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Javier Salazar no se desconocía a sí mismo. Había regresado a sí mismo muchas veces y había logrado, si no encontrar una verdad estabilizada por completo, sí una especie de mapa de sí mismo: disponía de un esquema de sí mismo por lados: así, un lado era el gusto por la soledad, por su soledad, con sus largos paseos por los parques vecinos (que incluían el Campo del Moro, el Parque del Oeste, la Casa de Campo, por supuesto el Retiro, y algunas veces también el parque de la Fuente del Berro, pero no los nuevos parques del extrarradio, el Juan Carlos I o el Tierno Galván). Este gusto por la soledad incluía largas tardes de lectura, entreveradas de un ligero tedio que asomaba a su cara guasona cada vez que Salazar bostezaba o se quedaba ligeramente traspuesto. Esta soledad contenía a ratos una compañía casi siempre masculina, organizada de tal suerte que no pudiese producir, ni a la larga ni a la corta, responsabilidad o apego: «Que estés en condiciones -solía decirse Salazar a sí mismo cuando reflexionaba sobre este tramo final de su existencia- de aceptar que cualquiera deje de verte o dejes tú de verle de un día para otro, sin el menor pesar o nostalgia o recuerdo.» Y satisfecho de esta radicalidad, que tenía un punto de pose, añadía Salazar: «No se trata de olvidar a nadie: nada tan malsonante como el olvido. Pero tampoco se trata de algo tan preciso como los recuerdos o las remembranzas, por modificadas o amansadas que estén. ¿De qué se trata entonces? Pues se trata de una simple presencia muy múltiple, de un muy intermitente y flotante sistema de presencias que se unifican en mi vida: ellas existen porque yo existo, pero que son indoloras, sin aristas o, como mucho, destellos placenteros.» Nada de esto tenía, como visión del mundo, excesiva grandeza o novedad, pero Salazar encontraba reconfortantes estos pensamientos, que formaban parte de esa apología pro vita sua que todos los hombres de su edad tienden a construir a partir del momento de las jubilaciones.

Ramón Durán no tenía, en cambio, ni tanto ni tan elaborada narración que decirse acerca de sí mismo. A diferencia de Salazar, la vida de Ramón Durán cuando se conocieron estaba en expansión y en el camino de ida. Por lo tanto no estaba sometida a tanta reflexividad. A diferencia de Salazar, que nunca había cuidado a nadie, Ramón Durán había cuidado desde muy crío a su madre y aún hablaba por teléfono con ella cada noche. Ramón Durán había cuidado de su madre con una vaga idea de finalidad, la idea de que había que encontrar, y encontrarían, alguien adecuado a quien aquel gran cuidado pudiera traspasarse: tenía que ser alguien que ofreciese garantías. Esta idea había llegado a ser muy poderosa en la conciencia de Durán, una ocurrencia implosiva. «Tiene que ser alguien que ofrezca garantías»: ésta era la frase que Durán empleaba para contarse a sí mismo su proyecto, aunque no se tratara en realidad de un proyecto, sino de algo parecido a una vocación: como esos niños que desde muy chicos ya declaran solemnemente que de mayores serán médicos o aviadores o electricistas, a imitación de su padre o de algún personaje mayor admirado. Esa frase le parecía a Durán perfectamente comprensible en sí misma y no necesitada de ninguna aclaración ulterior. De haberle exigido alguien enumerar alguna de esas garantías, Ramón Durán se hubiera quizá encontrado en dificultades. Pero su madre era muy bella. El propio Ramón Durán introducía esta salvedad que no se oponía gramaticalmente a nada que él mismo u otra persona hubiese podido decir o pensar: era una adversativa absoluta, poética, que introducía la belleza bruscamente como el sol platónico, voraz e indiscutible: el bien puro. Ninguna mujer le había parecido nunca a Ramón Durán tan bella, tan llena de sentido común, tan verdadera, tan resplandeciente y tranquilizadora como su madre. Recordaba siempre su olor, que no era propiamente el olor del perfume que usaba sino el de su perfume combinado con su olor corporal, por explicarlo de una manera simplista.

En realidad Salazar no deseaba ningún compromiso amoroso. Ni siquiera con carácter temporal. El encuentro con Ramón Durán aquella tarde en el Parque del Oeste y la consiguiente escena de erotismo incompleto que siguió esa noche, le hizo sentirse detestable y ridículo, y también le hizo detestar las logísticas o las estrategias del erotismo. Naturalmente, no hay encuentro con otras personas que pueda sostenerse en términos de pura casualidad salvo por un momento. Tan pronto como la relación dura más de una noche, se inicia una planificación que, por somera que sea, oprime un poco, obliga un poco. Y Salazar, al irse aquella noche Durán y al masturbarse -sosteniendo su imagen como una flor de la papiroflexia, causal porque le provocaba el deseo e inane también, porque no tenía dimensiones, sólo aparecía al compás de los sacudones de la mano y se desvanecía con la eyaculación-, no esperaba volver a ver más a aquel muchacho. Ramón Durán se volvió aquella misma noche parte de la imaginería onanista del imaginario de Salazar. Así que Salazar deseó, una vez agotado el deseo en la imaginación, que Durán no volviera, y cuando éste regresó a la mañana siguiente se sintió incómodo. Y, sin embargo, en compañía del muchacho la mañana siguiente y la semana siguiente -que se vieron un par de veces, y la siguiente otro par de veces- no podía Salazar no desear tocarle o acariciarle: se producía así un circuito de ansiedad, consistente en que no podía no querer tocarle: al tocarle no se sentía satisfecho, tenía pues que dejar de tocarle y entonces se sentía insatisfecho, tenía que volver a tocarle para sentirse satisfecho, pero volvía a sentirse insatisfecho. La estructura inicial de la relación de Salazar con Durán fue unidireccional: de Salazar a Durán sin aparente vuelta y onanista. La pregunta, como el propio Salazar se dio cuenta de inmediato, dándose a la vez cuenta de que no podía contestarla era: ¿Y cómo se siente Ramón Durán? La única contestación adecuada es trivial: se siente hombre objeto. Y Durán llegó a decírselo:

– Casi te daría igual verme en fotos.

Y Salazar contestó abruptamente:

– Si quieres que te diga la verdad, sí: preferiría verte en fotos. Evitarme esta pesadez poscoital, parecida a la pesadez pospandrial.

Era una contestación idiota -y pedante-, que sin embargo reflejaba bien una situación anómala: de encerramiento de Salazar en sí mismo: una misantropía antigua, que se servía de aquella ocasión erótica fácil para desplegarse con toda su virulencia. En aquel momento aún no estaba claro que Ramón Durán entendiese del todo lo que le ocurría a su compañero, pero su contestación tuvo un matiz de nobleza y de ternura:

– No tiene por qué haber nada poscoital, o pospandrial como dices, que no sé qué significa, entre nosotros. Con dejar de hacerlo estamos al cabo de la calle.

– ¿Con eso quieres decir que mejor dejarlo?

– No. Con esto quiero decir que mejor dejar lo que te irrita y quedarnos con lo que te gusta, con nuestra relación, con nuestra amistad. ¿O es que no somos amigos?

Salazar no quiso decirle en ese momento que lo de la amistad era casi lo que menos le gustaba de todo. En cierta manera le había conmovido la buena fe del chico, pero aborrecía sentirse conmovido casi tanto como sentirse ridículo. Por lo tanto, Salazar, durante un rato, se quedó en silencio. Hasta que por fin declaró, súbitamente, con el tono determinado de quien pretende zanjar una cuestión de una vez por todas, dejar de una vez por todas claro, que ser incapaz de mantener satisfactorias relaciones sexuales no le hacía automáticamente ni capaz ni deseoso de mantener relaciones simplemente amistosas. ¿Qué es lo que sentía Salazar en ese momento? A Ramón Durán le resultaba imposible saberlo, y no supo contestar a la frase que Salazar escupió de golpe:

– A mi edad ya no se pueden proyectar parejas, relaciones o amistades. ¿Qué más quisiera yo? Sería un desahogo sentimental pavisoso, pero simpático, y yo ya no deseo ser simpático, ni deseo ser tratado con cariño, ni por ti ni por nadie. He regresado a la bendita inmadurez, ahora soy de verdad el hijo pródigo de Rilke, ya sé que no sabes de qué hablo, pero quédate con el cante. Yo soy el hombre que no quiere ser amado. No quise serlo nunca, y ahora menos todavía. Y esto es lo que nos separa, además de tu fogosidad sexual, tan vulgar en el fondo: que yo ya estoy aquí, yo ya he llegado, y tú sólo empiezas a venir y ni siquiera muy seguro.

Toda esta conversación transcurría una vez más en el Charing Cross. Se estaba bien al fondo, sobre todo si, como hoy, había poca gente, mejor nadie. Y la silueta de los abetos negros de ese lado del Parque del Oeste delineaban una estampa japonesa de Hiroshige, casi sin color, sepia y tinta china. Eran las tres de la tarde y se iban a almorzar los parroquianos. Daba la impresión de haber en las losetas del suelo una momentánea paz prufrockiana de sawdust restaurants with oyster shells: se sonrió para sí mismo Salazar al pensar en esta línea. Estaban sentados los dos, Salazar y Durán, a una de las mesitas bajas del fondo. Por un instante resplandecieron, luciferinos, pura concupiscencia de los ojos el más joven, y el mayor, soberbia de la vida. Eran los dos maravillosos: hubiera sido muy fácil amarlos en aquel instante a los dos, cada cual a su modo. No podía no pensar en sí mismo Javier Salazar en aquel instante. ¿En quién o en qué pensaba Ramón Durán en aquel instante? ¡Qué poca cosa es este amor!, se dijo Salazar mentalmente. Este amor de ligue, estos amores de un día para otro, ni siquiera del todo satisfactorios o agradables, más menos que nada. Sintió Salazar que se le humedecían los labios, la garganta, y vio a Ramón Durán que le sonreía, ignorándolo todo.