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Ramón Durán, hasta la fecha, ha contado con la suerte, su buena suerte: no ha tenido quizá muy buena suerte, pero él ha leído en términos optimistas lo que le ha ido ocurriendo, sobre todo los últimos meses. En realidad está contento en casa de Salazar, se siente perplejo en ocasiones (Salazar se muestra a veces poco comunicativo, o distraído), pero en conjunto Ramón Durán siente que se halla en el disparadero de una experiencia de iniciación: nunca ha vivido en una casa rodeado de tantos libros, nunca ha visto a nadie leer tanto y tan seguido como lee Salazar, nadie con tan poco interés por ver la televisión. A Durán, en cambio, le divierte casi toda la televisión: en los tiempos de Juanjo soñaba con pasarse domingos enteros ante la televisión, con Juanjo preparando palomitas de maíz en la cocina. Nunca llegaron a pasar juntos todo un domingo, porque los domingos, y en general los fines de semana, eran los días de Sonia. Era una ensoñación doméstica, de domesticidad gay, que Ramón Durán era capaz de imaginar con todo lujo de detalles. Echa de menos a Juanjo. Está contento en casa de Javier Salazar. No ha contado nada de su secreto encuentro con Allende, cosa que le regocija. Está repentinamente harto de su trabajo por las noches en el pub. Planea ahora hacer unos cursos de informática, estudiar inglés, buscarse otro empleo. Echa de menos a Juanjo.
Una mañana de miércoles, volviendo de correr, en el puente de la Ciudad Universitaria, ve a Juanjo en la otra acera, la que baja hacia el INEF bordeando los campos de deporte del SEU: Juanjo va en chándal, lleva una bolsa de deportes: salto atrás: ayer es siempre todavía: dos pulsiones (dejarle en paz -Juanjo no le ha visto- o abordarle). La decisión se toma sola: aterra a Durán por un instante la velocidad con que se efectúa esa toma de decisión, que parece automática, a espaldas de su propia voluntad, salvaje en su violenta irrupción, como un desastre natural. Cruza a la carrera la Avenida de Séneca y se planta al lado de Juanjo. Juanjo, sobrecogido, Ramón Durán disfruta momentáneamente este factor sorpresa. No se atreven casi a hablar ninguno de los dos, casi no se atreven a mirarse. Durán desea ahora besarle: el intenso deseo de besarle y de tocarle silencia a Durán. Es un silencio estrepitoso, gozoso. ¿Va a empezar todo de nuevo? Juanjo dice:
– Joder, tío, ¿qué haces tú aquí?
Durán dice:
– Vivo por aquí. He salido a correr.
– Te veo muy bien.
– Y yo a ti -responde Durán.
Pero no es verdad. Durán, que siente un nudo en la garganta, que desea abrazar a Juanjo y besarle allí mismo, acariciarle, llenarse la boca con la saliva de Juanjo, no ha encontrado a su antiguo amante bien, sino cutre. A diferencia de Durán, que resplandece, jovencísimo, con su camiseta blanca y su pantalón corto de correr: las piernas musculosas resplandecen y las mejillas resplandecen, el pelo húmedo y negro resplandece en la escalofriada niebla verdeante de la veloz primavera madrileña, Juanjo no resplandece: la apagada piel de Juanjo, la delgadez de las mejillas con barba de un día, el chándal con su repulsivo aire de haberse usado demasiado a todas horas, prenda única de mañanas y de tardes, un chándal baboso como un pijamón.
– ¿Estás entonces por Madrid? -musita Durán.
– Pues sí.
– ¿Pero para algo, o de visita?
– No, bueno. Para lo del curso, ya sabes.
Ramón Durán sabe eso, sabe todo, de pronto sabe todo: pobre Ramón Durán que de pronto lo ha comprendido todo: las ilusiones del entrenador de futbito de provincias, a quien el estúpido Madrid viene grande, que ha venido en metro hasta Argüelles y de Argüelles al INEF a pie. ¿No es maravilloso tener treinta y tantos años como tiene Juanjo y venir andando a paso largo desde Altamirano hasta el INEF en chándal? ¿No es maravilloso andar, cenceño, de acá para allá, como si Madrid, el poblachón manchego, fuese hasta más feo y más pequeño que Málaga y pudiera recorrerse a marcha atlética de punta a rabo: fuerte, firme, codiciable, como debería serlo Juanjo? Sí, es maravilloso. Pero Juanjo, tal y como Ramón Durán le está viendo en este instante, no es maravilloso, está empequeñecido, es mínimo, contradictorio, arrugado, asustado. Y Ramón Durán le desea y le ama y ve, con toda claridad, que Juanjo no puede con su alma. Y le aterra de pronto el terror de Juanjo como si fuera el suyo propio, e impulsivamente se pega a él y le besa en los labios, entrelazándole las piernas con las piernas y la cabeza con las manos y los brazos, extáticamente desea al pobre Juanjo, y Juanjo, aterrorizado, mira en torno suyo y se separan. Durán siente su pene erecto abultándole la pantaloneta de gimnasia: se ahoga de deseo. Se ahoga de compasión. La compasión le ahoga como un virus que produce inmunodeficiencia. Después de todo Juanjo es un hombre de familia, un padre de familia, ha dejado a su familia en Málaga, quizá le espera Sonia en el hotel, quizá mientras Juanjo hace el cursillo Sonia va de compras al Corte Inglés, pocas compras porque hay poco dinero, todo es escaso, todo es neutro: the past is past and the future neuter para Juanjo. No hace falta que Juanjo lea alguna vez o haya leído a Philip Larkin: esta línea de Larkin resume, relampagueante, apagada, toda su vida pasada, presente y futura. Aunque, por supuesto, podría Juanjo reaccionar. ¿Quién no es libre? ¿Quién es incapaz de reaccionar? Si somos sinceros y duros con nosotros mismos, tendremos que decir que Juanjo no menos que Durán, están en condiciones ambos de pegar un gran brinco, romper la inercia, conferirse libertad a sí mismos. Y esto es lo que, fascinantemente, Durán ha hecho al besar en los labios en plena Ciudad Universitaria a su primer amor. Su primer amor, en cambio, no desea complicaciones, desea pasar desapercibido: desea aprobar sus cursillos y desaparecer de todos los lugares donde resplandece el corazón ardiente, donde el éter celeste de abril nos lanza más allá de nosotros mismos.
– Perdóname -musita Juanjo-, también yo te quiero, me doy cuenta ahora, ahora me doy cuenta, pero no así, no aquí, no podemos hacerlo aquí. Hay gente por todas partes, ya sabes, esto…, lo nuestro, en el mundo del deporte no se perdona y menos a un entrenador. Si se sabe, si lo sospechan, me joden vivo.
– Perdóname tú -murmura Ramón Durán-, no lo he podido remediar. Nadie nos ha visto.
– Ojalá no -concluye Juanjo, como una sombra apagada del apagado infierno de la náusea y de la cobardía.
A diferencia de las viñetas de los dibujos animados, en la realidad es imposible trasladarse de un punto a otro sin tiempo, por eso la conversación entre estos dos se prolonga un poco más, el tiempo suficiente para que Juanjo sienta en el pene y en sus piernas temblonas que desea metérsela una vez más al chaval culo adentro, mantecosamente, y entonces dice:
– ¿Tienes móvil? Yo te llamo.
Durán le da el número de su móvil. Juanjo saca un boli y un cuaderno grande de la bolsa de deportes y apunta el móvil en la tapa.
– Ahí se te va a olvidar -comenta Durán.
– ¡Qué va! No podré pensar en otra cosa -dice Juanjo.
– Ni yo tampoco. Llámame esta tarde -dice Durán.
– Esta tarde te llamo -dice Juanjo.
– Amor mío -dice Durán.
«Amor mío», repite Durán, regresando lentamente a casa de Salazar. Ya no va corriendo: esto le sorprende a él mismo: que se le hayan quitado de repente las ganas de correr, no al ver de lejos y acercarse de pronto a Juanjo (eso fue parte integrante del estar entrenando y del correr), sino ahora, al regresar, con el peso múltiple y confuso del encuentro con Juanjo en la conciencia. No acaba de saber qué siente una vez que ha pronunciado y vuelto a pronunciar -como quien prueba el sabor de una fruta desconocida- la expresión «amor mío». No es una expresión que usara ninguno de los dos allá en Málaga: en Málaga hablaban del futbito y mucho, casi únicamente, del «entreno». Decirse uno a otro «te quiero», e incluso besarse en la boca, era impensable: incluso cuando por iniciativa de Durán se besaban en la boca, seguía siendo impensable: podía hacerse, con la misma naturalidad y deleite con que se hacían mamadas el uno al otro o se masturbaban, pero no podía reconocerse: no podían reconocer explícitamente ninguno de los dos, ni para sí mismos ni ante el otro, que, al besarse en los labios, eran conscientes de que se besaban los labios. ¿Por qué? Porque besarse así era «de mariconas», y ellos dos no eran mariconas ni maricones. Fue todo muy fácil con dieciséis, con diecisiete, con dieciocho para Ramón Durán, y debió de ser fácil también para Juanjo aquel fingir que se dejaba besar o hacer una mamada sólo por complacer a su compañero y sin verdadero consentimiento: al fin y al cabo Juanjo era un tipo «normal», que vivía con Sonia, que follaba con Sonia. Lo de Ramón Durán era una «debilidad»: la idea de que aquel amor fuera sólo una debilidad para Juanjo, torturó a Ramón Durán incluso mucho tiempo después de haber interrumpido la relación. ¿Iba a reanudarse la relación ahora? ¿Era eso lo que significaba aquel «amor mío» tan poco característico? De pronto pensó Ramón Durán: Todo está en mí. En esta historia yo hago de los dos. O hice las veces de los dos. Juanjo no me quería. Yo sí le quería. Yo le enseñé cómo quererme. A mí me dolió dejarle. A él le alivió dejarme. Ahora por casualidad nos encontramos. ¿Deseo comenzar todo otra vez? Ramón Durán se detuvo. Había llegado casi al portal de la casa de Salazar y respondió en voz baja, como quien suspira audiblemente, a la pregunta que acababa de hacerse: No, no quiero empezar otra vez. Esta negativa le dolió y deseó que Juanjo le llamara después de las clases. Afortunadamente -pensó-, todo depende ahora de él. Si no me llama, yo no le buscaré. No me haré el encontradizo. Pero ¿y si me llama? ¿Qué haré si me llama?
Juanjo le llamó hacia las cuatro de la tarde. Llamaba desde un teléfono fijo situado en algún bar, a juzgar por el ruido del fondo. Salazar y Durán acababan de comer, y Salazar había bajado a dar un paseo. Durán estaba solo en casa.
– Tengo que hablar contigo -dijo Juanjo.
– ¿Estás seguro? -preguntó Durán.
– Qué pregunta más rara. ¿Es que no quieres verme tú?
– No es eso -murmuró Durán.
Se ven esa misma tarde en la entrada del intercambiador de Moncloa. Durán acompaña a Juanjo hasta la pensión, sube con él a la habitación. Durán piensa: Me gusta todavía, ¿por qué no pasar una buena tarde juntos, aunque ya nada sea como antes? Además ahora pasa algo que antes no pasaba o yo no veía: antes era yo el que le deseaba a él, ahora es él el que me desea a mí. Ser deseado es maravilloso. Está descuidado, está confuso y me desea. Se acarician durante toda la tarde. La ventana de la habitación de la pensión da a un patio de atrás: huele a cañerías y a desagües y a patio de atrás, la luz de la habitación es cutre, el neón del cuarto de baño es soso y lívido: una sosa luminotecnia de callejón sin salida, como dos desnudos masculinos congelados de Lucien Freud. Francis Bacon, en su terribilidad deformante, es casi más piadoso que esta frialdad del neón de una estrella de la pensión de la calle Barbieri.
¿Qué me pasa? -rumia Ramón Durán mientras regresa a casa-. Ojalá no nos hubiéramos encontrado. Ojalá hubiera sido yo capaz, al verle, de no acercarme a él, de no desear besarle. Ojalá… Pero -no obstante ser Durán un chico sencillo- la interpretación de lo ocurrido añadía a su corazón ahora una dimensión insospechada incluso para él mismo: de haberse detenido al ver a Juanjo al otro lado de la Avenida de Séneca, bajando hacia el INEF, de haber suprimido, con un remoto gesto vengativo, su deseo de acercarse y abrazarle, nada habría ahora sucedido. El final de esta tarde habría sido el final de una tarde más, sin pena ni gloria, pero sobre todo sin pena. Esta tarde, sin embargo, recién acabada, había contenido, desde las cuatro hasta las ocho más o menos, su específica gloria de neón: las mamadas, las caricias, el sentirse penetrado por la fuerte verga de Juanjo, tan distinta de la polla boba de Javier Salazar. Eso sin duda había sido la gloria. La pena venía ahora como una factura que se presenta a los tres meses, como el vaciado de una tarjeta de crédito que da gloria usar sin pensar en nada más que en usarla durante tres meses consecutivos.