37605.fb2 Contra natura - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 36

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35

La luz marítima llena todo el piso de Chipri. Allende se ha despertado muy temprano y ha recogido la cocina y el resto de la casa. Ha limpiado el polvo. Ha retirado la urna de la mesa del comedor y la ha colocado no lejos de la televisión en una estantería-aparador donde Chipri había instalado unas figuras de Lladró, unas colecciones de libros lujosamente encuadernados y nunca abiertos (la colección de Premios Planeta) y algunos tomos de obras completas de los que ahora se venden con los periódicos. También la enciclopedia de El País. La urna tiene un aire vagamente griego, un poco pretencioso -es dorada-, podría pasar por un bibelot más. Allende contempla satisfecho sus arreglos caseros. Tiene la sensación de que, al instalar la urna entre los Lladrós, entre los polichinelas y los animalitos de Lladró, las cenizas de Chipri participan del encanto convencional, clase media, de ese género artístico tan inconfundible, tan tranquilizador, en su monería anticuada. Allende confía en que esta exposición de los restos de Chipri entre los objetos que Chipri seleccionó tan cuidadosamente en vida, tranquilicen la conciencia del hijo cuando se despierte y se reinicie la continuación de la vida. Hacia las diez de la mañana aparece Ramón Durán descalzo, sin camiseta, con sólo los pantalones. El descanso nocturno ha hecho maravillas. Juventud es capacidad instantánea de recuperación física. Para esa hora ya tiene Allende preparada una cafetera -ha bajado un momento a la calle a comprar leche y pan-. Se instalan los dos a desayunar.

– Tienes buen aspecto esta mañana -dice Allende.

– ¿Tú crees? No me siento bien, sin embargo. Tengo buen aspecto porque no tengo corazón. Mi madre ha muerto brutalmente asesinada, metida en un lío cutre con la gente de ese club. Yo estoy aquí tomando un café. A salvo. No tengo la menor justificación, nada a mi favor. ¿Qué puedes decir a favor mío? -Al hacer esta pregunta Ramón Durán ha alzado los ojos, que mientras hablaba tenía fijos en su taza de café, y contempla fijamente a su compañero. Ahora añade-: No tengo perdón de Dios. No creo que exista Dios, así que lo que acabo de decir es una frase que sólo significa que si alguien supiera lo que ha pasado de verdad, sabría que lo mío es imperdonable. ¿No lo crees tú así? Estás ahí sentado frente a mí, mirándome con tu cara amable, quizá pensando qué decirme para tranquilizarme. En realidad, ya estoy tranquilizado. Estoy disfrutando ya de mi nueva situación. ¿Te das cuenta, Paco? Este piso es ahora mío, lo poco o mucho que tenga mi madre en el banco es ahora mío. Nunca había pensado en esto. La verdad es que nunca pensé que mi madre moriría tan joven. Odio esta situación y odio sentirme tan cómodo en esta situación. Y, sin embargo, ésa es la verdad: estoy cómodo…

– Estás menos cómodo de lo que tú te crees. Si te fijas, estás tan avergonzado de ti mismo que prefieres hacerte peor, denigrarte, para no tener que encontrarte con lo que de verdad te espera ahora, que es tu vida futura sin tu madre. Yo creo que en eso te deberías concentrar ahora…

– Mi futuro, ¿qué futuro? Tengo un brillante futuro de camarero en bares de copas. Eso es lo que hacía antes de encontrar a Salazar. Es lo que sé hacer mejor. Lo único que sé hacer.

Allende sabe que esto forma parte del duelo: este recorrido amargo por la propia vida, que incluirá luego el recorrido por la vida de su madre y que no puede terminar, de momento, sino en el llanto: Allende confía en que Durán se derrumbe. Que alcance ese punto de la desesperación que puede ser purificador. Allende sabe que todavía falta mucho para eso. Es Allende consciente también de la provisionalidad de la situación. Allende tendrá que regresar a Madrid dentro de dos o tres días como mucho. En ese tiempo, tiene que hacer todo lo posible para que Durán rompa la costra del lamento trivial, con los reproches y las culpabilizaciones, y alcance el punto verdadero, la pena verdadera, incluso el silencio. Por absurdo que suene, Allende piensa que para hacerse cargo de su situación real, de la muerte de su madre y de sus propias posibilidades en el mundo, debe alcanzar Ramón Durán el sereno corazón del desocultamiento: el lugar del silencio, donde ya no tienen importancia los lamentos verbales, las palabras convencionales del duelo, y sólo es importante el encuentro de esta criatura en particular, Durán, consigo mismo y con lo que le trasciende. Pero Allende se da cuenta también de que esta formulación heideggeriana que se le ha venido a la cabeza impulsivamente mientras contemplaba a Durán, mientras le oía, no puede por sí sola aclarar la situación o serle de utilidad al chico. Por eso decide que lo más sensato será enfrentar a Ramón Durán con sus proyectos de vida inmediatos, sean cuales sean. Por eso pregunta:

– Aparte de lo de los bares, ¿qué te gustaría hacer? Podrías apuntarte a un curso, digamos, de informática, que ahora está de moda. A un curso de inglés. Tú tienes el bachillerato y la selectividad, ¿no es así? Podrías solicitar una plaza el curso que viene en la universidad en Madrid, una vez que hayas elegido una materia que te interese. Y también, dicho sea de paso, tienes que decidir dónde quieres vivir. ¿Vas a seguir en casa de Salazar?

– ¿Dónde quieres que viva si no?

– Bueno, yo no quiero que vivas en ningún lado. Pero por lo que me explicas, lo de Salazar y Juanjo no acaba de ser un buen asunto. Te están liando. Ellos dos se están liando. Allá ellos, pero también te están liando ellos a ti, ¿o no?

– Puedo ir a vivir contigo, si quieres. -Al oír esto, Allende tiene la impresión de que Durán ha deslizado una punta de ironía en la entonación de su frase. Como si sospechara que Allende está deseando que Durán se vaya con él.

– Eso no sería una buena idea. En mi opinión deberías pasar un tiempo solo. Más adelante ya se verá. Pero ahora mismo, teniendo como tienes medios económicos, es casi ridículo que pienses con quién vas a vivir. No vas a vivir con nadie.

– O sea, que no quieres vivir conmigo. ¿Te parece bonito? -Durán se echa a reír al decir esto. La risa de Durán es contagiosa y los dos se ríen.

– ¡Cómo no voy a querer vivir contigo, chaval! ¡Cualquiera se daría con un canto en los dientes por vivir contigo! Lo que digo es que no creo que te convenga. No debes depender de nadie ahora.

– Eso es verdad -reconoce Durán. Ese breve momento risueño, sin embargo, aún permanece entre los dos: el humor ha cambiado por completo la escena. Los dos están más relajados ahora.

– Hace mucho tiempo -dice Durán con un tono de voz más coloquial, menos tenso que antes- que dejé los libros. No he vuelto a coger un libro desde selectividad. He perdido las ganas de estudiar y la costumbre.

Éste es un terreno que Allende, en cierta manera, conoce. Ha recorrido estos asuntos muchísimas veces con alumnos suyos, con padres de alumnos repetidores. Contesta lo primero que se le viene a la cabeza, algo que es muy sensato:

– Ya supongo que has perdido la costumbre de estudiar. A eso me refería antes. A que tienes que volver a imaginarte a ti mismo, con ocho o diez años más, empezando a estudiar, a tomar apuntes, comprar los libros de texto, leerlos, intercambiar apuntes con tus compañeros y compañeras, estar con gente de tu edad que quiere sacar una carrera y que no son chicos guapos que sirven copas en bares de ligue. De eso es de lo que tienes que librarte, de momento.

– Y a ti qué más te da. ¡Qué coño te importa lo que haga yo!

– Hombre, Ramón, me llamaste por teléfono y he venido a Marbella a estar contigo estos días. Me caes bien, me gustas mucho.

– ¿Te gusto físicamente?

– Eso también, pero no estoy hablando de eso ahora. Me gustaría verte haciendo algo que te beneficiase, que te sacase de esa existencia cutre que llevas ahora.

– Así que llevo una existencia cutre…

– Esa es la impresión que me da lo que tú cuentas. Ese trío que hacéis los tres en casa de Salazar. Cuando me lo contabas, no sabía qué sentir, si aburrimiento o un ligero asco dulzón: contado, supongo que haciéndolo es distinto, pero contado resulta cutre. Suena, además, aviejado. Es placer de viejos verdes, un poco.

– Tienes razón. Pero a mí me gusta en parte eso también. A mí me gusta Juanjo, me gusta follar con él. Yo estuve enamorado de Juanjo una vez, no lo olvides, y aún lo estoy.

– No lo creo.

– ¿Por qué no lo crees?

– No creo que estés enamorado. Es posible que estés apegado a Juanjo todavía. Pero no le quieres.

– Me gusta tocarle el culo, me gusta mucho su culo. Me gusta que me la meta. Tengo la culpa de la muerte de mi madre. Fue culpa mía.

Al yuxtaponer violentamente la expresión de sus deseos y su remordimiento (de cuya sinceridad duda aún Allende), Durán se revuelve inquieto en su silla. Se levanta, da una vuelta por la cocina. Allende le contempla fascinado. ¡Es un chaval tan joven, tan fuerte! Con el torso desnudo, el pantalón un poco caído, es la imagen absoluta, el estereotipo, de los deseos homoeróticos de Paco Allende. Ha amado esto mismo toda su vida. Recuerda: «Bien sé yo que esta imagen / fija siempre en la mente, no eres tú / sino sombra del amor que en mí existe.» Las líneas de Cernuda suenan aptas al cruzar la conciencia de Allende, como una invitación dulce, razonable, al alcance de la mano, para ser dichoso. Y, a la vez, la contraimagen correspondiente: Cernuda no evoca en su texto ningún cuerpo en particular y mucho menos una persona real: evoca una imagen que no eres tú, no es ningún en concreto sino sólo una sombra del deseo del poeta o del deseo, ahora, de Paco Allende. De guiarse por este amor cuyo objeto es primariamente una imagen, el resultado será, con suerte, un buen polvo, y sin suerte, un ejemplo de la tantalizante distancia que separa la realidad del deseo. Los años han acostumbrado a Allende a retardar la satisfacción del deseo, a posponer el logro en aras de una satisfacción mayor en el futuro. También le han enseñado a aceptar el no-logro: la insatisfacción erótica no es ya dramática o trágica, como parece creer Cernuda y como el propio Allende creyó de más joven: hay un curioso componente cómico en el deseo insatisfecho, un divertido recordatorio de la finitud propia, que permite, si se es listo, sustituir unos objetos por otros, unos deseos por otros: Allende es incapaz de renunciar ahora mismo al vehemente deseo de acariciar a su compañero desnudo. Pero es capaz de reírse de sí mismo al no poderlo realizar y tener que buscar sustituciones, apeaderos, incluso una sublimación sensata. Allende sabe que cualquier intento de satisfacerse ahora mismo con Durán volvería chusca la relación entre los dos. Toda dignidad se empaparía de genitalidad apresurada. Nada de lo que Allende dijera acto seguido se libraría del leve encanallamiento del darse el lote aprovechando una situación trágica de Durán. Y que este reconocimiento irónico de las ventajas de posponer la satisfacción en aras de un comportamiento ascético esté tan presente, ahora mismo, en esta cocina de la pobre Chipri, reanima a Paco Allende y quizá también -aunque esto Allende no puede comprobarlo de inmediato- tranquiliza al Durán acostumbrado a ser objeto de deseo de hombres mayores. Ramón Durán, además, ha, implícitamente, sacado a relucir el gran asunto pendiente de su vida: el entrecruzamiento de su zafio me gusta que me la meta de hace un rato y su noble, y también doloroso, reconocimiento de una parte de culpa en la muerte de su madre. El duelo ha comenzado a funcionar ya y esto es lo que Allende tiene presente ante todo. Si logra ayudar a Durán a recorrer el laberinto del sentimiento de culpabilidad y del duelo por la muerte de su madre y de su confusa -en opinión de Allende- relación amorosa con Juanjo, habrá hecho algo bueno por el chico.

– Tienes que tener claro, Ramón, que no tienes la culpa de la muerte de tu madre. No digo que no fueras negligente. Esa negligencia va a pesarte toda tu vida. Pero una excesiva culpabilización por tu parte, al no corresponder con lo que verdaderamente ha sucedido, acabaría, por paradójico que suene, trivializándolo todo. El sentimiento de culpa tiene que ser exacto para no resultar trivializador. Y la verdad es que tu madre, pobrecilla, tuvo mala suerte. Se encontró con un indeseable a la salida del bar, que la asesinó para robarle, según parece. Esto hubiera podido sucederle estando tú aquí en Marbella.

– ¡Pero es tan injusto! Incluso si no tengo la culpa yo, ¿cómo librarme del sentimiento de injusticia por lo que ha pasado? Mi madre no merecía morir así. Fuimos felices hace tiempo. Cuando yo era estudiante y volvía a casa por las tardes. Mi madre trabajaba mucho entonces, tenía un puesto importante en los hoteles. Estaba contenta con su vida. Estaba contenta conmigo y yo con ella. Todo lo jodió el Florentino…

– Florentino estaba casado, ¿no es eso? Era un asunto que no tenía porvenir. Lo sabes igual que yo. También tu madre lo sabía.

– Entonces, ¿por qué lo empezó él si estaba casado?! ¿Por qué el hijoputa lo empezó si no quería seguir? Ocultó que estaba casado. Se aprovechó de mi madre. Nadie tiene derecho a desilusionar tanto a otro ser humano. Y, ahora, ¿qué pasará? ¿Qué le pasará a mi madre ahora?

Por un momento, estas últimas frases desconciertan a Allende. Lo que Ramón Durán está diciendo es el resumen vulgar y trágico de una vida hecha como todas nuestras vidas de aciertos y de graves errores, que a veces tenemos que pagar muy caros. ¿Qué quiere saber ahora Ramón Durán? Por un instante, teme Allende que Durán se refiera a un intento de venganza, quizá dirigida contra Florentino Pelayo. La violencia con que reaccionó ante la estúpida y grosera cháchara del Manguis indica que Durán podría estar considerando iniciar el duelo por medio de una venganza. Esto sería desastroso.

– No entiendo lo que acabas de decir, ¿qué quieres saber? ¿Qué quieres decir con la frase qué va a pasar ahora con mi madre? Ahora forma parte de tu memoria. Ahí está alojada ahora, en tu corazón y en tu memoria.

– ¿Y eso es todo? ¿No eres tú cristiano? Mi madre era cristiana. ¿No habláis los cristianos del cielo y del infierno y de todo eso? ¿Va a ir mi madre al infierno ahora, o al cielo? ¿Qué significa que esté muerta? ¿Significa que ya no existe?

Allende se alegra -por absurdo que suene formularlo así- de que Durán haga estas preguntas. Son las elementales preguntas que todos nos hacemos, creyentes y agnósticos por igual. Allende sabe que esas preguntas no tienen una respuesta racional, contudente ni definitiva. Pero sabe también que, sin hacérselas y sin tratar de contestarlas, el duelo de Durán por la muerte de Chipri no se consumaría adecuadamente. Allende sabe que no puede ahora refugiarse ni en una blanda afirmación de la vida eterna ni en una igualmente blanda negación de la vida eterna. Recuerda -con esa sensación de milagro interior con que percibimos a veces determinadas ocurrencias en una situación límite de nuestra vida- que, con independencia de la presencia o la ausencia de fe en una existencia supraterrenal o en un Dios cristiano, está obligado él mismo a, como dijera en una ocasión Heinrich Mann que es obligatorio, dejar la cuestión al arbitrio del interesado por puro tacto. Por eso, ahora, todo el afán de Paco Allende es saber en serio qué es lo que de verdad Ramón Durán quiere creer y quiere pensar acerca del destino de su madre más allá de la muerte. A esto tiene que dedicar estos dos días. Este urgente asunto esencial es el modo irónico con que la inteligencia penetrada por el buen corazón transforma, ahora, los sentimientos amorosos de Allende por Durán. Allende es consciente de que tiene que intervenir ahora, consciente de que su intervención será definitiva si logra acertar con el tono pero también con el fondo del asunto. Se siente desarmado, como si tuviera que inventar por sí solo, y desde el principio, toda una teoría de la vida eterna para el caso de Chipri. En ese momento, Ramón Durán ya ha vuelto a sentarse frente a él en la mesa de la cocina: sus fuertes hombros resplandecen en la luz blanca de la estancia con un destello húmedo, como una criatura genéricamente bella y desgraciada. Antes de que Allende abra la boca, Durán dice:

– No hay derecho a que pase una cosa así. Mi madre no merecía un final así. Si dices que no tengo la culpa yo, ¿quién tiene la culpa?

– Su asesino.

– ¡Ah, pero su asesino fue uno cualquiera, uno que pasaba! ¿No acabas de decir eso? Le tocó a mi madre, pero podría haberle tocado a cualquiera, ¿no es así? ¿Por qué tuvo que tocarle a mi madre? Es como una lotería monstruosa. ¿Quién tiene la culpa? Al decir que yo no tengo la culpa o que yo fui sólo culpable de negligencia, ¿no estás diciendo, sin decirlo, que la mayor parte la tuvo mi propia madre por andar sola a esas horas de la noche?

– No, no estoy diciendo eso.

– ¡Pero suena así! De acuerdo, yo no tuve la culpa, sólo fui negligente. El asesino tampoco tuvo la culpa porque no eligió a mi madre, cualquiera pudo ser su víctima. Luego toda la culpa hay que ponerla en el lado de mi imprudente madre, que anduvo de bares hasta las tantas y que salió de madrugada bebida al paseo marítimo. ¿No estaba casi pidiendo que la mataran o le robaran en ese estado? Fue imprudente, fue estúpida, fue una pobre mujer. La mató un hijo de puta para robarle el bolso. ¿Tendré que sentir lástima por el hijo de puta que le robó el bolso y en el forcejeo le metió un mal golpe y la dejó en el sitio? ¿El asesino es una víctima también? El único que se salva, si te fijas, soy yo, que acabo de heredar un magnífico piso en primera línea de playa. Es repugnante.

– Tu madre es una víctima inocente. Te puedo decir lo que dos filósofos alemanes discutían hace unos años: no son cristianos, sino agnósticos ambos, racionalistas. Decían: la resurrección parece ser la única respuesta posible a un destino como el de tu madre. Tu madre fue una víctima. Sin la resurrección tu madre queda sumida para siempre en el absurdo de su muerte absurda. Te digo esto, pero no es una receta. La resurrección no es una receta. Ni siquiera para los creyentes, para los cristianos creyentes, es una receta que funciona siempre. Forma parte de la esperanza y es una idea difícil de pensar.

– ¿Quieres decir que mi madre no ha muerto? Que no se ha convertido en polvo, en nada. ¿Es eso lo que quieres decir?

– Lo que quiero decir es que tú te rebelas contra el absurdo destino de tu madre asesinada y yo también. Y tenemos que apoyarnos los dos en esta rebelión y en el mensaje cristiano, a la vez, para sostenernos ante el absurdo, sin poder, sin embargo, deshacernos de él, convertirlo en algo razonable. La muerte de tu madre no es razonable. Es absurda, es la muerte de una pobre víctima de la crueldad, de la brutalidad, anónima en este caso…

Allende piensa: Estoy balbuceando, estoy a punto de servirme de frases hechas, referencias de mi educación cristiana, para consolar a este chico de cualquier manera. Este deseo de consolar a todo trance -que es válido- debe preservarse de este otro deseo que también siento en mí mismo ahora y que consiste en acabar de una vez, dejar el asunto concluido, allanar las dificultades, inundarlo todo de palabras nobles y quizá verdaderas, porque la situación es angustiosa y además insoluble. Debo -decide Allende- mantenerme aquí con lo poco que puedo decir y con la compañía y simpatía que pueda proporcionar mi presencia. Y eso es todo. No puedo querer y no quiero tranquilizar al chico a cualquier precio. Al precio maldito de las frases hechas, del consuelo cristiano convencional. Entonces -como inspirado por esta dialéctica interior de hacer uso del consuelo cristiano sin permitirse trivializarlo- se le ocurre a Allende decir lo siguiente:

– Tú sabes que los cristianos creen que Jesús, en su muerte, reúne todas las muertes de todas las víctimas inocentes. Cuando los cristianos hablan de la resurrección de Jesús, hablan de una victoria sobre la muerte en la cual se injertan todos los muertos inocentes. Es un injerto. Tu madre era inocente, no merecía la muerte que tuvo. Los cristianos dicen que el Dios cristiano es un Dios de la vida y que se injertan en Él todas las vidas. A eso llaman los cristianos vida eterna…

– Entonces, ¿mi madre no ha muerto? ¿Es eso lo que quieres decirme?

– Eso es lo que quiero decirte, sí. Lo que pasa es que no logro yo mismo acercarme a esa experiencia cristiana con demasiada energía o lucidez. Estoy tan a oscuras como tú. Pero, por lo menos, estamos a oscuras los dos.

– Entonces, ¿qué hay que hacer? ¿Qué tengo yo que hacer?

– Tienes que pensar en ti mismo ahora. Para poder entender o, por lo menos, para no desesperarte, para situarte con alguna clase de esperanza ante la muerte de tu madre, tienes que, y perdona que hable así, cambiar tu vida: salir del, si me permites decirlo, laberinto estúpido en el que estabas metido en Madrid…

– Es decir, dejar a Juanjo y a Salazar.

– Yo creo que sí. Creo que, además, tú mismo quieres dejarlos ahora.

– Entonces, lo que dices es que quieres que me vaya a vivir contigo.

– ¿Otra vez vuelves a eso? Eso sería un error. Vamos a ver, a mí se me ocurre una solución: por lo menos para un par de meses, lo que dure este verano, mientras lo piensas todo otra vez. Tengo una compañera del instituto que alquila una habitación o dos, no sé, durante el curso a estudiantes. Seguramente, una de sus dos habitaciones estará libre ahora. ¿Por qué no ocupar una habitación en casa de esta chica, que es más joven que yo, que es profesora de literatura, que es una persona alegre? No sé, sería un cambio de ambiente. Estoy dando palos de ciego, ya entiendes. Igual no congeniáis. Sería como una situación transitoria.

A todas éstas, es ya la hora de comer. Curiosamente, Ramón Durán ahora sonríe:

– Joder, Allende, eres un buen tío. Tengo hambre. Por qué no bajamos a comer y pensamos luego en lo de Madrid. También tengo que ver a Marisa otra vez. ¿Te puedes quedar conmigo otra noche más y mañana volvemos a Madrid juntos?

– Sí que puedo, vámonos a comer ahora.