37605.fb2 Contra natura - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

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Marisa llama por teléfono muy temprano al día siguiente. Allende descuelga el teléfono. Todo está pendiente. La policía no tiene dudas ahora después del examen forense: ha sido un asesinato: el cuerpo de Chipri presenta señales claras de violencia: golpes, además del cuello roto. No ha habido violación pero sí ha sido manoseada brutalmente. Da la impresión -según Marisa- de un crimen accidental, con un asesino accidental, un vagabundo, un cualquiera que se cruzó con ella por el paseo marítimo a altas horas de la madrugada. El hecho, sin embargo, de que se trate de un homicidio y no de un simple accidente mortal, da lugar a la apertura de un expediente y de una investigación. Ramón Durán debe estar -le han dicho- «localizable», aunque no necesariamente en Marbella. Allende pregunta: «¿Qué es lo que suele pasar en estos casos? ¿Qué significa que se abre un expediente?» Incluso Allende se permite una referencia televisiva a la serie Caso abierto. ¡Qué amable es Marisa! ¡Cuánto se parece Marisa a todas esas chicas que, en su juventud, y aún ahora, rodearon y aún rodean a Paco Allende! ¡Qué sensata es, y qué gran ayuda, tan espontánea en todo! Una vez fotografiado y examinado por los médicos forenses, tras la autopsia, el cuerpo de Chipri queda a disposición de sus parientes. En nombre de Ramón Durán agradece Allende la llamada telefónica. E informa a Marisa de que tiene intención de permanecer aún unos días en Marbella hasta dar tierra o incinerar (aún no ha hablado de esto con Durán) el cuerpo de Chipri.

Allende piensa: El mar hizo esa noche las veces de memoria, ¡pobre Chipri! Trajo el rumor del mundo, de su mundo, y fue lo último que oyó: somormujo manchado de petróleo, un pájaro desalado que cayó al mar sin sustancia porque el mundo no tiene fundamento. Oh, imposible, Señor, ten piedad de nosotros -se dice Allende-. Son difíciles días éstos para Allende. ¿Y por qué? Porque le ponen ante sus limitaciones. Ni siquiera le sitúan ante su finitud -eso podría ser grandioso, proporcionar un sentimiento de importancia: he aquí que el ente finito y yo somos lo mismo-. Son difíciles porque le ponen ante lo trabado, lo cansado, lo no decidido todavía, lo melancólico, sus deseos carnales, muy vivos, no obstante su edad. Y ante sus limitaciones profesionales también, como psicólogo: ¿tiene realmente algo que decir a Durán como psicólogo, como asesor, como monitor de las putas conciencias de los chicos y chicas de los bachilleratos y de sus padres y madres?

He aquí que Allende cree, él mismo, que no tiene realmente nada que decir, y ésta es su grandeza. Más aún: no obstante estar persuadido y sinceramente convencido de que no tiene nada que decir en este caso tan terrible, va a hacer un ahora gran esfuerzo por decir lo que cree que debería ser dicho. Es más: dicho y hecho, para que Durán no pierda pie. Y lo que le dice es lo siguiente:

– Mira, Ramonín, nosotros, tú y yo, estamos por decirlo así lejos del cielo, far from heaven, como en la película. Así es que tenemos que arreglarnos con lo que hay, que no es gran cosa. ¿Y qué es lo que hay?

– Lo que hay -responde Durán- es esto injusto, incomprensible, de esta muerte de mi madre. ¿Por qué ha tenido mi madre que morir así?, por Dios. No creerás, Paco, hijo de puta, que vas a tranquilizarme con mierdas cristianas. Toda esa mierda que me quieres echar, cristiana, encima…

Y piensa Allende ahora, al escuchar las palabras de Durán, en un vertedero maloliente, que es él mismo, alimentadero de las putas gaviotas, desbrozadero de putas ciudades, grandes y pequeñas, vertedero de Dios. Esto es lo que kénosis significa: el abajamiento, el desventramiento, el vertedero de Dios, el gran cagado de Dios: el Cristo Jesús. Piensa Allende que si ahora se atiene a la intensidad y confusión de este momento, alcanzará tal vez la luz que siempre hasta ahora se le ha hurtado.

Se ha decidido incinerar a Chipri. A este efecto, Allende ha organizado con una funeraria marbellí el traslado de los restos de Chipri al cementerio donde serán incinerados. Ya han sido incinerados y esto es lo que queda: un herméticamente cerrado jarrón, una urna que contiene dos kilos de ceniza, menos imposible: polvo será más polvo enamorado: ¡Una puta mierda! ¿Qué se hace con nada? ¿Se esparce por el aire, se tira al cubo de la basura? Detrás no hay nada, detrás no queda nada: la muerte absurda.

Ha llamado Araceli por teléfono. Ha cogido el teléfono Durán y quiere Araceli saber la misa a qué hora es. ¿Qué misa?, ha preguntado Durán. Ahora Durán ha entrado en la furia como en una devanadera, una lanzadera: buena es la furia como una lluvia que empapa los sembrados. La furia es buena porque es toda olvido y nada hay que más desee Ramón Durán a estas alturas que el olvido. Así que hay una misa en la parroquia de Chipri de Marbella, donde Durán nunca había estado: un funeral en la parroquia, mientras que en el cementerio se incinera el cuerpo de Chipri. Quiero decir que hay la misa primero y la incineración después y luego le entregan a Durán la repulsiva urna con el par de kilos más o menos de las cenizas de Chipri. No hay nada que añadir: eso es lo esencial de nuestra muerte: que no tengamos ya nada que añadir: que hasta la memoria misma sea superflua, que sea superfluo el dolor y el amor que un día sentimos. Éste es el silencio del Buda. Así que diremos, como Semónides de Samos, el elegiaco griego arcaico: Del muerto no deberíamos acordarnos, si fuéramos sensatos, durante más de un día. Y es verdad también que mucho tiempo tenemos para estar muertos y vivimos llenos de infortunios unos pocos años, ¿qué más puede decirse? Queda todo por decir, por supuesto.

Es curioso el estado mental de Paco Allende: frente al duro texto de Semónides se alza su conciencia cristiana o quizá, sencillamente, su conciencia de mortal: no somos sensatos: nos acordamos del muerto durante más de un día, durante toda una vida. En esto consiste, quizá -piensa Allende-, la mortalidad intrahumana. ¿Qué queda por decir? La posición de Paco Allende en todo este asunto es notable porque, desde un punto de vista objetivo, desapasionado, nada de todo esto le concierne directamente. No conoció a Chipri y su relación con Ramón Durán ha sido circunstancial y (exceptuado el hecho de que el muchacho le gusta físicamente muchísimo) muy superficial. Arrastrado por un sentimiento del deber apenas analizado, ha acudido a Marbella para hacerse cargo del chico. Pero el chico es mayor de edad y lo más probable es que, tan pronto como se libere de este opresivo ambiente de la policía y de la autopsia y de la incineración y del funeral, regrese a Madrid a casa de Salazar y Allende acabe siendo un mero episodio que cae en el olvido. Lo mejor sería llevar a cabo los trámites burocráticos que esta muerte conlleva lo más rápidamente posible, y despedirse de Ramón Durán después con cualquier pretexto. El pretexto que Paco Allende tiene a mano es legítimo y todo el mundo lo acepta: tiene que regresar a su puesto de trabajo. Si dijera al director del instituto que su relación con Durán es casual, ni siquiera quedaría justificada esta semana larga que va a pasar en Marbella. Así que ha tenido que volver a llamar al instituto, hablar con el director y repetir la mentira inicial: que se encuentra retenido en Marbella acompañando a un familiar cercano cuya madre ha aparecido muerta. El director se muestra, por supuesto, comprensivo. Pero no se mostrará comprensivo si descubre que entre Durán y Allende no hay la menor relación de parentesco y ni siquiera una estrecha relación de amistad.

Allende se ocupa de visitar una funeraria que a su vez se encargará de todo. Tiene que elegir un ataúd. Le muestran varios modelos. Elige uno de un precio mediano. El cuerpo de Chipri, recosido después de la autopsia, reposa aún en el Instituto Anatómico Forense. Ahí irán a recogerlo los empleados de la funeraria. Teniendo en cuenta las circunstancias de su muerte, Allende decide que el ataúd permanezca cerrado todo el tiempo. Todo sucede temprano, están presentes para recoger el cadáver de Chipri Allende y Durán. Siguen al coche fúnebre en un taxi hasta el cementerio. De alguna manera, ha corrido la voz y en el cementerio hay una pequeña reunión de dolientes. Destacan entre ellos Araceli, demasiado enlutada al estilo de los funerales de las películas americanas, el Manguis, con la nariz cubierta de esparadrapo a consecuencia del trompazo, Florentino Pelayo, acompañado de un secretario o ayudante. Hay también un cura. Entran todos en la fría capilla del cementerio. Allende y Durán se sitúan en la primera fila y detrás de ellos los otros cinco personajes. El sacerdote reza un responso. Y después el ataúd es conducido en un armazón de ruedas hacia un discreto lado de la pequeña nave, donde aparece una ventana velada por una cortina gris. Los empleados de la funeraria sitúan el ataúd en lo que parece ser una correa transportadora. Se cierra la ventanilla, se corre la cortina y el director de la funeraria anuncia a los presentes que podrán recoger las cenizas de la difunta dentro de dos horas. Allende y Durán se quedan todavía un rato sentados en el primer banco de la capilla del cementerio no sabiendo qué hacer. El resto de la comitiva sale fuera y encienden cigarrillos. Transcurren quince o veinte minutos.

– Vamos fuera si quieres -sugiere Allende.

Y salen los dos a la salitrosa mañana marbellí, blanca y nublada, una primavera cálida de playa. Toda la comitiva excepto el Manguis desfila ante Allende y Durán, que se han quedado de pie delante de la puerta de la capilla. Araceli se abraza a Durán llorando. La gran pena negra de gusto californiano ondea ligeramente al viento marítimo. Después de Araceli, Florentino Pelayo acompaña en el sentimiento a Durán:

– Lo he sentido mucho, chico, tienes que ser fuerte. Ha sido un golpe terrible. Yo quería mucho a tu madre. La he querido mucho, de verdad…

– ¡Si tanto la quería, ¿por qué la dejó tirada?! ¡Usted tiene la culpa de todo, hijoputa!

La voz de Durán es apagada y monótona. La expresión hijoputa ni siquiera suena a insulto. El Floren hace un gesto equivalente a un puchero, su amable cara rellena de hombre de negocios seguro de sí mismo se contrae un poco con lo que puede suponerse que es amargura o melancolía, quizá sólo incomodidad ante una situación que le supera por todas partes.

– Estás muy confundido, chaval -dice por fin el Floren-. Es natural que lo estés. En tu caso yo también lo estaría. Una madre es lo más grande del mundo, pero hazte cargo de mi situación (ahora el Floren alza los ojos hacia Allende, que está a la derecha de Durán, como esperando algún apoyo del lado de ese hombre mayor que seguramente entiende cómo son las cosas de la vida).

En vista de que Allende no dice nada, el Floren prosigue:

– Mira, yo no podía seguir con tu madre. Tengo una familia yo mismo. Tengo una mujer y unos hijos. No era razonable que siguiéramos juntos tu madre y yo…

– ¿Por qué lo empezó, entonces? -quiere saber Durán con el mismo tono de voz. No es, en realidad, una pregunta. Es un apagado improperio que el Floren apenas registra.

– La vida es muy compleja, muchacho. Cuando se es joven no se entienden estas cosas. Tu madre y yo fuimos muy felices un tiempo. La felicidad no da más de sí, sólo un poco de tiempo. Luego se acaba. Yo, de corazón, si necesitas algo, cualquier cosa que necesites… -Ha sacado de su cartera una tarjeta de visita que alarga a Allende.

– Gracias -responde Allende.

Apenas ha transcurrido media hora. La comitiva se disuelve deprisa. Se acerca a la puerta del cementerio un coche de la policía de donde baja Marisa, que abraza a Durán y también a Allende. Éste es el único gesto de afecto sincero de la mañana. Marisa tiene que reanudar el servicio. Allende y Durán se quedan paseando entre las tumbas todavía media hora más. Allende ha arreglado que el taxi que les ha traído al cementerio les espere en la entrada. Por fin, les entregan la urna con las cenizas. La capilla ha sido ocupada por otra familia, con otro ataúd. Es la rutina de los cementerios, el día va tornándose más y más claro cada vez. Caras de desconocidos, contristadas, ausentes, no les durará el duelo mucho más de un día porque son sensatos -piensa Allende-. Se encaminan con la urna de las cenizas al taxi y se dirigen al piso de Chipri.

Dejan las cenizas encima de la mesa del comedor. Allende ha ido poco a poco sumiéndose en un estado de perplejidad vacía y dolorosa. No sabe qué decir. Durán se sienta en la sala en silencio. Allende se sienta junto a él. Transcurre la mañana entera hasta la hora de comer con la ingravidez monótona y sosa de esos acontecimientos que parece que no están aconteciendo. Han bajado a comer a una cafetería cercana. Allende tenía hambre y ha comido con buen apetito su plato combinado. Durán ha pedido un plato igual pero apenas lo ha probado. Este hecho de no sentir hambre ahora le parece a Allende característico y, sin embargo, tranquilizador: Durán sentirá un hambre canina más tarde, a la hora de la cena. Cenará copiosamente. Allende le animará a beber un poco de vino y se acostará rendido. Mañana será otro día, piensa Allende.

A última hora, hacia las ocho y media, han encendido la televisión para ver las noticias de Telecinco. En esto, suena el teléfono. Allende descuelga el teléfono. Es Salazar. Salazar no tiene intención de hablar con Durán, sólo dice lo siguiente:

– Mira, Paco. Dadas las circunstancias creo que es mejor dejar a Ramón tranquilo por ahora, pero quiero que le digas de mi parte que aquí tiene su casa. Le das un abrazo fuerte de mi parte.

– ¿No quieres hablar con él? -pregunta Allende a Salazar. Este contesta que no.

– Era Salazar, te manda un abrazo fuerte. Dice que tienes su casa a tu disposición.

– Ya -es todo el comentario que hace Durán.

– Tendrás que volver a Madrid, supongo -dice Allende.

– Claro.

– Estarás bien en casa de Salazar.

Ésta es la primera vez que Ramón Durán mira a los ojos a Allende en todo el día.

– Esa casa es un infierno, tú lo sabes. No es mi casa ni es verdad que Salazar quiera que vuelva.

– Parecía sincero -dice Durán mintiendo, porque la impresión que le ha dado Salazar no es de sinceridad sino de astucia.

– Estoy cansado, Paco -declara Ramón Durán-, todavía podemos quedarnos un día más aquí, ¿no? Quiero decir, tú no te tienes que ir, ¿verdad?

– Desde luego que no. Vamos a bajar a cenar ahora y luego vamos a procurar dormir los dos. Una noche entera. Mañana hablaremos.

– Te estoy muy agradecido. No sé qué voy a hacer. La verdad es ésa.

– Lo que vamos a hacer ahora es cenar, dar un paseo para bajar la cena y subirnos a dormir.

Durán se deja conducir a la cafetería una vez más y allí cenan. Como Allende suponía, Ramón Durán está hambriento. Devora su plato combinado y un banana split. Entre los dos beben una botella de vino tinto. Apenas hablan. Salen a pasear por las calles alrededor del bloque de Chipri y Durán toma la mano de su compañero, como la mano de un niño. Así pasean un rato, sin hablar. Luego vuelven juntos al piso. Mientras suben en el ascensor, Durán se abraza a su compañero llorando y Allende le besa en la cara, en el cuello, en la frente. Durán es ahora un chiquillo que llora y solloza. Es lo mejor que podía pasarles a los dos. Allende acuesta a Ramón en su antiguo cuarto. Le desnuda, le ayuda a meterse en la cama, le tapa. Siente una inmensa ternura por este muchacho que solloza y que no tiene ningún futuro: sólo el remordimiento y el recuerdo de su madre muerta. Allende, a su vez, se desnuda y se acuesta en la cama de Chipri. Deja las dos puertas abiertas. Los dos, agotados, duermen durante toda la noche.