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Ramón Durán ha pasado esa noche y la noche siguiente, tras la conversación con Salazar, en casa de un conocido. No ha contado nada. Por encima ha explicado que quiere distanciarse un poco del compañero con quien vive, que tiene una temporada borde. El conocido no ha hecho preguntas y no ha pedido nada a cambio, sólo el placer infantil y nostálgico de tener al guapo Durán en casa recogido. Pero Durán añora su vida en casa de Salazar y, por uno de esos efectos superficiales pero dolorosos de los celos, siente celos dobles: celos porque Salazar ama (supuestamente) a Juanjo Garnacho y celos porque Juanjo ama (supuestamente también) a Javier Salazar. Hay algo enérgico y saludable en Durán que le impulsa a la acción. Decide enfrentarse en serio con los dos hijos de puta (ésta es la expresión que últimamente utiliza para referirse colectivamente a sus dos amigos): así que acaba yendo a casa de Salazar, quien le recibe encantado, con una noticia perturbadora: en estos dos días de ausencia Chipri le ha llamado varias veces por teléfono:
– Tu madre parecía agitada. Ha llamado varias veces. Le he dicho que te habías ido de excursión. Dice que volverá a llamarte esta noche.
Durán llama por teléfono a su madre. Chipri está, en efecto, agitada. Pero su agitación no es comunicativa: a la pregunta qué te pasa, Chipri responde con frases deshilvanadas como: me siento muy sola, ha habido robos en el bloque, el amigo de mi amiga dominicana ha vuelto a pegarla. Me llaman por teléfono gentes que no conozco y que no dan su nombre, no consigo volverme a colocar en el hotel. ¿Cuándo vas a venir? Durán procura tranquilizarla. La verdad es que el simple hecho de hablar con su madre le ha tranquilizado. Ya en otras ocasiones Chipri ha dado muestras de agitación sin fundamento. Lo único que le ha parecido a Durán serio, aunque irreparable, ha sido que su madre dice que echa mucho de menos al Floren. Le ha ido a ver. Han llorado juntos. Florentino Pelayo no quiere hacerse responsable, ni siquiera un poco, de su querida abandonada. La conversación telefónica ha terminado, después de casi una hora, sin ninguna conclusión definitiva. Durán ha dejado claro que no tiene intención de trasladarse a Marbella en estos días. Sólo puede pensar ahora en su enfrentamiento con Salazar y con Juanjo. En la terraza de Salazar, junio trae su dulzura de estío juvenil: está florida, tupida, florecen los geranios. Salazar sirve deliciosas bandejas de merluza rebozada y langostinos con mayonesa y vinos tintos y rosados de Portugal. De pronto, todo parece solucionado y concluido. De pronto sonríen los tres. Juanjo está muy guapo y muy bronceado, altanero, chuleta, como de costumbre, pero amable. Durán prefiere este Juanjo crecido y un punto bebido, y limpio, y bien arreglado con las ropas estivales de Adolfo Domínguez y los polos Ralph Lauren, al Juanjo en chándal y sin afeitar que se encontró hace tiempo en Madrid. Salazar brilla también en su madurez sedosa, en el primer momento de su tercera edad, tan guapo todavía, tan distinguido, tan pulcro. ¿Y si todo fuera a salir bien? -se pregunta, esperanzado, Durán-. Aún podría salimos todo bien a los tres. Al fin y al cabo, Durán ama a su entrenador de futbito y admira el estilo elegante de Javier Salazar. Ese mediodía particular, cuatro días después de la noche solitaria y salvaje, la luz solar se encarga de igualarles a los tres, los dos jóvenes y el distinguido caballero que Salazar representa. Durán no ha contado que la primera noche que pasó en casa de su amigo del bar, llamó por teléfono a Allende y quedaron en verse, sin fijar una fecha. Durán no ha contado nada de esto porque no está seguro aún de que si las cosas van bien entre los tres, como parecen ir ahora, vaya a necesitar a Allende nunca más. La reunión de este mediodía es gratificante pero, incluso en medio de su ingenuidad, Durán percibe cierta reserva: tiene la impresión de que sus dos compañeros se esfuerzan por estar naturales y amables y por agasajarle (este mediodía Durán es el centro del trío), pero no acaba del todo de sentirse tranquilo. Se habla un poco de política, otro poco de la escena gay madrileña, de las vicisitudes del matrimonio homosexual que ha prometido el PSOE, se habla de los agradables vinos portugueses y los admirables langostinos recién cocidos por la asistenta de Salazar: así transcurre el mediodía. Salazar se retira a echar una cabezada, un sueñecito. Juanjo y Durán se quedan en la terraza.
La terraza es ahora un lugar esférico sombreado por las sombrillas, verdecido por los laureles y las hiedras. El jazmín trepador cubre toda una pared. No es una terraza grande sino adecuada, de unos veinte metros cuadrados, cerrada sobre sí pero abierta al cielo arriba. Aquí podría sen feliz una pareja, piensa Durán. Aquí podríamos ser felices ¿los tres?, ¿los dos? Parece la felicidad, el bienestar, al alcance de la mano. Los vencejos giran estáticos en el cielo levantado como una gran ofrenda, la belleza del mundo está a la vista. Y los cuatro elementos -el fuego, el agua, el aire y la tierra- giran apasionadamente en el corazón humano, en los ojos ingenuos de Durán e, incluso, en el torpe pero joven aún corazón de Juanjo Garnacho. El sagrado éter responde, más allá del resplandeciente firmamento sublunar, de que todo se encenderá con medida y se apagará con medida si los hombres se alzan más allá de sí mismos.
– Bueno, ¿qué tal? ¿Cómo lo ves, Juanjo?
– Lo veo de puta madre -declara Juanjo, con un tono de voz que casi resulta poético, no obstante la ramplonería de la frase.
– Estás contento entonces de haber conocido a Salazar.
– Se enrolla bien el tío, sí.
– Casi me habéis echado de la casa entre los dos -bromea Durán-. Hijos de puta, es lo que sois.
– ¡No jodas! Ahora todo va bien, parece. Estamos bien aquí. Yo estoy muy bien aquí, sí, desde luego. ¿Sabes lo que creo? ¿Sabes lo que yo creo que quiere este bujarra?
– No le llames así.
– Le llamo lo que es, se lo llamo cariñosamente. A él no le importa. Se lo llamo a su cara.
– Bueno, ¿qué es lo que crees?
– Creo que quiere que nos quedemos los dos y hacer un trío los tres, en plan orgía.
– ¡Por favor!
– ¡Ni por favor ni leches! Me lo ha dicho, además. Quiere hacer no sé qué, igual que lo hizo con unos en el campo de joven. Eso es lo que quiere.
– ¿Te ha dicho eso de verdad?
– Te lo juro. ¿Sabes qué me apetece?
– ¡Yo qué sé! -De nuevo vuelve a Durán el malestar de estas pasadas noches, ahora no son celos sino incredulidad, entreverada con, quizá, curiosidad. ¿Siento curiosidad?, se ha preguntado Durán en el abrir y cerrar de ojos de este instante. Se da cuenta de que está cautivado en esta terraza, en esta esfera turgente, húmeda, confortable. ¿Quién piensa en salir fuera? Nada hay fuera. El exterior y el interior, el cielo y la terraza entera, y el piso detrás, con Salazar en su habitación echando la siesta, todo es un corazón que late, discontinuo, disonante. El corazón del único mundo que, con excepción del mundo materno, allá en su juventud, ha conocido Ramón Durán. Y hay otro mundo también, el mundo de las carreras por la Ciudad Universitaria, el mundo del deporte, del esfuerzo físico, y muy remotamente ahora también el mundo de Allende, que Durán no alcanza a percibir de momento. Y también, claro está, el mundo de Chipri, su madre angustiada allá en Marbella, que ha tranquilizado a Durán en la última conversación, pero que no está tranquila y que ahora como una sombra intranquilizante, astringente, revolotea como un súbito vencejo que grita exaltado, aterrado quizá, enceguecido, y desaparece en el cielo candente.
– ¿Sabes lo que te digo? -murmura Juanjo lentamente, soñoliento-. Que se tiene que estar de puta madre en pelotas aquí. -Y comienza a desnudarse, se quita la camisa. Se saca los zapatos, se baja los pantalones, se quita el bóxer. Todo el firmamento de pronto se enturbia. Durán siente boca seca. No sabe qué decir y pregunta:
– ¿Por qué haces eso?
– ¡Porque me apetece, joder! ¡Por eso! Desnúdate tú también, tío. A Salazar le gusta eso. Le gusta de cojones vernos desnudos. De sobra lo sabes tú, no te hagas el inocente ahora. A mí me parece bien, ¿qué tiene de malo? Contigo también lo ha hecho. Lo que más le gusta es mirar, ¿a que sí?
– Juanjo, no sé si me gusta esto. Mejor dicho, sí sé: no me gusta.
Ramón Durán está sentado en una silla de brazos junto a la mesa, donde aún queda restos de los vinos y de fruta y del queso del postre. Juanjo, que estaba recostado en una tumbona y que se había incorporado para quitarse la camisa y los pantalones, se levanta y se acaricia el pene con deliberado detenimiento. Una procacidad de piscina nudista, gay, una procacidad trivial. Se acerca a su amigo.
– ¡Chúpamela!, lo estás deseando.
– No lo estoy deseando. Esto es ridículo.
– ¿Ah, sí? ¿Esto es ridículo? Antes te gustaba, ¿por qué no te gusta ahora? Desnúdate tú también, joder. Le damos por el culo al viejo cuando llegue.
En ese momento entra Salazar en la terraza. Se queda contemplando absorto a Juanjo. Juanjo se le acerca y le acaricia. Salazar permanece inmóvil.
– ¡Esto es una locura! ¡Una imbecilidad, además! -dice Durán, sin moverse de su sitio. Él también ha quedado cautivado por la escena procaz. ¿Qué irá a pasar ahora?, piensa Durán con curiosidad sin poderlo remediar. Es una escena desabrida, un sentimiento de violencia ejercida contra él, contra Salazar, contra el previo bienestar solar de la terraza. Una violencia innecesaria. La ternura de deseo transformada en violencia objetiva.
– ¡Chicos, chicos! -exclama Salazar en su más suave tono de voz-. Vístete, Juanjo, que vamos a charlar un poquito los tres.
Juanjo le obedece y se viste. Se pone los pantalones sin los calzoncillos ni la camisa. Salazar se sirve un vaso de vino rosado.
– ¡Excelente este Casal Mendes! -declara alzando su copa llena Salazar-. Vinho de mesa, served chilled.
Durán piensa: Éstos se están burlando de mí. Lo del vino es una burla. No es lo mismo dos que tres. No es lo mismo Juanjo y yo de jóvenes, Juanjo y yo solos en Madrid, que esto. Esto es una encerrona.
Juanjo piensa: Esto me pone. Todo lo que me aburre Ramón solo, me gusta con otro. Estoy empalmado, pensando con la polla. Con qué hostias voy a pensar si no. Los tres estamos empalmados. ¿Por qué hostias no acabamos? ¿Aquí quién no quiere? Juanjo ahora alza la voz:
– ¿¡Joder, tíos, aquí quién no quiere!? Porque yo quiero. Éste no quiere. -Ahora señala con la cabeza a Durán pero dirigiéndose a Salazar-. ¿Estás empalmado sí o no? Sí, si te conoceré yo.
Salazar piensa: ¿No es esto lo que yo quería? Esta explosión vulgar, descarnada, lingüísticamente descarnada también, es lo que yo quería. Y tiene razón el Juanjo. ¿No estoy yo mismo empalmado también? Estoy, sin embargo, algo asustado, eso también, porque ¿qué va a pasar después? Lo que puede pasar ahora es bien fácil y es bien tonto. ¿Y después? ¿Es ésta mi fantasía final? ¿Es esto mi final? Reunirme aquí con estos dos, o con otros dos, y verles masturbarse o follarse hasta que yo mismo me empalme bien y pueda intervenir, y luego que se larguen. Es mi hora de tomar un baño de sales. Esto requiere vino. Requiere desvergüenza. Las ventajas de la desvergüenza, que ya descubrieron los pacientes de Davos Platz en la Montaña Mágica. Ese descubrimiento sólo es posible cuando se está perdido. Aquellos tuberculosos estaban perdidos Y yo, ¿yo estoy perdido? Qué atractivos son los dos, sobre todo, ahora, Ramón Durán. En voz alta dice:
– ¿Por qué no quieres, Ramón, entrar en este inocente juego con nosotros? ¿Qué más da que seamos tres? Tú y yo solos ya lo hemos hecho. ¿Te acuerdas la primera noche, que te pedí que te masturbaras y lo hiciste? Me gustó tanto verte. Y Juanjo no es ningún extraño. ¿Qué te pasa?
Ramón Durán dice:
– ¿Y así vamos a seguir siempre? ¿Esto es lo que vamos a hacer todas las tardes? ¿Para esto nos tienes en tu casa? ¿Nos vas a cobrar en especie ahora? ¿A cómo el polvo, a cuánto la corrida y la mamada? No sé por qué, me parece repugnante, me parece mal. Y me parece mal, sobre todo, porque a la vez que me parece mal, no me parece mal. A la vez me da lo mismo…
Juanjo exclama:
– Si no te parece mal, joder, a qué hablas tanto.
– Habla porque está asustado, ¿no lo ves tú mismo? -Salazar dice esto porque teme que si Durán se siente agredido o provocado de cualquier modo, acabará yéndose. Y Salazar no quiere que esto acabe. Lo verdaderamente delicioso ni siquiera ha empezado. Necesita tranquilizarlos a los dos. Por eso añade-: Vamos a hacer una cosa, chicos. Son ya casi las siete de la tarde, vamos a darnos una ducha, cada cual por su lado, nos arreglamos y nos vamos a cenar por ahí. Como decían los gitanos en los tratos: ni para ti ni para mí. Vamos a partir la diferencia.
La voz sedosa de Salazar, su buen aspecto, su seguridad de hombre de mundo, tranquiliza a los chicos. Es como un encantamiento. Las palabras de Salazar funcionan como un ensalmo. En el fondo, ni siquiera Juanjo Garnacho desea lo que dice que desea. También él desea ponerse los bóxer, darse una ducha y cenar una buena cena.
Salazar, por supuesto, tiene un plan: un diminuto plan que sería risible e incluso inocente si no fuera porque implica usar sectorialmente a los dos jóvenes. Salazar no es, sin embargo, del todo autoconsciente ahora: está, como suele decirse, encoñado de Juanjo y está encoñado de esta fantasía del trío en la cual él es el mirón que dirige la escena. Se siente director de escena. La posibilidad de dirigir una escena en la cual su papel es eróticamente reducido le llena de gozo más cuanto más tiempo pasa con los chicos. Al fin y al cabo, piensa, esto es pan para hoy y hambre para mañana. Para mañana ya veremos. Lo que quiero lo quiero ahora. La fantasía es de ahora, ellos se cansarán después, yo también me cansaré después. Nada grave habrá sucedido. Quedaremos tan amigos. Por su parte, Ramón Durán se alegra. La verdad es que no desea romper con Salazar ni con Juanjo. La verdad es que no desea marcharse a la calle él solo. Desea ceder. Y siente curiosidad. Y siente, cómo no, deseo de hacer el amor con Juanjo y de dejarse querer por Salazar. Luego todo está bien para todos. La única dificultad que aún perturba esta noche a Ramón Durán es el recuerdo de su madre. ¿No debiera dejarlo todo e irse a Marbella? Se tranquiliza pensando que su madre ha pasado por temporadas depresivas y angustiadas antes de ahora y que no hay nada nuevo en la vida de su madre que él pueda arreglar por, simplemente, ir allí. Iré, se dice, dentro de unos días. Mañana por la mañana telefonearé sin falta a Marbella y pasaré el fin de semana con mi madre. Salazar se ha duchado primero e invita a Durán a ducharse en su baño. Juanjo se está duchando en el otro baño. Salazar se sirve un Martini seco. Juanjo se contempla desnudo y empalmado en el espejo del cuarto de baño de invitados. Durán deja que el agua caliente le tranquilice los nervios y le haga sentirse embellecido, limpio y bueno siquiera por esta noche.