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¿Qué he hecho de mi vida? ¿Qué ha hecho Javier Salazar de su vida? Esta es una tarde brahmsiana. Esta no es una tarde madrileña de invierno, seca, fría, soleada. Ésta no es una tarde castellana. Es una tarde reducida, la rue est plus intime a cause de la brume. Y también las calles del barrio de Argüelles se han vuelto norteñas, íntimas y terribles, demoníacas y hermosas. Tardes de Glenmorangie, tardes del Dr. Jekyll. ¡Oh, pero qué bobadas! Boberías y bobadas. Nada ha sucedido en estos días -se dice a sí mismo Salazar- que no me haya sucedido previamente más o menos de la misma forma. No hay en todo esto ninguna novedad. Pero sí que la hay, musita, lejanísimo, dubitativo, tentativo, brahmsiano, un contradiós que se ha convertido en voz del clarinete del Clarinet Quintet in B minor, Op. 115. No hay ninguna prisa -se dice Salazar a sí mismo-, que la juventud se apresure, si así lo desea, los vulgares ejecutivos españoles que tanto me hacían reír, sonreír, en aquellos tiempos de director literario de aquella gran casa editorial. Iba yo en medio de ellos pero no era uno de ellos. ¡Oh, gran Eugene O'Neill! Ésta es mi hora de repesca. ¿Y si he fracasado? Javier Salazar toma otro sorbito de su Glenmorangie y se mira y se contempla en el admirablemente dorado espejo de su sala de estar, que refleja el fuego de su estufa de puertas de cristal refractario, que le refleja a él mismo en esta tarde gris, la grisalla de principios de diciembre. ¿No parece ahora mismo que he llegado al final y que he ganado la estúpida carrera de la vida? Soy una persona llena de significación, por eso los jóvenes se interesan por mí, aunque no son del todo jóvenes ninguno de los dos, con treinta años. Suena el teléfono y es Lucía Martín, una inteligencia fracasada en opinión de Salazar:
– Javier, Javier, Javier. ¿Cuándo vendrás a verme? Sé que nunca. Nunca suena igual que nuca, el hijo de una nuca y una monja. ¿A que no recuerdas quién hizo esa insensata asociación?
– ¡Rilke, por supuesto, Lucía, eres tan previsible. Ni una sola vez, Lucía, imprevisible!
Lucía Martín salva, de momento, el ambiguo y mórbido estado mental de Javier Salazar.
– Oigo detrás de ti -dice Lucía, que en el teléfono tiene presencia real, como el cuerpo de Cristo en la sagrada Eucaristía-, oigo detrás de ti un musiqueo bellísimo. ¿Qué es? Quiero saberlo.
– ¡Es Brahms, Lucía, es Brahms, quién si no! Mucho lamento que no seas capaz tú misma de reconocerlo y que tenga que serte palabra por palabra dicho como a una vulgar jovencita, una triste oca blanca. Ninguna mujer que no sea capaz de reconocer el Clarinet Quintet de Brahms, a simple vista, con sólo oír una nota, merece ser tenida en cuenta.
– ¡Pero, por Dios, Javier, yo soy la única mujer que tú has tenido en cuenta! ¿cómo a mí puedes esto decirme por teléfono? Algo te esta pasando, algo terrible, algo que no puede ser dicho por teléfono.
– Pues sí, es verdad, Lucía, sí. ¿Quieres que por teléfono te diga lo que a mí me está pasando? Sólo podría por teléfono decírtelo, y nunca vis-à-vis. Me estoy enamorando de un jodio pendejo, de polla larga y entendimiento corto.
– Por favor, Javier, polla es la única palabra de todo el Diccionario de la Real Academia entero que no puedo soportar. ¡Es tan machista!
– Me estás, Lucía, impidiendo, te estás interponiendo físicamente, auditivamente entre Brahms y yo, te detesto, te cuelgo, llámame mañana.
Salazar ha colgado el teléfono y se ha sentido muchísimo mejor. Ahora Javier Salazar se siente muchísimo mejor, porque ha humillado a Lucía Martín, que es una pobre tonta, una antigua enamorada babosa del recién ex seminarista, aquel que nació, quién sabe dónde, cuando se salió del seminario y se hizo hombre, como el Verbo divino.
El color de la tarde trae consigo el color de las tardes del pasado. Dicen que lo olvidamos casi todo, que reconstruimos los fragmentos después, que casualmente emergen al cabo de los años sin valor de verdad, modificados por el presente y los sentimientos del presente: Salazar, sin embargo, ha adquirido esta noción de the pastness of the past, esta cualidad del pasado, de la literatura, por ejemplo, leyendo a Philip Larkin. No es, pues, su propia noción. Salazar considera que su pasado se distribuye en escenas muy precisas, como dibujadas por un pintor flamenco, como ciudades o interiores pintados por Vermeer. Que esto sea de hecho así en el caso de Salazar, o que simplemente se trate de una ilusión reconfortante, que Salazar ha mantenido intacta hasta la fecha, da un poco lo mismo. Salazar cree que su pasado está ahí en el ingens aula memoriae, espacializado, aunque también irrealizado o desrrealizado, virtual -si se quiere usar esta expresión-, que puede ser traído una y otra vez al presente en su integridad de estampa o de foto fija, como un dato archivado en un ordenador personal. Aunque Salazar no tiene un ordenador personal en su casa, aprendió a utilizarlos hace tiempo, cuando aún iba regularmente a su oficina, y siempre admiró esa memoria del ordenador, que nunca falla, siempre idéntica a sí misma, que emerge con sólo pulsar las teclas apropiadas: basta teclear el nombre del documento, basta teclear -cree Salazar- los nombres propios de su vida: Ramonín, Paco, el seminario, la playa, el recreo, el aula de ciencias naturales donde se guardaban en grandes armarios de cristal los utensilios para los experimentos de física y química, el aula de geología con las polvorientas bandejas de minerales y de rocas y de fósiles. Basta teclear el nombre de aquellos jóvenes que fueron todos ellos, para que las escenas reaparezcan idénticas y exactas, de un pasado sin modificar por el yo y sus sentimientos, su mala voluntad… Cree Salazar que este pasado, supuestamente codificado sin añadido alguno, le permite conocerse a sí mismo. En esta tarde de niebla y leños de encina ardiendo en su estufa, sin encender ahora ya la luz eléctrica, sus bellas lámparas de latón y cristal y porcelana inglesa, con sus pantallas amarillentas, alumbrado sólo por la luz del atardecer en la terraza, el canela encendido, el naranja encendido, el verdeazul agreste de la noche sin pájaros y el incesante, persecutorio idiolecto de las llamas que queman manteniendo intacto e incandescente el gran leño de encina, el gran silencio candente del tiempo pasado.
En aquel entonces, el Javier Salazar que esta tarde de invierno contempla las llamaradas vivaces de su estufa, dejándose iluminar sólo por ellas, se hallaba muy oculto aún. El propio Salazar no cree que de entonces acá haya sufrido él mismo muchos cambios: se reconoce muy bien en su pasado, en sus inmovilizadas imágenes, en esa codificada sucesión de figuras y acontecimientos que él ha retenido cuidadosamente en su memoria como otros muchos (muchos intelectuales amigos suyos que ahora publican abultadas memorias) han guardado fotografías y hasta billetes de metro o entradas de fútbol que ahora aparecen en sus testimonios. Salazar ha guardado muy pocos documentos. Tiene lo que suele llamarse una memoria fotográfica, una memoria -le complace pensar- de disco duro.
Salazar, sin embargo, ha efectuado, a lo largo de los años, una cuidadosa selección de escenas: ha imaginado unas memorias que nunca ha llegado a escribir y que quizá por eso -al no haberse obligado a contrastarlas nunca con otras memorias de sus contemporáneos- han permanecido intactas y dan la sensación a su autor de ser verdaderas, siempre adecuadas y nunca falseadas o amañadas. Una de las razones por las cuales siempre ha mantenido a Paco Allende a distancia es porque teme -no sin razón- que Allende se atreva a presentar unas memorias no escritas que incluyan a Salazar y que difieran de las memorias del propio Salazar. Y aunque a Salazar le consta que Allende es uno de los personajes menos apegados a la rememoración o a la nostalgia, lo cierto es que teme a Allende más quizá de lo que se atreve a reconocer ante sí mismo. Por eso le trata con altivez, porque en el fondo teme dejar que se acerque demasiado.
Pero el pasado no es del todo preciso esta tarde. No se deja reproducir ordenadamente como las palabras o las imágenes de un ordenador, sino que se le agolpa a Salazar en la conciencia, a consecuencia quizá de estas inesperadas relaciones eróticas con los dos chicos y también por obra de ese punzante personaje o voz de la conciencia: el contradiós, que aparece, desaparece y reaparece casi en cualquier momento, colándose en las siestas o en los despertares abruptos entre dos sueños por la noche: un ens realisimum, porque acumula, en sí mismo, todo el poder de negación de lo imposible y de lo absurdo, de lo desfigurado, de lo contradictor, de aquello que siempre Salazar, hasta estos últimos tiempos, había logrado evitar casi sin dificultad. El contradiós se presenta ahora, emerge como un muñeco que salta desde una caja movilizado por un resorte invisible, en paralelo con el saltón deseo erótico que ahora siente por Juanjo, la repentina curiosidad e intranquilidad que ahora siente por Juanjo y de la cual -muy injustamente por cierto- culpa a Ramón Durán. Y, de la misma manera que el contradiós y el erotismo saltan y aparecen y desaparecen inesperadamente en su conciencia, su pasado entra en tromba, a diferencia de otras veces sale en tromba, como un tsunami en los vídeos de los aficionados de Sri Lanka, como sorbía el oleaje de las mareas de septiembre en Santander, en el Sardinero, la arena pedregosa. El pasado no se le presenta ya en imágenes recortadas que pueden clasificarse y reclasificarse fácilmente, sino como un continuo afectado de esas curiosas disonancias de las piezas de música dodecafónica: el concierto para violín de Schönberg que Salazar considera que comprende bien y que escucha con frecuencia.
Se siente desbordado por la historia de la homosexualidad en España estos diez últimos años. Javier Salazar, esta tarde de niebla madrileña, observando las sinuosas lenguas de fuego que emergen de los troncos de encina, con la elocuencia muda de los significantes sin significado, con una inquieta elocuencia musical, entrecortada, disonante, deja que recorra su conciencia el canal entero de su vida, pero ahora ya no recortado y ordenado con precisión cronológica y gráfica, sino desordenado, tumultuoso, entrecortado. Nunca deseó la gloria explosiva, la alta visibilidad de los primeros espadas literarios o políticos o mediáticos. Estuvo siempre en un segundo plano, un tercer o cuarto lugar. Tuvo un puesto excelente en dos grandes editoriales, una mediana pero muy de vanguardia y la otra realmente grande. Vivió entre el darse y no darse a conocer, y este proceso empezó nada más entrar en el seminario. Ahora le escandaliza la facilidad con que todos se dan a conocer: dan a conocer su homosexualidad en los medalleros de la actualidad mediática, pero Javier Salazar sigue prefiriendo el anonimato. Por lo menos prefiere pasar desapercibido: se ha dejado envolver en la historia de estos dos chicos, pero sobre todo se ha dejado envolver por Juanjo Garnacho, quien a su vez se ha dejado envolver por Javier Salazar, como si ambos se hubiesen descubierto mutuamente posibilidades fruitivas. Cuando Salazar piensa en estas cosas, como por ejemplo esta tarde, se siente ridículo. Se consuela pensando que su sexualidad desgenitalizada le ha ido convirtiendo poco a poco, o quizá de golpe, en un perverso polimorfo. Pero todo esto suena un poco rancio, suena al Marcuse de Eros y Civilización. Old hat, sin duda.
No se era, en el pueblo, maricón. Se hablaba, naturalmente, mucho de tener bien puestos los cojones o de no tener cojones, pero no se tenía de maricón una idea clara y distinta diferente de que lo mariquita era lo torero, lo folclórico, lo bailable, lo artístico. En una de las vacaciones de los quince años de Salazar, su padre -que era el médico y también medio terrateniente-, que tenía tierras, trajo el Caterpillar. Empezaba entonces a hablarse mucho de concentraciones parcelarias, y para los propietarios que tenían entre doscientas y quinientas hectáreas de tierra de labor, la idea de renovar a fondo sus tierras tenía un gran atractivo. Los seminaristas del pueblo, que no trabajaban, eran delicados por eso. Iban a las tierras a ver roturar y arar a los tractores-oruga. De pronto esta tarde madrileña huele a leña otra vez, huele a parbón y monte bajo, a secarral. En la terraza es ahora el invierno ceniciento del páramo. A las seis ya es noche cerrada, el sol es un rescoldo, las vacaciones de Navidad son tediosas. Las vacaciones del verano… ¿cómo eran? Javier Salazar se siente esta tarde, sin encender las luces, acalenturado. Se siente -¿esto qué significa?- inspirado: inspirado como quien se dispone a escribir algo porque acaba de recordar algo con particular alegría o intensidad o dolor, y se dispone a escribir -como antiguamente se escribían cartas- en arrebatos, o como el propio Salazar durante su juventud escribía diarios que guardaba bajo llave en su maleta en el dormitorio. Afiebrado. ¡Pero si no tiene fiebre! ¿Qué pasará por fin con los dos chicos? ¿Va a perderlos a los dos? Ahora le da lo mismo. Ahora prefiere estar solo, preferiría no haberlos conocido, preferiría sobre todo no haberse encontrado con Ramón Durán en el Parque del Oeste. No descubrirse es siempre preferible. Salazar no se considera homosexual: ninguno de los homosexuales que Salazar conoce se parecen a Salazar en nada. Todos los homosexuales que Salazar conoce se parecen entre sí. Salazar en cambio no se parece a ninguno: Iba en medio de ellos pero no era uno de ellos. ¿Cómo que no? Vuelve a contarme toda la historia de tu iniciación / La sabes de sobra / No. No la sé. Si te fijas bien, has referido hasta ahora los detalles racionalizables, las escenas que podías reducir a escenas objetivables, a fotos. Has contado sólo lo que podía detenerse y congelarse y embellecerse. Has referido siempre, únicamente, lo que no te delata. Pero yo soy más interior a ti que tú mismo, y aunque no es fácil ver en tu interior, la cualidad característica de tu interior es una reflexividad no especular: en tu interior hay una fragmentación no fractal. Si me permites, diría que es un microlugar donde impera la ley de la pura falta de semejanza. Ningún aspecto se parece a ningún otro aspecto, ninguna criatura a ninguna otra, y ninguna criatura se parece a Dios. Dado que el entendimiento madura por comparaciones y que es casi imposible hacerlas en tu interior -ni siquiera yo, que soy más profundo que tu propio interior, puedo-, con frecuencia me ocurre que sólo puedo reconocerte cuando entras en acción, pero no predecirte si no entras en acción. E incluso las consecuencias de tus acciones se vuelven impredecibles. Eres estupendamente divertido, admirablemente fascinante, Salazar, porque, no obstante lo bien que soy capaz de reconocerte, soy incapaz de conocerte y me resultas por eso impredecible: cuando -como esta tarde plomiza- te hundes en la bilis negra del aire deshilachado de la fétida nieve excremental en los charcos de los corrales vacíos, cuando te callas como la nieve, toda tu significación aterida, concentrada, irrepresentable, impredecible como esta tarde, entonces no te conozco. Aunque después, más adelante, quizá esta misma noche, cuando vuelvan los chicos, actúes y entonces pueda reconocerte. Te reconozco pero no te conozco. Ese es tu encanto, Salazar, al menos para mí…
Ser homosexual era, ¿qué? En aquel entonces, con quince años, Salazar nunca había pensado en su propio cuerpo o en el cuerpo de sus compañeros como objeto de deseo. No había visto ningún cuerpo desnudo, ni siquiera el suyo: todo el cuerpo era pudendo, incluidas las manos, incluido el rostro, que se fragmentaba en los espejitos de los cuartos de baño al lavarse los dientes o la cara. O ante el espejo del dormitorio de sus padres, oscurecido, con su pantalón y chaqueta negros de seminarista: resultaba una figura negra: chaqueta negra, jersey negro, camisa blanca, pantalones negros, zapatos negros. Esto era fascinante: su negra estampa, su singular estampa de adolescente. Todo lo cubierto se había descubierto un buen día en las tierras. Le gustaba pasear solo por los barbechos o los trigales recién segados. No necesariamente seguía el camino de los segadores o de los pastores. No disfrutaba demasiado con la compañía de nadie en la adolescencia. Se sentía superior. Era superior en el sentido de que su inteligencia, rápida y mimética, le había conducido a ser siempre el primero de la clase. El elogio había sido el gran gancho: los elogios de los profesores en el seminario. Se dejó arrastrar al copioso mundo de los seminarios de entonces porque necesitaba ser constantemente elogiado y lo era: en el seminario lo era. Era maravillosamente y fácilmente puro, sagaz, rápida inteligencia mimética que todo lo imitaba exactamente. Imitaba todo con gran perfección: los versos latinos, recordaba largos pasajes de memoria, leía con fruición. Su retentiva admirable ¿de dónde le venía? Era guapito en muy delgado, era muy alto a los quince, no pasó nunca desapercibido en el seminario menor, y eso le encantaba. La primera vez que vio un cuerpo desnudo, las pichas, las pollas, fue el de los dos mecánicos del Caterpillar, que se la meneaban a la sombra del Caterpillar. Él llegó desde detrás en silencio y, al dar la vuelta al Caterpillar, vio que se habían bajado los monos azules y se besaban y se mordían y masturbaban furiosamente. Salazar observó admirado los largos rabos rojos, como pollas de caballos y de perros. No le vieron y se fue. Aquella tarde se masturbó pensando en ellos dos. Se agarró su propio pene, viendo a ver si se le estiraba tanto como a los mecánicos, y el cálido semen le cosquilleó abultado, pene arriba y pene abajo, deleitándole. Este asunto se volvió un centro experimental para Salazar a los quince: lo interiorizó muy rápido, aunque también espió con gran curiosidad a los dos hombres durante los quince días que aún permanecieron por el pueblo. Iban al baile los domingos y al bar del Tabas, que también tenía el cine, donde se veían las películas de Jorge Negrete y de Cantinflas. Uno era mayor que el otro. El mayor era más rechoncho y moreno, el otro más alto y rubio y tenía la piel requemada por la parte expuesta al aire. Desnudo en las tierras, resplandecía blanco y manchado de tierra y gasoil. El pelo rubio de las piernas blancas -¿cómo no le vieron?- y las piernas negras del mecánico mayor. ¿Y si le vieron y disimularon? Esta idea de haber sido visto por los dos mecánicos y haber sido adrede omitido, para seguir masturbándose delante de él, le fascinó muchísimo: él era el espectador oscuro y muy joven que se asomaba al brocal de la iniciación amorosa y los dos, por respeto, hacían como que no le veían, para permitirle disfrutar a placer. Así fue como una semana después volvió a buscar al Caterpillar y anduvo mucho y sintió mucho calor porque se habían alejado mucho del pueblo, alzando los secos barbechos de Castilla la Vieja, hasta que por fin los vio parados cerca de un chozo: se agazapó y les vio tumbados a la sombra del alto Caterpillar, esta vez vestidos, bebían de una bota. ¿Volverían a hacerlo esta vez? El más joven se puso a cuatro patas de pronto, y el mayor le quitó el mono y le lamió la raja del culo y se masturbó un poco y le metió la polla por el culo y los dos jadeaban: le pareció al joven Salazar una escena bellísima.
¿Es bellísima el adjetivo adecuado? Ése no fue, desde luego, el adjetivo que utilizó Salazar para describirse a sí mismo la escena recién contemplada. No utilizó ningún adjetivo. Vivió la escena o las sucesivas escenas -porque además de estas dos hubo otras dos más, sobre todo una última en la que fue invitado a participar- en términos de existencia o de sustancialidad: ahí estaban, ahí eran, carecían de significación o de finalidad. Más adelante, Salazar pensaría en ellas como escenas dotadas de finalidad sin fin, cerradas sobre sí mismas. Pero, con quince años, aquel verano, las escenas sólo podían ser atrapadas, absorbidas como un fresco líquido, como un vino fresco que al mismo tiempo embriaga y no embriaga. Éstas eran, naturalmente, escenas que Javier Salazar hubiera podido en aquel tiempo, sin el menor esfuerzo, calificar de pecaminosas. De hecho, éste sí que fue un adjetivo que acompañó la intensa presencia de esas escenas en la conciencia del joven Salazar. Eran pecado. Pero el concepto de pecado, a su vez, pesaba muy poco incluso entonces -y por paradójico que parezca- en la conciencia del joven seminarista. Aquí hay que girar un poco -una larga cambiada quizá-: Javier Salazar descubrió, casi desde el primer año, que su interés por la vida del seminario era muy intenso, pero no era religioso. No era, para empezar, sentimental. Los sentimientos de Salazar no se dirigían a la Virgen María ni a Jesucristo en la cruz, ni al Dios Padre Todopoderoso al que se rezaba en el Credo. Era una sensibilización muy total, de toda la incipiente personalidad de Salazar hacia lo litúrgico-teatral- verbal. Lo que interesaba a Salazar era el gran estampado, la gran configuración de todo ello. Años más adelante, en el Museo del Prado, en la National Gallery de Londres, en el Louvre, en Roma…, descubrió que la vida religiosa del seminario católico de su juventud le interesó tanto -pero ni un ápice más- como le interesaban los grandes cuadros de vírgenes y de santos, los grandes ademanes de las manos, los rostros encendidos o demudados, los gruesos muslos de los Cristos sangrando, el pavor y el temblor teatrales, los Berruguetes. Descubrió una analogía emocional ante ambas contemplaciones, fascinantes formaciones de formas: las misas, los rosarios, las exposiciones del Santísimo, los funerales, los esponsales, el Papa en su silla gestatoria, los cuadros de Ribalta y de Rivera y de El Greco. No hacía falta la menor fe sobrenatural, ese interesante imposible (tantas veces mencionado en el seminario y malamente caracterizado siempre). Sólo hacía falta un sentido, una refinada capacidad para degustar las formas: había de sucederle algo parecido mucho más tarde, en las editoriales, con los libros y autores que seleccionó y que editó: lo notabilísimo y fascinante era la formación de formas conceptuales, ensayísticas, narrativas, poéticas. Desde el punto de vista de la expresividad y la manifestación, todos los libros eran verdaderos si eran fascinantes: válidos si resplandecían como grandes espectáculos, una gran gigantomaquía peri tes ousías. El ser se dice de muchas maneras: y ahí, en el decirse de miles de maneras, en la gigantomaquia, ponía todo el acento Salazar desde muy joven. Por eso el concepto de pecado y el concepto de gracia, el concepto de ser y de no-ser, el concepto de Dios y de contradiós funcionaban en pares o en tríos con gran rapidez, como poderosas energías mimetizantes que daban que hablar ininterrumpidamente, eternamente, queriendo decir todo y nada al mismo tiempo. Tuvo la sensación Javier Salazar aquel verano, y gracias a la intensa emoción de ver a los dos mecánicos copulando (y también lo que vendrá luego), de que a él le había sido dado el don de entender todas las formas del mundo. Pensó que, cuanto menos las juzgase, cuanto menos se definiera a sí mismo como amante de unas formas en detrimento de otras, más y más formas vería: el mal y el bien de que se hablaba tanto en el seminario le parecieron alternativas de balanzas, pesos y contrapesos del fascinante espectáculo de la vida. El problema era, aunque Salazar no lo percibió hasta pasados los años, que su amor por la contemplación distanciada de todas las formas no acababa nunca de traducirse en una expresión propia: se percibía a sí mismo como el vacuo marco que enmarca una procesión sin fin. Esto le convirtió en un lector extraordinario, voraz y le permitió alcanzar altos puestos en las editoriales. Siempre Salazar había leído más que nadie, estaba siempre más al tanto que nadie de todos los textos y de las correlaciones entre todos los textos: de hecho, gracias a su alta asepsia judicativa, su suspensión del juicio era tan profunda que acabó permitiéndole acelerar mucho sus lecturas y contemplaciones: era capaz de recorrer todas las exposiciones de Madrid, de París, de Londres, de Nueva York, veía todas las películas, leía todos los libros, lo retenía todo antepredicativamente. Pero, naturalmente, esto es una falsificación: nadie, ningún ser humano, es capaz de vivir con una suspensión de juicio de tal calibre. Salazar hacía una pequeña trampa que se fue agrandando y profundizando con el tiempo: se limitaba a ver las cosas sin amarlas, las juzgaba de acuerdo con escalas de valores recibidas, pero ninguna le arrastraba lo suficiente, ni a favor ni en contra. Sólo desde los quince años, y a partir quizá de las escenas del Caterpillar, sintió una única pasión distinta e inconfundible de todas las demás: la pasión del cuidado de sí. Era, dicho vulgarmente, un delicado Narciso. Y esto tuvo como consecuencia muy extraños rebotes en los dos siguientes años del seminario.
Visto desde el interior, Javier Salazar daba la impresión de ser un joven reviejo. Visto desde el exterior, daba la impresión de ir a convertirse en un joven muy guapo: era un chico alto ya a los dieciséis, buen corredor, con un rostro oscuro muy interesante y pelo negro ondulado. Era tranquilo, y parecía capaz de aprenderlo todo casi sin esfuerzo, con sólo leer las lecciones una vez, ya las retenía. Casi sólo con atender en clase hacía exámenes brillantes. Cuando terminó el bachillerato y se disponía a pasar, con diecisiete, al curso siguiente, se hizo amigo de Allende y de otro chaval, Carlos Mansilla, muy delicado y muy devoto. Esto de la devoción de los tres amigos seminaristas era muy curioso: Salazar vivía su vocación en el seminario sin expresividad alguna, sin devoción, que hubieran dicho sus directores espirituales, de no haberles sorbido el seso Salazar previamente. Ningún director espiritual puso nunca en duda la seriedad de su vocación. Allende no era particularmente devoto, aunque seguía la rutina, pero tenía mucho más interés en las cuestiones pastorales que en las teológicas. Carlos Mansilla vivía envuelto en una religiosidad anticuada, sentimental, con profusión de preces y de oraciones y de lágrimas. Todos los seminaristas querían a Carlos Mansilla y todos los profesores. Era un chaval bienhumorado, deseoso de agradar y hacer favores, que corría de un lado para otro haciendo recados, que vivía fervorosamente su incipiente vocación sacerdotal, y que se enamoró de Salazar aquel primer trimestre del curso. Enamorarse es una expresión equívoca. No había manifestaciones visibles, excepción hecha de una atención constante a las idas y venidas del amado. A Allende le sacaba de quicio oír a Mansilla recitar: Mi Amado, las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos… Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos deseados, que tengo en mis entrañas dibujados…
Aquellos años, en el seminario, en los colegios de curas también, los sentimientos amorosos que los adolescentes sentían unos por otros carecían de concepto: existían y eran vehementes estos sentimientos en algunos casos, pero la conceptualización efectuada en términos de pecado impedía un reconocimiento inmediato: dificultaba la elucidación. Era pecado masturbarse, era pecado desear meter la mano por la pernera de los pantalones del compañero, era pecado mentir, era pecado no ir a misa, era pecado no honrar padre y madre… El concepto de pecado, que intranquilizaba la conciencia de estudiantes como Carlos Mansilla e incluso de Paco Allende, no era un concepto clarificador: podía ser cometido y después confesado y perdonado: eran ofensas que se le hacían a Dios mismo, a Jesucristo, que había derramado su sangre en la Cruz por los pecadores. Pero ¿y los sentimientos tiernos, los dulces amores pequeños de un estudiantito por otro? Eso carecía de concepto. Mientras no pasara de ahí, no llegaba casi a pecado. Haber pecado de pensamiento, de palabra y de obra. ¿Pero cómo iban a ser malos sentimientos -pensaba Mansilla y hasta lo comentaba con Paco Allende- sentir los mismos sentimientos que un San Juan de la Cruz? Paco Allende fue el confidente natural de Mansilla. A Allende no le gustaba San Juan de la Cruz. No sabía por qué. Amar a Dios no le parecía a Paco Allende un proyecto realizable. Por eso siempre le recordaba a Mansilla el resumen del catecismo del padre Astete: «Estos diez mandamientos se reducen a dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.» Sobre esta reducción de los mandamientos a dos tenía mucho que decir Allende. Le parecía una inteligente medida en primer lugar: en vez de tanta minuciosa prohibición como los mandamientos enumerados uno por uno contenían, le parecía brillante la ocurrencia del amar a Dios sobre todas las cosas. Le parecía a Paco Allende obvio que alguien que se empeñara en amar a Dios sobre todas las cosas no robaría, no mentiría, no levantaría falso testimonio, no codiciaría los bienes ajenos, honraría padre y madre… Y era mucho mejor expresarlo así: amar a Dios sobre todas las cosas, que de modo negativo, indicando todas las cosas que no deberías hacer. Ahora bien, decía Paco Allende al pasar a la exégesis de la segunda parte del resumen: amar al prójimo como a ti mismo era una estupenda idea, sobre todo porque Paco se preguntaba siempre cómo iba a amar él a un Dios al que no veía, si no amaba primero al prójimo, a quien veía. Y lo de amarlo tanto como a uno mismo le parecía a Paco Allende una ocurrencia sumamente sensata, aunque un poco vulgar: Paco admiraba esa sensata manera de indicar el modo en que había que amar al prójimo: tanto por lo menos como a uno mismo: cualquier persona sensata estaría en condiciones de entender este mandamiento resumido. Este mandato, esta comparación (amar al prójimo tanto como a uno mismo) debió de ocurrírsele al legislador divino en un momento de intensa sensatez intrahumana: esto complacía inmensamente a Paco: esto sí que de verdad era la encarnación del Verbo. Como leyó años más tarde, en el Viaje de los Reyes Magos de Eliot, le pareció que este resumen de los mandamientos presentaba clara la encarnación de Dios: It was, you may say, satisfactory. En vista de todo esto, el mundo de los deliquios dejaba a Paco Allende insatisfecho: todo este lenguaje del amante y del Amado y de la noche oscura le parecían gansadas poéticas. Naturalmente, nunca llegó a decírselo a Carlos Mansilla, que podía pasarse tardes enteras recitando a San Juan de la Cruz. Salían los tres de paseo, iban siempre de tres en tres en los paseos: en medio Salazar, a un lado Mansilla y al otro Allende, y Carlos Mansilla recitaba a San Juan de la Cruz. Allende miraba fijamente al suelo y daba patadas a las piedras, y Salazar miraba al cielo y condescendía en ocasiones a hacer comentarios acerca de la naturaleza de la fe en comparación con la naturaleza del conocimiento humano. Allende recordaría muchos años después, sobre todo teniendo en cuenta lo que luego pasó entre los tres, una de las parrafadas de Salazar, que era ésta: No puede decirse, al menos yo no puedo decirlo, que sea capaz de amar algo que no conozco bien. Uno puede empeñarse en buscar algo, por ejemplo a Dios, que no ha encontrado todavía y por lo tanto no conoce bien: uno no lo ama. Uno lo busca por curiosidad o por rabia o por aburrimiento o por narices. La voluntad es muy autónoma y muy ciega. Pero amar, es imposible amar lo que no se conoce bien. Porque, al no conocerlo bien, cabe la posibilidad de que uno ame lo que no es, en vez de lo que es. Y eso es lo que ocurre con la fe, mi querido Carlos: la fe es por definición conocimiento imperfecto, porque si fuera perfecto no sería fe, sería sabiduría. Es imposible amar a Dios, a quien no vemos por muy buena voluntad que tengamos, y también, por lo demás, es muy difícil amar al prójimo, a quien vemos pero al que no conocemos tampoco. Porque bien pudiera suceder que, creyendo que amamos a Dios mismo, amáramos otra cosa, cualquier otra cosa, incluso lo más opuesto a Dios, el mismo Satanás, el mal absoluto.
Pero Carlos Mansilla escuchaba estas reflexiones absorto, arrobado, enamorado. Sin darse cuenta él mismo de lo muy enamorado que estaba, lo muy perdido que estaba, a los pies de un amado totalmente incapaz de corresponderle, en opinión de Paco Allende.
Aquellos paseos de los tres, aquel primer curso del seminario, no obstante la petulancia de Salazar y las insensateces poéticas de Mansilla, fueron inolvidables para Paco Allende. Las discusiones tenían gracia, los paseos a paso vivo, con el aire húmedo y frío en la cara y el viento arrebatándoles las sotanas, le parecieron a Allende una expresión casi perfecta de juventud, de energía espiritual, de gracia. Los tres juntos discutiendo y paseando rápido tenían gracia. Y aquel primer curso transcurrió velozmente, brillantemente, mágicamente. Todo se complicó, sin embargo, en el segundo curso, al volver de las vacaciones del verano. Salazar estaba más guapo que nunca. Allende le observaba fascinado y a la vez preocupado. Carlos Mansilla le pareció a Allende más extraño y más conmovedor que nunca: la criatura más conmovedora y frágil que había visto. Durante aquel verano, había Carlos Mansilla leído muy atentamente, en su edición de la Biblioteca de Autores Cristianos, las aclaraciones de las canciones catorce y quince de San Juan de la Cruz, que tratan del deslumbrante descubrimiento del Amado. Y el pobre Carlos le decía, ardiente y pálido a Allende: «Estas montañas del primer verso -Mi Amado, las montañas- es mi amado para mí. Estos valles solitarios son mi amado para mí.» Y se detenía el pobre chico especialmente en el verso que dice las ínsulas extrañas. Y había copiado el texto en prosa de San Juan de la Cruz y lo llevaba escrito en un cuaderno y se lo leía a Paco Allende: Las ínsulas extrañas están ceñidas con la mar y allende los mares. Muy apartadas y ajenas de la comunicación de los hombres. Y así, en ellas, se crían y nacen cosas muy diferentes de las de por acá, de muy extrañas maneras y virtudes nunca vistas de los hombres, que hacen grande novedad y admiración a quien las ve. Tú dime, Paco, ¿a que nosotros tres somos los tres juntos esas ínsulas extrañas, sin menospreciar a nadie, a ninguno de nuestros compañeros? Pero, de verdad, ¿a que nos representan a nosotros tres, esas ínsulas? Estamos separados, como sacerdotes que vamos a ser, de la comunicación de los hombres. No porque no amemos a los hombres sino precisamente para mejor amarlos. Y aquí, Paco, empieza la extrañeza, y en nosotros tres se crían y nacen, no me digas que no, cosas muy diferentes de las que sienten y viven nuestros compañeros de curso. ¡Cuando estamos los tres juntos, nos comportamos con extrañas maneras y virtudes nunca vistas de los hombres!
A su pesar, Allende, aquel mes de octubre, se entregaba a la elocuencia sonámbula de Carlitos Mansilla. Se dejaba Allende arrastrar por aquel río de la elocuencia amorosa, puesto que -leía conmovido Mansilla-: tienen los ríos tres propiedades: la primera, que todo lo que encuentran lo embisten y anegan, la segunda que hinchen todos los bajos y vacíos que encuentran delante, la tercera que tienen tal sonido que todos los otros sonidos ocupan: los ríos sonorosos. Allende pensaba: ¿Y por qué no? ¿Dónde en todo esto está el mal? O bien -rumiaba Allende-, o bien no hay mal que por bien no venga: o bien no hay mal alguno en todo esto, en todo este sonoroso amor de Carlitos por el guapo Salazar, quien hace, en la conciencia ingenua de Carlos Mansilla, las veces de Dios mismo. ¿Y por qué no? ¿Qué le importa a Dios, que es infinito, ser sustituido en ocasiones, inocentes y puras como ésta, por un pobre mortal, un ente finito como Javier Salazar, en el corazón de un crío bondadoso que no conoce el pecado, que no ha pecado nunca y que, como la Virgen, sine labe originale concepta ha sido concebido y vive entre nosotros sin pecado original. Y se daba cuenta claramente Paco de que perdía el oremus, enamorado él mismo del amor -¡tan unilateral, por desgracia!- de Carlitos Mansilla. Y Allende echaba cuentas y decía entre sí: No puede esto acabar mal: ha de acabar bien porque los dos son buenos, inocentes y jóvenes los dos, Carlitos y Javier. No puede acabar mal porque, aunque Javier Salazar sea mucho más distante y frío, acabará también él enamorándose de este pobre niño, y como ambos desean lo mejor para el otro, acabarán dejándolo o, Dios me perdone, perfeccionándose en el amor que sienten el uno por el otro. Sin embargo, Paco Allende se daba claramente cuenta de que ni siquiera en la irrealidad de sus ensoñaciones, ni siquiera en broma, cabía referirse al enamoramiento aquel como algo mutuo. La presencia de una corriente fría en el sonoroso río del amor de Carlitos Mansilla era innegable. No sólo -descubrió Allende- Javier Salazar no amaba a su amante, sino que, desde el comienzo de este segundo curso, a ojos vistas se veía que empezaba a detestarlo. Era obvio que aquellos recitativos místicos -el entrevero aquel de cristalinas fuentes, semblantes plateados, ojos deseados, ríos sonorosos, gocémonos amados, y todo lo demás- irritaba a Javier Salazar muchísimo más de lo que -y por razones muy distintas y extrañas- jamás irritaron a Paco Allende los recitales de poesía mística en los paseos del año anterior. Allende observó que Salazar palidecía de ira o de quién sabe qué quemante emoción, mezcla de desdén y tedio, cada vez que oía decir al pobre Carlos (que algo barruntaba, algo, si se me permite así expresarlo, se maliciaba): Todas estas cosas del amor no las hacen los hombres sino Dios, que sabe lo que nos conviene y las ordena para nuestro bien. Todo lo ordena Dios, ¿verdad, Paco? ¿Verdad, Javier, que todo lo ordena Dios? Y donde no hay amor, pon amor y sacarás amor. En una ocasión -recordaba Allende- declaró Salazar: «¿Cómo puedes, Mansilla, ser tan memo, tan obtuso y tan memo, que eres incapaz de entender ni lo más obvio de los textos de un clásico castellano sin convertirlos en expresión de tus propios memos sentimientos? Francamente deplorable, Carlos.» Pero Carlos no registraba el tono frío y cortante de la voz de Salazar. Sólo registraba los ojos deseados que tenía, en las entrañas, dibujados. Y que, en la opinión empírica y escéptica de Paco Allende, hubieran podido ser los ojos de cualquiera, lo mismo daba Javier Salazar que un chapero entrevisto al cruzar una calle en Madrid.
¡Todo aquel cortejo, tan verdadero, tan poco realista, tan falso: menos falso, sin embargo, de lo que parecía! Allende decidió que aquello no podía acabar bien (eso es lo que le inspiraba su innato pesimismo), pero, a la vez, decidió que tenía que acabar bien y que él haría todo lo posible por que acabara bien, siguiendo en esto los dictados de su innato optimismo católico -o como quiera designarse-. Podía acabar bien -Allende pensaba- si los contrayentes, los contagiados, se declaraban su mutuo amor sin más complicaciones. Pero era imposible que semejante declaración partiera de los labios de Javier Salazar, de la misma manera que era imposible que una propuesta amorosa racional -o incluso irracional pero aceptable- procediera de Carlos Mansilla. Tan embriagado estaba este pobre Carlos de los sentimientos que sentía, que no podía formular nada que no fuese gestual: porque tan pronto como entraba en el paraíso docto de la falta de inspiración amorosa que caracterizaba la vida del noviciado, y en especial la vida de Salazar, tan pronto como prolongaba la vida de Allende más allá del hoy y del mañana, se encontraba con que no había en Salazar amor alguno por Carlitos ni por nadie. No era un defecto, pensaba Allende, era una disposición del carácter -el carácter es el destino del hombre- y en el caso de Salazar ni él sentía amor por nadie, ni podía admitir que alguien sintiera amor por él sin sentir vergüenza ajena. Pero esto daba lugar a barreras insalvables para el amante, fuese quien fuese. Cuando llegó la primavera (april is the cruelest month), Carlos Mansilla perdió un buen día pie: aquella tarde de sábado habían salido Carlos y Salazar a dar una vuelta por los acantilados (un paseo común que los novicios solían dar entre cuatro y seis de la tarde). Desde el paseo se podía bajar a las playas rocosas sin gran dificultad. En estas playas había un buen número de cuevas. Aquel día bajaron los dos, Carlitos y Salazar, a la playa por una senda de quebrantas embarradas, que se resbalaban. Las margaritas lucían su rostro amarillo, enmarcadas en su diminuto alzacuellos blanco. Y las amarillas flores de grillos y las moradas florecillas sin nombre, y el amor sin nombre, y la dulce luz sin nombre, y el aire sin nombre, circundaban a Carlitos Mansilla como púas, como anzuelos, como garras, como zarzas, como cepos, como incisivos dientes del rosal de la Virgen María. Aquella tarde no había bajado con ellos al paseo Paco Allende porque se había quedado a repasar su traducción de La guerra de las Galias para la clase de latín del siguiente lunes, así que, por desgracia, bajaron los dos juntos, solos, Carlitos y Salazar. Era una tarde de marea baja, y el mar, que estaba lejos, había dejado húmeda la arena y tranquilas las cuevas verdeoscuras que en el aire de abril resplandecían, interiores, tras haber sido submarinas, aéreas, atravesadas por el aire fresco del mar con gritos de gaviotas, tras haber sido súcubas, bajo el peso del agua semoviente como un animal extensísimo, sin alma y sin forma, que cancela todos los circuitos del mundo inteligible, hasta volvernos a todos ondulantes, mutantes, como el cielo oleaginoso de los deseos al atardecer, del amor al atardecer, el inmanente amor sin salida: pero ahora, que eran transitables, eran húmedos lugares exaltados, oscuras cavernas del sentido, analogías rutilantes y confusas de los versos de San Juan de la Cruz y sobre todo del alma exaltada y acongojada de Carlitos Mansilla.
– Vamos a subirnos ya, que hace aquí frío -declaró Salazar nada más poner el pie en la playita de bajamar.
– A veces se puede querer a una persona tanto, que se te seca la boca al hablar. Vas a hablar y se te ha secado el paladar, y con la boca seca no se puede hablar, eso pasa, de puro a una persona que la quieres.
– No te enrolles, Charles Boyer -gruñó Salazar.
– Siéntate aquí un momento que te tengo que decir una cosa un minuto.
– ¿Qué me tienes que decir? Dímelo mientras subimos. -E hizo ademán de empezar a subir.
Y dijo Mansilla:
– Te quiero. Sólo te quiero a ti y no quiero a nadie más. Sólo pienso en ti. En ti pienso todo el día y también por la noche, día y noche. ¿A que no te has dado cuenta?
– No. No me he dado cuenta. Y menos mal que no. Si me llego a dar, te doy un puñetazo que te rompo los dientes. ¿Qué es eso de que me quieres, qué tonterías son ésas?
Era tan ácida y tan baja la voz de Salazar, que Carlos Mansilla sintió un sudor frío, un goterón de sudor espalda abajo. Como un animalillo, una gusana blanca. Y entonces dijo:
– Si no quieres, no te digo nada. Pero no puedo sin decírtelo vivir. No puedo. Te veo en clase o en el patio o jugando al fútbol, o te veo en la capilla de perfil, te veo comulgando, y cierro los ojos y te veo en pijama, en el dormitorio.
– Eres un guarro tú, eso es lo que eres. ¡Que me ves en pijama, tú! ¿Cuándo me has visto en pijama? Eres un maricón y un anormal, tú estás enfermo. Si piensas eso, estás enfermo.
Y Carlos Mansilla se había quedado quieto, contemplando a su amado, que quedaba un poco más alto que él, sobre una roca no muy alta.
– No me hables así. El quererte no se puede remediar. Yo no lo puedo remediar. No es nada malo.
– ¿Que no es nada malo? Es pecado mortal para empezar, pero sobre todo estás enfermo. Eres repugnante. O sea, ¿que eso son la mierda de poesías que recitabas? ¡A ti hay que darte una paliza, chico, raquítico, miserable…!
Salazar giró en redondo. Empezó a subir la cuesta arriba, y Carlos Mansilla le siguió detrás y se le echó encima y cayeron los dos a un lado, en la hierba. Y Carlos Mansilla le abrazaba y le decía: Abrázame mi amor, y: Abrázame, mi vida. Quiéreme, por favor, abrázame. Y llegó a besarle en los labios, un beso pegajoso, lacrimoso, de niño. Salazar logró zafarse y se puso en pie y emprendió el camino senda arriba a buen paso, y se volvió y gritó: ¡Esto lo vas a pagar caro, maricón, muy caro!
Al día siguiente, a primera hora de la mañana, el padre espiritual, un tal Zaldívar, mandó llamar a Carlitos Mansilla y en el cuarto del padre espiritual estaba también el padre rector. Y el padre Zaldívar dijo:
– Mira, Carlos, lo que ha pasado entre Javier y tú no puede volver a pasar más. Estas cosas no se pueden consentir. Javier es un chico muy bueno, muy devoto, como sabes, a quien han perturbado mucho las cosas que le dijiste la otra tarde. Tienes que prometerme que no vas a volver a hablarle más. Yo estoy seguro de que estás arrepentido. Ahora estarás arrepentido, nuestro Señor todo lo comprende y lo perdona.
Y Carlitos Mansilla miró primero al padre espiritual y luego al rector y dijo:
– No estoy arrepentido.
– ¿Pero cómo que no estás arrepentido? Claro que estás arrepentido. Lo que tú has hecho no se puede hacer, lo sabes tú de sobra.
– No estoy arrepentido -repitió Carlitos.
El padre rector se mostró inquieto e hizo lo que pareció una seña al director espiritual y dijo:
– Ahora lo que vas a hacer, Carlos, es volver a clase y tranquilizarte un poco y pensarlo todo bien y esta tarde en la capilla, después del rosario y la bendición, delante del Santísimo Sacramento, yo estaré allí, en el confesionario, y te puedes confesar.
Y Carlos se levantó y preguntó:
– ¿Me puedo ahora ir?
– Sí. Ahora vete -dijo el padre rector.
Y Carlos salió de la habitación, se quedó de espaldas a la puerta en el pasillo, donde daba el sol de la primavera relajada, que se vencía ya hacia el mediodía, y no volvió a clase. Y se salió al campo.
Todo, después de lo anterior, se les vino encima muy deprisa. Carlos Mansilla no reapareció en todo el día. Así que, en las dos clases de la tarde y en el estudio de antes de la capilla y en el comedor, se pasó lista y se le echó en falta. Allende tenía los pies fríos. Se sintió helado toda aquella tarde y no durmió por la noche. Y tampoco volvió Mansilla al seminario aquella noche. Se tranquilizó a los estudiantes, se les dijo que Carlos Mansilla estaba indispuesto, pero casi nadie creyó lo que se dijo. De haber estado indispuesto, aunque sólo fuese una diarrea o cualquier tontería, se hubiera subido a enfermería, y el hermano Antolín era allí quien contaba a todo el mundo quién estaba y quién no: el hermano Antolín sabía hacer trampas cuando había que hacerlas, y se disculpaba diciendo: «Son faltas veniales.» La vida era fácil con el hermano Antolín en la enfermería, con la bata sobre el hábito, mal cerrada por detrás. Allende recuerda aún el olor de la enfermería: a desinfectante, a pan tostado y tazones de leche caliente, a guisitos de pollo que guisaba el propio hermano para los enfermos, y caldos con unos pocos fideos finos. Aquella misma noche, antes de acostarse, se escabulló Paco Allende a la enfermería a hablar con el hermano. El hermano, que todo lo sabía, también había sabido lo que había pasado, por lo menos la primera parte: que a Carlitos le había llamado el padre rector al cuarto del padre espiritual, y que ninguno de los dos había luego soltado prenda, según el hermano, aunque se les vio ir y venir por los pasillos, a paso largo, algo pálidos quizá, con gran zarandeo talar de balandranes y sotanas. El hermano Antolín, naturalmente, sabía menos de lo sucedido que Paco Allende, que a su vez sabía menos que Javier Salazar, que era quien de verdad lo sabía todo, habiéndolo causado él mismo, el día anterior a última hora de la tarde. Paco Allende no pudo dormir aquella noche, así que de madrugada se vistió, se puso los calcetines, pero no las botas, que crujían, se fue a la celda de Salazar, abrió la puerta sin llamar, y entró dentro y cerró la puerta, no tenía encendida la luz. Las celdas eran iguales todas, con una cama, una mesa y una silla y un reclinatorio. Así que era fácil no tropezar y moverse. Había además cierta claridad fría, porque las contraventanas de las celdas no cerraban bien. Y a la luz de la contraventana vio dormido, bien arrebujado, a Salazar. Y Allende sintió un intenso aborrecimiento, una rabia informe de ver dormir a pierna suelta a Salazar mientras que Carlitos nadie sabía dónde estaba aquella noche y qué le había pasado. Así que Allende sacudió a Salazar por el hombro y Salazar, somnoliento, le preguntó qué quería.
– ¿Qué le has hecho a Carlos? -preguntó Allende.
Y Salazar contestó:
– A Carlos nada, ¿qué le voy a hacer?, ¿qué le pasa?
– Le pasa que no sabemos dónde está. Pero ¿cómo puedes dormirte tan campante, Carlos dónde está?
– ¡Y yo qué sé!
– ¡Tú sabes algo! -acusó Allende-. Estás tan campante porque sabes algo, si no, no lo estarías.
– No sé nada. Y, ahora, ¿qué hora es? Vete. Como te cojan aquí, me buscas un lío.
– Tú sabes dónde está. Tienes que saberlo.
– Vete.
– Algo sabes. Estás mintiendo.
– No sé nada, vete a la mierda, déjame dormir.
Finalmente Paco Allende tuvo que irse.
Lo encontraron a bajamar. Al final del día siguiente. Desfigurado. Como un muñeco de trapo amoratado, descosido. Lo más vivo de todo el cuerpo muerto de Carlitos era, nada más, el pelo, ahora que sobre la frente los ojos los tapaba. Les dijeron que se había caído paseando por el acantilado y nadie lo creyó. Sólo Salazar pareció dispuesto a creer desde un principio la mentira piadosa que les contó el rector en la capilla. El horrible funeral. Pasó una semana entera Allende sin hablar con nadie, no quiso hablar con nadie.
– No puedes estar así -le dijo el padre espiritual-. Dios no quiere que sintamos un dolor tan grande. Tienes que aceptar la voluntad de Dios.
– La voluntad de Dios no puede ser lo que ha pasado. Dios no tiene que ver nada en esto.
Paco Allende era un crío todavía en aquel entonces, con diecisiete, eran todos críos: con dieciocho los más viejos del curso. Eran adolescentes, casi niños. También Salazar pareció de pronto un adolescente aterido, huidizo. Pero el que peor estaba, el de peor aspecto y más desesperado, era Paco Allende. Pasó una semana entera y al llegar el paseo del domingo Allende se puso al lado de Salazar y a uno que se les juntó le mandó ir delante, le dijo: Déjame que tengo que hablar con éste.
– Quiero saber lo que ha pasado, tú. Tú sabes cómo ha sido, estoy seguro. Y me lo cuentas, o aquí va a pasarte algo malo.
– ¿Qué me va a pasar?
– O me lo cuentas, o cuento yo que le has matado tú.
– Mentirías.
– ¿Mentiría? ¿Y qué? Si no me cuentas ahora mismo, voy al rector y digo que le empujaste tú y que yo os vi. Da igual que sea mentira.
Algo en la entonación de Allende hizo que Salazar perdiera su habitual seguridad en sí mismo. Así fue como contó a Paco Allende la mayor parte de lo ocurrido, aunque en ese primer relato sólo refirió, muy por encima, lo que el propio Salazar había contado al padre espiritual. Eso mencionó apenas aquel día.
Y, sin embargo, se acabó sabiendo. Como no era secreto de confesión al fin y al cabo, y como acabó tan trágicamente, quizá el rector y el padre espiritual, contristados, lo comentaron con otros padres o lo dejaron entrever a algún alumno de los muchos que les visitaban para las tutorías. O quizá la versión que a Allende le llegó fue una versión cualquiera, una de las muchas posibles que los estudiantes inventaron y que acabó circulando como lo que de verdad había sucedido. En cualquier caso, cuando Allende, indignado por la versión aquella, se la presentó a Salazar bruscamente, éste no negó que fuera cierta: Siempre se exagera, fue su único comentario.
– La gente dice que se mató por ti, y quizá sea verdad porque me consta que te quería mucho, pero no tienes de eso tú la culpa. Lo que quisiera saber yo, oírtelo decir a ti es lo que de verdad pasó entre vosotros, y sobre todo lo que contaste al rector. Eso fue lo que desencadenó el suicidio. Estoy seguro.
– ¿Cómo vas a estar seguro? Nadie puede estar seguro de lo que pasa por la cabeza de un suicida en el último momento. El pobre Carlos no tenía sentido de la proporción, sentido de lo que conviene o no conviene hacer o decir. Si, como dices, se suicidó por culpa mía, sólo fue porque yo no le seguí la corriente. ¿Qué esperabas tú que hiciera? ¿Hubiera sido preferible, crees tú, Paco, que hubiera yo fingido amarle o que me hubiera dejado querer? ¿Hubiera sido eso mejor?
– No sé qué hubiera sido mejor o peor en este caso, pero lo que se cuenta no es eso. Nadie discute lo que tú debiste hacer o dejar de hacer con Carlos. Lo que se dice es que tú le denunciaste.
– Tuve que denunciarle, tuve que contar lo que pasó al rector porque ésa era mi obligación. Suponte que te hubiera sucedido a ti. ¿Qué hubieras hecho si Carlos te dice que está enamorado de ti?
– Sé lo que no hubiera hecho -contestó Allende, procurando contenerse-. No se lo hubiera contado a nadie, y menos al rector.
– ¿Ah, no? ¿Y qué hubiera pasado entonces? ¿Crees que Carlos se hubiera conformado con eso? ¿Crees que hubiera sido mejor no contar nada? Porque si de verdad crees que Carlos se hubiera tranquilizado, te engañas. Yo hice lo que estaba seguro de que era lo mejor para todos, corté por lo sano. Y lo sano en este caso, lo único sano que todavía le quedaba al pobre Carlos, era su relación con el colegio, nuestra relación con el seminario. Lo único sano que le quedaba a Carlos, la única sanidad posible, era ponerse en manos de la autoridad competente. Y como él, por sí solo, no iba a hacerlo, lo hice yo por él. Nunca sabremos qué pasó después, nadie lo vio, nadie estuvo allí para verlo.
Allende no pudo desahogar su gran ira de aquel momento, que se volvió en pocos días contra sí mismo: le pareció que él era el único culpable de la muerte de Carlos, por no haberse dado cuenta de la inútil pasión -tan conmovedora a la vez- del chico. Al cabo de una semana, no mucho más, decidió que dejaría el seminario a fin de curso: nada podía ser ya igual sin Carlos Mansilla, tampoco la amistad con Salazar podía seguir. Entonces, a la vez que Paco Allende evitaba encontrarse con Salazar en los recreos o en los paseos, Salazar hacía ahora todo lo posible por coincidir con Allende. Era una contradanza estúpida, era, a la vez, intrigante y desasosegante para Allende. ¿Por qué quería Salazar proseguir la relación si se veía claro que no podía ya seguir sin Carlos lo que había habido antes entre ellos? Por otra parte, Allende, al cabo de un mes de contradanza, de solicitaciones y de evitaciones, era ya casi pleno verano y las vacaciones se echaban encima, comenzó a sentir una gran compasión por Salazar. Al fin y al cabo, ¿quién era Allende para juzgar lo sucedido, para sentirse tan entristecido que ya no fuese capaz de reanudar la amistad? ¿Y si Salazar le necesitaba? ¿Y si Salazar no hubiese tenido, realmente, culpa alguna? ¿Y si Carlos Mansilla no le hubiera dejado ninguna otra opción a Salazar excepto el rechazo? Tuvo Allende la impresión de que Salazar, a consecuencia del rechazo que sufría por parte de Allende (a consecuencia quizá también de pensar que había causado el suicidio de Carlos), había perdido algo de su aire olímpico inicial, había accedido quizá a un estrato más profundo de sí mismo, donde surgía el arrepentimiento y quizá el amor. Así que con ocasión de un paseo de domingo Allende dio por terminada la evitación y accedió a relacionarse con Salazar en los antiguos términos. Pero entonces ocurrió algo muy raro que aterrorizó a Allende, porque no podía desmenuzarlo en su conciencia, ni dejarlo correr como si no tuviera importancia: Allende se enamoró de Salazar. ¿Era esto monstruoso? ¿No era monstruoso que Salazar ahora, aparentemente compungido, hablando dulcemente de Mansilla, resultase adorable? ¿Estaba Allende abandonándose a una trampa tendida expresamente por Salazar? ¿Qué sucedió entre ellos en ese mes escaso en que, de alguna manera, Allende se convirtió en una imagen de Carlos Mansilla?
Paco Allende había ya aquella primavera rechazado del todo su incipiente vocación sacerdotal: era un error, había sido un error: el ambiente tan de derechas de su casa, tan católico y también tan cultivado en muchos sentidos -su padre leía el Criterio de Balmes y los Fundamentos de filosofía y la Historia de las ideas estéticas de Menéndez Pelayo, y la revista de los dominicos de las Caldas de Besaya-. En su casa se recibía Razón y fe, había un ambiente de catolicismo ilustrado, con las lecturas de Jacques y Raisa Maritain y también de Bernanos y de Julien Green y de Mauriac. Irse al seminario había sido un muy natural, muy intelectual proyecto de Allende. La culminación de toda aquella cultura de católicos ilustrados fueron los libros sobre el sentido teológico de la liturgia, la revista Art sacré y sobre todo el famoso libro en seis volúmenes Literatura del siglo XX y cristianismo de Charles Moeller, traducido por Valentín García Yebra. Tenía una vocación de intelectual católico Paco Allende que, de alguna manera, por esa inercia fogosa de la juventud, le condujo al seminario. El enamoramiento de Carlos Mansilla (ahora que Carlos había muerto, tenía la impresión Allende de que la vida de Carlos quedaba expuesta, objetivada ante todos como para servir de ejemplo. ¿Ejemplo de qué? ¿Ejemplo de absurdo, ejemplo de los desastres de la pasión amorosa, ejemplo de inocencia? Era un por ejemplo que no ejemplificaba nada en particular: era la forma pura de un ejemplo que no podía del todo especificarse) servía de pronto a Allende a manera de un gran primer plano en un cuadro que relativiza todo el resto del cuadro: sobresale lo que se halla en primer plano y todo lo demás, de algún modo, pierde interés, se limita a ser sólo acompañamiento o ambientación. Así, la abultada y estrambótica pasión de Carlos (lo estrambótico parecía sobresalir ahora en la pasión de Carlos, mientras que antes, Allende al menos, no lo había percibido) había, al presentarse con tanto detalle en primer término, sombreado las propias emociones de Allende con respecto a Salazar: Salazar era a los diecisiete casi el prototipo de todo lo que Paco Allende había querido ser y sabía que nunca llegaría a ser: alto, hermoso, misterioso, de inteligencia rápida y muy buena memoria, irónico y tierno a la vez. En esta nota de la ternura no había reparado Allende hasta entonces: siempre le había parecido Salazar una persona fría. Ahora, de pronto, le percibía tierno y frágil. Ahora, de repente, horrorizado, descubre Allende que Carlitos Mansilla era un incordio. De pronto, Carlos Mansilla es un insensato, un borrón, un perrito del hortelano, un pobrecillo que había elegido la salida aparatosa del suicidio (quizá fue después de todo un simple y triste accidente) porque la continuación de la vida le resultaba imposible.
La muerte se borra velozmente de la memoria de los jóvenes seminaristas. Después de Semana Santa, el mar resplandece, la hierba resplandece, los acantilados resplandecen, las playas resplandecen. La arena blanca de la playa es un poco cálida ya. Los chicos caminan por la orilla con sus zapatos negros y calcetines de lana, los pies blancos, invernales, se lavan con el agua fría y salitrosa. Un tiempo bautismal, de genérica fidelidad aérea, limpia el mundo. Una frase de Espronceda -Que haya un cadáver más, qué importa al mundo- rebota en la conciencia de Paco Allende como una pelota de ping-pong con un sonido seco, hueco, ligero, muy rápido. El recuerdo de Carlitos Mansilla es una pelota de ping-pong que va y viene cada vez más leve y tediosamente. La primavera se sacude el tedio invernal: todas las cosas brillan. La muerte se vuelve insignificante, y además Allende está enamorado. Es un enamoramiento menos poético que el de Carlos, por supuesto, aunque es tierno también: su ternura se contagia a todas las cosas. O al revés: el brotar de todas las cosas impregna de ternura bautismal todos los sentimientos que siente Allende. Y en cualquier caso los paseos con Salazar de los domingos son más divertidos. La verdad es que Carlitos -ahora esto puede verse claramente- era como un ligero dolor de cabeza o de muelas, una incomodidad sin importancia que, sin embargo, no les dejaba descansar en paz. Y, ¡oh, maravilla!, Allende, al contarle a Salazar que está pensando abandonar el seminario por falta de vocación, ha descubierto que Salazar también está pensando lo mismo. Al hacerse ambos esta confidencia se han mirado perplejos entre sí. Entonces han entrado, como en un prado inundado por el sol, en el territorio de las confidencias únicas: el propio Salazar ha sacado la conversación terrible. Para mayor encantamiento y deleite de Allende ahora ya no ha tenido que ser Allende mismo sino el propio Salazar quien ha sacado a relucir el asunto: Salazar ha contado lo que le pasó con Carlos Mansilla, por qué tuvo que ser tan cruel con él, por qué tuvo que contar todo al rector. Ha contado todo esto con lágrimas en los ojos, a Allende se le han saltado las lágrimas de los ojos.
– No lo podía soportar, lo siento. El amor de Carlos me repugnaba. Tenía que interrumpirlo como fuese, y eso hice…
– ¿Qué es lo que no podías soportar?
– A él mismo. Al pobre Carlitos. Como un lumiaco. Nunca he podido soportar un caracol que me sube por el brazo con su estela babosa. Era físico. Repugnancia física…
– Pero era muy… ¡ingenuo! ¿No era muy dulce aquella ingenuidad amorosa de Carlitos con versos de San Juan de la Cruz y todo eso? ¡Era tan predecible! ¿No da gusto ser amado así, Javier, tan a las claras? Amado tan del todo como Carlitos te quería a ti, como si fueras el Esposo, el propio Jesucristo. ¡No quería hacerte nada, ni siquiera tocarte! Sólo no desprenderse de ti. No alejarse nunca de ti. Estar en tu presencia siempre, como ante Dios, como ante ti, Javier. ¿Qué me dices de esto?
– Es enfermizo. Sabes que es enfermizo. Es contra natura, es nefando, es efario. Es una puta degeneración de la raza. ¡Es asqueroso!
– Pero, Carlitos, me refiero…, ¿era asqueroso él, Carlitos Mansilla? Antinatural si quieres, vale, el mundo al revés, pero ¿asqueroso?
– Una horrible sensación pegajosa. Como una mano sudada, sudorosa. Un olor corporal, los pedos. Como si se me fuera a cagar encima. Un pecado. ¿No decimos esto? Aversio Dei.
– ¿No se te hace cuesta arriba…, aversio Dei?
– No pude soportar aquella mezcla, aquel vómito de todas las comidas digeridas, malamente, por Carlos, sus versos. Con su olor ácido a bebé, a lacticinio, a vómito. No sé qué hay que decir, no sé qué hay que sentir. ¿Qué tengo que sentir?
– Pena. Da pena.
– Quieres decir compasión. Ése es un sentimiento maricón. Compasión por el pecado, y por el pecador. Todos los maricones dicen eso.
– ¿Ah, sí? ¿Cuántos maricones has conocido tú?
Ahora, repentinamente, Salazar se para en medio del paseo y la tarde se nubla. Hasta ese instante, Allende se había sentido regocijado, secretamente feliz con aquella conversación. Pero ahora de pronto, como en el poema de Lorca, la tarde equivocada se vistió de frío. Salazar se ha parado en medio del campo. Allende tiene la sensación de que están los dos inmersos en los prados. Prados de hierba, muy parcelados, de la montaña. Tiene la impresión, en la memoria, de haber oído en ese instante el cencerro de una vaca tudanca, tolón, prolongado en aroma de boñiga. Tiene la impresión de haber metido la pata, de haber agredido, sin proponérselo, a Javier Salazar. Salazar se yergue a su lado, alto y oscuro, y mira al frente, contraído el perfil, afeado su correcto perfil por un embrutecimiento, un rictus obstinado. Tarda mucho tiempo en responder. Allende teme que éste sea el fin de las confidencias: el fin de este enamoramiento que, por supuesto, Allende imagina nunca correspondido, pero tan dulce de sobrellevar ahora que ha sobrevenido a su honrada vida de estudiante católico que va a dejar el seminario y empezar la vida de otra manera. Ahora ya no es aventura el seminario, la búsqueda de Dios. Ahora el mundo será la aventura: la búsqueda de la pareja, del amor. Ni Allende ni Salazar se sienten homosexuales. Pero sus casos difieren: Salazar se conoce mejor: entiende mejor el erotismo que él mismo lleva dentro, y que ya ha contemplado en el mundo exterior. Allende, en cambio, sabe poco de erotismo. En aquellos años, la ignorancia de Allende es la ignorancia de muchos jóvenes de su edad, católicos como él, para quienes los maricones son sencillamente pervertidos, o en el mejor de los casos enfermos: perversión, enfermedad, vicio, pecado: no hay más calificativos. En aquellos años, no había más calificativos que ésos para los sentimientos que Allende cree sentir por Javier Salazar. Por consiguiente, en última instancia, Allende está de acuerdo con Salazar en lo esencial: que el pobre Carlitos, con toda su ternura, su dulzura y sus versos, tenía a la fuerza que ser o un enfermo o un pecador, tertium non datur. Pero no era un pecador, pobre Carlitos. Luego era un enfermo. Y su muerte -sea suicidio o simple accidente mortal- confirma que no era dueño de sí mismo, que no era normal, que padecía una anomalía biográfica tan grave que, excluido el pecado, sólo podía salvarle de su mal amor, de su enfermedad, la muerte. La muerte ha sido su eterno descanso. Ahora -piensa Allende, cristianamente- que Carlitos ha muerto -morimos para Dios-, Carlitos está a salvo: ahora -que vive- en la nada los semblantes plateados de Salazar, de Jesucristo, de las representaciones kitsch de Cristo, que formaban parte de su mundo intencional, por fin descansan, se logran. Ahora es feliz, pobre Carlos. Ahora ama y es amado. El Cristo semidesnudo de los cristos de todas las iglesias católicas del mundo, el Cristo flagelado, sansebastianado, atravesado por las flechas, cubierto con un taparrabos, es Salazar y es Dios. Luego es feliz. Luego no hay por qué llorarle demasiado, porque ahora en la muerte, en la nada, ha dejado de sufrir, es violado y es amado por su violento esposo y amigo el innúmero pastor que iba por las majadas al otero y se masturbaba en los chozos. Allende desbarra: ahora que ha decidido que no tiene ninguna vocación se siente totalmente libre, y su traje talar de seminarista, toda aquella faldamenta negra, le parece de pronto un gran vehículo. Pero, oh astucia de la razón deseante, nada de este agitado erótico sentir debe ser revelado: la pasión por Salazar ha vuelto a Allende, instantáneamente astuto: no dirá nada, no contará nada, no revelará nada. Tratará -en vano, a sabiendas- de enamorar a su amado y, a sabiendas de que fracasará, se correrá en su celda y conservará en su corazón impuro para siempre la imagen del amado Salazar que perdió, por puro, por estúpido, Carlitos Mansilla.
Paco Allende no es, sin embargo, un amante ingenuo -la reflexividad es su nota más característica-. Allende no es tampoco un chico egoísta o cruel. Casi a la vez que siente los sentimientos recién descritos, vive Allende un intenso proceso de corrección: la práctica del diario examen de conciencia le permite ahora situarse con honradez ante sí mismo: ¿a qué viene toda esta inútil agresividad contra un pobre difunto? ¿A quién trata, Paco Allende, de justificar ahora? Allende ve con claridad que un argumento insidioso se despliega velozmente en su alma como una culebra: dado que ama a Salazar, Salazar tiene que ser digno de su amor. No podría -Allende ha pensado siempre- amar a un objeto indigno (Allende se ha burlado siempre de esas novelas y películas donde criaturas indignas, o malas, prostitutas, ladrones, el ángel azul, son amadas, no obstante sus defectos: siempre le han parecido esos relatos falsificaciones interesadas que, al final, reducen a nada la nobleza del amor, se convierten, al final, en meras pasiones, ebriedades sin sustancia, perdiciones). ¿Es Javier Salazar un objeto indigno? No, no lo es -se dice Allende a sí mismo-. Y sin embargo… Pasa la primavera, la piel dulce, la efímera existencia que resplandece en el corazón de todos nosotros se refleja también, destella en el corazón de Allende. ¿No es ésta la hora del florecer, la hora también de la presencia del Dios? Citas cultas y paganías insustanciales cruzan y recruzan la conciencia de Allende. ¡Con cuánta facilidad olvidamos lo esencial! Javier Salazar es tan hermoso. Su aspecto estos últimos días del curso -últimos no sólo porque el curso se acaba, sino también porque los dos, Salazar y Allende, tienen intención de abandonar el seminario y no regresar al seminario en otoño- sujeta abrasivamente la conciencia de Paco Allende impidiéndole ver con claridad lo que está claro. ¿Y qué es lo que está claro? Está claro, lo estuvo desde un principio, que Salazar se comportó cruelmente con Carlitos Mansilla. Allende deja que esta idea se agarre con fuerza en el fondo del mar de su alma, como un arpón que no le deja irse. Años más tarde, ya en frío, Allende sonreirá recordando lo mucho que le costó aquella primavera aceptar que la belleza física y la belleza moral, la bondad, no tienen por qué coincidir en la misma persona. Pero no fue una aceptación fácil de hacer. Allende recordará durante muchos años los minuciosos pasos que tuvo que dar su corazón, su voluntad, para que su recta intención se convirtiera en recta acción.
La decisión de abandonar el seminario aquel verano (una decisión que, al confesársela mutuamente, Allende y Salazar, pareció que habían tomado de común acuerdo, aunque no fuera así) no impedía que se les echaran encima los exámenes de fin de curso. En mayo, y casi todo junio, los exámenes eran el gran acontecimiento invasor que todo lo ocupaba y que, no obstante hallarse ambos seguros de su rendimiento académico -ambos iban a aprobar por curso todas las asignaturas-, confería a esos dos meses cierto tono excitado, un nerviosismo contagioso, casi un descenso de la reflexividad en aras de la efectividad, del empollar, memorizar, garantizar que, examen tras examen, aprobaban con nota todos los exámenes. Salazar era, por supuesto, el más aventajado. Allende se había limitado siempre a pasar con facilidad sus exámenes sin sobresalir en exceso. Allende recordaba que en años anteriores, los dos años que habían pasado juntos, cuando aún vivía Carlitos, Salazar se había distanciado un poco del trío para quedarse horas extra en el estudio, quizá fingiendo tener que preparar asignaturas que tenía preparadas de sobra, por no aguantar a Carlitos. Este año, en cambio, Salazar no tenía la menor intención de aislarse. Al contrario: había recuperado su buen humor, un temple de ánimo seco y brillante, que Allende estimaba mucho. Tan seguro estaba Salazar este año de su éxito académico, que uno de los primeros domingos de junio propuso a Allende que aprovecharan el paseo para «repasar sus vidas» -ésa fue su expresión-. «Vamos a examinar nuestras conciencias, si quieres, al alimón. ¿Crees que podremos, Paco? ¿Te apetece hacerlo? Será un poco como desnudarnos el uno ante el otro.» Y al decir desnudarnos una sonrisa veloz había cruzado el hermoso rostro de Salazar como una culebrilla de agua. Esta imagen de la culebrilla se le había ocurrido a Allende junto con, una vez más, su correspondiente autocensura. ¿Por qué culebrilla? La imagen era, sin embargo, muy precisa: Allende recordaba un verano de su primera juventud bañándose en el pantano de El Tiemblo y aterrándose al ver las culebrillas de agua que asomaban en la superficie sus negras cabecitas romboidales y circulaban muy deprisa entre las aguas verde cieno. La sensación de peligro, de horror, se superponía a la conciencia de chico de campo que Allende tenía y que le hacía saber que las culebrillas de agua no ofrecen el menor peligro y no son venenosas. Fue, sin embargo, muy fácil. Era finales de junio, aquel domingo, después del almuerzo, cuando fueron lentamente por el patio, haciendo tiempo antes del paseo, que era de cuatro a seis. ¡Estaba guapo Salazar con su sotana negra que le alargaba la figura! Y Allende -que entonces era un chico delgado, de carita redonda y pelo ondulado, un metro setenta de estatura como mucho- estaba guapo también: ¿y quién no, con diecisiete? Ésta es una escena trivial, ésta es una escena sin grandeza alguna. No han llegado estos dos muchachos a la edad de las grandes emociones, los grandes sentimientos, las grandes hazañas. Son dos seminaristas que dejarán el seminario en breve y que comenzarán la vida con buen pie, aunque con un pasado ciertamente ambiguo. ¿Qué hay entonces que contar? Hay que contar que fue muy fácil al principio. Tan fácil era pasearse antes del paseo por el patio y salir luego de paseo, mezclándose con todos al principio para no llamar la atención, y poco a poco separarse del grueso del grupo para quedarse solos y pasear solos por la avenida de los incipientes castaños de indias.
– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Salazar, con el tono de quien ya sabe la respuesta.
– No sé. ¿Qué quieres hacer tú? Podemos subir un poco monte arriba. Será bonito ver el pueblo y el seminario desde arriba.
– No me refiero a eso. Me refiero a qué hacemos de lo que dijimos: el examen de conciencia a dúo. Me refiero a eso.
– Ya. Como tú quieras.
Al decir esto, Allende se da cuenta de que no quiere de ninguna manera entrar a hacer ningún examen de conciencia. Está dispuesto a dejarse llevar, a seguir el humor de Salazar. Pero no tiene la menor intención de dejarse examinar por los bellos y fríos ojos de su compañero, ni, tampoco -esto es lo más curioso de todo, piensa Allende en ese instante- entrar él mismo a examinar la conciencia de su amigo. Cualquier acción semejante implicará una distinción entre sujeto y objeto, entre examinador y examinado, implicará distanciamiento: no podrá llevarse a cabo sin una considerable dosis de agresividad. Allende está persuadido de que tras una sesión de mutuo autoexamen no sobreviviría la amistad entre ellos: las amistades juveniles -Allende lo sabe confusamente- duran poco más que las amapolas: no resisten un autoexamen medianamente severo. ¿Pero quién ha hablado de un examen severo? ¿No se ha tratado desde un principio de que los dos finjan llevar a cabo un examen severo? ¿No era desde un principio el objetivo secreto de este paseo y de este examen de conciencia confiar el uno en el otro y amarse? ¿Acariciarse incluso en cualquier recodo, detrás de cualquier tapia? ¿No se trataba de eso? Allende sólo sabe en este momento que la existencia entera se ha reducido a un sendero en el monte entre zarzales, prados húmedos, el mar del fondo y callejas del pueblo por donde suben y bajan bulliciosamente los seminaristas los días de paseo los domingos. Allende sólo es consciente de sí mismo y del instante mágico que él y Salazar parecen estar viviendo. Ensimismado, la voz de Salazar le sobresalta:
– Tenemos un examen de conciencia pendiente, Paco. O, mejor dicho, tú piensas que yo te debo una explicación. ¿Y qué es una explicación sino un examen de conciencia? No hace falta que contestes a esto. No eres tú quien ha de hacer examen de conciencia. Sólo por cortesía, por afecto, finges o fingirás que tú también tienes que hacer examen de conciencia, pero no lo crees. Aunque no te des cuenta, o sólo te des cuenta semiconscientemente, tú piensas, estás convencido de que en tu conciencia no hay ahora mismo ninguna gran maldad, aunque sí aceptas que existen y que te torturan pequeñas miserias, mezquindades, cositas, mínimos engaños que un seminarista escrupuloso no debe permitirse y que ni siquiera un futuro estudiante de filosofía o de psicología que cuelgue los hábitos puede permitirse sin arriesgar su sinceridad, su autenticidad: pero ahí o aquí, para ti, se acaba todo. No necesitas hacer examen de conciencia porque no tienes conciencia de ninguna gran maldad que hayas cometido. En cambio, estás convencido de que yo sí que tengo que hacer examen de conciencia, porque yo sí que he cometido una gran maldad. ¿A que sí, Paco? ¡Contesta!
Allende casi pega un brinco: la brusquedad de la pregunta ha ido acompañada de una elevación de la voz: la pregunta ha sonado como un grito, como una orden en los oídos de Allende. No es el tono de voz de las confidencias, ni mucho menos del amor, por espiritual que sea. Es el tono de voz de las penitencias y de los castigos: demasiado alto, desabrido y cruel.
– ¡A que sí qué! Tú lo dices todo, Javier. Tú te juzgas a ti mismo y crees también que yo te juzgo. No soy quién…
– ¡Bah! ¡No soy quién, no soy quién! Ñoñerías y mentiras. ¡Claro que eres quién! ¡Quién si no! Voy a decirte yo lo que tú deberías estar diciéndome. Voy a acusarme yo, en lugar de que tú me acuses a mí, como deberías.
– ¿Sabes qué? Mejor dejarlo.
– De eso, nada. ¿Y sabes por qué no? Porque dejarlo es una intención piadosa e imposible de cumplir. Tú mismo lo has dicho varias veces, que la muerte de Carlitos te dio pena, que era demasiado hablar de aversio Dei para describir lo de Carlitos. Incluso, si mal no recuerdo, al principio me acusabas de ser yo el responsable del accidente. Llegaste a amenazarme. ¿Qué te ha pasado desde entonces? No me dirás que ha pasado el tiempo, porque en realidad el tiempo apenas ha pasado. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Poco más de un mes?
Ahora, al mirarle de reojo, Allende vuelve a percibir la sonrisa ligera, culebreante, soleada, verde cieno, de Javier Salazar. No es una sonrisa muy pronunciada, es una sonrisa arcaica, la sonrisa de un kuros, decide de pronto. No es una sonrisa accesible: Salazar no le parece ahora accesible, sino sólo resplandeciente, muy bello, como los kuroi en sus pedestales, con su gracia inmovilizada, tantalizante. Como un objeto expuesto en una exposición: en un cartel se lee No tocar las piezas. Ya no es, aunque continúa siéndolo, el Salazar que amaba hace unas horas. Descubre entonces que su posición exacta ante Salazar es que no le es posible ni amarle ni no amarle, de la misma manera que ante el asunto de Carlitos Mansilla no puede ni callar ni no callar. Por suerte Salazar no ha terminado: tiene mucho que decir y va a decirlo. Allende tiene un buen rato incluso para separarse de lo que oye, salvarse de la fría lucidez de su joven amigo, una lucidez análoga a la claridad verde cieno de aquel pantano de aquel verano de su juventud. Como una extensión de este deseo de no seguir escuchando a Salazar, por lo menos en ese momento mismo, de pronto se ve invadido por el recuerdo de ese proyecto de abandonar el seminario, que Allende había forjado con independencia de Javier Salazar pero que, al comunicárselo a Salazar, acabó pareciendo un proyecto que se les había ocurrido a los dos al mismo tiempo: una parte de la ternura que hasta hace un instante había sentido por aquel Salazar contristado, apenado en apariencia por la muerte de Carlos, se le repite ahora como el sabor intenso de un guiso: el ajo, la cebolla, el pimentón. Aprovecha este giro para decir lo poco que puede decir sin -según teme- traicionarse. (Aunque esta sensación de que puede traicionarse simplemente por declarar cualquier cosa ante Salazar, es una novedad intensa que Allende percibe con claridad sólo ahora mismo.)
– Mira, ¿sabes lo que pienso, Javier? Que por suerte los dos vamos a irnos y por lo tanto todo ha terminado: al irnos, acabaremos con todo: con lo que le pasó a Carlitos, con quién tuvo la culpa, con quién no la tuvo… Cuando queramos acordarnos de esto habrá pasado un par de años y nos habremos matriculado en Salamanca o en Madrid, o donde sea, en cualquier carrera de letras o de ciencias, porque tú eres muy capaz de hacer una carrera también de ciencias, y eso será todo. Carlitos pudo decir, con razón, lo de Juan Ramón Jiménez, otro poeta que le encantaba: Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando. Así que así ha sido: los pájaros siguen cantando, la primavera es tan bella o más que nunca y tú y yo nos vamos a ir…
– ¿Cómo que tú y yo? Yo no voy a irme a ningún sitio.
– ¡Pero dijiste que estabas pensando dejar el seminario. Cuando yo te dije que me quería ir, tú dijiste que también!
– ¿Dije eso? Sí. Es posible que sí. Lo de Carlos me afectó mucho, a todos nos ha afectado mucho. Sí. Es verdad que lo dije. Era una reacción de huida, asustadiza, deseo de olvidar, ya sabes. Pero no, Paco, por favor. ¿Cómo vamos a irnos? ¡Y sobre todo yo! Aquí estoy bien. Aquí me quieren. Tú mismo me quieres. Todo el mundo me ha querido aquí. ¡Incluso Carlitos me quería, según tú!
– Es miserable que hables así de los sentimientos de Carlos. Esa guasa es miserable, despreciable.
– ¡Perdona pero no hay guasa ninguna! En tu suspicacia y en tus recelos hay un punto tiñoso. Tú mismo me has dicho que Carlos me amaba. ¿O no lo has dicho? Todo el mundo aquí me adora, incluido tú. Eso puedo verlo a simple vista. ¿Por qué me voy a ir? Tú tampoco deberías irte. ¿Por qué quieres irte tú?
– Porque no creo que la vida que hacemos aquí, o llegar a ser cura, o la Iglesia católica tengan nada que ver con Dios o con Jesucristo. Esta es una universidad privada, un negocio familiar, privado. Aquí no encajo yo. Lo bien que, según tú mismo dices, encajas tú, me revela lo mal que encajo yo. Por eso debo irme.
– ¡Allá tú! Pero vamos, Paco, no malgastemos más la tarde. Dame un abrazo.
Se abrazan en el silencio reverdecido del amor apagado: tenía razón Lorca -piensa melancólicamente Allende-, ésta ha sido la tarde equivocada y ahora se ha vestido de frío, los dos nos hemos vestido de frío. Regresan al seminario a buen paso, en silencio.