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– Es impresionante cómo pasa el tiempo -declara Chipri. Es la conversación telefónica de todas las noches. La voz de Chipri suena entre agobiada y pendenciera. Durán, como de costumbre, atiende a medias. Está acostumbrado a seguir el hilo de la voz de su madre por teléfono y sólo registra las variaciones que durante años apenas se producían.

Y que ahora, sin embargo, tiemblan entre pausa y pausa.

– Tampoco es eso, mamá. Total no hace poquísimo que me fui y todas las noches nos llamamos.

– A tu edad no pasa el tiempo. A la mía sí.

– Hay que poner, mamá, también un poco de tu parte. No sólo ver lo negativo.

– Eso se dice fácil a tu edad. A mi edad es cuando no. Y lo negativo, lo negativo es lo que hay, a las pruebas me remito. Entran por los aeropuertos.

– ¿Quiénes entran, mamá?

– Gente rarísima por los aeropuertos entran. Vienen de todas partes a quedarse aquí en España. Mira las mafias chinas y la guerra del zapato. Arruinándoles en Elche lo poco que trajeron de Alemania para montar la fábrica pequeña, lo mismo en Onteniente y en Elche y en Almería. El zapato lo hacen con sintético, los chinos. ¿Y en Xeraco qué? Allí había también casos de mafias rusas, o lituanas, los ajustes de cuentas, como en Madrid persecuciones de potentes todoterrenos de albanokosovares.

Durán piensa: Mamá ha estado siempre «pa'llá» un poco. Que no estuviese mamá bien de la cabeza casi me alegraba y confortaba de chico: era lo elegante. No estar del todo bien de la cabeza era estupendo. Pero ahora hay algo que a Durán perturba y no sabe bien decir qué es. Quizá le perturba sobre todo la prosodia de Chipri: habla por teléfono más deprisa que antes, más deprisa que nunca: como si tuviese prisa por comunicar un comunicado que nada comunica. ¿Qué querrá comunicarme? Daría por saberlo media vida, rumia Durán al colgar el teléfono esa noche. Si tuviera sentido la frase dar la vida por alguien (Salazar piensa que esa frase no tiene sentido, y Durán lo piensa porque Salazar lo piensa) Durán daría la vida por ella. Durán admira todo de ella, lo conocido y lo desconocido, lo bueno y hasta lo poco que haya de malo: su madre indiscutible y clara en medio de toda la turbiedad del mundo. ¿Pero qué le está pasando, Dios? ¿Qué le pasa que suena tan accidentada y peligrosamente en peligro? Esa noche, nada más colgar el teléfono, Durán vuelve a marcar el número de su madre y -para gran desconcierto e inquietud- descubre que está comunicando. ¿Con quién puede estar ella hablando justo después de hablar con su hijo? ¿Con quién puede mamá estar hablando?

Era ésta una pregunta angustiosa para Ramón Durán porque sólo podía hacérsela a sí mismo. Se sentía de pronto intensamente aislado sólo por no poder preguntar -ni siquiera retóricamente- a ninguno de los dos hombres con quienes se relacionaba, con quién estaba su madre hablando, qué le estaba pasando. Se daba cuenta oscuramente Durán de que ésta era la hora de Allende, el momento de buscar una amistad acogedora y no simplemente estimulante o brillante. Pero Allende quedaba tan lejos estos días de finales de noviembre como el propio éter resplandeciente del cielo, frío y azul, con su memoria del Guadarrama, blanco y firme, dibujado a lo lejos. Allende no podía ser introducido -directamente al menos- por Durán en su presente situación, porque Allende no tenía ningún papel ahí. «Ni pincha ni corta», musitaba Durán empleando una expresión anticuada que había oído usar a su madre. Para que Allende pudiera ejercitar la función balsámica que Durán le atribuía, hubiera tenido que darle pormenorizada cuenta de todo, y en aquel momento no había realmente, para Ramón Durán, una totalidad coherente capaz de resumir su vida en Madrid: de alguna manera la sensación de totalidad postulada se contrapesaba por una intensa sensación negativa de totalidad imposible o de totalidad fragmentada o -lo cual quizá constituye una noción más angustiosa aún- de totalidad posible en el pensamiento, imposibilitada por la realidad efectiva de los personajes envueltos en ella: Salazar, Juanjo y Durán. Nada podía serle referido a Allende -en opinión de Durán- que fuese parte de la totalidad (no obstante ser parte realísima de la totalidad) sin mencionar a la vez toda la totalidad, que no podía ser mencionada. Pero ¿por qué no? Porque la vida de Durán en Madrid no era, en aquel momento, tras haberse conocido Juanjo y Salazar, ya una vida comprehendida, desplegada, directamente narrable, cronológicamente verosímil, accesible al buen sentido común, un poco ingenuo y no muy refinado, del buen muchacho que Ramón Durán aún seguía siendo: curiosamente, el sentido de la realidad, bien certero por cierto, que Durán tenía, incluía ahora un componente de desasosiego, un íntimo azogue, una impura conciencia de lo inesperado, lo grotesco, lo doloroso, lo accidental que podía brincar sobre Durán, tanto de dentro a fuera como de fuera a dentro, en un abrir y cerrar de ojos. Lo accidental había accedido a la vida de Durán al tramarse, entre Salazar y Juanjo Garnacho, una nueva relación, cada vez más intensa, ante la cual Ramón Durán no creía sentirse celoso: sólo perplejo, crecientemente perplejo, como un crío ante una relación amorosa entre crueles adultos. Y todas estas reflexiones -que no llegaban a ser reflexiones, que eran más bien conatos, irisaciones rumiativas del alma de Durán- que hubieran podido mandarse en un arrebato al carajo, y acabar en una llamada telefónica urgente a Paco Allende, transformada, por la simplificante virtud de la acción, en un relato consolador, no podían ser aventadas y desechadas, ni siquiera en un arrebato, porque Ramón Durán recordaba vivamente que, en su encuentro con Allende en el Templo de Debod y en su segundo encuentro en la Gran Vía, Allende había rehusado interferir entre Salazar y Ramón Durán. Y este rechazo a tomar parte había cobrado, a ojos de Durán, el aspecto intimidante de un imperativo: Durán presentía -equivocándose, pero eso en este momento da igual- que el carácter de Paco Allende era tal que una negativa a interferir entre dos amigos (incluso si estuviera noblemente motivada) constituía una barrera insalvable porque formaba parte de una admirable ética de la integridad. Durán, naturalmente, no hubiera podido formular nada de esto en estos términos, pero esto no impide que estas reflexiones frenasen su deseo de confesión.

Así las cosas, Durán era consciente de estar viviendo uno de los momentos más desazonantes e intransitables de su vida: y era a causa de su madre ante todo: no entender como de costumbre, con sólo oír a su madre por teléfono, qué le estaba ocurriendo y cómo se sentía. No era capaz, por teléfono, de hacerse idea de lo que estaba sucediendo allá abajo, en Marbella, pero sí era capaz de percibir la angustia de su madre en su prosodia acelerada. Esta angustia, a su vez, se empapaba de cerrazón al no poder Durán contarle a nadie de su entorno sus precisos pero difusos temores. Esto hacía de Ramón Durán un compañero insatisfactorio ahora. Ahora Salazar -cada vez más interesado por Juanjo, que excitaba su curiosidad y hasta cierto rebufo eréctil del pene, como un cosquilleo, con sólo contemplarle- percibía un aire cansino en Ramón Durán, un aire distraído y como cerril: con frecuencia ahora Salazar, al reunirse los tres, encontraba a Ramón torpe, deslucido, mal vestido, como si la preocupación, la distracción del chico, le afeara a ojos vistas, por comparación, sobre todo, con el excitado, hiperestimulado y bello Juanjo Garnacho, que resplandecía como una polla en pompa, no obstante no haberse producido aún desnudo alguno, ni voluntario ni involuntario: eso planeaba Salazar introducirlo sorpresivamente, después, incluso mucho después, para que la excitación, la sorpresa, el deleite, fuese realmente poderoso.