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26

Allende abandonó el seminario poco tiempo después, una vez finalizados con razonable éxito los exámenes de aquel curso, tras haberse despedido del rector y del padre espiritual y un poco por encima de todos los compañeros. Sólo Salazar estaba en el secreto de las verdaderas intenciones de Allende. Allende se despidió de Salazar afectuosamente. Prometieron escribirse con asiduidad, pero, en el fondo se despidieron con una visible carga de ironía: Esto no es una despedida. Es un aplazamiento, es arrivederci, declaró Allende. Salazar se mostró bienhumorado, afectuoso y distante. Tan distante que Allende, aun habiendo decidido de antemano que esta despedida iba a ser rápida y fría, se sintió dolido, casi agredido, por la jovialidad de Salazar. Entre aquel paseo en la tarde del domingo y esta despedida, no habían pasado ni siquiera tres semanas: tiempo suficiente, sin embargo, para que Allende repasara su relación con Salazar e hiciera -esta vez sí que de verdad persuadido de que debía hacerlo- examen de conciencia. Y el resultado provisional de ese examen de conciencia fue que, ni en el momento presente, el del examen, ni en ninguno de los momentos anteriores, había amado a Salazar. A la luz ácida y veritativa de la última conversación, decidió Allende que la idea de que amaba a Salazar inmediatamente después de haber muerto Carlitos Mansilla, y con el pretexto de parecer, por ese motivo, Salazar apenado, había sido un espejismo sentimental. Ésta fue la primera vez que Allende se hizo cargo de este concepto de espejismo emocional, un concepto cuya utilidad iría Allende percibiendo poco a poco a lo largo de los años: dada una situación conflictiva, donde intervienen dos o tres o cuatro personajes, con sus individuales cargas afectivas muy visibles, casi cualquiera siente que siente casi cualquier sentimiento con respecto a los otros: cualquiera puede sentir o pensar que ama a cualquier otro, con independencia de lo que más tarde la realidad confirme o desconfirme.

Irse. Al, por fin, irse, se dio de bruces Allende con su irse como contra un muro de cemento. Mientras que pro¬yectar irse y contar que se iba a Salazar, e ilusionarse con que Salazar se iría con él, y que, de paisano ya, pasarían temporadas juntos, en pensiones quizá, de Ávila o de Ma¬drid, para repasar, emocionados, los pros y contras de su valerosa decisión de irse, mientras irse fue no irse todavía, irse era quedarse, con un punto de agresión a lo que había y se les oponía, lo enfrentado, y otro puntito, salitroso, gozoso, benemérito, de liberación y francmasonería casi, a la francesa. Cuando irse, empero, fue estarse yendo ya, y sobre todo cuando fue ya hallarse fuera y no encontrarse hallado, sino sólo como sacado, extractado, frente al mundo real frente por frente, frente a los suyos en casa, y frente a todos los demás fuera de casa, no quedando cerca nadie ahora ni tampoco lejos, sino todo el mundo a esa media distancia de la indiferencia, esa espaciosidad del sálvese-quien-pueda, Paco Allende sintió una fuerte angustia sin objeto: se sintió helado en plena tarde equivocada. Así que tuvo que hacer un interesante ejercicio subjetivo de reinvención del mundo y de sí mismo, que no era ya tanto examen de conciencia como composición de lugar. Unos auténticos ejercicios espirituales, aunque no precisamente ignacianos, para dar consigo mismo en medio del mundo: saber de dónde venía y adónde iba. Lo único que no sintió -esto, por cierto, le sorprendió muchísimo- fue nostalgia. Creyó que sentiría nostalgia, temió sentir nostalgia, y sin embargo, una vez fuera, la enfermedad del regreso había desaparecido. Y en esta inesperada -aunque por supuesto bienvenida- sanidad figuraba como agente definitivo Javier Salazar: gracias al distanciamiento que en los últimos tiempos de seminario se había establecido entre ellos dos, Allende no sintió nunca -ni recién salido ni más tarde- nostalgia de su vida de seminarista. Esto tuvo un único inconveniente: que Salazar se volvió indeleble.

Javier Salazar se volvió, en los años que inmediatamente siguieron al abandono del seminario, un centro de debate, una frontera. Esa frontera se difuminaría con los años, de tal suerte que al cabo de veinte, cuando volvieron a encontrarse los dos solos en Madrid, y sobre todo al cabo de cuarenta, cuando Salazar invitó a Allende a casa para conocer a Ramón Durán, era ya un lugar común: a saber: el tópico de que ciertas inclinaciones de fondo al desafecto -this is a place of disaffection- matan el alma. Matan a cualquiera. Nos aniquilan. Lo que sucede es que, a este nivel de generalidad, una verdad de este tipo es una simple verdad de perogrullo. Lo perogrullesco de su opinión madura acerca de Salazar quitaba hierro a la crítica que Allende hacía a su antiguo amigo: lo que quedaba era un vulgar desinterés o, como mucho, una curiosidad cortés, superficialmente afectuosa, por un antiguo compañero de estudios, un ex seminarista más de tantos como hubo en España tras el Vaticano II, un ex más, que, a ojos de Allende (unos ojos que se volvieron con los años los ojos profesionalmente distanciados y distanciadores del psicólogo profesional), podía descontarse. Claro está que, a raíz de la reaparición de Javier Salazar en compañía de aquel guapo joven, aquel Ramón Durán, el embalse se resquebrajó algo (el alto y reconfortante muro de la afectuosa indiferencia), se reinició el antiquísimo debate acerca de Salazar y el mal o acerca de La fragilidad del bien, el célebre texto de la Nussbaum.

Hubo algo digno de reseñarse, no sólo a raíz del irse sino, por fin, como parte del relativamente acabado carácter de Paco Allende, de incluirlo en el presente relato (es decir: alrededor de sus sesenta años), y esto fue su spiritualis unctio. Por lejos que se hallara de la fe católica de su juventud, por tedioso y estéril que considerara el panorama del catolicismo español del siglo XXI, Allende no perdió nunca la sensibilidad religiosa cristiana. Se sintió reflejado poderosamente en El hereje de Miguel Delibes y se sintió reflejado dialécticamente en los textos de los teólogos de la liberación, y se sintió (no obstante no participar nunca, bajo ningún pretexto, en ninguna práctica cristiana concreta) un cristiano de base. Y es curioso que la espiritualidad tan reservada, tan internalizada, tan de cristianismo reformado, de Allende, tuviese como centro, por un lado su experiencia amorosa o, si se quiere, contraamorosa con Salazar, y por otro ese espléndido himno miles de veces oído y musitado por Allende: el Veni, Creator Spiritus. Y fue justo eso, un par de versos de ese himno, lo que sirvió a Allende de guía en sus oraciones laicas, tan rilkeanas, tan parecidas a las del Graham Greene de The Heart of the Matter: la oración de Scobie: no en concreto las palabras de Scobie, sino la inspiración cristiana que Graham Greene logró insuflar en su personaje. Por eso, al pensar en sí mismo y en el abandono del seminario, y en el Salazar del seminario y en el Salazar sesentón, liado con chicos treinta años más jóvenes, musitaba invariablemente Allende: Accende lumen sensibus / infunde amorem cordibus.

La salida, pues, del seminario fue, para Allende, agónica. Pero esta agonía (con el malestar de la confusión, la inseguridad, las dudas, la imposibilidad de dar explicaciones verosímiles o completas de su decisión) no sólo no disminuyó, sino que agudizó la considerable capacidad analítica de Allende: y sirvió, por de pronto, para unificar su vida -a la sazón muy breve aún- a partir del concepto de vocación: su vocación. La pregunta que se alzó de entre todas con más fuerza no hacía referencia al presente sino al no muy distante pasado de Paco Allende: al momento en que decidió entrar en el seminario: Ahora quiero irme y me he ido -se decía a sí mismo-. Y mentalmente añadía que cualquier respuesta que diese a esta cuestión tenía que precederse de otra pregunta: ¿Por qué quise entrar? Y al preguntarse por qué quiso entrar en el seminario la respuesta más obvia (no obstante parecerle ahora, al irse, una respuesta demasiado sentimental, aun así verdadera) fue que quería «curar almas»: la cura de almas. Esta frase manoseada tanto por aquellos años tuvo sin embargo para Allende, a sus quince, un sentido vigoroso y nada ñoño. En la cura de almas entraba desde la curación por la palabra (un tipo de cura que al final decidiría su vocación como psicólogo), hasta la curación del cuerpo en la medicina o en la enseñanza -física o intelectual-. Se vio desde muy joven Allende como una cierta clase de monitor o entrenador o curador de almas: descubrió que le interesaban mucho las personas, las historias que le contaban sus amigos, las criadas de su madre. Se descubrió interesado por las relaciones personales, por la capacidad o incapacidad para conectar: todo eso, unido a una moderada pero consistente presión ejercida en el colegio de los frailes donde se educaba, le condujo al seminario. Hubo también una cierta emoción religiosa, católica, muy de aquella época de finales de la posguerra en España, los años cincuenta, que se le fue borrando una vez dentro del seminario. El mundo de oraciones, de preces y de rituales eclesiásticos y litúrgicos le descorazonó. Por eso, cuando declaró a Salazar que quería irse porque no creía en la vida de piedad que se hacía en el seminario, tan eclesiástica, y añadió que no le parecía que tuviera mucho que ver con Dios o con Jesucristo, expresó un sentimiento que de verdad sentía: no había allí unción religiosa, sólo había unción eclesiástica como mucho. Pero el otro motivo que le decidió a abandonar y que también comunicó a Salazar fue más serio y tuvo mucho que ver con Salazar: fue que, comparado con Salazar, su posición en el seminario quedaba visiblemente desfigurada. Entiéndase que esto no fue envidia o celos estudiantiles. Fue la sobria constatación de que el entusiasmo que despertaba su compañero entre los profesores e incluso entre los demás estudiantes, revelaba una considerable flaqueza por parte de los admiradores, cuya naturaleza precisa Allende sólo comenzó a examinar con claridad cuando se apartó de Salazar y, sobre todo, al irse definitivamente del seminario. Porque el hecho fue que, frente al definitivo irse de Allende, hubo el curioso no-irse de Salazar: el quedarse, como él mismo dijo, «porque aquí me quieren».

Aquel verano, recién abandonado el seminario, teniendo que hacer entender con rapidez en casa, a sus padres, a algunos amigos (que ahora iban apareciendo crecidos, afeados por el estirón, tan poco amistosos, tan de la otra vida anterior, la que precedió al irse al seminario), una decisión que ahora a todos parecía inesperada y terrible, como si dejar el seminario fuera equivalente a perder la fe católica o haberse entregado a las pasiones. Y, por cierto, ¿qué hacer con las pasiones? ¿Y qué pasiones? Cuando Allende entró en el seminario era todavía un niño. Cuando salió seguía siendo semivirginal. El último año, en confesión, algún confesor le había ronroneado amonestaciones absurdas que sonaban a mera curiosidad, como: Respeta tu propio cuerpo, tu cuerpo es el vaso donde llevas tu tesoro espiritual, el tesoro espiritual de tu alma, no debes manosearlo, no juegas con tu cuerpo, ¿verdad? Desde un principio Allende había entendido el significado de estas ñoñerías. Ninguna tenía la menor aplicación en su caso. No se había sentido atraído hacia nadie en particular, salvo hacia Javier Salazar, e incluso esta misma atracción (orientada y, en parte, provocada por el erotismo infantil de Carlos Mansilla) había tenido unas connotaciones más intelectuales que físicas. Se había sentido atraído intelectualmente por Salazar y, tras la muerte de Carlos Mansilla, se había creído enamorado de él. Pero no era así. Uno de los fascinantes descubrimientos que Allende hizo, una vez fuera, fue que resultaba atractivo físicamente a los demás, a las chicas sobre todo. Se vio inmerso, casi inmediatamente, en un mundo femenino gracias al cual acortó la aridez y las dificultades de los primeros meses de vida civil. Al cabo de unos meses, no se sentía como pez en el agua, pero tampoco lo contrario. ¿Cómo se sintió al cabo de unos meses Allende en su nueva vida fuera del seminario? Se sintió sutilmente adorado. Esto era una gran novedad. Las chiquillas le adoraban. Tenía Allende dos hermanas, una menor que él, de quince, y otra mayor de dieciocho. Eran niñas pizpiretas y guapuchas, no muy bellas, pero, en cambio, resultonas. La palabra resultona era idiota y agresiva. Y no se le había ocurrido al propio Allende. Era un adjetivo de sus hermanas, la pequeña sobre todo, Macu: todo el rato contaba cómo eran sus compañeras y compañeros de instituto, los profesores y profesoras, la droguera, el chico de la frutería, un monitor de voleibol, que era justo eso, resultón, aunque no guapo. Era un mundo gracioso y multicolor, lleno de abreviaturas de nombres propios (Koki, Cuchi, Pili…) y peleas y piques, un universo de disgustos y consolaciones instantáneas. Allende sentía curiosidad. No era un mundo apolíneo, las amigas de sus hermanas no le parecían bellas, sino tumultuosas, móviles, inexactas, precipitadas, alegres, chinches y generosas a la vez. Hablaban todas a la vez, con vocecitas muy altas, agudos gritos de vencejos de estío. La compañía de sus hermanas y de sus muchísimas amigas le hacía reír. Allende recordará más tarde esos primeros meses en la casa familiar como un mundo de risas desternillantes. Esto fue así muy al principio. Luego, cuando el batiburrillo inicial fue sedimentándose, aquel mundo femenino, aquel mundillo, se concretó en figuras individuales. Las chiquillas mayores, más próximas a su edad, las amigas de su hermana mayor, María Elena, venían de visita y se sentaban con él a oír la radio. O se organizaban en grupos de dos o tres parejas para ir al cine. No le dejaban solo. En el seminario, Allende se había sentido muchas veces muy solo. La sentimentalidad incisiva, tan masculina -en su afeminamiento- del pobre Carlitos, nada tenía que ver con la feminidad de estas chicas, con Luisa, por ejemplo, o con Julia Martínez. Julia era de la misma edad que su hermana María Elena. Julia Martínez no era bella, no era to kalon. Era atractiva, sin embargo. Tanto más atractiva y tratable, cuanto menos bella. ¿Pero no era también bella, es que no era guapa? En el salón de la casa de sus padres, rodeados del alegre entrar y salir de todo el mundo a la vez, comenzó Allende a charlar y a discutir como nunca jamás lo había hecho en el seminario. Y también se sintió repentinamente escuchado. A las chicas aquellas les parecía de alguna manera cómico que sólo él fuera chico entre tantas chiquillas. Y le tomaban el pelo y le tiraban del pelo, y le ponían sombreros en la cabeza. Y le decían: «Mírate al espejo con esto puesto en la cabeza, pareces una abuela.» Y esto podía ser un turbante hecho con una toalla. Era un mundo muy alegre y, realmente, muy casto, más casto que el mundo masculino del seminario, que era sombrío.

Nunca olvidará Allende aquel primer año, rodeado de sus hermanas y las amigas de sus hermanas, que le hacían sentirse a ratos maravilloso y alto y guapo, y a ratos cómico y de trapo, como un muñeco de peluche. Nunca hasta entonces, se había sentido Allende tan importante y requerido (al cabo de pocas semanas de conocerle aquellas chicas pandilleras parecían incapaces de hacer planes sin él) y tan, al mismo tiempo, aturdido y rebajado y -¡oh, paradoja!- escuchado: rebajado y escuchado: exaltado y rebajado, achicado, engrandecido. Las chicas le parecían como un mar incalculable, cuyo zarandeo era, en conjunto, emocionalmente satisfactorio. Pronto las mayores, y en especial Julia Martínez, comenzaron a interesarse -con bastante discreción, por cierto- por su vida pasada en el seminario:

– Echarás de menos todo aquello -le soltó un día Julia. Habían coincidido en la sala de estar los dos solos, y Julia añadió-: A la fuerza tienes que echarlo de menos. Después de todo tenías vocación de cura.

– Yo creo que no, que no tenía vocación. Fue un error -contestó Allende.

– ¿Cómo que fue un error? ¿Cuándo te diste cuenta dé que fue un error? -quiso saber Julia Martínez.

Aquella tarde Allende no quiso contestar. No supo qué contestar. De pronto, no quería enredarse en una discusión íntima con Julia Martínez. No querer entrar en esta discusión, sin embargo, le chocó más a él mismo que a la propia Julia.

– No tengo ganas de hablar de eso -dijo entre dientes. Y Julia cambió de conversación. Al cambiar de conversación se vio claro, al menos Allende lo vio, que la chica no tenía interés en curiosear en su vida. Le pareció que la pregunta era una pregunta honrada. Una pregunta que, al fin y al cabo, él mismo se había hecho con mucha frecuencia en esos meses. Así que, la siguiente vez que se encontraron los dos solos, fue Allende quien sacó la conversación.

– ¿Quieres saber por qué me fui del seminario?

– ¡Hombre! ¿Ahora sales con eso? Sí, la verdad es que sí me gustaría saber por qué. Pero, por otra parte, me da igual: si te fuiste, te fuiste. No hay que buscar tres pies al gato.

– Ya. Pero, sin embargo, tú sí estás interesada en saber por qué me fui. -Pues sí. Pero entiéndeme. No creo que, una vez que ya te has ido, teniendo en cuenta que tienes toda la vida por delante, tenga gran importancia saber por qué ingresaste en el seminario primero y saliste después. Igual tú mismo no lo sabes, lo mismo fue una venada que te dio.

– Me fui porque no soy maricón -contestó Allende sin pensarlo. Logró con esta frase, que le salió del alma, y que pronunció con brusquedad, desorientar a Julia Martínez. Julia reaccionó enseguida, sin embargo:

– ¿Pero qué dices? Claro que no eres eso…, de la acera de enfrente, claro que no. ¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro? No te entiendo.

El eufemismo empleado por Julia Martínez hizo sonreír a Allende. Sonrió porque no estaba acostumbrado a los eufemismos: en el seminario no se hablaba por supuesto de estas cosas, pero en el confesionario se refería uno a ellas en términos de pecados. Que fuera pecado masturbarse o desear acariciar las piernas de un compañero eliminaba toda equivocidad: la referencia estaba clara: un pecado es un pecado. No había nada que hablar acerca de un pecado: sólo había que evitarlo. Con ocasión del enamoramiento de Carlitos, había aparecido el otro modo de hablar de esos asuntos: las injurias: maricón, afeminado, pervertido…, todas esas cosas que -recordaba Allende- Salazar había dicho de su amante. Y una vez más aquí, con la injuria, ese instantáneo veredicto, la conversación quedaba clausurada: ni los pecados ni las injurias tenían tratamiento social. Sin embargo, ya en la vida civil, a Allende se le había escapado una explicación a simple vista inadecuada: el «me fui porque no soy maricón», que le había sorprendido a él mismo y que, ciertamente, había dejado perpleja a Julia Martínez. ¿Tenía que explicarse ahora? ¿Esperaba Julia una explicación? A decir verdad era él quien había sacado la conversación esta vez. Pensó que le gustaría hablar de esto con Julia y se encontró con que no sabía cómo -de alguna manera era impropio hablar de cosas así con una chica-. Los años de seminario, sin embargo -no obstante haber sido cortos-, habían comenzado a inscribirle en la conciencia ya cierta suficiencia doctoral, cierta habilidad para la cura de almas que se traducía en una clara habilidad para tratar conversaciones escabrosas: ser cura había significado también eso: no escandalizarse nunca de nada. ¡Con todo lo que yo he oído en los confesionarios, ya nada me asusta!, había oído decir a los curas del seminario, acompañando el comentario de una ligera vanidad profesional: en el confesionario se aprende mucho de la vida. En función, pues, de ese espectral ego eclesiástico que aún emergía a ratos en la personalidad de Allende -y que después se transformaría en el ego del psicólogo- Allende se sintió con fuerzas para decir:

– ¡Me hace gracia que utilices esa expresión tan fina, tan elegante, lo de la acera de enfrente. Lo que he querido decir es que el seminario era un lugar… de sentimientos muy poco definidos!

Tuvo la sensación de que mentía, observó de reojo a su compañera y vio claramente que no le estaba entendiendo y que no era culpa de la chica sino de él mismo.

Comprendió que tenía que proseguir: se sintió como en un disparadero, un impulso vertiginoso que no podía ya detenerse. Sin querer, como quien habla en sueños, había hecho una declaración negativa acerca de sí mismo: que no era maricón. ¿Eso, a qué venía? Era una salida de tono, era un exabrupto, era, en definitiva, algo que revelaba toda una zona de su alma que quizá pugnaba por expresarse, pero que, hasta la fecha, en su nueva vida en la casa familiar, no se había aún expresado. El silencio era amable en aquel momento: Julia no parecía ya perpleja, sino que parecía más bien dispuesta a pasar a otro asunto. Allende decidió continuar en la línea anterior, con la sensación que tiene quien se arroja de cabeza a una piscina desde una altura considerable: durante la caída, por un instante, el saltador no muy experto piensa: Me romperé la cabeza, y luego la zambullida y el ascenso a la superficie. De alguna manera se sentía como suspendido en medio del salto.

– Te habrá chocado lo de maricón, supongo. Y tú me preguntas qué tiene que ver eso con mi salida del seminario. Lo que quise decir es que aquello era un mundo muy cerrado, de hombres solos, y yo echaba de menos, no sé, las chicas: mis hermanas, las amigas… Sin conocerte, incluso a ti te echaba de menos. Tenía gana de ver y hacer otras cosas.

– ¡Ya! -declaró pensativa Julia Martínez-. Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es que hayas usado esa particular palabra, ese insulto. Es como si dijeras que te fuiste porque todos los seminaristas eran así…, de la cáscara amarga. Tú no has querido decir eso, ¿verdad?

– No. En realidad no quise decir eso -contestó Allende-. Sólo que no tenía yo vocación de célibe.

Ahora entró en el agua. Sintió el frío trallazo del agua en el cuerpo y la necesidad de alzarse hacia arriba y sacar la cabeza otra vez: podía decir que se fue del seminario porque le gustaban las chicas. Julia Martínez y todo el mundo lo entendería. Sólo que eso no era del todo verdad. Como no era verdad que se fue del seminario porque perdió la fe o escandalizado por la falta de caridad con que, a su juicio, Salazar había tratado la muerte de Carlitos. A Salazar le había dicho que no encajaba donde él sí encajaba, pero ahora esa misma razón le parecía extravagante o fruto de la envidia. Había algo de verdad, sin duda, en lo de necesitar aire libre, pero ciertamente la palabra maricón no servía para aclarar eso. ¿Para qué servía la palabra maricón entonces? Servía para poner en acto una verdad irresoluta de la conciencia de Allende: podía afirmarse asertóricamente «Yo soy maricón» o interrogativamente: «¿Soy yo maricón?». Al saltar con esa palabra delante de Julia Martínez, como un monigote cuyo resorte salta y saca la cabeza de dentro de la caja, Allende había querido incluir seriamente a Julia Martínez en su vida. Y lo había hecho de la única manera que sabía: mediante la conversación y las palabras. La otra manera hubiera sido decirle «Me gusta mucho estar contigo, Julia, ¿quieres ser mi novia?» Cualquier frase corriente hubiera complacido a Julia, que, como el propio Allende veía, ya se inclinaba hacia él como una incipiente dulce novia, como una primavera blanca.

Todo no podía hacerse aquella tarde: Allende pensó precipitadamente esto: Todo lo que he de hacer y decir de ahora en adelante, no puedo hacerlo y decirlo ahora mismo. Y le pareció una ocurrencia brillante y volvió a pensarla con despacio: Todo, por urgente que sea, no puedo hacerlo ahora: saldría mal: confundiría a Julia, me confundiría a mí mismo. Y así hubiera quedado el asunto de no haber sido por un arranque que Julia Martínez tuvo y que la sitúa, siquiera sea por un instante, en la escala de los ángeles afirmativos:

– ¡No le des más vueltas, Paco. A todo le das vueltas. Lo que sea sonará. O no sonará, que da lo mismo. La única verdad es que a mí me gusta mucho estar contigo y hablar contigo y pasear contigo. Salir contigo me gusta con quien más!

– ¡Uy! Te gustará también salir con otras personas. No seas mentirosa. Más incluso que conmigo -coqueteó, casi sin proponérselo, Allende.

– Te lo juro. Te juro que contigo con quien más. Contigo sólo.

– ¡Bah! Eres una exagerada y una mentirosa.

Y entonces, en lugar de seguir hablando, Julia Martínez le cogió por la corbata y le dio un beso en la boca -poco más o menos en la boca atinó a darlo, el beso-, un besón ensalivado, bastante infantil aún, pero de amor, que conste. Y Paco Allende se lo agradeció.

Decidirse acerca de la mujer: ésta acabó siendo la consigna de Allende aquellos meses. Allende se daba cuenta de que en el mero enunciado de este propósito se alojaba la estupidez como una cagalera. Era estúpido -pensaba Allende- que alguien se dijese a sí mismo que tenía que decidirse a hacer algo que -quieras que no- ya estaba haciendo: si por decidirse acerca de la mujer se entendía relacionarse con normalidad con las mujeres, eso es algo que ya hacía. Había, sin embargo, algo que cambiaba por completo el contenido de la consigna: decidirse acerca de uno mismo. Estaba claro que, en lo referente a la mujer, no tenía nada que decidir Allende: era con respecto a sí mismo donde tenía que tomar la decisión. Pero la consigna también significaba: decidirse a tomar a la mujer en serio o, al contrario, decidirse a no tomar en serio a la mujer o a las mujeres, decidirse a olvidarlas, por ejemplo. ¿Pero por qué tenía Allende que olvidarlas? Había, en todo esto, algo ciertamente tonto, opuesto a la vida, opuesto al sentido común, opuesto a la naturalidad. ¿No le resultaba agradable tratar con Julia Martínez y con las amigas de sus hermanas? Sí. Le resultaba agradable. ¿Y no era esto todo?

Allende rumiaba por aquellos días: ¿Soy yo un chico más, a punto de dejar la pubertad, a quien atraen las chicas, amigas de sus hermanas, un chico como tantos otros? A esta pregunta le dio Allende varias respuestas: cabe reseñar algunas: Por culpa del seminario no soy, en esto de las chicas, un chico más. De no haber ido al seminario, de haber seguido en casa, tal vez hubiera hecho lo que todos: hubiera ido al instituto. Seguro que hubiera hecho como todos los demás. Hubiera ido con los otros a esperar a las niñas a la puerta de los colegios de monjas. Hubiera hablado de lo buenas que estaban las compañeras o las profesoras. El seminario todo lo cambió. El seminario me individualizó, me singularizó, me diferenció, me levantó por los aires. Causó en mí la falsa impresión de que yo era más de lo que era y sobre todo de que quería lo que muy pocos de mi edad querían. Allende se daba cuenta, al escucharse a sí mismo este recitativo, de que no estaba siendo ni sincero consigo mismo por completo, ni justo con sus años de seminario. Para ser sincero del todo, no tenía más remedio que añadir a su experiencia como seminarista su experiencia tibia, pero innegable, del enamoramiento con Salazar: no había sido gran cosa, no había durado mucho, había sido como un eco de la historia de Carlitos, podía caracterizarse casi como entusiasmo intelectual, pero -Allende lo sabía- había habido algún otro elemento, de atracción física, mezclado en todo ello. Por otra parte, era injusto decir que el seminario había causado su alejamiento del mundo femenino: en el seminario se habían limitado a exaltar el celibato eclesiástico, la virginidad, la dedicación a Dios o a las causas del prójimo en Cristo. Además, todo aquello había quedado atrás. Allende comprendía que nadie entre los diecisiete y los dieciocho tiene derecho a hablar de una vida marcada por su pasada experiencia. Al menos él mismo no la tenía. En conjunto el seminario le había resultado intelectualmente provechoso. El entendimiento madura por comparaciones: ésta era una máxima tomista. Así que Allende se vio abocado a hacer la gran comparación entre lo que sentía, o había sentido en un momento dado, por Salazar, y lo que ahora mismo sentía por Julia Martínez. No se trataba de comparar dos objetos -Julia y Salazar-, se trataba de comparar sus dos reacciones ante dos objetos obviamente distintos entre sí: la diferencia tenía directa relación con -por decirlo con pedantería (y este inciso del «por decirlo con pedantería» era un latiguillo muy del Allende recién salido del seminario)- el entusiasmo y el delirio divino que ocasiona la belleza sensible y que Allende reconocía en su relación con Salazar y que no reconocía en su relación con Julia. A Julia no le correspondía lo bello, sino lo bueno, lo recto, lo cotidiano, lo gracioso, lo casero, lo útil, incluso la pulcritud en el sentido de la higiene. Esta comparación le mantuvo avergonzado y malhumorado días y días. De ella se desprendía un hedor misógino, tanto más profundo cuanto menos perceptible a simple vista. Nadie le había sugerido nada parecido en el seminario. Se le había ocurrido a él solo. Julia Martínez participaba de una confortable presencia de la virtud y del bien, pero no de la excelencia ni de la exaltación. Este pensamiento era vergonzoso. Pero Allende descubrió que, vergonzoso o no, representaba exactamente sus sentimientos de aquellos meses en relación con las dos personas a las que se había sentido ligado sentimentalmente. ¿Qué consecuencia se seguía de esto? Que yo soy un poco maricón: ni del todo lo uno, ni del todo lo otro. En estas condiciones no me puedo comprometer seriamente con Julia, pero tampoco puedo deshacerme de ella sin más: me hace gracia, me entretiene, me divierte, me halaga su entusiasmo por mí, y tal vez, pasado el tiempo, la exaltada admiración por Salazar se quedaría en nada -el sujeto era indigno- y el sedado afecto por Julia sea el que ocupe mi corazón y acabe casándome con ella. Mientras tanto pasó el verano y llegó el otoño y llegó la universidad. Allende se entregó con pasión a su carrera de Filosofía y Letras con idea de especializarse en Psicología -una materia novedosa en aquel tiempo-, con idea de hacer después la especialidad en la Escuela de Psicología.

Eran los lentos años del franquismo, años de plomo y de labor. La gente como Allende, con una propensión introspectiva, se cerraba en banda a las protestas estudiantiles, al marxismo, a la revolución. Y también, en el caso particular de ex seminaristas como Paco Allende, a prestar atención a las novedades teológico-pastorales del Concilio Vaticano II. El hecho de haber ido al seminario y de haber salido del seminario después hizo que Allende no sintiera ya hacia 1963 el menor interés por los acontecimientos fascinantes que estaban teniendo lugar en Roma. Haber ido al seminario hizo que Allende detestara la memoria de todo lo eclesial -y esto era injusto, puesto que su formación como seminarista había sido bastante mejor en punto a Humanidades que la de la mayoría de compañeros de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid-, haber ido al seminario le hizo reservado en el sentido superficial de que ése era un dato que prefería no hacer constar en esa biografía rápida de sí mismos que los estudiantes de comunes de la Facultad de Filosofía de Madrid ofrecían a comienzos del curso. Quiere decirse con esto que sacó brillantemente los dos primeros cursos de comunes por su competencia en latín y griego. Obtuvo la calificación más alta de todas las que aquel año dio don Francisco Rodríguez-Adrados en griego. Fue un brillante estudiante de comunes. Las chicas le adoraban y los chicos le envidiaban sus espléndidas traducciones del Banquete y de los Evangelios. ¡Ah, fueron los tiempos del amor sin hilos, todas las caras una misma cara! Allende sorbía el encanto de su juventud a boca llena. De pronto, era joven y hermoso, un Ganímedes, un Alcibíades abreviado (abreviado, porque Paco Allende nunca se tomó a sí mismo por lo que no era: él no era Alcibíades ni Sócrates ni, en general, heroico o semiheroico. Paco Allende se vivió a sí mismo siempre como un chico vulgar. Esta es quizá su cualidad más característica y su mejor cualidad espiritual). Era, sin embargo, un par de años, tres años mayor que la mayoría de sus compañeros y compañeras, y era o le tenían por más listo. De alguna manera, todo había sido olvidado, abandonado en las provincias áridas, en la pequeña provincia castellano-leonesa de donde Allende procedía y donde se había quedado la dulce novia incipiente, la dulce Julia Martínez, como una amapola. Pero Julia Martínez -que había ingresado en una escuela de secretariado que duraba tres años y de la cual emergería como una linda secretaria, eficiente y no-bella- ahí estaba como un recordatorio de la ambigüedad de Paco Allende, de su deseo de ser y de no ser, a la vez y bajo el mismo aspecto, igual que todos los demás y distinto de todos los demás, hetero y homo.

Allende se había vuelto un buen estudiante -mucho más que en los días del seminario- y el estudiar duro era un gran cinturón de seguridad: todo lo subordinaba al estudio. También su vida afectiva se subordinaba a la sucesión de parciales y de exámenes cuatrimestrales y de exámenes finales curso tras curso. De haber podido, Allende hubiera cancelado sus inquietudes eróticas. Al fin y al cabo, y en una línea muy clásica del Banquete platónico, le parecía que estaba a punto de librarse del culto a la belleza de un solo ser, la belleza de un muchacho, de un hombre, o de una norma de conducta: le parecía que si insistía en el estudio y en la castidad, vuelto hacia el vasto mar de la belleza y la contemplación, engendraría numerosos, bellos y magníficos discursos y razonamientos en su amor inagotable a la sabiduría. Aquellos años en la facultad, llegó a pensar Allende que, en efecto, se había librado de la servidumbre del deseo amoroso que se dirige a una única persona en concreto. Esta sensación le permitía enviar con regularidad' cartas a Julia Martínez, allá en provincias, y declarar, si no que la amaba -eso hubiera sido falso-, sí, al menos, que se acordaba de ella, que la echaba de menos, que recordaba sus paseos por la ribera del Pisuerga, el olor de las nieblas bajas castellanas, los paseos de domingo, las dulces primaveras, las amapolas de las cunetas, las brillantes retamas amarillas de junio en el páramo, el tintineo de los álamos, blancos a lo largo de las polvorientas carreteras comarcales. Releyendo estas cartas que regularmente enviaba, Allende se tranquilizaba a sí mismo diciendo: Todo esto que le digo a Julia es verdad. Pero también es verdad todo lo que omito. Así que no estoy siendo del todo verdadero, ni del todo sincero, ni del todo insincero. Y la clara inteligencia analítica del joven Allende le transportaba de inmediato a la única conclusión posible: estas parciales verdades sólo sirven para retener a Julia en la distancia, sin obligarme a prometer nada, sin comprometerme con nada, pero también sin dejarla a ella buscar a otra persona o comprometerse con otro. Estos sentimientos, que no eran continuos (que se producían, sobre todo, cuando redactaba estas cartas los días festivos, generalmente por las tardes, después de comer), eran las únicas sombras de aquellos años brillantes. Y era fácil luego, en vacaciones, reanudar los paseos con Julia, ir al cine con ella, incluso besarse al atardecer, con un fondo bonito de paisajes provincianos, sin necesidad de ir más allá. En aquellos tiempos, una chica seria y decente como Julia Martínez rara vez esperaba que su novio fuera más allá de estas tranquilas efusiones afectivas (ir más allá hubiera sido propasarse, algo muy impropio que ningún novio sensato se permitía). Así que las circunstancias de la época facilitaban una dulce ocultación de lo que -según se decía- debía de todos modos permanecer oculto, las inclinaciones anormales, los pecados, los vicios. Allende hablaba, pues, al regresar a Madrid, de los días pasados con su novia de provincias, que alargaba los tiernos dientecillos de sus enamoradas casuales y le hacía sentirse seguro.

¿Cuándo apareció el primer temblor, el primer terror, la tentación homoerótica? Esta pregunta surgió en el primer año de especialidad -Filosofía- con ocasión de un compañero que no había hecho comunes en Madrid, un chico alto y tímido, un rubiales, que, como Salazar, se dejó querer. No era Salazar, ciertamente. Pero Allende le vio desde el primer día como un objeto deseable. Le atraía físicamente y la timidez del chico -se ponía colorado con frecuencia- le pareció cautivadora. Y Allende no podía negar que ahora se reproducían con mayor fuerza y con menores defensas que en el seminario los mismos deseos latentes que habían aparecido con ocasión del fracaso amoroso de Carlitos Mansilla, con ocasión del guapo de Salazar. ¡Ojalá -se decía Allende- no recordara lo ocurrido entonces, así podría entregarme ahora a lo que ahora me sucede con plena inocencia! Pero, a fuer de ser sincero, tenía que reconocer que se acordaba de todo, precisamente ahora, con inmenso detalle. De la misma manera que a través de Salazar -que se había vuelto inolvidable- se anclaba en el presente de Allende su homoerotismo pretérito, así ahora a través de este chico tímido, este Alberto, se le había pegado como una lapa en el presente inmediato la viva conciencia de su homosexualidad real. Presencia y compresencia de un mismo amor, ante dos objetos masculinos distintos que se entrecruzaban en sus ensoñaciones diurnas. A diferencia de Salazar, sin embargo, que era borde y distante, Alberto era tierno y próximo. Era cariñoso, era casi infantil, era muy tímido, y necesitaba ayuda para los textos griegos de historia de la filosofía antigua. Alberto era, además, un niño bien. Con un piso alto por los alrededores del edificio de ABC, una callecita que bajaba de Serrano a la Castellana. Fue un caso tierno y bobo. Tierno, porque en pocos meses, desde aproximadamente enero hasta el principio de la primavera, la ternura mutua galopó por los dedos de los dos, y ahora Allende apenas podía escribir cartas a Julia o a su casa. Todo se le volvía planificar los fines de semana y los atardeceres y las vacaciones de Semana Santa, para pasarlos con Alberto, quien, a su vez, sólo parecía poder pensar en pasar sus tardes libres con Allende traduciendo a Platón y aprendiendo de memoria páginas del Abbagnano. Decidieron pasar juntos la Semana Santa con los monjes de Silos. Cada uno tenía su celdita en la Hospedería y asistían a los oficios desde muy temprano- por la mañana. Era una situación maravillosa. La seriedad de la vida monástica, en esta forma reducida de vivirla que consistía en asistir a los oficios, oír el maravilloso gregoriano, y luego almorzar en silencio y pasear por Santo Domingo de Silos, le convenía mucho al indeciso Allende y parecía llenar de gozo al tímido Alberto. Eran novios. Allende se sentía ridículo a ratos. Tenía que reconocer que lo que más encendía sus deseos era precisamente este modo recatado, anticuado, de relacionarse con un compañero de su edad dentro de un circuito de ocupaciones fijas y repetitivas. Se sentía hipócrita Allende: no sólo porque su interés por el contenido religioso de las ceremonias era nulo, aunque fingía lo contrario, sino también porque fingía ser un chico heterosexual con una novia en provincia, Julia, y esto hacía que Alberto no percibiese lo íntimo de la relación entre los dos. ¿Se daba cuenta o no se daba cuenta Alberto de lo que estaba sucediendo? Uno de los encantos de la situación es que Allende no podía saberlo con certeza. A veces, por las tardes, se alejaban del pueblo en dirección a los atardecidos campos de Castilla, y, sentados bajo una encina al borde de un barbecho, Allende descansaba la cabeza sobre las piernas de su amigo. No era cómodo, pero era vigorizante. Era la primera vez que Allende se sentía invadido de intenso deseo físico por un muchacho de su edad. Se acordó mucho de Carlos Mansilla esos días. Por fin, una de esas tardes en pleno campo, caía ya la noche, tenían las dos cabezas muy juntas, se besaron. Alberto era un maravilloso novio titubeante que se dejó masturbar allí mismo. Era el último día de estancia en Silos. Quam bonum et quam iucundum / habitare fratres in unum, cantaban los frailes en el coro. Y Allende y Alberto se rozaban los dedos de las manos. Regresaron a Madrid en autobús como en éxtasis. ¿Qué iba a pasar ahora?

La inmediata consecuencia de la relación con Alberto fue que Allende vio excitado su apetito. Volvieron a verse en Madrid, generalmente en casa de Alberto, los días festivos. Alberto no tenía hermanos, los padres solían estar los domingos de viaje, el servicio de paseo. Preparaban los exámenes y se masturbaban constantemente el uno al otro esos días. Allende se cansó al cabo de un mes: Alberto era tierno (como Carlitos lo había sido en su día), su afectividad era, sin embargo, aguada. La timidez que había seducido a Allende en un principio, le dejaba inapetente ahora. Con Alberto puso en práctica Allende casi todos los recursos que tenía de proporcionar placer a su compañero: desnudarse, acariciarse, bañarse juntos, ducharse juntos, las mamadas. A Alberto le gustaba que le diera Allende por el culo. Eso le divirtió a Allende unas semanas. A raíz, sin embargo, de esta última práctica, Alberto se puso pelma, mimoso, empalagoso, celoso, lloroso: una pesadez insoportable. Ni siquiera esperó Allende a terminar el curso: le dejó de un día para otro y ligó con otro chaval en el bar de la facultad: ligó instantáneamente y no hizo nada por ocultarle a Alberto su nuevo ligue, pensando que Alberto desistiría de una vez: y desistió el pobre Alberto, con un aire de perro apaleado. Allende sintió un gran remordimiento por haber hecho esto: se acordó de sus críticas a Salazar cuando pasó todo lo de Carlitos. Por eso dejó también al nuevo chico y se buscó otro: esta vez un camarero de la casa de comidas a la que iba a almorzar. Y el camarero le aburrió también al cabo del mes. Llegó el verano con brillantes calificaciones y una insoportable concupiscencia de los ojos: un erotismo que presentaba todas las características de una neurosis compulsiva: la neurosis de la repetición.

Pero Allende resultó ser un chico tranquilo. Sí, hubo en su vida ese momento primaveral de la facultad, del bar de la facultad, de Alberto en Silos, que prolongó con perfecta naturalidad las revelaciones homoeróticas del seminario: amplió aquellas revelaciones, confirmando una tendencia cada vez más innegable. Aquel verano, Allende decidió no prolongar por más tiempo su relación con Julia Martínez. Pero no deseaba engañarla: hubiera sido engañarla -por ejemplo- seguir viéndose durante todo el verano, hacer el papel de novio, confiando en que la contención moralizante de la época en materia erótica le libraría del compromiso amoroso. Esto, sin embargo, le parecía indigno. Por eso planeó aparecer al principio del verano y desilusionar, de una vez por todas, a Julia: desengañarla. Una vez desengañada, irse, con una beca, por modesta que fuese, al extranjero: a Francia, a cualquier parte. Pero, de alguna manera, Allende presintió que no debía llevar semejante desengaño al extremo: deshacer el engaño respecto de sus intenciones con Julia, deshacerlo con firmeza y de una vez por todas, tenía que no implicar la ruptura completa de la relación. Esta última decisión había de tener mucha importancia en el futuro: iba a ser un hilo conductor que le permitiera sortear tanto la hipocresía como una sinceridad descarnada. De esta suerte, se encontró Allende aquel verano inmerso en un extraño cálculo moral: tenía que calcular por un lado qué podía decir a Julia para no engañarla, para desengañarla, y también para continuar siendo su amigo, pero por otra parte tenía que calcular cuánto de sí mismo deseaba o debía revelar para poder continuar manteniendo cierto engaño, cierta cobertura de apariencias que le permitiera seguir siendo homosexual cómodamente, cosa que en aquellos años en España era imposible si uno deseaba ser perfectamente transparente.

Las cosas habían, en la provincia agraria de Allende, cambiado mucho durante todo el curso aquel. Por de pronto, nada más llegar (y, antes de verse, por teléfono), descubrió Allende que Julia Martínez no estaba ahora, como estuvo entonces, nueve meses atrás, en aquel octubre, enamorada o a punto de enamorarse de Paco Allende. El curso de secretariado, con sus prácticas, sus dimes y diretes, su emoción del primer empleo y los primeros sueldos, fue un poderoso astringente sentimental. Julia estaba encantada de verle, pero no pudo verle aquella misma tarde -la tarde de la llamada telefónica de Allende- porque había quedado con gente de la oficina para celebrar, a la salida, un cumpleaños en el Salón Ideal, una conocida cafetería de la calle Mayor de aquella capital. «¡Pásate tú si quieres un rato, que allí estamos!» Allende aseguró que se daría una vuelta por el Salón Ideal al final de la tarde, porque pensó que ésta era la mejor manera de no verse obligado a dar explicaciones, pero no apareció. A la mañana siguiente le llamó Julia desde su oficina para preguntar por qué no había ido: «Te estuvimos esperando. ¡No veas lo bien que lo pasamos!» Quedaron en verse aquel fin de semana, el sábado, después de comer. Pero el hecho obvio era que la calidez y emotividad de la relación había desaparecido. Allende sintió dos sentimientos opuestos: un sentimiento de alivio porque el evidente enfriamiento de Julia facilitaba y hacía menos visible su propio enfriamiento. El otro sentimiento, que acompañaba al primero, le hacía sentirse ridículo: se sintió despechado. Le pareció que Julia, en lugar de guardarle buenas ausencias, se había entregado de lleno a su vida en la oficina y ahora, sin querer, le hacía de menos. Se sintió, por un momento, muy triste. Lo salvó de esta ridícula tristeza un incipiente sentido del humor, que Paco Allende descubre esos años y va a durarle todo lo que le queda de vida.

Fue un verano particularmente plácido, soso, provinciano, también útil para sus trabajos del curso siguiente; Allende aprovechó para leer mucho. Solía unirse a los amigos de la facultad los fines de semana. Paseaba con Julia a la salida de la oficina de ésta o iban al cine. Una sensación de paz invadió a Allende: Llegará un día -pensaba- en que encontraré a alguien para siempre. Porque Allende había decidido que buscaría un compañero y trataría de vivir con él el resto de la vida. Una situación de camaradería análoga a la de los matrimonios heterosexuales empezó a parecerle en aquellos días un ideal alcanzable.

Por primera vez aquel verano, Allende se preguntó acerca de sí mismo. O, al menos, Allende pensó que aquel verano, por primera vez, llevaba a cabo una auténtica exploración socrática de sí mismo: hasta entonces la curiosidad por sí mismo, la atención a sus emociones, a sus movimientos corporales, a su erotismo -de todo lo cual había sido siempre intensamente consciente- había tenido un carácter de acompañamiento: en el sentido de que el oído oye que oye, o el ojo ve que ve, un sentido pre-predicativo, no judicativo: ahora, sin embargo, se sintió fascinado e inmerso activamente en una averiguación que le tenía a él mismo por objeto. Dentro de dos años acabaría la facultad. Ingresaría en la Escuela de Psicología: ése sería su proyecto para los años venideros, su destino (por destino, entendía Allende en aquel entonces no tanto lo impuesto por su carácter o por sus circunstancias, como lo elegido al hilo de su carácter y sus circunstancias): decidió que su destino era, en lo afectivo, el amor homosexual, y en lo profesional el consejo. ¿Qué quiero decir -se preguntó Allende- con esto del consejo? El don del consejo. Había aquí cierta petulancia clerical, una confianza en su capacidad de entender a los demás, de orientarles. Había también una indudable voluntad de ayudar a los demás, de salvarles. Tan confusas eran estas cosas, que Allende llegó a pensar -incluso ahora que había dejado el seminario para siempre- que debía volver al seminario para poder ocuparse profesionalmente de todos los demás, sin hacer acepción de personas. Tan vago era este deseo, este proyecto, que Allende pensó que no era un verdadero proyecto sino sólo una ensoñación, como si el destino le llamara a cargar con el difícil fardo de ese infierno cotidiano que Sartre denominó los otros. Por otra parte, ya aquel mismo verano, se encontró Allende con que, liberado de Julia, con quien seguía manteniendo una relación de buena amistad, algunas otras personas, especialmente chicas de su edad, le rodeaban con un propósito en parte amoroso, pero en gran parte confesional. Chicas de su edad, antiguas amigas, que ahora reaparecían, o las nuevas amigas de Julia se disputaban su compañía para contarle su caso. Cada una era un caso. Y descubrió Allende que, a diferencia de los chicos, que físicamente le atraían pero que no tenían nada individual que contar, nada propio, las chicas, que físicamente no le atraían, aparecían repletas de relatos y de turbulencias, de intenciones y de contraintenciones, de subjetividad incandescente que pugnaba por formularse y proferirse y que, al parecer, sólo en conversación con Allende alcanzaban un estado de reposo. Se sintió como un cómico trasunto del Sagrado Corazón de Jesús: venite at me omnes qui ambulatis et oneratis estis et ego refician vos et invenietis requiem in animabus vostris: venid a mí todas las que camináis y andáis sobrecargadas y yo os aliviaré y encontraréis descanso en vuestros corazones. Esto era ridículo, este caladero del amor, esta bahía de los sentimientos perdidos, este sumidero de los femeninos afectos y pulsiones en que Paco Allende sentía que iba camino de convertirse. Y pensaba Allende: No puedo librarme del espectro de haber querido ser sacerdote. He colgado la sotana, he abandonado el seminario, pero sigo siendo una especie de director espiritual por libre, sigo siendo un confesor del alma femenina. No sabía si sentirse orgulloso de esta condición o avergonzado. ¿Vienen a mí -se preguntaba- porque soy un mariquita y, como no quiero follarlas, las escucho, o vienen a mí porque las escucho a pesar de ser un mariquita?

Aquel verano transcurrió a gran velocidad. Visto y no visto. En la capital de su provincia el fuerte cielo castellano, el éter inclemente que no parpadea, presidía sus exaltaciones y sus depresiones con la ociosidad constante de un dios. Tenía Allende veintitantos años. El seminario le había vuelto reflexivo. A diferencia de todos sus amigos nuevos y viejos, a diferencia de todas las novietas y confesandas que le rodeaban, Paco Allende era un retirado, un separado, un seleccionado, una excepción. En aquellos años de la juventud, tan comunes, ser como era Allende no era del todo una bendición. Era incluso un inconveniente, pero, por otra parte, era un timbre de gloria. Sentirse distinto, le hacía sentirse más viejo y también llamado a llevar a cabo grandes cosas. Qué cosas fueran éstas no hubiera podido decirlo Allende de ninguna manera. Algo tenía que ver con, quizá, llegar a ser un gran escritor, un ensayista famoso. Quizá un poeta. Quizá un novelista: todo eso junto, quizá. Pero, a la vez, Allende se percibía a sí mismo -curiosamente, cómicamente- como un simple listillo, un chico listo que ha leído con gran provecho unas cuantas cosas, ni siquiera muchos libros enteros, sino sólo como antologías, compendios. Al fin y al cabo, la idea de compendio era muy del seminario. Ahora se asomaba a los grandes autores prohibidos, incluso a La voluntad de poder, de Nietzsche, ¿por qué no? Las reflexiones de Nietzsche sobre la embriaguez: he aquí un pasaje que le fascinó mucho entonces, el n.° 814: Los artistas no son los hombres de las grandes pasiones, cuenten lo que cuenten, a nosotros y a sí mismos. No se acaba con la propia pasión representándola: más bien, ya se ha acabado cuando se la representa. Este fragmento le parecía a Paco Allende decisivo. Pero ¿decisivo para qué? ¿Era él mismo un gran artista, un gran escritor? ¿Era él capaz de representar una gran pasión? ¿Era él capaz de vivir una gran pasión? Entendía Allende que en el texto de Nietzsche vivir una gran pasión y representarla eran posibilidades opuestas. Por otra parte, pensarse a sí mismo como un chico listo era un pensamiento doloroso: o, quizá, no tanto doloroso como enojoso, irritante. En la medida en que Paco Allende se pensaba a sí mismo como un hombre listo, se negaba a sí mismo la posibilidad de verse como un gran artista que representa la pasión que no vive, o, al revés, se negaba la posibilidad de ser un gran apasionado que vive la pasión que es incapaz de representar. En ambos casos, la listeza cerraba el paso a la grandeza. Nunca -se dijo Allende- seré grande. Siempre cataré con inmaturo espíritu mil cosas altas. Esta odiosa línea de Píndaro se le venía una y otra vez a la cabeza. Lo más parecido a una gran pasión era su pasión homosexual. Lo malo era que en aquel momento la pasión homosexual de Paco Allende carecía de objeto: no había ningún chico adorable en su provincia. Todos los chicos que conocía (y a lo largo de aquel verano, tan veloz, topó con algunos por los cuales creyó sentir, por un instante, la gran pasión que Nietzsche menciona) le sirvieron sólo para descubrir, al cabo de un par de semanas, o al cabo de un par de días en algunos casos, que, pobrecillos, todo lo que tenían de buen polvo lo tenían de insignificante objeto de amor. Llegaba con esto el joven Allende a una conclusión, en cierto modo rancia y chusca, que establecía un dilema -entre platónico y risible-, a saber: o un gran polvo o una gran pasión. Ni siquiera soy un gran artista capaz de representar la gran pasión, ni siquiera soy un gran apasionado capaz de vivir la gran pasión: soy sólo el hombre medio sensual, goloso, vulgar, que desea, mientras puede, disfrutar del inmensamente deleitable erotismo homosexual. Había en aquel tiempo, además, varios impedimentos (que llamaremos franquistas, pero que no eran exclusivos del franquismo, que recorrían todo el Occidente en los años cincuenta y sesenta) que ayudaban en parte a exaltar y en parte a emborronar los amoríos homosexuales de Paco Allende. Para empezar, todas aquellas relaciones estaban prohibidas. Eran contra natura. Podían costar casi a cualquiera la cárcel. Causaban la expulsión de los empleos o incluso del país. La prohibición exaltaba, sin duda, el apetito amoroso. Pero era una exaltación sobrevenida que no procedía de la esencia del impulso amoroso, sino de sus circunstancias sociales. La sangre de los mártires gays de aquel entonces era la semilla rosa -que hubiese dicho Tertuliano- de los gays venideros de finales del siglo XX. En aquel momento, sin embargo, todo ello se vivía muy localmente a la vez como impedimento y como delicia. Y esto daba lugar a un emborronamiento del asunto. Todos los homosexuales que en aquel tiempo se sentían hombres libres estaban dispuestos a dar rienda suelta a sus pasiones fuesen cuales fuesen los impedimentos. Pero a escondidas. Allende participó de los encantos de los parques, los urinarios, los cines de sesión continua, los desmontes de aquel Madrid tecnócrata del Estado de Obras. La peligrosidad daba gracia a los encuentros y justificaba su brevedad. Sin duda, se establecerían parejas duraderas esos años, pero la tónica era la precipitación y esa clase de relación que los moralistas de la época denominaban promiscua. Con todo lo cual, Allende volvió a la facultad, y terminó la facultad y se matriculó en la Escuela de Psicología, y se colocó como psicólogo industrial, una profesión nueva en aquel entonces. Eran los tiempos del análisis factorial de Mariano Yela Granizo, la Introducción a la psicología de José Luis Pinillos, los tests de inteligencia, en una palabra: la introducción de la psicología experimental y científica en España. Con veintitantos años, Paco Allende podía considerarse bien instalado en la sociedad madrileña y relativamente confortable consigo mismo. Había decidido que lo suyo era el tono menor, la aurea mediocritas. Este ideal de la descansada vida, que huye del mundanal ruido, far from the madding crowd, que era más o menos el proyecto que cada vez se dibujaba con más nitidez en la vida de Allende, chocaba, sin embargo, con la naturaleza misma del impulso homosexual que, tanto en aquellos tiempos como después o incluso hoy día en el siglo XXI, tiene un componente de transgresión y de desafío al común de la sociedad: por integrado que el homosexual esté o llega a estar, por mucho que felizmente se case y viva en paz con su pareja, no acaba de ser verosímil una integración plena. No se trata tanto de que la sociedad le rechace como del rechazo que el propio homosexual, emparejado o sin emparejar, hace de su sociedad.

Hacia finales de los sesenta, sin haber entrado aún Europa en los célebres sesenta y ocho, Allende se volvió a encontrar con Salazar en Madrid. Fue, literalmente, un encuentro casual, con ocasión de un ciclo de conferencias del Seminario de Xavier Zubiri. Allende se había sentado en las primeras filas, y cuando el acto terminó, sintió una presencia encima y una mano firme sobre su hombro: era Javier Salazar. Estaba muy guapo. Allende sintió un placer intensísimo al verle. Salieron juntos a tomar unas copas.