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En casa de Salazar las cosas iban mal, ¿o iban bien? Salazar contenía el aliento como quien, escondido detrás de un biombo, observa imperfectamente una escena fascinante. Contener el aliento equivalía, para Salazar, a contenerse, aún más que de costumbre, para poder ver sin ser visto, oír sin ser oído, y, sobre todo, seguir siendo una conciencia, una subjetividad, un para-sí, que se ha petrificado y que contiene la respiración, los latidos del corazón, casi las constantes vitales y las constantes mentales: su cinismo, su mala baba, la negatividad toda entera que Javier Salazar había alcanzado, como un logro, con los años y que ahora parecía recorrida, como por grietas, por la desazón y por la curiosidad e incluso por una cierta versión abstracta de los celos que quizá fuese envidia, que era resentimiento en gran medida, pero sólo a medias consciente: un agrietamiento de toda la antes tersa y pulida superficie de su negatividad emocional, ahora sofocada y contenida como contiene la respiración uno que se esconde detrás de una cortina, para ver, con dificultad, una escena que sucede ante él o en el cuarto contiguo: una escena tras cuya contemplación nada volverá a ser lo mismo. Y la escena que contempla Salazar es la escena que aún no ha contemplado: son sus suposiciones acerca de todo lo que sucede: nada sabe a ciencia cierta, sólo lo sospecha. Lo poco que de verdad ha visto se reduce, a estas alturas, al encuentro de Allende y Durán en el Templo de Debod. Llamar clandestino o secreto a ese encuentro resultaría excesivo para cualquier otro: cualquier otro en su sano juicio, habiendo descubierto por casualidad que dos amigos se ven sin él saberlo, se limitaría a declarar, sencillamente, ante alguno de los dos o ante los dos: «El otro día os vi juntos en el Templo de Debod.» De no haber Salazar desde un principio antepuesto a ese descubrimiento su interpretación como entrevista secreta o a sus espaldas, nada tendría Salazar que observar ahora oculto tras el biombo o tras una cortina. Salazar es el biombo detrás del cual se oculta Salazar para observar lo que sucede ante Salazar, que, por cierto, sólo sucede en el modo del secreto y a sus espaldas, pero a la vez ante sí, ante Salazar, como ante un notario miope, porque Salazar así lo ha deseado. Nietzsche tiene razón, al menos a este nivel de psicología-ficción en que encontramos a Salazar ahora: No hay hechos en sí. Es necesario comenzar siempre por introducir un sentido para que pueda haber un hecho. Y el sentido que Salazar ha introducido en su relación con Ramón Durán es, curiosamente, lo menos propio de Durán: la doblez. Ramón Durán es un chico de una pieza, sus secretos, tanto en lo referente a Allende como a Juanjo, son sólo reservas circunstanciales por un miedo -muy básico y muy poco racionalizado- a la reacción inquisitiva, y quizá lesiva, de Salazar: nada hay que Durán no esté dispuesto a contar en principio acerca de sí mismo: de hecho el temor a hablar con Salazar de Juanjo y Allende perturba a Ramón Durán: le está volviendo retraído y un poco hosco, cosa que él no es por naturaleza. Es, sin embargo, esta hosquedad periférica lo que Salazar percibe como ocultación profunda y deliberada de algo que por su naturaleza es oscuro y dañino para Salazar: una vez tomada esta decisión acerca del sentido de la hosquedad y retraimiento superficiales de Durán, todo encajará a la perfección. De momento Salazar no ha descubierto lo de Juanjo, pero sí ha notado -una vez más a consecuencia de la tensión que provoca el tímido encubrimiento al que Durán somete su propia vida- que Durán se ofrece con menos gusto a las caricias y juegos de última hora de la tarde que preceden al irse los dos a la cama. Conviene indicar que la sexualidad de esta pareja ha ido, a lo largo de estos meses de convivencia, volviéndose cada vez más de vainilla: es vanilla sex: son caricias, son besos, que evitan la penetración anal, de la que Salazar detesta ser objeto pasivo y en la que no podría ser sujeto activo por sus dificultades de erección. La vainilla amorosa permite a Salazar comportarse como espectador: le gusta ver correrse al chico y le gusta acariciarle mientras se corre, y le gusta a Salazar correrse después, preferiblemente a solas, ni siquiera le gusta que Durán le masturbe. En realidad Salazar está padeciendo estos meses molestias eróticas de las que en los últimos años se había liberado. Y la presencia tan vivaz y sensual de Durán le ha vuelto a traer a la cabeza, pero no a sus órganos genitales ni a su deseo de placer, la memoria del placer: el placer se ha vuelto para Salazar un abstracto emocional, un esquematismo placentero, psíquico, como una metáfora posperceptiva de la percepción física actual. Pero sucede que, como consecuencia del encuentro con Juanjo, Durán está ahora menos dispuesto a entregarse a esta sexualidad de vainilla: ahora Durán ve a Juanjo casi todos los días. Y Juanjo le obliga -ésta es la expresión adecuada-, obliga a un anhelante Durán poseído por el deseo de agradar y sintiendo gran ansiedad por el deseo de agradar -aunque en realidad ya Juanjo no le agrada-, le fuerza a acompañarle y a realizar prácticas antiguas de los dos, mamadas, masturbaciones mutuas que resultan agradables, pero al final insuficientes: casi siempre rememoraciones de una ternura desaparecida. ¿Qué está pasando entre estos dos? Juanjo no se lava mucho, huele a sudor, ha engordado un poco, es todavía un chico físicamente poderoso que, si fuera a pasar la velada al Cooper, tendría todavía un mosconeo de tíos a su alrededor: en las saunas, en los baños turcos, en los cuartos oscuros, en todos los lugares donde Juanjo es visto pero no habla, es aún el chico deseable que era en Málaga. Pero en el cuarto del piso que comparte con otros dos compañeros del curso de entrenadores, ahí sí que hablan: el hablar somnoliento, cada vez más lo empapa todo como una sustancia pegajosa, arenosa. En ese hablar Juanjo se tiende como sobre una cama deshecha o mal hecha, que simplemente se cubre un poco con la colcha por la mañana y que acaba teniendo el olor y la forma del cuerpo de quien en ella yace. El habla que habla Juanjo es como una blanda cama, es como un colchón blando sobre cuya forma dejada de un día para otro se tiende monótonamente. Son vueltas y vueltas en las cuales Ramón Durán va, poco a poco, cambiando de sentido y casi de género: Ramón es cada vez más Sonia, la mujer-hermana, la mujer-madre, la prohibitiva, la aguafiestas: Sonia, sin llegar a saberlo, creció al desaparecer Durán. Ésta es una ironía de la situación que Durán desconoce y de la cual el propio Juanjo sólo es consciente a medias: el crecimiento de Sonia fue también la reducción de Juanjo a un vulgar entrenador de futbito y de regional que ya no logra inspirar a su equipo, que comienza a perder partidos, nadie se lo explica, los entrenamientos flojean, los chicos protestan… Todo ello no puede ser incluido con precisión en una cadena de causas y efectos: será que los chicos se han cansado de Juanjo, o Juanjo de su empleo, o Sonia de Juanjo, o Juanjo de la vida matrimonial, o será que la vida matrimonial entre estos dos no da para más. Es imposible decidirlo de una vez por todas. Y quizá no haga falta. Sólo es cada día más evidente para un observador imparcial -caso de haberlo- que Durán va volviéndose, cada día que pasa, más Sonia. Juanjo casi no desea físicamente a Durán en particular. Aunque practican el erotismo acostumbrado, cada vez es más una práctica rutinaria y menos expresión de ternura o de deseos. El apego, sin embargo, que Juanjo siente por Durán es cada vez más definitivo: casi no puede pasar un día entero sin él, sin al menos llamarle por teléfono. Y, a su vez, Durán siente compasión. La compasión se le ha venido encima como un fardo: cuanto menos desea a Juanjo, cuanto más le enerva, más compasión siente y más sentimiento de culpabilidad envenenada.
Los efectos de todo lo anterior son visibles en la relación entre Salazar y Durán. Salazar cree que Durán se ve con Allende a sus espaldas. No puede saberlo a ciencia cierta preguntándoselo a Durán, porque su contraído sistema de observación le impide proceder abiertamente. Pero, a su vez, Durán, que no ha vuelto a ver a Allende desde la mañana del Templo de Debod, regresa a casa entre semana con dos horas, tres horas como máximo, añadidas a su esquema de entradas y salidas de los días previos al encuentro con Juanjo. Pero Durán no desea -cada vez lo desea menos- contar a Salazar que se está viendo con su antiguo amor. Se siente culpable. Y, por lo tanto, se siente obligado a inventar anécdotas verosímiles, actividades verosímiles que rellenen ese espacio vespertino que antes solía pasar en casa los días que no trabajaba en los bares. Le da mucho juego la FNAC. Así cuenta Durán que se le ha ido sin darse cuenta el tiempo en las salas de lectura de la FNAC o escuchando discos. Salazar no le cree, pero finge que le cree. En una ocasión, Salazar le ha preguntado: «Y Allende ¿qué? ¿Le ves a veces?» Y Durán ha respondido: «¿Allende? ¿Qué va? No le he vuelto a ver desde el día que vino.» Esta es una mentira, tonta además, que Salazar registra como una prueba del ocultamiento y la traición en marcha. Salazar odia ahora a Paco Allende: Salazar no odia a Paco Allende: Salazar siente celos: pero no puede sentir celos, porque se dice a sí mismo: Los celos son una imbecilidad, presuponen una cierta clase de interés por quien es objeto de los celos, y yo no lo siento por Durán. Pero sí está interesado en Durán. Luego: siente celos. Pero sentir celos es una imbecilidad y Salazar no es un imbécil. Luego: no siente celos. Lo más claro que Salazar siente con Durán es aborrecimiento. Pero un aborrecimiento envenenado de tal suerte, que a su vez es apego. De pronto, Salazar descubre, horrorizado, que detesta a Ramón Durán y que a la vez no puede vivir sin él.
¿Qué es lo que Salazar detesta? Lo cierto es que Ramón Durán, una vez superado aquel primer tramo de la relación en el cual él pretendió ser un personaje interesante, ha resultado ser un buen chico, afectuoso y quizá no muy despierto. Si Salazar fuese sencillo de corazón -o si la sencillez de corazón fuese un ideal que, de algún modo, directa o indirectamente, Salazar se hubiese propuesto alguna vez en su vida-, le habría sido posible disfrutar de la compañía y del placer corporal, genital y generalizado, que la mera presencia física de Durán de inmediato invoca: Durán es un chico macizo, un chico cachas, un vulgar chico guapo, moreno, con un cierto dejo gracioso malagueño, que admira la obvia prestancia intelectual de Salazar, sus paredes tapizadas de libros, sus cuadros incomprensibles de Gordillo, sus dibujos y litografías de Barceló, su selecto mobiliario de gusto inglés. Le gusta cómo se viste Salazar, su delgadez, su pelo gris, su rostro regular, un poco cansado, un poco arrugado… No debería haber nada, nada en absoluto, capaz de impedir que esta pareja alcance un razonable grado de bienestar, de compenetración, de buena vida. Y, sin embargo, no parecen ser ni siquiera moderadamente felices: nada indica que, no obstante el tiempo que llevan juntos, hayan empezado a acoplarse, a enroscarse dulcemente en sus mutuos hábitos: no se hacen mutua compañía. ¿Y por qué, entonces, no lo dejan?
La vida de la mayoría de nosotros suele transcurrir, hasta bien entrada la madurez, sin necesidad de sumarios. En la mayoría de los casos, hombres y mujeres alcanzamos los cuarenta o los cincuenta sin vernos obligados a hacer un resumen de nosotros mismos: ni la vida que llevamos, ni nuestras parejas, ni nuestros amigos nos exigen ese rápido compendioso resumen de nuestra vida y de nuestro modo de ser, del cual el célebre curriculum vitae no es más que una muestra profesional. Y, sin embargo, Ramón Durán tiene ante sí (o mejor aún: tiene encima, de tal suerte que no alcanza a verlo claramente, pero confusamente le consta) uno de esos grandes resúmenes de la propia vida: se halla atrapado entre dos apegos que parecen dos amores: Salazar, que le necesita y le detesta, y en quien se incuban ya los violentos celos de un sentido de la propiedad injustificable, y Juanjo, que no detesta a Ramón Durán pero que tampoco le ama, y sin embargo le necesita desesperadamente ahora para explicitar su vida, para ser oído, para ser comprendido y arropado, para tener -lejos de Sonia- un equivalente masculino de la Sonia que ha dejado en Málaga.
Pero sucede que Ramón Durán -que ya no está enamorado de Juanjo- ha adquirido, muy rápidamente, un sentimiento de responsabilidad por Juanjo -que llamamos compasión en recuerdo de Scobie, el personaje de Graham Greene, que was bound by the pathos of her unattractiveness (en ese caso la falta de encanto de su esposa Louise)-. Expuesto así, sumariamente, sólo tenemos el esquema de un no muy poderoso ensayo sobre la compasión y el amor. La exposición novelesca no resume sino que amplía y detalla esta experiencia amorosa en una relación fundamental. Pero es que Ramón Durán procede emotivamente ahora, arrastrado por la superposición de dos imágenes de Juanjo Garnacho: en una imagen Juanjo es aún el entrenador, admirado primero y adorado después, que Ramón Durán había acariciado y besado y con quien se había entregado a la dulce sodomía. En esta primera imagen de Juanjo, además del deleite corporal, hay el entusiasmo deportivo: el gozoso contagio que Juanjo logró despertar por un tiempo en el aún adolescente Durán, aquel sentirse llamado a ser un gran deportista de élite. En este contexto la sodomía y las mamadas formaban parte del ritual secreto, de la iniciación de un brillante joven nuevo, de un atleta maravilloso, y no eran por lo tanto sólo actos placenteros para ambos sino también parte de una paideia admirable -cosa que Juanjo solía subrayar, porque Juanjo le parecía a Durán entonces un hombre cultísimo que conocía toda la pedagogía deportiva de la Grecia clásica que Juanjo enseñó a Durán a denominar la paideia-. Aún ahora, cuando Juanjo, los días en que están solos en el piso compartido, le da por el culo, Ramón Durán siente el derretimiento mantecoso, la flojera de sus glúteos y sus piernas como un enternecimiento carnal -parte de la paideia olímpica-. De esa pasividad, tan deliciosa cuando amaba y creía ser amado, extrae ahora una resignación fuerte, una decisión poderosa que es compasión pura, como si dijera: Deseo que este reblandecimiento mío, esta penetración recto adentro de la verga de mi antiguo amor, se transfigure en recta intención para poder ser justo con Juanjo. Esta es la segunda imagen de Juanjo: el Juanjo agobiado, resentido, sudado, embutido en el perpetuo chándal baboso, que incesantemente habla de sí mismo y de sus dificultades para vivir y sobrevivir en Madrid. Esta es la segunda imagen, superpuesta a la primera. El problema es que Juanjo se le corre dentro precipitadamente: en vez de un acto amoroso hay un acto mecánico. Ramón Durán es incapaz de analizar la diferencia entre ambas cosas, pero las siente vivamente. No le queda, pues, resquicio alguno para el hedonismo, el simple y fecundo placer carnal: está demasiado invadido por su preocupación, por su deseo de cuidar a Juanjo. Tiene que salvar a Juanjo. Teme que Juanjo pierda pie en su nueva vida. Se siente llamado a salvar a Juanjo Garnacho. Ramón Durán, por supuesto, es sólo imperfectamente consciente de que esta superposición de imágenes (una primera, enternecedora y entusiástica, olímpica, y otra segunda, enternecedora también, pero no entusiástica, sino desanimante, y no olímpica sino trivial, cotidiana, rastacueros) funciona como dos círculos concéntricos que se cierran a cada movimiento que hace Durán. Este cerramiento sincronizado de las dos imágenes de Juanjo Garnacho en la conciencia de Durán es, por supuesto, lentísimo. La lentitud sin embargo no impide a Ramón Durán percibir de continuo estos días un sentimiento de opresión (que a su vez percibe Salazar como traición y desvergüenza del chico) que le quita alegría y entristece sus entrenamientos matutinos por la Ciudad Universitaria.