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Juanjo está malhumorado ahora. Toda la energía poética y erótica que tuvo como entrenador de futbito, ahora se ha vuelto negativa. Ahora Juanjo se pasa el día dolido cuando está solo, y malhumorado cuando está con gente. Ahora -como un don absurdo- ha ido desarrollando una cierta habilidad verbal guasona. Ahora se siente cínico. Y se gusta mordaz. Todo lo mordaz que es capaz de ser Juanjo, que no es mucho, pero lo suficiente para irse envenenando a sí mismo poco a poco. La verdad es que el encuentro con Durán le sorprendió muchísimo, y por eso estuvo poco ocurrente, poco «sembrado» -que ésta es la expresión que Juanjo gusta usar ahora para referirse a sí mismo desde la perspectiva de este nuevo don de la guasa-: estuvo sentimental y sobón. Y Juanjo lamenta tener que reconocerlo ahora. No manifestó, pues, su recién adquirido carácter de hombre realista, cínico y burlón. Así se gusta mucho. Y falta le hace gustarse, un poco al menos, para sobrellevar sin malherirse demasiado las ahora continuas penalidades: todo ese conjunto de lástimas y magulladuras y abolladuras de su carrocería y de su alma, que el propio Juanjo denomina, con cierta solemnidad, sus frustraciones o «frustres». Ahora Juanjo se considera desafortunado, sometido por la mala baba del destino a largas rachas de mala suerte: esto de la buena fortuna y la mala fortuna ha llegado a obsesionarle, ahora que, sin saber cómo, se ha ido aficionando a jugar a las varias loterías nacionales: los ciegos, las quinielas y demás. «En el curso de entrenadores hay mucho hijo de papá, además de ex jugadores famosos de primera, que ésos, bueno, tienen al fin y al cabo un pase. No son los peores ésos: los peores son los peores, los que vienen por su padre y por su casa, los que previamente le untan a quien sea, lo mismo en el carnet de conducir que en los cursillos, que en la Federación Española de Fútbol.» Este hormigueo de amiguismos que Juanjo tiene en la cabeza está empezando a amargarle la vida antes incluso de vivirla: una fina película de decepción un poco traslúcida, pero en general casi invisible, precede a los acontecimientos decepcionantes e incluso a los no decepcionantes (incluso lo agradable, como follar la otra tarde con Durán, se devalúa). ¿Qué ha sucedido? ¿Qué nos sucede a todos en la vida que agosta las expectativas que teníamos y hace que nos sepan a poco los intensos sabores, los proyectos más vivos que tuvimos y que de pronto abandonamos, hartos de ellos, pero en el fondo no tan hartos como aterrorizados ante la magnitud de un proyecto tan sencillo en apariencia como vivir en pareja o acabar un cursillo para entrenadores? Y Sonia -Sonia se ha vuelto lo peor- igual va a tener razón después de todo: igual va Juanjo a fracasar, igual suspende el curso aquí en Madrid y tiene que volver rabo entre piernas y darle a Sonia la razón: Sonia decía: «¿A qué te tienes a Madrid que ir? ¿A ver? ¿A qué? Porque tú no has pedido una excedencia, de eso nada, tú te has quitado de un empleo que tenías, ¿y ahora qué? No es una excedencia -remacha Sonia por teléfono-. No es una excedencia, es un puesto de trabajo abandonado, que ya veremos a ver si te lo guardan. Igual encuentran a otro y a ver qué.» ¡Sonia está tan descontenta siempre! Cada vez está más con las amigas: las arpías amigas que le odian y que la malmeten. La verdad es que Juanjo tiene incluso la sensación ahora de que no es capaz de hacerse oír en clase, de hacerse notar. Ya el simple hecho de tener que volverse a sentar otra vez en los pupitres le hace sentirse ridículo, envejecido. «¿Quién te crees tú que eres?, ¿Valdano? Vale: sacas el título de entrenador, ¿y qué? ¿Ya con eso está todo? ¿Es que te parece poco la vida que aquí tienes, te parezco poco yo? ¿Conmigo no disfrutas? No sé por qué, pero conmigo todo lo que haces lo empiezas aburrido…» Así podía seguir Sonia horas y horas, hasta no dejar a Juanjo ni la posibilidad siquiera de articular una idea por pequeña que fuese. Sonia le trituraba.

Juanjo Garnacho se vino a Madrid por cabezonería, por apartarse de Sonia, por no oírla. El encuentro con Ramón Durán tuvo lugar bien avanzado el Curso de Entrenador Nacional de Fútbol, Nivel III, ya a mediados de abril. Juanjo había ya tenido tiempo, en los seis primeros meses, de darse cuenta de que Madrid podía con él: era humillante. Y, formulado así (que es como el propio Juanjo solía formularlo: de tal manera que Madrid funcionaba como una abreviatura de todo lo que en su cabeza fluía y refluía demasiado deprisa y demasiado entremezclado para poder referirse a ello eficazmente), no era ni siquiera verdadero. Lo que humillaba a Juanjo era una combinación de dificultades objetivas -comunes a casi todos los «chicos de provincias», como se decía antiguamente, que vienen a estudiar o a examinarse en Madrid, y se sienten desplazados- unidas a unas inesperadas dificultades académicas: Juanjo creyó que con su experiencia de entrenador de futbito en el colegio malagueño, con su título de entrenador regional nivel II, y su bachillerato terminado, iba a tener más que de sobra. Estaba convencido, al planificarlo todo aún en Málaga, de que muy pocos compañeros suyos tendrían su experiencia o sus calificaciones. También estaba seguro de que sería uno de los mayores del curso: se equivocó por completo: el curso incluía a gente diez años mayor que él, entrenadores de fama regional que Juanjo ya había conocido pero que no creyó que desearían hacer también el curso nacional: había incluso estudiantes con carreras terminadas, de derecho algunos, y fisioterapeutas titulados y enfermeras y enfermeros titulados: gente con labia y con estilo, que se manejaba bien en Internet y que convocaba incluso huelgas por la red, en Zaragoza y otros sitios. Juanjo escribía a máquina con dos dedos, y aunque su ortografía no era del todo mala, su mecanografía era lenta, y los apuntes que tomaba a mano en clase no eran siempre del todo comprensibles para él mismo al releerlos por las tardes. De pronto, al regresar a Málaga unos días por navidades, se sintió extranjero e inepto, como si en Madrid se hablase una lengua extranjera que chapurreara Juanjo mal. Y había dificultades menores, imperceptibles en el momento de la planificación, que Juanjo reconocía ahora dotadas de una gran viveza, alfileres estúpidos de un ego repentinamente confuso: Juanjo había perdido la costumbre de estudiar. Nunca fue un estudiante de primera, pero hizo un bachillerato decente. Había adquirido cierta costumbre de preparar exámenes, tomar apuntes y rehacerlos al llegar a casa por las tardes. Incluso, a causa de su profesión de entrenador, había llegado a sentirse Juanjo Garnacho, en los tiempos de Ramón Durán, casi un intelectual, al estilo un poco de Valdano, cuya habla, dubitativa un poco, aparte lo porteño, imitaba Juanjo cuando tenía que explicar por qué dejaba en el banquillo a un jugador de futbito en vez de a otro, o por qué ponía de defensa a un delantero. Le gustaba a Juanjo organizar en pequeño concentraciones y solía asegurar -si no en televisión como Valdano, sí en corros de amistades o familiares de los chicos- que los concentraba porque jugadores que siempre hacen lo mismo sin romper la rutina repiten siempre lo mismo también en las canchas y así pierden los partidos. Así que Juanjo y Valdano tenían en común estas costumbres para curarse en salud de las monotonías de las prácticas deportivas. Y todo esto tuvo su floración, su gran momento, su verdad indiscutida, en los dos torneos interescolares consecutivos que ganaron con Ramón Durán de delantero centro. Ramón Durán era explosivo entonces, algo más alto que los demás chavales, regateaba y chutaba velocísimamente. En un principio Juanjo se limitó a elogiarle desmesurada aunque justificadamente: Ramón tenía dieciséis años durante el primer torneo: aquellos elogios le encendían la cara, le remontaban el corazón: «Ya verás cuando des el salto al fútbol grande… Entonces quizás te olvidarás de mí. Pero no importa. Yo me contentaré viendo tus éxitos. Tenlo por seguro.» Eran tonterías, exageraciones, piropos, verdades también, puesto que el chico se esforzaba en jugar lo mejor posible, se entrenaba mucho y se cuidaba mucho, era maravilloso verle jugar y era maravilloso también verle desnudo en la cola de la ducha, con una toalla atada a la cintura. Juanjo pasaba la mayor parte del día entrenando a los chicos del colegio. Al terminar se reunía con la selección malagueña para entrenarlos hasta las nueve o las diez de la noche. Era cada vez más dulce que Ramón le acompañara a la salida (se retrasaba Durán siempre con algún pretexto en el vestuario). Cuando ganaron en mayo la copa del primer torneo, al volver en el autobús, Durán y Juanjo venían sentados juntos en los asientos traseros: sentía la presión de la pierna izquierda de Durán contra su pierna derecha. Los demás dormitaban o cantaban y Juanjo vio cómo Durán le miraba con los ojos encendidos. Eran signos inconfundibles. Juanjo se sintió halagado y sexualmente excitado. Era natural verse todos los días. Una tarde, a última hora, Durán entró en el despacho que Juanjo tenía en el colegio. Juanjo se puso de pie: el silencio del colegio vacío a esas horas era un campo secreto, un refugio secreto, un laberinto secreto, un abrevadero cálido y fresco. Ninguno de los dos dijo nada. Ramón Durán, que era de la misma altura que Juanjo, le acarició el rostro con las dos manos, le besó torpemente en los labios, Juanjo se dejó besar y le devolvió un beso largo y habilidoso de hombre casado. Y eso se repitió día tras día, con una separación de un mes durante las vacaciones de verano en el pueblo de los padres de Sonia. Y luego se repitió todo de nuevo, deliciosamente, en el segundo torneo, el siguiente curso: la posesión toda a un tiempo de una vitalidad deliciosa, interminable. Pero Juanjo se asustó cuando un día escuchó un comentario al bedel: en su garita estaban solos el bedel y Juanjo, y el bedel dijo sin venir a cuento: «Estos, los chicos, están salidos hoy en día. Con tal de follar les da lo mismo carne que pescao. Pero bueno, eso mejor lo sabe usted que yo.» Fueron estas frases u otras parecidas las que inquietaron de pronto a Juanjo haciéndole sentirse vigilado. El chico es, además, menor, pensó. ¿No había el bedel mencionado esto también de los menores, lo de la minoría de edad de todos ellos, que se habían perdido hoy en día los principios y sólo querían sexo ya desde muy jóvenes? Fuese como fuese, Juanjo sintió terror, y ahí empezó -sin dejar de desear las relaciones carnales con Ramón Durán- a decir cosas como aquello de que Ramón era su debilidad, que tanto molestó a Durán. Entonces tenían diecisiete y veintisiete.

En Madrid Juanjo se sintió solo. Liberarse de Sonia no fue gran cosa, salvo los primeros días. Las incomodidades de vivir en Madrid de pensión -más adelante compartiría piso con otros del curso- le hicieron añorar su piso de Málaga con Sonia. Sonia trabajaba todo el día y no era cargante, no lo había sido hasta que Juanjo tomó la decisión de ir a Madrid: sólo cuando se quedó sola con las amigas anti-Juanjo se volvió Sonia cargante y desconfiada. Lo curioso es que esa desconfianza no procedía de la sexualidad, no eran celos: eran más bien recelos administrativos: Sonia no confiaba en la capacidad de Juanjo para arreglárselas solo en Madrid y aprobar además el cursillo: estaba persuadida de que Juanjo, sin ella, no se cambiaría de ropa interior, iría sucio y sin afeitar, engordaría, y sería incapaz de aprobar el cursillo. Esta desconfianza no había surgido en Málaga: en Málaga Sonia estaba silenciosamente a cargo de todo: administraba la familia, la casa, el sueldo de Juanjo, le tenía aseado y bien comido, le tenía incluso «satisfecho como marido y como hombre», en palabras de la propia Sonia que no acababan de entenderse bien del todo. En realidad Sonia sintió que su capacidad administrativa y gestora se perdería al no tener al primer recipiendario de esas habilidades a mano. Sonia se sintió de más, sola en Málaga. Y concibió un resentimiento pequeño, como un herpes labial, que aparecía y desaparecía con el estrés: en el caso particular de Sonia, el resentimiento, su resentimiento vírico, aparecía con cada llamada telefónica y desaparecía, aunque cada vez menos deprisa, al colgar el teléfono. Y, como cada vez se le iba el resentimiento con menos facilidad, tenía Sonia que deshacerse de aquel regusto telefoneando a las amigas para contarles cómo Juanjo era un cabezón. Y las amigas, que habían padecido en el pasado el noviazgo aquel en carne propia y que habían envidiado entonces la relación con aquel novio guapo y deportista, ahora tiraban a matar: Juanjo engordando y gastando más dinero del debido era un regocijante objeto de la malevolencia femenina. Juanjo, por supuesto, no le contó a Sonia que se había encontrado con Ramón Durán. La verdad es que, entre octubre y abril, Juanjo supo siempre que un buen día se toparía con Ramón en Madrid y que nunca le contaría nada a Sonia. Es más: Juanjo tenía decidido liarse con Ramón Durán si se encontraba con él en Madrid. Y aunque no sabía dónde paraba ni deseaba preguntarlo expresamente -a la madre de Durán, por ejemplo-, deseaba no saberlo para sentir la excitación de no saberlo: contaba con encontrarse con él, como así fue.