mal quedándome aquí, entre los míos, ¡en esta tierra que tanto quiero! Pero aquí estoy y quiero seguir quedándome. Por él y por mis padres… Ay, María, tiemblo pensando en ellos y en mi amor tan extraño que puede sellarse con sangre… ¡con sangre de los hijos de la tierra y de la de quienes todo se lo quitaron! ¿No ves cómo mi entrega es apenas como devolver una flor del jardín que fue suyo? Sin embargo… yo lo quiero a él por él mismo y ni la muerte…

– Cállese, niña, por Dios -interrumpió María llorando casi-. Espere… espere… ese indio…- pareció recordar algo. Pero Blanca odiaba ya aquella palabra despectiva, vocablo menospreciativo del hombre que amaba. Ella no veía en Llanlil más que al dueño de su destino, y por eso mismo al mejor.

– No quiero que lo desprecies, sabiendo que lo amo. Tiene su nombre y por él has de llamarlo ¿entiendes?

María asintió muda, asombrada ante aquella tremenda fuerza que nacía en el alma de Blanca, junto con su amor. ¡Mucho debía valer verdaderamente Llanlil para despertar tanta pasión, tanto fuego!

En Blanca siguió desbordándose con ímpetu toda la vehemencia del sentimiento nuevo que la ahogaba. Exaltada o serena, toda su voluntad estaba al servicio de la pasión; vivía para él, respiraba para él y la sangre corría por sus venas transitando un camino de fuego, que le ardía, dulce y doloroso al mismo tiempo.

– ¿Dónde está él ahora, María? ¿Qué hace? ¡Tan callado y solitario que me estremece nombrarlo!… ¿No dirás nada, verdad?… Te asombras, María, pero ¿no es el mejor acaso? A mi alrededor veo hombres brutales, duros, despiadados, cegados por la codicia desmedida, o torpes incapaces de ningún amor, ni para ellos mismos siquiera, o tan hundidos en su propio ser, que toda luz, todo calor lo ignoran… lo amé a él porque todos lo odian o le recelan. Representa un reproche… una amenaza viva para el despojo. Viene de un mundo salvaje, libre, inconquistable, pues al fin no lograrán dominarlo, sino que también ellos serán conquistados y vencidos por la tierra dura, por el viento inexorable, por la nieve que pasma y ciega… por todo lo que Llanlil ama y que le niegan con alevoso cálculo… Muerto quisieran verlo ya que no pueden domarlo…

De un punto de la casa, la voz de Frida se elevó llamando.

– María… Blanca… ¿pero qué hacen?…

– ¡Vamos, niña, vamos! -suplicó la muchacha.

– Sí, vamos, María, pero dime, ¿verdad que… que callarás todavía?… yo… tendré miedo de despertarme llamándolo… pero he de callar y callaré porque yo misma me espanto.