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¡Tan parecido a sí mismo, tan parecido a mí mismo! ¡Tan bello! Paco Allende permaneció por un momento sentado en la primera fila de sillas, ahora ya vacías, en aquella solemne sala con columnas laterales del Círculo Mercantil, donde Xavier Zubiri solía impartir sus cursos. Los dos, Allende y Salazar, permanecen durante un momento inmóviles. Por la conciencia verbal de Allende, de punta a punta, cruza relampagueante el término alemán Augenblick. Paco Allende, sentado aún en su silla de tijera, sostiene en las rodillas su carpeta y la primera edición de Naturaleza, Historia y Dios. Éste es uno de sus textos favoritos. Sobre todo los capítulos relativos a la religación y la deificación del hombre en la filosofía paulina. Salazar está de pie, sonriente. Es aún la España de los estudiantes universitarios con chaqueta y corbata. Queda casi una década entera de franquismo todavía y, por las tardes, a los sitios, a las conferencias, los estudiantes y el público en general van con corbata y chaqueta, mal lavadas camisas blancas en muchos casos. La alegría de vivir revienta, como es natural, también en estos jóvenes de entonces. Pero no alzábamos la voz. Salazar y Allende ahora se parecen. Aún no tienen treinta, o quizá acaban de cumplir treinta. ¿Qué les está pasando? ¿Qué le está pasando en concreto a Paco Allende, que es quien está más cerca ahora del narrador y del lector? Acaba de contemplar una vez más a su antiguo compañero y ha pensado: «Esto es bello.» Se trata, como diría Nietzsche, de un presentimiento: el presentimiento de aquello que seríamos más o menos capaces de enfrentar si se nos apareciera corporalmente, como peligro, como problema, como tentación. Este presentimiento también determina nuestro sí estético. («Esto es bello» es una
– ¿Pero qué hacías aquí?
– Lo que tú. Vine a oír la conferencia de Zubiri.
– Pero… Me refiero qué pasó al final. Me dijiste que te quedabas en el seminario. Recuerdo que me sentó mal aquello. Dijiste que te quedabas porque te querían. ¿Eres cura ya?
– Vamos a tomar una cerveza y te cuento. O, mejor, cuéntame tú. No, ya no soy cura. Hace años que me fui del seminario
– ¿Ah, sí? ¿Es que por fin no te querían?
– ¡Por supuesto que me querían! ¡Todo el mundo me quiere siempre mucho, demasiado! Tanto amor reblandece el cerebro.
– Entonces, ¿te volvió a pasar como con Carlos? ¿Te acuerdas de Carlos?
– ¿De Carlitos Mansilla? ¡Claro que me acuerdo!
– Se volvió a enamorar de ti otro Carlitos, que a su vez se volvió a tirar por un acantilado abajo, pero tú, esta vez, en vez de quedarte, te largaste. ¿Es eso?
– ¡Vaya, vaya! Veo que con los años y la vida civil te has vuelto guasón, zumbón, algo maligno por fin. ¡Cuánto me alegro! También estás más guapo ahora que antes: has adelgazado, tienes buen color…
– Tú estás guapo, Javier. Tú resplandeces como nunca.- Dices que dejaste el seminario porque te amaban demasiado, después de decirme a mí que te quedabas porque en el seminario te querían. ¿Cuántos cursos te quedaste entonces? ¿Un curso, dos cursos, tres? No creo que me haya vuelto yo guasón como tú dices, sólo que me deslumbras con tanta reverberación de ser amado y no ser amado. Mi vida ha sido más tumultuosa y mucho más superficial. A mí me gusta que me quieran y me gusta ligar. ¿Y a ti? ¿Tienes novia? ¿Tienes novio? ¡Cuéntame algo de ti! Te aseguro que te escucharé admirado, fascinado, deslumbrado, sin pizca de guasa. Lo digo en serio. No sabría por dónde empezar a tomarte el pelo a ti. Siempre fuiste tú quien nos tomaba el pelo a todos. Lo mío se cuenta rápido: terminé Filosofía. Entré en la Escuela de Psicología. Me coloqué en una empresa como psicólogo industrial. Me dedico a hacer tests de inteligencia, psicotécnicos, en el departamento de personal. Escribo poemas.
– ¿Escribes poemas? ¡Qué gran novedad!
– ¡Es un decir! Tal vez debería haberlo dicho en futuro: que los escribiré. Me gusta escribir. ¿Y tú? ¿Qué hiciste tú al salir del seminario? ¿Te costó trabajo adaptarte?
Son las diez de la noche. Han subido por Goya hasta Alcalá. Luego lentamente Alcalá arriba hacia Manuel Becerra. Se han parado en una freiduría a tomar un bocadillo de calamares y unas cañas. Allende comenta que está muy lejos de su casa. Vive en una pensión por Argüelles. Salazar dice:
– Yo vivo en Doctor Esquerdo, en casa de unos tíos, en los bloques de Urbis. Me tratan muy bien. Vivo mejor que nunca.
Allende se deja llevar. Siente una intensa curiosidad por todo lo que rodea a Salazar. La casa de unos tíos, de los cuales nunca supo nada, los bloques de Urbis en Doctor Esquerdo. Bajan Doctor Esquerdo abajo, andando a buen paso. Noche madrileña suave de un marzo que mayea. Como antaño, Salazar ha recuperado su paso rápido, su aire un poco ausente, su silencio. Bajan en silencio por la ancha vía del Doctor Esquerdo hasta llegar al cruce con la avenida del Niño Jesús. Arriba a la derecha, las excelentes casas grises de la colonia del Niño Jesús, y a la izquierda los desmontes del que será más tarde el barrio de la Estrella, el barrio de Moratalaz. Ahora, todavía son barrios en construcción, con ese encanto calcinado del sur de Madrid, de todo el Puente de Vallecas y más lejos, que ahora, en la anochecida, parpadea, romántico. Para buscarse los chavales entre los solares, detrás de las tapias y hacer el amor medio vestidos, con los viejos gayumbos de tela alrededor de los tobillos, agrestes pajotes y mamadas. Allende está convencido de que, por supuesto, el verdadero amor no son pajotes y mamadas. Pero ¿qué es el verdadero amor? ¿Cómo se reconoce el verdadero amor? ¿Dónde termina el sexo y empieza el amor? Allende, mientras bajan los dos a buen paso hacia los bloques donde viven los tíos de Salazar, recuerda todas sus lecturas griegas. Recuerda, ¡cómo no!, El Banquete, Alcibíades, la doctrina platónica del amor a la forma bella, a la belleza misma, que trasciende los cuerpos bellos concretos, las personas determinadas: No simulacros de excelencia -tamborilean las maravillosas audaces palabras del viejo Platón- ya que no percibe simulacro alguno, sino excelencias verdaderas, pues está en contacto con la verdad. Intolerable Platón. Terrible Platón. ¿Merece vivirse una vida que se olvida de la carne y de todas las vanidades mortales en busca de un objeto inmortal? Allende observa de reojo a su compañero en su plenitud esplendorosa de hombre joven, maduro ya. ¡Cuánto desea Allende en ese momento amarle! Quizá esta noche -se atreve a pensar Allende a hurtadillas-, quizá esta noche voy a entender cómo es posible liberarse -sin abandonarlo- del amor por el ser particular, por Salazar, con su tensión, su exceso, su servidumbre, y entender el amor saludable, la libertad, la creatividad, el amor a un mar de belleza sin fisonomía. Todo es, de alguna manera, muy excitante, muy vivaz, muy menor: no hay ahora mismo en Allende calma alguna. Esa calma nietzscheana del alma fuerte que se mueve con lentitud y siente aversión por lo demasiado vivaz. Se siente vulgar ahora, Allende. Se siente exaltado: achicado: más allá de lo natural: se siente en lo sobrehumano, lo sobrenatural, lo preternatural. Siente Allende que, lo natural, lo calculable, lo accesible al hombre medio que es él mismo, no casa con este excesivo impulso del amor, que los griegos llamaron lo terrible y que Rilke denominó lo bello, el comienzo de lo terrible, aquello que aún logramos soportar y que admiramos porque, calmoso, desdeña destruirnos: toda esta melopea zumba en la cabeza de Allende y le acompaña mientras suben en el ascensor (tan cerca los dos cuerpos). Allende se mira en el espejo. Salazar no. Allende es algo más bajo que Salazar, ancho de hombros, conserva todo el pelo todavía en esos años, peinado a raya. Los dos juntos subiendo en el ascensor sin rozarse: una estampa homoerótica, pre-gay, de finales de los sesenta. Suben a un sexto piso. Salazar abre con su llave y hay un pasillo que hace las veces de hall. A la izquierda una puerta de cristales de doble hoja con visillos, tras la cual hay un rumor de conversaciones. Allende piensa que los tíos de Salazar tienen visita. Es un rumor sosegado. «Es la partida de mis tíos -cuchichea Salazar-, mejor no interrumpirles.» «Sí, sí. Mejor no», contesta Allende. Es un piso pequeño, a la izquierda, en línea con lo que parece una prolongación del cuarto de estar, hay un dormitorio. «Es el dormitorio de mis tíos», dice Salazar. El pasillo hace un ángulo: hay dos puertas que conducen a un cuarto de baño grande y a otro más pequeño y luego otra puerta que se abre a otro dormitorio. En ese cuarto hay una cama grande de caoba y una estantería con libros. «Aquí vivo yo», comenta Salazar. La ventana da al patio. «Siéntate.» Allende se sienta en la cama, que es el único sitio libre. Salazar se sienta frente a él en la silla junto a la mesa de trabajo. Enciende el flexo. Al entrar, Salazar ha encendido la luz cenital que ahora apaga. La escena cobra una intimidad deliciosa, estudiantil, erótica. Un verso de un poeta cuyo nombre Allende no recuerda, se le viene a la cabeza: tus huellas dactilares en tus libros cerrados. Ahora hay una pausa, Salazar se ha quitado la chaqueta, se queda en mangas de camisa. «Quítate la chaqueta», le dice a Allende. «Estás bien aquí, esto es acogedor», comenta Allende. El piso le cohíbe. La presencia de la familia -esa familia desconocida de Salazar- le cohíbe. De repente se da cuenta de que apenas sabe nada de su amigo. En el seminario, los seminaristas no hablaban de sus casas. La muerte de Carlos Mansilla se envolvió en un sudario repentino, una falta de comentarios y de lágrimas, una ausencia de duelo. Se dijo una misa por su eterno descanso. No se pronunció la palabra suicidio, quizá no fue un suicidio. Allende ahora, en esta habitación cálida, empequeñecida por la gran cama de caoba, la mesa y los libros, recuerda la rápida desaparición de todo aquel terrible suceso. Con cuánta eficacia fue trasladado de la existencia a la nada. Está en el cielo -dijeron-, ahora descansa en paz en las manos del Señor. Ahora le alumbra una luz perpetua. Ahora en esta habitación clausurada, cohibido por la presencia de una familia que no conoce, cohibido por sus propios deseos amorosos, Allende desearía que Salazar le empujara o le hablara o le abrazara, que interviniera físicamente en su espacio corporal, ahora que entre los dos hay apenas distancia, una inmensa distancia, una gélida separación guasona, se interpone entre Salazar y Allende.
El tiempo no ha transcurrido. Allende contempla a su compañero de seminario en esta nueva escena, en casa de unos tíos, y piensa de nuevo eso mismo: no ha pasado el tiempo. Salazar se ha quitado la corbata y se ha desabrochado un par de botones. ¿Le desea Allende? ¿O desea desearle? Allende es confusamente consciente ahora de que, si se excluye el erotismo, no hay nada entre él y Salazar. Es consciente, además, de que una parte considerable de su deseo de tocar o de acariciar de alguna manera a su compañero no procede de la urgencia de ese mismo instante presente en que se hallan, sino que se extiende como una mancha de aceite por toda la extensión de ese instante a partir del pasado inmediatamente anterior del propio Allende. Estos dos últimos años, Allende ha llevado una vida amorosa muy activa, pero no muy profunda: reconocerse como homosexual y tener relaciones con muchos chicos a lo largo de estos años ha sido muy satisfactorio: le ha dejado una comezón, una gana de seguir y seguir, ¿por qué no? Por aquello de que «comer y rascar, todo es empezar» -un refrán éste muy de la familia de Allende, allá en provincias-. Así que desea físicamente a Salazar porque es un chico guapo y por el mismo motivo que ha deseado a otros muchos chicos al lo largo de estos años: es un deseo genérico. Los deseos genéricos, que tienen por objeto objetos parecidos, son puntuales y son punzantes, pero pueden ser reprimidos y sustituidos por otros sentimientos sin daño alguno, salvo…, salvo que el interesado, Allende en este caso, transforme lo genérico en específico y su deseo sexual indistinto en un deseo sexual preciso y teñido de afectividad: ésta es una transformación deliberada: puede resistirse con facilidad, pero si no se resiste el deseo genérico, transformado en deseo específico es avasallador. Esto quiere decir que Allende, al cabo de media hora de charlar a bulto con Salazar y consentirse a sí mismo una excitación equivalente a las excitaciones de estos últimos años, está que arde: ha deseado los deseos y los deseos le pagan con su moneda propia: el deseo que incita al deseo, que incita al deseo, que incita al deseo… ¡todo ello! es superficial e intenso. Allende piensa: ¿Se estará dando cuenta Salazar de cuánto le deseo, cuánto me hace sufrir verle ahí, tan inaccesible? Y la verdad es que Salazar se está dando cuenta de todo y está disfrutando de la situación. ¿Qué va a pasar ahora? Allende piensa: ¿Se dejará Salazar ahora de disimulos, una vez los dos fuera del seminario, una vez aquí en su propia casa, en su propio ambiente? ¿Para qué va a seguir disimulando? Y en ese instante Allende se da cuenta de que siempre ha dado por supuesto que Salazar es como él mismo, y que eso fue lo que dio por supuesto en el seminario también, pero, sin embargo, ¿no era eso mucho suponer? La verdad es que Salazar nunca reconoció semejante cosa. Y vuelve a pensar lo que ya ha pensado varias veces esta tarde y lo que pensó muchas veces antes en el seminario: ¡Qué poco sé de esta criatura admirablemente bella, admirablemente adaptada, tan frío, tan cercano y tan remoto a la vez! ¿No es una vileza pensar que él es como yo, homosexual también? Allende no creyó nunca (ni siquiera en aquellos años juveniles ni nunca después) que ser homosexual fuera, en su caso particular, una enfermedad, un pecado o un vicio: se daba cuenta, sin embargo, de que en aquella España de entonces decir de alguien o pensar de alguien que era homosexual (como él mismo estaba haciendo ahora) era poner en peligro su buen nombre, su integridad social. Ser maricón era un sambenito en aquel entonces, e incluso pensar que un amigo nuestro era maricón como nosotros mismos tenía un componente de agresión larvada. Por otra parte, Salazar a veces parecía tan cercano y tan homosexual a Allende, que resultaba difícil -en parte como consecuencia también de sus propios deseos- no tratarle como a un semejante.
– Me miras -dijo de pronto Salazar- con tus ojos brillantes, redondos, de perro. Pareces uno de esos perritos de ojos negros, con la lengua un poco fuera, un caniche. ¿Y sabes por qué me recuerdas a un caniche lo que más? Porque, no has hablado nada desde que te has sentado en este cuarto, igualito que un caniche, que no hablan.
– ¡Si quieres, ladro un poco para complementar tu retrato!
– En vez de ladrar, dime qué te pasa.
– Que me gustas mucho, eso me pasa.
– ¿Ah, sí? Hablas de mí como de un helado de vainilla. ¿Cómo te voy a gustar, hombre? No soy comestible.
– A mí no me gustan las mujeres. Te habrás fijado en eso, supongo.
– La verdad es que no me había fijado. A mí tampoco me gustan las mujeres gran cosa. Son secuelas de la vida del seminario, eso. Las personas en general me gustan poco.
– A mí las personas sí me gustan -murmura Allende-, me gustas tú.
– ¡Y dale!
– Me gustas tú porque soy homosexual, porque me gustan los hombres, y me gustas tú por eso.
– ¡Mi querido Paco Allende! ¡Tienes el don de la obviedad! ¡Un don del Espíritu Santo, por cierto! ¡Claro que eres homosexual, se te ve a la legua!
El tono ligero, gozoso casi, de Salazar confunde a Allende: le exalta por una parte, pero por otra le cohíbe una vez más: no puede en este momento decidir si Salazar le está tomando el pelo. Ahora no puede decidir si Salazar le dice lo que dice con intención de herirle o con intención de abrirse paso para un revolcón. De alguna manera ahora las rodillas de ambos se tocan y Allende pone su mano derecha en la rodilla izquierda de Salazar.
– ¿Me vas a meter mano? -pregunta fríamente Salazar.
– Yo no lo llamo así, perdona.
Allende retira la mano de la rodilla de su amigo. Salazar piensa: ¡Ea, ea! Hasta aquí hemos llegado porque yo he querido, y aquí lo vamos a dejar. No descubrirse es siempre preferible. El caso es que ahora no sé yo si Paco Allende será capaz de dejarlo aquí, sin más ni más, o no. Caso de que sí, bien está. Caso de que no, entonces tendré que torearle, y esto me divertirá. ¡Pero para torearle tengo que primero ver si claramente entra al trapo…!
– ¡Ea, chico, no te pongas mustio! Tú también me gustas, hombre. Si no me gustaras, ¿crees tú que hubiéramos venido aquí a casa de mis tíos a pasar la tarde, casi ya la noche?
– No sé -murmura Allende, que recobra un poco la esperanza de que al final todo acabe amorosamente esa noche.
– ¡Sí sabes. Prueba de que me gustas, es que ya me gustabas en el seminario, que te acordarás de que éramos los dos los más amigos, luego entró Carlos Mansilla…!
– … que estaba loco por ti -continuó Allende.
– No sé si por mí o por quién. Muy en sus cabales no estaba. Y yo le dije la verdad. Y tú pensaste entonces que yo tuve la culpa de aquel accidente o lo que fuese, de su muerte.
– Ya no lo pienso. Ahora ya no lo pienso.
– Seguro que todavía sí lo piensas algo. Hace un momento habrás pensado que soy cruel porque no te dejé meterme mano.
Allende vuelve a colocar la mano en la pierna izquierda de su amigo. Esta vez Salazar no dice nada. Allende corre la mano hacia la bragueta. Tiene la impresión de que la bragueta se abulta, quizá es sólo una impresión determinada por el intenso deseo que siente de acariciar a su amigo. La mano llega a la bragueta. El rodillazo de Salazar le tira al suelo. Salazar sigue sentado en la cama. Allende, según está de rodillas, le mete el rostro entre las dos piernas. Siente en la nariz, en la boca, en la frente, la presencia del pene de Salazar, está seguro de que erecto. Salazar le agarra del pelo y le echa la cabeza hacia atrás:
– ¡Guarra! -le dice dulcemente Salazar.
– Te amo. Te la chupo. Por favor. Déjame chupártela.
Salazar se ha puesto en pie. Allende se ha puesto en pie.
– Yo no soy Carlos Mansilla, no estoy avergonzado, no me avergüenza desearte.
– ¡Espléndido! ¡Me alegro mucho de que así sea! Pero vamos a enfriar la situación un poco. Yo no siento por ti nada de esto. Si te dejara que, como tú mismo tan gráficamente dices, me la chuparas, me sentiría incomodísimo. Deberíamos aflojar.
– ¿Quieres entonces que me vaya?
– ¿Sabes qué? Quiero que conozcas a mis tíos. Han debido de terminar ya la partida. ¡Ven! Quiero que conozcas a mis tíos.
Efectivamente, del lado de la sala viene un rumor de grupo que se levanta y que sale. Allende se siente enrojecido, acalorado, desarreglado, pero en vista de que Salazar ya ha salido de la habitación, se pone la chaqueta, se ajusta la corbata y le sigue. Los tíos resultan ser una amable pareja de mediana edad que se empeñan en que los chicos tomen tortilla a la francesa y leche. Allende se siente muy cómodo, Salazar está muy amable con él, le acompaña después al metro de Sainz de Baranda. Quedan en llamarse por teléfono al día siguiente. Allende vuelve a su pensión. Ahora cree que está enamorado de Javier Salazar. Le llamará mañana mismo, volverán a verse, harán el amor. Salazar le ha dado el teléfono de la casa de sus tíos diciéndole que su tía tomará el recado si él no está. Allende se da cuenta ya en su pensión de que nada sabe de Javier Salazar aparte de que vive en Madrid en casa de sus tíos y que no se ha dejado hacer el amor esa noche.
Tuvo que esperar toda una semana. Creyó que reventaría. Desesperado, pensó: Se está haciendo de rogar. Es un hijo de puta. Siempre he sabido que es un hijo de puta. ¿Por qué no me llama? Tal y como Javier Salazar tenía previsto, al cabo de una semana Allende llamó por teléfono a la casa de los tíos y dejó recado a la tía. Dejó el teléfono de la pensión. Salazar sabía que podía jugar con el factor pensión para diferir aún más el encuentro. No llamó por teléfono a la pensión, pero cuando al cabo de diez días Allende consiguió localizarle, Salazar se declaró ofendido y dijo haber estado llamando a la pensión cada dos días sin que le cogieran el recado. Era fácil engañar a Allende. Estos días Salazar se sentía invadido por el recuerdo de Carlos Mansilla. Desde aquello, que había tenido lugar hacía más de diez años, hasta la fecha, Salazar apenas se había acordado. Ahora se acordaba por Allende y sobre todo porque Allende había reproducido casi exactamente el comportamiento de Mansilla. Salazar se daba cuenta de que su reacción de la otra noche era análoga a la reacción con Carlos, sólo que todos ahora tenían más años y Allende tenía más experiencia amorosa. Allende era menos afectado que Mansilla, pero eso no tuvo demasiada importancia. En lo esencial era lo mismo. A consecuencia de las llamadas que Allende hizo a casa de Salazar, trabó cierta amistad con su tía, que era una persona encantadora. Por ella supo Allende que Salazar no trabajaba en casa sino en la biblioteca de la Facultad de Derecho. La tía de Salazar se llamaba Almudena: era una conversadora fácil. Era hermana de la madre de Salazar. Su marido estaba empleado en el Ministerio de Educación, tenía un buen puesto en la Dirección General de Enseñanza Media. Había sido profesor de Literatura de Enseñanza Media y después había pasado al ministerio. No tenían hijos y -según contó a Allende- era natural que se hubieran encariñado con Salazar, sobrino carnal al fin y al cabo. «Es un chico muy bueno -contó Almudena-, muy estudioso y muy callado. Con independencia de que quedes con Javier cuando sea, tienes que venir por aquí, que me encanta a mí la gente joven. ¿Sabes?, eres el primer amigo que Javier trae a casa. Es un chico solitario más bien, muy suyo.»
Todo esto emocionó a Allende en aquel momento, pero no se atrevió a presentarse en la casa sin hablar antes con Salazar. Se sintió sin embargo muy a gusto con la conversación de Almudena, que le recordaba a su madre y a sus hermanas.
Esos diez días, mencionados más arriba, no transcurrieron en vano ni en paz: Allende acabó pensando (acabó decidiéndolo) que Salazar le amaba: apoyándose en el hecho (contradictorio en apariencia con el sentir amor alguien por alguien) de que no le llamaba por teléfono ni contestaba a los recados que Allende dejaba al cuidado de Almudena. Cuando por fin se vieron (y Salazar repitió -con falsedad evidente- que apenas había tenido noticias de su amigo, y que en cambio el propio Salazar había tratado en vano de comunicarse con la pensión cutre de Allende, cuya patrona -aseguró Salazar- de malos modos le había preguntado «¿Y usted quién es?» y había declarado destemplada «Aquí no se dan recaos ningunos»), en lugar de reafirmarse Allende en su intuición inicial, en su insulto de que Salazar era un vanidoso hijo de puta que adoraba hacerse de rogar, se apoyó -con toda la fuerza de su deseo amoroso y considerable voluntad- en la cantidad negativa, en la negatividad, a título de prueba: es evidente que no me ha llamado y me ha mentido y aún me miente porque me ama y no al contrario. Ésta fue, al cabo de más o menos un par de semanas, la conclusión no-razonable que obtuvo Allende de cuanto había sucedido -telefónicamente sobre todo- en esos días. Haber hablado tantas veces por teléfono con Almudena le había convencido de que Salazar había recibido sus sucesivos recados. Almudena era, en opinión de Allende, una voluntad santa, incapaz de dejar de dar un solo recado por infantil o tonto o repetitivo que fuese: luego Salazar mentía a consecuencia de lo mucho que le amaba, porque Salazar -ésta fue la última convicción de Allende- quería purificar el vínculo amoroso de los dos mediante la privación de la presencia y la figura. Que esto sonase absurdo al propio Allende confirmaba, en vez de desconfirmar, su idea de que entre él y Salazar había instantáneamente florecido un verdadero amor: ¿no es al fin y al cabo el amor una dialéctica que produce la igualación de los contrarios: negar es afirmar? Esto constituía el núcleo -llamémoslo metafísico- de la interpretación que Paco Allende hacía del comportamiento del recién reencontrado Javier Salazar. Había, sin embargo, más, muchos más detalles hermenéuticos, de carácter sociológico y psicológico, que ahora, una vez superado ontológicamente el principio de contradicción, casaban con precisión de relojería con la lectura poético-sublime de Allende. Así, era fácil ahora rellenar mediante consideraciones caseras de psicología y sociología empíricas el hermenéutico error que tan verdadero parecía y tanto placer causaba al errado Allende: Es evidente -se decía Paco Allende ahora-, es evidentísimo que Salazar es reservado, introvertido, en la misma medida en que soy yo extrovertido y abierto: por consiguiente, detesta exponerse con la exposición de sentimientos que, de suyo, son secretos velados, pertenecientes a la más estricta intimidad de cada cual, interiores a la intimidad dual de los amantes: luego miente para preservar en toda su pureza su amor secreto, que yo, extrovertido y patoso, he estado a punto, con mi lubricidad de la otra noche, de convertir en bebedero de patos: esta imagen del «bebedero de patos» le pareció de pronto a Paco Allende extraordinariamente justa y adecuada para caracterizar la torpeza amatoria de la última vez que estuvo con su amigo. Era evidente, además (todo ahora era «evidenciante» como en el Informe Claro Como El Sol de Fichte), que -a diferencia de la vulgar exposición de su homosexualidad que Paco Allende hacía- la profunda y sagrada homosexualidad de Javier Salazar requería, como una flor única y exótica raras veces contemplada en Occidente, el gran silencio de no ser pronunciada, empalabrada, dada por supuesta como la gana de comer o de follar o de cagar, que es lo que el estúpido Allende -en opinión de Allende- había manifestado la pasada noche. Hasta tal punto estaba Allende corrido y recorrido por el deleite de su enamoramiento (no obstante ser su objeto hasta la fecha inadecuado o discutible, como mínimo) que decía entre sí: El tao que puede ser expresado no es el tao: la homosexualidad que puede ser expresada no es homosexualidad, sino concupiscencia de la peor especie. Era incapaz en ese momento de añadir que todas estas babosas reflexiones eran autoinducidas y más parecidas a una comezón masturbatoria que a un sencillo pero verdadero amor. Había un aspecto en toda esta autoinducida irrealidad de Paco Allende que funcionó como prueba, como dato, como confirmación empírica, a saber: la frase que, en la memoria enamoradiza de Allende al menos, Salazar había pronunciado y que decía: Tú también me gustas a mí. Si esa frase había sido pronunciada -y en la memoria de Allende campaneaba con un profundo campaneo incesante-, entonces no había duda. Lo mínimo posible, lo menos, había sido dicho: por boca del amado había sido proferido el nihil, y por lo tanto el ser en cuanto ser: Tú también me gustas era el mínimo, apenas un vestigio coloquial del amor, una nadería que designaba el todo del amor: el yo te amo, tanto o más, que tú a mí. Todas estas ondulaciones y agitaciones eran tiernas y, en el fondo, inocentes: porque Paco Allende mismo era, en aquellos años, inocente y propenso a condenar sin juicio la concupiscencia de la carne, tal y como había sido instruido en el seminario tiempo atrás.
Cuando por fin se encontraron, se había impregnado Allende a sí mismo con tales dosis de embriaguez, exaltación y exageración, que a duras penas era capaz de ver lo que tenía delante: un tipo reservado (casi un desconocido, puesto que de la vida de Salazar transcurrida desde el seminario hasta el momento del reencuentro nada sabía), un chico frío y muy guapo, que (y esto Allende no lo sabe) ni ante sí mismo ni ante los demás desea reconocer que es homosexual (este rechazo de sí mismos fue muy común entre los homosexuales más inteligentes de esos años), pero a quien fascina y envanece la obvia admiración espiritual y carnal que Paco Allende manifiesta. Así que este reencuentro de los dos va a prolongarse cierto tiempo, toda esa primavera, porque es sincera la fascinación de Allende -más intensa ahora que nunca- y muy definida la voluntad de Salazar de ser adorado: sin serlo, no puede Salazar vivir a gusto. Esta situación, en toda su cruel imposibilidad, podrá mantenerla Salazar mientras le dure la juventud y cierta energía juvenil que parece voluntad de poder y embriaguez pero que, poco a poco, va a irse diluyendo con los años, transformándose en simple reserva y pasividad. Salazar no lo sabe aún, pero acabará no sabiendo qué hacer consigo mismo, ni tampoco con todos los que a lo largo de los años le amarán y serán abandonados y heridos. Pero aún falta precisar un poco lo que ocurre estos días de la primavera de los dos, de Salazar y de Allende, de cómo en aquel momento en concreto tenía más razón Salazar que Allende en su instintiva aversión a fornicar: el contacto carnal, al menos por sí solo, rara vez proporciona ilustración o placer: el placer que proporciona se empapa tan deprisa de la agresividad selvática, de las dudas en todos los personajes cultivados, que uno acaba prefiriendo perdonar el bollo por el coscorrón.
Se encontraron, por fin, en el Retiro. Pasearon lentamente, arriba y abajo, por el Paseo de Coches. Era el crepúsculo castellano, tamizado por las arboledas, juanramoniano, malva y sepia: a ratos una fotografía envejecida, a ratos tierno y crudo, como los encuentros furtivos que menudeaban ya a aquellas horas. Salazar entró directamente en materia. Esta novedad le pareció deliciosa a Paco Allende. No podía pensar con claridad, Allende, esa tarde. Era el final glorioso de casi quince días ya de esperar y de llamar por teléfono a Salazar. En ese tiempo, Allende no había pensado en otra cosa, sólo en Javier Salazar. Y, naturalmente, el estado de ánimo resultante era un estado de sumisión, de deseo humilde, de súplica, de adoración sin más. Era muy visible la clase de sentimiento que Allende sentía: Salazar se sintió, desde un principio, irritado. En los quince días transcurridos, Salazar había acabado persuadiéndose a sí mismo de que tenía toda la razón y de que cualquier concesión que se le hiciera al enamorado Allende sólo podía conducir a una ruptura grotesca. En cualquier caso -pensaba Salazar-, entre nosotros dos no puede darse ninguna amistad, ni siquiera a corto plazo, dada la diferente naturaleza de nuestras inclinaciones. A sus veintitantos años, Javier Salazar se consideraba heterosexual a sí mismo. Pensaba que los remotos episodios de iniciación erótica de su primera juventud, allá en el pueblo, así como todo el episodio de Carlos Mansilla (más algunos otros que habían tenido lugar casi de la misma manera en estos pocos años), sólo confirmaban la exquisita naturaleza de sus inclinaciones sexuales, su natural ascetismo, su aprecio por la castidad, su aborrecimiento de toda relación carnal vulgar, como Salazar lo llamaba. Y el aspecto entregado de Allende esa tarde contribuyó a hacer que se sintiera no sólo superior, sino, sobre todo, obligado a decir la verdad: éstos fueron los términos en que se planteó para Salazar el asunto: Tengo que decirle la verdad a este desgraciado, que confunde la más vulgar concupiscencia con quién sabe qué absurdo eros platónico.
– Siento mucho, de verdad muchísimo -había comenzado Allende varias veces ya-, lamento lo de la otra noche.
– Fue lamentable, sí. Y también ridículo. Pero no te preocupes, está todo olvidado.
– Es que… yo no lo he olvidado. Yo deseaba tu cariño, tus caricias. Yo te dije la verdad. Me comporté con vulgaridad y con precipitación, lo reconozco, pero, en fin, no me avergüenzo…
– Sé que no te avergüenzas -declaró amablemente Salazar-. El que no te avergüences de algo que fue en sí mismo ridículo, muy ridículo, te convierte en un compañero problemático: ¡al no avergonzarte, todo hace suponer que volverás a repetir la escena del otro día a la primera oportunidad!
– Te prometo que no -dice Allende.
– No puedes prometer eso porque es una promesa imposible de cumplir para ti. Si no te avergüenzas de lo ocurrido volverás a repetirlo. Y no te avergüenzas porque crees que tienes razón, crees que la pasión que crees sentir por mí se justifica por sí sola: estás entontecido por la vulgar idea de que el amor todo lo justifica, cualquier ridiculez, cualquier torpeza.
– Ama y haz lo que quieras, como recordarás hay toda una tradición ética y religiosa que se apoya en esta idea -dijo Allende, todo esto en voz baja, sin ánimo de polemizar con su amigo, pero sintiéndose herido por lo que acababa de oír.
Era difícil no sentirse herido por aquella voz fría y dulce, aquella ausencia de ademanes con que Salazar emitió su declaración: Allende tenía la sensación de que la palabra vulgar, como un globo de chicle, le había explotado dos o tres o cuatro veces en la cara, dejándole una sensación pegajosa de bachiller grotesco. La inevitable imagen de Carlitos Mansilla había reaparecido mientras oía a Salazar. ¿Por qué tenía que hablarle así? Si lo que Javier Salazar deseaba y tenía intención de llevar a cabo era deshacerse de Allende, ¿a qué venía todo aquel discurso? Allende no podía librarse de la impresión de que Salazar estaba jugando con él. De que toda aquella frialdad y agresividad blanda era una actitud impostada. La actitud de alguien que, en el fondo, encuentra deleitable la situación pero o no se atreve a acceder a ella, o pretende prolongarla un poco más. Allende no podía librarse de la idea de que, si Salazar creía con sinceridad lo que acababa de decirle, tenía a mano el mejor de todos los recursos: mandarle a la mierda. No había que discursear, no había nada que hablar -decidió Allende-. Si realmente, como dice, le parezco una persona vulgar, incontinente y promiscua, un maricón, todo lo que tendría que hacer sería decírmelo a la cara. Lo único adecuado sería largarse. ¿Por qué sigue paseando conmigo? ¿Por qué me habla dulcemente? ¿Por qué juega conmigo?
– Vamos a sentarnos -dijo Allende-. Te prometo que no volveré a repetir lo de la otra noche. Pero, por favor, no me digas esas cosas horribles que no creo que sientas. Si de verdad te diera yo tanto asco como parece, por lo que dices, seguro que te irías y me dejarías. Nada te obliga a seguir aquí conmigo.
– ¡Así que, encima, me estás llamando maricón a mí! ¡Encima estás creyendo que, sólo porque soy amable contigo, soy, además, cómplice de tu incontinencia! Eres incapaz de entender a una persona como yo. Eso fue lo que me pareció detestable en Carlos Mansilla, aquel soplapollas del seminario. Tú eres mejor que él, más inteligente, también más viejo, pero tu intención es la misma. Todo lo que piensas, todo lo que sientes, todo tú entero, de pies a cabeza, es concupiscencia. Sólo deseas follarme, o toquetearme o chuparme la polla. ¡Eres repugnante! Pero yo no te mando a la mierda ni te rompo la boca, como quizá mereces, porque tu caso me interesa. Tu descoordinación afectiva me fascina, tu cacao mental me parece digno de estudio. Te crees con derecho a todo porque crees que me amas.
Allende se sentía desolado. Pero se aferraba a lo que todos los amantes de este mundo, mayores y menores por igual, se han aferrado siempre: a que mientras hay vida, mientras la relación, aunque sea a trancas y barrancas, se mantiene, hay esperanza. Tenía que haber esperanza porque Salazar no le mandaba a la mierda. Esto, que era lo más simple, ¿no era también lo más profundo? A la fuerza -razonaba Allende- tenía que ser a la vez lo más profundo puesto que lo más fácil, lo más desenredado, incluso lo más humano, lo menos cruel, hubiera sido, por parte de Salazar, mandarle a la mierda. Y eso fue lo que preguntó de nuevo:
– Si me aborreces, ¿por qué no me mandas a la mierda?
– Porque yo no funciono así. Tampoco mandé a la mierda a Carlos Mansilla, a pesar de que tú creíste en ese entonces lo contrario. No recuerdo qué le dije, casi nada, posiblemente. Él tenía, este Carlos, el deseo de muerte impreso en todas las células del cuerpo. Todo lo que deseaba en este mundo, el pobre imbécil, era echárseme encima, besuquearme, toquetearme, babosearme, llorarme y morir. La destrucción o el amor. Ése era su proyecto vital. Curiosamente, por suerte para ti, ése no es tu proyecto vital, ni mucho menos. Tú no eres, tú, Paco Allende, una libélula asquerosa que aspira sólo a copular y a morir. Tú eres listo y no tienes la menor intención de morir, ¿a que no?
– No. Desde luego que no.
– ¿Lo ves? Eso te salva. Tú no quieres morir. Pero el no querer morir, que te salva, te envilece a la vez. Carlos Mansilla, que era muy tontito, muchísimo más tonto que tú, era sin embargo más noble que tú, Paco Allende. Sólo quería que yo le besara, chupármela, mamármela. Yo qué sé qué hostias quería. Por muy mínimo e ínfimo que fuese, que lo era, estaba dispuesto a pagar un precio infinito. Estaba dispuesto a morir porque me amaba. ¿Has leído a Genet? No, sé que no. No sabes quién es San Genet, comediante y mártir.
– ¡Sé quién es! Me fascinó ese libro. El envilecimiento, la poética de las vergas.
– Sí, anochece. Vamos a sentarnos, Paco Allende, donde tú desearías que nos sentáramos y llorarme encima de la polla y baboseármela.
– Si sólo te dejaras, yo podría hacerte feliz.
– ¡Hay en ti algo muy bueno y muy hermoso, mi diminuto sarasa, mi joto de bolsillo, que me hace sentirme bien, gracias a ti siento el poder, el omnímodo poder de la indiferenciada fascinación. Vamos a sentarnos donde tú deseas!
Se habían metido ya por detrás de los bojes. Les habían arañado al pasar los recios alibustres castellano-manchegos. Estaban por donde por entonces, en aquel entonces, en el Retiro se follaba a oscuras. Los macizos redondeados, con sus huecoramas, eran cámaras que El Bosco hubiera con gusto dibujado. Allí los mariquitas blancos se bajaban los pantalones y los calzoncillos Abanderado, y se la meneaban, melancólicamente, furiosamente, velozmente. Tenía que ser todo veloz, por los grises, que andaban al rececho. Ahí se sentaron en un banco, viéndolos pasar, a sus iguales, unos tras otros, amartelados, ensimismados, erotizados por las sombras y los jugos seminales que les recorrían, glándula pineal arriba y abajo, a todos ellos, los azorados. Bujarroncitos de entonces en busca del eterno retorno de lo mismo. Pues bien, se sentaron en un banco que quedaba inclinado en cuesta, de tal manera que casi no se les veía, salvo al venírseles encima los paseantes. Entonces dijo Salazar:
– Vuélmelo a decir todo ahora, corazón. Si vuelves a repetirlo todo, palabra por palabra, con la intensidad y la melosidad de la otra noche, te dejaré que me abras la bragueta. ¿Te parece poco? ¿Te parece suficiente? ¡Qué gustirrinín!, como dice Gila…
Allende se puso de pie. Era la primera gran humillación de su vida. Era humillante aquella situación porque, hasta casi un segundo antes de ponerse de pie, habría creído que Salazar deseaba que hiciera lo que le pedía que hiciese. Fue, quizá, lo de la bragueta lo que le hirió. La frase que más le hirió fue Ábreme la bragueta. ¿Qué fue lo que más le hirió? Lo que más le hirió fue que Salazar diese por supuesto que, a cualquier precio, bajo cualquier condición, Allende haría lo que fuese por mamársela. No, eso no fue lo que más le hirió. Lo que más le hirió fue ver a Salazar sentado junto a él, rozándole. Verse ahí era rozarse sobre todo, las sombras eran dulces, la noche era tierna, una noche de ajetes y de vino tinto, de vino peleón, una noche murciana, enladrillada, de color de ladrillo, del color de la ceniza, del color de los lagartos, del color de las culebras, del color del Jardín de las Delicias de El Bosco. Lo que más le hirió fue que deseaba ardientemente hacer lo que Salazar le pedía que hiciese para burlarse. Lo que más le hirió fue que Salazar fingiese -o quizá no fingía- que no deseaba ser amado allí mismo, entre las frondas, como en un baile del candil. Se puso de pie Allende y dijo:
– Mejor me voy.
– ¿Ah, sí? -musitó Salazar levemente, bajísimamente, audiblemente sin embargo-. ¿Ah, sí? ¿Te vas? Te vas a perder la mejor polla de tu vida por un tonto orgullo clerical. Por puro orgullo herido. Vas a perderte lo que más deseas. Mira, ¿quieres ver mi polla? Mírala. ¡Tócame! ¡Te lo pido por favor, hijoputa, no te vayas ahora!
Allende no podía no mirar. Se sentía de verdad humillado, confundido, utilizado. Pero, a la vez, deseaba mirar lo que Salazar le ofrecía. Deseaba la mamada aquella. Así que cayó de rodillas, delante de Salazar, y dijo:
– ¡Te pido por favor que me perdones y que me dejes ir y que no me atormentes! Pido por favor que no me hagas amarte para despreciarme. Yo sé que tú no deseas nada de esto y sólo estás divirtiéndote conmigo.
– Ah, no. No, no. Nada de eso. ¡Tócame. Mírame y tócame!
Allende se puso en pie, giró sobre sí mismo y, dando la espalda a Salazar, emprendió su retirada cuesta arriba, en dirección al Parterre. Se sintió aliviado. Aceleró el paso. De pronto comprendió que jamás podría unir el deseo y la humillación. Jamás volvería a pedir a nadie lo que le había pedido a Salazar aquella noche. Apresuró el paso. Había llegado ya a la balconada del Parterre y contempló desde arriba los solemnes pliegues de los ropajes de los reyes, la graciosa escalinata. Era ya de noche, una noche tranquila. Los coches circulaban por Alfonso XII, los semáforos se encendían y apagaban. Tendría que acostumbrarse a distinguir sus urgencias genitales de sus deseos amorosos. Tendría que ser capaz, de ahora en adelante, de evitar humillaciones como aquélla. Cerró los ojos, oyó unos pasos en la grava, precipitados, que se le venían encima, se volvió y abrió los ojos y ahí tenía, frente a él, a Salazar.
– ¿Vas a dejarme plantado?
– No soy masoquista. No disfruto con la humillación, que tú pareces considerar necesaria, ese trámite. ¿Tienes que someter…? ¿Crees en serio que es necesario a cualquiera que te ame, uno cualquiera que sólo desee tal vez únicamente acariciarte o besarte o chupártela, tienes que humillarle y maltratarle así? ¿Sabes, Salazar?, creo que sí, creo que te excita sólo eso: ver cómo nos retorcemos delante de ti y te suplicamos. Entonces, cuando hemos perdido toda la dignidad, tú te ofreces por lo barato, como un artículo de segunda mano, te vuelves inmediato, te vuelves accesible: ¡Ábreme la bragueta, mírame la polla!, nos dices. Si por casualidad hiciéramos lo que nos pides, y de verdad sabes que yo deseaba muchísimo esta noche hacerlo, entonces… Aquí es donde me pierdo… Entonces, ¿qué? Supongamos que esta noche, hace un rato, yo hubiera hecho lo que deseaba hacer, lo que tú por fin me ofrecías casi gratis: mamártela. Deseaba con toda mi alma tragarme tu semen cálido, sentir tu verga tiesa, sentir cómo el semen te subía a borbotones, bebérmelo, sentir en la lengua el sabor salado de tu semen blanco y joven. Ahora que tú me lo dabas gratis deseaba con toda mi alma aceptar tu regalo envenenado. Yo lo deseaba. Hasta aquí lo tengo todo claro. Yo te deseaba, y si me apuras mucho, yo te deseo ahora mismo. Has venido corriendo detrás de mí, ¿me deseas tú también a mí? Aquí es donde me pierdo. ¿He logrado por fin excitarte, hacer que me desees?, ¿o eres tú ahora más dueño de ti mismo que nunca y no quieres que me vaya porque deseas verme muerto?
– ¿No te gusto ya? Seguro que te gusto ahora más que antes, más que nunca. Vámonos ahí detrás y me haces lo que quieras. Deberías pensar que eres casi la primera persona, la única persona a quien me ofrezco gratis. Yo soy lo que tú llamas bellísimo, yo soy tu maravillosa belleza, la sombra del amor que en ti existe soy yo. No te engañes, nunca me olvidarás, y si esta noche me dejas ir sin usarme, nunca me olvidarás. Te perseguirá mi recuerdo, mi imagen, mi falsa ternura, te perseguirá mi frialdad y mis burlas. Vámonos, Paco, ahí atrás, y nos lo hacemos. ¿Tú descapullas bien? ¿Sabes que a mí me operaron de fimosis? Me quedó una polla muy bien hecha, me dijo el médico-psiquiatra, dos enfermeras se reían, fue asqueroso, anduve un mes con la verga vendada, en carne viva, ¿quieres verla?, ahora está bonita, vámonos, Paco, vámonos ahí detrás. Haz lo que deseas hacer conmigo, siempre has deseado conmigo lo que yo ahora te ofrezco hacer conmigo. Haz conmigo ahora lo que siempre has deseado hacer conmigo, tócame aquí mismo, ahora nadie nos ve, estoy muy excitado por mis propias palabras excitantes. Déjame que te toque yo, por una vez en la vida voy yo a tocarte y no al contrario, deberías sentirte maravillado y honrado, como si te la mamara Jesucristo.
Paco Allende sintió de pronto un frío intenso, una intensa sensación de lucidez y suspensión, como cuando tomaba anfetaminas. Sumido en aquel abstracto emocional del sentir y no sentir que sentía, del desear sin desear, del ser capaz de pensar desear sin estimulación orgánica. Tal vez -pensó- fuera así como Salazar se sentía siempre: anfetaminizado por la percepción de la propia belleza o por la vanidad física. Era la primera vez que Allende se sentía dueño de una situación amorosa. De ordinario se sentía endulzado y esclavizado tanto como su compañero y por lo tanto a salvo los dos de la tortura del deseo insatisfecho. Se sintió Allende, en aquel momento, clausurado, dentro de una bola de cristal, como en el Jardín de las Delicias. Dentro de esa bola de cristal estaban ellos dos y el mundo en torno era el boscaje, el Parterre, el cielo urbano de ese lado de Madrid, con sus ruidos del tráfico en Alfonso XII, con las sombras masculinas que entraban y salían, como almas en pena, en gloria, del laberinto de los aligustres: la intensa poética de lo homoerótico encarnizado, intenso y volandero. Se sentía muy excitado sexualmente. La intensidad de su excitación le hizo, a contrapelo, pensar que acababa de pensar una inexactitud: acababa de pensar que dominaba la situación, ¿pero dominaba la situación? Por un instante había creído a Salazar, por un instante había pensado que Salazar se le ofrecía. ¿Pero se le ofrecía Salazar? No domino la situación, piensa Allende ahora. Y añadió mentalmente: Así que tengo que irme, tengo que largarme a toda prisa, dejar a Salazar con la palabra en la boca, que se corra solo, que se corra con otro, no conmigo. Y salió corriendo en dirección a la puerta que da al Casón del Buen Retiro. Poco antes de llegar al final de la balconada, se volvió para ver si Salazar le seguía. Pero no le seguía. Había desaparecido Salazar. Ahora Allende se sintió apenado. ¿Cómo puedo estar tan loco? -pensó-. ¿Por qué no aproveché la ocasión? ¿Cómo puedo ser tan desconfiado, si yo le deseo y le amo? ¿Qué más da quién domine la situación? ¿Por qué no hice lo que me decía? Se sentía tan excitado y tan triste, que no quiso salir del parque y volvió a subir lentamente por el otro lado del Parterre. Voy a volver a buscarlo. Seguro que está con los demás. Así que dio toda la vuelta, pasó por el lugar donde Salazar le había seguido y paseó por el paseo central, metiéndose por los caminitos de la derecha, en busca de las sedientas sombras masculinas, en busca de Javier Salazar, sumido ahora, según creía, entre ellas. Las blancas piernas desnudas (la noche verdosa blanquea las blancas piernas masculinas, las hace relucir, peladas, de alabastro tiznado), con los pantalones y los calzoncillos por los tobillos, eran irresistibles: dúos y tríos. Se metió debajo de uno de los pinos y se bajó él mismo los pantalones y los calzoncillos y se corrió violentamente abrazado a un chico joven que olía a sudor y le hocicaba la cara como un perro. Correrse le alivió. Un ruido, una voz de alarma los dispersó a todos, un coche patrulla, despavoridos. Se dispersaron todos, fragmentadas las esferas de cristal, las delicias del Jardín de las Delicias. Se iba a cerrar el parque, así que a buen paso se dirigió a la puerta más cercana, la que da a la cuesta de Moyano. Ahora ya no deseaba a Salazar: sólo deseaba regresar a la pensión y dormirse. Mañana, claro está, sería otro día.
Esto, agitadamente, Allende rumia y rumia, no sabiendo si telefonear a Salazar o no. Contando con que Salazar le llamará, contando con que Salazar, que dijo que le deseaba, dijo la verdad. En el fondo cree que Salazar no le llamará: He aquí que puedo recorrerlo todo otra vez y no he olvidado nada. Dentro de una semana o dentro de un mes, dentro de un año, lo habré quizá olvidado todo y de nada habrá servido que sucediera lo que sucedió. Pero ahora mismo aún lo recuerdo, no lo he olvidado aún, aún lo tengo en la punta de los labios, en la punta del nardo, y eso es… ¿qué? Empezando por lo más obvio: ¿por qué los dos nos hablamos de ese modo salvaje, brutal, vulgar, no como los heteros hablan a las mujeres que desean, o como a ellos les hablan sus mujeres? Sólo con sus putas hablan los hete ros como nosotros nos hablamos de ordinario, brutalmente, carcelariamente, como en la puta mili, ¿y por qué? Es evidente que goloseamos las palabras, las vergas, las pollas. Hay una obra de teatro o una película inspirada en Genet, Chanson d'amour, cuyo único asunto son dos presos que se observan el uno al otro por una rendija entre las celdas y agitan las pollas delante de la rendija alternativamente. Eso en Londres lo hice yo, en los urinarios de Victoria Station y otros sitios: (Allende ha ido a Londres un verano y sólo fue a eso, a ligar, y ligó mucho, por las calles calurosas del Londres estival, tan prohibido el amor que no se atreve a confesar su nombre, allí como aquí). Aquí lo único que se añade nuevo en mi lengua materna -piensa Allende-, es este lenguaje homomacho: esta nostalgia de los lugares machos, de los tópicos machos, de los uniformes machos. Allende recuerda su servicio militar (hizo milicias universitarias en La Granja): las ocurrencias, los deseos, las letrinas, la corriente de la conciencia, que vela toda lucidez, se retuerce dentro de Allende como una lombriz solitaria. Una y otra vez el lenguaje homomacho vuelve a repetírsele: ¡Por mis santos cojones que vas a barrer la tienda!: todo el remusgo homomilitar, homohombrón, homopelón, reluce ahora, se corre ahora por la lengua de Allende y emplasta el semen-engrudo en su conciencia que no llega al concepto, que se queda en los capullos floripulcros pulilindos bubónicos del deseo palabrón. Allende se pregunta una y otra vez lo mismo: por qué este lenguaje envilecido, castrense, cojonudo, imitamonos, imitahombres. ¡Algo hay aquí que me dice quién soy yo, pero no puedo sacarlo en limpio! Y vuelve Allende, una y otra vez -traspasada toda esta delicuescencia homofilológica- al asunto central que ni siquiera sabe cómo formular y que por fin formula preguntándose, una vez más: ¿Se estaba tirando Salazar un farol conmigo, contra mí, cuando dijo que quería meterme mano? ¿O es todo parte de mi autoengaño, mi babosa locura?
Al escaparse a la carrera esa noche, Allende, sin saberlo, optó por la única vía capaz de atraer a Salazar. (Esta fascinación por lo que le rehúye explicará más adelante el apego mórbido de Salazar por Juanjo Garnacho y el desdén que acaba sintiendo por Ramón Durán, quien, al no escapársele, no puede retenerle ni atraerle.) Para sorpresa, pues, de Allende, Salazar le telefonea, por mediación de Almudena, la noche siguiente a la noche del Retiro. Quedan en verse al día siguiente.
Ya es el día siguiente, la tarde siguiente. Han vuelto a quedar en el Paseo de Coches, enfrente de las Escuelas Aguirre. Para sorpresa (y también deleite) de Allende, Salazar, casi lloroso, dice que está leyendo ahora mucho a Nietzsche. Parece estar algo bebido. Los chicos guapos parecen mucho más inteligentes que los feos: es la gran imbecilidad que acompaña a la percepción de lo bello cuando se entrecruza el deseo. Emprende Salazar ahora el recitativo de un fascinante fragmento de La voluntad de poder que Allende no ha oído nunca: Deseo para mí mismo -recita Salazar lentamente, apoyando la mano derecha en el hombro del conmovido Allende, conmovido y desconfiado a la vez como una buena chica a la antigua usanza-, deseo para mí mismo y para todos los que viven -para todos los que se
– Maravilloso -murmura Allende, sin llegar a entender adonde quiere ir a parar Salazar.
Allende no es un chico duro e intransigente, sino un buen homosexual, un mariquita bueno, generoso. Entonces ya lo era, en aquel entonces. Por eso quiere entender de verdad a qué viene esta exaltación nietzscheana, este aparentemente alcohólico recitativo. Con ese instinto del aún enamorado que sin embargo desconfía ya de la crueldad (quién que es no desconfía de la crueldad y Salazar se ha mostrado a menudo cruel), quiere entender Allende lo que Salazar quiere decirle esta dulce noche en el Retiro, en el Paseo de Coches, llena de aéreo amor, como una bomba opiácea, entrecerrados los ojos: el destino de los dos aparece ahora entrecerrado como el anochecer, como los veinte, veinticinco grados de temperatura ambiente, tan castellano-manchego, como el firmamento cuajado de extenuados lirios montunos: he aquí que todo pudiera aquí acabarse con sólo besarse y meterse los dos mano. ¡Ah, pero las cosas nunca son tan fáciles y menos con Salazar! Lo que Salazar pretende es, en su ensoñación de sí mismo, recuperar el deseo amoroso de Allende, que cree perdido a causa de su comportamiento de la otra noche. Para lograrlo, se sirve de un espléndido texto de La voluntad de poder donde, efectivamente, se habla de algo que Salazar no entiende ni entenderá nunca y que en cambio Allende entiende ya de sobra, aunque no filosófica sino vulgarmente: Allende entiende que el amor que ahora siente por su antiguo compañero de seminario -y que luego sentirá por otros muchachos y mucho más tarde sentirá por Ramón Durán- requiere una multiplicación y espiritualización, cada vez más grande, de los sentidos corporales, repletos de plenitud, finura y firmeza. Y cree por un momento que es posible aplicar este refinamiento espiritualizante de los sentidos al amor que ahora mismo siente por Salazar. Si Salazar le dejara -que no le dejará-, Allende haría lo posible por amarle ahora con toda la intensidad de sus espiritualizados sentidos. Pero demasiado joven es todavía Allende para entender todo lo que luego entenderá de viejo, para entender que todo lo que Salazar desea ahora mismo es recuperar al fascinado, enamorado Allende de la pasada noche: la vanidad empapa ahora a Salazar casi como una voluntad de gran estilo, la vanidad casi se confunde ahora con la dignidad. La vanidad casi se confunde ahora con la voluntad y el poder de la verdad. Pero, curiosamente, Allende, Paco Allende, tan insignificante -ya entonces, alrededor de los treinta- y contra toda verosimilitud, desconfía. Y la desconfianza es una estructura fuerte que impide que Allende se deje arrastrar como antes y se entregue, cándidamente, a Salazar. Lo cual hace a su vez que Salazar siga deseando a Allende porque le rehúye, pero también hace que, en la medida en que le rehúye y le destempla y le hiere, le odie. Todo sucede de tal manera que parece que Salazar es víctima de un destino perverso que no se pliega a sus planes, cuando sólo es él mismo, su carácter, lo que le impide ver qué pasa en torno a él y qué es qué.
– ¿Has bebido? -pregunta Allende.
– ¿Parezco bebido?
– Pareces sacado de quicio. Dices cosas interesantes pero no sé qué quieres de mí. Da la impresión de que sigues deseando lo que dijiste que deseabas la otra noche y, a la vez, da la impresión, o yo al menos tengo la impresión, de que no deseas lo que dices que deseas, da la impresión de que no quieres de verdad que yo te meta mano.
– ¿A qué viene tanto análisis? Se supone que tú eres el apasionado y yo el frío. Y ahora resulta que es al revés.
– Es que no me fío de ti. No acabas de poder representar satisfactoriamente la figura del amante. Es como si te faltara práctica. Como si hubieras aprendido unos pasos de baile y estuvieras decidido a bailar y comenzaras a bailar… rígidamente, incluso la otra noche, que dijiste toda clase de cosas eróticas sobre la polla y la bragueta y todo aquello, sonabas a conversación de colegial que ha aprendido el torpe vocabulario erótico de la calle, del cuartel, donde lo ha oído usar, y lo reproduce crudamente. No puedo librarme de una intensa sensación de frialdad por tus parte, de artificialidad, de pasos de baile aprendidos de memoria pero no practicados y, sobre todo, no dulcificados por la música, por la melodía del amor…
Se han desviado hacia la derecha y ahora, pasado el Parterre, recorren el parque al rape del muro por el interior. Allende piensa: Si de verdad esta reunión fuese amorosa o, sencillamente, erótica, nos meteríamos detrás de cualquier arbusto y gozaríamos en paz. No hay nadie a la vista, está oscuro, es confortable y tibio el aire, he estado miles de veces en situaciones así y siempre me ha salido bien. ¿Por qué ahora no? Y Allende tiene la respuesta muy a mano: Porque no me fío de Salazar. Reconozco que siento mucha curiosidad por hacer el amor con él. Pero es una curiosidad fría y cruzada por la desconfianza, que es una corriente de aire frío. Pero al mismo tiempo que piensa esto, Allende está excitado. La excitación sexual, genital, tiene su propio recorrido y hace que Allende rodee con el brazo derecho la cintura de Salazar. Por debajo de la chaqueta, Allende palpa la camisa y la calidez de la cintura y al subir la mano hacia arriba nota las cosquillas de su compañero. Es el momento adecuado. Salazar es más alto que Allende. Dulcemente Allende hace que su compañero gire hasta tenerle enfrente y le acaricia el pene con la mano. Salazar está excitado también. Estupendo. Los dos se detienen, definitivamente, y se tumban debajo de un magnolio. Nadie les ve. Son dos sombras, forman parte de todo el esquematismo de las sombras masculinas del parque. La situación es perfectamente familiar para Allende. Allende sólo tiene que dejarse llevar por sus instintos eróticos del momento. Ha sacado la camisa de los pantalones de su compañero y le recorre con las manos el torso. Percibe la excitación de su compañero. Salazar suda. No está siendo agradable. Entonces Salazar habla y dice:
– ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Vas a violarme?
– Me encantaría. Pero no te dejas. No respondes.
– No sé qué tengo que hacer.
– ¿No te gusto yo?
– No me gusta la situación. Me siento ridículo, siempre es igual. Solamente una vez en la vida, hace muchos años, me gustó que me metieran mano. Ellos no tenían dudas, ellos no hablaban. Eran fuertes y guarros ellos dos. Aquello sí que valía la pena. Tú no tienes firmeza, no me deseas.
– Sí te deseo, pero eres prohibitivo -dice Allende. Salazar le separa suavemente.
– Vamos a dejarlo -dice Salazar. Allende se echa a reír.
– Eres el perfecto calientapollas, chico. Debe ser que no te gusto.
– No, no me gustas. No me gusta la situación. No me gusta la oscuridad. Todo esto es ridículo.
Allende se separa definitivamente de Salazar.
– Quizá no seas marica después de todo.
– Tal vez no -dice Salazar.
– Y, entonces, ¿a qué viene lo del otro día?
– Yo tampoco lo sé. He querido probar una comida que no me gusta. No estoy acostumbrado a este juego. No estoy acostumbrado a ti, ni tampoco estoy acostumbrado a mí mismo en esta situación. Es humillante.
Allende siente compasión de pronto. Se avergüenza de sí mismo. Piensa que su lascivia le lleva una vez más a reducirlo todo a un encuentro momentáneo, genital. Él sigue excitado, pero su compañero es una figura retraída, encogida. No parece ahora, en el claroscuro del parque, un objeto de deseo, sino una criatura delicada, más joven que Allende, una persona que sufre o que se siente muy incómoda. Allende se levanta y dice:
– Mira, yo me voy.
Salazar le sigue. Allende -que ha sentido compasión hace un instante- siente ahora cansancio. Y esa leve irritación del coito interrumpido, que tan insoportable resulta para algunas personas. En el caso de Allende no llega a ser insoportable pero se siente molesto. Desea desaparecer de la escena. La compasión que ha sentido, sin embargo, está aún ahí y las primeras palabras que Salazar pronuncia le hacen reflexionar:
– Sé que te parezco ridículo -dice Salazar-. Aunque tú no lo creas te entiendo bien: veo tus sentimientos como pequeñas melodías que se oponen unas a otras en tu cabeza: por un instante has creído que me deseabas, me has deseado. Luego me has detestado por mi falta de definición. Después, incluso, me has compadecido, te he parecido un pobrecillo confuso que no sabe lo que quiere. Ahora, seguramente, estás harto. ¿Cierto?
– Sí, estoy cansado ahora. Te recuerdo que eres tú el que ha empezado esto, mejor dicho, soy yo el que lo empezó la otra noche y tú seguiste. Es desconcertante que alguien inicie la cadena de las asociaciones amorosas y de la seducción o que lo acepte en parte y que después se eche atrás. Eso es todo. No, no te compadezco en realidad: sólo me pareces desconcertante y me cansa el juego.
– ¿No será que te cansa pensar en todo esto? Das la impresión, Paco, de estar contento contigo mismo, de haber resuelto todas tus contradicciones o de no haberlas tenido y te parece que eres superior a mí sólo porque sabes lo que deseas y vas derecho a por ello.
– No sé qué contestar. Tienes razón. Yo sé lo que quiero y reconozco que no voy a ello con demasiada delicadeza. También reconozco que mis chicos, entre los que te incluyo a ti, sois todos intercambiables. No voy a morirme de amor ni ahora ni nunca. Pero no me siento superior a ti. Como mucho, más experimentado. Disfruto más que tú de la vida.
– ¿Lo ves? Estás contento contigo mismo y presientes que lo seguirás estando hasta el final de tu vida: tendrás cientos de chicos intercambiables unos por otros, todos te amarán bastante, a todos los amarás un poco. Serás, al final, un viejecito lascivo y quizá, a la vez, pulcro que en parte paga a sus jóvenes acompañantes con dinero y en parte les paga con dosis moderadas de filosofía hedonista y poesía homoerótica: te veo en la vejez, Paco Allende, como alguien encantador, engordarás, tendrás quizá un bonito pelo cano o una calvicie mona y redonda, usarás tonos cálidos, colores crema para tus trajes, tus jerseys, tus camisas blancas: olerás a colonia añeja, usarás un buen after shave, Old Spice quizá. En fin, serás envidiable gracias, sobre todo, a tu bonhomía. Tendrás muchos chavales que te costarán algo de dinero, pero no mucho, porque sabrás dosificarte. Tu bonhomía, por cierto, no será del todo verdadera, no serás, quiero decir, un hombre bueno, pero serás simpático, muy simpático, complaciente con los demás, porque serás complaciente contigo mismo. Procurarás, sobre todo, que nada llegue a los extremos, que nada te hagá sufrir. En fin, llegarás a ser quizá un hombre libre que ha hallado el justo medio en todas las cosas. Habrás renunciado a la grandeza…
– Tú, en cambio, no: ¡tú no has renunciado a la grandeza y por eso no follas!
El discurso de Salazar ha irritado profundamente a Allende ahora. ¿No es todo ello pretencioso, pedante, el discurso de un creído que se siente importante porque, en público al menos, no cae nunca en la tentación del hombre medio? Por otra parte, algo en el tono de voz de Javier Salazar -una cierta calidez nostálgica, como si de verdad fuese capaz de prever el futuro- conmueve a Allende una vez más. En realidad, ¿no acaba de expresar su amigo gráficamente una imagen de sí mismo que Allende, a la vez, secretamente cultiva ya, a los treinta, y que a la vez detesta? Allende se da cuenta de que hay un cierto lado de la presente situación que se ilumina con una luz favorable a Salazar: la timidez de Salazar -si es que se trata de timidez-, sus dudas a la hora de entregarse al placer carnal. ¿No están dotadas de una dignidad de la cual el fácil erotismo de Allende carece? Al fin y al cabo, fue Salazar quien comenzó esa misma tarde con un fascinante texto de Nietzsche en el cual se hablaba de una espiritualización de los sentidos. A fuer de ser sinceros, Allende no puede entender, no puede tomar por espiritualización de los sentidos, su glotonería erótica. Tener siempre ganas de echar un buen polvo es compatible con una aburrida brutalización de los sentidos, claro que sí. Y esta concupiscencia juvenil que brinca y salta y que tanto ha divertido al Allende de estos últimos años, ¿cuánto tiempo va a durarle? Al fin y al cabo, sólo lleva unos cuantos años de ex seminarista: los años de una juventud alegremente retardada. Gracias a la ascética uniforme que el seminario exigía de todos los seminaristas, Allende ha disfrutado de una prolongada juventud erótica. Gracias también, por supuesto, a los encantos propios de su inclinación homosexual: la homosexualidad rejuvenece, preserva al joven homosexual de compromisos. Y la dureza sociológica de la sociedad franquista de esos años, ¿no era también maravillosamente rejuvenecedora? Las prohibiciones humedecían el apetito, exaltaban los deseos, agudizaban los ingenios eróticos: ¡la calle brillaba con sus turbios amores prohibidos! Y la turbiedad se combinaba con la claridad -porque el impulso erótico era, en sí mismo, claro y en muchos casos generoso-. Pero la prohibición, la nocturnidad, el secreteo, el secreto de toda aquella incipiente sociedad rosa, lo que más tarde había de denominarse -estúpidamente- el morbo, ¿no eran, en definitiva, partes de la maravillosidad, de la deseabilidad de la situación? Contra Franco nos la meneábamos mejor. Todos estos pensamientos (cuya estructura interior no es lineal sino radial, no es consecutiva o discursiva sino simultánea) entreverados de sentimientos y contrasentimientos vuelven ahora, de nuevo, pensativo a Paco Allende. Pensativo, es decir, compasivo: porque para una personalidad incipientemente generosa y solidaria (aunque aún no lo sea a los treinta) la reflexión acerca de la situación de los demás y de sí mismo conduce directamente a la compasión. Ese noble y tan malentendido sentimiento del compadecerse y del simpatizar, incluso con aquello que nos perturba o no entendemos pero que Allende, ya en esos años, no está dispuesto a condenar sin más o a arrumbar sin más entre lo desechable. Por consiguiente, en el fondo de su corazón está abriéndose a un nuevo modo de relacionarse con Javier Salazar, que, durante un buen rato, ha permanecido callado. Sin darse apenas cuenta, los dos han salido del Retiro y han caminado una vez más Alcalá arriba en dirección a Manuel Becerra. Allende se pregunta: ¿Va a repetirse todo otra vez? ¿Voy otra vez yo a dulcificarme y a desear ligar o acostarme o echar un polvo con este bello Salazar tan tímido de ahora? El retrato del Allende futuro que Salazar ha trazado hace un rato, le ha parecido a Allende muy certero: al oír a su amigo se ha imaginado a sí mismo tal y como será. Imaginarse a los treinta cómo se será a los sesenta es sumamente difícil. No es una práctica a la que Allende esté acostumbrado. Allende, al fin y al cabo, es un joven práctico, que tiene intención de salir adelante en su iniciada carrera de psicólogo, que tiene intención de establecerse, ganar dinero, darse una buena vida. Este proyecto no es ascético, pero es muy comprensible. ¿Es igualmente comprensible el proyecto de Javier Salazar, que puede sospecharse a partir de su comportamiento de esos años? La verdad es que Allende no logra imaginarse de ninguna manera a Salazar excepto como un intelectual reservado. Quizá un escritor, pero ¿qué clase de escritor? Le falta -piensa Allende- facundia: le falta a Salazar, ahora por lo menos, elocuencia natural. Hay algo en su manera de rehusar el placer erótico que es sospechoso, que revela, quizá, una personalidad pasiva o asustadiza, una reserva difícil de vencer. Allende supone que Salazar no tiene aún claramente aceptada su condición homosexual. Quizá ni siquiera llegue a aceptarla nunca: pero esto no es un delito, no es ni siquiera una imperfección: es una manera de ser. Y Allende sospecha, más o menos, las líneas platonizantes por donde Salazar iría o irá si ahora Allende quisiera interrogarle. Pero Allende no quiere interrogarle. De hecho, Allende prefiere dejar las cosas como están. Han llegado a Manuel Becerra y, contra lo que Allende supone (Allende cree que Salazar desea seguir charlando), Salazar dice que quiere irse a casa. Se despiden en la boca del metro. Quedan en llamarse por teléfono al final de la semana. Quedan en ir al cine juntos. Quedan, de palabra, en que pueden ser amigos sin necesidad de entrar en este asunto indefinido, y en cierto modo pringoso, de los deseos de los dos. Finalmente se despiden.
Ninguno de los dos llamará por teléfono al otro. Que este asunto quede suspendido ahí y así, sorprenderá muchísimo a Allende a lo largo de los años. Javier Salazar regresa, para Allende, a esa misteriosa zona donde habita en su distante belleza delgada. ¿Por qué Javier Salazar no vuelve a telefonearle? Allende no lo sabe. Allende, a su vez, no llama por teléfono a Salazar porque ha decidido respetar su voluntad de secreto y de silencio. No volverán a verse hasta bien entrada la madurez de los dos. y entonces será un encuentro superficial, social. El primer encuentro revelador y profundo tendrá lugar, como se ha anticipado ya en este relato, cuando Javier Salazar, ya jubilado, lleva a vivir a su casa a Ramón Durán e invita a Paco Allende para que le conozca.