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Ramón Durán amaba el Ritz. Esto fue lo único que Salazar -tan poco imaginativo- imaginó perfectamente: que amaba Ramón Durán sentarse allí, sentirse allí. «¡Esto ya no es lo que era!», comentaba Salazar tomando sorbos de su té: un té completo con sándwiches pequeños y pastitas en una bandeja de tres pisos. Y Ramón Durán pensaba: Esto, claro, es lo que él tiene que decir: porque ha conocido otro Ritz de otro tiempo, más elegante y refinado. Yo soy al fin y al cabo un simple camarero, podría haber sido camarero aquí. Estar allí no era igual a nada, ni parecido a nada. Era suficiente estar allí, sentado en el jardín las primaveras, o en el bar de la rotonda, con el piano o el citarista los otoños, los inviernos. Los camareros, que se parecen a mí, piensa Ramón Durán, iban y venían. Y Javier Salazar ahí sentado estaba junto a Durán: ahí, en el Ritz, verdaderamente amaba Ramón Durán a Salazar, con un amor humilde y extensible que recubría el ingenuo corazón de Durán como una tienda de campaña.

Esto del Ritz era un entretenimiento que, desde un principio, ofreció Salazar una vez al menos por semana. E incluso era un entretenimiento de mediodía, los cócteles de la una que precedían, tal vez, al almuerzo. El propio Salazar se encontraba cómodo allí. En sus tiempos de editor, la editorial había celebrado allí muchos cócteles. Salazar era, pues, una persona conocida: le trataban de don Javier los camareros. Y Durán estaba contento sólo con acurrucarse casi junto a aquel hombre mayor, aún joven de aspecto, de maneras tan elegantes, de palabras tan suaves y moduladas. Salazar vio desde un principio que esto entusiasmaba al chico, que le permitía introducirse en una ensoñación de vida distinguida, adinerada. Durán decía siempre: «Cuando mi madre venga tenemos que convidarla aquí, le encantará.» Tenía que ver el Ritz con la profesión de jefa de personal que su madre había desempeñado allá en el sur, en un mundo adinerado, aparentemente fácil, con existencias llevaderas, con sentimientos -pensaba Durán- que ni ascendían mucho ni descendían mucho, que eran sonrientes, tibios, que podían durar sin pena ni gloria toda una vida. Encontraba esto Durán representado también en las cadenas de televisión de todo aquel año, con la jetset de su edad, con las Eugenias y los Colates y los toreros cuyas imágenes, cuyas ropas, cuyos aires eran accesibles, aunque no sus vidas, fuera o antes o después de las instantáneas, las imágenes. Mientras estaba en el Ritz, Durán pensaba que aquélla era la mejor vida posible, y apenas se daba cuenta de que el Ritz era una idea del Ritz que había tomado prestada de Salazar, quien, a su vez, aun siendo una persona conocida, no era, sin embargo, un auténtico personaje sino sólo una ensoñación para sí mismo: la ensoñación de un hombre maduro que ha ligado con un chico guapo con quien toma copas en el bar del Ritz. Es posible que una cierta inocencia sea compatible con las ensoñaciones desinformadas de Durán y con la ensoñación tramposa de Javier Salazar: una inocencia que podría redimirles a los dos si el mundo se clausurara esa misma tarde. Esos días tenía Durán la sensación de que su relación con Salazar prosperaba e iba camino de convertirse en algo importante, que sólo se retrasaba un poco como todas las cosas importantes y definitivas de la vida se retrasan. El Ritz era un claro tema de conversación telefónica con su madre, una fuente legítima, en opinión de Durán, de las medias verdades que su madre necesitaba oír casi diariamente. Una de las razones por las que se le hacía difícil sentir por Juanjo algo distinto de aquella compasión asfixiante, era que le resultaba difícil imaginar a alguien como Juanjo, con su chándal, en el Ritz (y eso que, a simple vista, la mala y desaseada pinta de los clientes del Ritz a media tarde hoy en día a duras penas justifica el entusiasmo desinformado de Durán). El Ritz, en suma, producía un efecto adormecedor en Durán, y hacía que se relajase y bajase la guardia, y en especial aquella rara guardia que mantenía en pie Durán desde que se había visto en secreto con Allende y, sobre todo, desde que se veía en secreto casi a diario con Juanjo Garnacho. Así que fue en el Ritz, una tarde de domingo tras el segundo gin fizz, cuando Durán lo soltó todo. Deseaba ser divertido en aquel momento, fascinante, estar a la altura de aquel estilo liberal, festivo, de bohemia artística años veinte, que para él -por sugerencia de Salazar- evocaban aquellos comedores y aquellas salas, con dos o tres camareros pendientes siempre de ellos. Deseó de pronto ser ese personaje joven, ese chico fascinante que, según le contó Javier Salazar, acompañaba siempre a Jean Cocteau en sus viajes. Todos eran iguales -contaba Salazar-: todos eran uno y el mismo por muchos que hubiese: Cocteau los dibujó en su Libro blanco: caras aniñadas de expresión inocente, con enormes penes erectos. En esta ensoñación del gin fizz, que convertía a Salazar en un hombre elegante, inofensivo (agreste y bondadoso a la vez), enamorado de Durán (así aparecía en la ensoñación: en la ensoñación Durán y Salazar se amaban tiernamente y se besaban en público en sitios como el bar del Ritz), Durán con frecuencia hacía confidencias: se sintió avergonzado de no haber sido sincero con Salazar, de no haberle contado antes lo que ahora iba a contarle. De pronto su temor desapareció, sus miedos se disiparon: Salazar es inofensivo y él me ama y yo le amo.

– ¿Sabes que tengo aquí un amigo, aquí en Madrid?

– ¿Ah, sí? ¿Y qué amigo es ése?

Salazar observa de reojo a su compañero y observa el rubor, la emoción amorosa que le envuelve, la ensoñación que le vuelve ingenuo.

– Es una persona que tuvo mucha importancia para mí en Málaga: lo más importante que me pasó.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo no me has hablado de este amigo nunca?

– Porque no me atrevía, pensé que igual no te gustaba, que ibas a pensar cualquier cosa de mí, no sé qué.

– Ah, pero tú y yo, mi amor, no tenemos secretos. ¿Tenemos secretos tú y yo?

– No. No tenemos.

– Pero sí que teníamos éste, éste sí.

– No llega a ser un secreto ni siquiera -murmura Durán endulzado y como dormido.

– Sí que lo es. Un poco sí. Cuéntamelo.

– Pero ¿no vas a pensar mal?

– ¿Yo? ¡Qué va! Yo nunca pienso mal, yo siempre pienso bien, mi vida. ¿No te has fijado que nunca me equivoco? No me equivoco porque pienso bien, siempre pienso lo justo. Mi conciencia se ajusta a los objetos que pienso, como un cepo. ¿No te habías fijado en eso?

Durán declara que no se había fijado. Tiene ganas de pedir disculpas, tiene ganas de sincerarse, de abrir el corazón. Ahora lamenta haber sido tan reservón con el único amigo que le ha querido en Madrid. Salazar le observa de reojo y encarga otros dos gin fizz. Incluso murmura:

– Tú sabes que yo no siento la más mínima curiosidad por nada. Lo más que siento es interés personal por ti. Pero no curiosidad. En el tiempo que llevamos juntos has podido comprobarlo tú mismo. ¿A que sí?

– Sí -responde Durán. -Entonces háblame de este amigo nuevo.

– Era mi entrenador de futbito en Málaga.

Durán no tiene freno ya. Ahora el deseo de narrar su historia se une a la energía vibratoria del tercer gin fizz. El afecto le llena el corazón, le hace amar a Javier Salazar, contarlo todo.

Dentro de unos meses Durán se preguntará cómo pudo confiar tanto en Salazar aquella tarde. Confusamente, Durán ha creído percibir en estas invitaciones de Salazar al Ritz un impulso amoroso disimulado, guasón, pero auténtico. Por eso -y no sólo por el gin fizz o fascinado por el Ritz-, Ramón Durán se ha sentido impulsado a la confidencia. Esta situación, estas invitaciones, hacen sentir a Ramón Durán que Salazar no se avergüenza de él, que le hace partícipe de su importancia, que está contento con su compañía aunque no exprese gran cosa y que se merece la confidencia que ahora está haciéndole. Lo notable es el veloz tránsito en la conciencia de Durán de la desconfianza a la repentina confianza. Y esta repentina confianza tiene una estructura narrativa: no es sólo un sentimiento amplificante, una cálida atención a su compañero: es más que eso: es una positiva necesidad de ser amado por su compañero, de ser escuchado e interpretado y ajustado verbalmente por Javier Salazar. Hay en esto mucho de nostalgia, pero una nostalgia que no es el deseo de regresar a una situación previamente disfrutada: nunca, ni siquiera con Juanjo, ni siquiera con su madre, disfrutó Durán de una situación de apertura tal que, conocerse y ser conocido, amar y ser amado, proteger y ser protegido, leído e interpretado sin daño alguno, se cumpliese en la realidad. La nostalgia de Durán es una nostalgia absoluta: un mundo de camaradería y comprensión. De pronto, en la figura elegante de Salazar, descubre Durán al camarada imaginario, al Juanjo de todos los Juanjos -por absurda que suene la frase-, al ser de todos los seres, al alma de todas las almas. Y sin darse cuenta confunde deseo y realidad. No sabe que para el propio Cernuda no hubo nunca, en última instancia, realidad paradisíaca alguna, sólo hubo ensoñación: Bien sé yo que esta imagen /fija siempre en la mente / no eres tú sino sombra / del amor que en mí existe. Al fin y al cabo -reflexiona Durán esa tarde en el Ritz-, ¿quién acompaña a Salazar? ¿Con quién quiere Salazar estar? ¿A quién trae al Ritz? A mí. No hay ninguna otra persona. Luego me quiere a mí, aunque no lo parezca a veces. Luego es digno de esta confidencia. Y aunque a veces, con lo de Allende, con lo de Juanjo al principio, ha temido Durán que Salazar quisiese maliciosamente intervenir en la relación, ahora, de pronto, eso está olvidado: una gran emoción, cálida y redonda, como el atardecer de un día soleado, ha sustituido a la desconfianza: ahora Durán está persuadido de que Salazar le quiere, sólo que, por haber sufrido mucho en la vida, no está en condiciones de expresar a Salazar todo su afecto: por eso es seco y aparentemente reservado. Está a la defensiva porque tiene miedo de que le hieran, piensa Durán. Por eso, de golpe, le cuenta todo lo de Juanjo.

Salazar ha permanecido inmóvil durante todo el relato. Es de noche en el jardín y en las terrazas del Ritz. Salazar sugiere regresar a casa. Durán siente un ligero mareo esplendoroso, una fiebre gozosa, una intensa sensación de agilidad, de ligereza, de fraternidad. El portero del Ritz detiene un taxi para ellos dos. Salazar acaricia con su pierna izquierda la pierna derecha de Durán. No se atreve Durán a preguntarle qué le ha parecido su relato. Todo lo que Salazar ha comentado al final de ese relato ha sido: «¿Entonces dices que este chico, este Juanjo, está ahora en Madrid? ¿No es eso?» Al responder Durán afirmativamente, Salazar ha permanecido un buen rato en silencio y luego ha dicho: «¿No crees que deberíamos convidarle un día a almorzar? Una pasión tan como esa que tú cuentas se merece al menos un almuerzo en condiciones, ¿no crees? Me encantaría conocer a Juanjo.» «¿De verdad?», ha musitado Durán. «Claro que sí.»

Esto ha sido todo. Durán esa noche apenas ha dormido, ha acabado tumbado en el sofá del salón no sabiendo qué pensar o qué decir, viendo Crónicas marcianas. A la mañana siguiente, Salazar no ha hecho la menor referencia a Juanjo. Juanjo y Durán se encuentran por la tarde. Juanjo se niega a ver a Salazar. Monta un gran escándalo. Reprocha a Durán que haya revelado su secreto. Primero se endurece, luego llora, luego quiere que Durán se la chupe, luego quiere y no quiere ser masturbado. Así les dan las nueve de la noche. A esa hora Durán está agotado. Esta sensación de agotamiento cada día es más pronunciada. Repentinamente, poco antes de despedirse, Juanjo declara que le encantará conocer a Salazar. Durán está agotado. Y como consecuencia de ese agotamiento asiente pero no se compromete con ninguna fecha precisa. Sabe, además, que Salazar tiene un carácter cambiante y que puede cambiar de un día para otro con violencia una invitación si no se encuentra en el estado de ánimo adecuado. Ramón Durán ha ido observando estas cosas en silencio. El carácter reservado de Salazar le confunde mucho, pero a la vez le intriga. Forma parte de su interés por el personaje. La invitación de Juanjo queda en suspenso, todo con Salazar queda en suspenso. ¿Es esto parte de su encanto?, se pregunta Ramón Durán. Sin duda es parte de su encanto: lo reservado y lo suspendido y lo diabólico-kierkegaardiano, ¿no se entrecruzan entre sí estos tres conceptos maravillosamente? Durán no sabe contestar a esta última pregunta.

El domingo que siguió a la Boda Real, y sobre todo el lunes, llovió tantísimo que Salazar se quedó en casa sentado todo el día en la butaca, con la puerta-ventana de la terraza abierta, viendo caer la lluvia sobre las macetas y rebotar en la mesa de metacrilato. Sobre la visera de fibra de vidrio verde rebotaba el agua apasionadamente. Durán y Salazar no han vuelto a mencionar, ninguno de los dos, nada referente a la conversación del Ritz. Esto inquieta a Durán. Tanto como le ha inquietado en otras ocasiones esa misma actitud reservada y pensativa de Salazar. La reserva cohíbe a Durán y le conduce a pensar una y otra vez acerca de lo sucedido en el Ritz: le hubiera gustado poder hablar todo llanamente con Salazar. Pero Salazar parece haber olvidado a Juanjo y al propio Durán: es un estado de ánimo que Durán asocia con la lluvia. La lluvia es poética también para Durán, la lluvia es maravillosa: interviene en su vida, modifica sus rutas de corredor. Las mañanas que ha llovido se respira intensamente el aire del mundo, el dios-mundo entra con la fresca humedad en los pulmones y los llena de alegría verdeante como las cunetas de la primavera. Así que estos días de lluvia oscila Durán entre dos estados de ánimo: uno pensativo, casi murriático, en paralelo con Salazar, y otro respiratorio y exaltado, a imitación de la exaltación primaveral de la lluvia. Pero esto no entra a formar parte de su vida cotidiana en el sentido de que no acierta Durán a comunicárselo a Salazar ni a Juanjo. Ahora Juanjo le pregunta todos los días por Salazar y Durán no sabe qué contarle. Así que miente y le dice que Salazar está de viaje. Teme Durán que aquel sorprendente olvido de Salazar acabe deprimiendo a Juanjo más aún de lo que ya estaba. Parece que casi cualquier cosa puede deprimirle. Durán siente cansancio intenso con Juanjo ahora, de aquí que imagine una y otra vez con alivio el encuentro de Salazar y Juanjo. A estas alturas sus temores a la intervención maliciosa de Salazar se han disipado y ha llegado a convencerse de que sólo bienes vendrán de ese encuentro. Imagina -contra su sentido de la realidad y el mal efecto que Juanjo le produce ahora- que, una vez que Juanjo se vea aceptado por una persona como Salazar, volverá a ser el Juanjo de Málaga. En realidad Durán desea el bien de Juanjo casi a cualquier precio, e imagina una situación beneficiosa para su antiguo amigo, sin entrar en detalles, con un fondo de desesperación que él mismo no entiende bien del todo.